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SESIÓN DE INAUGURACIÓN
Gracias por la cálida bienvenida que nos brinda, Señor Alcalde, a esta hermosa ciudad de
Medellín, llena de gente cálida y acogedora, ingeniosa y creativa, rebosante de verde, de
montañas, árboles y flores, limpia y moderna, ciudad de la eterna primavera. Venimos de
todos los rincones de América Latina y el Caribe para celebrar otra primavera, que
comenzó aquí en este Seminario hace 50 años y que imploramos a Dios nos renueve, a
partir de este congreso, para poder construir unas comunidades eclesiales como su ciudad,
amables y fraternas, llenas de verde esperanza, pulcras e innovadoras. Gracias de nuevo,
Señor Alcalde, por todo su apoyo.
Gracias, querido Monseñor Ricardo Tobón Restrepo por acogernos en esta arquidiócesis en
su cumpleaños número 150, por permitirnos iniciar ayer este evento con el Acto académico
en la Pontificia Universidad Bolivariana y con la Eucaristía en la Catedral Primada. Gracias
por el enorme apoyo y el trabajo incansable de los seminaristas, empleados y formadores
del Seminario, por la gestión del equipo de su Vicario de Pastoral, por el apoyo de Tele
Vid, Gracias por todo.
Son muchas las personas e instituciones que han trabajado arduamente para hacer posible
este congreso Eclesial: La Conferencia Episcopal de los Estados Unidos representada aquí
por Monseñor Eusebio Elizondo y por el Padre Juan Molina, la Conferencia Episcopal
Española, cuyo presidente, el Cardenal Ricardo Blázquez se encuentra en medio de
nosotros, La Acción Episcopal Adveniat, en cuyo nombre están Thomas Wieland y Ana
Barrera. Dina Guerra viene en nombre de Porticus… Por otro lado, ha sido invaluable el
No terminaría de presentar los invitados especiales, pero espero que los moderadores
puedan hacerlo en algunos momentos a lo largo del Congreso. Quiero aprovechar estos
minutos para compartir con Ustedes una reflexión que introduzca nuestro trabajo en estos
días y que consta básicamente de dos elementos: una historia que ejemplifica bien lo que
nos suele pasar a nosotros en la Iglesia, y un texto bíblico que nos enseña a ser humildes
para poder aprender los unos de los otros.
Durante la Lectio que acabamos de realizar a partir del texto bíblico en el que Dios le dice a
Moisés que ha visto la aflicción de su pueblo y ha oído su clamor, no pude dejar de asociar
las palabras de Monseñor Patricio Flórez, citado ayer por Monseñor Ricardo Ramírez que
comparaba la actitud de la Iglesia frente a los migrantes hispanos con la actitud de una
madre que calla y que deja que el padrastro abuse de su hija. ¡Escalofriante!
Y sin embargo, puede volver a sucedernos. Hace 50 años los Obispos de Medellín –es fácil
verificarlo en los textos- levantaron su voz profética y transformaron la historia de la Iglesia
y del Continente. Yo quisiera que de este Congreso surgiera una nueva primavera eclesial
que nos ayude a todos a convertirnos.
El Señor Jesús, el Maestro, fue maestro también para transmitir su mensaje y para ello se
valió de parábolas, de analogías, de historias, de comparaciones. Yo quiero también
contarles una historia que ustedes encuentran en Internet y que se llama “El Club del
Refugio”:
Cuentan que era una costa peligrosa. Golpeada por el oleaje y los grandes huracanes. La
costa había sido testigo de innumerables naufragios. Los capitanes de los grandes barcos
procuraban no pasar cerca de esa costa por el peligro de naufragio. Sin embargo, cada
año, varios barcos se hundían en las rocas y arrecifes por esos lugares.
Los que vivían en esa parte, siendo misericordiosos, decidieron establecer un pequeño
rancho sencillo en la costa, con un equipo salvavidas. Hicieron campañas, año tras año,
para recoger fondos y así poder sostener el humilde refugio. El equipo de salvavidas se
volvió experto con mucha práctica y el número de personas perdidas iba disminuyendo.
La fama del pequeño refugio creció y varios ricos de buena voluntad dejaron en herencia
dinero para mantenerlo. Al final, se notó que los fondos del refugio eran muchos. Fue
necesario nombrar un tesorero y un comité para controlar bien el dinero.
La fama del refugio iba creciendo. Mientras tanto, muchas personas pidieron ser
miembros del equipo salvavidas aunque fuera como miembros honorarios. Contribuyeron
ellos con fondos propios para mantener el lugar. Uno de ellos hizo una bandera especial
para el refugio y otro –con mucha iniciativa creadora- sugirió un tema y cambió de
nombre el refugio, así como un reglamento específico. Así, la institución pasó a llamarse.
“El Club del Refugio”.
El comité hizo un libro especial, reuniendo todos los reglamentos y las tradiciones más
importantes para los miembros. Fue igualmente organizado un rito de iniciación para
admisión de los nuevos miembros del Club. La fama de “El Club del Refugio” creció aún
más. En el sitio se ubicó un gran restaurante para atender a los socios. Progresivamente
aparecieron canchas de tenis, salones de fiestas, etc.
Esa noche, en una sesión extraordinaria, se decidió construir un pequeño rancho sencillo
más allá de la costa, para salvar náufragos futuros….
Cada uno saque sus propias conclusiones, pero … ¿Cómo evitar que nos suceda eso?
¿cómo impedir que se nos dañe la brújula y perdamos el norte? ¿cómo recobrar la fidelidad
a nuestra identidad originaria? Vale la pena recordar a tal propósito las palabras del Papa
Francisco cuando afirma que “el camino de la sinodalidad es el camino que Dios espera de
En el libro de los Hechos de los Apóstoles hay un pasaje que puede iluminar este hermoso
momento eclesial. Me refiero a los versículos 24 a 28 del capítulo 18, donde se habla de un
personaje llamado Apolo, ¿lo recuerdan? Dice el texto que Apolo era jun judío, nacido en
Alejandría y le da una doble cualificación: “era muy elocuente” y “conocía bien las
Escrituras”. Alejandría era la segunda ciudad del Imperio, puerto comercial importantísimo,
que contaba con la mayor biblioteca de la época. Apolo, judío educado en tal contexto,
debía conocer el griego y el arte de la retórica. “instruido en el camino”, “hablaba con
fervor de espíritu” y “enseñaba correctamente lo referente a Jesús”. Seguramente llegó a
Éfeso precedido por su fama y con el pecho henchido por haber pasado triunfantemente por
varios auditorios. Pero cuando “Priscila y Áquila lo oyeron, lo llevaron con ellos y le
expusieron con mayor exactitud el camino de Dios” (v. 26).
Los esposos Priscila y Áquila, originarios del Ponto y quienes habían sido expulsados de
Roma por Decreto del emperador Claudio, según se nos cuenta en el capítulo anterior, eran
fabricantes de carpas. Eran artesanos, trabajaban con sus manos, seguramente encallecidas
por la labor, que seguramente, no les dejaría tiempo ni para leer un pergamino. No eran
intelectuales, eran operarios. Y sin embargo, cuando escucharon a Apolo “lo tomaron
consigo”.
Apolo ha debido quedar sorprendido: él, el docto predicador, que habría dejado sin
argumentos a muchos ancianos judíos, a quien, como a Esteban, “nadie podría refutar en
sabiduría”, ¿podría ser instruido por unos toscos obreros ignorantes? Puede que haya
formulado en su mente una frase que es famosa en Colombia: “¿es que ustedes no saben
quién soy yo?” Y habría continuado: “¡Yo soy Apolo, el de Alejandría, el famoso
predicador, el más elocuente y hábil contradictor de los judíos! Ustedes, ¿quién se creen
que son? ¿qué quieren enseñarme? ¿qué creen que pueden enseñarme? ¿Acaso ustedes han
estudiado lo que yo? ¿Se han quemado acaso las pestañas como yo para poder leer la
Escritura en varias lenguas? ¡Yo no voy a perder mi tiempo con Ustedes!
Sin embargo, el texto no nos dice nada de eso; sólo parece indicar que terminó el encuentro
con una mayor pasión evangelizadora porque “deseaba ir a Acaya”, donde, “apenas llegó
¿Qué hizo fructífero este encuentro? La valentía y el coraje que tuvieron Priscila y Áquila
para instruir “a tiempo y a destiempo”, la prudencia para escucharlo antes de decir nada, la
serenidad para no dejarse llenar de prejuicios y la sabiduría para decir lo que tuvieron que
decirle. Igualmente, de parte de Apolo, la humildad para dejarse enseñar, la madurez para
no creerse más ni para minusvalorar al otro y la pasión evangelizadora para no quedarse
toda la vida estudiando sino para poner en práctica de modo inmediato lo aprendido.
Eso es lo que les recomiendo para este Congreso: hablemos como hermanos y como
hermanos, zanjemos las diferencias. Desarmemos los espíritus y desembaracémonos de los
prejuicios. Hablemos lo que tenemos que hablar y digamos lo que tenemos que decir con
respeto, pero con valentía. Escuchemos más de lo que hablamos (por algo Dios nos dio dos
orejas y una sola boca), con serenidad, madurez, prudencia y valentía. ¡El mundo y la
Iglesia necesitan muchos Apolos, muchas Priscas, muchos Áquilas!
[3. Un regalo]