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21 Jul 2019 - 12:00 AM


Por: Héctor Abad Faciolince

La melancolía del “hikikomori”


Blaise Pascal sentenció, con una convicción que siempre me sedujo, que
“toda la infelicidad de los hombres proviene de una causa sola: de su
incapacidad de quedarse tranquilos en la propia casa”. Quizás en su caso fue
verdad; se requiere de mucha soledad y mucha concentración en un espacio
cerrado para concebir el gato hidráulico, la jeringa, la primera máquina
calculadora, la teoría de las probabilidades y un sinfín de Pensamientos que,
al no conseguir demostrar geométricamente la existencia de Dios, renuncia a
los argumentos de la razón y se refugia en los de la intuición.
Pero este no es un artículo sobre Pascal, sino sobre otro tipo de ermitaño
moderno, mucho más pasivo y mucho menos creativo que aquel, y al que
comúnmente se conoce con una sonora palabra japonesa: hikikomori. Suena
a quiquiriquí, pero es todo lo contrario de un gallito que quiere destacarse:
más bien es un cusumbosolo extremo, una persona que se recluye en su casa
y en su cuarto porque no soporta la exposición social, porque es un tímido
compulsivo que se niega a interactuar con los demás, se esconde en su
espacio íntimo y se limita a una vida virtual: televisión, videojuegos, internet,
música en audífonos, mutismo, dependencia económica de los padres e
incapacidad de tener amigos o de trabajar.
Al ser Japón un país tan avanzado tecnológicamente, algunos fenómenos de
esa sociedad parecen anticipar lo que sucede en Occidente un tiempo
después. Si bien este fenómeno psicológico de reclusión extrema era
descrito como una anomalía juvenil, ya hay hikikomoris cincuentones y en su
país se discute sobre una preocupación nueva a la que se refieren con un
guarismo: “5080”. El problema consiste en que los hikikomoris están
entrando en los 50 mientras sus padres cumplen 80 y entonces, cuando
estos últimos mueran, no se sabe quién se hará cargo de estos jóvenes viejos
que son incapaces de mantenerse a sí mismos.
La sociedad japonesa es extremadamente regulada y segura. Sus rituales
educativos de comportamiento se basan mucho en la vergüenza y en el
castigo social si no se cumplen ciertas normas estrictas de convivencia. Las
jerarquías son rígidas y las mejoras salariales o de escalafón en los empleos
dependen más del tiempo transcurrido que del mérito. Quienes no se
adaptan y someten bien a este sistema escalonado, los hipersensibles a la
burla o a la crítica, prefieren recluirse en un espacio íntimo que parece
protegido, pero que se alimenta a sí mismo y genera cada vez más
aislamiento y reclusión. La escuela no consigue socializar al hikikomori, el
cual renuncia a interactuar con los demás, se vuelve agorafóbico y opta por
el útero sobreprotegido del cuarto y de la casa. El hikikomori no sale en
meses, en años, y al ser unos extraños empiezan a ser estigmatizados.
Muchos en el Japón tienden a acusar a algún hikikomori por los casos
recientes de violencia extrema: al tipo que apuñaló a 16 niñas antes de
suicidarse; al hijo de 44 años matado por su padre de 76, según este por
temor a que aquel pudiera cometer actos violentos; y esta semana al
pirómano que incendió con gasolina los estudios de Kyoto Animation
dejando un saldo de 33 personas muertas y otras tantas heridas de
gravedad. Fuera de carros, ascensores o televisores, los japoneses han
desarrollado otra industria de exportación: sus cómics tipo manga, o anime,
como los producidos por esta empresa de Kioto en series y películas
animadas. En una de ellas, “La melancolía de Haruhi Suzumiya”, hay un
personaje extremadamente tímido y callado, Mikuru Asahina, que por poco
no es un hikikomori.
No es verdad que el hikikomori sea violento. La gran mayoría no lo son. Más
bien son víctimas de su propia sensibilidad, de su dificultad para soportar la
risa o la crítica. Prefieren ser invisibles a ser molestados. Veo
al hikikomori como un melancólico: un herido por la calle que se esconde en
la casa y en el mundo virtual. Aquí también los hay y hay que ayudarles a
salir.
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7 Jul 2019 - 12:00 AM


Por: Héctor Abad Faciolince

Si no se va no se ve
Hace poco asistí a la conversación entre una mujer de 94 años y otra de 86.
La más joven se quejaba de que los plátanos maduros ya no eran tan buenos
como antes; no estaban en su punto ni tenían el tamaño adecuado. La más
vieja decía, en cambio, que a ella le parecía que estaban iguales e incluso
mejores que siempre. La menos vieja anotó: “no sé, es que por más que les
insisto, me mandan siempre plátanos muy malos”. La mayor tuvo un
sobresalto: “¿y es que no vas personalmente a escogerlos al mercado?”. Y la
menor: “ya no, con este problema de cadera, yo solo salgo cuando mis hijas
me sacan…”. La menos joven: “ni que no hubiera caminadores; además el
mejor caminador es el carrito del mercado; yo hasta compré un carrito de
mercado para andar por mi casa y lo llevo a todas partes”. En efecto, la
señora mayor había llegado hacía poco a la reunión apoyada en un carrito de
mercado; adentro llevaba un suéter, un libro, la cartera, la costura y un
manojo de plátanos que había traído de regalo.

Sin duda el telemercadeo, los Rappi, las tiendas tipo Amazon, los drones que
dentro de poco nos traerán pizzas y libros a domicilio, representan una gran
comodidad. Pero eso de no salir de la casa y que todo nos lo traigan es
también una trampa. Las reuniones por Zoom y por Skype, los grupos de
Whatsapp, las librerías virtuales, la música en Spotify, las películas en
Netflix, la ópera en casa, todos los embelecos mágicos del mundo
contemporáneo, al mismo tiempo que nos facilitan la vida, nos alejan
también de la vida: de la vida en vivo, de la vida caliente. Los mamíferos
tenemos la mala tendencia a ser sedentarios: solo nos mueven el hambre y
las ganas de copular. Si nos traen la comida a la cama y el sexo a la pantalla,
corremos el riesgo de no salir nunca del cuarto, como gatos cebados y
castrados.

Hace muchos años estuve en Mendoza, Argentina, buscando un poema.


Estando en esa búsqueda asistí a la discusión entre un verdulero y una de
sus clientas. La cliente le decía que se había mudado más lejos, pero que le
gustaban sus legumbres, que por qué no ponía un servicio de delivery (como
les dicen en Argentina a los domicilios). El verdulero le contestó: “señora, es
que yo vivo de sus tentaciones y no de sus necesidades”. Exactamente eso es
lo bueno de ir a una librería, en vez de comprar los libros por Amazon: que
no compramos solo lo que fuimos a buscar (lo que la publicidad nos invita a
consumir), sino que nos antojamos de cosas que no sabíamos que queríamos
o ni siquiera que existían.
En el mundo contemporáneo nos lo dan todo masticado, precocido, incluso
predigerido. Hace poco Fernando Trueba me contó la anécdota de la
producción de sonido de un disco que acababa de grabar. El sonidista había
hecho un trabajo impecable. Había suprimido todos los titubeos, los
pequeños ruidos, las mínimas imperfecciones que se oían en la
interpretación de Bebo Valdés. El resultado era perfecto, sí, pero ahora
carecía de vida. Por eso le pidió al mezclador de sonido que fuera menos
estricto, que dejara sentir lo humano. Eso es lo que nos falta ahora, cuando
ya no vamos a los conciertos, sino que oímos todo perfectamente mezclado
en la casa. Desaparecen la improvisación, el error, el cambio de ritmo que
obedece a una emoción, a un énfasis sentimental del momento. Como el VAR
en el fútbol, que suprime (al menos en mí) algo importante: la abominación
por los errores del árbitro, las picardías del enemigo. El fútbol es mejor
cuando se parece a la vida, que es imperfecta e injusta.
Todo esto para explicar el título de este artículo: si no se va no se ve. Si nos
acostumbramos a hacerlo todo desde la casa, sin movernos, virtualmente,
nos vamos a perder la mitad, mucho más de la mitad de la vida. Los libros
que no sabíamos que queríamos leer, los cuadros que no son iguales en foto
que en directo, los partidos, los conciertos, los sabores auténticos, las
tentaciones, los plátanos buenos. Así de simple, así de triste.

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