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Módulo 2

Nuevas subjetividades en torno a las normas que orientan la acción individual y grupal 1

2. Nuevas subjetividades en torno a las normas que orientan la acción individual y grupal

2.1. Ética y cultura. Avatares de la fundamentación ética: conflictividad y convergencia en tiempos de “industria cultural”

“¿Qué es entonces la cultura? Yo siempre la he considerado como el camino que ha de recorrer un individuo para llegar al
conocimiento de sí mismo” (Kierkeggard, 1996, p. 110).

¡Bienvenido a la Lectura N° 2 de la materia Ética y Deontología Profesional! A lo largo de este módulo abordaremos algunas
problematizaciones propias de la Ética entendida como disciplina filosófica que reflexiona acerca de la Moral. Como vimos en la Lectura
N° 1, los comportamientos morales y su valoración como buenos o malos, o como correctos o incorrectos, son relativos a cada espacio
cultural de donde emergen y se 2

desarrollan. Hemos llamado moral positiva a ese conjunto de actitudes, creencias, valores y reglas de conducta que afectan a un
individuo o grupo social particular. Sin embargo, dijimos que la Ética o moral crítica intenta ir más allá del nivel de la reflexión moral,
que es siempre situacional o contextual, para descubrir principios morales que sean universalizables y ya no restringidos a cada moral
particular.

Sin embargo, en tiempos donde las sociedades son cada vez más multiculturales y multiétnicas, donde el contacto con el otro, con el
extranjero o el extraño se intensifica gracias a las migraciones masivas y el avance de las nuevas tecnologías de la información y la
comunicación, se vuelve una tarea cada vez más compleja para la Ética encontrar esos principios comunes, válidos para todos los
contextos y todos los grupos humanos, independientemente de su raza, color, etnia, sexo, religión, edad o condición social.

Es por ello que en este primer apartado presentamos el papel de la Ética en la diversidad cultural y los problemas vinculados a su
fundamentación en tiempos de industria cultural.

¿Qué es la cultura?

Siguiendo a Macionis y Plummer (1999), definiremos a la cultura como “el conjunto de valores, creencias, actitudes y objetos
materiales (o artefactos) que constituyen el modo de vida de una sociedad” (p. 102). En esta conceptualización se distinguen los
elementos tangibles e intangibles de la cultura. Así, un poema, una escultura, una presa hidráulica o un edificio serían elementos
tangibles que constituyen la cultura material de una sociedad. Mientras que sus valores, creencias, las ideas, las percepciones del
mundo constituyen la cultura no material.

La dimensión simbólica es tan importante en la cultura que la Sociología ha creado el término choque cultural para representar la
“incapacidad de interpretar adecuadamente el significado de los símbolos que se emplean en una sociedad distinta de la nuestra”
(Macionis y Plummer, 1999, p. 108).

Los símbolos nos sirven para interactuar eficazmente con los demás para entendernos, pero en sociedades cada vez más
multiculturales el uso incorrecto de los símbolos puede dar lugar a malos entendidos. También el apego a los símbolos propios y el
rechazo o la intolerancia a los símbolos ajenos pueden dar lugar a conflictos.

Es por ello que nunca antes como ahora la discusión acerca de la coexistencia de diversas culturas se ha vuelto prioritaria para la Ética.
El 3

problema no es la diversidad cultural en sí, sino los problemas derivados de la diversidad, tales como la preponderancia de unas
culturas sobre otras (cultura dominante), la asimilación directa, la marginación y la exclusión de ciertas culturas. En el plano de la Ética
estos problemas pueden dar lugar a dos posiciones contrapuestas: por un lado, el fundamentalismo, que sería la pretensión de
imposición por la fuerza de una única cultura como “la” cultura; y, por el otro, el relativismo moral, que niega la posibilidad de arribar a
unos principios éticos comunes. Frente a estas dos posiciones extremas afirmaremos en esta lectura la necesidad una ética
intercultural que sirva como canal de diálogo y encuentro entre las diversas culturas.
Hacia una ética intercultural

Si bien es cierto que las distintas culturas han estado en contacto desde tiempos antiguos (por ejemplo, con el intenso flujo de personas
y de bienes que se generó hace ya 500 años a partir de la colonización europea en América Latina y el Caribe), estos intercambios se
hicieron todavía mucho más intensos gracias a los avances científico-tecnológicos, generando transformaciones de fondo en la vida
cotidiana de la gran mayoría de los habitantes del planeta.

En sólo pocos años las sociedades han quedado interconectadas gracias al avance de las nuevas tecnologías de la información y la
comunicación. Este cambio tecnológico no sólo nos ha permitido estar más comunicados, sino que también hoy hace posible el flujo de
bienes y servicios a escala global, como en el caso de las compras on-line, que nos permiten acceder a bienes de cualquier parte del
mundo. Otras muestras de estas transformaciones tecnológicas se evidencian en las grandes transferencias de dinero que pueden
hacerse ´con un solo click´ gracias al fenómeno de la banca electrónica o la fragmentación del proceso productivo que permite que
trabajadores de distintos puntos del globo terráqueo colaboren en la elaboración de un mismo producto o brinden un servicio de
posventa.

Sin embargo, a la vez que se incrementaron los intercambios entre distintas sociedades, crecen también la xenofobia (miedo al
extranjero) y la heterofobia (miedo al diferente). El aumento de estos fenómenos demuestra, tal como señala Bauman (2007), que “la
tolerancia cultural se suele ejercer a la distancia” (p. 158). Cuando esa distancia se ve amenazada por la afluencia constante de
inmigrantes en sociedades cada vez más multiculturales, el miedo al otro se convierte en un sentimiento cada vez más extendido y las
sociedades comienzan a tomar medidas que buscan preservar la pureza de su raza y de su propio sistema cultural. 4

El problema se agrava aún más en los Estados multiétnicos, donde no sólo conviven distintas culturas, sino también diferentes etnias
“que poseen no solo un sentido racial, sino también distintas cosmovisiones que piden respeto y apoyo para mantener y transmitir su
forma de vida” (Correa-Casanova, 2008, p. 118).

Es en este contexto que se vuelve urgente la necesidad de discutir y buscar las mediaciones entre esas diferencias en las que cada
grupo defiende su propio modo de vida. En este sentido, el problema multicultural hace referencia al “conjunto de fenómenos que se
derivan de la difícil convivencia en un mismo espacio social de personas que se identifican con diversos bagajes culturales” (Correa-
Casanova, 2008, p. 119).

Pero, ¿son todas las culturas igualmente válidas y dignas de respeto y consideración? ¿Alcanza con permitir a cada persona vivir de
acuerdo con su propia identidad cultural o es necesario algo más? Para responder a estas preguntas, apelaremos a la noción de ética
intercultural entendiendo por tal aquella que nos “invita a un diálogo entre diversas culturas, de forma que respeten sus diferencias y
vayan dilucidando conjuntamente qué consideran irrenunciable para construir desde todas ellas una convivencia más justa y feliz”
(Cortina 2001, p. 183).

De acuerdo con esta concepción, el debido respeto a cada cultura no es un principio incondicional o válido de manera irrestricta, sino
que significa, por un lado, intentar comprender cada cultura en sí misma y en lo que nos aporta para comprender la cultura propia.
Pero, por otro lado, también evaluar (o valorar) qué es lo que esa cultura aporta al conjunto de la sociedad. Dicho en otros términos, si
la cultura es lo que nos humaniza, lo que hace al hombre propiamente hombre, cada una de ellas será respetada y valorada en tanto
suponga un aporte a la humanización del hombre.

Si retomamos la definición de ética intercultural de Cortina (2001), la autora señala cuatro tareas fundamentales para ésta:

 Permitir, dentro de un mismo Estado, la adhesión a identidades culturales diversas (que sería lo opuesto a imponer un único
modelo cultural).

 Rechazar los argumentos discriminatorios por motivos de posición social, edad, sexo o raza, aún cuando alguno de estos sea
defendido por alguna de las culturas particulares.

 Practicar el respeto activo hacia las identidades elegidas por las personas.
5

 Comprender las otras culturas como elemento indispensable para la comprender la cultura propia.

En síntesis, optar por una ética intercultural supone privilegiar una racionalidad hermenéutica, admitiendo que ni la identidad personal
ni la de las culturas se definen en singularidad, sino más bien en su presencia plural en la relación con otros. Comprender el punto de
vista del otro supone abandonar la mirada etnocéntrica para ponernos en el lugar del otro. Porque sólo si uno se desplaza a la situación
del otro:

Uno le comprenderá, esto es, se hará consciente de su alteridad, de su individualidad irreductible, precisamente porque es uno el que
se desplaza a su situación. Ese desplazarse no es ni empatía ni sumisión bajo los patrones del otro, es un ascenso hacia una generalidad
superior que rebasa las particularidades propias y del otro. (Gadamer, 1977, p. 375).

Por otro lado, una ética intercultural supone adoptar como actitud lo que Cortina (2000) llama un ethos dialógico, entendiendo por tal
aquel que considera a todos los hombres como seres autónomos, igualmente capaces de dialogar sobre las cuestiones que les afectan y
que están dispuestos a atender los intereses de todos los afectados como interlocutores válidos. Dicho en otros términos, de acuerdo
con la ética intercultural, una norma será justa cuando ella sea aceptada por todos los afectados tras un diálogo en condiciones de
simetría, diálogo que exige a sí mismo la comprensión de los diversos bagajes culturales de los interlocutores comprometidos.

Por lo tanto, el diálogo intercultural sólo es posible en el marco del respeto activo a las posiciones diversas como actitud básica para el
entendimiento. 6

¿Qué ejemplos de discriminación e intolerancia reconoces en tu comunidad?

¿Consideras que practicas el respeto activo hacia las prácticas culturales y estilos de vida diferentes al tuyo?

De la tolerancia al respeto activo: aportes de la ética del discurso

Para profundizar en la noción del ethos dialógico y en la necesidad de un respeto activo en sociedades multiculturales y multiétnicas,
apelaremos, además de Cortina (2000; 2001), a los aportes de Karl Otto Apel (2002) y su ética del discurso.

De acuerdo con Maliandi (2009), la ética del discurso de Apel es un intento de mediación entre la filosofía trascendental kantiana y los
nuevos recursos de la semiótica. Estrictamente la ética apeliana es una ética en dos niveles.

En el primer nivel, se intenta aportar una fundamentación última por medio de la reflexión pragmática trascendental, consistente en la
explicitación de una norma básica o meta norma, la cual exige que los conflictos de intereses se resuelvan por medio del intercambio
de argumentos, es decir, discursivamente. Esta exigencia consiste en la búsqueda de la formación de un consenso, no sólo entre los
participantes del discurso, sino entre todos los posibles afectados por la cuestión discutida. Este principio ético o norma básica es un
principio a priori, porque ya esta supuesto en toda argumentación y en tal carácter no sólo pretende validez universal, sino que
establece la universalidad como criterio de moralidad.

Por otro lado, el segundo nivel es el de los discursos prácticos a los que la norma básica remite y en los que se procura la
fundamentación de normas situacionales mediante el consenso. “La ética de Apel es de ‘dos niveles’, porque comprende, por un lado,
el ‘nivel’ de las condiciones 7

normativas de la fundamentación de normas y por otro, el ‘nivel’ de las normas mismas, a las que trata de fundamentar” (Maliandi,
2009, p. 67)1.

1 Resaltado en el original
2 En 1689, John Locke, el célebre filósofo inglés considerado padre del liberalismo político, publicaba su obra Carta sobre la tolerancia,
en la que justificó la libertad de conciencia y estableció la necesidad de una clara separación entre la Iglesia y el Estado.

La ética discursiva de Apel es tan pertinente para los tiempos actuales porque ella misma previene las dificultades de su aplicabilidad en
condiciones históricas donde no todos estarían de acuerdo con la norma básica. Dicho en otros términos, Apel admite que en ciertas
circunstancias las exigencias de la norma básica pueden entrar en contradicción con los sistemas de autoafirmación a los que
pertenecen los individuos como la familia, un grupo laboral, un partido político, una asociación, un país, entre otros. Para estos casos,
Apel desarrolla la parte B de la ética, que consiste en la “fundamentación de las condiciones normativas de la coexistencia entre
personas individuales y entre grupos socioculturales y las normas de las actividades colectivas vinculadas a la política, la ciencia y la
técnica” (Maliandi, 2009, p. 68).

En síntesis, mientras en la parte A de la ética se apela, por medio de la reflexión pragmático-trascendental, al establecimiento un
principio formal procedimental para la legitimación de cualquier norma, en la parte B se da por supuesta esa legitimación pero además
se hace necesario “producir las condiciones sociales de los ‘discursos prácticos’, es decir, colaborar responsablemente en la realización
a ‘largo plazo’ de una ‘comunidad ideal de comunicación’” (Maliandi, 2009, p. 68).

En un escrito de 1997, Apel abordó el tema de la tolerancia y afirmó la necesidad de pasar de una tolerancia negativa -que sería el
simple reconocimiento de los derechos subjetivos- a una tolerancia afirmativa o promocional que potencie las diferentes formas de
ethos sociocultural. La primera coincide con las postulaciones del liberalismo clásico2 que propone la indiferencia ante las distintas
formas de ethos comunitario, mientras que la tolerancia afirmativa implicaría la comprensión de las distintas tradiciones de valor y el
reconocimiento de su capacidad para enriquecer la cultura humana en general (Correa-Casanova, 2008).

En este sentido, Apel (1997) distingue tres grandes paradigmas de la tolerancia de los cuales se deriva, a su vez, el reconocimiento de
los derechos subjetivos a la libertad religiosa, de opinión y de expresión. La primera sería el resultado de las luchas por la separación
entre la Iglesia y el Estado, y las segundas surgen de la oposición al Estado secular. Mientras que, en la actualidad, nos encontraríamos
en el tercer caso 8

paradigmático, que consiste en aquel que exige, además de los otros dos, “el reconocimiento de la automanifestación libre de las
variadas formas de vida sociocultural que se dan en la sociedad multicultural” (Correa-Casanova, 2008, p. 101).

De acuerdo con la tradición liberal, la tolerancia implica el reconocimiento legal a la igualdad. Sin embargo, esta noción de tolerancia
negativa es insuficiente para satisfacer las exigencias derivadas de las actuales sociedades multiculturales. La tolerancia negativa
implica, de algún modo, soportar al otro-diferente y, en el mejor de los casos, la indiferencia o no intromisión en sus tradiciones y
formas de vida. Sin embargo, esta actitud es insuficiente para proporcionar la cohesión social y la lealtad política entre los ciudadanos.
De allí que Apel (1997) proponga pasar de la tolerancia negativa a la tolerancia afirmativa, entendiendo que la ética del discurso puede
aportar la fundamentación necesaria para ese pasaje.

Nosotros, es decir, los miembros virtuales de la comunidad discursiva, somos responsables –o, más precisamente, co-responsables– por
los efectos y efectos secundarios de nuestras acciones y actividades colectivas, y esto significa, por la formación y transformación de
todas las instituciones o, a escala más amplia, de todos los subsistemas funcionales de la sociedad, tales como, por ejemplo, los de la ley
y el poder político. (Apel, citado por Correa-Casanova, 2008, p. 102).

En este sentido, frente al paradigma de la mera neutralidad del liberalismo y la tolerancia negativa, Apel (1997) afirma nuestra
corresponsabilidad por intentar comprender las distintas versiones de la vida buena propuestas por los colectivos socioculturales en
una sociedad multicultural e incluso el deber de ayudarle a realizar sus propios ideales, dentro de los límites impuestos por la justicia
entendida como el deber de igual tratamiento de todas las preocupaciones referentes a la vida buena.

Este planteamiento sugiere que el principio de corresponsabilidad trascendental para cada posible argumentador como copartícipe del
discurso es 9

fundamental para la realización de la tolerancia afirmativa, en la medida en que su mismo concepto expresa la exigencia ética relevante
de ayudar o apoyar –o de “cuidar” sin paternalismo–a las distintas formas de vida sociocultural. (Correa-Casanova, 2008, p. 114).

En un sentido similar, Cortina (2000) distingue entre la tolerancia pasiva que sería aquella “predisposición a no inmiscuirse en los
proyectos ajenos por simple comodidad” (p. 41) de la tolerancia activa que sería aquella “predisposición a respetar los proyectos
ajenos que pueden tener un valor aunque no los compartamos” (p. 41). En Ciudadanos del mundo, Cortina (2001) propone ir todavía
más allá de la tolerancia al hablar del respeto activo el cual consiste no sólo en soportar que otros tengan ideales de vida feliz
diferentes a los míos, sino en el “interés positivo por comprender sus proyectos, por ayudarles a llevarlos adelante, siempre que
representen un punto de vista moral respetable” (citado por Correa-Casanova, 2008, p. 120).

Avatares de la fundamentación ética: conflictividad y convergencia en tiempos de industria cultural

La discusión acerca de la difícil convivencia entre proyectos de vida feliz en el marco de sociedades multiculturales desarrollada en el
primer apartado, nos conduce a plantearnos la cuestión acerca de la fundamentación de la Ética.

¿Es posible hoy postular, como hace Apel, la existencia de un único principio ético universal válido para todos los grupos socio-
culturales, tanto a nivel doméstico como a nivel global? ¿Qué diferencias podemos establecer entre la evidencia empírica de una
pluralidad de fundamentos contingentes y la necesidad de contar con un criterio objetivo universalmente válido? ¿Es, en definitiva, la
fundamentación de la Ética una tarea posible o imposible? 10

Dividiremos las posibles respuestas a estos interrogantes en dos grandes grupos: por un lado, las posiciones que niegan la posibilidad
de una fundamentación ética, como es el caso del relativismo moral, el escepticismo y el nihilismo; y por el otro, las posiciones que
admiten tal fundamentación, las que, a su vez, clasificaremos, siguiendo a Maliandi (2009), en fundamentaciones metafísicas y
empíricas. Finalmente, nos plantearemos una alternativa crítica a todas ellas, denominada la ética convergente.

Entre las posiciones filosóficas que niegan la posibilidad de fundamentación de la Ética encontramos el relativismo moral. De acuerdo
con Maliandi (2009), la principal característica de esta corriente filosófica es la confusión entre la vigencia fáctica de las normas morales
y su validez. Dicho en otros términos, se cree que las normas morales son válidas, es decir, que deben respetarse, donde y cuando
efectivamente se las respeta. Un ejemplo clásico en este sentido son los sofistas griegos quienes creían que las normas sociales son
meras convenciones humanas y, por lo tanto, sólo son válidas para el propio grupo social. Protágoras, uno de los más célebres sofistas,
lo expresaba de la siguiente manera: “el hombre es la medida de todas las cosas” (en Maliandi, 2009, p. 106). En síntesis, si bien el
relativismo no niega la validez a la cual identifica con la vigencia fáctica, sí rechaza que sea posible una fundamentación ética sobre la
base de un criterio universal. De acuerdo con esta postura, el diálogo intercultural entre culturas o etnias diversas sería imposible,
porque no existe nada en común sobre la base de lo cual intercambiar argumentos racionales.

Una forma moderna de este relativismo es el subjetivismo, corriente según la cual la validez de las normas morales depende de las
creencias personales del sujeto de la acción moral, en tanto agente y juez de la misma (Maliandi, 2009). Las implicancias éticas de esta
postura son graves para la convivencia pacífica y democrática en sociedades cada vez más diversas, porque si cada uno actúa como
quiere, sobre la base de sus propios argumentos y creencias personales, el diálogo y el entendimiento se vuelven tareas imposibles.

Tanto el relativismo como el subjetivismo son susceptibles de diversas críticas. En primer lugar, al hacer depender la validez de las
normas y valoraciones de contingencias fácticas, la propia validez del argumento relativista es puesta en cuestionamiento. Dicho en
otros términos, sólo se puede afirmar la validez del argumento relativista excluyéndose de esa relatividad y colocándose en una
posición privilegiada desde la cual se percibe el carácter relativo de la moral. Por otro lado, como señala Maliandi (2009), no es lícito
inferir la relatividad de todos los fenómenos morales de las variaciones fácticas de los códigos normativos y valorativos de los distintos
grupos culturales, pasando del nivel fáctico al normativo sin 11

cometer una falacia. Si bien es cierto que puede existir una gran pluralidad de normas derivadas en los distintos marcos culturales,
también es cierto que esa pluralidad se reduce cuando consideramos las normas básicas. Asimismo, es fácilmente verificable la
existencia de normas y valores morales que son aceptados por casi todas las comunidades humanas. Un ejemplo de ello son en opinión
de Cortina (2000) los valores de la igualdad, la libertad, la solidaridad, la tolerancia activa y la predisposición al diálogo.

Una forma más extrema que el relativismo es el escepticismo moral. Un ejemplo de escepticismo antiguo es el de Pirrón de Elis (360-
270 a.C.), quien, ante la imposibilidad de encontrar un parámetro para conocer la verdad objetiva, concluía que lo más recomendable
era suspender todo juicio (o epojé). El escepticismo niega que podamos afirmar algo como real, ya que siempre se tiene un equilibrio de
razones a favor o en contra de un determinado argumento y, por lo tanto, debemos suspender todo juicio acerca de si conocemos
realmente algo (Guariglia y Vidiella, 2011).

Una forma moderna de escepticismo es la representada por Nietzsche, quien relativiza todo conocimiento objetivo al tipo de sujeto de
conocimiento. Para este autor:
Existen dos tipos de negadores de la moralidad: los que niegan que los hombres obren realmente por motivos morales (o sea, los que
ven en la moralidad una forma de engaño) y los que niegan que los juicios morales se apoyen en verdades (o sea, los que ven en tales
juicios una forma de error). (Maliandi, 2009, p. 107).

Luego de Nietzsche, una serie de autores identificados como posmodernos han continuado esta línea de pensamiento. Tal es el caso de
Lyotard, quien afirma que “no habría conocimiento sino reglas de juego compartidas por determinados grupos de expertos que se
pueden cambiar creando nuevas reglas, de modo que todo se reduce a determinadas relaciones de poder, que son opacas unas a otras”
(en Guariglia y Vidiella, 2011, p. 77).

Para Maliandi (2009), el escepticismo es insostenible, por un lado, porque de acuerdo con sus propios argumentos es imposible
sostener algo como verdadero, pero además por las incongruencias que acarrea, ya que, al igual que el relativismo, no es capaz de
distinguir entre los argumentos dogmaticos y autoritarios contra los cuales el relativismo y el escepticismo se expresan de las
propuestas razonadas y razonables de fundamentación de la Ética. 12

El falibilismo moral es aquella concepción filosófica que sólo admite una validez provisoria de la moral. De acuerdo con Maliandi
(2009), un primer antecedente de esta corriente lo encontramos en Descartes quien sostiene que, ante la ausencia de una evidencia
metafísica como fundamento de la moral, debemos recurrir a fundamentos provisorios y, por lo tanto, falibles.

Un ejemplo moderno de este falibilismo lo encontramos en el racionalismo crítico, representado por autores como K. Popper y H.
Albert. En el caso de Popper, éste sostiene que todo trabajo científico riguroso debe proceder no buscando evidencias que permitan
comprobar nuestras hipótesis sino más bien su refutación o falsación. Dicho en otros términos, el procedimiento científico no es otra
cosa que una sistematización de nuestra capacidad racional de aprender mediante el ensayo y el error. Por lo tanto, las verdades a las
que arribamos son siempre provisorias, es decir, son verdaderas hasta que se demuestre lo contrario. Por su parte Albert, discípulo de
Popper, es uno de los principales críticos de la teoría del discurso de Apel y de los autores hermenéuticos. En el caso de su polémica con
K-O Apel, Albert sostiene que la fundamentación última de la ética propuesta por el primero desemboca en un triple callejón sin salida,
conocido como el trilema de Münchhasen: “la necesidad de optar por un regreso infinito, un círculo lógico (petittio principii) o una
interrupción arbitraria de la exigencia de fundamentación al llegar a un determinado punto (dogmatización)” (en Maliandi, 2009, p.
107).

Si bien el falibilismo, junto con el relativismo y el escepticismo, tiene a su favor el hecho de buscar argumentos para acabar con el
dogmatismo y el autoritarismo, tampoco está exento de críticas. En este sentido, Maliandi (2009) afirma que un falibilismo irrestricto se
autocontradice y destruye a sí mismo, ya que no puede ser falible la proposición que afirma que hay proposiciones falibles.

Sintetizamos estas posiciones en la siguiente figura. 13

Figura 1: Posiciones que niegan la posibilidad de fundamentación ética

Escepticismo moral

Concepción de una validez “provisoria”. Ejemplo: racionalismo crítico (H.Albert), algunos representantes de la hermenéutica.

Dos formas: negación de la “vigencia” o negación de la “validez”. Ejemplos: algunos escépticos antiguos y modernos, Feyerbend,
“posmodernos”, entre otros

Falibilismo moral

Relativismo moral

Confusión de “vigencia” con “validez”

Ejemplos: la mayoría de los sofistas griegos, historicismo, psicologismo, sociologismo, etc.

Fuente: Maliandi, 2009 p. 105.

Entre las posiciones que afirman la posibilidad de fundamentación de la ética, podemos diferenciar entre aquellas que aportan
fundamentos metafísicos de los empíricos. Entre los fundamentos metafísicos encontramos, por un lado, la fundamentación teológica
(de theos=Dios y logos=estudio). Este tipo de fundamentación de la moral era corriente en la filosofía antigua y medieval, y consiste en
apelar a la voluntad divina para fundamentar la obligatoriedad de las normas morales. Un ejemplo de ello lo encontramos en la
Escolástica medieval. Con esta denominación hacemos referencia a la filosofía que se desarrolló durante la Edad Media y cuya principal
característica era apelar al recurso de autoridad de los textos sagrados (la Biblia) y de la Patrística (los padres fundadores de la Iglesia)
para fundamentar el deber. Un ejemplo moderno lo encontramos en todos aquellos que justifican su comportamiento moral en su fe o
religión particular. El problema con este recurso de autoridad es que, por un lado, sólo es válido para quienes comparten esa creencia
religiosa (donde quedarían excluidas otras religiones, como así también el agnóstico y el ateo); por el otro, ya Kant en el siglo XVIII había
rechazado este recurso por representar la “heteronomía de la voluntad” (Maliandi, 2009, p. 150). Dicho en otros términos, si el
fundamento de la moral está afuera del hombre (en este caso, la voluntad divina), la voluntad humana no puede ser autónoma, porque
sus leyes le vienen dadas externamente (heteronomía).

Otro intento de fundamentación metafísica es el realizado por la ética material de los valores, cuyos máximos representantes son M.
Scheler (1874-1928) y N. Hartmann (1882-1950), entre otros. Esta teoría que se 14

desarrolló durante el siglo XX fue uno de los intentos más importantes por superar el formalismo kantiano pero, sin embargo, fue
perdiendo valor por las críticas recibidas a su intento por fundamentar la moral en el intuicionismo de los valores. De acuerdo con esta
postura, los valores no se captan por medio de la razón o de los sentidos, sino a través de una facultad llamada intuición emocional,
que los capta a priori y es capaz de ordenarlos en una jerarquía objetiva. La crítica realizada a esta teoría es que el intuicionismo
axiológico no sirve de fundamento de la moral “porque, en caso de discrepancias, no hay un criterio para determinar cuáles intuiciones
son las correctas” (Maliandi, 2009, p. 150). Sin embargo, pese a este punto débil, no toda la ética material de los valores es descartable,
siendo uno de los aspectos más destacables haber demostrado las estructuras conflictivas del ethos, aspecto que será retomado por
Maliandi (2009) en su propuesta de una ética convergente.

En lo que respecta a los intentos empíricos de fundamentar la moral, encontramos dos corrientes filosóficas estrechamente vinculadas
entre sí: el hedonismo y el utilitarismo. Sin embargo, también estas teorías fracasan en su intento por fundamentar la moral. Tres de
los argumentos que refutan su validez son:

 Que los principios éticos no pueden derivarse de la experiencia;

 Que cualquier intento por fundamentar la ética a partir de recursos extraéticos incurre en una incoherencia lógica (falacia
naturalista);

 Que todo intento por fundar el deber moral en la experiencia acaba refutándolo, ya que es fácil corroborar empíricamente que las
acciones contrarias al deber son las más frecuentes.

Dentro de la corriente hedonista podríamos diferenciar, a su vez, el hedonismo egoísta (esto es, la búsqueda de la felicidad individual)
del hedonismo social (basado en el sentimiento moral). Ambas concepciones fueron refutadas por Kant (1967) en su Fundamentación
de la metafísica de las costumbres. En el primer caso porque la evidencia empírica confirma que el bien obrar no suele coincidir con el
bienestar individual pero, además, y fundamentalmente, porque el hedonismo egoísta tergiversa el sentido de la moralidad, haciendo
indiferenciables las razones de la virtud y del vicio. Por otro lado, en el caso del hedonismo social, éste tampoco nos sirve de
fundamento de la moral, ya que los sentimientos no garantizan leyes universales ni la correspondiente validez universal de los juicios
morales.

Por su parte, el utilitarismo también presenta serias dificultades en su intento de fundamentación ética. No sólo porque es discutible la
cuantificación del placer que proponen autores como Bentham, a quien ya 15
analizamos en la Lectura 1, sino también porque presenta serios dilemas éticos la distribución equitativa entre los costos y los
beneficios del principio de la maximización de la utilidad (la mayor felicidad para el mayor número).

Por último, otro intento de fundamentación empírica lo encontramos en la ética evolucionista. Esta concepción de la Ética hunde sus
raíces en los aportes de Darwin y Lamarck acerca de la transformación de las especies y el origen no humano del hombre. Sin embargo,
su aplicación estrictamente al campo ético se debe a los trabajos de H. Spencer (1820-1903) quien sostiene que los conceptos morales
evolucionan desde la preferencia de virtudes guerreras en los Estados primitivos hacia el bienestar social propio de los Estados
industriales. Spencer creía en que la evolución de las sociedades derivaría en una sociedad libre y pacífica, donde el altruismo
convertiría en superfluos e innecesarios los imperativos y las normas morales.

Sin embargo, lejos de esta utopía planteada por Spencer, sus ideas evolucionistas, junto al aporte de Darwin, dieron lugar a una
corriente denominada el darwinismo social, que postula que las sociedades evolucionan por medio de la supervivencia de los más
aptos, es decir, de los más fuertes. Estas ideas combinadas con teorías racistas dieron lugar a una de las experiencias más nefastas de la
historia de la humanidad, como el nacionalsocialismo alemán (nazismo). Otro ejemplo moderno de este darwinismo social es el
neoliberalismo económico, según el cual las enormes desigualdades sociales se justifican en la supervivencia de los más aptos.

De acuerdo con Maliandi (2009), si bien las teorías evolucionistas pueden ser correctas desde el punto de vista biológico, carecen de
sentido como fundamentación de la ética, en tanto anulan el concepto mismo de moralidad. Sintentizamos estas posiciones en la
siguiente figura. 16

Figura 2: Posiciones que admiten la posibilidad de fundamentación de la Ética.

 Se fundamenta en la voluntad divina. Ejemplo: escolástica medieval.

 Se fundamenta en la aprehensión emocional de los valores. Ejemplo: Ética material de los valores.

Fundamentación Empírica

Fundamentación Metafísica

 Maximización del placer/utilidad Ejemplo: hedonismo, utilitarismo.

 Supervivencia del más apto.

Ejemplo: ética evolucionista.

Fuente: Elaboración propia.

El fracaso de los intentos metafísicos y empíricos de fundamentar la Ética conduce a Maliandi (2009) a elaborar una propuesta
superadora denominada ética convergente que intenta ser una mediación entre la fundamentación ética pragmático-trascendental
propuesta por K-O Apel y la ética material de los valores propuesta por Hartmann. Particularmente de este último autor, Maliandi
(2009) rescata la estructura esencialmente conflictiva del ethos.
La ética convergente es una ética principista, en el sentido que apela a la fundamentación ética como “mostración de principios”
(Maliandi, 2009, p. 165). Sin embargo, a diferencia de las éticas que apelan a un principio único (como podría ser el imperativo
categórico en la ética kantiana), la ética convergente apela a un pluriprincipalismo. Concretamente, Maliandi (2009) menciona cuatro
principios, denominados principios cardinales, que se corresponden, a su vez, con la bidimensionalidad de la razón (fundamentación y
crítica).

Esos principios son: universalidad-individualidad (conflictividad sincrónica) y conservación-realización (conflictividad diacrónica). 17

Los principios de universalidad y conservación se corresponden con la dimensión de fundamentación de la razón, mientras que los
principios de individualidad y realización se corresponden con la dimensión crítica. De acuerdo con Maliandi (2009), “estos cuatro
principios rigen las decisiones y acciones morales cualificables y se fundamentan por vía de la reflexión pragmático-trascental” (p. 167).

Gráficamente, podemos representarlos en la siguiente figura:

Figura 3: Oposiciones de los principios cardinales.

FC

Lados

F= Dimensión de fundamentación

K= Dimensión de crítica

S= Estructura sincrónica

D= Estructura diacrónica

Vértices

U= principio de universalización

I= principio de individualización

C= principio de conservación

R= principio de realización

Fuente: Maliandi, 2009. p. 171.

El principio de universalización es tomado por Maliandi (2009) de la ética del discurso en su versión apeliana, mientras que su opuesto,
el principio de individualización, es extraído de los aportes realizados por Hartmann en el marco de la ética materia de los valores.
Particularmente de este último, Maliandi (2009) toma la noción de la inevitabilidad de los conflictos de valores (en este caso de
principios). No obstante, su propuesta de una ética convergente es precisamente el intento por buscar criterios para resolver o
minimizar esos conflictos, reconociendo que nunca serán totalmente erradicables. Los conflictos pueden ser de distinto tipo: los hay
políticos, económicos, sociales, ecológicos, culturales, entre muchos otros. 18
En el caso de los conflictos éticos, estos suelen presentarse como un antagonismo entre normas morales, ya sean estas normas
situacionales o bien normas más generales, como los principios éticos.

En este sentido podemos diferenciar dos tipos de estructuras conflictivas:

 Sincrónica: entre el principio de universalización y la individualización.

 Diacrónica: entre el principio de conservación y el de realización.

Los conflictos pueden ser tanto intradimensionales (es decir, entre principios de una misma dimensión de la racionalidad) como
interdimensionales (es decir, entre principios de distinta dimensión racional y, a la vez, de distinta estructura conflictiva), lo cual da
lugar a las seis oposiciones graficadas en la Figura 3.

Los cuatro principios señalados y las exigencias morales derivadas de ellos tienen igual validez. Sin embargo, su cumplimiento
simultáneo suele ser imposible, ya que, por ejemplo, las exigencias derivadas de la universalidad como el derecho a la igualdad pueden
entrar en contradicción con el principio de individualización (el respeto a las diferencias); o el principio de conservación (la necesidad de
evitar un riesgo ambiental) puede entrar en contradicción con el de realización (la igual necesidad de realizar una acción urgente). A
esta imposibilidad de cumplimiento perfecto de cada una de estas exigencias éticas, Maliandi (2009) la denomina la incomposibilidad
de los óptimos.

En síntesis, la ética convergente propone una fundamentación ética apriorística, basada en la metodología pragmático-trascedental de
Apel que consiste en reconocer la exigencia de resolver los conflictos por medio de discursos prácticos

Es decir, mediante el intercambio de argumentos, teniendo en cuenta no sólo los intereses de los interlocutores del diálogo, sino
también el de todos los afectados por las posibles consecuencias de la acción. Asimismo, dado la naturaleza compleja y conflictiva del
ethos y la imposibilidad del cumplimiento irrestricto de los cuatro principios cardinales, la ética convergente propone un quinto
principio o meta principio, denominado 19

principio de la convergencia, que consiste en la exigencia de intentar maximizar el equilibrio y la armonía entre los cuatro principios
cardinales (universalización, individualización, conservación y realización).

En tu experiencia personal, ¿en qué casos consideras que entraron en conflicto las exigencias morales derivadas de estos cuatros
principios cardinales?

2.2. Principales problemas éticos en el devenir contemporáneo: problemática normativa, metaética y aplicada

La complejidad del ethos, como vimos, determina una gran diversidad de problemas éticos. Para su exposición en este apartado,
seguiremos la clasificación propuesta por Maliandi (2009) quien los clasifica en:

Problemas de la Ética normativa, problemas de la Metaética y problemas de la Ética aplicada.

Problemas de la ética normativa

Como vimos en la Lectura 1, la Ética normativa es aquel nivel de la reflexión ética que se ocupa de la fundamentación de las normas y
valores morales. Dicho en otros términos, la Ética normativa procura responder a la pregunta: ¿por qué debo obedecer los preceptos
morales? Descartando las posiciones que niegan la posibilidad de toda fundamentación, como el caso del relativismo moral, el
escepticismo y el falibilismo desarrollados en el punto anterior, la Ética normativa ha intentado resolver el problema de la
fundamentación de dos maneras: por medio de la fundamentación deontológica o por medio de la fundamentación teleológica. 20
La fundamentación deontológica es aquella que sostiene que el fundamento de la moral se encuentra en la mostración de ciertos
principios que son válidos a priori. Por lo tanto, el carácter moral de una acción se encuentra en el cumplimiento de ciertos principios,
independientemente de sus consecuencias. En otros términos, una acción será moralmente buena siempre que las intenciones del
agente lo sean, con independencia de las consecuencias efectivas que se deriven del obrar. Un ejemplo de este tipo de fundamentación
lo encontramos claramente en el imperativo categórico kantiano, según el cual una acción es moralmente buena si cumple con el
requisito de querer convertirse al mismo tiempo en ley universal. Es decir, si en la intención del obrar se tiene en cuenta la dignidad
humana y la justicia.

El impacto de la teoría kantiana para la Ética ha sido de tal magnitud que no sería exagerado afirmar, sostiene Maliandi (2009), que
existe una ética pre-kantiana y otra pos-kantiana. Sin embargo, y pese a sus aportes, la teoría de Kant no ha estado exenta de críticas.
Entre ellas merece destacarse la formulada por Hegel, según la cual el mandato imperativo kantiano constituye “una fórmula vacía de
contenido de la que no es posible derivar ninguna orientación para la vida práctica” (citado por Guariglia y Vidiella, 2011, p. 117). Por
otro lado, se postula que la fundamentación ética basada en el deber ser de Kant se desentiende del ser, es decir, de las costumbres,
tradiciones e instituciones sociales que caracterizan al ethos, y que no tiene en cuenta el papel que desempeñan los deseos y los
sentimientos en las motivaciones morales (Guariglia y Vidiella, 2011). Otro objeto de críticas ha sido el llamado rigorismo kantiano,
entendiendo por tal a la “obcecada actitud de atribuir al imperativo categórico un carácter de criterio único para la moralidad de las
acciones” (Maliandi, 2009, p. 158).

Pese a estas críticas, la influencia de Kant en la filosofía práctica contemporánea es incuestionable. De acuerdo con Guariglia y Vidiella
(2011), particularmente tres ideas son retomadas del maestro de la Ilustración:

 La prioridad de la noción de lo correcto (el deber) sobre la idea de bien.

 La idea de imparcialidad contenida en el imperativo categórico.

 La prioridad del criterio universal por sobre los criterios particularistas.

21

Un ejemplo contemporáneo de esta forma de fundamentación heredada de Kant lo encontramos en la teoría de la justicia como
imparcialidad de J. Rawls (1978). El objetivo de Rawls es encontrar la manera de fundamentar unos principios morales válidos para
todos los individuos de una sociedad moderna y democrática. Estos principios de justicia deberían ser los encargados de regular el
modo en que las instituciones sociales, políticas y económicas (la estructura básica de una sociedad) distribuyen los derechos y deberes
fundamentales y determinan el reparto de las ventajas que son producto de la cooperación social.

¿Cuáles son esos principios? Para responder a esta pregunta, Rawls apela a una versión moderna de la teoría del contrato social,
elaborada por filósofos como Locke, Hobbes, Rousseau y el mismo Kant. La teoría del contrato social es aquella teoría que postula que
el origen de la sociedad y el Estado se encuentra en la voluntad autónoma de los individuos, quienes deciden reunirse en sociedad para
garantizar sus derechos naturales (entre los que se destacan el derecho a la vida, a la propiedad y a la felicidad). En el caso de los
contractualistas de los siglos XVII y XVIII, la mayoría de ellos apela a la hipótesis del estado de naturaleza3 para explicar el pasaje hacia
la conformación del Estado y la sociedad civil. En el caso de Rawls, este apelará a dos hipótesis complementarias: la noción de la
posición original y el velo de la ignorancia.

3 El Estado de Naturaleza es un concepto filosófico que intenta describir de manera hipotética las características de los individuos antes
de la conformación de las sociedades humanas. Así, por ejemplo, en el caso de Hobbes, el estado de naturaleza es un estado de guerra
de todos contra todos, ya que las pasiones insaciables de los individuos los conducen al conflicto permanente por la supervivencia. Por
su parte, Rousseau critica a la versión hobbesiana al afirmar que ésta traslada al estado pre-social características que son propias de la
sociabilidad y describe al hombre natural como una bestia buena y ociosa cuyas dos pasiones fundamentales son el deseo de
conservación y la piedad o comprensión hacia el sufrimiento de sus semejantes.
La posición original es aquel momento imaginario en que “un grupo de personas se reúne con el fin de encontrar los principios de
justicia más adecuados para regular las instituciones básicas de la sociedad en la que viven” (Guariglia y Vidiella, 2011, p. 128). Estas
personas poseen ciertos atributos como, por ejemplo, un sentido de la justicia y del bien, son libres para decidir los principios que
consideren más apropiados y poseen un igual derecho a participar del contrato. Sin embargo, para que el acuerdo sea favorable para
todos y no sólo para un grupo o un individuo en particular, es necesario introducir una hipótesis más: el velo de la ignorancia. El velo
sirve para ocultar cierta información entre los contrayentes como “el sexo, la raza, la edad, la situación económica y social, las
cualidades personales, las preferencias y los ideales de vida de cada agente” (Guariglia y Vidiella, 2011, p. 129). ¿Por qué son necesarias
estas restricciones informativas? Porque si los individuos dispusieran de 22

esta información, seguramente optarían por unos principios que los beneficien directamente. Por ejemplo, si los individuos conocieran
que se encuentran en una posición social privilegiada, lo más probable es que acuerden unos principios que colaboren al
mantenimiento del statu quo (equilibrio), mientras que lo contrario ocurría si saben que están en una posición desfavorable y esto haría
imposible llegar a un acuerdo consensuado. Por lo tanto, la única manera de garantizar un procedimiento y un resultado imparcial es
introduciendo esta restricción informativa.

Bajo estos supuestos, los individuos acordarían, sostiene Rawls (1978), dos principios de justicia. El primer principio postula que “cada
persona ha de tener un derecho igual al más amplio sistema total de libertades básicas, compatible con un sistema similar de libertades
para todos” (citado por Guariglia y Vidiella, 2011, p. 130). En tanto que el segundo principio afirma que:

Las desigualdades económicas y sociales han de estar estructuradas de manera que sea para: a) Mayor beneficio de los menos
aventajados, y b) unido a que los cargos y funciones sean asequibles a todos, bajo condiciones de justa igualdad de oportunidades.
(Rawls, citado por Guariglia y Vidiella, 2011, p. 131).

En síntesis, mientras el primer principio reconoce la igual libertad de todos, el segundo admite la desigualdad, pero siempre que esta
sea a favor de los menos aventajados de la sociedad.

Otro ejemplo contemporáneo de fundamentación deontológica que podemos citar es el de la ética del discurso, cuyos máximos
representantes son K. O. Apel y J. Habermas. En el caso de Habermas (1991), este define dos principios argumentativos que regulan las
condiciones de validez de las normas morales: el primer principio, denominado principio de universalización, establece que toda
norma para ser válida “debe satisfacer la condición siguiente: que los efectos colaterales y las consecuencias que (previsiblemente) se
producirán a partir de su aplicación general a favor de la satisfacción de los intereses de cada uno, puedan ser aceptadas por todos los
involucrados” (citado por Guariglia y Vidiella, 2011, pp. 124-125). En tanto que el segundo principio, denominado fundamento D de la
ética comunicativa, establece que “solamente pueden reclamar validez las normas que han obtenido (o 23

podrían obtener) la aceptación de todos los involucrados como participantes de un discurso práctico” (Habermas, 1991 citado por
Guariglia y Vidiella, 2011, p. 125).

Ambos principios cumplen la misma función que el imperativo categórico kantiano al establecer las condiciones procedimentales
(formales) para que una norma moral sea considerada válida, con la diferencia que en Kant el procedimiento de universalización era
llevado a cabo por el propio agente moral en su conciencia, mientras que en el caso de Habermas se trata de un procedimiento
dialógico.

En un sentido similar, Apel, tal como vimos, también propone un principio procedimental para fundamentar la Ética, aplicando para ello
el método pragmático-trascendental. En el caso de Apel, éste pretende alcanzar una fundamentación última haciendo explícita una
norma básica o meta norma, la cual exige que los conflictos de intereses se resuelvan por medio del intercambio de argumentos y del
consenso.

El diálogo en el que se emplean tales argumentos se denomina discurso práctico y en él han de tenerse en cuenta no sólo los intereses
de los participantes sino también de todos los posibles afectados por las consecuencias de las acciones consensuadas. (Maliandi, 2009,
p. 101).

También en este caso, el carácter moral de un acto no depende de las consecuencias de la acción moral (aunque sean tenidas en
cuenta), sino de la observancia de normas legitimadas discursivamente.
La forma contraria de fundamentar la Ética a la fundamentación deontológica es la teleológica o consecuencialista. Según esta postura,
las acciones morales son buenas o malas no porque así lo establezca ningún principio, sino por sus consecuencias. El ejemplo más claro
de una fundamentación de este tipo lo encontramos en el cálculo moral propuesto por J. Bentham, como vimos en la Lectura 1, según
el cual una acción será moral si proporciona la mayor felicidad para el mayor número de personas. Esta fórmula utilitarista fue
cuestionada por J. S. Mill, para quien el criterio cuantitativo es insuficiente para determinar los actos morales. Según este último autor,
existen también cualidades de placer, es decir, unos placeres que son preferibles a otros (como, por ejemplo, los intelectuales). De allí
24

que deba considerarse no sólo la utilidad de una acción sino también su relación con la justicia. Esta distinción cualitativa realizada por
Mill dio lugar a la diferenciación entre el utilitarismo del acto, que sería el mero cálculo de las posibles consecuencias de una acción
determinada, del utilitarismo de la regla, que es aquel que “toma en cuenta las consecuencias, que, a largo plazo, se derivan del
prestigio o desprestigio de las reglas según las cuales se efectúan las acciones” (Maliandi, 2009, p. 102).

La diferenciación entre deontologismo y consecuencialismo puede formularse también mediante la oposición entre ética de la
convicción y ética de la responsabilidad formulada por Max Weber en su famosa conferencia La política como vocación. En ella, Weber
(2002) se pregunta qué tipo de ética debería asumir el político, y para responder esa pregunta apela a esta distinción. La ética de la
convicción o de la intención es aquella que prescribe o prohíbe determinadas acciones incondicionadamente como buenas o malas, es
decir, sin tener en cuenta las condiciones en que deban realizarse u omitirse ni las consecuencias de la acción u omisión. De acuerdo
con Weber, el ético de la convicción es un “racionalista cósmico-ético” (citado por Cortina, 2000, p. 78) que no acepta la irracionalidad
del mundo. Para este tipo de personas éticas es imposible que de una acción mala se puedan derivar consecuencias buenas y viceversa.
Un ejemplo de esto lo encontramos en la ética kantiana y su imperativo categórico, pero también en el cristianismo y su sermón de la
Montaña, cuando expresa “no hay que resistir el mal con la fuerza” (Maliandi, 2009, p. 103). Sin embargo, es necesario admitir que, en
diversas ocasiones, para conseguir un fin bueno se apelan a medios moralmente dudosos o peligrosos, como sería, por ejemplo, el caso
de la guerra justa, el homicidio en legítima defensa o la justificación de dar muerte a un tirano (Cortina, 2000).

Es por ello que la ética de la responsabilidad, por el contrario, es aquella que manda tener siempre en cuenta las circunstancias y las
consecuencias previsibles de toda acción u omisión. “Esta responsabilidad incluye la necesidad de resistir el mal con la fuerza, para
evitar que el mal triunfe” (Maliandi, 2009, p. 103). Y es la única que cabe al político profesional. Esto no quiere decir que la ética de la
convicción carezca de toda responsabilidad, ni que la ética de la responsabilidad carezca de toda convicción. Más bien, son tipos ideales
que nunca se dan en estado puro. Por lo tanto, entre la convicción intolerante y el pragmatismo descarnado, la actitud moral que
conviene al hombre llamado a la política es la “responsabilidad convencida” (Cortina, 2000, p. 79).

Un segundo problema que se le plantea a la Ética normativa es acerca del origen de lo moral, el cual podría formularse mediante las
siguientes 25

preguntas: ¿de dónde salen los principios morales? O ¿dónde residen? Aquí también las respuestas posibles son dos: el heteronomismo
y el autonomismo.

El heteronomismo postula que los fundamentos que legitiman una acción como moral se encuentran necesariamente fuera del sujeto,
es decir, son externos a la voluntad. Un ejemplo de esto lo encontramos en las distintas éticas religiosas según las cuales el fundamento
de la Moral se encuentra en Dios a través de la revelación y el magisterio.

El autonomismo, por el contrario, postula que una acción para ser moral debe tener su origen en la voluntad libre del hombre, no
sometida a ninguna fuerza externa que no sea la ley que ella misma se dicta por medio de la razón. Dicho en otros términos, para el
autonomismo, los principios morales provienen del propio sujeto de la acción moral. Un claro ejemplo lo encontramos en la ética
kantiana y su defensa de libertad y la dignidad humana.

Un tercer problema vinculado con la Ética normativa es del la aplicabilidad de las normas morales. Suponiendo que las normas morales
son efectivamente aplicables, la Ética normativa debe dar respuesta a las preguntas ¿en qué extensión lo son? y ¿pueden o no aplicarse
siempre? Aquí las respuestas son: el casuismo y el situacionismo.

Para el casuismo todas las normas morales, si son válidas, tienen que (o pueden) aplicarse a todo acto particular. Dicho en otros
términos, los principios morales deberían prever todos los casos posibles. Un ejemplo es la ley mosaica que “tiene validez absoluta
precisamente porque sus preceptos pueden aplicarse en todos los casos” (Maliandi, 2009, p. 109).
Para el situacionismo, en cambio, dado que las situaciones son siempre distintas, no puede haber normas válidas para todos. En este
sentido, las normas morales sólo pueden proporcionar “una orientación prima face” (Maliandi, 2009, p. 109). Ejemplos de este tipo de
ética de la situación los encontramos en los filósofos existencialistas, como es el caso de Kierkegaard o Sartre, quienes destacan
asimismo la libertad inherente a la existencia. En el caso de Sartre, éste opina que “una acción es moral si deriva de una elección
libremente asumida. Ninguna moral general puede dictarle a alguien lo que debe hacer ante un conflicto” (citado por Maliandi, 2009, p.
111).

Vinculado al problema de la aplicabilidad de las normas morales, encontramos el problema de la rigurosidad de las mismas. Es decir, si
las normas morales son válidas, ¿esto significa que deben aplicarse siempre, 26

incondicionadamente, o existen márgenes de flexibilidad? Las respuestas posibles son también dos.

Para el rigorismo los principios morales deben cumplirse sin excepción y de manera incondicionada, es decir, cualquiera sea la situación
o las circunstancias de la acción moral. Para esta postura sólo pueden existir acciones claramente buenas o malas y el deber moral es
obrar bien siempre. Un ejemplo lo encontramos nuevamente en Kant, quien, al tratar la propuesta de la ética convergente, no llegó a
advertir el conflicto entre normas morales, es decir que para cumplir una norma moral a veces es necesario violar otra.

Para el latitudinarismo, en cambio, el cumplimiento de las normas morales es flexible. Hay ciertos casos de incumplimiento que deben
ser tolerados. De acuerdo con Maliandi (2009), existen dos formas de latitudinarismo: el indiferentismo, según el cual las acciones no
sólo pueden ser buenas o malas, sino también las hay indiferentes; y el sincretismo, que reconoce que algunas acciones pueden ser a la
vez buenas y malas.

Por último, nos encontramos con el problema de la esencia de lo moral, que se expresa de la siguiente manera: ¿qué es lo que
determina el carácter moral de un acto?, ¿el contenido o la forma?, ¿el qué se hace o el cómo se hace? Las posibles respuestas a estas
preguntas dan lugar a la diferenciación entre las éticas materiales y las formales, según pongan el acento en el contenido de los actos
morales o en las formas.

Un ejemplo de ética material es la ética material de los valores propuesta por Scheler, según la cual los valores y sus interrelaciones
constituyen el contenido de lo moral.

El formalismo ético, por el contrario, desvincula el carácter moral de un acto de su contenido particular. El ejemplo más claro lo
encontramos en Kant, para quien la moralidad de un acto no depende de su contenido específico, sino de que la máxima por la que se
decide efectuar tal acto pueda ser universalizable.

Finalmente, la Ética normativa se encuentra con una serie de problemas metafísicos, como el problema de la libertad y el problema de
la relación entre el ser y el deber ser.

El problema de la libertad o libre albedrío es un problema clave no sólo para la Ética, sino para la Filosofía en general, y consiste en su
indemostrabilidad. Aunque hay muchas maneras de formular el problema de la libertad, podríamos plantearlo así: ¿es el hombre
realmente libre de construir su destino o está destinado a cumplir un plan (divino o de la 27

naturaleza) sobre el cual no tiene injerencia? Y si es libre, ¿cómo demostrarlo? Nuevamente aquí presentaremos las posibles respuestas
polarizadas en dos posturas. Por un lado, el determinismo, que sería aquella postura que afirma que todo en la naturaleza está ya
determinado, es decir, que todo lo que es debía llegar a ser; o el indeterminismo que, por el contrario, afirma que somos capaces de
construir nuestro propio destino, es decir, somos libres, porque no todo está determinado en el universo, sino que existe la
indeterminación y la contingencia.

Respecto a la relación entre el ser y el deber ser, es posible asumir dos posturas: el optimismo, que tiende a ver una gran coincidencia
entre el ser y el deber ser; o bien el pesimismo, que entiende que entre ambos existe una mutua exclusión4.

4 Para una profundización sobre estas posturas, sugerimos la lectura del cap. 5 de Maliandi (2009), Ética: conceptos y problemas.

Problemas de la Metaética
Tal como ya vimos en la Lectura 1, la Metaética es aquel nivel de reflexión que se ocupa de analizar la semiosis del ethos, y guarda una
íntima relación con los otros dos niveles (la reflexión moral y la Ética normativa) en tanto intenta establecer los criterios para juzgar la
validez de los enunciados morales y de los ético-normativos.

El principal problema de la Metaética contemporánea consiste en poder establecer si los términos normativos básicos como ‘deber’ o
‘bueno’ expresan una forma de conocimiento, es decir, si las proposiciones que los contienen son proposiciones descriptivas y si, por lo
tanto, tienen sentido.

Recordemos que para el neopositivismo sólo las proposiciones descriptivas, es decir, aquellas de las que se puede predicar su verdad o
falsedad, tienen sentido, descartando de este modo las proposiciones metafísicas y éticas.

De manera que podemos dividir las posibles respuestas a este problema en dos grandes grupos: las teorías cognitivistas y las teorías no
cognitivistas. Las teorías cognitivistas son aquellas que sostienen la analogía entre las proposiciones descriptivas y las normativas.
Dentro de ellas, encontramos 28

una diferenciación, siguiendo la clasificación propuesta por Maliandi (2009), entre las teorías definicionistas y las no definicionistas5.

5 Para un análisis pormenorizado de la diferencia entre ambas, puedes remitirte al cuadro ubicado en la pág. 130 del tomo de Maliandi
(2009).

Las teorías cognitivistas definicionistas son aquellas que, “de manera expresa o implícita, admiten que términos éticos como debe o
bueno pueden ser definidos, y que precisamente esa definibilidad es prueba de que tienen sentido” (Maliandi, 2009, p. 130). Estas, a su
vez, se pueden clasificar en naturalistas, según consideren que los términos éticos pueden definirse haciendo uso de términos
empíricos; o trasnaturalistas, si lo hacen por referencia a principios metafísicos o de autoridad divina. Un ejemplo de teoría naturalista
lo encontramos en el utilitarismo, según el cual el significado de ‘bueno’ es “aquello que proporciona la mayor felicidad al mayor
número de personas”, mientras que ‘correcto’ significaría que “contribuye a proporcionar mayor felicidad a la mayor cantidad de
gente” (Maliandi, 2009, p. 130). Como vemos en ambos casos, el significado de los términos éticos ‘bueno’ y ‘correcto’ se puede
verificar empíricamente al igual que el significado de los términos no éticos. Otro ejemplo de naturalismo ético lo encontramos en la
ética evolucionista, que define estos términos como lo que favorece a la evolución biológica.

Entre las teorías no definicionistas encontramos el intuicionismo, según el cual nuestros juicios morales están basados en propiedades
no naturales que captamos directamente por medio de la intuición. Dentro de este grupo de teorías podemos diferenciar, a su vez, el
intuicionismo de filósofos analíticos como Moore, Ross y Pritchard, de la ética material de los valores, representada por Scheler y
Hartmann. Entre los primeros, particularmente G. Moore (1903) es reconocido por haber formulado la llamada falacia naturalista.
Ciertamente no se trata de otra cosa más que una reformulación del indebido pasaje del ser al debe deber ser, que ya había planteado
D. Hume. En el caso de Moore, éste afirma que el utilitarismo de Bentham y Stuart Mill cae en una falacia naturalista al pretender
reducir el término bueno a una propiedad natural como agradable, placentero o deseado. Para Moore, el término ‘bueno’ no puede
descomponerse en términos simples, como es el caso de los conceptos complejos que sí son pasibles de definición, porque el término
‘bueno’ es ya él mismo un término simple y, por tanto, indefinible. Otra forma de intuicionismo, como vimos, es la ética material de los
valores, según la cual los valores son indefinibles y sólo pueden ser captados por medio de la intuición emocional.

Finalmente, entre las teorías no cognitivistas, a su vez, encontramos las siguientes corrientes teóricas: el imperativismo, el
emotivismo , el prescriptivismo y el polifuncionalismo. El máximo exponente del 29

imperativismo es R. Carnap, para quien los juicios morales son imperativos disfrazados. En este sentido, cuando alguien dice, por
ejemplo: “matar es malo”, en realidad está queriendo significar “no mates”. El emotivismo, por su parte, afirma que los términos y
enunciados éticos expresan los sentimientos de quienes los emplean. En la Lectura 1 definimos a Stevenson como uno de los
principales referentes contemporáneos de esta tendencia. Finalmente, el prescriptivismo postula que los juicios morales son
prescripciones universalizables. Dentro de esta corriente, autores como R. Hare sostienen que los juicios morales se parecen a los
imperativos pero difieren de estos en que se basan en razones. Dicho en otros términos, el juicio moral es un tipo de prescripción que
se apoya en razones determinadas, y estas razones, a su vez, están fundadas en los hechos. De manera que los juicios morales no
pueden ser arbitrarios, sino que deben fundarse siempre en hechos. Además de su prescriptividad, otra característica fundamental de
los juicios morales es su universabilidad. La tesis de la universabilidad puede formularse de la siguiente manera:
Si una persona dice ‘yo debo actuar de una cierta manera pero nadie más debe actuar de esa manera en circunstancias similares en sus
aspectos relevantes’ entonces, de acuerdo con mi tesis, está utilizando mal la palabra ‘debo’: implícitamente se está contradiciendo a sí
mismo. (Hare, citado por Guariglia y Vidiella, 2011, p. 154).

En tanto que el polifuncionalismo, defendido por autores como Nowell-Smith y Warnock, afirma que no es necesario reducir la función
de los términos éticos a un solo tipo, sino que éstos pueden cumplir múltiples funciones como prescribir, aconsejar, condenar, entre
otros (Maliandi, 2009).

Finalmente, quedan dos corrientes teóricas por considerar: las éticas del discurso y el decisionismo, las cuales, según Maliandi (2009),
son difíciles de encuadrar en cognitivistas y no cognitivistas, respectivamente.

Sintetizamos las distintas posturas en la siguiente figura. 30

Figura 4: Teorías metaéticas

Intuicionistas (Moore, Ross, Pritchard, Scheler, Hartmann)

Discursivistas (?)

No definicionistas

Imperativistas (Carnap)

Emotivistas (Stevenson, Ayer)

Prescriptivistas (Hare)

Decisionistas (?) (Sartre, Popper)

Polifuncionalistas (Nowell-Smith, Warnock)

No cognitivistas

Cognitivistas

Teorías metaéticas

Naturalistas (utilitaristas, evolucionistas, etc.)

Trans-naturalistas (Metafísicas, teológicas)

Definicionistas

Fuente: Maliandi, 2009. p. 130.

Problemas de la Ética aplicada

Respecto a los problemas contemporáneos que atañen a la Ética aplicada, estos son muy variados y diversos, teniendo en cuenta que
aquello que llamamos Ética aplicada es, en realidad, una actividad interdisciplinaria que comprende disciplinas como la bioética, la ética
empresarial, la ética del medio ambiente, la ética jurídica, la política, entre muchas otras. De todas ellas, al menos dos son las que han
alcanzado mayor relevancia desde la década del setenta del siglo XX y a las que vamos a referirnos principalmente en este apartado: la
bioética y la ética de la empresa.

La bioética hunde sus raíces en los aportes del médico norteamericano Van Rensselaer Potter, quien, en 1971, publicó un influyente
libro que se convirtió a partir de este momento en la punta de lanza de los temas biomédicos. Es importante destacar que en ese
contexto el avance de las nuevas tecnologías terapéuticas y la ingeniería genética, los diagnósticos prenatales o las técnicas de
reproducción asistida, por citar sólo unos cuantos ejemplos, planteaban situaciones inéditas que, en muchos casos, 31
no podían resolverse con las normas morales tradicionales. Estos nuevos desafíos plantean, en opinión de Potter, la necesidad de crear
una nueva ciencia de la supervivencia que habría de servir de puente hacia el futuro de la humanidad. “La humanidad necesita
urgentemente de una nueva sabiduría que le proporcione ‘el conocimiento de cómo usar el conocimiento’ para la supervivencia del
hombre y la mejora de la calidad de vida” (Potter, citado por Constante, 2006, p. 283). Esta nueva ciencia debía nutrirse de los
conocimientos biológicos, pero también de los valores humanos. De allí su nombre bioética, que deriva de bios (vida) y ethos.

Uno de los problemas más ampliamente discutidos en Bioética es el de los principios que deberían guiar las prácticas médicas. Al
respecto, en 1978 se reúne en Estados Unidos la Comisión Nacional para la Protección de los Sujetos Humanos bajo experimentación, la
cual publicó un difundido informe conocido como Informe Belmont, que señala:

“Las directrices que se deben seguir en experimentación con humanos y establece las normas para la protección de individuos que
participan en experimentaciones biomédicas basados en tres principios: autonomía, beneficencia y justicia” (Constante, 2006, p. 289).

A estos tres principios se les agrega, poco tiempo después, el principio de no-maleficencia (Beauchamp y Childress, 1979). Veamos
sucintamente a qué se refiere cada uno de ellos:

 Principio de autonomía: se refiere a la potestad que posee todo ser humano para decidir sobre su propia vida (e incluso sobre su
propia muerte como en el caso de la eutanasia y la muerte digna) en tanto ser racional y consciente de sí mismo, con la capacidad
ontológica de diferenciar entre el bien y el mal y las acciones que mejor lo acerquen a cumplir sus deseos. El respeto por la autonomía
es lo contrario al paternalismo, según el cual el médico en tanto profesional de la medicina es el único capacitado para tomar
decisiones sobre la salud de su paciente. De este principio se deriva el consentimiento libre e informado de la ética médica actual.

 Principio de beneficencia: este principio se matiza con el anterior de respeto hacia la autonomía del paciente y supone que toda
experimentación con organismos vivos o con el ambiente debería realizarse legítimamente para mejorar la calidad de vida de los
sujetos bajo estudio y/o experimentación, como para la sociedad en su conjunto, tanto la presente como la futura. En el caso de la

32

investigación clínica, “el propósito debe ser mejorar los procedimientos diagnósticos, terapéuticos y preventivos, y la comprensión de la
etiología y la génesis de la enfermedad” (Constante, 2006, p. 295).

 Principio de justicia: consiste en el reparto equitativo de las cargas y los beneficios en el ámbito del bienestar, evitando la
discriminación en el acceso a la salud por motivos de raza, religión, económicos, sociales, entre otros. En relación con el primer
principio, el de justicia establece un límite a la autonomía al impedir que esta se ejerza contra la vida, la libertad y los derechos básicos
de todas las personas.

 Principio de no maleficencia: este principio ya se encontraba en el juramento hipocrático y consiste, principalmente, en no producir
daño al paciente. El principio de no-maleficencia tiene una gran actualidad, ya que los avances de la ciencia y la tecnología han
generado una gran cantidad de técnicas que pueden producir serios daños o riesgos para el paciente o sujeto de experimentación. En
otros términos, este principio nos obliga a hacer una pormenorizada ponderación de los riesgos y beneficios posibles, entendiendo por
riesgo a toda posibilidad de daño físico, psicológico o moral.
De estos principios se derivan ciertos procedimientos prácticos, a saber: del principio de autonomía, como vimos, se deriva el
consentimiento informado; del principio de beneficencia, se deriva la evaluación del riesgo y el beneficio; y del principio de justicia, se
deriva la selección equitativa de los sujetos (Constante, 2006).

En la actualidad, técnicas como la reproducción asistida o la clonación han modificado la concepción humana, la cual dejó de ser un
hecho meramente biológico o natural para convertirse en un área de intervención y manipulación humana.

¿Cuáles crees que son los límites éticos de esa intervención? 33

La otra rama importante de la Ética aplicada es, tal como ya mencionamos, la ética empresarial o ética de los negocios. Ésta comenzó a
desarrollarse como rama especializada también hacia la década del setenta del siglo XX, tanto en Estados Unidos como en Europa, a
partir de ciertos casos escandalosos como el Watergate que plantearon la necesidad de recuperar la credibilidad en las empresas,
tomar decisiones a largo plazo y concientizar acerca de la responsabilidad social de las empresas.

De acuerdo con Cortina (2000), el objetivo de la ética empresarial es “analizar el campo de intersección entre ética y acción
empresarial, buscar una integración entre criterios éticos y económicos, esto es, síntesis innovadoras que recojan esta intersección. En
suma, la armonización de las exigencias funcionales y éticas de la empresa” (p. 131). Para la autora el bien interno de la actividad
empresarial (es decir, su fin específico) es la satisfacción de las necesidades humanas, pero paralelamente a éste lo es también “el
desarrollo al máximo de las capacidades de sus colaboradores, metas ambas que no podrá alcanzar si no es promocionando valores de
libertad, igualdad y solidaridad desde el modo específico en que la empresa puede y debe hacerlo” (Cortina, 2000, p. 43).

De allí que para Cortina (2000) la ética empresarial sea inseparable de la Ética cívica, es decir, de una ética pluralista y ‘de mínimos’, la
cual alude al peculiar “sistema de interrelaciones sociales en el que pueden convivir diversos modelos de vida feliz, correspondientes a
distintas concepciones del mundo, sin que nadie intente imponer por la fuerza la suya a los demás” (Maliandi, 2009, pp. 141-142).

Estos mínimos éticos compartidos por todos en una sociedad moderna y pluralista son los valores de libertad, igualdad, solidaridad,
tolerancia activa y ethos dialógico, y las empresas deben intentar encarnar y respetar estos valores, atendiendo siempre a la
especificidad de su actividad (Cortina, 2000).

De allí que para definir una ética de la empresa (o de la organización en general, cualquiera sea su naturaleza) sea necesario tener en
cuenta:

 Cuál es su fin específico o bien interno de la organización, es decir, aquel a partir del cual obtiene su legitimidad social;

 Averiguar los medios adecuados para producir ese bien y qué valores es necesario incorporar para alcanzarlo;

 Indagar qué hábitos habrá de ir adquiriendo la organización y sus miembros para incorporar esos valores y forjar su carácter;

 Discernir qué relación debe existir entre las demás actividades y organizaciones de su entorno;

34

 Ser capaz de diferenciar entre los bienes internos y los externos a ellas;
 Conocer cuáles son los valores de la moral cívica de la sociedad en la que la organización está inserta; y

 Qué derechos reconoce esa sociedad a las personas, es decir, cuál es la conciencia moral alcanzada por esa sociedad (Cortina, 2000).

¿Es la función social de la empresa compatible con el espíritu del capitalismo?

¿Pueden conciliarse el afán de lucro y la responsabilidad social empresaria?

Finalmente, abordaremos, de manera breve, algunos de los problemas vinculados a la ética del medio ambiente o ética ecológica. En
relación a esto es interesante preguntarnos -siguiendo con Singer (2003)- de dónde proviene nuestra actitud moderna hacia la
naturaleza. De acuerdo con el autor, la tradición occidental surge de la convergencia entre la tradición judeo-cristiana y la griega.

En relación a la primera, los seres humanos ocupan un lugar privilegiado en el plan divino, otorgándole Dios el señorío sobre toda la
creación. Así lo expresa el libro bíblico del Génesis:

Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree en los peces del mar, en las aves
de los cielos, en las bestias en toda la tierra, y en todo animal que se arrastra sobre esta tierra. (Singer, 2003, p. 210).

Por su parte, Aristóteles, como máximo representante de la filosofía griega, consideraba que en la naturaleza todo tiene una jerarquía,
según la cual los seres con menos razonamiento existen para el bien de los demás. Así, las plantas existen para provecho de los
animales y las bestias para provecho del hombre. 35

De manera que en ambos sistemas de pensamiento la naturaleza sólo es valiosa en tanto sirve para el provecho y supervivencia del
hombre. Dicho en otros términos, sólo los seres humanos pueden contar como moralmente relevantes.

Pero, ¿puede la naturaleza tener un valor intrínseco o su valor es sólo instrumental, es decir, como medio para alcanzar otro fin? De
acuerdo con cómo se responda a esta pregunta, podemos diferenciar –nuevamente de acuerdo con Singer (2003)- entre la ecología
profunda y la superficial. La ecología superficial es aquella que se limita al marco moral tradicional, es decir, aquella según la cual, por
ejemplo, la conservación de zonas vírgenes o de ciertas especies en extensión sólo es valiosa en tanto estas acciones impactan en la
calidad de vida de los seres humanos al alterar los ecosistemas. La ecología profunda, en cambio, es aquella que tiende a conservar la
integridad de la biosfera por su propio bien, sin tener en cuenta los posibles beneficios que los seres humanos obtendrían al tomar esta
actitud. De acuerdo con Naess y Sessions (citado por Singer, 2003), los principios de la ecología profunda son los siguientes:

 El bienestar y la prosperidad de la vida humana y no humana sobre la tierra tienen un valor en sí mismos (…);

 La riqueza y la diversidad de formas de vida contribuyen a la realización de estos valores y son un valor en sí mismos;

 Los humanos no tienen derecho a reducir esta riqueza y diversidad a menos que sea para satisfacer necesidades vitales. (2003, p.
222).

36

2.3. El desafío de discurso ético al interior de las contradicciones y paradojas del mundo actual

“Tal parece ser eminentemente la felicidad, pues la elegimos siempre por ella misma y nunca por otra cosa, mientras que los honores,
el placer, el entendimiento y toda virtud los deseamos ciertamente por sí mismos (pues aunque nada resultara de ellas, desearíamos
todas esas cosas), pero también los deseamos en vistas a la felicidad, pues creemos que seremos felices por medio de ellos. En cambio,
nadie busca la felicidad por estas cosas, ni en general por ninguna otra” (Aristóteles, citado por Guariglia y Vidiella, 2011, p. 165).

“Animarse a ser feliz”, “encarar el año en positivo: ¿cómo lograrlo?”, “elegir ser feliz”, “la felicidad al alcance de la mano”, son sólo
algunos ejemplos de los titulares que suelen encabezar las publicaciones de entretenimiento y libros de autoayuda. A tal punto ha
llegado el boom de la felicidad que incluso la tecnología nos aporta diversas aplicaciones para celulares y tabletas que nos ayudan en
ese difícil camino de alcanzar la felicidad. Porque, en definitiva, más allá del medio que cada uno use para llegar a ella, todos tendemos
hacia la felicidad. Pero ¿qué es la felicidad?

Desde tiempos antiguos, la pregunta por la felicidad ha sido un tema prioritario para la Ética. En este apartado nos preguntaremos
acerca de la vigencia de esta pregunta en la sociedad actual caracterizada, según Bauman (2008), por la fragilidad de los vínculos
humanos:

En nuestro mundo de rapante ‘individualización’, las relaciones son una bendición a medias. Oscilan entre un dulce sueño y una
pesadilla, y no hay manera de decir en qué momento uno se convierte en la otra. Casi todo el tiempo ambos avatares cohabitan,
aunque en niveles diferentes de conciencia. En un entorno de vida moderno, las relaciones suelen ser, quizá, las encarnaciones más
Comunes, intensas y profundas de la ambivalencia. Y por eso, podríamos argumentar, ocupan por decreto el centro de atención de los
individuos líquidos modernos, que las 37

colocan en el primer lugar de sus proyectos de vida. (Bauman, 2008, p. 8).

El concepto antiguo y el concepto moderno de felicidad

En la discusión filosófica de los últimos años reapareció una pregunta parcialmente olvidada por esta disciplina de la vida feliz. Para los
griegos, la felicidad o eudemonía estaba vinculada a la vida buena y ésta, a su vez, a la vida virtuosa. Recordemos que en la ética
aristotélica el bien se refiere al fin hacia el cual todas las cosas tienden. En este sentido, existen una multiplicidad de bienes, pero hay
sólo uno que elegimos en toda ocasión por sí mismo, es decir, con independencia del placer o las utilidades que nos reporte y es el más
perfecto de todos: la felicidad.

El bien humano es una actividad del alma conforme a la virtud, y si las virtudes son varias, conforme a la mejor y más perfecta, y
además en una vida entera. Porque una golondrina no hace verano, ni un solo día, y así tampoco hace venturoso y feliz un solo día o un
poco tiempo. (Aristóteles, citado por Guariglia y Vidiella, 2011, p. 167).

De acuerdo con este pasaje de la Ética Nicomáquea de Aristóteles, la eudemonía es una actividad de la razón que debe cumplir con el
requisito de la permanencia en el tiempo y, si es posible, durante toda la vida, porque no es fácil remover a alguien de una vida feliz
sino es por causa de grandes desgracias. De este modo, Aristóteles no descarta completamente la necesidad de la buena fortuna,
significado con el que inicialmente se asociaba al término eudemonía, pero destaca que se trata de una actividad humana, es decir que
requiere la intervención activa del agente moral y que éste debe obrar con virtud y autarquía.

Las virtudes son aquellos hábitos o modos del carácter que nos acercan al bien, “porque hacen a la capacidad de dominio que permite
al que las posee encauzar sus deseos y pasiones y relacionarse con el placer y el dolor de un modo adecuado” Guariglia y Vidiella, 2011,
p. 172). Por su parte, la autarquía consiste en “la conquista del mayor grado posible de autonomía respecto de lo que no depende de
nosotros” (Guariglia y Vidiella, 2011, p. 201). 38

Para aclarar qué entiende por felicidad, Aristóteles comienza por distinguir los tres estilos de vida que se suelen identificar con el
término griego eudemonía: la vida hedónica, que la identifica con el placer; la vida política, entregada al bien de la comunidad; y la vida
teorética o contemplativa, propia de aquel que se dedica exclusivamente a la búsqueda del conocimiento, para concluir que sólo en la
vida contemplativa alcanza el hombre su perfección.

La visión moderna, en cambio, diferirá en varios aspectos de la antigua. En primer lugar, para los filósofos modernos la felicidad no
puede durar la vida entera, como proponía Aristóteles, sino que es primordialmente transitoria, es decir que ella se reduce a ciertos
momentos esporádicos. Por otro lado, la felicidad se identifica con un estado exclusivamente psicológico y, por tanto, subjetivo y
relativo a quien lo siente, en contraposición con la visión comunitarista de los filósofos griegos. Así lo expresa Hobbes (Citado por
Guariglia y Vidiella, 2011) para quien:
Prosperar continuamente es lo que los hombres llaman felicidad; me refiero a la felicidad de esta vida. Porque no hay tal cosa como
una perpetua tranquilidad del ánimo mientras vivamos aquí, porque la vida no es ella misma otra cosa que movimiento y no puede
estar nunca sin deseo ni sin temor, no más sin sentido. (p. 198).

Por su parte, Voltaire sostiene que:

Si se da el nombre de felicidad a algunos de los placeres que de vez en cuando se encuentran en la vida, la felicidad existe en el mundo
pero si se da este nombre al placer permanente o a la serie continua y variada de sensaciones deliciosas, la felicidad no existe en el
globo terráqueo, y hay que buscarla en otras partes. (Citado por Guariglia y Vidiella, 2011, p. 200)

Es ese deseo siempre insaciable del que nos hablaba Hobbes es el que ha llevado a los modernos hombres líquidos, sostiene Bauman
(2008), al consumismo, el cual no consiste simplemente en acumular bienes, sino en usarlos y disponer de ellos después de utilizarlos a
fin de hacer lugar a nuevos bienes. Así, la vida del consumidor nos invita a la liviandad y la velocidad, así como a la novedad y la
variedad. No sólo en nuestra relación con los objetos, sino también en nuestras relaciones interpersonales. 39

Pobres aquellos que, por escasez de recursos, están condenados a usar bienes que ya no prometen sensaciones nuevas e inexploradas.
Pobres aquellos que por la misma razón quedan pegados a uno solo de esos bienes sin poder acceder a la variedad aparentemente
inagotable que los rodea. Ellos son los excluidos de la sociedad de los consumidores, son los consumidores fallidos, los inadecuados e
incompetentes, los fracasados. Son los hambrientos consumidos en medio de la opulencia del festín comunista. (Bauman, 2008, p. 73).

Es en este contexto de modernidad líquida en el que cobra importancia replantearnos la pregunta acerca de ¿cuál es la vida que
merece la pena ser vivida? O dicho en otros términos, ¿cuál es el sentido de nuestras vidas? Las respuestas posibles difieren según
consideremos a la felicidad como un estado psicosomático o como una actividad. Ejemplos de la primera concepción los encontramos
en la Antigüedad, en el epicureísmo, el hedonismo de la escuela cirenaica y, modernamente, en el utilitarismo. A su vez, la felicidad
como actividad racional y virtuosa la encontramos, como vimos, en la ética aristotélica y en los neoaristotélicos, como es el caso de
MacIntyre (2001) a quien también citamos en la Lectura 1.

A su vez, contemporáneamente dos ciencias han intentado encontrar en las últimas décadas del siglo XX un procedimiento para medir
empíricamente la felicidad. Es el caso de la Psicología y la Economía. En el caso de la Psicología podemos diferenciar dos tipos de
teorías: las teorías hedónicas, que conciben a la felicidad como un estado de satisfacción con respecto a las sensaciones placenteras
corporales y mentales. De acuerdo con estas teorías, existen tres variables a tener en cuenta para medir el nivel de bienestar subjetivo
de un individuo: “satisfacción con respecto a su propia vida, la presencia de un estado positivo del ánimo y la ausencia de un estado
negativo de él” (Guariglia y Vidiella, 2011, p. 213). Las teorías eudemonistas, por el contrario, sostienen que la felicidad no puede
reducirse a sensaciones placenteras y que ésta sólo se alcanza cuando las actividades de la vida personal llegan a su más alto nivel de
congruencia y compromiso con los valores asumidos.

Por su parte, en el campo de la Economía también encontramos dos enfoques alternativos acerca de la felicidad: por un lado, se
encuentran las teorías del bienestar, que miden la felicidad de una población a partir de la sumatoria de las utilidades de los individuos
que la componen, con independencia de cómo se distribuyen internamente esas utilidades. Por el otro, encontramos el enfoque de las
capacidades, propuesto por el economista indio Amartya Sen (2009), que pone el acento en el conjunto 40

de funcionamientos y capacidades necesarios para llevar una vida activa y ejercer la libertad.

El trabajo de Sen estableció las bases de un enfoque distinto y más amplio del desarrollo, el cual comenzó a ser concebido como
desarrollo humano, es decir, aquel que se preocupa por el aumento de la riqueza de la vida humana y no sólo de la riqueza económica.
Esto implica un proceso de ampliación de las opciones y capacidades humanas como así también de sus libertades, para que puedan
vivir una vida larga y saludable, tener acceso a la educación, gozar de un nivel de vida digno y poder participar en su comunidad de las
decisiones que afectan a su vida. En otros términos, el desarrollo humano implica poner al ser humano en el centro del proceso. En vez
de considerar sólo la cantidad de posesiones o de ingresos que tiene una persona, el desarrollo humano implica valorar la libertad que
las personas tienen para decidir la calidad de vida que valoran en función de su propia racionalidad.

A diferencia de la modalidad convencional de centrar la atención en las condiciones y el nivel de vida de las personas, el desarrollo
como libertad implica prestar la debida atención a las libertades específicas y sus correlativos derechos humanos. En este sentido, Sen
(2009) destaca que un individuo puede sufrir la pérdida de libertades sin que haya una disminución de su nivel de vida global. Es por
ello que es importante no confundir los medios con los fines. Así, por ejemplo, si para lograr un objetivo económico como la contención
del crecimiento desmedido de la población es necesario introducir un procedimiento que recorta la libertad reproductiva de las
personas mediante una política de planificación familiar coercitiva, como en el caso de la política de un solo hijo en China, está claro
que, en término de libertades, en este caso el fin no justifica los medios.

La solución al control del crecimiento de la población no sería, por lo tanto, coartar la libertad de reproducción, sino, por ejemplo,
ampliar la libertad de las mujeres jóvenes, que son el grupo más directamente afectado en sus intereses con las responsabilidades de la
procreación y la crianza.

La paradoja de la felicidad

Pese a que tanto la visión antigua (como en el caso de la ética aristotélica) como la visión moderna reconocen la necesidad de disponer
una cierta cantidad de bienes económicos y culturales para alcanzar la felicidad, los estudios empíricos han demostrado que el nivel de
rentas por sí mismo es insuficiente para explicar el grado de felicidad o satisfacción que posee un individuo. Concretamente Guariglia y
Vidiella (2011) mencionan un estudio 41

que parece demostrar que una vez superado un cierto nivel de renta per cápita promedio, por más que los ingresos se dupliquen o
tripliquen, este mayor nivel de renta no incide en el nivel de felicidad declarado por los individuos, el cual se mantiene estable. Este
hecho ha sido denominado la paradoja de la felicidad.

Así, por ejemplo, de acuerdo con el índice 2014 del Planeta Feliz elaborado por Happy Planet Index, un país como Estados Unidos, con
una de las rentas per cápita más elevadas del mundo, ocupa el puesto N° 104 en felicidad de un total de 151 países que comprende el
estudio. Mientras que, por otro lado, Costa Rica, un país con un nivel de renta media (12.100 U$S PPA contra una renta de 49.000 U$S
PPA en el caso de Estados Unidos), ocupa el puesto N° 1 en felicidad, seguido por Vietnam, que en 2012 tenía una renta media per
cápita de 3.400 U$S.

Merece la pena destacar que los indicadores tenidos en cuenta por Happy Planet para construir el índice son el bienestar, la eficiencia
y la esperanza de vida. De esta manera, de acuerdo con el informe se pretende demostrar en qué medida los países de todo el mundo
producen una vida larga, feliz y sostenible para las personas que viven en ellos (Infobae, 2014).

Imagen N° 1: Mapa de los países más felices del mundo 2014

Fuente: Infobae, 2014, http://goo.gl/mfw2QF

A tal punto ha llegado la preocupación por la felicidad que, en 2012, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) emitió una
Resolución proclamando el 20 de marzo como el Día Internacional de la Felicidad. En dicha Resolución, las Naciones Unidas reconocen
la felicidad y el bienestar como objetivos y aspiraciones universales en la vida de los seres humanos 42

y la importancia de que estos sean promovidos a través de políticas públicas por los Estados Miembros de la organización6.

En síntesis, más allá de cómo cada uno conciba la felicidad, la intuición y los estudio empíricos, parecen demostrar que sin la
satisfacción asegurada de cierto nivel elemental de nuestras necesidades básicas no podríamos llevar a cabo ningún ideal de vida
buena. Sin embargo, una vez asegurado ese mínimo bienestar, el incremento constante de los ingresos y las riquezas materiales no
necesariamente va acompañado de una vida más feliz.

¿Y tú cómo concibes a la felicidad? ¿Con cuál de los enfoques desarrollados aquí te identificas mejor?

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