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Educación literaria. Selección de textos.

En los huecos y en las ramas,


Mis redes voy construyendo,
Para que bichos voladores,
En las redes vayan cayendo.
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La araña y el sapo de Godofredo Daireaux. Fábulas argentinas
Un sapo andaba en desgracia. Ninguna mosca se le acercaba y empezaba a tener una de
esas hambres que quitan la vergüenza al más honrado. Al levantar los ojos, vio que en la
tela de la araña, su vecina, estaban presas tantas moscas de todos tamaños, que en dos o
tres días no las iba a poder comer todas.
Con un grito o dos de su voz simpática llamó a la araña y le pidió prestadas algunas
moscas, prometiéndole que pronto se las devolvería.
La araña, sabedora de que el que presta pierde el dinero y las amistades, primero hizo la
que no oía. Después hizo la que no entendía. Contestó en fin que tenía pocas. Dijo que no
eran todas de ella. Agregó que no podía despegarlas.
También afirmó que, habiéndose ya negado a prestar a la rana, no podía, sin crear
conflictos, prestar al sapo.
Y cuando éste ya se dio vuelta, enojado, diciéndole que todo esto no eran más que malos
pretextos: «Serán malos pretextos, dijo entre sí, la araña; pero las moscas son buenas»
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La araña teje
una estrella
de tela.

Punta tras punta


Pata tras pata
Bordando el cielo.

Cuando se cansa
Cuelga las agujas
Y vuela.

La araña tejedora. Adaptación de una antigua leyenda quechua


La princesa Uru era la heredera al trono del Imperio Inca. Su padre la adoraba y deseaba
que en un futuro, cuando él dejara de ser rey, ella se convirtiera en una gobernante justa
y querida por su pueblo. Por esta noble causa se había esmerado en educarla de forma
exquisita desde el día de su nacimiento, siempre rodeada de los mejores maestros y
asesores de la ciudad.
Desgraciadamente la muchacha no era consciente de quién era ni de lo que se esperaba
de ella. Le daban igual los estudios y no le importaba nada seguir siendo una ignorante.
Lo único que le gustaba holgazanear y vestirse con elegantes vestidos que resaltaran su
belleza.
Por si esto fuera poco tenía muy mal carácter y se pasaba el día mangoneando a todo el
mundo. Si no conseguía lo que quería perdía los nervios y se comportaba como una joven
malcriada y déspota que pasaba por encima de todo aquel que le llevara la contraria. Así
eran las cosas el día en que su padre el rey falleció y no tuvo más remedio que ocupar su
lugar en el trono.
Los primeros días la nueva reina puso cierto interés en escuchar a sus ayudantes y actuó
con responsabilidad, pero una semana después estaba más que aburrida de dirigir el
imperio. Harta de reuniones y de tomar decisiones importantes, comenzó a comportarse
como verdaderamente era: una mujer frívola que solo rendía cuentas ante ella misma.
Una mañana, de muy malos modos, se plantó ante sus secretarios.
– ¡Todo esto me da igual! Yo no quiero pasarme el día dirigiendo este imperio ¡Es el
trabajo más aburrido del mundo! Yo he nacido para viajar, lucir hermosos vestidos y
asistir a fiestas ¡De los asuntos de estado que se preocupe otro porque yo lo dejo!
Fueron muchos los que intentaron hacerla entrar en razón, entre ellos el consejero real.
– Señora, eso no es posible… ¡Usted debe comportarse como una reina madura y
responsable! ¿Acaso no se da cuenta de que su pueblo la necesita? ¡No puede abandonar
sus tareas de gobierno!
La reina Uru se giró apretando los puños y sus ojos se llenaron de rabia.
– ¡A todos los que estáis aquí os digo que sois unos insolentes! ¡¿Cómo osáis cuestionar
mi decisión?! ¡Yo soy la reina y hago lo que me da la gana!
Estaba tan enloquecida que en un arrebato cogió un cinturón de cuero y lo blandió en el
aire con furia.
– ¡Quiero que os tumbéis boca abajo porque voy a azotaros uno a uno! … ¡He dicho que
todos al suelo!
El salón se quedó completamente mudo. El consejero y los ayudantes de la reina sintieron
un escalofrío de terror, pero ninguno se atrevió a desobedecer la orden. Lentamente se
arrodillaron y se dejaron caer sobre el pecho.
La reina apretó los dientes y levantó el brazo derecho, pero cuando estaba a punto de
proceder, se quedó completamente paralizada como una estatua.
– ¡¿Pero qué demonios me está pasando?! ¡No puedo bajar el brazo! ¡No puedo
moverme!
Todos los presentes se miraron unos a otros sin saber qué hacer, pero su sorpresa fue
aún mayor cuando, sobre sus cabezas, apareció una majestuosa diosa cubierta con un
manto de oro.
La divinidad permaneció unos segundos suspendida en el aire y fue descendiendo
levemente hasta posarse frente a la paralizada reina Uru. Ante el asombro de los que
estaban allí, habló. Sus palabras fueron demoledoras.
– ¡Eres una mujer malvada y egoísta! En vez de gobernar el reino con sabiduría y bondad
prefieres humillar a tus súbditos y tratarlos con desprecio. A partir de ahora perderás tu
belleza y todos los privilegios que posees ¡Te aseguro que sabrás lo que es trabajar sin
descanso por toda la eternidad!
El suelo tembló y alrededor de la reina se formó una gran nube de humo gris. Cuando el
humo se evaporó, en su lugar apareció una araña negra y peluda ¡La diosa había
convertido a Uru en un arácnido feo y repugnante!
Uru no pudo protestar ni quejarse de su nueva condición. Su única opción fue echar a
correr por los baldosines del palacio para no morir aplastada de un pisotón. Para su
fortuna consiguió ocultarse en un rincón y, como todas las arañas, empezó a fabricar una
tela con su propio hilo.
Cuenta la leyenda que, aunque han pasado varios siglos, Uru todavía habita en algún
lugar del palacio imperial. Hay quien incluso asegura que la ha visto tejer sin parar
mientras contempla con tristeza cómo la vida sigue su curso en el que un día muy lejano,
fue su hogar.

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La venganza. María Rosa LLobet
Lo supe desde el día en que llegó, esa mujer era insoportable. Lo primero que dijo al
entrar fue: “Esto es una mugre”. Yo ni me moví, me quedé como si nada, aunque podría
haber reaccionado y con razón. ¿Quién era ella para venir a criticar? Hacía muchos años
que yo vivía aquí y después de todo, el lugar no estaba tan sucio. En realidad, lo que más
me molestó fue su cara de mujer práctica, de saberlo todo. Enseguida empezó a dar
órdenes, a acomodar y a desacomodar.
Con los días me fui acostumbrando al clima de la casa. Por otro lado, un poco de
ventilación no venía mal. Y como yo permanecía silenciosa, casi sin hacerme notar,
tratando de no mortificar, aceptando sumisamente su despotismo, la convivencia se hizo
bastante llevadera. Claro, me ignoraba olímpicamente. A la hora de cenar todos
participaban de la conversación y yo notaba que estaba un poco de más, que no podía
aportar nada. En principio, no me afectaba demasiado. Pero, con el tiempo las tardes
comenzaron a hacérseme eternamente largas. Mi único entretenimiento era tejer, y
muchas veces me quedaba dormida con el tejido, sin darme cuenta.
Fue por eso que los problemas, los verdaderos problemas, comenzaron el día en que, al
despertarme, descubrí que mi tejido estaba deshecho. Alguien (¿quién sino ella?) se había
tomado el trabajo de destejerlo. Por supuesto, me quedé en el molde y no dije nada. Pero
la malignidad de esa mujer me resultó intolerable, me perturbó profundamente. En
silencio, recomencé mi labor. ¿Qué ganaba con hacerme mala sangre?
Desgraciadamente, ella estaba dispuesta a terminar con mi paciencia, no me quería en la
casa, era evidente; me estaba provocando, y yo, después de una vida entera allí, no me
resignaba a retirarme, no me daría por vencida.
Desde aquel día mi tejido fue deshecho deliberadamente, una y otra vez. Y vuelto a tejer
por mí, con parsimonia de Penélope, todos los atardeceres. Sólo que yo no tenía ningún
Ulises a quien esperar… ¡ni tampoco me acosaban los pretendientes!
Así el tiempo fue haciendo sus estragos, mi paciencia se agotaba… su desafío era
permanente. Me callaba, pero la furia crecía en mi interior. Y yo tejía… tejía... y volvía a
tejer odios y rencores acumulados. A la hora de comer ya no podía tragar bocado,
tampoco me quedaba apetito. Me sentía tan mal…
Esa vez yo había puesto especial empeño en mi labor, como contestando a la insidia de su
actitud. De modo que cuando la vi empuñando su asqueroso plumero, sin pensarlo dos
veces, me vengué para toda la vida: de un saltito me ubiqué sobre su cuello, la mordí y le
inyecté todo el veneno que pude, y aunque mis cuatro pares de patas estaban bastante
débiles, tuve suficiente fuerza para volver a mi lugar, en un rincón del aparador, como
antes, donde actualmente tejo, sin tensiones, mi habitual tela de seda.

Ana Rosa LLobet En El monitor de la educación, Sección íObras Maestras)

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