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(a) Historia.

Según la tradición, Roma fue fundada en el año 753 a.C. por Rómulo, que vino a ser su primer rey. La
primera fase de su existencia fue la de una monarquía. Hubo siete reyes sucesivos hasta la proclamación
de la república en el año 510 a.C., provocada por la tiranía de Tarquino el soberbio. Sin embargo, hasta
la instauración de la república, la historia de Roma se mueve en un marco de leyenda mezclada con un
fondo histórico en el que es difícil desentrañar la ficción de la realidad. La historia de los dos primeros
siglos de la república es asimismo oscura. El gobierno estaba dirigido por los patricios. Para entonces, la
población de Roma estaba compuesta por una mezcla de latinos, sabinos y etruscos. La clase patricia,
que detentaba el poder, era ganadera y terrateniente, en tanto que la plebe estaba compuesta de
granjeros, artesanos y comerciantes. Se crearon tensiones, en las que los plebeyos demandaban una
igualdad jurídica; de estas tensiones se llegó a una serie de reformas, en las que los plebeyos contaban
con un tribuno propio. Más tarde, hacia el año 450-420 a.C., se logró la codificación de las leyes romanas
con la promulgación de las Doce Tablas. A partir de entonces se crea una estratificación social no basada
en el linaje, sino en la posesión de medios económicos. Se llegó así lentamente a la situación en que
todo ciudadano (una minoría de la población, formada en su mayor parte por esclavos) tenía derecho a
voto. Fue bajo la república que Roma extendió su dominio por toda Italia (entre los años 496 a 270 a.C.).
Posteriormente, la república se vio enfrentada con Cartago, que antes había sido fiel aliada en la
defensa de sus intereses comunes. El enfrentamiento contra Cartago recibe el nombre de las (tres)
Guerras Púnicas. En el intervalo correspondiente a las dos primeras guerras púnicas, Roma conoció un
período de paulatina expansión, marcada por algunos reveses (las victorias de Aníbal, escenario de la
guerra en la misma Italia, Roma misma amenazada). Sin embargo, el final de la segunda guerra púnica
vio a Roma dueña de unos territorios muy amplios, que comprendían, por el año 201, Sicilia, Córcega,
Cerdeña, y toda la España mediterránea. A partir del año 200 a.C. empezó a intervenir intensamente en
los asuntos de oriente. En el año 190 a.C. Antíoco el Grande, rey de Siria y padre del infame Antíoco
Epifanes, fue derrotado por los romanos en Magnesia. A partir de ello, Roma asumía el protectorado de
varias ciudades de Asia Menor (cfr. 1 Mac. 8:1-10). Hacia el año 100 a.C. poseían ya casi toda España, el
sur de Francia, toda la península de Italia incluyendo la parte alpina, Dalmacia, Grecia, la zona occidental
de Asia Menor, y Creta.

En el año 63 a.C., Pompeyo se apoderó de Judea, después de haber eliminado el poder de los Seléucidas,
reduciendo a Siria a la condición de provincia romana. Judea, aunque hecha tributaria, conservó durante
un cierto tiempo un gobierno autónomo. (Véanse JUDEA, HISTORIA BÍBLICA, c, d(I) y HERODES.)

En Roma, las rivalidades políticas abocaron a una serie de luchas intestinas que, sin embargo, no
detuvieron sus campañas exteriores. El enfrentamiento entre Mario y Sila no detuvo las victoriosas
campañas contra Mitrídates IV, rey del Ponto Euxino, ni el comienzo de la ocupación de las Galias, del
archipiélago Balear, y muchas otras campañas.

Después de la derrota de Mario, Sila fue nombrado dictador (82 a. C.), pero se vio forzado a abandonar
el poder ante la ineptitud del sistema de gobierno que él propugnaba (79 a.C.). Al cabo de varios años de
disturbios y luchas intestinas de las que no se libraban ni provincias tan apartadas como España, en el
año 60 a.C. se formaba el triunvirato de César, Pompeyo y Craso. Deshecho éste por mutuas suspicacias,
César destrozaba el ejército de Pompeyo en Lérida, en España. Habiendo muerto Craso en su lucha
contra los partos, César consiguió un poder incontestado. Sin embargo, caía asesinado el año 44 a.C. en
pleno Senado. Se desencadenó una nueva guerra civil. Antonio, Octavio y Lépido formaron un nuevo
triunvirato, que acabó con la imposición de la supremacía de Octavio en el año 31 a.C. El nuevo dueño
de la situación se hizo proclamar emperador y asumió el título de Augusto. El Señor Jesucristo nació
durante su reinado, y fue crucificado bajo el de Tiberio (véase JESUCRISTO). El martirio de Jacobo,
hermano de Juan, tuvo lugar bajo Claudio (Hch. 11:28; 12:1, 2). Por lo que respecta a Pablo, apeló a
Nerón (Hch. 25:11). La destrucción de Jerusalén profetizada por el Señor (Mt. 24; Mr. 13; Lc. 19:41-44;
21:5-36) tuvo lugar en el año 70 d.C. bajo el reinado de Vespasiano y bajo el mando del general Tito, que
sería el siguiente emperador (véase CÉSAR)

Los limites del imperio en la época de Augusto eran el Rin, el Danubio, el Éufrates, el desierto de África,
el Atlántico, y el mar del Norte. Bajo Claudio se conquistó una parte de Gran Bretaña. Trajano llevó el
poderío romano más allá del Éufrates; el imperio romano llegó a englobar la práctica totalidad del
mundo civilizado conocido.

Posteriormente, con el paso de los siglos, el imperio romano empezó a mostrar señales de decadencia.
Los excesos y la corrupción interior, así como los ataques constantes de los enemigos del exterior,
fueron fraguando su ruina. El último soberano del imperio en su integridad fue Teodosio (379-395 d.C.).
Sus dos hijos reinaron cada uno sobre una parte del imperio, que quedó dividido en el Imperio de
Occidente y el Imperio de Oriente, y que ya jamás volvieron a reunirse. El Imperio de Occidente se
desintegró, y Roma cayó bajo los embates de los bárbaros germánicos en el año 476. Uno de sus
caudillos, Odoacro, se proclamó rey de Italia. El Imperio de Oriente, o Bizancio, resistió aún mucho
tiempo, hasta la toma de Constantinopla por los turcos en el año 1453.

(b) La religión de Roma.

En la época de la república se marca ya una distinción entre la religión de los campesinos en las zonas
rurales y la religión del Estado. Los primeros mantenían el culto a los espíritus de los antiguos
agricultores, dando su adoración a los dioses de la naturaleza, de los campos y de los bosques,
protectores de sus ganados y también de la vida familiar y guardianes de la casa y de sus ocupantes
(Lares y Penates). Era una especie de animismo que concebía la presencia de un espíritu para cada cosa
o actividad, pero que no les daba ninguna apariencia antropomórfica (numina). Las fiestas estaban
íntimamente relacionadas con los diferentes hitos del año agrícola. Nada conducente a una exaltación
poética, bien al contrario de Grecia, la religión autóctona de los romanos era la de un toma y daca con
los espíritus, que a cambio de quedar satisfechos por el reconocimiento de sus poderes en cada campo
concreto, protegían a la familia, sus actividades y posesiones.

Por otra parte, la religión del Estado giraba alrededor de deidades tutelares y protectoras, como Júpiter,
Marte y muchos otros dioses y diosas. Gradualmente se fue estableciendo la religión estatal. Al principio
los cultos eran dirigidos por el cabeza de familia; el Estado asumió el culto, utilizándolo para sus propios
propósitos. El templo erigido en la colina Capitolina, en el mismo centro de Roma, vino a ser el centro
oficial de la adoración de una tríada divina que simbolizaba la majestad religiosa del Estado.

El sacerdocio, electivo en lugar de hereditario como en Grecia, estaba compuesto de una jerarquía de
«flamines» para los dioses más importantes; por otra parte, el colegio de «pontífices», que estaba
presidido por el «pontifex maximus», vino a ser el guardián de la ley sagrada, manteniendo el secreto
del calendario de fiestas. Éste era notificado al pueblo de mes en mes. El orden de pontífice proviene del
puente construido sobre el Tíber por Ancus Martius, y que fue entregado al cuidado de los sacerdotes.
Casi todas las fiestas romanas estaban consagradas a su historia, Las «Lemurias» eran solemnes
expiaciones por el asesinato cometido por el primer rey; las «Quirinales» eternizaban su entronización.
Las danzas sabinas se celebraban en honor del escudo que los dioses habían lanzado a los romanos
desde el cielo.

Así, cada acto y función del Estado vino a revestirse de significado religioso. Los generales ascendían la
colina del Capitolio para consagrar en el templo de Júpiter el botín conseguido. Las mismas asambleas
para elecciones o para la discusión de legislación no podían ser convocadas hasta que los augurios no
fueran favorables, de la misma manera que el general en el campo de batalla no debía iniciar el combate
hasta haber recibido las bendiciones de los auspicios. De esta manera, los «Augures» vinieron a ser una
institución oficial en Roma.

La conquista de Grecia llevó a la admirada Roma a la imitación del derrotado adversario. El arte, la
literatura, filosofía y religión de Grecia asumieron carta de naturaleza en Roma; en religión, Roma pasó
de los antiguos «numina», que en manos del Estado habían ido adquiriendo una concepción más y más
antropomorfa, a la identificación de ellos, uno por uno, con los dioses de la jerarquía del Olimpo. Sin
embargo, la clase intelectual, aun asumiendo las formas del politeísmo, pasó mayormente a favorecer
distintas escuelas de pensamiento filosófico griego, con todas sus concepciones de la «nueva academia»
que, con Carneade, enseñó a Roma el menosprecio por lo sagrado, y que empezó, con un corrosivo
cinismo, a minar las bases morales de aquella sociedad en sus clases dirigentes. La religión, en Roma,
vino más y más a centrarse en el culto al Estado, encarnado posteriormente en la persona del
emperador. Ya establecido el Imperio bajo Augusto, Virgilio, en su obra Eneida, conecta la familia Julia, a
la que pertenece el emperador, con Eneas de Troya. Según el mito, Eneas era hijo de Afrodita / Venus,
que era a su vez hija de Zeus / Júpiter. Así, en esta obra se glorifica a la familia Julia, y por ende a
Augusto y a los demás emperadores julianos, como descendencia directa de Júpiter y, por tanto, divinos.

(c) Roma y el cristianismo.

Roma hizo su aparición en época tardía en el Oriente bíblico. En el AT es entrevista proféticamente en el


libro de Daniel (el cuarto imperio en los caps. 2 y 7 del libro de Daniel; véase DANIEL). En cambio, su
poderío se deja ver de continuo en todo el NT. Los judíos soportaban a regañadientes la ocupación
romana, con todas las vejaciones que ella implicaba, los pesados impuestos, las profanaciones del
Templo. El nacionalismo de los judíos, exacerbado por la implacabilidad de la administración romana, se
manifestaba en motines y revueltas ocasionales. Sin embargo, la religión judía había sido reconocida por
Roma, de manera oficial, como «religio licita» (religión legal). Josefo (Ant. 14:10, 8, 17) recoge el decreto
que permitía explícitamente a los judíos el ejercicio de su religión como de origen demostrable. Así, el
judaísmo como tal no podía ser perseguido en Roma. Este hecho fue de gran importancia al principio de
la difusión del cristianismo, que era considerado oficialmente como una corriente del judaísmo (cfr. Hch.
18:15).

Por otra parte, el sometimiento total de los judíos a Roma quedó patente en el hecho de que la
sentencia de muerte contra el Señor Jesucristo tuvo que ser confirmada por un juez romano, y ejecutada
por romanos siguiendo sus métodos para los que no eran ciudadanos romanos (esto es, la crucifixión).
Naturalmente, se daban casos de linchamientos al margen de la legalidad establecida, como lo fue el
martirio de Esteban por la turba judía (véase ESTEBAN), y como se intentó con Pablo, cosa que impidió la
autoridad romana a tiempo (cfr. Hch. 21:30-32 ss.).

(A) Difusión del Evangelio.

Al principio, la existencia del Imperio Romano fue muy favorable para la difusión del Evangelio. Durante
más de dos siglos, el orden estable y enérgico establecido por Roma aseguró la paz y la prosperidad. Las
excelentes carreteras romanas, la supresión de la piratería y bandidaje, y el desarrollo consiguiente del
tráfico marítimo y terrestre, el conocimiento generalizado del griego en Oriente y del latín en Occidente,
la unidad exterior del imperio todo ello ofrecía unas posibilidades que hasta entonces nunca se habían
dado para la proclamación universal de la Palabra de Dios. Por otra parte, el dominio romano, que había
quebrantado las barreras entre las razas y religiones particulares, consiguió, por una parte, familiarizar a
personas de distintas procedencias entre sí; al mismo tiempo, sin embargo, existía una tal corrupción
moral y un tal abandono de las antiguas creencias paganas, que las almas estaban ávidas de una vida
nueva y de una verdad liberadora. La gran difusión de las religiones de misterios provenientes de
Oriente constituye una prueba de ello. Cuando surgió el Evangelio, también evocó una respuesta en
muchos corazones. En la época de Hechos y de las Epístolas, los funcionarios romanos evidencian en
general una actitud de indulgencia hacia los cristianos, y la calidad de ciudadano romano que Pablo
ostentaba le fue útil en más de una ocasión. Pero las persecuciones comenzaron ya bajo Nerón, que
acusó a los cristianos del incendio de Roma. Empezaron a ser considerados como traidores y peligrosos
para la estabilidad del Estado, porque rehusaban participar en la religión pagana, que constituía un
verdadero sostén de lealtad de la plebe al orden establecido. Al ser conscientes las autoridades del
hecho de que grandes masas de la población que no eran judíos habían asumido la nueva fe, separaron
tajantemente su trato hacia los cristianos del que daban a los judíos. Así, se lanzaron grandes
persecuciones contra los no judíos que rehusaran participar en el culto al emperador. Al final del siglo I
d.C., el emperador Domiciano hizo encarcelar y dar muerte a multitudes de cristianos. Las persecuciones
se fueron sucediendo, con algunos períodos de calma, durante dos siglos y medio (véase
PERSECUCIONES). Estas persecuciones ayudaron a refrenar el proceso de corrupción que había invadido
a la iglesia cristiana en muchos de sus estamentos, como se puede comprobar de los escritos de los
«Padres de la Iglesia», en triste cumplimiento de la advertencia profética del apóstol Pablo (Hch. 20:28-
31 ss.). Por otra parte, la firmeza de muchos cristianos ante las persecuciones, a pesar del también
crecido número de muchos meros profesantes que recaían en el paganismo, contribuyó a que muchos
más se interesaran en el Evangelio.
El cristianismo llegó finalmente a tener tanta influencia social que el emperador Constantino, cuya
madre profesaba el cristianismo, promulgó en el año 313 el Edicto de Milán, por el que los cristianos
recibían las mismas libertades y derechos que los paganos, como medida de prudencia política. No fue
hasta el reinado de Teodosio (346-395) que el cristianismo fue proclamado la religión oficial de todo el
imperio.

(d) El Derecho Romano.

El desarrollo del Derecho por Roma es de una importancia fundamental. Moldeó el destino de
Occidente, y ha sido el modelo en el que se han inspirado los más diversos códigos del mundo. La Lex
Romana es, ciertamente, la gran aportación de Roma a la historia de la humanidad.

El Derecho Romano tenía dos divisiones principales: el Privado y el Público.

(A) El Derecho Privado trataba de las relaciones contractuales entre individuos capaces; por ejemplo,
contratos en los que las partes se obligaban a determinados compromisos en negocios, etc. Los
compromisos solemnizados tenían pleno valor jurídico, aunque limitado a las partes que se obligaban.

(B) El Derecho Público regulaba las relaciones de los individuos con el Estado. Se subdividía en:

(1) Derecho de Gentes, con las normas a aplicar a los individuos carentes de la ciudadanía romana y que
ha venido a ser el fundamento del actual Derecho Internacional, y

(2) Derecho Civil, que tenía que ver con las relaciones de los miembros de la civitas con el Estado y que
normatizaban el comportamiento de la ciudadanía en temas de interés público.

En Roma, las leyes, que debían ser preparadas y propuestas por magistrados, debían ser, sin embargo,
refrendadas por el voto de los ciudadanos. En la época del Imperio, las leyes dictadas por el mismo
emperador no requerían de este requisito.

Cuando una propuesta de ley de un magistrado era refrendada por el voto de los ciudadanos, se
establecía por ello mismo una vinculación de ellos con la ley, que incluía en sus efectos a sus
descendientes. Estas leyes, sin embargo, no eran vinculantes para los extranjeros que estuvieran en
Roma o fueran a sus territorios, siendo súbditos de otras naciones no sometidas al Imperio
(comerciantes y mercaderes, etc.).

Antes de la votación había una vista pública en la que se discutía la ley propuesta. En esta reunión
pública podían participar todos, ciudadanos o no, para expresar sus opiniones; de esta manera, aunque
el voto estaba estrictamente reservado a los ciudadanos, se daba oportunidad para ser oídos a amplios
sectores que pudieran tener intereses afectados por la propuesta de ley.

En todo caso, las propuestas de ley no podían ir en contra de las llamadas «leyes sacratae». Estas leyes
eran una especie de constitución básica, que reflejaba el compromiso a que habían llegado patricios y
plebeyos en la época de tensiones y luchas entre ellos, para lograr el establecimiento de una estabilidad
político-social, compromiso que ambas partes sociales se habían juramentado solemnemente respetar,
ellos y sus descendientes. Las nuevas leyes, por tanto, sólo podían ser puestas en vigor en tanto que
armonizaran con la tradición y usos sociales aceptados.

(e) La ciudadanía romana.

Originalmente, sólo los romanos residentes en la capital gozaban de los privilegios reservados a los
ciudadanos. Posteriormente, estos derechos fueron conferidos a ciertas partes de Italia, y después, para
alentar el asentamiento de romanos en otras zonas despobladas de la península, a toda Italia. Fue
Caracalla quien otorgó el título de ciudadano romano a todos los habitantes libres del Imperio (211-217
d.C.). Antes sólo se otorgaba este título, fuera de sus poseedores estrictos, a los que habían rendido
servicios al Estado. También podía ser comprada, especialmente si se trataba de habitantes de
localidades o regiones que no habían recibido exenciones. Había ciudades que sí habían recibido
derecho a la ciudadanía romana. Ello explica que Pablo, de ascendencia judía (Fil. 3:5) fuera, sin
embargo, ciudadano romano. Claudio Lisias había pagado bien caro este título (Hch. 22.28). Al saber que
el apóstol era ciudadano romano, Lisias dio la orden de suspender los preparativos de la flagelación a
que se iba a someter a Pablo (Hch. 22:25-29). Las autoridades de Filipos hicieron azotar a Pablo y a Silas
con varas sin previo juicio: cuando los pretores supieron que los presos eran ciudadanos romanos, les
presentaron excusas y los liberaron (Hch. 16:36-38). Al apelar al emperador,

Pablo usó de su derecho (Hch. 25:11).

Las leyes que regulaban estas cuestiones eran la «Lex Valeria» y la «Lex Porcia», que decretaban que
ningún magistrado podía ordenar el encadenamiento, flagelación ni muerte de un ciudadano romano.
Este sólo podía ser ejecutado con el asentimiento del pueblo, reunido en una asamblea plenaria, y
votando por centurias. Si, a pesar de las leyes mencionadas, un magistrado o autoridad ordenaba la
flagelación de un individuo, éste sólo tenía que, decir: «Soy ciudadano romano.» La acción judicial se
suspendía de inmediato, hasta que la ciudadanía se pronunciara. Cuando el emperador vino a ejercitar
el poder supremo en lugar del pueblo, el recurso se dirigía al soberano.

Bibliografía:

Eusebio de Cesarea: «Historia Eclesiástica» (BAC, Madrid, 1973);

Green, M.: «La evangelización en la Iglesia primitiva» (Certeza, Buenos Aires, 1976);

Hyma, A., y Stanton, M.: «Streams of Civilization» (CLP, San Diego, California, 1976);

Pirenne, J.: «Historia Universal - Las grandes corrientes de la Historia» (vol. 1; Ed. Éxito, Barcelona,
1974);
Pressensé, E. de: «Histoire des trois premiers siècles de l'Église chrétienne» (Lib. de Ch. Neyrueis, París,
1868);

Tenney, M.: «Nuestro Nuevo Testamento» (Ed. Moody, Chicago, 1973).

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