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Aristóteles y Alejandro
Cuando, al cumplir los doce años, el rey, alejado hasta entonces de su lado
debido a sus constantes campañas militares, decidió dedicarse
personalmente a su educación, se maravilló de encontrarse frente a un niño
inteligente y valeroso, lleno de criterio, extraordinariamente dotado e
interesado por cuanto ocurría a su alrededor. Era el momento justo de
encargarle a Aristóteles la educación de su hijo. A partir de los trece años y
hasta pasados los diecisiete, el príncipe prácticamente convivió con el
filósofo. Estudió gramática, geometría, filosofía y, en especial, ética y
política, aunque en este sentido el futuro rey no seguiría las concepciones
de su preceptor. Con los años, confesaría que Aristóteles le enseñó a «vivir
dignamente»; siempre sintió por el pensador ateniense una sincera
gratitud.
Aristóteles le enseñó a además amar los poemas de Homero, en
particular la Ilíada, que con el tiempo se convertiría en una verdadera
obsesión del Alejandro adulto. El nuevo Aquiles fue en cierta ocasión
interrogado por su maestro respecto a sus planes para con él cuando
hubiera alcanzado el poder. El prudente Alejandro contestó que llegado el
momento le daría respuesta, porque el hombre nunca puede estar seguro
del futuro. Aristóteles, lejos de alimentar suspicacias respecto a esta
reticente réplica, quedó sumamente complacido y le profetizó que sería un
gran rey.
Alejandro fue creciendo mientras los macedonios aumentaban sus dominios
y Filipo su gloria. Desde temprana edad, su aspecto y su valor fueron
parangonados con los de un león, y cuando contaba sólo quince años,
según narra Plutarco, tuvo lugar una anécdota que anticipa su deslumbrante
porvenir. Filipo quería comprar un caballo salvaje de hermosa estampa,
pero ninguno de sus aguerridos jinetes era capaz de domarlo, de modo que
había decidido renunciar a ello. Alejandro, encaprichado con el animal,
quiso tener su oportunidad de montarlo, aunque su padre no creía que un
muchacho triunfara donde los más veteranos habían fracasado. Ante el
asombro de todos, el futuro conquistador de Persia subió a lomos del que
sería su amigo inseparable durante muchos años, Bucéfalo, y galopó sobre
él con inopinada facilidad.
La doma de Bucéfalo