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Una máquina de guerra contra la pena*

3AGO

Sobre La hija de kheops, de Alberto Laiseca

por César Aira

Laiseca es un macroscopista: ve las cosas grandes, y las ve muy de cerca. Por ejemplo la
Historia, que es inmensa y está llena de pirámides, murallas chinas, torres de Babel, campañas
a Rusia y otras desmesuras por el estilo. Cuanto más grande es la cosa, mayor el enigma: ¿Para
qué construir una pirámide altísima y enorme? ¿Para qué hacer enormidades en general? ¿Por
qué hubo Historia? O bien, empezando por donde corresponde; ¿por qué escribir una novela?
Para esto último hay una filología doméstica.

La hija de kheops proviene de una anécdota que Laiseca paladeó con fruición durante años. La
hija del Faraón, en efecto, para contribuir al financiamiento de la gran obra pública
emprendida por su papá, practicó la prostitución. Además del pago normal por sus
prestaciones, que iba íntegro al fondo pro-pirámide, le exigía a cada uno de sus clientes la
donación extra de una piedra destinada a levantar su propia pirámide. El chiste está en que al
final de su vida había logrado elevar una, no tan alta como la oficial, pero de respetables
dimensiones.

Cuando estaba a punto de empezar a escribir (fui testigo del proceso) Laiseca enfrentó un
dilema que le exigió hartas reflexiones: la Pirámide, la “joya magna” que protegería a Egipto
durante toda la eternidad, era lo mejor que podía hacer el Faraón, de eso Laiseca no tenía
dudas. Pero para hacerla, había que hacerla bien, y eso significaba un prolongado sacrificio,
una generación o dos de egipcios que vivirían en la mayor austeridad, sin poder siquiera tomar
cerveza. La cerveza era el punto clave. Durante meses Laiseca le dio vueltas al asunto, en un
bar del Once llamado El Rubí, ante frescas botellas de, precisamente, cerveza. ¿Valen la pena
los sacrificios? ¿Se puede vivir sin felicidad? ¿Acaso la vida tiene resultados? Kheops, en su
justificado esfuerzo por ser un Mozart, ¿no habría terminado siendo un chichi? ¿Un faraón
místico tiene derecho a privar al más pobre de sus súbditos de este placer?, se preguntaba
Laiseca mortalmente serio y mortalmente pensativo, con el vaso de cerveza en la mano.

Eran preguntas demasiado grandes para contestarlas sólo con palabras. La novela lo haría. Y
un día la novela ya estaba en marcha. Después de todo, el trabajo de Laiseca no es la Historia,
sino su contracara, la Felicidad. Laiseca es como Rousseau (son dos gotas de agua), pero
mientras a Jean Jacques la Historia le dio la oportunidad de crear un mundo, el mundo en que
vivimos, a Laiseca le jugó la mala pasada de hacerlo un creador de mundo, en un mundo ya
hecho. De ahí que en él la literatura sea una necesidad. Y la literatura en él es una máquina de
guerra contra la Pena; si no puede construir Pirámides, puede crear exorcismos, y sabe
hacerlos de veras grandes y eficaces.

“Voy por la página cuatrocientos, y sólo ahora empiezo con lo que quería decir”, afirma
típicamente Laiseca cuando se pone a escribir. Esto es una fatalidad que no admite
excepciones. Con La hija de Kheops sin embargo empleó un truco muy eficaz para ir al grano
directamente: las cuatrocientas, o quinientas, o mil páginas previas se las escribió Mika
Waltari, y son las que forman Sinhué el Egipcio, su novela favorita. No debería sorprendernos,
porque acercar la lectura y la escritura hasta que se confunden es quizás la operación literaria
por excelencia (además, Laiseca ya había practicado en los Poemas chinos).

La hija de Kheops es una odisea de la contigüidad. No son sólo la lectura y la escritura las que
se aproximan: todo lo demás lo hace también, desde la idea misma de hacer la pirámide, que
se da en un sueño, con la conciencia exageradamente pegada a sí misma, hasta el amor,
pasando por la magia. La contigüidad lo contamina todo. Egipto y la Argentina se acercan hasta
tocarse no porque haya anacronismos (no los hay en esta novela) sino por la lógica de la
Felicidad que hace contiguos a la posibilidad y al acto. La Historia misma se ilumina a partir de
aquí: ¿cómo han podido suceder tantas enormidades? Muy fácil: sucedieron porque a alguien
se le ocurrió que eran posibles. La literatura toma el relevo de la realidad, pero sin suprimirla,
lejos de ello. El “realismo delirante” de Laiseca es muy real.

Las parejas contiguas en Laiseca son de dos tipos. En primer lugar está la pareja de amantes, la
proximidad absoluta del amor, aquí magnificada por el incesto. En segundo lugar, la pareja
constituida por el Jefe de Estado y su primer ministro (o consejero o general o gran sacerdote).
Aquí hay contigüidades intermedias: el Saber, el Mito, la Historia. En cambio el Poder, que a
primera vista parece tema excluyente de la ficción laisequiana, en realidad es lateral y auxiliar.
El poder es la voluntad (que un linyera tiene tanto como un emperador), y la voluntad no es
más que el movimiento, que Laiseca piensa siempre como una estrategia bélica, hacia la
felicidad. La felicidad será, al fin de cuentas, el acercamiento de todo, la muerte de las
distancias, la precipitación de todos los posibles en el Acontecimiento. El tiempo desaparecerá
entonces, comprimido en un instante adánico en el que podrán celebrarse las nupcias
cósmicas de Kheops y su hija. Los años que lleva la construcción de la Pirámide no son sino el
pago del rescate del tiempo, secuestrado por los chichis que nunca faltan. Y cuando todo hacía
esperar austeridad, sacrificio y esperanza, resulta que esos años son los de la más intensa
felicidad. Porque en ellos se refleja algo más, un futuro casi impensable de tan luminoso. La
gente es feliz porque va a ser feliz, y viceversa. Y cuando esa gran geometría se consume,
cuando la autora nietzscheana de la eternidad ilumine la joya suprema del desierto… entonces
Laiseca calla, con una sonrisa misteriosa. No se ha propuesto decirlo todo, ni mucho menos. Y
además, sucede que él ya no es un adolescente a la espera de la gloria; es un artista maduro y
consumado; es el autor de Los Sorias, una de las más grandes novelas del siglo XX, y ya no
tiene nada que esperar. Y los lectores, por nuestra parte, que con todo este manejo hemos
quedado excesivamente cerca de nuestro deseo, ¿qué podemos esperar? ¿Debemos esperar
algo? Una sola cosa, quizás: que no nos falten nunca las obras maestras que renueven nuestra
sospecha de la consumación del tiempo. ¿Y quién podría dudar de que La hija de Kheops es
una obra maestra?

*Este texto fue publicado originalmente en Babel, revista de libros, Año II, Nº12, octubre 1989,
en su sección Libro del mes, junto a otras colaboraciones de Guillermo Saavedra y Pablo Bari,
donde se daba cuenta de la de reciente aparición de La hija de Kheops publicada por EMECÉ
Editores.

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