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Un recorrido sobre algunos elementos de análisis sobre los linchamientos

contemporáneos

Josué Francisco Hernández Ramírez


Teoría Antropológica Clásica
Posgrado en Antropología Social
Universidad Iberoamericana Ciudad de México
25 de noviembre de 2020
Palabras clave: linchamientos; usos y costumbres; lazos sociales; agravios; comunidad.

El objetivo de este texto es considerar algunos aspectos en torno a las aproximaciones sobre los
linchamientos contemporáneos. En específico, se revisan las ideas de los usos y costumbres, los
lazos sociales previos en una comunidad en la que ocurren linchamientos con alto grado de
coordinación, y estas acciones de violencia colectiva como formas supuestas de resarcir un
agravio percibido por la comunidad. Para este ejercicio se han identificado algunos textos de la
escuela de antropología social británica estructural funcionalista, para revisar cómo esos aspectos
se siguen interpretando en una clave similar.
Aunque existe un debate amplio sobre la noción de un linchamiento, para sostener el punto de
partida que aquí se ha planteado, se toma como base la idea que recupera Rojas Bravo de Gustav
Le Bon que, además, puede parecer cercana a la que se hace en las interpretaciones de los
medios de comunicación. De acuerdo con la interpretación de Rojas, se ve en el linchamiento un
alma colectiva, una masa psicológica. En ese sentido, puede hallarse una lectura sobre los
linchamientos como la acción perpetrada por un grupo de gente asimilado en una sola conciencia
que ejecuta actos barbáricos asociados con formas propias de una sociedad primitiva (2009, p.
141).
Como se dijo, los debates sobre los linchamientos contemporáneos no están cerrados y
podamos hallar ciertas particularidades que requerirían de mayor análisis. Una noción general
sobre ellos podemos también tomarla a partir de la investigación que ha realizado Leandro
Gamallo (2015) respecto a estos eventos.
El autor refiere, cuando menos, tres grados de organización entre las personas para ejecutar
un acto de linchamiento. Aquí tomamos aquellos a los que tipifica como de alto grado de
coordinación, a los que señala como linchamientos ritualizados y define por la exhibición del
cuerpo en un lugar público, una amplia convocatoria de personas a través de un mecanismo
identificado y compartido por ellas, como el llamado mediante las campanas de la iglesia.
Asimismo, estas acciones se dirigen contra el sujeto agresor (a quien linchan), a la vez que
mandan un mensaje hacia la comunidad (Gamallo, 2015, p. 200). Además, para complementar la
definición, diremos que son actos de violencia colectiva contra uno o más individuos a los que se
acusa de haber cometido una ofensa criminal (Snodgrass, 2006, p. 184).

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Tal noción postula una de las cuestiones clave insertas en esta discusión: ¿cómo es que
ocurren actos privados de violencia colectiva como los linchamientos en medio de un Estado
que, en teoría, se ha instaurado como el árbitro y mediador de los conflictos internos? Frente a
esta cuestión puede hallarse usualmente la idea de que los linchamientos están asociados,
primordialmente, a poblaciones que actúan de semejante forma por lo que se suele llamar usos y
costumbres; es decir, comportamientos institucionalizados en comunidades particulares,
entendidos como parte de su historia y cultura.
Aunque tampoco es el espacio para problematizar el término, ha sido una de las nociones más
cuestionadas en las aproximaciones a los linchamientos contemporáneos, aunque también resulta
difícil de evadirla, como da cuenta Carlos Vilas al hablar de dos órdenes normativos imbricados
en los actos de linchamiento: “el derecho positivo del Estado y el derecho tradicional de las
comunidades étnicamente diferenciadas (2001, p.136).
Estas dos cuestiones abren la discusión de este texto. Comenzaremos tratando de conciliar la
idea de un orden normativo dentro de esa gran estructura que determina formas de vida social a
la que llamamos Estado. Aquí Radcliffe-Brown refiere que “toda sociedad humana tiene algún
tipo de estructura territorial. Podemos encontrar comunidades locales claramente definidas, de
las cuales las más pequeñas forman parte de una sociedad más grande” (2010, p. 47). Dice el
mismo antropólogo que es más bien difícil hallar comunidades completamente aisladas, por lo
que lo que la antropología social que él sostiene debe estudiar el sistema estructural tal como
aparece en una región, “es decir, la red de relaciones que conectan a los habitantes entre sí y con
la gente de otras regiones” (Radcliffe-Brown, 1986, p. 221).
Esto podemos interpretarlo en el marco del proyecto de sociología comparativa que defiende
Radcliffe-Brown, pues, la intención de investigar casos de linchamiento de alguna manera tiene
la intención de ver cómo se sitúan relaciones sociales en un territorio determinado, con sus
instituciones y la manera en que estás se inscriben en la estructura social, a fin de esbozar
posibilidades de que explicación del fenómeno en otros espacios. Así, considerar los
linchamientos con una intención comparativa o de generar una explicación más amplia supone la
mirada sobre la función social que cumplen (Radcliffe-Brown, 1986, p. 21).
Así, la antropología política, desde la perspectiva de Radcliffe-Brown, se preocupa por
observar la organización política en el interior de una sociedad a través de la cómo se conserva el
orden social, y en el exterior ante la amenaza de guerra o su realización (ibíd).

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Sin embargo, existe entre estas dos una instancia que regula los mecanismos de venganza: “un
individuo puede cometer un acto o comportarse de cierto modo que constituya un tipo de ataque
u ofensa contra la comunidad en su totalidad y […] ser ejecutado, excluido de la comunidad”
(Radcliffe-Brown, 2010, p. 48).
Notamos, entonces, la consideración de que existe una estructura territorial que, a su vez,
circunscribe comunidades locales. En esas comunidades locales, si bien operan mecanismos de
ordenamiento social a través de instituciones destinadas al control (como la policía y el ejército
para el caso del Estado), también formas reguladas de la venganza.
Radcliffe-Brown cita, respaldando su dicho, otro texto de la compilación Sistemas Políticos
Africanos, el de Günter Wagner sobre la organización política de los bantúes de Kavirondo para
referir que las acciones colectivas de violencia ocurren espontáneamente, sin un juicio previo y
“al calor del momento” (2010 cit. En Radcliffe-Brown, 2010, p. 48). Dice Wagner que “Este tipo
de acciones […] es claramente distinta de la jurisdicción institucionalizada de la sociedad tribal
mediante autoridades judiciales reconocidas”.
Puede verse, tanto en esta cita como en el planteamiento de Radcliffe-Brown, que el agravio a
la comunidad ocurre dentro de ella; es decir, contra algún miembro que ha transgredido el orden
interno. Esto nos remite a una forma regulada de la venganza al interior de la comunidad,
considerando que las sociedades estudiadas por la antropología estructural funcionalista se veían
como sistemas estructurados en distintas prácticas que cumplían la función de mantener el
equilibrio social, pero, además (aunque sólo se menciona de manera esporádica y quitándole
relevancia), bajo un Estado colonial.
Esto se menciona puesto que, si bien ya había determinaciones de las formas de vida social
derivadas del yugo del Estado colonial, las sociedades colonizadas se estudiaron como sistemas
estructurados en sí mismos. Así, la posibilidad de hablar de una organización política de los
bantúes otorga la capacidad de entender que existen prácticas particulares orientadas a resolver
los conflictos y las situaciones disruptivas al interior de esta sociedad.
Esto nos ayuda a entender por qué puede articularse teóricamente la existencia de usos y
costumbres como un concepto jurídico frente al orden normativo del Estado y del porqué Carlos
Vilas (2001) hace esta diferencia cuando habla de los linchamientos y cómo se ponen en juego
estos dos órdenes.

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Radcliffe-Brown enuncia que estos actos colectivos que usan la fuerza se limitan a obtener
satisfacción por un determinado agravio, “pero, por otro lado, si bien la idea de justicia está
presente, tales acciones no pueden considerarse dentro de la esfera de la ley” (2010, p. 55).
Aquí, aparece otro aspecto clave en este breve recorrido sobre la adscripción de comunidades
locales, con órdenes normativos tradicionales (los llamados usos y costumbres) en la
organización política del Estado. Si los procedimientos colectivos de violencia para recuperar el
equilibrio social que fue agraviado dentro de la comunidad se dirigen a su interior, ¿cómo
entender los linchamientos contemporáneos en esos órdenes normativos tradicionales cuando se
ejecutan contra personas externas a la comunidad?
Como lo expresa Radcliffe-Brown, en las sociedades simples (que podemos homologar a las
comunidades locales que también mencionaba), la estructura política se ordena mediante una
autoridad con la potestad de dirimir conflictos y controlar acciones nocivas contra la comunidad
en su conjunto (2010, p. 55). Si aplicamos una lectura transaccional funcionalista desde
Malinowski (1986) a la relación entre agravio y castigo como reparación de la ofensa,
planteamos la existencia de una circunstancia cuyo castigo es equivalente al daño que infligió,
resulta claro entender que, si existen disputas entre dos clanes, se acuerda un castigo que parezca
equivalente al daño hecho mediante una acción.
Por supuesto, el intercambio aquí no tiene que ver con generar alianzas entre distintos clanes,
pero sí como una manera de sostener el funcionamiento de la estructura social ante un agravio
que la amenaza. De tal forma, así como un primer regalo en el circuito del Kula en las Islas
Trobriand supone una especie de deuda y “compromete al donatario a realizar una restitución”
(Mauss, 2009, p. 125), deuda que queda abierta hasta que se cierra la transacción, en el agravio
permanece algo irresuelto hasta que se compensa mediante una acción que repare, con
equivalencia, lo que se dañó.
Un daño, entonces, solicita una reparación. Esta reparación, en la organización política de una
sociedad, se ejerce por mecanismos institucionalizados que ejercen, hipotéticamente, un castigo
proporcional al agravio recibido.
Vemos, pues, una relación de intercambio asentada en una relación de ofensa, castigo y
reparación para conservar el equilibrio social y, como diría Radcliffe-Brown respecto a la
organización política externa, se evitaría la guerra.

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Pero, ¿qué sucede cuando la ofensa es de un individuo o individuos particulares contra la
comunidad, como suele interpretarse en los linchamientos contemporáneos? En estos casos no
hay otro clan con el que negociar, sino con un Estado que se adjudica la mediación y la
impartición legal y legítima de la ley. El acto de linchamiento, entonces, no es sólo uno para
recuperar la armonía dentro de la comunidad agraviada, sino también una acción simbólica
contra el Estado, a quien le correspondía castigar a quien cometió el agravio contra ella.
Esto abre la posibilidad de pensar otras cuestiones asociadas al linchamiento. Una de ellas
tiene que ver con las creencias compartidas que articulan las acciones colectivas de violencia (lo
que puede verse en la circulación de los rumores); y otra con la lógica sacrificial mediante la que
se ejecuta una violencia contra alguien como forma simbólica y ritual de recuperar el equilibrio y
reparar el agravio contra la comunidad.
Hay otro aspecto que también es llamativo y que no deja de observar Radcliffe-Brown: la
jurisdicción de las autoridades internas de las comunidades locales. Con ello expresa que si las
“acciones [en grupo] hubieran sido observadas cuidadosamente, se encontraría que fueron
dirigidas por líderes que tenían cierto grado de autoridad” (2010, p. 48). Entonces, donde se
observan procedimientos para dar muerte a quien ha cometido delitos en contra de la comunidad
puede verse que eran dirigidos por alguien con autoridad (ibíd.).
Esto resulta relevante para el estudio de los linchamientos porque, si bien se revisa
usualmente la espectacularidad del acto de la violencia colectiva contra una notable minoría de
personas a las que se acusa de algún delito contra personas o instituciones de la comunidad
(como en el robo de arte sacro dentro de las iglesias), ese colectivo aparentemente homogéneo no
se ha visto analizado en sus posibilidades de diferenciación y de quienes lo motivan, lo dirigen,
lo ejecutan o lo apoyan.
De acuerdo con Radcliffe-Brown y Wagner podemos identificar que en los actos de
linchamiento fueron dirigidos por alguna figura de autoridad. Aquí cabe decir que esa figura de
autoridad no es necesariamente administrativa, también puede ser de tipo moral.1
Más allá de eso, lo que podemos considerar es que existe una serie de condiciones que
permiten y motivan las acciones colectivas que no se deben sólo a la legitimidad y existencia de

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La capacidad de enunciar algo más detallado respecto a esto aún es limitada, pero constituye una de las cuestiones
que interesa revisar en la investigación a desarrollar durante el posgrado en Antropología social en los siguientes
años.
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una autoridad, sino también a la que hay un conjunto de creencias, valores e intereses
compartidos en un grupo social.
Sobre eso, Gamallo enfatiza que en el tipo de linchamientos a los que nos hemos referido
existen lazos sociales previos que permiten ese alto grado de coordinación. Este planteamiento
evoca la curiosidad sobre cómo entender la existencia de dichos lazos. Si bien rastrear un origen
podría suponer una labor complicada cuando no infructuosa, podemos enfocarnos en aquello que
actualiza o refuerza los lazos sociales estrechos que se conciben como una de las fuentes clave
para coordinar un acto de linchamiento.
Aunque ahora no puede hacerse una afirmación sobre esto, la posibilidad de que lo estrecho
de los lazos sociales se deba, en parte, a las relaciones de parentesco que existen en territorios en
los que ocurren algunos casos de linchamiento, particularmente estos a los que nos hemos
referido como linchamientos ritualizados, según la definición de Gamallo. Wagner, refiriéndose
a su estudio entre los bantúes, habla de cómo los lazos matrimoniales entre los clanes que
integran una tribu establecen relaciones estrechas entre sí; así, los lazos de parentesco se
extienden en número y fortaleza, generando, a la vez, una especie de autoridad central superior a
la de los clanes (2010, p. 313).
Quizás esta autoridad superior, entonces, no sólo sea una personificada por alguien, sino una
especie de manifestación de la moralidad que conforma una comunidad, puesto que la ofensa
percibida en contra de ella nos remite, de alguna manera, a suponer que se piensa y se
experimenta la comunidad bajo cierta noción moral desplegada en la vida cotidiana. Sí, es el
lugar en el que se inscriben normas, creencias y valores, pero también se constituye a través de
ellos. De ahí que el castigo o resarcimiento del agravio sea colectivo.
Podríamos aventurar la idea de una solidaridad latente que se forma en los lazos sociales
estrechos que se fortalecen, reproducen y manifiestan en el parentesco, el matrimonio y otras
prácticas rituales en una comunidad determinada. Para ello, tomamos lo que Wagner refiere, que
no es asunto menor: la continuidad en el tiempo de estos lazos. Nos plantea que estos lazos
pueden ser quebrantados por dos cuestiones: la primera de ellas es que las relaciones e
instituciones de las que forman parte sólo operan en determinadas ocasiones; la segunda tiene
que ver con un asunto generacional, es decir, sobre cómo se transmite o no ese entramado de
creencias, normas y valores (qué el refiere como la ley y la costumbre) entre personas de
diferentes edades (Wagner, 2010, p. 320).

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Este asunto, por supuesto, requiere de una valoración más amplia, pero también apuntala un
enfoque posible sobre la manera en que se comunican las normas, costumbres y prácticas que se
asocian con el carácter moral de una comunidad. Esto resuena con Malinowski y su noción de
cultura cuando habla de los mecanismos de transmisión de las costumbres y normas que regulan
la base material y económica de una comunidad (1984, p. 58). Resulta interesante incorporar
estas dos cuestiones porque pone en relación la idea de lo moral constitutivo de una comunidad
con sus prácticas materiales. Esto nos lleva, cuando menos, a dejar la pregunta sobre cómo
observar y dar cuenta de esta relación en términos de un mecanismo específico y violento de
resarcir un agravio, como es el linchamiento.
Por otra parte, ¿cómo es que un agravio contra un individuo o un grupo pequeño de
individuos puede constituirse como un agravio contra toda la comunidad? Radcliffe-Brown diría
que en sociedades simples la ofensa individual se percibe como una ofensa colectiva que se
castiga a manera de expiación, no de disuadir otras ofensas. Esto incrementa la coherencia
interna de la sociedad y la indignación colectiva contra dichas ofensas, así que estimulan la
conciencia colectiva (Stocking, 1984, p. 116). Por tanto, se podría decir que los castigos cumplen
una función social de reproducir y reforzar aquellos rasgos morales que cohesionan a una
comunidad.
Recordemos que ya el mismo antropólogo, al igual que Wagner, han referido el carácter
espontáneo de la violencia colectiva; que se trata de un mecanismo intermedio de la organización
política entre el orden interno y el orden externo. Esto se vuelve a mencionar para plantear que,
como se dijo antes, la autoridad que manda esa forma sumaria de castigar y resarcir el agravio no
es sólo la de una persona, sino la moral que le da forma a las normas, creencias y valores de una
comunidad.
Aquí otra cuestión reluce. Radcliffe-Brown dice que el castigo no busca disuadir, sino expiar.
Sin embargo, cuando leemos y escuchamos justificaciones de un linchamiento para castigar a los
agresores, pero también para enviar un mensaje tanto al Estado como a personas que quieran
cometer algún delito, sí aparece la intención de la disuasión. El autor expone que los crímenes y
los castigos van evolucionando, incluso sobre quién percibe y quién actúa sobre ellos, pero
podríamos remitirnos a la diferencia que establece Frazer sobre magia y religión y los principios
de asociación, es decir, cómo se asocia una práctica o acción con una consecuencia (1976, p. 76).
La magia, dice Frazer, es una asociación incorrecta que cree que una acción humana tiene un

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control directo sobre las consecuencias que espera; la religión, en cambio, atribuye el control de
las cosas a un poder superior al del hombre (ibíd, p. 85).
Si bien puede resultar arbitrario hacer una analogía entre la magia y el linchamiento, lo que
importa entender ahora es, precisamente, la asociación que se enarbola entre el castigo
tumultuario contra un agresor y la sensación de restituir la armonía social. Lo que Frazer nos
ayuda a entender es cómo se articula la asociación entre un acto y una consecuencia que él
observa en la magia y en la ciencia (aunque esta, según dice, se basa en asociaciones correctas),
pero que bien podemos inscribir también en las prácticas sociales.
Podemos abundar en la comprensión de esto a partir de lo que ocurre respecto a la percepción
de la hechicería y el uso de la magia, particularmente, en la función esbozada por Evans-
Pritchard en torno a los oráculos entre los Azande (1976).
Resulta especialmente interesante la correlación que podemos establecer entre los bailes de
los médicos brujos (witch doctors) y la congregación de una multitud de personas en torno a
ellos para identificar si una persona es víctima de brujería (Evans-Pritchard, 1976, p. 77). A
pesar de que estos oráculos pueden resultar más costosos y menos fiables, Evans-Pritchard
encuentra dos razones por las que quizás deciden recurrir a esta práctica quienes pueden pagarla.
Una de ellas es que el acto genera prestigio social para quien lo solicita; la segunda es que se
supone que, a través de lo espectacular del baile y la multitud, se espera que la persona que
puede estar ejerciendo la brujería desista de hacerlo (ibíd.).
En ese sentido, la espectacularidad de un linchamiento parecería apelar sobre todo a esta
última cuestión. Si bien, para los linchamientos contemporáneos, sabemos que la acción
constituye un delito frente al orden normativo del Estado y que, posiblemente, no tenga la
consecuencia esperada en la disminución de actos delictivos, el acto mismo podría constituirse
como la fuente de una sensación de resarcimiento del daño y de tranquilidad frente a otros
agravios posibles al castigar a quienes se perciben como agresores.
De tal forma, alcanzamos otra categoría analítica imbricada en los actos de linchamiento o, si
se quiere, un punto de vista que se puede esbozar para observarlos: la lógica del sacrificio. Esta
aproximación sitúa otro eje de análisis sobre los linchamientos contemporáneos y los sacrificios
que, en realidad, se encuentra vinculada con la idea de la disuasión y el mensaje al Estado. De
nuevo, hará falta una observación más detallada para poder afirmar esto, pero la suposición que

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puede esbozarse desde la consideración del sacrificio tiene ciertas resonancias con las
posibilidades de análisis.
De acuerdo con Evans-Pritchard en su trabajo con los Nuer, uno de los rasgos que encuentra
en los sacrificios expiatorios (piacular sacrifices) es la idea de sustitución en ellos, por ejemplo,
la de sacrificar un animal en lugar de un ser humano (1954, p. 26). En ese sentido, los sacrificios
tienen distintas funciones y se ejercen con distintos elementos, dependiendo de la razón por la
que se ejecuten. Si la función es la de desacralizar, se pretende transferir fuerzas peligrosas de
quien sacrifica hacia lo sacrificado para que, a través del acto, se expulsen y se vayan (Evans-
Pritchard, 1954, p. 24).
Esa transferencia del mal hace de lo sacrificado un chivo expiatorio (Evans-Pritchard, 1954, p.
28), pues a través de eso se expulsan los males sentidos dentro de una víctima de las fuerzas
religiosas negativas que operaban sobre él.
Podríamos suponer que la percepción de un Estado que ha incumplido sus atribuciones de
procurar justicia, tanto en la prevención como en el castigo, se corresponde con la noción del
hartazgo que se involucra como motivación en los linchamientos frente a la crisis de autoridad
(Rodríguez, 2012). En ese sentido, el sentimiento colectivo de inseguridad, así como las
anécdotas sobre agravios, insertos en una moral colectiva, podría entenderse también como una
forma en la que lo maligno, ominoso o peligroso ha permeado a la comunidad. Así, la o las
víctimas de un linchamiento constituirían un sacrificio desacralizante mediante el que se busca
expulsar esas sensaciones, al menos temporalmente, del espíritu colectivo; además, en tanto la
sustitución que podemos comprender con el trabajo de Evans-Pritchard, la víctima del
linchamiento corporiza y simboliza el sentimiento de indignación moral al que también hace
referencia Raúl Rodríguez como “un rechazo a la autoridad que no cumple y un intento por
restablecer los principios de convivencia pacífica” (2012, p. 51).
Con ello, consideramos el porqué de la ritualización de los linchamientos en la tipología de
Gamallo. Si aceptamos la existencia de un orden normativo tradicional distinto al del Estado,
aunque inscrito en él también; la existencia de lazos sociales previos que constituyen la
posibilidad de percibir colectivamente determinados agravios; así como los mensajes y
consecuencias pretendidas a través de un acto de linchamiento; podríamos decir que en estos
territorios el linchamiento contemporáneo se ha constituido como una práctica conocida, aunque
todavía cuesta decir qué grado de institucionalidad tiene. De tal forma, como práctica ritualizada,

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involucra una serie de elementos identificables que, nuevamente, podrían compararse en
distintos casos.

Conclusiones
El ejercicio de trazar una lectura analítica sobre los linchamientos contemporáneos desde los
textos elegidos de la antropología social británica no ha sido tarea sencilla. Sin embargo, el reto
llevó a plantear que existen conceptualizaciones y nociones puestas en el análisis de los
linchamientos que tienen una resonancia con cuestiones revisadas en etnografías de la primera
mitad del siglo XX.
No podemos decir que el marco analítico esbozado en este texto puede servir para describir y
explicar lo que está entrelazado en los linchamientos contemporáneos en México. Aún así, la
intención ha sido observar cómo en la lectura que se hace de algunos de sus elementos existen
herencias teóricas y de enfoque que aún subsisten en la manera de aproximarse a ellos. En lo
particular, podemos encontrar en las narrativas de los medios de comunicación una tendencia a
simplificar las razones y las señalizaciones sobre lo bueno o malo que constituye un acto de
violencia colectiva.
Por ello, el recorrido textual sirve también como una línea base, como un piso que sitúa, de
manera contextual y disciplinar, las aproximaciones que podamos establecer para la
investigación sobre cómo se relacionan la estructura del Estado, los actos de linchamiento en
comunidades locales, la pluralidad de actores que participan en dichos actos, así como aquellos
otros elementos no vistos o apenas esbozados que se pueden develar con el avance de la
observación.

Referencias
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