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Índice de contenido

Prólogo
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Epílogo
Agradecimientos
Sobre el autor
La Puja del Nueve

Serie Miradas Perdidas

Julia Briz
Título: La puja del nueve
Serie: Mirada Perdidas, volumen 1.
© Julia Briz, 2020

Impreso en España
Primera edición: Julio 2020

Diseño portada: Isabel Mora

Todos los derechos reservados. Esta obra está protegida por las leyes de copyright y tratados
internacionales. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en
o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún
medio, sea mecánico, electroóptico, fotoquímico, electrónico, fotocopia, o cualquier otro, sin el
permiso previo del autor.
«El alma que puede hablar con los ojos,
también puede besar con la mirada»
Gustavo Adolfo Bécquer
Prólogo
Una explosión de frío glacial la despertó bruscamente. Tosió varias veces con dificultad,
haciendo un esfuerzo para llenar sus pulmones. Comenzó a tiritar y su cuerpo se contrajo. No
podía moverse.
Un segundo cubo de agua helada impactó en su pecho. Intentó abrazarse pero no podía mover
los brazos. Abrió los ojos. Nada. Sólo podía ver la oscuridad sobre ella. Estaba tumbada. Poco a
poco algunos de sus sentidos se desperezaron, olía a humedad y empezó a distinguir un ligero
rumor sordo a su alrededor. Consiguió enfocar el techo de madera pintado de negro, surcado por
dos barras cruzadas con una lente en el centro, justo sobre su cuerpo. ¿Dónde estaba?
—Se ha recuperado. El número seis puede prepararse para continuar.
Un murmullo resonó en la sala poniéndola en alerta y, sin llegar a observarlos, pudo distinguir
algunos movimientos a su alrededor. Aterrada, intentó girar la cabeza pero algo se lo impedía.
Con los ojos muy abiertos intentó revolverse. No pudo. Sentía los brazos inmovilizados en forma
de cruz. Notó un sudor frío en la nuca.
Un individuo llegó hasta ella y le introdujo algo, con la textura parecida a una esponja, en la
boca. Le encajó un tubo en el escaso espacio disponible entre sus labios. Se tensó, sintiendo un
dolor insoportable en los tobillos. Notó sus pulsaciones aceleradas en las sienes. Dejó de
respirar. El agua invadía todas sus cavidades. Intentando coger aire el agua entraba a borbotones
hacia sus pulmones. Tuvo varias arcadas pero la esponja le impedía completar el vómito. El
blanco de sus ojos comenzó a licuarse, y su cuerpo a agitarse incontrolado. Cerró los parpados y
se preparó para el final.
El chorro de agua se detuvo y le retiraron la esponja de la boca. Comenzó a toser, devolviendo
agua y bilis, y tras un instante eterno sintió como el aire volvía a circular por sus pulmones.
Silencio. Mareo. Nada. Dolorida y asustada cerró los ojos intentando recordar cómo había
llegado hasta allí. No era capaz de pensar. El sonido desbocado de su corazón se lo impedía.
—Puja ganada por el número uno.
Volvió a escuchar el sonido de una voz autoritaria. No sabía si era real o una tétrica fantasía en
su cabeza. Notó un metal frío entre los muslos y el tacto de la piel sobre su vientre. El terror la
recorrió acompañando la mano desnuda del desconocido. Observó el brillo de unos ojos
hambrientos a través de dos pequeñas aberturas en una túnica negra y el pánico se apoderó de
ella. Comenzó a marearse. Un calambre de dolor sacudió su ser, desde sus pechos hasta el último
centímetro de su cuerpo.
Tras una pequeña tregua volvió a sentir la cercanía de su captor. Se resistió. Intentó sacudirse,
pero apenas consiguió aumentar el dolor en los tobillos. El hombre, siseando una nana a través de
su máscara, le acarició el torso sugerente. Convulsionó varias veces. El cuerpo le ardía en su
interior. Se golpeó con algo en la cabeza y un dolor punzante comenzó a atravesarle la nuca. Se
quedó sin respiración. Su corazón se detuvo unos segundos. El murmullo en la sala aumentó.
—Tenemos un ganador. Puja número nueve, puede proceder.
1
A pesar de ser casi las cinco menos cuarto de la mañana y de que había comenzado con un
aperitivo a mediodía, la fiesta seguía convocando a más de un centenar de personas.
Se notaba que muchos de los asistentes no tenían que madrugar a la mañana siguiente, algunos
probablemente ni conocían el significado de la palabra madrugar. Las horas, las drogas y el
alcohol desdibujaban los rostros y los looks de los invitados, pero quedaba patente que se trataba
de una reunión de un nivel muy exclusivo.
Muchos bailaban descalzos y desaliñados en el jardín al ritmo de la música que marcaba el
DJ, instalado en una cabina profesional montada para la ocasión. En los aledaños de la pista de
baile, junto a la piscina, algunos habían encontrado tumbonas donde rendirse, solos o en
compañía, para seguir la fiesta a su manera. Los más tímidos buscaban un rincón en el interior de
la vivienda, vigilados por un numeroso servicio de seguridad privada, ocultándose de miradas
curiosas.
Pedro, el anfitrión, apuraba la celebración de sus cincuenta años. La camisa ibicenca, blanca
impoluta por la mañana, parecía a esas horas una prenda de camuflaje. Trastabillándose, añadió
una nueva mancha sobre el costado y se subió con dificultad a la parte frontal de la cabina del DJ.
Haciendo un esfuerzo por mantener el equilibrio intentó llamar la atención de la pista de baile:
—¡Amigoosssss!
La vibración de la música hacía inaudible el sonido de su voz. Moviendo enérgicamente los
brazos estuvo a punto de caer de bruces sobre la pista. El DJ, sobresaltado, se percató de sus
intenciones y le entregó un micrófono.
—¡Familiaaaa! —Un pitido atronador despertó a los despistados cuando el micrófono se
acopló con los altavoces. Los invitados centraron toda su atención en él—. Estoy tan feliz de
poder compartir mi día con todos vosotros… —sus balbuceos apenas se entendían.
El grupo sentado en círculo en torno a la barbacoa, compuesto por los pocos que a aquellas
alturas de la noche aún mantenían su dignidad, fijó su mirada en las dos mujeres rubias sentadas
junto a ellos.
—Lo siento cariño, tu hermano…
Antes de que pudiera terminar la frase, uno de los hombres del grupo, fornido y con una mata
de pelo casi nacarada, se levantó de la silla. La mujer lo detuvo.
—Gracias Agustín, voy yo.
Se dirigió cabizbaja hacia su marido entre la multitud, mientras él continuaba su vergonzoso
discurso.
—¡Se acabó! —Educadamente intentó que bajara de la cabina, tirando con fuerza de su
antebrazo para quitarle el micrófono.
—Pero si acaba de empezar.
—Pedro, por favor, bájate de ahí y compórtate que ya no tienes veinte años.
Los asistentes observaban indiscretos. A medida que crecía el enfado de su mujer aumentaban
los murmullos. La mitad deseaba que se reanudara la música para seguir la fiesta. La otra mitad
ansiaba, en silencio, que acabara en disputa.
—Vale, la traca final y me bajo…
La mujer devolvió el micrófono a su dueño, con cara de pocos amigos, y dándose media vuelta
entró en la casa airada. Las palabras de Pedro levantaron a su audiencia que, entre gritos y jaleos,
rodeó la cabina para apoyarle en su excentricidad. El DJ contribuyó al misterio con una base de
percusión mientras Pedro se colocaba como un Cristo apoyado en la cabina con los brazos
extendidos, manteniendo a duras penas el equilibrio. Se fundió con la música y, cuando sintió el
punteo que guiaba al final, se lanzó a su entregado público, imitando a una estrella del rock en el
punto más álgido de un multitudinario concierto.
2
Manuela miraba fijamente la pantalla de su ordenador mientras jugueteaba con el anillo de
platino que llevaba en el dedo anular de su mano izquierda. El escritorio estaba prácticamente
sepultado bajo infinidad de expedientes de papel y unos cuantos vasos vacíos con restos de café
que había acumulado tras varios días de trabajo.
Aunque no había nada en su aspecto físico que destacara especialmente la combinación era
imponente: alta, melena larga y morena con tendencia a asalvajarse, delgada, aunque con formas
bien definidas, y unos labios carnosos y rosados que casi nunca se pintaba. Como una carretera de
alta montaña, las serpenteantes curvas recorrían su cuerpo dirigiendo la atención a su intensa
mirada: ojos enormes, profundos, marrones y afilados, enmarcados por unas pestañas
interminables, capaces de traspasar a cualquier interlocutor.
Llevaba el cabello negro recogido en una coleta alta, como era su costumbre en el trabajo,
haciendo que brillaran los primeros mechones blancos que, desde hacía casi un año, acariciaban
sus sienes. Le gustaban sus primeras canas e intentaba no teñirlas, creía que le daban un toque
interesante y le ayudaban a ganar credibilidad profesional. A sus treinta y siete años recién
cumplidos, y a pesar de esos incipientes destellos plateados, seguía pareciendo mucho más joven,
como si apenas acabara de celebrar la treintena.
Luchar contra su apariencia juvenil había sido una constante desde que acabó el instituto. Fue
muy precoz para todo y tuvo que acostumbrarse a ser la más joven en todos los entornos,
especialmente en los profesionales. Era intelectualmente brillante, perfeccionista,
hipercompetitiva y con una capacidad de trabajo infinita, combinación que la hacía sobresaliente
para cualquier puesto y que casi siempre acababa despertando a la par problemas y envidias.
Siempre había querido ser policía, tenía clara su vocación desde que era capaz de recordar y
se preparó a conciencia para ello: terminó la carrera de Derecho con matrícula de honor, se
inscribió en la Academia y, como le sobraba tiempo, se doctoró en relaciones internacionales. Su
progresión en el cuerpo fue meteórica: rápidamente dejó atrás a sus compañeros de promoción,
después a los más senior y, en apenas quince años, consiguió el puesto de inspectora jefa, mirando
a su alrededor y no encontrando competencia que pudiese hacerle sombra.
Pero no todo había sido un camino de rosas. Cada paso adelante era también una conquista, una
lucha constante por demostrar que, aunque fuese la más joven, era también la más capaz.
Evocando su carrera, distraída, perdió la mirada más allá del cristal de su despacho y observó
a sus compañeros. No les tenía especial aprecio, era recíproco. Recordando las envidias y los
odios que llevaba provocando toda su vida no pudo evitar una mueca destemplada. No era fácil
trabajar con ella. Todo lo planteaba como una guerra y cada oportunidad era una batalla por ganar.
No, no era una persona fácil. Pensó en Ramos y una punzada de culpa le atravesó el pecho.
—¿Piensas dormir aquí? —Una voz desde la puerta entreabierta del despacho la despertó
bruscamente de sus pensamientos. Levantó la mirada intimidante, sonriendo sincera al descubrir al
excomisario Tamayo, amigo y mentor.
—Quería terminar unas cosas, el papeleo no acaba nunca, ya sabes...
—Espero que no sigas con lo de Interpol. El asunto está cerrado. Está en manos de Lyon y
nuestro trabajo ha terminado.
—No creo que sea ya asunto tuyo. —No pudo evitar el ataque de soberbia, aunque
inmediatamente intentó rectificar relajando el tono—. Vete tranquilo, estoy poniendo al día unos
informes y me voy en media hora.
Antonio Tamayo la contempló con cariño, recordando sus más de quince años de experiencias
compartidas. Admiraba su inteligencia, su instinto y su fuerza. No había nada que la detuviera,
pero le preocupaban los demonios que se estaban apoderando de ella en los últimos meses. Todo
el mundo creía que su último año había sido magnífico: cerró un caso con Interpol, obtuvo el
ascenso y parecía que seguía comiéndose el mundo con esa seguridad insultante. Pero él sabía la
verdad, su divorcio la había hundido. Se estaba centrando demasiado en el trabajo, parecía
insaciable, volcándose en las investigaciones y arriesgando más de la cuenta. La puntilla la puso
el traslado de su compañero Andrés Ramos a Sevilla para salvar una suspensión y su cese como
comisario por encubrir los hechos. El arrepentimiento de Manuela por no haber podido evitarlo
seguía manteniendo un muro entre ellos.
Mientras ambos se sostenían la mirada, con más cariño ya que respeto, el subinspector Rojo
acabó de empujar la puerta que Tamayo mantenía entreabierta. Manuela recompuso su postura,
apuñalándole con las pupilas. Su cabeza se elevó, creciendo varios centímetros, parecía que una
fuerza invisible tirara de su coronilla hacia el techo.
—Manuela, quería revisar contigo las declaraciones del caso… —intentó no tartamudear
mientras ella comprimía las mandíbulas.
—Inspectora López para ti. No soy tu amiga Rojo. —El excomisario Tamayo, intuyendo la
tormenta, se alejó despidiéndose con la mano.
—Perdón, inspectora. He estado todo el día interrogando sospechosos y revisando las pruebas.
Creo que podríamos avanzar si seguimos los rastros dejados por el vehículo. La científica está
comprobando las huellas, creo que mañana podríamos tener un resultado.
—¿Vas a narrarme tu día? ¿Qué quieres exactamente, un positivo? —Apagó el ordenador con
desgana, amontonando sin atención los expedientes abiertos—. No me interesa Rojo, mañana se lo
cuentas a tu amigo Vaamonde, que es más receptivo cuando se trata de que le hagan la pelota.
Dándole la espalda dio la conversación por concluida. Miró el reloj, sustituyó las sneakers
Michael Kors por unos botines de piel que sacó del armario y cogió el bolso de un cajón. Rojo se
mantenía confuso en la puerta, con la esperanza de volver a conseguir su atención. Manuela salió
del despacho, altiva. Aunque cuando pasó junto a él tuvo que girar ligeramente el hombro hacia
atrás para no chocar, mantuvo firme la dirección, como si el subinspector fuera invisible. Con
paso firme y decidido, su taconeo enérgico se perdió en dirección a las escaleras.
José Antonio Rojo se mantuvo unos instantes mirando la puerta del despacho vacío, apretando
con rabia los papeles que llevaba en la mano.
—¡Hija de la gran puta! —dijo el subinspector entre dientes.

—¡Que no! Que no quiero niños. No me gustan, no seáis pesadas. —Reyes apuraba las últimas
gotas de su copa de tinto recostada en el sofá.
—Reyes, por favor, que eres fiscal de menores. —Cristina forzó una mueca desde la barra de
la cocina.
—¿Y qué tendrá eso que ver? No quiero que les pase nada malo pero no quiero tener uno en
casa. Ya tengo bastante con ellos todo el día alrededor, volviéndome loca.
La reunión de los jueves era sagrada. Las tres socias fundadoras, Reyes, Cristina y Manuela,
llevaban celebrándolas desde que se conocieron en primero de Derecho. Habían vivido ya casi de
todo: partos, bodas, divorcios, ascensos... pero seguían intentando verse todos los jueves por la
tarde para arreglar el mundo a su manera.
Con los años incorporaron a Isabel, compañera de Manuela en la comisaría y última integrante
fija del cuarteto. Aunque no eran radicales y permitían la presencia ocasional de alguna pareja o
amiga, aquel ritual se limitaba a ellas. Era su espacio seguro y admitía cualquier cosa: bebían,
reían o lloraban, pero sobre todo hablaban, hablaban sin parar, siendo siempre ellas mismas sin
tapujos y sin máscaras.
Cristina había conocido a Reyes y a Manuela en la universidad cuando ellas aún eran unas
niñas. Tras acabar medicina, se matriculó en Derecho para ascender en su carrera de forense y,
desde aquel lejano día en que coincidieron en introducción al Derecho Romano I, ejercía el papel
de madre, amiga y cómplice, sobre todo con Manuela, a quien siempre había sido incapaz de
negar nada. Metió las pizzas en el horno mientras recogía la encimera y escuchaba la animada
conversación entre Reyes e Isabel sobre el problema de la maternidad en el mundo moderno.
Le gustaba la incorporación de Isabel al grupo, de eso hacía ya más de una década. Era más
cercana a su edad, más madura, y compartía algunas de sus preocupaciones. Casi siempre, sin
embargo, se sentía una extraterrestre entre ellas: la más responsable, con una vida asentada, un
marido informático y dos hijos que crecían más rápido de lo que quería admitir. Esas cenas eran
para ella un momento único de intimidad, una actividad semanal donde evadirse de sus
obligaciones, su pequeño reducto de rebeldía. Sentía que las chicas la rejuvenecían y le gustaba
especialmente celebrar estos encuentros en su casa.
—¿Dónde está Manu? —Cristina se dirigió al salón con otra botella de vino.
—Me prometió que llegaría como tarde a las ocho. —Isabel miró el móvil.
—¿Y cómo está el cachorro? —Cristina se sentó reorganizando los aperitivos sobre la mesa.
—No la llaméis así, que ya peina canas hace tiempo. —Reyes hizo la llamada antes que Isabel
—. Me ha colgado, estará llegando.
Cristina continuaba escrutando a Isabel, esperando una respuesta.
—Está bien Cris, no te preocupes. Trabaja mucho, sale poco, come sano e intenta arreglar la
vida de todo el mundo.
—Olvidándose de la suya, claro. —El comentario sonó a reproche.
—Ya sabes cómo es… —El timbre interrumpió su conversación.
—Lo siento. Sé que llego tarde. Tenía que pasar a ver a mi padre. —Manuela besó cariñosa a
Cristina en la mejilla y dibujó una amplia sonrisa que llenó la estancia—. ¿Ya me estabais
criticando?
—Que egocéntrica eres, por Dios. —Reyes se levantó hacia el baño.
—¡Yo también me alegro de verte! —Manuela se interpuso en su camino abrazándola con
fuerza.
—¡Pesada! —Reyes se resistió, juguetona.
Manuela, mucho más alta que ella, la aprisionó entre sus brazos. Forcejearon, sabiendo de
antemano el resultado, hasta que Reyes se rindió lanzándole un beso.
—Venga, que me estoy meando.
Manuela la besó en la frente permitiéndola continuar.
—¿De qué hablabais?
—Arturo quiere tener hijos y Reyes da por detenido su reloj biológico. —Isabel resumió la
conversación de la última hora.
—¿Por qué no quiere? Siempre ha querido. —Manuela buscaba una cerveza en la nevera.
—La gente cambia Manu, ¡parece mentira! No es el momento. No me apetece —gritó desde el
baño con la puerta abierta.
—¿Y Arturo qué dice?
—Arturo puede decir lo que quiera. —Reyes volvió hacia el salón—. Es mi cuerpo, es mi
decisión.
—Muy democrática. Sí, señor —sentenció Manuela.
Cristina analizaba pensativa a Manuela abriendo el botellín de Mahou escarchado. Cuando se
quitó las zapatos y se acomodó junto a ella en el sofá la miró fijamente.
—¿Manu, estás bien?
—Claro. —Cogió la mano de Cristina y se la acercó a los labios para darle un beso
imperceptible, acompañado de una sonrisa sexy, que no dedicaba a mucha gente y siempre había
reconfortado a Cristina.
—¿Estás durmiendo bien? —Cristina había observado las ojeras disimuladas bajo el
maquillaje.
—¡Por dios, Cris! ¿Tú la has visto perder el sueño alguna vez? —Mientras Reyes le quitaba
hierro, Manuela buscaba los ojos de Isabel, que evitaba sutilmente su mirada. También estaba
preocupada.
Cristina abandonó el interrogatorio, no quería amargarles la noche, pero no le gustó el gesto de
Isabel y se apuntó mentalmente retomar el tema a solas. La alarma del horno indicó que la cena
estaba lista.
—¿Pizza? Todo el día estáis comiendo mierdas, luego mucho running, pero bien de
carbohidratos de cena... —Manuela se levantó para sacar las pizzas.
—Bueno, ahora con lo que sale. —Reyes la persiguió a la cocina—. Ya no vives una vida de
revista, cariño, puedes volver al nivel mundano cuando quieras.
¿La había cambiado tanto su matrimonio o Reyes buscaba, como siempre, sacarla de sus
casillas? Le gustaba cuidarse y comer bien, no era algo que sus amigas pudieran criticar. Quizá lo
único bueno que había sacado de su vida de casada era esa costumbre de cocinar sano, como un
ritual, deleitándose en cada instante con una buena copa de vino.
Disfrutaba del proceso, la relajaba, era casi una terapia: elegía cuidadosamente el plato;
buscaba los ingredientes de la mejor calidad; alargaba la receta, dejando su mente en blanco y
escapando del estrés; y esperaba a degustarlo en pareja con la mirada puesta en el postre que,
cuando aún estaba casada, solía acabar en sexo salvaje.
Miró a sus amigas, lo único estable en su vida en aquel momento, y sintió devoción. Aunque
seguía sin querer hablar con ellas de su divorcio por miedo a desmoronarse, amaba sin peros a
esas tres mujeres. Aquellas reuniones íntimas eran su terapia, su madriguera, el único sitio en el
que podía ser ella misma, sentirse vulnerable sin muros a su alrededor que la protegieran del
mundo. Isabel, Cristina y Reyes eran su familia y estaba dispuesta a dar su vida por todas ellas.
3
El despacho del comisario Antares era muy impersonal. Era evidente que, prácticamente,
acababa de instalarse. Hablaba de un modo muy pausado, como si le costara expresarse o
estuviera pensando permanentemente en otra cosa. Entre palabra y palabra, Jess intentaba hacerse
una imagen mental del que sería su nuevo jefe. A primera vista parecía un buen hombre. No podría
definir su edad, entre los cincuenta y los sesenta, probablemente más cercano a los sesenta. Era
bajito, y aunque intentaba ir correctamente vestido con camisa y corbata, el traje, algo más grande
de su talla, y el pelo enmarañado le otorgaban un aspecto bastante desaliñado.
—Su experiencia es impresionante inspectora. —El comisario Antares ojeaba su expediente en
papel—. Seguí el caso de las comisiones el año pasado, extraordinario.
—Gracias señor —respondió Jess.
—Veo que es una persona de mundo. Nos vendrá muy bien su conocimiento de idiomas. —
Cada frase parecía inconexa con la anterior—. No sé si lo sabe, pero tenemos una unidad
permanente de colaboración con Interpol pionera en España.
—Claro. Seguí la investigación de la red de pederastia. —El tono de Jess era muy alegre,
estaba ilusionada por empezar una nueva vida.
—Lo conozco por la prensa, como usted supongo. No estaba aquí entonces, pero su nueva
compañera le podrá poner al día si tiene curiosidad.
Llegaban por fin a algo interesante: ¿Quién sería su nueva compañera? ¿Se adaptarían bien?
Aunque estaba convencida de su traslado y muy motivada, también sentía algo de miedo por todos
los cambios a los que estaba a punto de enfrentarse: nuevo trabajo, nueva ciudad, ningún amigo y
una familia a kilómetros de distancia.
—Entiendo que su traslado es entonces permanente. —Antares tuvo que repetir la pregunta
porque Jess había desconectado. No era fácil seguirle con su cadencia de voz uniforme y
monótona—. ¿Correcto?
—Sí, señor. —Sonrió tímidamente—. Quiero crecer profesionalmente y necesitaba cambiar de
aires.
Antares deslizó las gafas hacia la punta de su nariz, mirándola por encima de la montura y
bajando aún más el tono.
—Como supondrá, estoy al tanto de su… —parecía no encontrar la palabra exacta. El silencio
se prolongó más de lo políticamente correcto— problema, inspectora.
Jess notó como su alegría se evaporaba. Sus músculos se tensaron y en cuestión de segundos
volvieron los fantasmas que llevaba meses intentando espantar.
—No se preocupe —prosiguió el comisario—, no es un inconveniente. Todos hemos tenido en
algún momento de nuestra carrera algún roce con Internos. Quedará entre nosotros. —Consiguió
que su última frase no resultara plana, transmitiendo cierta complicidad—. Los informes indican
que está usted recuperada, pero aun así me gustaría que hablara con Isabel Atienza, nuestra
psicóloga, al menos un par de veces a la semana, para hacer un seguimiento. Puede ayudarle a
mejorar.
—Claro, me irá bien. —Jess intentó disimular su desgana. Había pasado varios meses en
terapia y no había encontrado mucha mejoría—. Muchas gracias, comisario.
La puerta del despacho se entreabrió, precedida de una leve llamada con los nudillos.
—Adelante Vaamonde —el comisario se levantó para hacer las presentaciones—, le
estábamos esperando. Le presento a la inspectora Mars, nuestro nuevo fichaje.
—Un placer conocerle. —Jess se levantó y le tendió la mano.
—El placer es nuestro, inspectora. Bienvenida a Madrid. —Vaamonde pareció franco en sus
palabras.
—Vaamonde es nuestro inspector jefe. Coordina al personal, reparte los casos, será su
superior directo en el día a día aunque siempre puede recurrir a mí, por supuesto.
—Vayamos a lo importante. —Vaamonde intentó centrar la conversación—. Supongo que el
comisario ya se lo ha avanzado, ha sido asignada como compañera de la inspectora Manuela
López. He leído su expediente y creo que se entenderán bien. No será fácil al principio, no le voy
a mentir —Jess agradeció su franqueza—, pero creo que puede aprender mucho de ella.
—Suponía que ya no llevaba casos directamente…
—¿La conoce? —Vaamonde preguntó extrañado.
—No —respondió arrepentida de haber hecho la pregunta—, por la prensa, pensaba que…
—¿Que está por encima del bien y del mal? Pensó usted bien, es correcto. Por Dios, esa mujer
es un pánzer —el comisario aceleró sorprendentemente el tono, con admiración—, hace lo que
quiere. No sabemos cuántas horas tiene su día, pero le adelanto que más que el suyo y el mío: hace
su trabajo y el de los demás, es nuestro enlace con Interpol y sigue cerrando más casos que todos
nosotros juntos. Tiene un problema con la autoridad y con las normas, eso desde luego, y sus
métodos la mayoría de las veces no son del todo ortodoxos, pero mientras siga con esos registros,
¡que me cesen antes de decirle algo! Intentamos controlarla, ponerle límites, no se puede hacer
más.
—Y ahí es donde entra usted inspectora. —Jess agradecía la presencia de Vaamonde, práctico
y directo—. López lleva ya seis meses sin compañero y mientras siga llevando casos necesita uno.
En este tiempo no le ha valido nadie. Se ha deshecho de todas mis propuestas, casi siempre por
las malas, y ahora mismo parece el llanero solitario. Como le he dicho, no la quiero engañar. No
es la persona más fácil del mundo pero es sobresaliente y creo que será usted un reto para ella.
—No la he visto, por cierto. ¿Sabemos algo?
—No ha llegado comisario. Ya sabe, tiene sus propios horarios…
—Bien, déjenme hablar primero con ella antes de las presentaciones. —El comisario parecía
resignado—. Intentaré allanarle el camino inspectora Mars. Mientras póngase cómoda, está usted
en su casa. Vaamonde le presentará al resto de sus compañeros.

Jess se sentó en su ordenador asimilando las palabras del inspector jefe y del comisario.
Manuela López era su nueva compañera. Su fama la precedía, desde luego. Se había convertido en
un mito dentro de la unidad de la policía judicial en los últimos años, sobre todo para las mujeres
del cuerpo, que veían como implosionaba cada techo de cristal con el que se encontraba. Decían
que era excelente, una trabajadora insaciable, y que no se acobardaba ante nada. Aunque a las
islas no llegaban todos los cotilleos que circulaban por la capital, se oían siempre rumores:
déspota, soberbia, incapaz de trabajar en equipo... y no era extraño que su definición habitual en
cualquier corrillo acabara a menudo con la palabra "zorra".
El sonido lejano de una pisada enérgica llamó la atención de Jess, y pocos segundos después
una mujer irrumpió como un tifón tropical en la comisaría. Parecía que flotara, ocupando todo el
espacio a su paso. Vestida con unos pantalones encerados negros muy ajustados, una americana
gris perla y un bolso negro de asa larga colgando de uno de sus hombros, parecía una ejecutiva de
una multinacional. Andaba con una increíble determinación. Su postura era firme, la cabeza
exageradamente alta y la mirada orgullosa.
Se detuvo un instante junto al primer despacho, a la izquierda de la mesa de Jess, relajando la
pose. Otra mujer, pelirroja, salió de su interior señalando burlona el reloj como si llegara tarde.
Manuela le guiñó el ojo, cómplice, subiendo los hombros y abriendo las manos, casi como un
emoticono. «Ayer me liaron», dijo tan bajito que apenas fue un susurro. La pelirroja se apoyó en el
quicio de la puerta sonriente. Manuela continuó su camino en línea recta en dirección al despacho
de Antares y pasó casi rozando a Jess, pero ni siquiera reparó en ella.
—López, ¿tiene un segundo? —un hombre interpeló a la inspectora justo antes de abrir la
puerta del comisario.
—Más tarde —respondió distraída.
La alta ejecutiva era su nueva compañera, pensó Jess, aún influenciada por los efectos del paso
del huracán. Intentó recordar si había visto alguna foto suya en la prensa, desde luego nunca se la
había imaginado así. Era más joven de lo esperado, sólo algo mayor que ella, y sin ser
extremadamente guapa era sin duda muy llamativa. Parecía desprender un halo de poder a su
alrededor, ampliando varios metros su presencia. Tenía mucho magnetismo, era imposible no
mirarla. Se movía sabiendo que estaba por encima del resto del mundo y lo disfrutaba.
Definitivamente, no parecía una inspectora de policía. Una directiva, una jueza, quizá una actriz...
Se apoderó de ella un angustioso temor y le preocupó no dar la talla, como si fuera su primer día
de servicio. Miró a la pelirroja, que seguía apoyada en la puerta de su despacho, y evocó el guiño
cómplice que acababa de presenciar. Desde luego no le pareció el ser diabólico que le habían
pintado, y se prometió a sí misma estar a la altura.
—Por fin, gente nueva en esta unidad. —El compañero que se sentaba a su espalda, gracias a
Dios, la despertó de sus inseguridades—. ¡Ya era hora!
—Jess Mars —saludo amable, tendiéndole la mano.
—Un auténtico placer inspectora. Subinspector Rojo, a su servicio. —Hizo una pequeña
reverencia—. Todo lo que necesite, no tiene más que llamarme y le cubro las espaldas. Cualquier
duda, procedimiento, cotilleo, una caña incluso…
—Muchas gracias.
—Ya he oído que la colocan con la jefa —Rojo subrayó el mote con tono despectivo—. Lo
siento, pero no se preocupe, no durará mucho. Igual, la semana que viene ya somos compañeros.
—Le guiñó el ojo, coqueteando.
—¡A lo tuyo Rojo!, que los casos no se cierran solos. —La pelirroja salvó a Jess de aquel
hombrecillo tan extraño.
—Todo el día protegiéndola. ¿No te cansas, Atienza? —Se retiró farfullando.
—Perdónales, son como pirañas hija, ven carne fresca… —Se acercó a darle dos besos—.
Soy Isabel Atienza.
—Jess Mars, encantada. ¿Eres la psicóloga?
—Vaya, sí que me precede mi fama. Nunca lo habría dicho. —Ambas rieron. Los pequeños
ojos azules de Isabel y sus mejillas, salpimentadas por infinitas pecas, le dieron a Jess una
sensación inmediata de confianza.
—Hablé de ti con el comisario. Supongo que estarás al tanto de mis circunstancias…
—¿Quién no trae equipaje a estas alturas? No te preocupes, ya habrá tiempo de hablar de ello.
—Sí, definitivamente a Jess le caía bien.

—Al grano Antares, que se distrae.


—Tranquila, Manuela. —Vaamonde, sentado junto a ella frente a la mesa del comisario,
intentaba apaciguarla.
—Estoy muy tranquila. Decidme de lo que queréis hablar y acabemos con esto, que no tengo
toda la mañana.
—En primer lugar, la nueva es tu pareja y punto, no hay discusión. —Antares pareció firme en
su afirmación.
—Comisario, llevamos diez minutos dándole vueltas a lo mismo. No tengo nada contra ella
pero no necesito una pareja nueva, prefiero trabajar sola.
—Vamos a ver… —intentó hacer valer su jerarquía endureciendo el tono de voz—. Haces lo
que te da la gana, entras y sales cuando quieres, eliges los casos a la carta…
—He tardado muchos años en conseguir este estatus, nadie me ha regalado nada. —Las
palabras de Manuela resonaron como un latigazo.
—No te estoy recriminando nada López. Lo entiendo, te gusta tu trabajo y necesitas estar en la
calle. No tienes por qué hacerlo, pero te encanta.
—Es mi trabajo Antares y no tiene a nadie que lo haga mejor que yo.
—No te está atacando Manuela —Vaamonde intentó de nuevo poner paz—, deja ya esta guerra
fría. Los dos te agradecemos el gran trabajo que haces, pero si quieres seguir en la calle necesitas
a alguien que te cubra las espaldas. Ha sido idea mía emparejarte con ella. ¿Has leído su
expediente? —Lo había leído, no le disgustaba—. Es lista, está formada, habla idiomas... dale una
oportunidad, por favor.
Miró a ambos analizando las opciones. Tras varios segundos se relajó en la silla, dándose por
vencida.
—Hecho, habéis ganado esta batalla. Me la quedo. Siguiente tema, he cerrado lo de los
casinos, instrucción está de acuerdo, la red ha quedado en nada.
—López… —Los dos se miraron indecisos. El comisario tomó la palabra—. Es mejor que no
sigas con eso.
—No tiene sentido Antares. El tema está cerrado. Tamayo cesado. El inspector Ramos
trasladado. Y el muerto, que tampoco era precisamente un santo, enterrado. ¿Por qué no cierran el
caso?
—Porque no depende ni de mí, ni de ti. —Manuela notaba como la incomodidad crecía en el
comisario—. Está en manos de Asuntos Internos y tienen algunos flecos pendientes.
—Pues mueva sus hilos, no se llega a comisario sin amigos importantes. Hay que cerrarlo de
una puta vez.
Los dos asintieron resignados con la cabeza. Sabían que Manuela no abandonaría su obsesión
por cerrar el caso que había acabado con la carrera de su excompañero. Por lo menos habían
ganado una batalla, como ella misma había reconocido.
Manuela salió como un torbellino del despacho del comisario sin molestarse en cerrar la
puerta. En apenas dos zancadas alcanzó la sala contigua y, más que abrir, desclavó la puerta al
abalanzarse sobre ella. Jess observaba curiosa los movimientos de su nueva compañera.
—No te preocupes, no muerde. —Isabel miraba fijamente a la nueva inspectora, quitándole
importancia. Era muy consciente de la imagen que proyectaba Manuela a primera vista.
—Supongo… —dijo mientras intentaba descifrar los gritos de fondo en el interior del
despacho.
—Es el despacho de Tamayo —le indicó Isabel—. Es como un padre para ella. Discuten, se
gritan un rato y el problema normalmente acaba en abrazo. No hay de qué preocuparse.
—¿Era su antiguo compañero? —curioseó Jess.
—¡Madre mía! ¿De dónde vienes guapa? ¿Solo tenemos porteras aquí, no llegan a las islas? —
Isabel se acomodó sobre la mesa de Jess, frente a la cristalera del despacho de Tamayo, y
comenzó a murmurar—. Antonio Tamayo era nuestro comisario, le cesaron hace seis meses y
ahora está apartado a la espera de destino. Es el mentor de López, era el inspector jefe cuando
ella entró y han llevado sus carreras en paralelo estos últimos quince años. Son los dos muy
testarudos, incapaces de ponerse de acuerdo en las formas. —Sonrió, recordando las mil
ocasiones en que había tenido que calmar a su amiga—. Tamayo la eligió, la pulió, le dio acceso a
Interpol... Él es una institución en Europa, está detrás de casi todos los casos internacionales de
los últimos años.
—¿Por qué le cesaron? —El interés de Jess iba en aumento.
—¡Ufff! —suspiró la psicóloga—, es una historia complicada. —Se detuvo, preguntándose a sí
misma si estaba hablando demasiado. Imaginó a Manuela enajenada, recriminándole que confiara
en cualquiera a la primera de cambio. ¡Qué demonios! Aquella pobre chica iba a tener que
aguantarla, era mejor que tuviera toda la información—. Hace cosa de un año, durante una
operación, hubo un tiroteo en una sala de juego ilegal. Una bala perdida mató a un camarero, era
menor. El disparo salió del arma reglamentaria del excomisario. —La pelirroja tragó saliva,
visualizando a Andrés Ramos llorando en su despacho—. Después, ya supondrás, vino todo lo
demás: investigación interna, caza de brujas, depuración de culpas… La operación era de Ramos
y López, de incógnito, pero Tamayo la sustituyó en el último momento. El excomisario entró al
local, Ramos le apoyaba desde el exterior, hubo una pelea, su arma cayó al suelo y el tiroteo
acabó con la vida de aquel chico. No había nada claro, no hubo testigos, no encontraron al autor
del disparo… Al final el caso se enterró, mandaron a Ramos a estupefacientes a Sevilla para
evitar la suspensión y el asunto se llevó por delante a Tamayo.
—¿Por qué?
—Fundamentalmente porque le tenían muchas ganas. —Isabel aún no había conseguido
quitarse de la cabeza la imagen de Ramos destruido frente a ella en el despacho—. Tamayo es un
intelectual, un moderno, muy alejado de la vieja escuela, y eso siempre le ha traído problemas. Le
acusaron de negligencia, empezaron las sospechas, la versión oficial sostenía que Ramos le estaba
encubriendo. Al final dejó de luchar y les entregó su cabeza en una bandeja de plata a cambio de
que dejaran en paz a Ramos.
—¿Y López?
—Manuela no pudo ir, aquella noche estaba firmando su sentencia de muerte...
Isabel pronunció esa última frase desde lo más profundo de su ser. A pesar de que ya habían
pasado muchos meses aquella herida aún no había cicatrizado en ninguno de ellos.
Evadiéndose de su conversación con Jess, se perdió en los recuerdos de aquel día: la mañana
comenzó torcida con Manuela firmando su divorcio entre lágrimas y ruegos. Isabel todavía podía
sentir su odio hacia Alicia, esa bruja, fría como el hielo, incapaz de aguantarle la mirada mientras
destrozaba el corazón de su amiga; la jornada fue empeorando con la llamada de Ramos a su
móvil, ya entrada la noche, desesperado, buscando ayuda; la reunión, aún secreta, en su despacho
de la comisaría con Tamayo y Ramos intentando explicarle lo ocurrido; y para terminar, el portazo
de Manuela cuando llegó al encuentro y entendió lo sucedido, descompuesta, herida y muy
borracha. Sí, la herida permanecía abierta y seguía sobrecogiéndola el simple recuerdo de lo
ocurrido tantos meses atrás.

Manuela y Tamayo se observaban en el interior del minúsculo despacho. Cada vez que entraba
en él Manuela se volvía irascible, incapaz de aceptar la humillación a la que estaban sometiendo a
su mentor. El antiguo almacén era diminuto. Habían intentado empotrar la mesa al fondo, pero
como no cabía la situaron a lo largo de la estancia, ocupándola completamente, hasta el punto de
que la silla frente a la mesa tocaba la pared con el respaldo. La oscuridad y la humedad
acrecentaban la sensación de estar en una celda. Manuela estaba sentada con los pies sobre la
mesa, parecía que se hubieran dado una tregua.
—¡Eres una cabezota! No sé de qué me sorprendo a estas alturas. —El tono de Tamayo era
paternalista pero firme.
—Es que no lo entiendo, Antonio, no lo entiendo. Me dan tanto asco esos putos oficinistas.
—Odias a todo el mundo, hace mucho tiempo, no eres objetiva. Es normal que quieran mi
cabeza.
—Ya tienen tu puta cabeza. Tú se la entregaste en el momento en que te incriminaste. ¿Qué más
quieren, que abandones el cuerpo?
—Que renuncie. Quieren que renuncie y me retire a algún sitio donde no moleste. ¿No lo
entiendes? Me he convertido en una persona incómoda.
—¡Putos inútiles! —Manuela se sentía habitualmente impotente cuando chocaba de frente con
el sistema. Aun así, seguía intentando luchar contra él, golpeándose una y otra vez contra la misma
pared.
—Todos somos inútiles para ti López, si por ti fuera te quedarías sola. —Tamayo gesticulaba
con sus afiladas manos.
—No todo el mundo es inútil. Hay muchos desde luego, cada día más, pero tú no eres uno de
ellos. —Manuela se frotaba con fuerza las manos, intentando desviar de manera inconsciente su
ira hacia las palmas—. Por eso me cabreo. Porque a ti te apartan sin más y nos traen al tal
Antares, que tiene lo mismo de bueno que de tonto, y a su camarilla de pelotas. ¿No te has dado
cuenta de que cada vez tenemos más oficinistas por aquí? No distinguirían entre un disparo y un
infarto.
—La vida es así, seamos prácticos. —Tamayo quería zanjar el tema—. ¿Estás de humor para
hablar de Interpol?
—No, no estoy de humor —gritó irritada—. Pero tenemos que hacerlo, no podemos retrasarlo
más.
—Correcto —respondió con una sonrisa—. Ya he hablado con Patrice y está encantado. Mi
puesto es tuyo, es lo más natural. Te quedarás como main contact y como enlace permanente con
Lyon. Nuestra dirección está de acuerdo.
Desde que comenzó la investigación interna Tamayo, consciente de que sus horas estaban
contadas y de que tendría que retirarse a algún pasillo tranquilo a esperar los cinco años que le
faltaban para jubilarse, había intentado persuadirla para que le sustituyera como contacto
permanente de Interpol en Madrid. Anticipándose a las objeciones de su pupila, que
probablemente entendería la oportunidad como una usurpación, convenció a Patrice Coste,
responsable del programa de Crimen Organizado en Lyon, para presionarla. Manuela no quería
seguir discutiendo, sabía que esa pelea también la había perdido hacía muchos meses.
—¿Has hablado con Andrés? —preguntó Tamayo.
—Sí, está bien. —Desde su traslado a Sevilla Manuela hablaba con él a menudo. Era su forma
de compensar su culpa y evitar echarle de menos—. Está contento. Es un reto para él. Le tratan
bien, no tiene que aguantarme y Rosa está feliz, dice que tienen más tiempo para ellos y los niños,
y no tan malas compañías…. ¿Tú sigues sin hablar con él?
—No puedo Manuela —respondió con pesar—, no podemos arriesgarnos, el caso sigue
abierto.
La conversación no daba para más. Antes de irse Manuela se acercó a Tamayo, que
educadamente ya se había incorporado, y se fundieron en un caluroso abrazo.
—Dile a Patrice que ok, le llamaré. —Prolongaron el abrazo mientras se despedían—. Y si te
vas a ir, deja de humillarte y pide que te lleven al matadero de una puta vez. Esté donde esté.
—¡Cabezona! —Tamayo le tocó el brazo con cariño—. Me vas a echar de menos.
El portazo del almacén de Tamayo interrumpió las confidencias entre Jess e Isabel. Manuela se
dirigía muy seria hacia ellas. Sin apenas detenerse comenzó a hablar.
—Hoy no tengo tiempo para ti. —Jess tuvo la sensación de que ni siquiera la veía—. No sabía
que vendrías y tengo la mañana hasta arriba. Pasa por mi despacho, está al fondo del pasillo, a la
derecha. Vaamonde te dará unos cuantos expedientes que necesitan acabar el papeleo. —No dio
tiempo a nada más, dando media vuelta silbó al inspector García, sentado frente a la mesa de
Rojo, y haciéndole un gesto con la cabeza despareció.

El inspector David García corría tras un raterillo de mala muerte que llevaba más de diez
minutos dándole esquinazo por los callejones de la barriada.
—¡Me cago en tu puta vida Manuela! —gritó para sí mismo.
Desde que trasladaron a Ramos sólo confiaba en él cuando necesitaba cobertura, lo que le
hacía sentir un pellizco de orgullo. Ella le gustaba, le había gustado siempre, la admiraba desde el
día que llegó: una nueva generación, más joven, más preparada y con ganas de comerse el mundo.
Ramos y él, que aún eran subinspectores, la acogieron bajo su protección desde el primer día.
Era tan joven y tan capaz... infinitamente mejor que ellos la primera semana de servicio. Se
enamoraron perdidamente de ella. Vieron con alegría como Tamayo la elegía como delfín, la
modelaba a su imagen y le daba poder. Además de su admiración profesional hacia ella, también
la ayudaba por Ramos. Se lo debía, habían sido muchos años de cerveza diaria en el bar después
del turno. Él no lo perdonaría si le pasaba algo.
Ya no tenía edad para hacer esos alardes detrás de aquella chusma, pero la inspectora López le
había vuelto a liar y allí estaba, correteando detrás de un pordiosero. Giró de nuevo por un
callejón estrecho. A García le pareció, del esfuerzo, que la pared a uno de los lados se
balanceaba. Una zapatilla negra de diseño se interpuso en la carrera del ratero que, pendiente de
su perseguidor, no lo vio venir y acabó trastabillándose hasta caer al suelo. García se lanzó sobre
él, inmovilizándolo.
—Creía que al final se te escapaba, inspector.
Los dos observaron desde el suelo a Manuela, apoyada en la pared con media sonrisa y un
cigarro a medias en la mano, parecía una deidad bajada del mismísimo monte Olimpo.
—¡Me cago en la puta, López! Ya no estoy para esto —contestó, aún fatigado por la carrera.
—Hola Pitu. —Manuela lo observaba arrogante, sin mover ningún músculo que no necesitara
para fumar. Hizo un gesto con la mano, dándole permiso para levantarse—. Qué feo no pararte a
hablar con unos amigos.
—Venga hombre no me jodas… —El ratero compartía humor con su captor—. No te había
visto. A este no le conozco...
—Te daré el beneficio de la duda. —Sonrió con ironía—. ¿Qué sabemos del coche robado?
—Mmm… —Aunque parecía más asustado por Manuela, Pitu no perdía de vista a García que
le mantenía bloqueado.
—Suéltale, no va a volver a salir corriendo. ¿Verdad? —El inspector comenzó a aflojar la
presión sin mucha confianza.
—Nosotros no fuimos. Todos están limpios. —Se acercó a ella bajando la voz—. El patrón
quiere que sepas que está en ello, te está buscando un nombre.
—¿Para cuándo? —preguntó Manuela serena.
—No es como ponerlo en Gugle inspectora, lleva su tiempo. Final de semana o así.
—¿Ves que fácil? No hacía falta correr, que has reventado al pobre hombre. —El inspector
García la observaba con rabia.
—¿Puedo irme?
—Puedes irte. Pero dile a Peque que me corre prisa.
A su orden, Pitu salió corriendo como una exhalación.
—No vuelvo a correr por ti. Por esta chusma.
—Son de fiar, nunca defraudan.
El inspector García sabía que sus métodos no eran los más escrupulosos con el protocolo, pero
eran efectivos, eso no podía negarlo.
4
Manuela dormía en casa de Cristina, en una habitación de invitados con baño en suite en la
planta del salón, que en el último año se había casi convertido en su segunda residencia.
Enroscada a ella, una pequeña de cinco años con la cabeza repleta de tirabuzones rubios, dormía
plácidamente sobre su pecho. Oyó ruidos en la cocina y adormilada comprobó el reloj. No eran ni
las seis. Estirando la cabeza hacia la puerta vio a Cristina haciendo café. Se levantó con cuidado
de no despertar a la niña, la acomodó bajo la manta y la miró, unos instantes, abrumada por el
amor mutuo que se profesaban.
—Es pronto —susurró Manuela, mientras intentaba abrir los ojos, apoyándose sobre la larga
encimera en forma de ele que separaba la cocina del salón—. ¿Pasa algo?
—Me han llamado, estoy de guardia. —Cristina fregaba la encimera para eliminar cualquier
rastro de café—. Beatriz sigue de baja y entro en los turnos del fin de semana.
—A estas alturas… —Se sentó en el taburete y se sirvió café hasta casi desbordar la taza—.
Anda que no habrá inútiles en tu departamento para poder ir.
—No empecemos con los inútiles y los no inútiles.
—¿Asesinato?
—No está claro. Un muerto en una fiesta pija. Mucha gente borracha, habrá complicaciones.
Acabando de abrir los ojos contempló a su amiga al detalle: con su traje de chaqueta de corte
recto, tacón discreto, el pelo recién arreglado y un maquillaje impoluto a las seis de la mañana. Le
hacía gracia que Cristina siguiera refiriéndose a los demás como pijos sin incluirse a sí misma en
dicha categoría. Lo había hecho con ella y su estilo de vida durante años, pero seguía
sorprendiéndose.
—Voy contigo. —Sirviéndose un segundo café que se bebió de un trago se levantó enérgica.
—No hace falta, ya habrán llegado tus compañeros, no es un caso para ti.
—No tengo nada mejor que hacer hoy. —Volvió de la habitación del fondo con ropa limpia que
comenzó a ponerse en el salón—. Así hacemos algo juntas.
—¿Trabajar en un asesinato? —Cristina la miró, incrédula y preocupada—. Hay más gente,
Manuela. Duerme, pasa el día con Raúl y los niños, tómate un fin de semana para ti.
—Sí, mis compañeros, ya te he oído. Juntándolos a todos no tendrás ni un oficial en prácticas.
—Te he dicho que no sigamos con eso. No te hace bien ni a ti ni a ellos, pero sobre todo a ti.
—¿No querías hablar conmigo? Contestaré a todo lo que quieras en el coche de camino. —Ya
estaba vestida y en la puerta esperando—. ¡Vamos!
—Conduzco yo. —Le dio un fugaz beso a su hija y acabó cambiando de tema—. No puede
vivir sin ti.
—Ni yo sin ella —Manuela le lanzó las llaves del coche, ocultas en el cajón de la entrada—,
ya lo sabes.

La urbanización era de lujo: seguridad privada, mansiones alejadas de las puertas de la calle y
de miradas curiosas desde la carretera y buzones discretos sin nombres que identificaran a sus
propietarios. Mientras Cristina se acreditaba con el guardia del perímetro, Manuela pensó en
Alicia, y un dolor que casi se estaba ya convirtiendo en crónico le recorrió el pecho.
Tras el divorcio había alquilado un ático en Ortega y Gasset, no era grande pero tenía una
terraza muy amplia y soleada. Buscaba recuperar las sensaciones prematrimoniales volviendo a
vivir en el centro, pero echaba de menos su vida anterior, por eso conducía muchas noches, casi
inconscientemente, hasta casa de Cristina. No estaba bien y no quería estar sola. Contra todo
pronóstico, cuando empezó su relación no le había costado acostumbrarse a urbanizaciones de
relumbrón, yates y vacaciones a mucha distancia horaria. En realidad echaba de menos su vida
tranquila en la periferia de Madrid, los fines de semana cocinando y disfrutando de su hogar, de su
familia. Echaba de menos a Alicia.
—Hemos llegado —dijo Cristina.
—Sí. —Manuela acabó de lamerse sus heridas, bajando del coche y observando fijamente el
escenario. Ya había varios coches de policía y un par de ambulancias que parecía atendían
algunas intoxicaciones etílicas.
—Manu. ¿Estás bien? —Cristina llegó a su altura y la zarandeó del brazo, situándose frente a
ella.
—Sí, sí, solo un poco cansada. —Se puso los guantes que le ofrecía la forense.
Decidió dejar de lado sus sentimientos y centrarse en el lugar del crimen. Desde el muro
exterior la casa parecía enorme, precedida por un jardín del tamaño de un bosque perfectamente
cuidado. Un policía de uniforme la reconoció, intentando hacerse hueco entre los curiosos que se
habían acumulado en la entrada.
—Inspectora López. —Le hizo gestos mientras levantaba el cordón policial.
—Gracias agente. —Manuela aguantó la cinta hasta que pasó Cristina—. Es la doctora
Romero, viene conmigo ¿Quién está al mando?
—Los inspectores Llorente y Vargas, han llegado hace un rato.
—Podría ser peor —susurró entre dientes.
—Si te vas a poner insoportable me voy a lo mío. Búscame luego. —Cristina se alejó en busca
de sus compañeros con el maletín en la mano.
Manuela intentó sentir el escenario. Paseó alrededor de la casa buscando un punto de vista
externo: distinguió a la científica recogiendo muestras, al equipo forense estudiando el cuerpo,
grupos de invitados desperdigados por el jardín, agentes tomando declaraciones… Le pareció un
despliegue bastante grande para una sola víctima de la que se desconocía aún la causa de la
muerte.
Cristina tenía razón, no iba a ser un caso sencillo. Mucha gente, mucho dinero, muchos testigos
que no habrían visto nada. La mansión estaba bien protegida pero tenía incontables puntos de
entrada y salida. Buscó cámaras de seguridad y descubrió varias en el perímetro y en casas
colindantes. No quiso escuchar las declaraciones que se tomaban a su alrededor, pero asumió, por
el lenguaje corporal de los invitados, que había muchas drogas en aquella fiesta. Nadie querría
hablar. Localizó, por fin, a Llorente y Vargas junto a la piscina.
—¿Qué tenemos? —Cuando se dirigió por la espalda a Vargas, que se inclinaba sobre el
cadáver de un hombre semidesnudo sobre el césped del jardín, éste dio un respingo.
—Inspectora —su inseguridad se disparó en décimas de segundo—, no sabíamos que vendría.
—Yo tampoco lo sabía, me ha pillado aquí cerca. —Le hizo un gesto impaciente con la mano.
—La víctima es un varón, blanco, unos 20 años. —Diego Vargas se rehízo, buscando la mirada
cómplice de su compañero, que suspiraba a unos pocos metros de distancia mientras hablaba con
la científica—. Celebraban una fiesta de cumpleaños y encontraron el cuerpo flotando en la
piscina. Nadie ha identificado a la víctima por ahora, parece que nadie ha visto nada. Había
muchas drogas y mucho alcohol.
—Era una fiesta Vargas, no estarían bebiendo infusiones… ¿Indicios de violencia en la
víctima? —preguntó mecánicamente, mientras recorría la escena buscando pistas y analizando a
todos los que seguían allí.
—Tiene una herida en el lateral de la cabeza, aparte de eso no hay más lesiones externas.
Estamos esperando al forense.
—Ya ha llegado. ¿Quién encontró el cuerpo?
—Alguien dio la voz de alarma de un cuerpo flotando en la piscina mientras el anfitrión daba
un discurso desde la cabina del DJ. Aquel hombre se tiró al agua a por él. —Señaló a un señor
sentado en una silla junto a la piscina, cubierto por una manta, que era atendido por los sanitarios
—. Intentaron reanimarle pero no lo consiguieron.
—¿Nadie le vio caer al agua? —insistió, sin prestarle atención, mientras seguía oteando el
ambiente, fijando su atención en un hombre albino que daba instrucciones al servicio en el interior
del salón.
—No, inspectora.
—¿Quién es? —Manuela dirigió su mirada a una de las únicas invitadas que quedaban en la
zona acotada. Una mujer que lloraba desconsolada sentada en el porche, junto a la entrada al
salón.
—Es la hermana —respondió Vargas.
—¿Del muerto?
—No inspectora, del dueño de la vivienda. —Manuela dio media vuelta y se dirigió hacia ella.
—¿Qué hace esta aquí? —El subinspector Llorente se aseguró que Manuela se había alejado lo
suficiente, acercándose a su compañero.
—¿Y yo que sé? De primeras tocarme los huevos.
—Respira, Vargas... —dijo, sin apartar de ella su mirada.
—Igual conoce a alguien de la fiesta, dicen que se mueve en este ambiente, ¿no?
—Ni lo sé ni me importa, le pueden dar mucho por el culo —Llorente bajó aún más la voz para
que nadie lo escuchara—. Vamos a acabar que hace un frío del carajo en esta puta sierra.
Manuela se sentó junto a Magdalena, que lloraba afligida sentada en el balancín.
—¿Puedo? —preguntó antes de sentarse a su lado mirándola con ternura.
—Claro. —Afirmó con la cabeza.
—Soy la inspectora Manuela López de la Policía Nacional. ¿Está usted bien?
—No —levantó los ojos buscando consuelo—, no estoy bien. Es tan injusto…
—¿Lo conocía?
—No, no sé quién... —Magdalena no pudo reprimir el sollozo—. Pero es sólo un niño…
—¿Cómo se llama?
—Magdalena de Gálvez. —El llanto rompió su voz.
—Tranquila, Magdalena. —Manuela apretó su brazo con cariño—. No hay prisa, tenemos todo
el tiempo que necesite. —Sacó un clínex del bolso y se lo puso en la mano.
Magdalena miró a los ojos de aquella desconocida y consiguió dejar de llorar. Por un instante
deseó que la abrazara. No sabía lo que había en aquella mirada, pero la relajaba. Incluso en aquel
terrible momento sentía que le daba paz.
—Cuénteme Magdalena, ¿qué celebraban? —Manuela mantenía toda su atención en ella.
—El cumpleaños de mi hermano Pedro, cincuenta años. Es un poco excesivo, ¿sabe? Como un
niño grande. Le gusta la ostentación, ya me entiende.
—Veo que la lista de invitados era extensa... —Intentó bromear para relajarla.
—Sí. —Recuperó cierta compostura—. Quiso celebrarlo por todo lo alto.
—¿Cuándo encontraron el cuerpo?
—No lo sé. Fue todo muy rápido. Pedro se subió a una mesa y cogió el micrófono. Se
tambaleaba, había bebido más de la cuenta. —Manuela permanecía impasible concentrada en sus
palabras, ajena al ajetreo de las fuerzas de seguridad a su alrededor—. Comenzó a balbucear,
borracho. Se lanzó sobre la gente, justo ahí. —Magdalena señaló la cabina vacía del DJ a su
izquierda presidiendo la zona de césped, que funcionaba como improvisada pista de baile—.
Entonces se oyó un grito de socorro y todos miramos hacia la piscina... —Una lágrima volvió a
resbalar por su mejilla.
—¿Y qué pasó? —preguntó sosegada.
—Yo estaba sentada en aquel grupo de sillas del fondo. —Indicó hacia la derecha, junto a la
piscina. La zona donde el hombre que se había tirado al agua era atendido por el SAMUR, al
fondo de la pista de baile junto al seto que delimitaba la parcela—. Estábamos al lado y no vimos
nada. Oímos los gritos pidiendo ayuda y cuando nos incorporamos ya estaban sacando el cuerpo.
No respiraba... No respiraba. —Magdalena dirigió su mirada al cuerpo tendido en el lateral de la
piscina.
—¿No oyeron el ruido al caer al agua? ¿Un chapoteo? ¿Nada?
—Estábamos justo ahí, justo ahí... Pero no... Pedro gritaba en ese momento por los altavoces.
La gente le jaleaba. No nos dimos cuenta... —Intentaba contener las lágrimas con el pañuelo
mojado en su mano.
Manuela desvío su curiosidad al lado opuesto del jardín, tras la cabina del DJ, a una zona
arbolada donde un hombre muy borracho canturreaba llamando la atención, balanceándose en una
hamaca entre dos árboles. Junto a él había un acompañante que parecía ser su escolta, y un policía
de uniforme que los retenía hasta que les tomaran declaración.
—No lo entiendo... Otra vez no… —Magdalena, con la mirada perdida hacia el agua ondulante
de la piscina se lamentaba en voz alta.
—¿A qué se refiere Magdalena? —indagó Manuela.
—Otra vez lo mismo... No puede ser… —Completamente fuera de sí, no era capaz de escuchar
las preguntas de la inspectora.
—¿Magdalena, qué quiere decir? ¿Qué ha vuelto a suceder? —repitió intrigada.
Magdalena sorbía apesadumbrada el llanto desbordado sin conseguir fijar su mirada en ningún
punto concreto, y Manuela entendió que estaba a punto de tener un ataque de ansiedad. Habría que
esperar a que se tranquilizara para seguir hablando con ella.
—Puede irse. —Mientras se levantaba, Manuela dio la orden a una agente de uniforme que
limitaba el paso al interior de la vivienda—. Que la vea un médico antes.
—El subinspector Vargas dijo que esperara aquí hasta que hablara con ella.
—¿Sabe usted quién soy, agente?
—Sí, sí señora. —Le tembló la voz.
—Pues puede irse. No se encuentra bien y necesita descansar. Acompáñela a que la vea un
médico. Dígale a Vargas que mañana podrá hablar con ella todo lo que quiera. No parece que
vaya a fugarse del país, ¿verdad Magdalena? —Manuela la miró con ternura.
—Gracias, gracias, de verdad. —Magdalena volvió a cogerla ambas manos.
—Descanse. —Manuela recuperó el tono de voz dulce y pausado—. No se preocupe más por
hoy. Duerma y tranquilícese. Mañana verá las cosas de otro modo. Hablaremos entonces.
La agente uniformada elevó las cejas sorprendida del comportamiento de la inspectora López.
No la conocía personalmente, pero los rumores sobre ella eran comentario habitual en los
corrillos: arpía, trepa y psicópata eran los más habituales. Era muy elegante, pensó, no parecía
perversa, tenía la mirada limpia. Se convenció de que sería lo mismo de siempre, las viejas
glorias que no podían asumir que una mujer joven fuera mejor que ellos. Involuntariamente sonrío
a la inspectora, que ya se había despedido de Magdalena. Manuela le devolvió la sonrisa y le tocó
levemente el hombro, con desinterés. La policía se alteró.
—Gracias agente. ¡Buen trabajo! —Se alejó, dirigiéndose a la zona donde el equipo forense
estaba terminando de tomar muestras. Ayudó a Cristina con el maletín—. Doctora, ¿tiene algo para
mí?
—Ya te dije en casa que no era para ti. —El subinspector Llorente, que se encontraba junto al
cuerpo, escuchó el comentario y emitió una risita.
—¿Algo que añadir Llorente? —Manuela giró la cabeza hacia él, repasándole de arriba a
abajo.
—No inspectora.
—Eso me parecía. Sigue con lo tuyo, quiero un informe completo a medio día. Y tomadle
declaración al anfitrión —señaló al hombre de la hamaca, que había pasado del cante jondo a la
elaboración de posturas imposibles sobre una pierna—, si se duerme no sé si despertará…
El hombre albino se acercó a Pedro de Gálvez, concentrado en la elaboración de sus posturas,
e intercambió unas palabras con el guardaespaldas.
—¿Ese señor quién es? —preguntó Manuela.
—Un amigo de la familia —respondió Llorente cabizbajo—. Se ha ofrecido a echar un mano.
—¡Sacadle de aquí! —Gesticulando hacia el policía de uniforme junto a la hamaca le hizo
gestos para que se llevaran al albino—. Lo que le gusta a la gente husmear en una escena del
crimen.
Acompañó a Cristina de camino al coche, mientras despuntaban los primeros rayos de sol. Se
despidió con la cabeza de la agente uniformada.
—¿Mmm? —Cristina insinuó una mueca—. ¿Está usted intimando estando de servicio López?
¿Con estos inútiles?
—Ja, ja, ja. —Manuela rio a carcajadas—. No seas boba. ¿Qué has visto?
—Nada muy sospechoso. —A Cristina le agradó comprobar que su amiga volvía la cabeza
examinando a la agente. ¿Estaría por fin saliendo de ese pozo tan profundo en el que se metió tras
el divorcio?—. Traumatismo en el lateral de cráneo, poco más. El juez ha levantado el cadáver.
Con la hora que es me lo llevo al anatómico y avanzo trabajo que esta tarde los niños tienen
cumpleaños. ¿Te acerco o tienes quién te lleve? —Ya habían llegado al coche.
—He llamado a un taxi. Quiero hacer cosas y antes tengo que pasar por la ducha.
5
Sus primeros días no habían sido tan horribles. ¿O sí? ¿Se estaba engañando a sí misma?
Cuando el comisario le asignó a la inspectora López de compañera se había sentido bien. Sería
todo un reto. Probablemente la mitad de los rumores tuvieran que ver con el hecho de que fuera
una mujer con poder: íbamos avanzando pero seguíamos teniendo algunos problemas con los
techos de cristal.
Su primer fin de semana en Madrid fue deprimente. Sola en casa, tremendamente aburrida,
centrada en acabar su mudanza y sin ninguna llamada de la comisaría. Ya casi no recordaba
cuándo había sido la última vez que eso había pasado. Llamó tantas veces a su hermana, con
cualquier excusa absurda, que Kate la amenazó con cogerse un avión y plantarse en la capital para
llevársela de vuelta a casa. El domingo a media tarde, cansada de descansar, volvió a la carga:
—Hola. ¿Qué tal el tiempo? ¿Se ha quitado el viento? —Recostada en el sofá comiendo
palomitas Jess echaba de menos su vida en Mallorca.
—Sí, ahora hace bueno. Un día perfecto para ir a la playa. Aún no han llegado los turistas —
respondió Kate al otro lado del teléfono.
—¡Qué envidia!
—¿Estás bien Jess? Además de aburrida te noto tristona...
—Sí... Bien. Estoy cansada de no hacer nada. No me apetece seguir abriendo cajas.
—Tómatelo con calma. No llevas ni dos semanas en Madrid. —Kate se sirvió un café
dispuesta a hacerle terapia a su hermana pequeña—. ¿Qué tal en el trabajo? ¿Tu compañera
nueva?
—Te diría que igual que el primer día. —Observó el fondo vacío del cuenco de palomitas y
desganada se levantó a la cocina a calentar otra dosis—. Pero creo que la situación está
empeorando y no quiero aceptarlo...
—No seas tremenda. No empieces a darle vueltas a la cabeza, que nunca te ha llevado a ningún
sitio.
—Te resumo: López ha decidido ignorarme —hablaba resignada al ritmo hipnótico del giro de
las palomitas en el microondas—. No cuenta conmigo. No me mira. Ni siquiera se ha presentado.
Dice que no tiene tiempo. Ha puesto al pobre Vaamonde a darme papeleo como si fuera una oficial
en prácticas...
—¿Vaamonde no es tu jefe? —la interrumpió, confusa con los nombres.
—Sí. El señor muy educado...
—Si, sí. ¿Pero es su jefe también?
—No. Están al mismo nivel.
—No creas que lo entiendo.
—Vaamonde no quiere desafiarla, creo yo, y la protege teniéndome entretenida.
—¿Y el resto de tus compañeros? —Kate intentaba ser positiva.
—Bien... —Sacó las palomitas y las volcó en el recipiente de plástico, volviendo a tumbarse
en el sofá—. Son majos.
—Mira, céntrate en eso.
—Sí, son agradables. Isabel, la psicóloga, es muy divertida. Creo que puedo llevarme bien con
ella. —Engulló un puñado enorme de granos de maíz—. El resto normal. Profesional, aunque
ninguno quiere desafiar a la bestia.
—Vamos a ver Jess —Kate endureció el tono, incorporándose en la silla—. Eres inspectora de
policía, no eres una becaria. Así que recomponte y demuéstrale a la tal Manuela todo lo que vales.
Aquella mañana se había levantado renovada. No iba a permitir que la situación la superara.
Como le había dicho su hermana tenía que demostrar lo que valía, ya le había dado suficientes
vueltas el fin de semana. Cuando llegó a la comisaria todo lo que había planeado se vino abajo. El
subinspector Rojo, entre flirteo y flirteo, la puso al día: al parecer López llevaba todo el fin de
semana con un asesinato. Ni siquiera la había llamado. Quizá se estaba engañando y lo más
sensato era aguantar la tortura unas pocas semanas y después pedir el cambio de compañero.
—¡Inspectora Mars! ¡Jess! —Isabel elevaba el tono para llamar su atención—. ¿Necesitas otro
café antes de empezar?
Se dio cuenta de que estaba en el despacho de la psicóloga y llevaba un rato largo
ensimismada en sus propios pensamientos. Observó de nuevo el gabinete, era excesivamente
alegre y personal para una comisaría: bastantes fotos, una colección de clicks de Famobil policía
sobre la mesa, cuadros modernos, una manta multicolor sobre el sofá… Representaba bastante
bien la imagen alegre y colorida que se iba formando de Isabel.
—No, perdona, estaba pensando en mis cosas. —Sonrió afable. Al fin y al cabo era la única
que era agradable con ella, descontando los intentos de flirteo por parte de alguno de sus
compañeros.
—Es normal, no te preocupes. Son muchos cambios de golpe y al principio siempre cuesta.
¿Has descansado el fin de semana?
—Más de la cuenta creo… —Jess dirigió la mirada hacia varias fotografías en la pared en las
que aparecía Isabel con Manuela practicando deportes de riesgo. No quiso seguir pensando en
eso.
—Mejor. Así estás fuerte para esta semana. Vamos a empezar. —Isabel se sentó frente a Jess,
eliminando cualquier obstáculo entre ellas—. He leído tu expediente y he hablado con el terapeuta
que te asignaron. A mí la investigación interna no me interesa, me interesas tú y eso parece que
avanza bien: completaste el tratamiento, te dieron el alta y tuviste el valor de cambiar de vida.
¿Cómo te sientes ahora?
Definitivamente, no se sentía con fuerzas para contestar aquella pregunta.

Vaamonde abrió la puerta del despacho y se extrañó al ver a López ya trabajando en su sitio.
Era pronto, pero parecía que llevaba allí horas, incluso días, por la cantidad de restos de café
sobre la mesa. Apurando una nueva dosis, tecleaba en el ordenador con firmeza a velocidad de
vértigo.
El despacho era amplio y parecía dividido en dos por una frontera invisible, con dos puestos
de trabajo, uno frente a otro y una mesa redonda de reuniones al fondo. A la izquierda, una mesa
desnuda, sin una mota de polvo, ningún papel sobre ella y archivadores clasificados por orden
alfabético. A la derecha, el caos, cientos de expedientes abiertos, papeles superpuestos unos sobre
otros, anotaciones en diferentes colores y al menos seis vasos de plástico desperdigados que le
otorgaban a la estancia un agradable olor a café.
Vaamonde se acomodó en su sitio sin que Manuela levantara la vista de su ordenador. La
contempló reflexivo, decidiendo cómo abordar el asunto.
—Buenos días. ¿Qué haces aquí a estas horas? ¿Te has caído de la cama? —preguntó
Vaamonde.
—Trabajar, alguien tiene que hacerlo. —Manuela continuó aporreando el teclado al ritmo que
marcaba su tacón sobre el suelo.
—Ya he visto que has decidido hacer horas el fin de semana…
—Te mandé un mail. —Se detuvo en seco, levantando la mirada hacia él.
—Lo vi.
—¿Entonces?
—El caso era de Llorente y Vargas, estaban de guardia. Puede que sea un accidente. ¿Qué
hacías allí? —Vaamonde era un fanático del orden. Pulcramente vestido, pelo engominado,
maneras delicadas, odiaba que le cambiaran los planes y aún más sus turnos de guardia. Era la
antítesis de la anarquía de Manuela, puro instinto, pero llevaban coexistiendo muchos años y
ambos se respetaban.
—Estaba cerca. No sé si me parece un accidente, he estado todo el fin de semana con ello y no
me huele bien.
—Si quieres una excusa para entretenerte y no volver a casa me parece bien, pero parece claro
Manuela…
—No digo que me lo vaya a quedar, pero vamos a ver en qué acaba. Estoy esperando el
informe forense, voy a echar un vistazo más y lo vemos.
—¿Llamaste a tu compañera? —Ahí era donde el inspector jefe quería llegar desde el
principio—. ¿O quieres que le siga dando trabajo de novato?
—No era necesario molestarla el fin de semana, tendría cosas que hacer. —Manuela le quitó
importancia.
—Ya veo… —Se ajustó pensativo la moldura redondeada de sus gafas—. Entiendes que eso
no está bien. ¿Verdad?
—En realidad lo hice por ti, como te molesta tanto que te descuadren tus colorines de guardia.
—No me manipules, anda. —Se relajó en la silla, al menos no le había gritado—. Quédate el
caso si quieres, pero ponla al día. Deja que te ayude, es fácil, consiste en escuchar, igual aprendes
algo.
Incorporándose repentinamente hacia la puerta, como si acabara de recordar que llegaba tarde
a otro sitio, elevó lentamente el dedo medio hacia él. Ambos rieron.

Abrió la puerta del despacho de la psicóloga con tanto ímpetu que casi la hace giratoria. Isabel
y Jess, de pie junto a la puerta, acabando su sesión, la miraron asustadas.
—Nos vamos —dijo Manuela sin fijar la mirada.
—Por favor. —Isabel la retuvo apoyando la mano sobre su estómago, mirándola fijamente a
los ojos—. Hola, soy la inspectora López, encantada. Nos vamos, por favor —dijo muy natural,
imitando la forma de hablar de su amiga.
Jess se tensó como un muelle. La situación era muy incómoda, aunque la pelirroja parecía no
tenerle miedo. Ambas sostenían las miradas, serias, el silencio duraba ya demasiado. Manuela
parecía poder atravesarla con aquellos ojos marrones enormes. Relajó el rostro, amagó una mueca
y apretó la mano delgada de la psicóloga, aún en su estómago, con afecto.
Jugueteando con el anillo en su dedo volteó la cara hacia Jess y, por primera vez en una
semana, la miró. Las dos de pie, con Isabel como contrapunto, la analizó minuciosa. Atlética,
melena rubia, lisa pero rebelde, iba enfundada en unos pantalones vaqueros y un maxi jersey de
punto gris, demasiado casual para su gusto. La miró a los ojos, inmensos, de un color indefinido
entre verde y gris.
Jess notó cómo la escrutaba y se acobardó. Sentía una energía indescriptible, una fuerza
invisible que parecía provenir, como un imán, de sus grandes pupilas inmóviles. El tiempo se
dilataba, los segundos le parecían horas, mientras su compañera prorrogaba, intimidante, su
análisis. Definitivamente había algo hipnótico y misterioso en la mirada de Manuela.
—Inspectora López —repitió mientras le tendía la mano con seguridad—. Y nos vamos. Con
favor o sin favor, Isabel.
La psicóloga suspiró, desaprobando su conducta. Manuela no esperó respuesta y siguió su
camino. Isabel detuvo a Jess del brazo.
—Tranquila, es todo fachada. Si te pone problemas, dale café. —Intentó tranquilizarla.
—¿Más excitantes? ¿Estás segura?
—Hazme caso, son muchos años: café.
Desaparecieron en dirección al ascensor y realizaron todo el trayecto en silencio. Mientras
conducía, Manuela daba vueltas a los acontecimientos de los últimos días.
Asuntos Internos y los casinos ilegales eran lo que más le preocupaba. Le estaba costando
mucho superar el traslado de Ramos y pensar en perder también a Tamayo la hacía sentir huérfana.
Intentaba centrarse en las investigaciones, que eran su pasión, pero se notaba desilusionada.
Empezaba a pasar más tiempo entre politiqueos y burocracias que en la calle y le asaltaban
pensamientos que quería evitar. ¿Quería dejarlo? ¿Tomar otro camino? ¿Volver al derecho? Le
inquietaba además que el caso siguiera abierto y le angustiaba la situación de Isabel. Había
acabado la investigación, ya tenían las cabezas de Tamayo y Ramos. ¿Por qué no lo cerraban? De
los implicados aquella funesta noche solo faltaba Isabel, aunque, como prometieron, la estaban
protegiendo y nadie sabía nada de su participación.
Echó un vistazo disimulado hacia el asiento del copiloto. Jess perdía su mirada, oculta en sus
enormes gafas de sol oscuras, sobre la luna delantera. Intentó reconstruir su currículo. ¿Era
noruega? No conseguía recordarlo. No había prestado mucha atención a Vaamonde cuando le
enumeró sus infinitas virtudes pero tendría que darle una oportunidad. Isabel había decidido
apadrinarla, vio su mensaje antes de salir: «Pórtate bien cachorro! Parece buena tía».
Por último, estaba el muerto en la piscina. ¿Por qué le interesaba tanto? Todo el mundo estaba
de acuerdo en que era una tontería. Probablemente un chaval borracho que cayó al agua, pero le
atraía el caso, le atraía mucho. Las palabras de Magdalena cuando le tomó declaración habían
estimulado su sexto sentido. ¿Era porque le sacaba de la monotonía? ¿Porque a pesar de que
parecía un accidente había algo que no terminaba de encajar?
Detuvo el coche frente a la mansión que había visitado un par de mañanas antes. Ensimismada
aún en sus pensamientos, el sonido del teléfono la puso en guardia.
—López.
—Hola Ma… —la voz de Cristina resonaba por el Bluetooth—. ¿Estoy en manos libres?
—Sí, estamos en el coche. Estoy con mi nueva compañera, la inspectora Mars. —A Jess le
reconfortó que se acordara de su nombre. Ella, desde luego, no había tenido ocasión de decírselo
—. Dime que tienes algo.
Manuela se giró hacia su compañera y sólo moviendo los labios le indicó: «forense». A Jess le
extrañó que contara con ella, pero rápidamente sacó una libreta de su bolso y se dispuso a tomar
notas con una secreta sensación de orgullo.
—Te mando el informe en un rato. Todo apunta a un homicidio. Hay varias cosas raras.
—Habla. —Manuela abrió la puerta y sacó un cigarro del paquete. Se lo enseñó a Jess
pidiéndole permiso. Ella afirmó con la cabeza y lo encendió, manteniéndolo fuera del coche.
—Murió ahogado. Tenía agua en los pulmones pero muy poca cantidad. Cuando cayó a la
piscina estaba ya casi asfixiado. El hioides casi fracturado, eso significa que lo estrangularon
previamente. Por la distribución de los hematomas diría que alguien bastante fuerte lo hizo de
frente y con ambas manos.
—¿Uñas o huellas?
—Excoriación lineal alargada a ambos lados del cuello, he buscado ADN. Pasé luz
ultravioleta pero no había huellas.
—¿Qué más?
—La herida en el lateral del cráneo parece corresponderse con un traumatismo severo y seco,
quizá por la espalda... con un objeto romo, la culata de una pistola podría ser, estoy especulando.
—Jess apuntaba compulsivamente mientras notaba cómo la cabeza de Manuela, concentrada en su
cigarrillo, procesaba la información a gran velocidad—. Por las contusiones pre-morten parece
que la víctima se arrastró por el suelo. Vuelvo a especular, a lo mejor huyendo moribundo pudo
caer al agua, tenía abrasiones en manos y rodillas. He encontrado alguna fibra en la ropa, lo he
enviado al laboratorio junto con posibles muestras de ADN. Siento no tener más.
—Está bastante bien para empezar. ¿Sólo tenía un golpe?
—Sí. Las señales de violencia son claras: un traumatismo en la cabeza y las marcas de
estrangulamiento en el cuello. Las abrasiones indican que se arrastró. No he encontrado heridas
defensivas.
—¿Sabemos ya quién es la víctima?
—No, no está en las bases de datos. Habrá que esperar al ADN.
—Echaré un vistazo a los desaparecidos, te mando las fotos que cuadren.
—Ok. Te voy contando. Un beso.
—Gracias Cris, luego hablamos.
Manuela se quedó callada, con la mirada perdida en las anotaciones de su compañera,
retomando el silencio atronador e incómodo que las había llevado hasta allí. Jess volvió a decirse
que la primera impresión, no muy buena desde luego, hacía justicia a la fama de déspota que la
precedía. Aun así, le seguía intrigando su comportamiento: conversación fluida y agradable con la
forense, aquella mirada tan intensa, la intuición de una cabeza funcionando a la velocidad de un
cohete espacial y, especialmente, los detalles de complicidad que había visto entre ella e Isabel.
No quería prejuzgarla.
—Te pongo al día —expresó Manuela profesional, casi amable.
Jess se puso en guardia, cambiando de página para seguir con las notas. Le relató el caso,
incluyendo sus apreciaciones, desde que había llegado al escenario el sábado por la mañana.
Pedro de Gálvez celebraba su cincuenta cumpleaños en una fiesta de alto copete con más de
doscientos invitados, todos ellos pertenecientes al círculo de la «gente bien» de Madrid. La
llamada a emergencias se produjo a las cinco menos cinco. Durante un discurso que daba el
anfitrión alguien vio un cuerpo flotando en la piscina. Lo sacaron e intentaron reanimarle pero ya
estaba muerto.
La víctima seguía sin estar identificada: varón blanco, en torno a veinte años, con una
contusión cerca de la ceja. Los subinspectores Vargas y Llorente habían sido los primeros en
llegar, tomaron declaración a casi cincuenta personas pero nadie había identificado al chaval. La
mayoría de testigos estaban muy borrachos, muchos de ellos con signos de haber consumido
estupefacientes.
Cuando Manuela llegó y observó la escena supo que había varias piezas que no encajaban: la
edad media de los asistentes era de cincuenta años; se intuía el nivel de la fiesta, vestidos de
diseño entre los invitados y camareros con smoking. Sin embargo, el cuerpo tendido sobre el
césped no concordaba con el escenario: apenas unos vaqueros raídos, camiseta y deportivas
desgastadas. Por último, estaba Magdalena, la hermana del homenajeado que, completamente rota
en una esquina, despertó sus intuiciones ¿Qué había vuelto a pasar? ¿De qué estaba hablando?
Ahora que ya tenían confirmado que la víctima había sufrido una agresión sus palabras cobraban
aún más importancia.
Durante el fin de semana, tras leer el informe de los subinspectores, intentó encajar el puzle,
pero no veía cómo avanzar: ningún asistente a la fiesta identificó el cadáver, nadie lo había visto
durante el día y tampoco había constancia de que la caída a la piscina fuera accidental. Un
callejón sin salida que se tornaba más oscuro tras conocer los resultados de la autopsia.
Manuela volvió a hablar con Magdalena el sábado por la tarde, pero la mujer se cerró en
banda, parecía una persona diferente: no conocía a la víctima, no le había visto nunca y no
recordaba haber hablado con la inspectora la noche anterior. Buscó su nombre en la base de datos
pero no encontró nada. Aquella mañana, en un nuevo intento de acercarse a ella, la había llamado,
pero el marido le confirmó que estaba ingresada en el hospital con un ataque de pánico. Sólo
quedaban el hermano y su familia, si querían colaborar. Los subinspectores ya les habían tomado
declaración a ellos y a sus trabajadores, pero merecía la pena hacer otro intento.
Por fin Jess estaba trabajando, se sentía de nuevo policía en activo. Manuela le estaba dando
todos los detalles sobre el caso, parecía no ocultarle nada, añadiendo incluso sus percepciones
personales. Notó como su cabeza se desentumecía y empezaba a funcionar. Estaba disfrutando de
la exposición de los hechos: su compañera hablaba muy rápido, uniendo conceptos como si se
tratara de una narración literaria, intentando hilarlos, añadiendo ideas, matices, dudas y estados de
ánimo. Hablaba con tanta vehemencia que Jess estaba segura de que podría doblegar la voluntad
de cualquiera, ella no era una excepción, pero, por primera vez, consiguió sentirse cómoda, con la
confianza suficiente como para participar.
—¿Qué te dijo exactamente Magdalena? —preguntó Jess apartando sus notas.
—No lo apunté, apenas balbuceaba, fue algo como: «otra vez no… no puede estar pasando…».
—¿Una víctima anterior?
—Eso pensé. Algún episodio parecido. Incidió en la edad del crío, pensé en algún familiar, un
hijo… No sé. No encontré nada en los archivos, ni de ella ni del hermano, todos limpios.
—¿Y nadie lo ha identificado? —se cuestionó a sí misma—. Te extrañó la ropa, quizá estaba
trabajando. ¿Un jardinero? ¿Un telecamello con provisiones? —Sus neuronas empezaban a
oxigenarse, ganando confianza.
—Puede ser... —Manuela afirmó con la cabeza, dándole forma a la idea. No había
contemplado esa posibilidad. «Es rápida», pensó—. Vargas y Llorente hablaron con todo el
personal y nadie lo reconoció, tendría sentido si llevaba la droga...
—Ya sabemos que lo mataron o forzaron su muerte al menos. La forense ha sido categórica.
¿Qué te dice tu instinto?
La pregunta la descolocó. Manuela era muy inteligente, pero su éxito no se basaba
precisamente en la razón, era pura intuición. Olfateaba los casos como un sabueso en busca de
pistas que confirmaran sus percepciones, conectando piezas. «Astucia de vieja escuela con
preparación moderna», solía decir Ramos. No era habitual en los compañeros de su edad,
centrados siempre en las evidencias, las pruebas y los protocolos. Anotó mentalmente: «Es
rápida, es lista y se deja llevar por su intuición. Me gusta».
—Igual tengo un poco atrofiado el instinto porque lo único que me dice es que algo no cuadra.
—Manuela soltó una carcajada espontánea, relajando a su compañera—. ¿Qué hacía aquí el
chico? No había ningún menor de cuarenta en la fiesta. ¿Cómo llegó? ¿En autobús? ¿Para qué?
Tenemos que exprimir a los de Gálvez y hay que seguir el hilo de Magdalena. Hay algo, estoy
segura, pero no consigo ver el qué.
—Vamos a ver qué esconden entonces. —Jess se bajó del coche con una súbita inyección de
autoestima.
—¿Te importa interrogar a ti? Yo curioseo mientras… —Aunque empezaba hacer calor
Manuela se puso la chaqueta, doblada en el asiento trasero.
—¿Sí? —respondió Jess algo desorientada—. Claro.
—Prefiero observar.
6
—Había otro chico. —La voz ronca, que pronunciaba las erres con exceso de vibración,
sonaba turbadora a través del teléfono.
—¿Estás seguro? —Su interlocutor se impacientó con la noticia.
—Sí, señor. Los vi a los dos cuando salieron corriendo, pero uno se escapó. No lo encontré
después. Desapareció.
—¿Puede identificarnos? —preguntó preocupado.
—No lo sé. Fui en cuanto me lo ordenó. No sé si llegaron a verles.
—¡Búscalo! Lo quiero localizado hoy mismo. —Sin necesidad de elevar el tono la voz
sonaba autoritaria, acostumbrada a dar órdenes.
—Ya estoy en ello, no será fácil.
—He dicho hoy.
—Claro, señor. ¿Cuando lo encuentre…? —indagó, intuyendo la respuesta.
—Averigua qué sabe y si había alguien más.
—No había nadie más…
—Eso no lo sabemos —lo interrumpió—. Asegúrate. Después ya sabes lo que tienes que
hacer. No quiero problemas. ¿Lo entiendes?
—Cristalino, jefe.

El salón ocupaba por lo menos doscientos metros cuadrados en la planta principal,


exquisitamente decorado, con opulencia pero con gusto: cuadros de diseño, caras esculturas
talladas a mano traídas probablemente de selectos viajes, alarde de domótica y un sistema de
vigilancia de alto nivel bastante disimulado. Manuela solía disfrutar de alejarse de la realidad
durante unos instantes en cada investigación, especialmente cuando se encontraba en la escena del
crimen. Intentaba sentirla y percibir los secretos del espacio, estableciendo un diálogo activo con
el entorno. Lo había hecho en el jardín dos días antes, buscando incoherencias, y lo estaba
repitiendo aquella mañana en el interior del domicilio de los de Gálvez.
Le costaba concentrarse, encontraba demasiados detalles que le recordaban a Alicia: la
asistenta filipina sirviendo el café, el murmullo lejano de los jardineros cortando el césped, los
cuadros de arte moderno, en su opinión sobrevalorados. El que había sido su hogar durante años
no estaba lejos de allí y al recordarlo sintió una punzada de dolor.
Se obligó a centrarse. Analizando la escena desde fuera intentaba percibir al matrimonio,
sentado en el sofá, mientras Jess les interrogaba empatizando con ellos para ganarse su confianza.
No conseguía escuchar lo que hablaban pero probablemente serían generalidades.
Pedro atendía cordial a la inspectora. Su lenguaje corporal era tirante y, aunque intentaba
parecer amable, escondía un cierto nerviosismo que se hacía visible en la posición de sus
mandíbulas. Se veía que era alguien con poder, el informe indicaba que trabaja en banca de
inversión, un tiburón de las finanzas, y estaba tratando a Jess y al homicidio como cualquier otro
asunto, un análisis de riesgos: no conocía al chaval, no sabía nada y lo único que aquello le podía
traer eran problemas, con lo que había que acabar pronto con el asunto. Junto a él, su mujer era un
manojo de nervios, pero diferentes. Estaba conmocionada por lo que había ocurrido en su jardín,
probablemente bajo los efectos de alguna medicación y muy preocupada por que hubiera muerto
una persona en su parcela sin aparente explicación. Intentaba colaborar, pero era prácticamente
incapaz de articular una frase coherente, bajando permanentemente la mirada y dejando la
iniciativa a su marido.
En la puerta que daba paso al jardín estaba situado el guardaespaldas. Discreto, centraba toda
su atención en las escaleras del distribuidor principal de la vivienda. Manuela recordó que estaba
presente la noche de autos, pegado a su jefe, mientras se le pasaba la borrachera. Parecía un perro
de presa refinado en permanente estado de tensión. Quizás originario de algún país del Este,
probablemente exmilitar, no muy alto pero fuerte, rapado al cero y con una perilla muy poblada.
Su aspecto era bastante amenazante. Aparentaba no tener interés en la conversación pero estaba
muy atento, orientando disimuladamente su torso hacia Jess. Además de él, contó a un par de
asistentas que sirvieron el café, tres jardineros fuera, alrededor de la cinta que delimitaba la
escena del crimen, y la cocinera, que canturreaba en la cocina.
—¿Saben algo de su hermana? —Manuela volvió a escuchar las preguntas de Jess, que había
omitido conscientemente que ya sabían que se trataba de un homicidio—. Nos han dicho que está
ingresada en el hospital.
—Sí, no es nada, tuvo un ataque de nervios. Tiene crisis de ansiedad desde que éramos
adolescentes, supongo que la situación la ha superado.
—¿Ha pasado alguna vez por algún episodio traumático? ¿En su juventud quizá? Algo que le
haya podido recordar…
—No, que yo sepa. —Pedro era firme en sus respuestas—. Lamentablemente lo heredó de mi
madre, también tenía episodios de pánico.
—Ya entiendo.
La puerta de la calle se abrió y una adolescente se dirigió hacia el salón. El guardaespaldas,
intranquilo, fue hacia ella cortándole el paso. Intercambiaron unas palabras. A Manuela le interesó
su conversación, ella parecía cohibida y él muy preocupado porque no la vieran. La niña tendría
la edad de la víctima. Se levantó y fue hacia allí.
—Hola, soy la inspectora López.
—Hola, soy Jimena. —La niña evitó la mirada de Manuela, centrando sus ojos en el suelo.
—Encantada Jimena.
—Disculpe inspectora —la voz de Pedro se proyectó desde el sofá provocando un eco
siniestro—, es mi hija, no nos molestará. —Hizo un sutil gesto al guardaespaldas para que se la
llevara.
—No molesta. Me gustaría hacerle un par de preguntas señor de Gálvez, si no le importa.
—No puede ayudarles, no estaba en casa este fin de semana.
—¿No estabas? —Manuela decidió seguir dirigiéndose a ella.
—No, mis padres tenían planes y… —La niña temblaba como un flan, no estaba acostumbrada
a solucionar sus problemas sola—. Me fui a casa de una amiga a estudiar.
—¿Qué estudias?
—Derecho.
—¡Genial! Entonces seguro que puedes ayudarnos. —Manuela sonrió para tranquilizarla—.
Estamos investigando un… —buscó la palabra adecuada, no quería intimidarla—, accidente y me
gustaría saber si conocías a… —Comenzó a sacar su teléfono móvil del bolsillo.
Pedro de Gálvez se levantó hasta la entrada enérgico, llegando a su altura en una exhalación.
—Jimena, a tu habitación. Se han acabado las preguntas. —Fue una orden marcial—. Altea,
por favor, acompáñala. —El guardaespaldas escoltó a la niña escaleras arriba.
Manuela sostuvo la mirada desafiante de Pedro de Gálvez, conteniendo media sonrisa en sus
labios. Ninguno de ellos se iba a dejar intimidar.
—Sólo quería confirmar si conocía a la víctima, nos está costando identificarlo y es
importante.
—Ya estuvieron aquí unos compañeros suyos y confirmaron que no estaba en casa. No va a
enseñarle una foto de un muerto, no lo voy a permitir, es mi hija.
—La víctima también es hijo de alguien señor de Gálvez…
—Si quiere hablar con ella traiga una orden, yo me encargaré del abogado. Ya han puesto esta
casa del revés.
—Para eso sí teníamos una orden. —Manuela dejó de contener la media sonrisa, dibujándola
por completo provocándole.
—Ya hemos colaborado suficiente con ustedes. Así que, si nos disculpan, tenemos otros temas
que atender.
—Pedro, por favor, sólo hacen su trabajo. —La mujer estaba hundida.
—Pues que lo hagan correctamente, como marca la ley.

Había estado muchas horas dándole vueltas y prácticamente toda la noche comprobando los
archivos. Sentada en la mesa del salón de su minúsculo piso, había preparado una oficina
improvisada: portátil, impresora y una pila de expedientes antiguos.
Su vida no era muy interesante, ciertamente no tenía nada mejor que hacer. La idea le había
asaltado en casa de los de Gálvez pero no quiso decir nada a su compañera, no era más que una
corazonada y no quería cagarla ahora que había decidido empezar a contar con ella. Siguiendo su
intuición, e intentando también ganarse su respeto, encendió el ordenador y empezó a buscar
declaraciones y transcripciones judiciales de los últimos años. No era un proceso rápido, muchas
estaban escaneadas como imagen y ni siquiera tenían habilitada la función de búsqueda. Pasaba de
una a otra. Acotaba por año, por apellidos, por lugar, por los nombres de los familiares que
conocían hasta el momento… Estaba divirtiéndose, volviendo a sentirse útil, y no se dio cuenta de
que casi estaba amaneciendo. Cuando estaba a punto de tirar la toalla lo encontró: allí estaba
Magdalena.
El hallazgo la llenó de satisfacción. Miró por la ventana, apenas despuntaban los primeros
rayos de sol pero estaba impaciente por compartirlo con Manuela. Dudó si llamarla, mandarle un
mensaje o esperar a verla en la comisaría. Finalmente le escribió, sin mucha esperanza de
encontrarla despierta. La respuesta no se hizo esperar, citándola en una cafetería del barrio de
Salamanca cuarenta y cinco minutos después.
Jess había llegado pronto, estaba ansiosa por compartir sus avances. La cafetería era muy
acogedora, moderna, del estilo naíf que se estaba poniendo de moda en los locales del barrio, con
una cristalera enorme que daba a la terraza plagada de sofás en plena calle, mitad cafetería, mitad
after work, con un diseño cuidado y minimalista.
Apenas habían pasado cinco minutos cuando la vio llegar a través de la ventana, enfundada en
ropa de running: mallas negras, sudadera fucsia de marca y deportivas del mismo color. Se
detuvo frente a la puerta y se puso la capucha, supuso que para no enfriarse, las temperaturas
seguían siendo bajas a esa hora de la mañana, y comenzó a estirar.
Entró en el bar, aún con la capucha y sudando ligeramente, y se dirigió hacia ella. Las mallas le
sentaban de maravilla, sugiriendo una anatomía sublime. Con aquella ropa y los colores vivos que
nunca le había visto integrar en su vestuario diario parecía más accesible. Jess se envalentonó.
—¡Buenos días! —saludó efusiva.
—¡Buenos días, inspectora! —Manuela se sentó frente a ella, estaba de buen humor.
—¿Has venido corriendo? ¿Vives cerca?
—No vivo lejos. Me has pillado entrenando y parecía importante, no me daba tiempo a volver
a casa. —Se quitó la capucha y miró la carta desinteresada.
Manuela movió el cuello hacia ambos lados, desentumeciéndolo, y se soltó la coleta
semideshecha. Jess se sorprendió con la melena, no la había visto con el pelo suelto, largo y
ondulado, casi salvaje. Se hizo una cola alta, perfecta, apoyó muy erguida la espalda en la silla y
recuperó su habitual actitud de superioridad, y con ella esa sensación de que podía controlar cada
pequeño detalle a su alrededor. La camarera llegó con una tetera que sirvió a Jess.
—Buenos días. ¿Quieres algo?
—Sí —sonrió Manuela educada—, un cortado con hielo.
—¿Algo de comer?
—No, mejor… ¿Tenéis Aquarius de naranja?
—Creí que nadie lo tomaba de naranja. —La camarera se mostró sorprendida.
—Hay gente para todo...
—Gracias a Dios. Déjame que mire si puedo alegrarte el día.
—Si no un cortado me vale, no te molestes mucho.
—No es molestia. —La camarera se alejó, sin quitarle ojo.
Jess observaba la conversación sorprendida por el buen humor de su compañera.
—Tu dirás —indicó Manuela.
—Creo que he encontrado a lo que se refería Magdalena…
La camarera las interrumpió volviendo con el Aquarius y una sonrisa traviesa.
—Aquí tienes cielo, tus deseos son órdenes.
—Muchas gracias —contestó desinteresada, retomando la conversación con Jess—. Perdona,
me decías, Magdalena…
—Sí, se me ocurrió que quizá no tuviera que ver con ella directamente, por eso no lo
encontraste en la primera búsqueda. Estuve cruzando datos, ideas de aquí y de allí, y creo que lo
he encontrado.
—Vamos, que me estoy quedando fría Mars... —Manuela la espoleó simpática, moviendo las
palmas de las manos.
—Fue hace mucho tiempo, los de Gálvez debían tener unos veinte años. Desapareció un chaval
un verano en su misma urbanización, José Luis Cuenca Martínez, dieciocho años. Lo encontraron
unos días después flotando en el embalse de Lozoya. Era el hijo del jardinero de la casa del padre
de los de Gálvez, casi no se investigó y acabaron certificando suicidio. No hubo juicio, el informe
no tiene apenas nada: algunas declaraciones, unas cuantas fotos y poco más. Magdalena testificó,
había estado con él y unos amigos aquella tarde.
Manuela la examinaba en silencio mientras retorcía la etiqueta despegada de su botella de
Aquarius. Con cada pausa de su compañera, Jess se sentía estudiada. Notaba sobre ella los
intensos ojos marrones y se imaginaba pasando por un escáner de aeropuerto, estaba segura de que
era capaz de leer sus pensamientos.
—Buen trabajo —afirmó finalmente Manuela, corroborando sus palabras con un leve
movimiento de cabeza—. Te habrá costado una eternidad buscar en los archivos.
—Bueno, no te miento si confieso que hoy he dormido muy poco... —Jess sonrió orgullosa—.
Sé que no es mucho pero puede llevarnos a algún otro sitio.
—Misma edad, mismos protagonistas... aunque no nos lleve muy lejos creo que merece la pena
investigarlo. Al final va usted a impresionarme, inspectora. —Manuela, burlona, llamó a la
camarera levantando el brazo—. ¡Perdona! Ahora sí que necesito ese cortado con hielo, muy largo
de café por favor. ¿Quieres algo más? —Señaló la tetera vacía de Jess.
—Por qué no... Otro igual.
—Recuérdame qué era cielo —preguntó la camarera.
—Té verde con hierbabuena.
—Ahora mismo.
—¿Té verde de desayuno? —Manuela la observaba curiosa—. Definitivamente eres europea
Mars.
Jess sonrió, espontánea. Estaba empezando a relajarse, aunque dedujo que Manuela podría
invertir aquella sensación en cualquier momento.
—Técnicamente soy tan española como tú...
—¿Qué te hace pensar que soy española? —La interrumpió bromista.
—López, pareces más de Madriz —contestó Jess incorporándose sobre la mesa y
pronunciando exageradamente la zeta final—, que el mismísimo oso...
Manuela estalló en carcajadas, desviando la mirada hacia el suelo. La camarera llegó con la
comanda, tropezando al detenerse junto a la mesa. Manuela elevó el brazo evitando que cayera
sobre ella.
—Lo siento —se disculpó azorada—. Buenos reflejos.
—No pasa nada. Bueno, sigamos con lo nuestro. —Manuela dio por terminado el recreo,
recuperando su postura erguida y dirigiéndose de nuevo a Jess—. Hay que hablar con Magdalena
de Gálvez.
—He hecho averiguaciones cuando venía para acá. Sigue ingresada, por ahora no es posible.
—Pues si no podemos hablar con ella, habrá que hablar con él. —Señaló el impreso de Jess
sobre la mesa, con una fotografía de la víctima y su padre.
—¿Eres siempre tan segura? —Jess la miró a los ojos esperando encontrar una ranura por la
que acceder a su disco duro mental.
—Mmm... —Manuela dudó unos instantes—. Sólo en cosas importantes, en el resto soy un
auténtico desastre.
Siguieron charlando un rato de banalidades. Jess comprobó que cuando estaba relajada su
compañera tenía un fino sentido del humor, que manejaba moviéndose con maestría entre la ironía
y el sarcasmo.

Aunque ninguna tenía mucho tiempo para comer, disfrutaban de la llegada de la primavera en
una terraza del centro. Cuando Cristina llamó a Isabel esa mañana para quedar contestó que sí,
pero a medida que se acercaba la hora había comenzado a experimentar un extraño sentimiento de
culpa. Isabel sabía lo que buscaba Cristina con su sutil invitación: quería información. Conocía su
propensión a exagerar y entrometerse en la vida de los demás. Aunque ella también estaba
preocupada por Manuela no podía dejar de preguntarse si era excusa suficiente para que le
contara lo que ella no quería que supiese.
—Estoy preocupada. Eso es todo, no la había visto nunca así. —Cristina no disimuló sus
intenciones.
—No es para tanto, va poco a poco, así que relájate. —Isabel observó las estilizadas manos de
Cristina limpiando la lubina con la misma precisión que utilizaba el bisturí.
—¿Crees que estoy ciega? Os vi el otro día y escondéis algo. Las dos.
—Cris, por favor, sería algo del trabajo. Confía en mí, está bien.
—No sé —prosiguió, concentrada en apartar la cabeza del pescado—. La veo tan frágil,
incapaz de recuperar la normalidad.
—Dale tiempo, lo pasó muy mal con el divorcio, ya sabes lo que le cuesta abrirse. La
traición... —tragó saliva varias veces—, no la sabe interpretar.
—Reyes puede decir lo que quiera, pero no duerme. Creo que sólo lo hace cuando llega a la
puerta de mi casa como un perrillo abandonado. Ha pasado mucho tiempo, tendría que empezar a
salir del hoyo.
—Y lo está haciendo, pero necesita más, cada uno tiene sus timings.
—¿Sale contigo? ¿Hace algo que no sea trabajar? No sé… ¿Le has visto mirar a alguna mujer?
—Sale poco, los jueves y gracias. —Isabel forzó una mueca de lamento. Echaba de menos sus
noches locas con Manuela, esas cervezas a media tarde que se prolongaban hasta altas horas de la
madrugada—. No está en ese punto. Esta en modo introspección y no quiere beber para no perder
el control.
—¿Y en el trabajo?
—Pues con su superioridad insultante e insoportable de siempre. Tranquila, eso lo hace bien,
le da la vida.
—¿Su compañera nueva? —Una vez que Cristina terminó la autopsia comenzó con el
interrogatorio directo.
—Es buena, muy competente. Creo que se pueden entender.
—¡Eso es muy buena noticia! Si por lo menos consigue ir reconstruyendo su círculo laboral...
¿Crees que le va a dar la oportunidad?
—Ufff... —Isabel abrió los ojos e infló los carrillos de forma exagerada, por un segundo
pareció un pez globo—. Si se dignara a hablar con ella... debería. Varias oportunidades le daría
yo, la verdad.
—¿Qué dices? —la interrumpió Cristina.
—¿No la has conocido? —preguntó Isabel interesada.
—No, no han venido por el depósito.
—Cómo te diría… —Intentó buscar la descripción perfecta como sin darle importancia—. Es
lista, agradable, profesional, joven, increíblemente guapa…
—Muy bien entonces. ¿Es guapa? —Cristina apuró su copa de vino e indagó, inocente.
—Mmm… —Isabel miró hacia arriba, moviendo la cabeza de un lado a otro—. Me gustaría
decirte que no es gran cosa...
—¡Isa! —Cristina chasqueó los dedos buscando recuperar la atención de Isabel.
—...pero te estaría mintiendo. —Sus ojos seguían enfocando a un punto indeterminado en el
infinito.
—Arranca de una vez, que me tienes en vilo.
—Si tuviera que serte sincera, te diría que es una mezcla perfecta entre una modelo de lencería
erótica con la dulzura de una princesa Disney. Pero ni lo intentes, Manu ni la ha mirado.
—¿En serio? —Cristina sabía que Isabel no era generosa en la descripción de otras mujeres—.
¿Ni un poco?
—En serio. Es una puta belleza. Parece que un ser superior se la hubiera mandado del cielo, su
tipo total: inteligente, muy despierta, alta y rubia, unas curvas… —Simuló con las manos el
cuerpo de una mujer—. Pero no, no creo que sepa ni qué ropa lleva puesta.
7
José Luis Cuenca había sido muy atento con Jess cuando lo llamó para hacerle algunas
preguntas sobre la muerte de su hijo y había accedido a recibirlas ese mismo día. Viudo y jubilado
desde hacía varios años, no tenía mucho más que hacer: durante el día cuidaba altruistamente el
jardín del parque municipal y daba su paseo antes de comer; por la tarde, partida de cartas con sus
amigos en el hogar y a recogerse temprano. Era buen conversador y disfrutaba con cualquier visita
que le sacara de su rutina diaria.
La vivienda era humilde pero bien cuidada. Una casa baja con la fachada de cemento blanco y
una composición colorida de macetas colgadas a diferentes alturas. La puerta principal daba a la
plaza del pueblo y desde el ventanal del salón, presidido por una vieja estufa de leña, se podía
apreciar la grandeza de la sierra madrileña, que aún tenía nieve en sus picos más altos. Sentado
con las inspectoras en torno a la mesa camilla, José Luis sirvió café y unas tejas caseras que le
regalaban las monjas de un convento cercano a cambio de su ayuda en pequeñas tareas de
bricolaje.
—Disculpe que le molestemos señor Cuenca. —El tono de Jess era más dulce que las propias
tejas, acompañado de una sonrisa sincera.
—No es molestia hija, a mi edad ya no tengo muchas visitas y me gusta charlar. —Ambas
sonrieron con ternura, dando buena cuenta de la merienda—. Ustedes dirán en qué les puedo
ayudar.
—Verá, estamos investigando un caso reciente en la urbanización Las Brisas y —Jess
seleccionaba las palabras para no hacer más daño del necesario a aquel hombre que, como se
intuía a primera vista, parecía honrado—, nos hemos encontrado con lo que le ocurrió a hijo...
Sabemos que fue hace mucho tiempo y que no hubo ningún acto criminal, pero nos gustaría
repasarlo con usted, si no le importa, por si nos puede ayudar.
Las palabras de la policía despertaron sus peores temores. Fantasmas que, aunque siempre
presentes, llevaba mucho tiempo intentando dejar atrás. La muerte de su hijo, todavía adolescente,
le provocó un dolor sólo equiparable a la inquietud por el desconocimiento sobre lo ocurrido, que
permanecía igual tantos años después.
—Entendemos que es difícil recordar y le agradecemos que nos reciba —continuó Jess—.
Ahora mismo tenemos un caso similar al de su hijo y un cadáver sin identificar de una edad
parecida. Sólo queremos entender qué paso entonces para intentar ayudar a la familia de este
chico.
José Luis volvió en sí, intentando devolver el sufrimiento al lugar donde siempre intentaba
contenerlo.
—Lo entiendo, no se preocupen. Sé que mi hijo no se suicidó, ni fue un accidente, lo he sabido
todos estos años, pero nunca tuve los medios para demostrarlo. —Manuela y Jess se miraron de
soslayo, mientras él proseguía con su historia en tono pausado—. Mi José conocía desde que
nació a los chicos de la urbanización. Eran de la misma edad y algunas veces, demasiadas cuando
mi mujer enfermó, me lo tenía que llevar al trabajo. Jugaban a cosas de niños, ya saben, no
existían las clases, tan pequeños… Con los años hicieron pandilla, no todos le trataban como un
igual pero muchos le apreciaban de verdad. Aquel día estuvieron en la dehesa de acampada.
Todos volvieron menos él, nunca supimos qué había ocurrido… —Hizo una pausa para contener
el llanto—. Nos dijeron esto y aquello, que se había alejado de los demás, que se había perdido,
que igual había tenido algún problema con ellos y se había marchado. Cuatro días después lo
encontraron en Lozoya y… —Una lágrima resbaló por su rostro, recorriendo descarada los
pliegues que el sufrimiento había tallado con el tiempo—. Nunca nos dijeron la verdad.
—Lo siento mucho señor Cuenca. —Manuela observó un reflejo de emoción en la mirada de
Jess, similar a la que ella misma se esforzaba por contener en la boca del estómago, y retomó la
conversación—. Como le decía mi compañera sentimos hacerle revivir ese momento tan doloroso.
Supongo que su hijo conocía a los dos hijos de los Gálvez. ¿Estaba con ellos aquel día? ¿Con
Magdalena?
—Magda… Esa niña era pura bondad, un auténtico sol. Quería mucho a mi José, yo creo que
se gustaban. No recuerdo bien todo, la edad no perdona... —Perdió la mirada hacia la sierra—.
Sí, estuvieron juntos por la mañana, en la caldereta, pero ella no estaba en la acampada. Vino al
día siguiente a verme y participó en la búsqueda, estaba destrozada, como todos. ¿Ella está bien?
¿Tiene algún problema?
—No, no se preocupe, está bien —respondió Manuela con una sonrisa sincera.
—El problema de esa familia era su hermano, Pedrito y sus amigotes. Tenían un grupo con un
nombre rimbombante, no me acuerdo como se hacían llamar. Eran algo mayores que mi José y
Magda, les hacían la vida imposible… —Le vibró la voz al recordarles. Sus ojos se oscurecieron
mudando la bondad de su rostro—. Eran crueles, maleducados y tenían muchos posibles, ya me
entienden. Siempre creí que habían tenido algo que ver con lo que había pasado pero nadie me
hizo caso.
—En el informe no lo indica, ¿hubo alguna línea de investigación que descartara el suicidio?
—preguntó Jess.
—No, no le interesó a nadie.

El teléfono vibró en su bolsillo. Manuela apoyó el café en el banco mientras lo buscaba. Vio
que era Ramos. Se sentó sobre el muro del parque, con los pies colgando sobre el banco, oculta
por el quiosco de prensa y el verde intenso de los árboles, especialmente frondosos en ese punto.
Encendió un cigarro.
—Hola cerdo. Pensaba que me estabas evitando.
—¡Cabezona! En estupefacientes se trabaja, no es como el chiringuito ese que tenéis allí. —Su
excompañero la hizo reír.
—¿Cómo vas?
—Bien, muy tranquilo. ¿Tus nervios?
—De acero, ya lo sabes. —Lo oyó carcajearse al otro lado del teléfono. Le echaba tanto de
menos…
—Seguro que sí. ¿Me estás cuidando el barrio?
—Impoluto lo tengo. No se mueve una hoja sin que me entere. Pregúntale a tu amigo García,
está encantado.
—Siempre ha sido un blando. ¿Cómo va tu caso?
—¡Estupendo! —Manuela apuró el café y se colocó las gafas de sol como diadema buscando
los tímidos rayos de sol que asomaban entre las nubes—. No sabemos nada. El pijo va a dar por
culo, tenemos que interrogarlo. Hay un niño asesinado sin identificar. La pista de Magdalena
parece una mera casualidad. Chico, un barullo. Fácil, como dijo Vaamonde —imitó su voz
mientras se volvía a colocar las gafas, reproduciendo sus habituales maneras delicadas—: «es
evidente que se trata de un accidente, inspectora».
—Ja, ja, ja. ¡Puto Vaamonde! Como te echo de menos cabezona…
Manuela vio a Jess saliendo de comisaria con el móvil en la mano, mirando despistada a
ambos lados de la calle. Por mucho que lo intentara no podría verla, lo tenía comprobado. Había
descubierto aquel banco unos años antes. Un escondite perfecto justo en la acera de enfrente de la
comisaría, ligeramente escorado hacia la izquierda. Aunque sentada sobre el muro del parque se
podía observar toda la calle, sólo fijando mucho la atención era posible distinguir alguna silueta
en dirección contraria. La situación del puesto de prensa y la doble fila de árboles, unos en la
acera y los otros en el perímetro del muro ocultaban la posición entre sombras y reflejos.
Solía tomar café en aquella esquina perdida, le gustaba observar sin ser vista. Había resuelto
allí sentada muchos casos con Ramos, encadenando cigarros y divagaciones. Jess continuaba
mirando la pantalla del teléfono intentando seguir las instrucciones, pero si no cruzaba no la
encontraría. Manuela se puso de pie sobre el banco y le silbó vigorosamente, moviendo la mano
sobre su cabeza, hasta que los ojos de Jess la reconocieron.
—Ya estamos pastoreando. ¿A quién silbas? —Ramos se hizo el interesante.
—Si quieres preguntar, pregunta, pero ya sabes que no me gusta que te andes por las ramas.
—¿Qué tal con la nueva? —preguntó directo.
—Bien, es buena. —Manuela volvió a sentarse en el poyete y encendió otro cigarro.
—¿Más que yo?
—Bastante más lista y preparada, la verdad. No me trae verduras del pueblo pero puede
funcionar...
—Bueno, bueno, cabezona... No me digas que la implacable Manuela López ha encontrado un
compañero...
—Puede ser...
Manuela afirmó involuntariamente con la cabeza, sin perder a Jess de vista mientras cruzaba
despreocupada la calle. Había algo en ella, además de sus piernas interminables, que llamaba
poderosamente su atención. Se entendían bien. Era ágil y deductiva, y seguía sin dificultad sus
razonamientos, delirantes en muchas ocasiones. Le gustaba esa combinación de orden y brillantez
que notaba en sus procedimientos. Era testaruda y le costaba aceptarlo, pero sí, parecía que había
encontrado una compañera.
—Ya me contarás —dijo Ramos interesado.
Jess llegó junto a ella, sonriendo como siempre con amabilidad.
—Venga, ya hablamos. —Manuela colgó sin despedirse.
—Perdona, no había visto tu mensaje. Y luego no te encontraba —señaló Jess.
—Perdóname tú. Necesitaba un café y un poco de aire. ¿Has chequeado la coartada?
—Sí. Llorente y Vargas lo comprobaron, estuvo en casa de una amiga desde el viernes por la
mañana. Claudia Urquijo —dijo haciendo memoria—, vive apenas a dos calles de los Gálvez.
Los padres estuvieron en la fiesta, pero había tres personas de servicio y todos aseguraron que
habían estado toda la noche en su habitación.
—¿Es menor?
—Diecinueve años. —Jess negó con la cabeza, apretando los labios.
—Tengo mano en la fiscalía de menores, pero si es mayor de edad… no hay nada que hacer.
—Podemos citarla en comisaría, asustarla un poco.
—Tiene coartada. Nos reventaría su abogado…
—Pues no hay mucho más. La historia de José Luis también parece que quedará en una mera
coincidencia. ¿Hablaste con la forense?
—Sin el cuerpo no hay forma de refutar la autopsia, pero el informe original y la instrucción no
tuvo dudas, nada que indicara un homicidio: ni pistas, ni indicios… no hubo ninguna sospecha.
—Aun así tendríamos que interrogar de nuevo al señor de Gálvez, intentar sacar el tema...
—Lo sé. —Introduciendo una pausa voluntaria Manuela perdió la mirada en el fondo vacío de
su vaso de plástico—. Pero hacerlo oficial nos puede complicar la vida.
—Es el dueño de la casa, podemos citarlo como testigo, no hace falta informarle de nuestras
sospechas.
—¿Crees que es sospechoso? —Elevó repentinamente su mirada hasta sus ojos. Jess la
observó pensativa.
—¡Pshh! —Un volvo destartalado de varios colores se detuvo delante de ellas, con dos gitanos
al volante —. ¡Pshh!, rubia.
Jess se volvió extrañada dejando ver a Manuela a las dos personas en el interior del vehículo.
López forzó una mueca de fastidio.
—¡Rubia! Dile a tu amiga la tenienta O’nil que venga un momento.
—A ver, ¿qué quieres Tony? —Manuela se levantó con pesadez hacia el coche.
Jess observaba la escena con los ojos muy abiertos. ¿Los conocía?
—¿Qué pasa tenienta? Muy guapa su amiga. —Acompañó el piropo con un silbido de
exclamación, fijando su mirada en un área indeterminada del cuerpo de Jess.
—Y después de esta declaración profunda de amor… —Manuela se apoyó en la ventanilla con
los dos brazos, introduciendo la coronilla en el interior del vehículo—. ¿Qué?
—El patrón quiere verte.
—Claro que sí. Sin problema, dile que cuando él necesite. A sus órdenes estoy.
—Es urgente. —Tony seguía observando a Jess por el rabillo del ojo, de pie a espaldas de
Manuela.
—¿Habéis oído hablar de los teléfonos en el barrio? Veo que lleváis uno cada uno, igual
podíais darles uso. ¿Qué pasa, Mudo? —Manuela saludó al conductor, un gitano más joven y
menudo con el pelo negro engominado.
—Pshh —contestó con una interjección y un movimiento de cabeza imperceptible.
—No nos gustan los teléfonos, ya tú sabes… Que lo grabáis todo luego por ahí.
A Manuela le caía bien Tony. Siempre la hacía reír, desde que se lo había presentado Andrés
en un tugurio de mala muerte hacía ya más de una década.
—Bueno qué, ¿subes o qué? —Gesticulando exageradamente Tony encendió un cigarro.
—Vamos, anda —respondió Manuela resignada.
—Lo siento rubia, me llevo a la poli. Pero luego te la devuelvo enterita, como nueva va a
volver…
—Ella también viene —ordenó Manuela.
Tony lanzó el cigarro por la ventanilla mirando extrañado a los ojos de Manuela. Jess se
sorprendió aún más: ¿Quién era esa gente y dónde iban en aquel coche que, indudablemente, era
robado?
—¿Ella quién? ¿La barbie?
—Sí, ella. Es mi compañera. Ya sabéis cómo funciona esto… Si quieres que vaya, ella también
viene. Puedes pedir permiso si quieres. Por teléfono, por tam tam o como te salga de las pelotas,
pero rápido que me estás cansando.
—Me encanta cuando te enfadas tenienta… —Tony entrecerró los ojos, haciendo gestos
obscenos con la boca en forma de pez—. Tienes que ser una diosa en la cama. ¿Te lo he dicho
alguna vez?
—¡Qué! —Manuela golpeó impaciente la ventanilla—. Que no tenemos todo el día. ¿Subimos
o no?
Tony, pensativo, miró al Mudo, que afirmó una sola vez con la cabeza.
—¡Arriba! —confirmó Tony.
—Vamos. —Manuela le indicó a Jess que subiera al coche ladeando la cabeza. La notó
intranquila—. No pasa nada. —Le guiñó el ojo intentando serenarla.
Cada vez que Jess pensaba que comenzaban a tener una relación profesional normal, su
compañera era capaz de introducir una curva cerrada que la desorientaba. Allí estaban, en el
asiento de atrás de un coche desvencijado y robado conducido por dos gitanos, probablemente
armados, que la conocían como la tenienta. Y allí estaba la tenienta, tan contenta, charlando con
el tal Tony como si fueran amigos de toda la vida, compartiendo cigarrillos y confidencias, más
relajada de lo que la había visto en cualquier situación anterior.
Salieron de la autopista y condujeron más de quince minutos por las calles laberínticas de la
barriada hasta llegar a un solar con edificios semiderruidos a ambos lados. El descampado
parecía el corazón del barrio: grupos de señores echando una partida de dominó con una cerveza
al sol, chiquillos jugando al balón y ropa de todos los colores ondeando al viento en los balcones.
Detuvieron el coche y salieron. Jess estaba alerta, completamente confundida. Se aproximaron dos
hombres más grandes con pinta de mafiosos, éstos definitivamente armados de acuerdo al bulto
que percibía bajo su axila.
—¿Quién es? —preguntó uno de ellos a Manuela, señalando a Jess.
—Viene conmigo.
—Ok. —Afirmó con la cabeza—. Se queda aquí, Peque quiere hablar contigo en privado.
—En la puerta. Abierta. A la distancia que queráis.
—Hecho. —Volvió a afirmar con la cabeza—. ¿Armas?
—Sabes que no. —Levantó los brazos para que la examinara—. Si gustas…
—No es necesario. ¿Tu amiga?
Jess sintió un escalofrío al pensar en aquel hombre cacheándola. ¿Manuela había perdido
completamente la cabeza? No, no le daría su arma.
—Se queda fuera, no hace falta.
—Mmm… —El matón dudó. Jess apretó involuntariamente la culata bajo su hombro.
—No la vas tocar, deja de soñar... —le indicó Manuela jocosa mientras le aguantaba la
mirada.
—¡Vamos! Peque está nervioso.
—Será un momento. No te preocupes, te dejo bien acompañada, Tony es de fiar. ¿Verdad? —
Jess ni siquiera sabía qué contestar a su compañera.
—Me portaré como el mejor payo blanco del mundo. —Se besó los dedos cruzados—.
Palabrita de gitano, tenienta.
Manuela suspiró. Le guiñó cómplice un ojo a Jess y sonrío sincera. No tenía ni idea de quién
era esa gente ni qué hacían allí, pero contemplando el rictus relajado de su compañera estaba
empezando a parecerle buena idea.
Manuela siguió al matón armado. Cuando se alejaron unos pasos notó que se calmaban,
aflojando los dos sus musculaturas. ¿Habían fingido aquel numerito para ella? ¿Quería asustarla?
¿Era la forma que tenía de acabar con sus compañeros? Él la tocó el hombro por detrás, afectuoso.
Hablaban cordialmente, con familiaridad. En apenas veinte metros, llegaron a la puerta de garaje
oxidada de un bajo. El matón la abrió con un brazo, levantándola como si elevara una pluma y
descubriendo un espacio desnudo, con tamaño para un coche, con una mesa ovalada en el centro.
Por la puerta del fondo apareció Peque, un hombre inmenso de casi dos metros, cien kilos y
cara de pocos amigos. Jess lo observó a cierta distancia y se alegró de sentir la pistola bajo su
axila. No le inspiraba ninguna confianza: era enorme, vestido con un traje rancio de línea
diplomática, a juego con el sombrero; vigoroso para su edad, parecía un sicario de cualquier
capítulo de Los Soprano. Manuela llegó hasta él y se abrazaron con afecto.
—¿Qué pasa Peque? ¿Cómo estás? —saludó Manuela con simpatía.
—Sobreviviendo, que no es poco. ¿Tú? —Su tono era atento, casi paternalista—. ¿Cómo te
tratan esos hijos de puta?
—No me puedo quejar…
—¿La rubia?
—Es mi nuevo Andrés, tendrás que acostumbrarte a ella.
—Ay Manuela —sonrió nostálgico—, cuántas veces te dejó Andresito a ti en la puerta. Eras
sólo una niña entonces y mírate, mírate ahora… —Estaba orgulloso—. ¿Es trigo limpio?
—Me lo parece. ¿He traído antes a alguien? —Peque miró a Jess por encima del hombro de
Manuela, movió firme la cabeza y se dirigió a los gitanos de la puerta con un grito castrense—.
¡Mudo! Trae una silla a la chavala, que es nuestra invitada, que no le falte de na. ¿Estamos?
Mudo salió corriendo en busca de la silla para cumplir la orden de su jefe.
—Gracias. ¿Qué necesitas? —Manuela se detuvo junto a él. Los dos matones se alejaron hacia
la puerta del fondo para dejarles intimidad.
—Ay Manuela —le cogió las manos—, no le importamos a nadie… A nadie, sólo puedo contar
contigo.
—Me estás asustando.
—A ver, como te cuento el problema. Hace unos días que desapareció el Lucas, el hijo de mi
hermana, la Encarni…
—No lo conozco.
—No, el niño es legal, estudia su FP y todo. Estaba con los amigos en el parque y nadie ha
vuelto a verle.
—¿Cuántos años tiene Lucas?
—Diecisiete, recién cumplidos. Es un primor Manuela, mi ojito derecho, un niño bueno, pero
bueno de verdad.
—¿Habéis denunciado?
—¡Por Dios!, ¿a la madera? Yo no quería creerlo, ya sabes, le dije a mi hermana que son
cosas de críos, tendrá una novieta o estará de fiesta o así, pero han pasado muchos días… y no lo
encuentro, no lo encuentro Manuela.
—¿Has denunciado o no Peque?
—La Encarna fue a hablar con los picoletos, pero claro… ni puto caso la hicieron. La trataron
como basura. —Elevó los enormes brazos pareciendo un coloso—. Como coja al hijo de la gran
puta que ha hecho esto…
—¡Ehhh! —Manuela detuvo el impulso de sus brazos, rodeando uno de sus antebrazos con
ambas manos—. Tranquilo, nadie va a tomarse la justicia por su mano. ¿Estamos? —Él asintió
con la cabeza—. Me has llamado, así que déjame ayudarte. ¿Tienes una foto?
—Sí. —Hizo un gesto a uno de los matones para que se acercara —. Sabía que podía contar
contigo, el Andrés estaría tan orgulloso de ti. Mira, mírate, toda una jefa de la Policía Nacional.

—¿Y qué? ¿De dónde eres? Con ese mote tan raro. —Tony, además de su habitual
incontinencia verbal, intentaba hacerle a Jess más amena la espera. Ella, compartiendo corrillo
con los dos gitanos en la puerta del garaje, acababa de decidir que hablar con él era más
inteligente que seguirle dando vueltas a aquella locura que estaba viviendo. Si jugaba bien sus
cartas incluso podría satisfacer su curiosidad. Tony no paraba de hablar, ante la atenta mirada de
su primo el Mudo.
—Mi padre es escocés —respondió Jess.
—Aaah… —expuso sorprendido—. Eres guiri, eso lo explica to. Creía que era un mote. ¿Qué
tal con la tenienta? ¿Te da guerra? Tiene mala hostia, ¿eh? Yo llevo años enamorado de ella. Pero
nada, no cuela, ni una vez, ni borracha ni na, nunca ha caído…
Jess dejó escapar una carcajada. El gitano era gracioso. No sabía muy bien por qué, pero
estaba disfrutando de esa situación tan surrealista con los tres sentados en sillas de loneta, en
medio de la calle, hablando de la vida sexual de su compañera.
—Hombre, está casada, igual es por eso. ¿No? —Jess continuaba su charla con los gitanos.
—¿Ah sí? —Tony la observó atento.
—Bueno, lleva un anillo...
—Yo eso no lo sé. Es muy hembra la cabrona, nunca le he conocido varón, pero hay que ser
muy hombre para acercarse a la tenienta, te lo digo yo. —Volvió a besarse los dedos.
—¿Os conocéis hace mucho?
—Hombre, de hace más que tú. Muchos años ya. Era una niña cuando el Sito la trajo por
primera vez, pero ni tembló ni na, tenía ya unos cojones la hijaputa. Bueno, como ahora, que está
siempre encabritá. ¿Tú conoces al Sito?
—Creo que no…
—Sí hombre, es compañero tuyo, ahora está en Sevilla desterrao… El Andrés… ¿Como se
apellida el Sito, primo? Que no me viene.
—Ramos —Mudo respondió escueto, demostrando estar pendiente de la conversación, aunque
su mirada se perdiera siguiendo el balón con el que jugaban los chiquillos frente a ellos.
—Eso, el Andrés Ramos, el inspector. Era el compañero de la tenienta.
—Ahh… —contestó Jess confundida—. ¿El inspector Ramos?
—El mismo. ¿Le conoces?
—No, cuando llegué ya se había ido a Sevilla.
—Pues eso, ¿de qué estábamos hablando? Ah sí, del Sito. Ahora parece muy respetable, bueno
muy respetable tampoco que al lado de la tenienta parece el pobre un mamporrero, ya me
entiendes… Pero con su placa y eso, un hombre respetable. Pero el Sito es del barrio de to la
vida, iba al colegio con mi hermano Luis. Aquí, a la vuelta, sigue viviendo su madre.
Jess sólo podía asentir con la cabeza, mientras de reojo no perdía de vista cómo Manuela
hablaba en susurros cogiendo cariñosa las manos del tal Peque. «¡Qué situación!», pensó.
—Pues eso, lo que te contaba… —prosiguió Tony—. Que la trajo el Sito hace ya mil años y
aquí estamos, ahora es familia la paya, una de los nuestros, intocable en este barrio es.
—Pero… ¿vosotros a que os dedicáis?
—¡Hombre rubia! Por ahí tampoco… que si la tenienta me dice que me fíe de ti, pues yo me
fio de ti, pero no se anda preguntando esas cositas por ahí. Está feo. No está bien. No le va a
gustar a ella tampoco, ya te lo digo…
—Perdona Tony. —Se disculpó sincera—. No quería molestarte.
—Si no me molestas —elevó el tono—, que yo te lo digo por ti, pa que tú lo sepas… Que
estamos aquí ya en confianza… Tú y yo… Vamos, que porque no sabemos lo que va a durar la
charla, que si no nos íbamos a tomar unos chirimbolos…
—Mmm… —Jess comenzó a jugar con su pelo, haciéndose trenzas en las puntas.
—Bueno, a lo que iba. Es que eres tan guapa que me distraes. Que la Manuela es de la familia,
pero legal, legal, una mujer de verdad, de palabra, que se hace respetar. No lleva pistolitas de
agua, ni ninguna tontada de esas que llevan los picolos. ¿Por qué? —Jess sintió otra vez la culata
en su costado, pero en esta ocasión le desagradó—. ¿Por qué no lleva?
—¿Pistola? —preguntó intrigada.
—¡Claro! Sé que no estoy mal rubia, pero como para distraerte… Ahí está el quit. ¿Por qué no
lleva pistola la Manuela? —Tony observaba a Jess, que no estaba segura de si debía responder o
se trataba de una pregunta retórica—. Pues porque no la necesita —se respondió a sí mismo
convencido—, no la necesita pa na… Porque ella hace cosas importantes, importantes de verdad
y no amenaza a chiquillos que venden dos duros de costo.
Diferentes ideas se atropellaban por la cabeza de Jess, como saltando de un precipicio, a punto
de colapsar: ¿Era su compañera corrupta? ¿Era, siguiendo la descripción del tal Tony, un ejemplo
de integridad? ¿Qué estaba haciendo ella, recién incorporada, allí sentada al sol en el patio de una
barriada, charlando amistosamente con un delincuente? Un grito desgarrado desde el interior les
heló la sangre a todos. Jess alcanzó a ver a Manuela intentando, mediante un abrazo, contener a
Peque, que había estallado como un animal salvaje, roto de dolor.
8
Jess observaba a Manuela a través del cristal de la sala de reuniones intentando consolar a
Encarna, destrozada por la pérdida de su hijo. Manuela llevaba tres días preocupada desde que
aquel alarido, mezcla de dolor y rabia, había confirmado que Lucas, el sobrino de Peque, era el
menor que tenían en el depósito. Prácticamente sin dormir y sin comer, López intentaba arrojar luz
sobre el caso pero no había manera. Estaban en punto muerto.
Habían conseguido identificar a la víctima, Lucas Pequeño, sobrino de Peque e hijo de
Encarna, un chaval de apenas diecisiete años que intentaba labrarse un futuro estudiando un grado
medio de mecánica. Pero no tenían mucha más información. Se había puesto el barrio del revés,
pero nadie lo había visto ni sabía cómo había podido llegar hasta aquella piscina en una
urbanización de lujo de la periferia de Madrid.
Manuela trabajaba de forma incansable arrastrándola con ella a través de la investigación,
como un verdadero equipo. Jess seguía sin comprender lo que había ocurrido en la barriada, no
había tenido oportunidad de profundizar y todo eran dudas. ¿Por qué la había llevado con ella
para luego no aclararle nada? Empezaba a entender que su compañera no solía dar muchas
explicaciones. Aunque parecía una persona racional y lógica, se estaba dando cuenta de que era
puro corazón, un espíritu libre movido por sus sentimientos. En su fuero interno creía que la
relación con la barriada no tenía nada de perverso y, al mismo tiempo, el compromiso por ayudar
a los suyos, un grupo de gente marginal, con tanta determinación, hacía que creciera su admiración
hacia ella. Si el resto de sus compañeros pudieran ver bajo su fachada frívola y competitiva aquel
sentimiento tan profundo de pertenencia…
Profesionalmente su relación se estaba fortaleciendo, se compenetraban bastante bien. Jess
percibía que confiaba en ella y aprendía algo de cada segundo que compartían: habían vuelto a
hablar con prácticamente todos los testigos, sin conseguir nada; ni la científica ni la forense tenían
buenas noticias, apenas algo de ADN en la ropa que no tenía correspondencia en la base de datos;
habían peinado la urbanización y el barrio, buscando alguna pista, pero nada; volvieron a registrar
la mansión de los Gálvez, casi al milímetro; y, finalmente, sacaban tiempo para contener a Peque,
sediento de sangre, y a toda su familia.

—¡Está hecho! —la siniestra voz ronca confirmaba que el encargo había sido realizado—.
No será un incordio.
—¿Sabía algo? —Su interlocutor era más precavido.
—Nada. Seguramente llegué a tiempo y no pudieron ver nada.
—Perfecto.
—Tampoco podrá contarlo…
—¿Confirmó si había alguien más?
—Nadie. Tranquilo, jefe. Eran unos muertos de hambre que vieron la oportunidad de robar.
No hay de qué preocuparse.
—Eso espero —afirmó categórico.
—¿Algo nuevo? —Isabel charlaba con Manuela en la zona de vending de la comisaría.
—Nada, la pobre mujer está destrozada y no tengo una mierda que darle. —Manuela daba
vueltas sin parar al café.
—He hablado con ella, iré a verla alguna tarde a ver si puedo ayudarla con el duelo.
—Gracias. —Manuela le tocó el brazo con cariño, deslizando varias veces la mano por su
antebrazo. A Isabel le encolerizaba que necesitando tanto el contacto humano lo evitara
habitualmente en público.
—¿En qué quedó al final lo de la hermana?
—En nada. Una mala experiencia que le trajo viejos fantasmas, no hay de dónde tirar.
—Pobre mujer. ¿Cómo vas a contener a la barriada? —preguntó la psicóloga preocupada—.
Querrán venganza…
—Pues con mucho cuidado. He hablado con Andrés para que ayude, aunque sea en la distancia,
igual se coge unos días y sube a vigilar a Peque. Por ahora están tranquilos, pero… no puedo
prometer nada.
—¿Reyes puede ayudar?
—Cuando haya algo. Ahora mismo estamos todos ciegos.
—¿Y con Mars, qué tal? —Isabel cambió el tono haciéndolo más sugerente.
—Muy bien. ¿Por qué?
—Por nada, te veo cómoda con ella. Me extraña, nada más.
—¿Por qué te extraña? Es buena, es muy rápida, me gusta. ¿Desde cuándo tengo yo problemas
para trabajar con gente competente? De nunca. Tengo problemas con los vagos estos, con nadie
más.
—Me alegro entonces. —Isabel observó a su amiga, pensativa, durante unos segundos.
Sonó el teléfono de Manuela.
—Es Cris —dijo mirando la pantalla—, como vuelva a recordarme que hemos quedado esta
noche a las ocho y no a la siete y media, porque al final ha reservado a las ocho, te juro que no
respondo.
—Está muy loca. Cógeselo anda, y luego no llegues tarde claro.
—Tarde lo entiendo. Pero, ¿cuándo me has visto llegar pronto a algún sitio? —Las dos rieron
—. Dime Cris. —Le cambió la cara mientras escuchaba a la forense. Se alejó de Isabel
despidiéndose con la mano.

Manuela conducía parapetada tras sus gafas de sol. Fueron todo el trayecto en silencio. Jess
estaba empezando a odiar esas pausas tan prolongadas que tenían no tan de vez en cuando. Le
generaban intranquilidad, con su compañera absorta en sus pensamientos, el rictus serio y la
mirada perdida. Manuela no era tímida, hablaba cuando lo necesitaba. Con algunas personas y en
momentos concretos había notado que era burlesca y bastante extrovertida. Sin embargo, manejaba
el silencio con maestría. Le gustaban los cambios de ritmo, disfrutaba de la quietud, ensimismada
en sus propias reflexiones. Era una maestra de la sutileza: el juego de miradas, las caídas de ojos
y las medias sonrisas. Aquellos ojos gigantes eran tan expresivos que, en muchas ocasiones, no
necesitaba hablar. Y a Jess eso la intimidaba. Se dio cuenta de que necesitaba entenderla,
interpretar cada una de las miradas que, aunque parecidas, eran tan diferentes, pero cualquier
pequeño detalle elevaba un muro entre ellas y la obligaba a detenerse.
Desde que la acompañó a la barriada sus dudas se desplazaban cíclicamente desde la cabeza
hasta la punta de la lengua, generándole una extraña angustia. Quería conocer la realidad de la
situación. Intentaba buscar el momento adecuado para preguntar, pero no lo encontraba y sus
conjeturas retomaban el camino de vuelta. Manuela aparcó el coche en la zona reservada para
autoridades frente a la puerta del Anatómico Forense y se bajó sin mirarla. Estaba especialmente
introspectiva aquella mañana. A grandes zancadas, como perseguida por una fuerza invisible se
introdujo en el edificio. Jess la seguía a pocos pasos. Manuela se detuvo junto al mostrador de
admisión y su compañera percibió como su rostro dibujaba una sonrisa relajada.
—Hola bombón. ¿Cómo llevas la mañana? —saludó Manuela con especial cortesía a la
administrativa. Una mujer mayor, encorvada y regordeta, que ya tendría que haberse jubilado.
—Inspectora López, ¡qué alegría! —Cerró rápidamente la revista del corazón que ojeaba
disimulada bajo el teclado—. Hacía mucho que no venías por aquí.
—Me tienen encerrada en un despacho Paqui, ya lo sabes.
—Espero que no sea nada malo, claro. Aquí ya se sabe…
—¿Está la doctora?
—Para ti seguro que sí. Esta en el laboratorio, no necesitas instrucciones.
—Gracias guapa, cuando venga con más tiempo tomamos un café.
Manuela siguió su camino por el pasillo bajo el letrero: «Sólo personal autorizado». Jess
reanudó el paso tras ella. Giró en la tercera puerta a la derecha y entraron al laboratorio. Una
mujer rubia, con traje de chaqueta bajo una bata blanca desabrochada, observaba concentrada una
muestra en el microscopio. Jess observó atónita como Manuela se acercaba con cariño por detrás.
Apoyó levemente su mano en la cadera de la investigadora y colocó la barbilla en su hombro,
susurrando en su oído:
—Buenos días doctora. ¿Te has recuperado?
—Hola, cariño. —Cristina se dio la vuelta con una sonrisa amable y deslizó su mano por la
cara de la inspectora—. Ya no tengo edad, no me recupero por lo menos hasta el fin de semana
que viene.
La cabeza de Jess entró en erupción, como un volcán escupiendo ideas sin sentido: «¿Cómo
había cambiado tanto el humor de la inspectora del coche al anatómico? ¿Tendría algún trastorno
de personalidad? ¿Quién era esa mujer? ¿Su pareja?», se ruborizó al pensarlo. López llevaba
anillo, se había fijado varias veces. La doctora era atractiva, elegante en realidad, aunque parecía
algo mayor que ellas. Como casi siempre que intentaba interpretar a Manuela no sabía qué pensar.
—Te presento a mi nueva compañera, la inspectora Jess Mars. —Manuela la introdujo en la
conversación de sopetón—. La doctora Romero, la mejor forense de Madrid.
—No exageres, Manu —Cristina se dirigió a Jess, afable, mientras recogía las muestras que
tenía en el microscopio—. Perdona que no te bese, con estas pintas…
—Encantada doctora. No se preocupe, ya habrá ocasión —señaló Jess.
—Cristina, por favor, llámame Cristina. Y tutéame, que no soy tan mayor.
Manuela no podía evitar saber lo que estaba pensando Cristina en ese momento. Vio como le
brillaban las mejillas. Por supuesto, ya habría activado su red de inteligencia y cotilleado con
Isabel. En realidad, su única duda era si estaba planeando la boda o ya se imaginaba un par de
niños rubios y perfectos correteando por su jardín. Cuando se volvió hacia ella, su mirada pícara
y la boca abierta de par en par le dieron inconfundiblemente la razón. Manuela negó para sí misma
con la cabeza.
—Tengo tu informe. Déjame que me asee un poco y nos tomamos un café.
Isabel había tenido razón con el consejo del café, pensó Jess. Ella llevaba una semana
practicándolo y, definitivamente, la doctora Romero conocía el secreto. Sentadas en una mesa de
la cafetería del anatómico en torno a tres cafés bien cargados, Manuela estaba cómoda,
conversando con la forense con una naturalidad especial.
—¿Algo raro entonces? —Manuela decidió centrar la conversación.
—Christian Castillo, varón, caucásico, veinte años. La causa está clara, murió por asfixia, el
resto… no podría jurarlo ahora mismo, sin los resultados de toxicología.
—Desembucha Cris, que estás hablando conmigo, no ante un tribunal.
—A ver, varias cosas no cuadran. Está claro que fue un homicidio… —Miró con recelo a Jess
y al resto del personal en las mesas cercanas.
—Sigue —exigió Manuela, mientras golpeaba rítmicamente la cucharilla del café sobre la
mesa.
—Ahora mismo, a la espera del laboratorio, certificaría como causa de la muerte fallo
cardiopulmonar. Pero el chico no se ahorcó, eso es seguro. No tenía restos de cuerda en las
manos, las marcas de ligadura en el cuello son post-mortem, la midriasis era brutal…
—¿Tenía las pupilas dilatadas? —intervino Jess con autoridad—. ¿Estupefacientes?
—Podría ser. Hay más... —Cristina bajó la voz hasta ser casi un murmullo. Las tres acercaron
las cabezas sobre la mesa—. La lividez en los brazos indica que falleció tumbado boca arriba y lo
colgaron. No estuvo mucho tiempo, el escenario estaba preparado.
—Habla, por Dios Cristina, me estás poniendo histérica. —Manuela soltó la cucharilla y abrió
mucho las manos.
—Encontré restos de vómito, disimulados bajo una bolsa —Manuela estaba sobre sus
antebrazos, casi en equilibrio sobre la mesa—, los he mandado a tóxicos. —Cristina miró
alternativamente a ambas a los ojos—. Creo que lo envenenaron.
—¿Cómo? —Manuela se impulsó hacia delante, quedando de puntillas, con el torso completo
sobre la mesa—. ¿Por qué? ¿Qué encontraste?
—Restos. Es una intuición sin corroborar Manu. No puedo ponerlo en el informe.
—Pero me lo puedes contar a mí, lo mantendré… lo mantendremos extraoficial todo el tiempo
que sea necesario. —Miró a Jess que confirmó con la cabeza—. Necesitamos avanzar, Cris.
—Ok. —La forense cedió a las presiones de Manuela—. Por los vómitos, el olor, el color de
la sangre y alguna lesión interna por confirmar, creo que...
—¿Lo envenenaron con cianuro? —Jess preguntó casi con miedo, levantándose también sobre
sus manos y acercándose a ellas.
—Es lo más probable, tenemos que esperar a los resultados. —Cristina afirmaba con la cabeza
—. ¿Eres médico? —preguntó interesada.
—Psiquiatra.
Retomando su postura erguida, con la espalda formando un ángulo recto perfecto con el
respaldo, Manuela observó a Jess con curiosidad.
—¿Alguna relación con la otra víctima? —Manuela continuaba estudiando a su compañera.
—Dímelo tu —respondió Cristina.
Sosteniéndose la barbilla con la mano Manuela devolvió su atención a Cristina, camuflando
una carcajada.
—Médica, doctora, alguna relación médica...
—Encontré restos bajo sus uñas, probablemente defensivas, lo he mandado a analizar. Si
coincide el ADN quizá tengáis una pista…
—Aprieta al laboratorio. Lo quiero ya.
Sonó el móvil de Manuela, que tenía sobre la mesa, y se alejó hablando sin perder de vista a su
compañera. Definitivamente era un gran fichaje. Le sorprendía a diario con razonamientos que le
daban buenas perspectivas, que ella no contemplaba, y eso era algo que la gente no conseguía
habitualmente. ¿Era médico? Empezaba a intrigarle mucho aquella mujer.
Jess se sentía como la muestra bajo el microscopio de la forense. A pesar de la distancia
notaba la fuerza de los ojos de Manuela sobre ella. Se dio cuenta de que Cristina también la
contemplaba.
—Perdona, estaba pensando en mis cosas. —Jess se sonrojó al devolver su atención a la
doctora.
—Tranquila, no pasa nada.
—¿Os conocéis desde hace mucho?
—¿Tanto se nota...?
—No sé, te trata de forma especial.
—Ja, ja, ja. —Rompió a reír disimulada—. Sólo cuando quiere... —Cristina observó a
Manuela andando de lado a lado de la cafetería—. No le des mucha importancia a sus cambios de
humor. No está en su mejor momento.
—¡Vamos Mars! —Manuela interrumpió su conversación con un fuerte golpe en la mesa—.
Hay que averiguar si tiene relación con Lucas. Lo encontraron en un parque, cerca de su casa, no
está lejos de la barriada. Vamos a ver a los padres. Antares está de acuerdo en tratarlo como el
mismo caso, por ahora.
—Pobre hombre si no lo estuviera... —Cristina murmuró hacia Jess, entre dientes, con un
guiño cómplice.
—¿Tienes tiempo para un cigarro rápido? No es mucho, pero nos has dado un hilo del que
tirar. —Manuela estaba eufórica viendo una posibilidad de avanzar en la muerte de Lucas.
—Dos minutos. Vamos, que yo también tengo lío…
—Si me disculpáis, ahora os cojo, voy a aprovechar para ir al baño —se excusó Jess
dirigiéndose al lavabo.

Cristina y Manuela fumaban en la puerta del anatómico, apoyadas sobre el capó del coche.
—Me gusta —dijo Cristina.
—Menuda novedad… Os gusta todo el mundo con diez minutos de conversación. Dios mío,
tenéis mucha confianza en la raza humana. ¿Has hablado con Isa?
—No. ¿Por qué?
—Porque también le gusta.
—A ti también te gusta. No te hagas la dura cachorrillo. La llevaste a la barriada.
—Sí, me da confianza y me gusta trabajar con ella. ¿Qué problema veis en eso? No lo
entiendo. Toda la vida diciéndome que dé una oportunidad a la gente y ahora que se la doy os
pasáis el día buscando un interés oculto.
—No creo que estés ciega tampoco. Sentimentalmente hace tiempo, pero seguirás siendo capaz
de ver, digo yo.
—¡Ahh! Que estamos hablando de eso... Hombre, eso —remarcó la palabra ladeando la cabeza
hacia un lado— está bastante claro y no vamos ni a debatirlo, pero no es lo que nos ocupa ahora.
Vio a Jess saliendo del anatómico hacia ellas, despreocupada, con la melena al viento. La
verdad era que, aunque se esforzara en camuflarse bajo aquel vestuario oversize, era evidente que
era espectacular. Pero no, eso no podía ocuparle ni un segundo de su tiempo. No lo tenía, le había
prometido a Peque que iba a encargarse de averiguar qué le había pasado a su sobrino y ese era su
único objetivo a corto plazo.
Cristina se despidió de Manuela con un solo beso cariñoso. Se cruzó con Jess en su vuelta al
anatómico, dándole los dos besos que le había prometido.
Subieron al coche y en aquel espacio tan pequeño volvió la tensa nada. Manuela ocupaba todo
el espacio, era capaz de absorber todo el oxígeno, creando un vacío claustrofóbico a su alrededor.
Era desquiciante. Jess se prometió a sí misma aprender a leer los silencios de su compañera si no
quería acabar perdiendo la cabeza.
Con el motor detenido, y Manuela jugueteando con el dedo sobre la palanca de cambios, Jess
notaba sus ojos sobre ella. ¿Cuánto tiempo duraría el efecto narcótico de la mirada de aquella
mujer? Entonces, tomando una larga inhalación, como un prólogo infinito, Manuela compuso una
sonrisa indescriptible: espontánea, transparente y magnética. La desarmó. El aire termino de
consumirse dejándola sin respiración. La realidad saltó en pedazos. Era incapaz de percibir nada
que no fuera la onda expansiva de su sonrisa.
—¿Todo bien Mars? —Manuela giró completamente su cuerpo hacia el asiento del copiloto.
—¿Perdón? —Jess evitaba el contacto con sus ojos, prologando la mirada sobre la luna
delantera.
—¿Estás bien? —repitió—. ¿Estás contenta? ¿Disfrutas con el trabajo? ¿Te estoy dando mucha
guerra? —Manuela preguntó sincera y algo traviesa.
—Estoy bastante bien, creo. Gracias por preguntar. —«¿Hacia dónde iba aquella
conversación?», pensó estremecida.
—Me alegro. —Seguía penetrándola con las pupilas—. Sé que a veces… Bueno, mis métodos
no son del todo… ¡Vamos, que soy un caos! —Exageró aún más el gesto de sus mejillas. Perdida
en su maravillosa sonrisa Jess también rio.
—Eres... interesante, sí. —Jess la miró a los ojos.
—¿Interesante? Nunca lo habían dicho así…
Colocándose las gafas arrancó el coche, evolucionando el gesto a un registro más seductor e
intenso y retomando su juego de pausas. Jess pensó que no debía. Tenía que controlarse, pero
deseaba volver a jugar con ese fuego, aunque pudiera quemarse.
9
—No es que folles poco Manu, es que no follas.
Reyes gesticulaba mucho para apoyar sus argumentos manteniendo un tono discreto, coherente
con su pequeño tamaño. Habían quedado en una terraza del centro, cerca de casa de Isabel,
ambientada en el laberinto de Alicia en el País de las Maravillas. A esa hora los butacones en
forma de seta estaban repletos de grupos de oficinistas que disfrutaban de una copa tras salir del
trabajo.
—No follo porque no quiero, no lo necesito, estoy bien —respondió Manuela con brío.
—Por favor, no te pongas estupenda, que nos conocemos hace muchos años. —Reyes apuraba
el contenido de su extravagante copa, servida en un siete de corazones.
—No quiero follarme a alguien que conozca en un bar una tarde. No me apetece, ya está.
—¿Qué bar? Si no sales.
—¿Pero a ti qué más te da mi vida sexual? ¿Te acuestas conmigo? No. Te acuestas con tu
marido así que preocúpate de eso.
—Lo digo por ti, que se te está agriando el carácter… Tienes treinta y siete años y pareces una
monja de clausura.
—Este año ha votado ya más veces que ha follado, acuérdate. —Isabel echó más leña al fuego.
—Estáis muy graciosas, muchísimo. Tú como follas sin compromiso, lo mismo te da.
—Pues mira sí —respondió Isabel orgullosa—, esta noche he quedado con un bombero que
conocí el otro día en el mercado.
—¡Muy bien! A follar y a disfrutar, claro que sí. —Manuela se rellenó el vaso de cerveza con
la tetera rosa gigante.
—Mira Manu, no todos tenemos la suerte de conocer el amor utópico, correspondido y
desgarrado. Hay que disfrutar, cielo, así que cuando quieras… —mordiéndose el labio emitió un
jadeo forzado.
—Cristina, por favor, para esto aquí. —Manuela buscó su complicidad.
—En realidad tienen razón. No en las formas claro. —Cristina estaba incómoda teniendo
aquella conversación en público, sin ningún miramiento en el volumen de las voces—. Deberías
salir más, abrirte un poco. No digo que salgas de caza como ésta, pero conocer a alguien que no
seamos nosotras tampoco te va hacer daño.
—¡Madre mía! Si hasta Cris nos da la razón estás perdida cachorro. —Isabel levantó su
cupcake y brindó con Reyes.
Las dos terminaron el contenido de sus copas riendo a carcajadas. Para Reyes e Isabel, las dos
de lengua ácida, meterse con Manuela era casi un deporte olímpico y entrenaban para ello con una
disciplina férrea. Ella solía encajarlo bien, paciente, contratacando cuando tenía ocasión.
—A ver Manu... —Reyes intentó no ser irónica—. No te estamos diciendo que vuelvas a
casarte. Pero chica un revolconcillo, una alegría para el cuerpo, no te vendría mal.
—¿Qué pasa con la rubia? —Isabel intercambió una rápida mirada con Cristina.
—¿Qué pasa? Es mi compañera Isa, punto. La tuya también, por cierto. Y ya lo hemos hablado.
¡Qué zurra me estáis dando con la nueva, coño!
—¿La nueva? ¿Qué pasa con ella? ¿Es interesante? Cuenta, cuenta. No te dejes nada. —Reyes
se acomodó en la butaca cruzando las piernas, casi enterrada por el tamaño de la mesa en forma
de reloj.
—Es muy maja, y yo creo que puede tener interés… —indicó Isabel.
—¿Guapa? —indagó Reyes.
—¡Dios mío! —Aunque no quería ayudarlas a acorralar a Manuela, Cristina no pudo ocultar su
opinión—: es como una ninfa.
—¿Ninfa? Cristina, por favor, deja las opiniones a una profesional —demandó Isabel subiendo
el tono—. Es una incitación a pecar Reyes.
—¡No será para tanto! —Isabel y Cristina formaron una mueca exagerada—. Quiero conocerla,
para poder criticar. —Se volvió hacia Manuela, que llevaba un rato curioseando su móvil—. Pues
mira, ahí lo tienes, mira qué a huevo.
—Claro, ¡qué fácil! —Dejó caer con desinterés el teléfono sobre la mesa—. Sencillísimo.
Encuentro por fin a una persona con la que puedo trabajar y me acuesto con ella una noche. —Se
aplaudió a sí misma—. Todo muy libre y muy natural. Y claro, a la mañana siguiente si te he visto
no me acuerdo. Una relación laboral muy cómoda.
—Ya sois mayorcitas. Si a ella le parece bien… Isabel lo hace mucho y mírala, ningún tío le
pone problemas.
Cristina miró a Manuela y negó con la cabeza.

Se habían separado para ganar tiempo. Manuela iría a la barriada a ponerlos al día, contener
sus ansias y ver si podían ayudarla con la nueva víctima. Jess, apoyada por el inspector García,
hablaría con los padres de Christian en comisaría.
Hablar con unos padres que acababan de perder a su hijo era un trago amargo. La peor parte de
su profesión. No existía el modo de poder reconfortarles tras una pérdida que cambiaría su vida
para siempre. Y cuando la muerte era violenta la situación era aún peor. Situarse frente a ellos era
sólo el principio de un calvario que no les permitiría vivir el duelo hasta pasado mucho tiempo.
Aquel interrogatorio no fue una excepción. Junto al inspector García intentaron ser lo más
comprensivos posible. Les ahorraron algunos detalles, y se reservaron la información que
apuntaba al homicidio hasta no estar seguros de los resultados forenses. De aquel matrimonio
destrozado no fueron capaces de sacar más que datos irrelevantes: familia de clase media,
Christian estudiaba Derecho en la Universidad Complutense, salía con sus amigos, no tenía novia,
que supieran, y hacía la vida normal de un chico de su edad. A sus padres no les extrañó no saber
de él en todo el día, era habitual. Se había ido a la facultad por la mañana, solía comer allí, y por
la tarde estaría estudiando o habría quedado con algunos amigos. Cuando no contestó al teléfono a
las doce de la noche llamaron a emergencias. A la mañana siguiente les confirmaron que habían
encontrado a su hijo colgado de un árbol a unos kilómetros de su casa.
La noticia detuvo su existencia, les expulsó de golpe a una nueva realidad, sin comprender qué
podía haber llevado a su hijo a hacer algo así. No había nota de despedida ni ningún
comportamiento que les hubiera prevenido. Christian era un chico aparentemente feliz. Jess repasó
con ellos el material incautado en su domicilio, no había ninguna pista. Intentó que los padres
reconocieran a Lucas pero no le habían visto nunca. Tampoco sabían si su hijo tenía algún amigo
en la urbanización donde encontraron a la primera víctima, ni les constaba que hubiera estado
allí.
El prometedor hallazgo de un segundo cadáver acababa, de nuevo, con sus esperanzas de
resolver el caso tropezando contra otra pared. Tenían dos cadáveres y ni una sola conjetura de
quién podía ser el culpable.
Mientras repasaba el testimonio, esperando que Manuela tuviera más suerte en los bajos
fondos, recordó que la hija de Pedro de Gálvez también estudiaba Derecho, rebuscó entre sus
papeles y mando un mensaje a López.

—Vamos a ver Mudo. ¿Se conocían o no se conocían? —Manuela tomaba una cerveza con
Mudo al final de la barra de un bar, lejos de miradas curiosas.
—Sí.
—¿Sí se conocían? —Intentaba mantenerse calmada, pero estaba perdiendo la paciencia—.
Tienes que intentar darme más que monosílabos o no vamos a acabar nunca.
—Los habían visto alguna vez en el parque grande echando unos petas —Mudo construyó
inexpresivo una frase completa.
—¿Quién?
—Gente.
—Vale, o sea que sí se conocían. Eso es bueno porque lo conecta con Lucas. Necesito que
busquéis más. ¿Eran del mismo grupo? ¿De qué se conocían? ¿Iban juntos a inglés? ¿A judo? Yo
que sé, a cualquier actividad.
—Del parque supongo.
—No supongas. Necesitamos hechos, no suposiciones. Dile a Tony que pregunte, debajo de las
piedras si es necesario. No eran de la misma edad, el chico no era del barrio, necesito saber de
qué coño se conocían. —Mudo afirmó con la cabeza—. Otra cosa. Quiero que me pinchéis un
teléfono, ¿hablas con Faros o le llamo yo? —Volvió a mover levemente la cabeza como respuesta
—. Apunta: Jimena de Gálvez, aquí está su número, es una niña pija. —Le pasó un papel—. Si
tenéis algo me llamáis. —Se levantó para irse, dejando un billete en la barra.
—Manuela. —Mudo la detuvo del brazo.
—¿Ahora quieres hablar? Dime.
—Vas a cogerles. ¿Verdad? —Le sobrecogió la mirada de Mudo—. A los hijos de puta que
están haciendo esto.
—Lo voy a intentar. —Fue una promesa.

Jess se despertó de muy buen humor, tanto que se tomó un rato para ella. Arreglándose más de
lo habitual, cambió su maxi jersey por una camisa ablusada, y se dirigió andando al trabajo,
contenta.
No había hecho grandes avances sociales y el fin de semana seguía encarándolo sin más
compañía que la de su perro, pero mucho habían cambiado las cosas en los últimos días. Seguía
sin profundizar en la forma de ser de su compañera, pero había hecho muchos progresos. El caso
no avanzaba todo lo rápido que deseaban: habían conectado a las dos víctimas pero no acababan
de ver cómo, no tenían móvil, ni sospechoso, ni siquiera sabían cómo habían llegado a aquella
urbanización la noche de la fiesta de cumpleaños de Pedro de Gálvez.
Estaba cómoda trabajando con Manuela. Su compañera parecía una computadora, procesaba
muy rápido la información y apuntaba compulsivamente ideas inconexas en los expedientes para
luego darle forma, era muy lúcida y disfrutaba aprendiendo de una persona tan diferente a ella.
Sin embargo, seguía inquietándola. Más allá de aquel arranque de sinceridad en el anatómico
no había conseguido tener con ella ninguna conversación que no fuera sobre la investigación. Era
correcta en el trato pero no era capaz de conectar con ella. Tampoco la había vuelto a ver, pero
fantaseaba con aquella sonrisa que la había descompuesto.
Llegó a la cita con Isabel con energía tras el agradable paseo. Sabía que tarde o temprano
tendría que abrirse con ella pero no le importaba, con Isabel sí estaba empezando a desarrollar
una relación de amistad.
—Buenos días. —Jess llamó tímidamente con los nudillos.
—Buenos días, inspectora. Pasa, te estaba esperando.
Se acomodó en el sillón, esperando que la psicóloga se sentara frente a ella. Le sorprendía que
estuviera siempre tan activa y de buen humor.
—Empecemos dónde lo dejamos. ¿Cómo estás? —preguntó Isabel tras acomodarse en su
sillón.
—Estoy mejor, parece que me voy adaptando.
—Me alegro. ¿Tus relaciones sociales?
—En eso bajo cero. —Jess forzó una mueca exagerada—. Duermo con mi perro, los piropos
de Rojo son lo más parecido a una vida sentimental y en este momento, sin ninguna duda, eres mi
relación más cercana, así que imagínate… —Las dos rieron animadamente.
—Que mantengas el sentido del humor es buena señal.
—No me queda otra...
—Poco a poco. ¿Hablas con tu familia?
—Con mi hermana, sobre todo. Piensa que soy muy dramática, está a punto de llamar a
servicios sociales para que me devuelvan a casa.
—¿Les echas de menos?
—Mucho. A veces, cuando me flaquean las fuerzas, me dan ganas de recogerlo todo y
comprarme un vuelo de vuelta.
—Es normal, Jess. Son muchos cambios de golpe. ¿Dirías que estás contenta en Madrid?
—Mmm... —Su mirada se desvió, como en otras ocasiones, a las fotos de Manuela sobre la
estantería—. Sí, estoy bien.
—¿Con el resto de tu círculo qué tal? ¿Tus amigos?
—Hablamos poco, menos de lo que me gustaría. Lo que pasó… —Se le quebró la voz y perdió
la mirada hacia el suelo—. Nos destrozó a todos, no supimos ayudarnos. Nos separó.
—¿Cómo te sentiste cuando Lucía murió? —Isabel intentó establecer contacto visual.
—Ya hemos llegado a ese punto. —Jess dibujó una sonrisa amarga mientras jugueteaba con el
palito de remover el café.
—Sé que has pasado por otras terapias y que no confías excesivamente en ellas, pero estamos
en el punto de partida en realidad. —Jess le devolvió la mirada a los ojos—. Si no quieres hablar
ahora, no hay problema, pero en algún momento tendrás que enfrentarte a ello.
—Adelante —suspiró, afirmando levemente con la cabeza.
—¿Cómo te sentiste con la muerte de Lucía? —insistió Isabel.
—Es complicado. Sentí pena, sobre todo, y dolor, mucho dolor. —Jess apretó instintiva su
mano derecha contra el pantalón—. También rabia, incluso en algunos momentos tuve arrebatos
violentos. No sé... fue una nebulosa de sentimientos en realidad.
—¿Te sorprendió?
—No podría decirte que no me lo esperara. Se veía venir. Llevaba mucho tiempo enganchada,
idas y venidas que casi siempre acababan en el mismo punto. —Sintió un nudo en la garganta e
hizo una pausa—. Culpable. Así me sentí. No herida, culpable. Culpable de no haber sabido
ayudarla, de no haberlo intentado un poco más...
—¿Sabes que no fue culpa tuya?
—Sí, eso lo sé de manera racional, pero la cabeza y el corazón muchas veces no están de
acuerdo.
—Más de la cuenta... —Isabel relajó un poco la tensión—. ¿Cómo te sientes ahora?
—Mejor. Tengo mis momentos, pero en general estoy mejor. También la he culpado a ella, he
pasado por varias fases. Sé que no quiso herirme en realidad...
—¿Y con el impacto que tuvo su muerte en tu vida: Asuntos Internos, la investigación, tu vida
laboral?
—Mirándolo con perspectiva eso fue lo de menos. Tuvo la oportunidad, no sabía que me
metería en un problema.
—¿Al coger tu arma?
—Sí. —Inconscientemente Jess buscó la culata bajo su axila.
—¿Cómo tuvo acceso a tu arma, Jess?
Había conseguido abrirse más que en ocasiones anteriores pero la cuestión del arma seguía
siendo un tabú. Desconectó, ausente, recorriendo las fotos del despacho. Sabía que empezaba a
obsesionarse con Manuela, a tenerla más presente de lo que debería, pero le fascinaba, no podía
evitarlo. Isabel se dio cuenta, como en todas sus sesiones anteriores, de que su atención se había
desplazado y se compadeció de ella: sola, bajo la tiranía de su amiga, en una ciudad tan
impersonal como Madrid. Le caía bien, era simpática y tenía sentido del humor. Sin darse cuenta
cometió el error de siempre, confiar en la gente, y decidió acogerla bajo su ala.
—Tu dirás inspectora —Isabel recogió sus papeles y los dejó sobre la mesa—. Hemos
avanzado bastante hoy. Cambiemos de tema, no te quedes con la duda. —Se acomodó junto a ella
en el sofá.
—No, perdona, estaba pensando en el caso.
—No señorita, estabas pensado en Manuela —Isabel señaló las fotos frente a ellas—, como
todas las veces que te sientas aquí. Así que venga, zanjemos el tema. ¿Qué quieres saber?
—Nada. No, miro las fotos porque están ahí... —Sintió un calor muy intenso en las mejillas.
—Ay Mars... —Isabel golpeó el muslo de Jess con la mano y se levantó hacia el cajón de su
mesa—. No necesitas terapia, cielo. Necesitas una amiga. —Sacó una bolsa de chucherías del
cajón y, tras coger una, se la lanzó. Jess la miró extrañada—. No tengo helado pero esto valdrá.
Venga, te doy otra oportunidad: ¿qué quieres saber?
—Nada, en realidad… —Añadió azúcar a su sonrisa eligiendo uno de los caramelos de la
bolsa.
—Lo que me cansáis las inspectoras... —Volvió a sentarse junto a ella con las piernas cruzadas
sobre el sofá—. Venga...
—A ver... —Volvió a sonrojarse, fijando la mirada en una foto de una Manuela algo más joven
aguantando a Isabel sobre sus hombros—. Simplemente me… me atrae, como un imán... No sé, te
parecerá una locura.
—Nada que rodee a Manuela me parece una locura.
—Supongo que es porque parece inaccesible. Tengo la necesidad de llegar a ella pero no lo
consigo. —Cogió otra chuchería—. Me gustaría que viniera con un libro de instrucciones para
aprender a interpretarla.
—La historia de siempre: Manuela, Manuela, Manuela… —Isabel movió hipnóticamente las
manos en círculos alrededor de sus sienes. Parecía resignada. Jess no supo qué pensar—. No te
preocupes, provoca ese efecto en las personas, en las mujeres fundamentalmente. Un deseo
incontrolable de tenerla cerca y deleitarse en su juego de sonrisas y caídas de ojos —parecía que
estaba describiendo la relación en primera persona—; y, a la vez, un sentimiento de desconcierto
cuando crees que lo has conseguido y que está justo ahí... —Rozó levemente el hombro de Jess—.
Pero cuando estás a punto de alcanzarla introduce algún obstáculo, una puta pausa, que te aleja de
ella a años luz de distancia. Es capaz de volverte del revés.
Jess no supo que decir. Se quedó helada con la declaración. Le pareció imposible que Isabel
fuera capaz de describir con palabras todas las sensaciones que ella ni siquiera era capaz de
entender y que pasaban por su mente cada vez que la miraba. Acabó pensando en aquel anillo en
su dedo.
—¿Vosotras…? —No sabía cómo expresarlo correctamente.
—¡No! —la interrumpió Isabel escandalizada—. Pudimos tener nuestro momento, no te digo yo
que no, hace mil años, pero ella no folla sin amor y yo no me enamoro. Éramos incompatibles.
—Mmm…
—No te preocupes. —Isabel se recompuso, quitándole importancia—. Casi todas hemos
pasado por eso, tiene cura. Con el tiempo, o te la llevas a casa y pierde la magia, o gana la
irritación que provoca y no quieres volverla a ver. Pero el magnetismo pasa. Es la historia de su
vida, por eso no deja entrar.

—Christian y Jimena eran compañeros de clase, Manuela. Tenemos que hablar con ella, es el
único nexo. —Jess llevaba insistiendo todo el día en ese mismo argumento.
—Circunstancial, el padre y sus abogados nos reventarían. Necesitamos algo más sólido. —
Manuela se mantenía cerrada en banda en la idea de llamar a Jimena de Gálvez a declarar.
Sentadas en torno a la mesa redonda del despacho de Manuela intentaban tomar perspectiva y
conseguir un camino por el que poder avanzar. Estaban revisando todo lo que tenían hasta el
momento, con el expediente, las fotos y los resultados del laboratorio esparcidos sobre la mesa de
reuniones. Éstos confirmaban que la segunda víctima fue envenenada con cianuro antes de colgarla
de aquel árbol. Trabajaban con la hipótesis de que alguien lo retuvo y usó el cianuro para
secuestrarlo, sin acabar de entender con qué fin. El ADN de las uñas arrojaba un perfil sin nombre
en la base de datos y no era concluyente en la comparación con las muestras del primer cuerpo.
Las dos estaban convencidas de la conexión entre ambas muertes, pero no eran capaces de
encontrar más que indicios remotos que los unieran. Las dos víctimas habían sido asesinadas y
alguien quería que parecieran accidentes, se conocían del parque, y Jimena era el único nexo de
unión claro entre ellos, aunque fuera circunstancial. Lucas había muerto en su casa y Christian iba
a su clase en la facultad de Derecho. El subinspector Rojo interrumpió sus reflexiones.
—¿Qué quieres? —preguntó Manuela, hostil.
—Inspectora López —saludó solícito.
—Habla o vete, Rojo.
—Sí, perdón. Han traído unas cajas para usted.
—¿Qué es?
—Son las grabaciones de seguridad de las casas colindantes. Jessy —el subinspector tembló
al ver el rictus de Manuela—, la inspectora Mars, me comentó que tenían problemas con la
autorización del juez, y como yo tengo mis contactos de cuando estaba en justicia —alardeaba
mirando disimulado a Jess—, he conseguido finalmente que lo desbloqueen.
—Muy bien. No necesitaba todo este rollo, muchas gracias. Déjalas ahí. —Rojo se mantuvo de
pie, en silencio—. ¿Algo más? —añadió Manuela impaciente.
—No, si no necesita nada más.
—Espera. —Le observó pensativa, haciéndole un gesto con la mano para que se acercara.
—¿Sí? —respondió entregado.
—Como esto de las cintas te ha salido medio bien, igual podrías echarnos un cable con la
familia. —Jess giró la cabeza hacia Manuela, sorprendida.
—Claro, encantado inspectora. ¿Qué necesita?
—Date una vuelta y habla con los de Gálvez, a ver si recuerdan algo más. Intenta confirmar si
la hija, Jimena, ha vuelto a clase.
—Me pongo con ello. No la defraudaré. —Salió de la sala como una exhalación.
—Pobre chaval… —Jess se compadecía de Rojo, mientras agachada de espaldas a Manuela
conectaba las grabaciones al reproductor que se proyectaba en la pantalla grande del despacho,
justo encima de la cabeza de su compañera—. Saltaría de un puente por agradarte…
—Removamos el avispero, Jessy —Manuela entornó los ojos al utilizar el diminutivo—, a ver
si tu pretendiente la caga y se ponen nerviosos.
—Es amable, pobre chico.
—Es un pesado y un sobón, Jessy. —Jess volvió a su silla, junto a Manuela, de frente al
monitor.
—Jimena es la clave, estoy segura. —Le gustó que estuvieran bromeando, pero intentó
concentrarse de nuevo en su batalla por citar a Jimena.
—Estoy en ello, a ver si hay suerte y nos dan algo de donde poder tirar.
—¿Cómo que estás en ello? —Jess bajó el tono de voz hasta ser casi un susurro.
—Digamos que… tenemos una colaboración externa. —Manuela notó su cambió de expresión
—. Nada ilegal. O nada muy ilegal, creo...
Jess no podía reprimir más tiempo su curiosidad. Las imágenes de las cámaras de seguridad
seguían reproduciéndose a espaldas de Manuela, pero decidió ignorarlas y formular la pregunta
que llevaba días evitando.
—¿Cuál es el trato Manuela?
Volvió a pasar. En un instante. Manuela la miró a los ojos, se mordió el lateral del labio
inferior pensativa, sólo un segundo, y repitió aquella sonrisa arrolladora capaz de detener el
tiempo. Se estiró en la silla, doblándose ligeramente hacia atrás sobre sí misma. Recuperó la
postura levantando los brazos con las manos abiertas, simulando rendición.
—Dispare inspectora, lleva días deseándolo. —Manuela sonó especialmente tentadora.
—Mmm… —Jess dudó un momento.
—Vamos, sin miedo, voy desarmada. —Manuela mantuvo el juego, abriéndose la chaqueta.
—La verdad, no sé por dónde empezar... ¿Qué acuerdo tenéis? ¿Por qué? ¿Qué ganas tú? ¿A
qué se dedican y como es de ilegal? Porque legales, legales, sus actividades no creo que sean...
Manuela reforzó la sonrisa, exagerándola, entornó la mirada, y, de nuevo, se mordió el labio
ligeramente, estallando en una sonora carcajada.
—Sí que sabías por dónde empezar. Es complicado… —Manuela se recostó en la silla,
abandonando la rigidez habitual de su cuerpo, y comenzó el relato—. La barriada es uno de esos
sitios olvidados que no le importan a nadie. Ajeno a los políticos, a la sociedad y a la gente
corriente. Un sitio incómodo con individuos molestos, con problemas prácticamente ajenos al
sistema. Peque ha construido una familia, un pequeño hogar, donde todos se cuidan y se respetan.
Son gente honrada y, sobre todo, leal. Se preocupan de los suyos e intentan sobrevivir de la mejor
forma posible sin molestar a nadie. Yo no gano nada. Su gratitud. Confío en la gente íntegra, se
dedique a lo que se dedique. —Hizo una pequeña pausa—. Andrés Ramos, mi excompañero, es
del barrio, y Peque su mejor amigo de la infancia. Cuando empecé a trabajar con él me llevaba de
vez en cuando, tomábamos un café o una caña, fuimos conociéndonos… No puedo hacer mucho en
realidad, si tienen un problema les echo una mano, y si yo necesito algún… favor especial, me lo
hacen. Intento ayudarles cuando puedo.
—Pero, ¿a qué se dedican?
—Antes de Peque era peor, hace años. Bandas, heroína, ajustes de cuentas… Él intenta cuidar
de su gente. Limpió el barrio de yonquis, no quiere problemas de drogas. Mueven poca cosa:
maría al por menor, chatarra, seguridad privada, trapicheos de dudosa procedencia, recados,
algún coche robado… Menudeo. ¿Es ilegal? Un poco. Pero el trapicheo no me interesa, la gente
tiene que vivir de algo.
—¡Para! —la interrumpió Jess, elevando el tono de repente.
Manuela la miró perpleja: «¿Se había equivocado con ella? ¿Había hablado más de la
cuenta?» No solía fallarle el instinto.
—¡Para! —insistió, levantándose de la silla como si se quemara—. ¡Mira! —dijo señalando a
la pantalla—. ¡Dale hacia atrás! —Se refería a las imágenes de las cámaras de seguridad que
seguían reproduciéndose mientras hablaban—. ¡Ahí, en la esquina!
Manuela rebobinó el clip unos segundos. La grabación era de una vivienda cercana. La cámara
estaba muy alta, pero a la derecha de la imagen, en la esquina inferior, se distinguía el exterior de
la valla lateral del jardín de los de Gálvez.
—Ahí, para. —Jess estaba eufórica. Las dos miraban la pantalla en blanco y negro
hipnotizadas—. Hay que ampliarlo, pero parece…
—¡Otro crío! —exclamó Manuela con los ojos muy abiertos.
Ampliaron la grabación y, aunque estaba muy pixelada, se podía reconocer perfectamente la
imagen de un chaval, de unos veinte años, atravesando el cercado por un agujero saliendo de casa
de los de Gálvez.
—¿Quién eres tú? —dijo Manuela pensativa.
10
Gonzalo esperaba nervioso y solo en la fría sala de interrogatorios, preguntándose si detrás del
cristal que tenía delante estarían observándole como en las series de televisión. Intentó reprimir
su miedo y, sobre todo, el llanto que se le acumulaba en los ojos deseando desbordarse.
Habían pasado muchos días desde la fiesta y ya casi se sentía a salvo. Había vuelto a la
universidad. Sus padres no notaban nada raro. Todo parecía normal hasta que la noche anterior,
cuando volvía a casa después de pasar toda la tarde con Alejandra, unos coches patrulla se
abalanzaron sobre él. Comprobaron que era mayor de edad y lo trasladaron a una celda de
comisaría. Sin explicaciones. Sin hablar con nadie. Allí había pasado toda la noche, aterrado, sin
poder conciliar el sueño.
Manuela observaba desde el otro lado del cristal, repitiéndose: «¿quién eres, chaval?». Se
frotaba las manos compulsivamente, con fuerza. Les había costado poco identificarlo. Tras
encontrar su imagen en la grabación chequearon los compañeros de clase de Christian y Jimena y
apareció: Gonzalo Herrera Martínez.
Antes de detenerlo en medio de la calle habían pasado por su casa, pero no habían sacado gran
cosa: veinte años, padres corrientes, clase media, estudiante de Derecho en la Universidad
Complutense, buenas notas, deportista… parecía un chico normal. Lo detuvieron cuando llegaba a
su portal, tomaron muestras de ADN para poder compararlas con las pruebas y lo dejaron toda la
noche en el calabozo para que se ablandara.
—¿Estás lista? —Jess apenas entornó la puerta.
—¡Vamos!
—Hola Gonzalo. Somos las inspectoras Mars y López.
Se acomodaron en las sillas frente a él, que las miró asustado. No parecían intimidatorias,
bueno, la morena sí, pero la rubia parecía una mujer bastante agradable.
—Primero, como estudiante de la ley —Manuela soltó el expediente sobre la mesa,
provocando un eco repentino con el ruido del impacto en la sala vacía. El detenido dio un
respingo—, sabrás que tienes derecho a un abogado en todas tus declaraciones. Me dicen mis
compañeros que no has ejercido tal derecho.
—No, no he hecho nada, no sé si… No he hecho nada —Pasaba desconcertado la mirada de
una a otra.
—Bien —Manuela continúo mecánicamente—, puedes renunciar sin problema. No hemos
presentado ningún cargo, por ahora. Sólo queremos hablar. Si en cualquier momento quieres un
abogado sólo tienes que pedírnoslo. —Sabía que se estaba grabando la declaración y, aunque no
quería un abogado cerca, tampoco quería problemas—. ¿Lo has entendido?
—Sí, inspectora —Gonzalo hablaba muy bajito, muerto de miedo, evitando el contacto visual.
Con el pelo enmarañado y las ojeras de haber pasado una mala noche parecía un sabio loco.
—Bien. Empecemos entonces. ¿Sabes por qué estás aquí?
—No… no he hecho nada.
—No sabemos si has hecho algo, sólo queremos saber si intuyes por qué estás detenido.
Negó con la cabeza y Manuela sacó la foto de Lucas del expediente.
—¿Conoces a este chico?
Miró la fotografía y automáticamente un sudor frío le recorrió la espalda. Volvió a negar con la
cabeza.
—Míralo bien. —Manuela dio la vuelta a la fotografía y la situó frente a él—. ¿Estás seguro?
—No lo conozco.
—¿Y a ella? —Le mostró una foto de Jimena.
—Va a mi clase. No sé su nombre, es amiga de mi novia.
—De tu novia… Mmm. —Sacó una tercera foto, la mansión de los Gálvez—. ¿Conoces esta
casa?
—No, no me suena. Es muy grande. —Manuela ya lo tenía mintiendo.
—Sí, es muy grande, y tiene muchas cámaras de seguridad… —Incorporó la foto de Christian
colocándola en primer término—. ¿Y a este otro, lo conoces?
—Sí, a este sí, es Christian, también va a mi clase.
—¿Es amigo tuyo?
—Bueno, amigo… nos vemos a veces por ahí.
—Ya entiendo.
—¿Tiene algún problema? —Gonzalo fue incauto.
—Está muerto, Gonzalo. Lo asesinaron hace unos días. —Manuela decidió ir al grano con la
esperanza de romperle rápido. No era más que un niño.
Gonzalo, pálido como un enfermo, no pudo contener una arcada. Devolvió junto a la mesa.
Manuela salió de la sala y el servicio de limpieza entró un momento.
—Gonzalo —Jess, rozando el hombro de Manuela para que parase, reanudó el interrogatorio
con un tono más compasivo—, queremos ayudarte, pero para eso necesitamos que nos digas la
verdad. ¿No conocías al primer chico? —Señaló la foto de Lucas—. ¿Seguro?
—No, de verdad. No le había visto nunca. —El corazón le latía tan deprisa que podían notar
cómo se le salía del pecho.
—Sabemos que estuviste con él en esta casa, Gonzalo —Jess prosiguió calmada—, la noche
que murió.
—No… ¿Está muerto? No sé… Yo… —tartamudeaba, incapaz de fijar la mirada en ningún
punto.
—Tranquilo. Cuéntanos qué hacías en la casa.
Gonzalo se quedó en silencio, comenzó a llorar y a respirar con dificultad.
—Gonzalo —la voz de Manuela resonó en el interior de su cabeza—, como te acaba de decir
la inspectora Mars, sabemos que estuviste allí la noche que lo mataron. Tenemos pruebas. La
única duda en realidad es si fuiste víctima, como el pobre Lucas, o fuiste tú el verdugo.
El llanto era desconsolado. No podía hablar. No podía respirar. No podía pensar. No podía
hacer nada. Tenía tanto miedo que se hizo pis encima. Dieron el interrogatorio por concluido y lo
trasladaron al hospital con un ataque de ansiedad. Las preguntas tendrían que esperar y era más
que probable que necesitasen la ayuda de Isabel la próxima vez.

Manuela notaba como la situación se le iba de las manos por momentos. No le gustaba perder
el control. Tenía, en realidad, una sensación agridulce.
Desde el principio su instinto le dijo que las piezas no encajaban, pero no conseguía resolver
el enigma. ¿Qué hacía Lucas en una fiesta a treinta kilómetros de su casa rodeado de gente que
aparentemente no conocía? ¿Qué papel jugaban los otros chicos, y qué sabían para que alguien
estuviera dispuesto a matar por ello? ¿Qué sabía Gonzalo, descompuesto durante el interrogatorio,
que no quería contarles?
Jess tenía razón: la clave era Jimena. Manuela había conocido a muchas jóvenes como ella.
¿Sería tan fría como parecía? ¿Cuánta presión podría aguantar? Quizá una visita del barrio
consiguiera ablandarla…
Ni siquiera una hora de yoga consiguió equilibrarla. No había hecho ningún avance.
Prácticamente no había expulsado una toxina ni había conseguido desconectar. Tumbada en la
esterilla decidió repetir sesión, tenía que resetear y poner la mente en blanco.
—¿Te quedas a la siguiente, Manuela? —preguntó la monitora mientras pasaba a su lado.
No abrió los ojos, ni movió un músculo, únicamente levantó el pulgar en señal de afirmación.
—Intentaré apretar, no quiero que duermas aquí. Empieza en cinco minutos. —Manuela
percibió a lo lejos el murmullo de la gente comenzando a colocar sus esterillas.
«Deja la mente en blanco Manu», se repetía una y otra vez. No era fácil. El caso y la angustia
de Peque la estaban consumiendo y, a pesar de intentarlo, no conseguía dar con la clave para
poder avanzar. Ejecutaba los movimientos de forma mecánica. Su cabeza escuchaba de fondo,
como un rumor, las posturas y las iba realizando: kakasana, guerrero dos… «Pon la mente en
blanco Manuela. Relájate, sólo respira».
Jess asaltó de la nada sus reflexiones. Le gustaba como compañera. Estaba siempre disponible
y no se escandalizaba con sus métodos. Aunque ella seguía forzando un muro entre las dos se
complementaban muy bien. Era psiquiatra, pensó sorprendida. Lo cierto era que tenía un estilo
peculiar. Su imagen le ayudaba a endulzar la realidad, cimentándose en su amable sonrisa.
Prudente en las formas, tendía a simpatizar con todo el mundo, consiguiendo que los interrogados
establecieran rápidamente una relación de confianza. No se podía dudar que era eficaz. Manuela
volvía a disfrutar cada mañana de ir a trabajar, era un desafío intelectual debatir sus posturas
partiendo de puntos tan alejados. Le gustaba estar con ella.
Entre el perro boca arriba y el perro boca abajo, con las manos y los pies en la colchoneta, el
cuerpo haciendo una uve invertida y la cabeza mirando entre sus piernas, se dio cuenta de que
había perdido definitivamente el Norte. Imaginó la melena rubia colgando sinuosa, casi rozando el
suelo. Abrió bien los ojos. Tras ella, descubrió esa mirada verde, brillante y pícara, apelando
toda su atención con una sonrisa provocativa. Sólo le faltaba tener alucinaciones con su
compañera: «mente en blanco, Manuela. Inspira todo el aire y déjalo salir por completo».
—No sabía que hacías yoga. —Escuchó un leve susurro.
Que la alucinación te hable es demasiado Manu. «Céntrate. Espira. Contrae el abdomen».
Jess sonreía sexy tras ella. Llevaba toda la clase vigilándola indiscreta. Era su primer día en la
escuela de yoga, había ido a probar porque estaba cerca de comisaría. Cuando llegó y vio a
Manuela tendida en el suelo, con los ojos cerrados esperando el inicio de la clase, se sorprendió
gratamente de la casualidad y colocó su esterilla junto a la de ella. La camiseta suelta de tirantes
color coral sobre el sujetador deportivo insinuaba placeres infinitos. Dudó si saludarla, estaba
disfrutando de estudiarla tan concentrada, sudando levemente, con todo su cuerpo en tensión.
«Quita a Jess de la ecuación, Manuela», se repetía una y otra vez en la postura sirsasana,
elevando todo su cuerpo en vertical con la cabeza en el suelo, con la esperanza de que la gravedad
le oxigenara el cerebro. Volvió a detenerse en la satisfacción culpable que sentía cada mañana al
llegar a comisaría. ¿Había algo más? No, no era el momento. Tenía que tener la mente en blanco y,
sobre todo, tenía que dejar de pensar en Jess y en sus ojos esmeralda que la incitaban sin querer.
—Para terminar, vamos a realizar unos estiramientos, colocaos por parejas —señaló la
monitora.
Un chico se acercó a Jess. Manuela se adelantó a él:
—Estamos juntas —dijo, situándose sobre su colchoneta.
—Creía que no me habías visto... —respondió Jess.
—Es imposible no verte.
Manuela recorrió su cuerpo, deteniéndose un segundo en sus labios. Jess notó que le ardían las
mejillas. Vestida con ropa deportiva, mallas y top gris monocolor, Jess estaba impresionante. Ya
había intuido que estaba en forma, pero con la ropa ajustada esculpiendo descarada su anatomía se
dio cuenta de que tenía un físico casi perfecto: vientre plano, firme musculatura y un pecho
exuberante.
—Buscamos una posición sentados, espalda con espalda. Nos cogemos las manos por encima
de la cabeza y postura del medio loto. Coronilla al cielo. Notad cómo crecemos en cada
respiración…
—Eres toda una yogui —susurró Jess, con sus espaldas en contacto desde la lumbar al cuello,
con las manos entrelazadas sobre las cabezas—. ¿Llevas mucho tiempo?
—Bastante. Tampoco es tu primera vez… —Manuela estaba disfrutando del contacto de sus
cuerpos, el sudor compartido y las respiraciones acompasadas.
—Te hacía de otro tipo de deporte más… cañero.
—No me gusta la violencia. Prefiero sudar mientras no pienso. —Definitivamente, eso no iba a
volver a suceder, a corto plazo, en aquella clase de yoga.
11
—¿Entonces, no fue él? —preguntó interesado el inspector Ramos al otro lado del teléfono.
—No sé Andrés. No lo veo. Tenía muchas expectativas en Gonzalo, pero tan solo es un niño
asustado. Se meó encima de miedo y ni siquiera lo apreté.
Con el portátil abierto sobre la mesa de la terraza, Manuela compartía cigarro y botellín
telefónico con su excompañero.
—¿No sacasteis nada? —insistió Ramos.
—Nada de nada.
—¿Ni siquiera reconoció haber estado en la casa?
—Se rompió del todo con dos preguntas, tuvimos que trasladarlo al hospital con un ataque de
ansiedad.
—Igual protege a alguien, o le están amenazando y está cagado de miedo...
—Lo mismo piensa Jess. Que vio algo que no debía, que es otra víctima.
—¡Uy! ¿Jess? —canturreó divertido—. Tratándola por el nombre de pila... ¿Algo que contar,
cabezona?
—¡Ja, ja, ja! No cerdo, sin novedades en ese frente. Pero es una buena sustituta, te gustaría.
—A mí seguro. Lo raro es que te guste a ti. Dadle un respiro al chaval, al final todos hablan.
¿Y la pija?
—La hemos citado en comisaría. Hay que apretarla, ya lo sé. Pero el padre nos va a sepultar
en dinero y complicaciones. Ya lo verás.
—¿Y desde cuándo es eso un problema, pequeña? Estarás salivando.
—Bastante, en realidad. —Manuela sonrió, anticipando la provocación que tenía preparada
para la familia de Gálvez.
—¿Cómo ves a Peque? ¿Está tranquilo? —Ramos cambió de tema, centrando sus
preocupaciones en su amigo de la infancia.
—Está ayudándome, le doy algunas cosas para que se mantenga entretenido. Está quieto, que ya
es bastante… No relajes la correa de todas formas.

—Se están acercando. —Una voz nasal descolgó el teléfono impaciente.


—Tranquilo. Nos estamos encargando de todo —respondió la voz autoritaria con seguridad.
—¿Has hablado con nuestros socios?
—No necesitan conocer los detalles. Tú céntrate en tus cosas y déjalo en mis manos —
ordenó.
—¿Ni siquiera con ella? —preguntó atemorizado.
—Ella sabe lo que tiene que saber.
—¿Deberíamos seguir adelante con la siguiente subasta?
—Hay que valorarlo, dejaremos pasar unos días a ver si las aguas se calman.
—Tenemos la casa de la sierra...
—No es momento de pensar en eso.
Desde la entrada de la sala de interrogatorios observaban la llegada de Jimena y su escolta:
dos abogados, el guardaespaldas y su padre, Pedro de Gálvez. Manuela y Jess esperaban en el
umbral de la puerta, las dos de pie con los brazos cruzados. La adolescente avanzaba con una
impostada naturalidad. La habían preparado y sabía comportarse. Evitando sostenerles la mirada,
mantuvo esa actitud engreída en todo su recorrido desde el ascensor hasta llegar a ellas.
—Con mucho cuidadito, López. —Antares se acercó a Manuela, dando la espalda a los de
Gálvez—. No quiero problemas con esta gente.
—Claro comisario, a ver si les vamos a incomodar y va a tener usted alguna complicación.
Manuela elevó las cejas desafiante. Antares evitó la respuesta, alejándose hacia su despacho.
Jess contuvo la sonrisa observando a su compañera.
—¿Estamos convencidas? —dijo mirándola con complicidad.
—Lo estamos —respondió Manuela, sin quitar ojo al patriarca de los de Gálvez.
—Antares nos va a matar.
—Un aliciente extra... —Manuela giró la cabeza buscando la aprobación en sus ojos.
Jess resopló y acabó de formar la sonrisa que contenía en sus labios. Los de Gálvez llegaron
hasta ellas y Jess les saludó educada:
—Buenos días, pasen por aquí, por favor.
—Tú te quedas fuera. —Manuela detuvo al guardaespaldas en la puerta.
—De ningún modo, soy el asesor de seguridad del señor de Gálvez —respondió
envalentonado.
—¿Perdona? O te quedas fuera —se acercó a su oído—, o si me sigues tocando los cojones te
bajo a la zona de calabozos, que igual te gusta más.
Pedro le hizo una leve señal con la mano y se cuadró, sin más, a esperar en la puerta de la sala.
Manuela entró la última y cerró la puerta.
El cuadrilátero estaba preparado. A un lado de la mesa, los de Gálvez con sus abogados
flanqueándoles. Al otro la inspectora Mars, con una sonrisa amable, esperando el directo de su
compañera que diera paso al combate. Manuela, de pie junto a la puerta, erguida y segura de sí
misma, deslizó un documento sobre la mesa frente a Pedro de Gálvez.
—Buenos días a todos —comenzó su parlamento con media sonrisa—. Aprovechando que está
usted aquí, señor de Gálvez, nos gustaría tomarle declaración como testigo. Siguiendo sus
consejos, para hacerlo «conforme a la ley», tiene usted la cédula de citación por escrito donde se
le informa de las diligencias.
Manuela hizo una pausa y los dos abogados, en pie de guerra, comenzaron sus alegaciones
pisándose el uno al otro. La pelea había comenzado. Manuela y Jess se mantuvieron en silencio,
cruzando las miradas con complicidad.
—...están sometiendo a mi cliente a acoso policial. Es intolerable. Vamos a tener que tomar las
acciones legales necesarias —acabó argumentando el abogado canoso de mayor envergadura, que
parecía llevar las riendas de la defensa.
La provocación estaba surtiendo el efecto deseado. Pedro estaba nervioso, con las mandíbulas
comprimidas, replegado en silencio observando a la inspectora López. Jimena mordisqueaba sus
uñas con la mirada perdida.
—¿Han terminado? —preguntó Manuela altiva.
—Exigimos una explicación, inspectoras —insistió firme el abogado.
—Si me lo permiten, estaré encantada, letrado. —Los dos abogados se mantuvieron
expectantes—. Bien. Como les decía, además de tomar declaración a Jimena, como estaba
previsto, nos gustaría hablar con el señor de Gálvez para aclarar algunos puntos de la
investigación. Cuando estuvimos en su casa y amablemente nos atendió, nos recomendó
acertadamente seguir los protocolos oficiales. Por ello hemos creído que, aprovechando su visita,
no le importaría seguir colaborando. Y dónde mejor que en comisaría para garantizar sus
derechos, ¿verdad señor de Gálvez?
—Sería la cuarta vez que se interroga a mi cliente, inspectora. Disculpe, pero empieza a
parecer una persecución desesperada.
La visita de Rojo unos días antes también había funcionado. Parecía que sabían más de lo que
en realidad tenían cuando no era, en realidad, más que un golpe de efecto.
—Me consta y sé que puede parecer excesivo. Lamentablemente tenemos dos adolescentes
asesinados, uno de ellos en la propiedad de su cliente. Como bien sabrán, podemos citar a un
testigo el número de veces necesario para esclarecer los hechos.
Los dos abogados comenzaron a susurrar entre ellos. Jess tomó la palabra:
—Nosotras no interrogamos a Pedro la noche del crimen, y revisando las declaraciones hemos
considerado que el estado de su cliente no permite valorar adecuadamente su testimonio...
Dejó la incertidumbre flotando en el aire. Pedro de Gálvez apretó los puños e hinchó el cuello,
intercambiando unas palabras con el abogado canoso, sentado junto a él.
—Por supuesto, está en su derecho de no declarar ahora mismo —continuó Manuela con una
sonrisa—. Podríamos posponerlo hasta mañana sin problema, pero teniendo en cuenta el deseo de
su cliente por colaborar y que tenemos dos testigos, dos abogados y dos inspectoras, no hay
necesidad de postergar lo inevitable.
El abogado de estatura más baja, sentado junto a Jimena, se levantó para dialogar con su
compañero y el señor de Gálvez. Manuela guiñó el ojo a Jess, parecía que el primer round lo
habían ganado a los puntos. El abogado volvió a su posición. Pedro de Gálvez fingió una mueca
agradable.
—Será un placer cooperar con ustedes, por supuesto —expuso arrogante.

Manuela, sentada de espaldas al cristal de la sala uno de interrogatorios, esperaba calmada a


que el abogado de menor estatura acabara de revisar sus notas con Pedro de Gálvez.
—Inspectora López, antes de empezar necesitamos aclarar algunos puntos —indicó el
abogado.
—Adelante.
—¿Está usted grabando la declaración? —Señaló al cristal opaco tras ella.
—Así es.
—En ese caso, nos gustaría que especificara si mi cliente es sospechoso de algún crimen o
sólo testifica en condición de testigo.
—Espero que no lo sea... —Manuela sonrió enigmática—. En este momento no tenemos ningún
indicio que nos haga sospechar de la participación de su cliente en ningún acto delictivo. De ser
así, estaría detenido. Como puede leer en la citación, el requerimiento al señor de Gálvez se
fundamenta en su condición de dueño de la vivienda donde apareció el cadáver de Lucas Pequeño.

Jess entró a la sala de interrogatorios número dos con un vaso de agua que entregó amable a
Jimena, sentada junto al otro abogado de su padre. Abriendo el expediente se situó de espaldas al
cristal opaco.
—Buenos días otra vez Jimena. Si quieres más agua o cualquier otra cosa me lo dices y
paramos. Antes de empezar, os confirmo que estamos grabando la declaración. ¿Alguna pregunta?
—cuestionó con cordialidad.
—Ninguna —respondió el abogado.
—Bien. Jimena, necesito que me recuerdes dónde estuviste la tarde y la noche del 20 de abril.
—En casa de Claudia. Mis padres tenían una fiesta y por la mañana me fui a su casa, dormí allí
esa noche. —Jimena respondió lo mismo que había repetido en anteriores testimonios.
—¿Qué hicisteis todo el día?
—Nada. Estudiamos un rato por la mañana, después de comer nos echamos la siesta y por la
tarde estuvimos en internet y viendo unas pelis.
—¿Cuándo volviste a casa?

—¿Cuándo vi a Jimena tras la fiesta? —preguntó engreído Pedro de Gálvez.


—Sí, tras el registro policial, ¿cuándo volvió a casa su hija? —indicó Manuela.
—Me desperté tarde y ya estaba en casa. Creo que Agustín la trajo a la hora de comer, más o
menos.
—¿Agustín? —interrumpió ella, impertinente.
—Agustín Urquijo, el padre de Claudia.
—¿Qué relación tienen con el señor Urquijo?
—Es un amigo de la familia de toda la vida. Nuestras hijas son de la misma edad —reconoció
tranquilo—. Además, es mi socio en una empresa de exportación de vinos.
Manuela ojeó los papeles del expediente.
—Ha declarado usted que no conocía a Lucas Pequeño. ¿Es así?
—Correcto. No le había visto nunca.
—¿Y cómo acabó en su piscina, señor de Gálvez?
—No lo sé. Me gustaría mucho que usted me lo dijera, inspectora.

—¿No te suena de nada Jimena? No sé, de inglés, de la universidad, de trabajar para tu padre...
—insistió Jess ante la negativa de Jimena de conocer a Lucas.
—Mi clienta ya ha declarado no conocer al señor Pequeño — atajó el abogado.
—¿Y a este chico? —Jess situó la foto de Christian frente a ella—. ¿Tampoco lo conoces?
—Me suena de la universidad, coincidimos en alguna clase.
—Pero a Gonzalo sí que lo conoces.
—Es el novio de una amiga —carraspeó mirando la imagen de Gonzalo frente a ella.
—¿Sabes si Gonzalo y Christian tenían alguna relación?
—No. No me llevo con ninguno de los dos.

—No conozco a ninguno de los tres chicos. Si usted me dice que iban a clase con mi hija no
voy a negárselo, puede ser. No conozco a los compañeros de Jimena. Lleva un año en la facultad y
apenas ha traído a casa alguna amiga. —Pedro de Gálvez mantenía durante todo el interrogatorio
su actitud prepotente.
—Ya... No es que no le crea señor de Gálvez, pero tiene que ayudarme. Tenemos dos chicos
asesinados que usted no conoce, uno de ellos en su jardín. Y un tercero que entró y salió de su
casa por un agujero en el cercado mientras alguien intentaba estrangular allí a Lucas. Y
curiosamente, dos de ellos estudian Derecho en la misma facultad que su hija. —Manuela se sintió
espoleada por la actitud de su contrincante.
—Está usted presionando a mi cliente inspectora. No tienes que responder Pedro.
—No, no quiero presionarle —insistió rápida Manuela—. Pero son muchas casualidades
concatenadas, ¿no creen?

—No sé por qué Gonzalo entró en mi casa por la valla, yo estaba con Claudia. —Jimena
estaba bien preparada, tanto que corroboró sin pestañear su coartada.
—Pero entenderás que es raro que el novio de una amiga tuya entre en tu casa saltando una
valla...
—No se me ocurre por qué lo hizo —Jimena respondió mirando de reojo a su abogado,
intentando disimular su ansiedad.
—Y más raro todavía que justo el día en que decide entrar evitando la puerta principal,
asesinen a un desconocido de vuestra edad en ese mismo sitio. —Jess volvió a poner la foto de
Lucas frente a Jimena.
—Mmm... —Jimena evitó la mirada de la inspectora y elevó la mirada hacia el cristal.
—¿Lo había hecho antes? Me refiero a entrar por la valla. No sé, ¿habíais quedado alguna vez?
—No —respondió escandalizada—, ni siquiera tengo su teléfono.

—No recuerda haber visto en la fiesta a ninguno de los chicos. —Manuela ordenó las fotos en
línea sobre la mesa.
—No. Había mucha gente trabajando: camareros, técnicos, aparcacoches... Quizá estuvieron,
pero yo no los vi. —Pedro de Gálvez cruzó las piernas, desafiante.
—¿Cree entonces que estaban trabajando?
—No lo sé. No me encargo de eso.
—No recuerda entonces a ninguno de los tres.
—Señora López, mi cliente declaró esa misma noche no conocerlos y ha reafirmado varias
veces su testimonio inicial.
—Gracias —Manuela respondió a las provocaciones de Pedro penetrándole directamente con
sus enormes ojos marrones—. Soy bastante consciente de la capacidad de su cliente para recordar
lo que ocurrió aquella noche.

Manuela se reencontró con Jess en la puerta de la sala de reuniones, observando cómo se


alejaba la familia de Gálvez hacia el ascensor.
—Le he puesto nervioso, poco más. ¿Tú? —susurró Manuela mientras aguantaba la mirada al
guardaespaldas en la lejanía.
—No he sacado nada. —Jess tampoco perdía la atención sobre la familia—. La niña miente.
—El padre también.
—¿En qué pregunta? —Jess miró de reojo a Manuela.
—Eso no lo sé. Me huele que en todas.
12
Manuela buscaba incómoda entre la multitud. El pub estaba lleno de grupos de gente que
bailaban despreocupados y la empujaban a su paso. Tenía calor. Se abrió la chaqueta de cuero
negra. Estaba empezando a perder la paciencia. Sacó el móvil y repitió la llamada. Nada. Sin
respuesta. Una luz rosa que provenía del techo la deslumbró y desganada giró la cabeza hacia el
final de la barra. Distinguió el pelo anaranjado de Isabel, y se dirigió directa hacia allí.
—¡Eh! —gritó, cogiendo a Isabel del hombro entre la gente—. Llevo media hora llamándote.
¿Estás sola?
Isabel, que bromeaba con el camarero mientras pedía una cerveza, se giró hacia ella con su
alegría habitual.
—¡No lo he oído! Hay un ruido... —Le lanzó un beso por encima del hombro de una
desconocida.
—¿Y Reyes? —Manuela consiguió acomodarse a su lado en la barra.
—Al final se ha rajado —respondió despreocupada—, estáis hechas unas abuelas.
—¡Venga ya! Te dije que pasaba de venir sola contigo...
—Hija, una cerveza, no son ni las diez. —Isabel se movía al ritmo de la música mientras
hablaba.
—Que nos conocemos Isa... —Manuela, muy seria, mantenía el tono de reproche en su voz.
—Venga —la cogió de las manos forzándola a bailar—, hazme la cobertura un rato que estoy
esperando que llegue el chico que conocí en el gimnasio.
—Si ya me lo conozco... Viene el del gimnasio y acabo toda la noche hablando con sus amigos.
Paso. No me apetece.
Isabel observó a alguien que entraba al local y aumentó su nerviosismo.
—Como sabía que ibas a ir por ahí… ¡Buenas noticias! No vas a estar sola, he invitado a Jess.
—¿Qué? —preguntó cortante.
—He invitado a Jess. No conoce a nadie en Madrid... —gritó para elevar su voz por encima de
la música.
—Mira, paso. Me voy a mi casa. —Manuela apretó los labios.
—Ahora no te puedes ir... —Isabel se acercó a un milímetro de su cara vocalizando mucho—.
Está justo detrás de ti. Una cerveza, sólo una.
—¡Hola! —Jess saludó animada a sus compañeras.
—Hola guapa —Isabel se abalanzó sobre ella para darle dos besos.
Manuela intentó relajar el rostro de su enfado con Isabel y, forzando una sonrisa con los labios
cerrados, saludó a Jess con un movimiento de cabeza. Ella le devolvió el gesto con una sonrisa.
—¡Manu, pide algo que estoy seca! —dijo Isabel.
—¿Una cerveza? —le preguntó a Jess.
—Sí, gracias.
Manuela se giró hacia la barra y, aprovechando que estaba de espaldas, Jess la observó con
interés. Vestida con unos pantalones encerados negros, botas de tacón y una chaqueta de cuero,
siempre parecía destacar sobre los demás. Se miró las Converse y se arrepintió de no haberse
arreglado un poco más. Manuela volvió unos minutos después con los tres tercios.
—¿Isabel? —preguntó a Jess con mala cara.
—Ha ido al baño.
Manuela oteó el garito y la vio bailando con un grupo de chicos junto a la entrada. Señaló con
la cabeza.
—Es siempre así. Nos trae de palmeras —dijo resignada.
Manuela cogió dos taburetes y los situó junto a la barra. Se sentaron una frente a la otra.
Manuela elevó la cerveza hacia Jess, brindando levemente con su tercio.
—Por Lucas. A ver si conseguimos solucionarlo.
—Por Lucas —respondió Jess.
—¿Has conseguido hablar con Claudia?
—Sí. Nada nuevo. Confirma todo lo que nos dijo Jimena, palabra por palabra.
Siguieron hablando de trivialidades: la investigación, la mudanza de Jess, Isabel... A pesar de
los esfuerzos de Manuela por mantenerse hermética la realidad era que se sentía cómoda, y eso la
desestabilizaba. Ignorando los intentos de Jess por tener una conversación más relajada, decidió
centrarse en el trabajo para evitar cualquier tema personal que la obligara a profundizar.
—¿A qué hora vas a yoga? No hemos vuelto a coincidir... —Jess seguía tratando de provocar
conversaciones personales.
—No, no he ido esta semana. —Manuela conectó su mirada con Isabel, reprendiéndola en la
distancia.
—¿Qué pasa? —Isabel interrumpió enérgica con una copa en la mano.
Manuela la miró de reojo con desaprobación y se acabó la cerveza de un trago.
—Lo siento, tengo que irme. —Se levantó del taburete cerrándose la chaqueta.
—¡Venga hombre, que la noche es joven Manu! —Isabel la cogió de los hombros
zarandeándola.
Manuela la besó en la mejilla y miró a Jess.
—Gracias Mars. —La sonrió sincera—. Mañana nos vemos.
—Vamos Jess, ¡a bailar! Voy a presentarte a unos amigos. —Isabel miró intranquila a Manuela
mientras salía cabizbaja del local.

—Había un tercer chico, ¿para qué cojones te pago? —La voz autoritaria y refinada se
había tornado fría y amenazadora.
—Revisamos las grabaciones y no vimos a nadie más, se lo juro —su interlocutor se
excusaba, asustado.
—Pues estaba allí. Las inspectoras lo han encontrado. Está detenido. Espero que no sepa
nada.
—Tranquilo, no pudo ver nada.
—Eso espero. Quiero que te encargues.
—Pero está detenido… —Las consonantes le vibraron con más intensidad que
habitualmente.
—¿Y dónde está el problema? Busca la forma. Queremos el asunto solucionado ya. Se está
alargando demasiado.
—¿La niña? —preguntó con miedo.
—La niña es intocable. Ya te lo he dicho. Hay que tenerla vigilada pero no será un
obstáculo.
Jess andaba a paso ligero en dirección al trabajo. Amenazaba tormenta y si la pillaba a medio
camino llegaría empapada. Hablaba por teléfono con los auriculares inalámbricos con su hermana.
Los últimos días habían sido intensos y le debía varias llamadas.
—No, no me acosté tarde. Pero estoy desentrenada, me ha costado un mundo levantarme.
—Si es por socializar bien, necesitas hablar con gente Jess —respondió Kate.
—Sí, la verdad es que lo pasé muy bien.
—Con Manuela entonces bien, ¿no?
—No sé, es desconcertante. —Sonrió amargamente recordando el comportamiento de su
compañera—. Profesionalmente muy bien. Aprendo mucho y encajamos bien, la verdad.
—¿Entonces dónde está el problema?
—No tengo queja en realidad. Lo que pasa es que me confunde. Tenemos un momento de
confianza y al instante se cierra en banda.
—Igual no quiere intimar. No pasa nada. Es un trabajo.
—Supongo. Quizá sea mejor así, respetar la barrera de lo personal.
—Tú céntrate en el trabajo y ya harás amigos poco a poco.

Manuela miraba por la ventana hacia el jardín, concentrando su mirada en los rosales a punto
de florecer.
—No te creas que he avanzado mucho desde la última vez que hablamos. El caso sigue igual.
Hemos interrogado a los de Gálvez pero, más allá de confirmar que ocultan algo, no hemos sacado
nada. La pieza importante es Gonzalo, ahora mismo nos tenemos que agarrar a él como a un clavo
ardiendo, no tenemos más. Isa va a intentar tranquilizarle para que podamos hablar de nuevo con
él. ¿Te acuerdas de Isa, papá? Mi compañera, la psicóloga. Te caía muy bien...
Manuela dio media vuelta observando a su padre, sentado en una silla de ruedas con la mirada
perdida en el papel pintado de la pared. Se sentó en el butacón junto a él, acariciándole el pelo.
—¿Tú qué tal la semana? —Manuela continuó hablándole—. ¿Bien? Aquí estás muy bien
cuidado. A ver si mejora el tiempo y podemos salir al jardín. Yo, por lo demás no te cuento
mucho... Tengo una compañera nueva. —Manuela pensó en Jess y su espantada la noche anterior,
arrepintiéndose de haber sido tan brusca—. Es buena. Te gustaría también. Ayer estuve tomando
algo con ella pero no quiero cruzar esa línea. No debo. ¿Lo entiendes? —Manuela se respondió a
sí misma—. Ya, yo tampoco lo entiendo... Las chicas dicen que no pasa nada, pero prefiero
mantener separado el trabajo, es lo correcto. Siempre hemos sido un poco bobos tú y yo...

Jess vagaba por la comisaría como si estuviera enjaulada. Consciente de que Gonzalo era su
única pista real, intentaba encontrar una forma de encaminar la investigación. Llevaba un rato
recorriendo en línea recta, una y otra vez, de manera compulsiva, los apenas veinte metros que
separaban la puerta del comisario Antares del despacho de la psicóloga. Sus nervios crecían al
mismo ritmo que sus zancadas. Isabel seguía hablando con Gonzalo en una de las salas de
interrogatorios frente a su despacho. Llevaban más de una hora y Manuela ni aparecía ni respondía
al teléfono.
—¿Qué tal, inspectora? —Rojo salió del ascensor y se encontró de frente con Jess—. Estás
muy guapa hoy...
—¡Pasa de mí Rojo! —Dando media vuelta continuó con su pendular paseo. A medio camino
se arrepintió de haber sido tan descortés.
—Bueno, ¡menudo humor! —Rojo se dirigió hacia su mesa, haciéndole un gesto a Llorente,
sentado en su sitio—. Pasas mucho tiempo con López me parece…
—Déjala, lleva un rato haciendo kilómetros —dijo Llorente sin prestarle atención.
Jess había retomado ya el camino de vuelta.
—Lo siento Rojo, estoy a mis cosas. —Jess vio que Isabel salía de la sala y dándole la
espalda se acercó a ella en dos zancadas—. ¿Qué?
—Puedo equivocarme, pero ya te digo que este niño no ha matado ni a una mosca. Está
aterrado. Le han dado calmantes en el hospital, casi no es capaz de hablar.
—¿Te ha contado algo? —Jess estaba impaciente.
—No lo he grabado. Ha reconocido que estuvo en la casa, había entrado más veces por el
hueco de la valla. Es amigo de Jimena. Se acordó de que se había dejado un disco duro con los
apuntes, Jimena no estaba en casa y fue a por él. O eso dice...
—¿Un viernes de madrugada? —preguntó extrañada.
—Sé que miente, pero ha reconocido que estuvo en la escena. Es un principio. Lo he
tranquilizado y está en su punto. Yo seguiría ahora, lo tenéis maduro para desmoronarse.
—Manuela llega tarde. —Jess miró el reloj, indecisa.
—¿Y cuándo llega pronto? Puedo entrar contigo si quieres.
—Vamos. —Le hizo un gesto con la cabeza, invitándola a pasar.
Gonzalo estaba mucho más tranquilo. La psicóloga había sido muy agradable con él y la
policía rubia le gustaba bastante más que su compañera. Había tenido que confirmar que entró y
salió de la casa para recoger un disco duro. Tenían un vídeo. No podía negarlo, pero tenía que
conseguir disimular, si no estaría perdido. «¿Quién había matado a Christian y a Lucas?», se
repetía constantemente. Estaba aterrorizado.
Las dos mujeres se sentaron frente a él en la sala de interrogatorios, ofreciéndole un vaso de
agua. Antes de que pudieran empezar a hablar, Antares las interrumpió, excusándose. Tras él,
como un auténtico vendaval, entró una mujer elegantemente vestida con cara de pocos amigos. Se
situó al fondo de la sala, presidiendo la reunión. El comisario echó en falta a López pero decidió
comenzar con las presentaciones, se le estaban acumulando los problemas.
—No sé si os conocéis. Os presento a Alicia de Salazar Díez y Toledo —balbuceó nervioso,
sin abandonar su posición junto a la puerta. Parecía querer permanecer allí dentro el menor tiempo
posible. La abogada se había impuesto desde que apareció en su despacho insinuando que su
cliente no estaba teniendo una defensa justa—, socia de H&C Partners Global, es la abogada de…
Manuela abrió la puerta y su rostro, habitualmente bronceado, se tornó amarillento y pálido
cuando su mirada se cruzó con la de la mujer desconocida. Casi tambaleándose, fue capaz de
tomar asiento en el extremo de la mesa, frente a ella.
Jess no había reparado en la abogada hasta entonces, estaba completamente centrada en
Antares. Iba muy arreglada, con una camisa de gasa de escote generoso y un pantalón palazzo de
color verde oliva. Tendría en torno a su edad, quizás algo mayor, y desprendía, como Manuela, un
halo luminoso de perfección y seguridad a su alrededor. Era muy atractiva, lo sabía y lo
explotaba. Muy alta y delgada, parecía mecida permanentemente por el viento; llevaba el pelo
muy corto, rubio brillante, resaltando las preciosas facciones femeninas de su rostro; su mirada
era intensa, felina y salvaje, de color azul cielo, enmarcada por un maquillaje que exageraba aún
más su ferocidad.
Notó cómo miró a Manuela al entrar, recorriendo todo su cuerpo, degustándola lentamente,
disfrutando del momento. López aguantó el escrutinio, impertérrita, sin mover un solo músculo de
su cuerpo, palideciendo por segundos y perdiendo aquel brillo en su mirada de saberse superior.
Jess percibió que Isabel observaba a Manuela preocupada. ¿Qué estaba pasando? ¿Quién era esa
mujer?
—Bienvenida, inspectora López —el comisario continuó indolente—. Estaba presentando…
—Sé quién es, gracias —respondió Manuela de forma mecánica, desprovista de cualquier
emoción en su voz.
—Bien. Como les decía, nos acabamos de enterar de que la señora de Salazar representa al
señor Herrero. Ya le he informado de que el detenido no solicitó un abogado y no hay en realidad
cargos contra él…
Manuela era incapaz de escuchar a Antares, a duras penas era capaz de seguir sentada en
aquella silla sin perder el conocimiento. Sólo podía mirar a Alicia, rompiéndose por dentro y
recordando todo el dolor que había sentido en el último año. Adivinaba la mirada escrutadora de
Isabel, no podía devolvérsela, no allí. Había temido durante meses que algún día llegara ese
momento, Alicia dinamitando sus defensas en público, testificando por ejemplo ante un tribunal.
Pero aquel era el peor escenario posible. Odiaba sentirse vulnerable, estaba bloqueada y no
conseguía recuperarse.
Antares debió parar de hablar porque se escabulló cobarde por donde había venido. Alicia
recogió el testigo, levantando su escultural figura, lista para empezar su show y cautivar a los
asistentes. No la había vuelto a ver desde el día en que firmaron el divorcio, aunque sabía que
estaba bien por amigos comunes. «¡Dios mío! ¡Estaba espectacular!», se dijo.
Llevaba una camisa con una discreta abertura hasta el ombligo que dejaba intuir parte de su
abdomen, haciendo volar su imaginación a lugares donde había estado tantas veces y le habían
hecho tan feliz. La desnudó allí mismo con la mirada, la paladeó, vibró al recordar su cuerpo y sus
secretos más íntimos.
—Como bien ha dicho el comisario, represento al señor Gonzalo Herrero. —El tono de Alicia
era firme y poderoso—. Encantada inspectora, no tenía el placer —dijo dirigiéndose a Jess—,
Isabel —continuó con confianza—, te veo estupenda… Dirán que mi cliente renunció a su derecho
a una defensa. —Sonrío sarcástica. Gonzalo la observaba hechizado—. Bueno, todas sabemos
cómo funciona esto. Gonzalo lleva aquí ya un día sin asistencia legal y ha tenido incluso que ser
trasladado a un hospital. —Revisó sus notas haciendo una pausa dramática—. Así que, vamos a
hacernos un favor a todas, señoras, y sobre todo a la justicia, y a empezar desde el principio.
Jess seguía atónita ante la situación. Aquella especie de diosa griega daba instrucciones y su
compañera no la rebatía. Estaba ausente, perdida, nunca la había visto así. Isabel estaba tan
nerviosa que Jess podía oír sus palpitaciones. ¿De qué se conocían?
—Por supuesto, Manuela —Alicia disfrutó especialmente al decir su nombre. Exageró la
pronunciación, deleitándose en el momento—, no dudo de tu profesionalidad. Es un auténtico
placer —la miraba intensamente a los ojos— verte y una garantía que tú lideres esta
investigación.
Jess tuvo miedo de la reacción de López cuando la diosa tuvo la osadía de tutearla en público,
pero tampoco reaccionó. Observó de nuevo a Isabel, pellizcando el muslo de Manuela bajo la
mesa. No sabía qué estaba pasando, pero decidió tomar las riendas.
—Soy la inspectora Mars, encantada. —Seguía sin perder de vista a Manuela, inmutable, por
el rabillo del ojo—. Como seguro habrá leído y Gonzalo puede confirmarle, ofrecimos a su
defendido la posibilidad de contar con asistencia legal y no lo consideró necesario.
—No he tenido tiempo de leer el informe —Alicia contestó con una sonrisa encantadora.
—Pues debería —respondió Jess de manera firme—. En cualquier caso no hay cargos contra
él y, siempre que colabore, estoy segura de que no necesitará sus servicios mucho tiempo.
—¡Ja! —Alicia forzó una agria carcajada que no llegó a exteriorizar—. Estoy segura de ello.
No tengo la suerte de conocerla inspectora, pero sí que conozco bien las costumbres de su
compañera.
Alicia dejó la frase en el aire, aunque apenas había espacio para más emociones en la sala.
Manuela se mantuvo impávida. Jess no podía más, tenía el deseo irreprimible de levantarse y
abrazarla, parecía tan frágil... Barajó también la opción de abofetearla para hacerla volver a ser
ella misma, la soberbia de siempre. En lugar de eso, se acercó al oído de Isabel.
—¿Qué coño está pasando? —le susurró.
Observando a Alicia, Isabel dudó, no sabía cómo acabaría aquello ni cómo ayudar a Manuela,
le dijo la verdad:
—Es su exmujer —no hubo apenas volumen en sus palabras—: Su sentencia de muerte.
Manuela luchaba desesperadamente por salir de aquella conmoción. Notaba los esfuerzos de
Isabel, a punto de desgarrarle el muslo. Pero no podía. Alicia siempre había causado ese efecto
narcótico en ella. Había sido su droga, estuvo años enganchada y, aunque parecía superado, verla
de nuevo le estaba provocando un horrible síndrome de abstinencia. En su intento de dejar de
mirarla, de bloquear el impulso, casi enfermizo, de poseerla allí mismo, encontró la mirada
desconcertada de Jess y, como por arte de magia, el verde cristalino de sus ojos funcionó como un
antídoto contra el embrujo.
Consiguió enfocar a Isabel, con la cara desencajada. Cerró los ojos, frotándose las sienes y
luchando por salir de aquella pesadilla. Mirándola con franqueza, Jess hizo un pequeño gesto con
la cabeza que la envalentonó. No supo muy bien por qué, pero algo le recorrió por dentro, volvió
a sentir que el aire entraba en sus pulmones y rompió el hechizo.
—Clap, clap, clap. —Sosteniendo la mirada de Alicia, Manuela se irguió en la silla y comenzó
a aplaudir, provocando un eco sordo que resonó en la sala—. Precioso, abogada, le ha quedado
una introducción preciosa. ¿Qué me decís de su propuesta? Empezar por el principio... ¡Claro que
sí!
—Eh… —Alicia tartamudeo aturdida, no esperaba un contrataque.
—¿Tú como lo ves Gonzalo? Yo creo que deberíamos soltarte y llamar a la señora —rectificó
a propósito—, perdón, señorita de Salazar para comunicarle previamente tu detención, así
haríamos... ¿Cómo lo ha llamado? Honor a la justicia —Afirmó con la cabeza elevando las cejas.
—Se está pasando de la raya inspectora. —Alicia se revolvió amenazante. Era un duelo de
titanes con tres testigos de excepción.
—¿Qué quieres Alicia?
—Garantizar los derechos de mi cliente.
—Muy bien. Pues mira, como yo también conozco tus costumbres... Vamos a hacer una cosa. —
Apoyándose sobre los antebrazos se levantó lentamente—. Vamos a darte tiempo con tu cliente,
para que os podáis poner al día. Te vamos a dejar llevarte un informe muy bonito, con varias
pruebas incriminatorias, merece la pena leerlo, te lo garantizo. Y ya mañana, antes de que cumpla
el tiempo de retención, no te preocupes que yo también estudié derecho como bien recordarás, lo
ponemos todos en común. A ver qué sacamos en claro.
—Manuela, creo que…
Mirándola fijamente a los ojos, intentando provocarla, dio un par de pasos en su dirección,
deteniéndose a la altura de Jess.
—¿No lo has entendido? Puedo mandarte un e-mail si quieres, ya no tengo tu teléfono. Hasta
aquí ha llegado nuestra colaboración letrada. Le informaremos qué día y a qué hora
interrogaremos a su cliente. Lo siento mucho chaval, vuelves al calabozo. —Manuela observó a
Gonzalo, sentado frente a Jess—. Es la consecuencia de pactar con el diablo.
Dio media vuelta y abandonó la sala, dejando a todos en estado de shock.
13
No la había visto desde el incidente del día anterior. Jess pensó en llamarla, quería saber cómo
estaba, reconfortarla... Hizo varios amagos de marcar su número, pero finalmente no tuvo el valor
de hacerlo. Isabel no profundizó mucho en el tema del divorcio, pero saltaba a la vista que no
había sido precisamente amistoso. Le había dado muchas vueltas, tantas que se durmió pensando
en ello. Habían sido apenas unos instantes, pero había conseguido ver a través de su coraza y le
había fascinado: descubrió a la Manuela vulnerable, tierna y herida a la vez; una Manuela humana,
con los mismos problemas que el resto de los mortales.
Tras ridiculizar a la abogada y salir de la sala, la situación se tornó tragicómica: Alicia, muy
ofendida, se subió de nuevo a su pedestal de diosa y reanudó el espectáculo, para deleite del
personal de la comisaría; intentó hablar en privado con Isabel aunque ésta se mantuvo firme con
diversas evasivas; el comisario se disculpaba compulsivamente, maldiciendo a la inspectora
López e intentando justificarla, sin ningún conocimiento sobre el tema; Gonzalo evolucionaba del
miedo a la conmoción, pasando por el gozo de observar a su letrada; y Jess, tras ponerle cara a la
ex, no era capaz de entender nada. Tenía sentimientos contradictorios, debatiéndose entre el deseo
de protección y la incredulidad ante el dolor que había provocado su sola presencia.
Le sorprendió recibir un mensaje de Manuela, después de comer, citándola en una cafetería
cercana a la comisaría y se apresuró a su encuentro. La descubrió sentada al fondo, con dos tazas
de café sobre la mesa, la foto de Jimena, varios informes abiertos y algunos folios garabateados
en diferentes colores.
Tomó asiento frente a ella con una sonrisa. Aunque Manuela intentó devolvérsela no consiguió
más que una mueca forzada. No tenía su habitual buen aspecto. Aun así, seguía manteniendo su
aura adictiva. Un sobre de medicamento, arrugado junto a un vaso de agua, le hizo suponer que
tenía resaca. Parecía indefensa, Jess deseó consolarla pero no se atrevió.
—Te he pedido un café. —Manuela continuó concentrada en sus anotaciones.
—Gracias. No hacía falta.
—Estamos en punto muerto Jess. —Manuela levantó la cabeza y Jess se turbó, era la primera
vez que la llamaba por su nombre—. No tenemos nada. Estamos de acuerdo en que el chaval no lo
hizo, vale. Pero no hay otro sospechoso, no hay móvil, no hay nada. Quizá tenemos que buscar otro
enfoque: ¿Fue un accidente? ¿Las dos muertes están relacionadas? ¿Qué papel juega Jimena? Igual
me estoy equivocando y todo esto es un castillo de naipes en mi cabeza…
Jess no estaba segura de que se equivocara muchas veces o, al menos, de que fuera capaz de
reconocerlo en alto. O quizá sí y por eso prefería trabajar sola. No lo confesaría, pero le gustaba
también aquella versión insegura de la inspectora. Era, si cabe, aún más sugerente.
—Gonzalo estaba a punto de caramelo. —Manuela continuó hablando—. Aceptó haber entrado
en la casa. Isabel lo dejó preparado, pero ahora nuestra amiga de H&C Partners —Jess se dio
cuenta de que había omitido voluntariamente el nombre de Alicia— y sus conexiones se van a
encargar de enterrarlo en papeleo y problemas. Ya la viste ayer.
—No creo que escucharas nada de lo que dijo ayer la abogada... —Jess bromeó. Ni siquiera
ella esperaba aquel comentario que le brotó con tanta naturalidad.
Manuela aguantó su mirada unos segundos, sin duda más de los necesarios, que se le hicieron
eternos. Dándole un sorbo al café rompió a reír, empapando el bar con una sonrisa desbordante.
—Entre tú y yo, nada de nada. —Prolongó la sonrisa con los ojos.
Jess quería preguntarle por Alicia, saber cómo estaba, llegar a tener alguna conversación
personal. Miró el anillo en su mano izquierda, jugueteaba distraída con él. Ahora que había
descubierto que estaba divorciada no entendió por qué seguía llevándolo. Si quería indagar ese
parecía el momento, desde luego, pero no encontraba las palabras adecuadas.
—Cuando te fuiste no mejoró mucho, pero tampoco lo llamaría amenazas. Alguna frase velada,
nada más, cosas de abogados…
—Me contó Isabel. Antares me la guarda, ya me lo imagino chupándole el culo toda la tarde.
No dejes que Alicia te manipule, la conozco muy bien, pase lo que pase va a conseguir lo que
quiere. —Manuela observó pensativa el sobre de ibuprofeno arrugado al lado de su taza.
—¡Hombre! La estrella del cuerpo. La inspectora jefa nada menos… —Un hombre bastante
desaliñado, con la camisa por fuera del pantalón, interrumpió su conversación mientras se
acercaba haciendo eses hacia la mesa—. Sí que has progresado desde el desastre de tus
amiguitos, López.
—¿Qué quieres, Martín? —Manuela lo traspasó con la mirada—. No tengo hoy precisamente
el día.
—Por lo pronto conocer a tu amiga. —Simuló una reverencia, perdiendo el equilibrio y
golpeando la mesa—. Hola, guapa.
—Te he dicho que no estoy para que me toques los cojones. —Lo empujó del pecho,
apartándolo de ellas.
—Has salido ganando con el cambio, ¿eh? —Se tambaleaba sobre Jess—. Menuda belleza te
has llevado.
—¿Estás borracho? ¿No quieres volver a tu deprimente realidad? —Manuela jugueteaba con
un mechero en su mano.
—Deprimente tu vida, guapa. Dile, dile a tu amiguita... —Forzó el diminutivo más de la cuenta
—. Explícale tus cosas... Otra que creerá que eres una santa. La santa Manuela López, en proceso
de canonización… —Abriendo las manos hacia el cielo elevó mucho el tono de voz, llamando la
atención de los clientes cercanos.
—¡Ya está bien, Martín! Estás acabando con mi paciencia. —Manuela se levantó y adelantó su
brazo derecho para apartarle, aunque no le tocó.
—Ves lo que pasa cuando la fuerzas un poco. —Martín ocupó el espacio que le separaba de
Manuela, dirigiéndose a Jess que también se levantó, situándose detrás de ella.
—Te lo llevo un rato advirtiendo… —amenazadora, le señaló con el dedo índice—. Deja a los
mayores trabajar y vuelve a la barra a emborracharte.
—Va Manuela, déjalo estar. —Jess le golpeó ligeramente en el hombro y se dirigió serena a él,
adelantando su posición a la altura de su compañera—. Martín, ¿verdad? Vamos a tranquilizarnos
todos un poco.
—Yo estoy súper tranquilo. —Bebió un trago largo de la cerveza que sujetaba en la mano.
—Pues fenomenal. —Jess continuó. Manuela no perdía de vista a Martín—. Cada uno a lo
suyo. —Jess tiró del brazo de Manuela hacia la mesa notando como sus bíceps en tensión se
relajaban y se dejaba manejar, comenzando a girar el cuerpo para volver a su asiento.
—Vaya López, no lo habría esperado de ti... —Martín levantó la copa hacia el techo,
provocándola—. ¿El nuevo comisario le ha puesto un vigilante al perrito de presa?
Manuela detuvo el movimiento. Jess sintió como su musculatura se endurecía. Aumentó la
presión sobre su brazo, zarandeándola.
—Ya está. No pasa nada —dijo Jess, restándole importancia.
—Sí pasa. Claro que pasa. Este puto energúmeno de Asuntos Internos, además de no tener nada
mejor que hacer que cazar a sus compañeros, viene aquí borracho a faltarnos al respeto. —
Manuela se soltó de Jess y dio un paso en dirección a Martín.
—Mira, ¡puta! —Apuró el contenido de su vaso—. Ten cuidado con lo que dices, que el caso
de tus protegidos sigue abierto y, como sigas por ahí, igual tengo que empapelar también a la
psicól…
Antes de que pudiera acabar la frase, Manuela se lanzó contra él, empotrándole contra la
pared. Le inmovilizó el brazo y lo giró contra el muro.
—Mira, pedazo de mierda —susurró fría en su oído—, como vuelvas a insinuar que Atienza
tiene algo que ver, voy a ir a por ti y no va a ser precisamente oficial.
Tirando de la chaqueta de su compañera, Jess intentaba separarles. Manuela aflojó la presión y
le permitió darse la vuelta. Martín se trastabilló e hizo un amago de coger su arma. Manuela
sonrío fríamente.
—¿Sabes usarla, oficinista de mierda? Porque yo también tengo una, a lo mejor estás buscando
que la saque. Aunque te aviso de que como lo haga yo no voy a fallar. Tu verás.
—Manuela, por favor. —Jess le giró la cara hacia ella, situándose entre ambos—. ¡Ya basta!
Se te está yendo de las manos.
—Eso es rubia. Ponle un bozal al perrito.
Jess se giró bruscamente, sujetando el pecho de Martín.
—¡Se acabó! Deja de provocar y fuera de aquí. —Chasqueó enérgica los dedos, retándole con
la mirada—. No sé qué tenéis entre vosotros, pero a la próxima amenaza te detengo por sacar el
arma borracho en un lugar público.
Él bajo la mirada, avergonzado, hacia el suelo. Manuela perdió el interés en él y centró toda su
atención en la autoridad férrea que desprendía su compañera. Tranquilizándose, se perdió en sus
ojos verdes. Las dos sintieron por un momento que estaban solas en el local. A trompicones,
Martín se alejó de la pared y apoyó una mano en la cadera de Jess. Manuela, como impulsada por
un muelle, lanzó el codo por encima del hombro de Jess y le partió la nariz. Martín se tambaleó,
sangrando, y se sentó en el suelo del local.
Ninguna se movió. Manuela seguía explorando aquellos ojos verdes tan intensos. En silencio,
se abrió la cazadora, mostrando una camiseta de tirantes muy ajustada que, prácticamente, sólo le
cubría el pecho.
—Nunca voy armada —susurró, paladeando la sugerente mirada de Jess, que no quería
separarse de ella.
Sonrío y Jess entendió que estaba deseando rendirse ante aquella sonrisa.

—¡Le rompiste la nariz! ¡A un oficial de Asuntos Internos! ¡Por Dios, López!


Antares gritaba, fuera de sí, mientras daba zancadas con las manos en la espalda, desquiciado,
de un lado al otro de su despacho. Jess y Manuela le observaban sentadas, frente a su mesa.
Vaamonde esperaba de pie junto a la puerta.
—Pero a quién se le ocurre, ¿a quién? Liarse a tortas en un bar como unos pandilleros. ¿Y
usted Mars? Usted parecía tener cabeza.
—¿Ha terminado? —preguntó Manuela tranquila.
—Eso depende. —Se acercó a ella, manteniéndose de pie—. ¿Hemos terminado? ¿Me vas a
contar algo? ¿Me vas a ayudar a entenderlo?
—Martín es un gilipollas.
—¡Hombre! Ya tocaba faltar al respeto. Un gilipollas y un oficial de Asuntos Internos que
como te denuncie te busca un problema López. Nos lo busca a todos.
El comisario no era un mal hombre, pero estaba entregado al poder y eso le hacía peligroso,
mal policía y mal jefe. A Manuela le daba hasta pena pensar en la cantidad de llamadas de
disculpa y peloteo que tendría que hacer por aquello.
—¿Piensas decir algo? —Antares la increpó de nuevo.
—Si me deja…
—Por favor, ilústranos.
—No le rompí la nariz. Eso se lo hizo él solito al golpearse con una mesa en su tambaleo. Ya
le he dicho que estaba muy borracho…
—¡Ahhh! Que no le rompió la nariz, dice… Pues me dejas mucho más tranquilo. ¿Tampoco lo
inmovilizaste contra la pared? Porque tiene diez testigos por lo menos.
—Eso sí que pasó. Fue en defensa propia.
—¿Te estaba acosando?
—Sí, ya se lo he explicado. Estaba borracho, es un sobón, vino a provocar y quizá la
proporcionalidad se me fue un poco de las manos. Hable con los testigos si quiere. La estaba
liando, yo bebiendo café… Nadie dirá lo contrario.
—¿Te tocó? ¿Qué te hizo?
—Usted es un hombre y de ahí esta pregunta tan absurda —respondió serena—. No me ofendo
fácilmente Antares. Pero sí, me molestó, se propasó, me tocó sin mi permiso.
Jess sentía tanta atracción por Manuela que empezaba a asustarle pensar en ello. No había sido
ella la acosada y las dos lo sabían, pero estaba asumiendo toda la culpa sin siquiera pestañear,
sumando más problemas a su larga lista con Antares. Martín le rozó la cadera, no estaba segura de
que Manuela lo hubiera visto, pero cuando le rompió la nariz por encima de su hombro tuvo claro
que sí. No fue sólo un arrebato de rabia, debía de haber algo más. Desde que llegó al bar la
encontró especialmente nerviosa. También recordaba por qué lo había amenazado, había insinuado
la participación de Isabel en la investigación de los casinos ilegales. Pudo ver perfectamente
cómo, según lo decía, la cara de Manuela se tornaba gris, sus ojos se encendieron, hubiera
acabado con él en aquel bar si hubiera conseguido terminar la frase.
No le gustaba la violencia. No estaba bien. Pero estaba impresionada por los principios de su
compañera y su capacidad para asumir la culpa sin peros. ¿No iba armada? ¿Nunca? ¿Por qué? De
nuevo había conseguido entrar en su cabeza y se resistía, cada vez más, a salir de ella.
—Bueno, será mejor dejarlo aquí. —Vaamonde intervino pragmático—. No piensas
disculparte, supongo…
—Supones bien. No voy a disculparme con un cerdo, tiene suerte de que la caída sólo le
rompiera la nariz. —Manuela intercambió una mirada cómplice con Vaamonde.
—Déjanos a nosotros tapar el asunto. No creo que te denuncie, saldría mal parado.
—Bueno, volviendo al caso. ¿Qué pasa con los chicos? —Antares seguía en pie de guerra.
—¿Qué pasa? —contestó Manuela sorprendida.
—Pues eso necesito que me expliques. Primero la niña rica, te dije que no quería un problema
y vas y haces declarar al padre por sorpresa.
—No hubo ningún problema. ¿Tú viste algún problema Mars? —Buscó la colaboración de
Jess.
—Ninguno. El señor de Gálvez accedió a cooperar encantado.
—¿Ve? No hubo nada raro. Ambos mienten pero el sistema los protege, ¿qué podemos hacer?
—Abrió los brazos en señal de impotencia.
—¡Nada! —Antares elevó el tono de nuevo—. No vas a hacer nada. Y tampoco vas a volver a
tratar a esa abogada, de diez mil euros la hora, como si fuera una mierda.
—¿Porque cobra diez mil euros la hora? —Manuela estaba disfrutando —. No sabía que
tratábamos a la gente por su billetera en esta comisaría Antares… Profundice un poco, a ver si lo
entiendo.
—Ya sabes lo que quiero decir, no me confundas. Hasta aquí: llama a la abogada, discúlpate, y
cerrad este caso de una vez.
Manuela cerró los ojos pensando en la afirmación de Antares. No podía llamar a Alicia y
menos después de lo que había ocurrido dos noches antes. Tras su encuentro en comisaría
Manuela se fue a casa. Se tumbó en el sofá de su terraza y estuvo dialogando con sus fantasmas
sentimentales toda la tarde, regando el sufrimiento con cerveza.
Sabía que no había superado lo de Alicia, ¿a quién quería engañar? Ni siquiera había sido
capaz de quitarse el anillo, mintiéndose a sí misma con el argumento de que jugar con él la
ayudaba a concentrarse. Verla en la comisaría la destrozó. La transportó a aquella noche lluviosa
en la que entendió que su historia había terminado. Que la única persona con la que había
conseguido ser ella misma la había traicionado. Sintió el dolor en una herida que no había
conseguido cicatrizar y que volvía a estar peligrosamente abierta.
Pensando en Alicia acabó apareciendo Jess. Decidió pasarse al whisky. Desde que coincidió
con ella en clase de yoga la veía con otros ojos. Su imagen no dejaba de asaltarla por sorpresa,
desvelando rasgos cada vez más atractivos. Era mala idea, temía el solo hecho de pensar en ello.
Estaba intentado mantenerse profesional pero, una y otra vez, asomaba recurrente en sus
pensamientos provocándole una involuntaria sonrisa.
¿Por qué no podía eliminar a Jess de la ecuación? Sintió su angustia durante el hechizo de
Alicia. Fue ella quien la sacó de aquel delirio que, al parecer, aún podía inducirle su exmujer. Su
mirada la había despertado. Era tan diferente a Alicia... Tenía que dejar de pensar en Jess y
bloquear todas esas sensaciones que empezaba a despertarle o acabaría volviéndose loca,
haciendo alguna tontería de la que luego es probable que se arrepintiera.
El timbre de la puerta la devolvió a la realidad. ¿Sería Isabel? O peor, Isabel le habría contado
a Cristina la escena y no estaba para conversaciones profundas. Manuela se levantó desganada. Se
desequilibró, dándose cuenta de que había bebido bastante más de lo que pensaba. El timbre
seguía sonando impertinente. Con torpeza llegó hasta la puerta y abrió resignada.
Imponente en el umbral, con la misma ropa que llevaba en comisaría oculta bajo una
gabardina, como una fantasía, apareció Alicia. Manuela la observó, confundida. Ella se apoyó en
el quicio de la puerta provocativa.
—¿Puedo pasar? —preguntó devorando a Manuela con la mirada.
—No lo sé —respondió sincera.
—¿No lo sabes? Igual has cambiado mucho este año cariño... pero la indecisión no la tenía
contemplada.
—¿Qué quieres? —Manuela se metió las manos en los bolsillos de la sudadera.
—Hablar. Firmar una tregua. Verte.
Alicia sonrió encantadora. Manuela dudó un instante, atraída por su hipnótica mirada.
—Pasa —afirmó, no muy convencida, tras una larga pausa.
Alicia se contoneó hacia ella. Buscando un beso en la mejilla le tocó sutilmente la cadera.
—Te he echado de menos —susurró sugerente.
Manuela cerró la puerta dándole la espalda. Alicia esperó, quitándose la gabardina.
—¿Quieres beber algo? —preguntó Manuela dirigiéndose a la cocina, situada sin tabiques
frente a la entrada.
—Lo que tú estés tomando me va bien —contestó despreocupada mientras ponía el teléfono en
silencio.
Manuela comenzó a preparar dos copas de whisky con hielo. Alicia observaba la distribución
del ático, de pie frente a la isla que construía un pasillo hacia la derecha, a la zona de las
habitaciones. En el lado contrario, un salón amplio, del mismo tamaño que la terraza, compartía el
espacio con la cocina.
—Está bien. —Se acercó hasta Manuela, apoyándose de espaldas con los codos en la encimera
—. No es muy grande, pero tiene encanto. Es muy tú. Me recuerda al piso en el que vivías cuando
nos conocimos.
—¿Has venido a ver mi casa? —Manuela bebió de su copa y encendió un cigarrillo.
—No, he venido a verte a ti. —Alicia, desplegando todo su encanto, rodeó el cuerpo de
Manuela y se apoyó en la encimera con la copa en la mano, rozándola ligeramente y deteniéndose
en su espalda—. Me has vuelto loca esta mañana en comisaría. —Se acercó a ella, murmurando,
rozándole el cuello mientras hablaba.
Manuela notó un escalofrío que partía de la base del cráneo y se extendía hasta su vientre.
Sentía el cuerpo de Alicia acechándola en la espalda. Cogió la copa y moviéndola en círculos
concentró la mirada en su contenido. Intentó evadirse.
—No lo esperaba —la abogada redujo la distancia, respirando junto al oído de Manuela—,
pero ha sido volver a verte y mi cuerpo ha tomado el mando.
Manuela percibió el aliento de Alicia en la nuca. Le gustó. Por un segundo, quiso dejarse
llevar. «¿Qué estás haciendo? Aléjate de ella». Su cabeza y su cuerpo iniciaron un diálogo
incoherente.
Alicia apoyó el brazo izquierdo en la encimera y extendió el derecho a la altura de la cintura
de Manuela para situar la copa sobre la barra. Encontró la piel de su exmujer, recorriéndole el
antebrazo con el dorso de la mano.
«Pon distancia Manuela», repetía en bucle su cabeza aletargada mientras seguía buscando una
respuesta en el fondo de su copa. Llevaba mucho tiempo intentando olvidarla y sabía que, si
sucumbía, sería como volver a la casilla de salida del dolor que tanto le había costado abandonar.
Su cuerpo la contradecía caprichoso. Cerró los ojos. Su olor lo embriagaba todo, la sentía junto a
ella, tan cerca, al alcance de su mano. «¿Por qué no puedo olvidarte?». Notó como su cabeza se
entregaba a la nebulosa de sensaciones y se rindió.
Manuela se giró, atrapada por Alicia, y tiró de sus brazos devorando sus labios. La empujó
hacia el salón y lanzándola con rabia al sofá se tumbó sobre ella. El hechizo había vuelto a
funcionar. Se disfrutaron con soberbia un instante y Alicia se entregó al sexo, saboreándola
ansiosa. Buscó sus labios y Manuela los mordió anhelante, haciéndole daño. Retirándose, le
arrancó la camisa por la abertura en el escote y le desabrochó el sujetador, mientras la embestía
con fuerza con las caderas. Los gemidos de Alicia, cuidadosamente estudiados, la provocaban por
segundos. Manuela se elevó sobre ella mirando al techo y cerró los ojos mientras aceleraba sus
acometidas con ímpetu.
14
—Espero que puedas controlar los daños Maestre —la voz aterciopelada de una mujer, con
un fuerte acento extranjero, sonaba intimidante.
—Te dije que estaba arreglado —respondió la voz masculina, desprovista de su habitual
soberbia.
—Sé lo que dijiste, pero se acerca el momento y hay que empezar a tomar decisiones.
—¿Ya no confías en mí? —preguntó con arrogancia.
—Si no confiáramos en ti ya lo sabrías... —dijo envolviendo sus palabras en una carcajada
sombría.
—No hay de qué preocuparse. Diles a nuestros socios que podremos retomar los negocios
como estaba previsto.
—Nos jugamos mucho...
—Lo sé.

Manuela detuvo el coche en un callejón mal iluminado, bajo una farola que parpadeaba
intermitente. Miró el reloj. Encendió un cigarrillo y esperó. En la soledad de la noche, Jess volvió
a ocupar su mente y no pudo reprimir una sonrisa juguetona. Le hubiera gustado tomarse algo
cuando se lo propuso tras la conversación con Antares, no debía haber sido fácil para ella dar el
paso, no le daba precisamente pie. Pero la reunión con las chicas era sagrada, ya llegaba tarde, y
tenía que liquidar antes ese asunto.
«¿Habían sido celos lo que sintió durante el episodio con el idiota de Martín?», se preguntó.
Le sorprendió la actitud dominante de Jess. Le gustó. Cuando lo vio tocarla notó un fervor que no
sentía hacía mucho tiempo y que la había impedido controlarse.
Tenía que haberle dicho que sí. Que esperaran las chicas. Quizás podría haberla invitado a
cenar con ellas, hubieran estado encantadas de cotillear sobre su vida. Seguía dudando, en
cualquier caso, si era buena idea: los últimos días la había tenido demasiado presente,
sentimentalmente seguía rota por dentro y la irrupción de Alicia le había recordado lo peor de
entregarse a una relación.
Se abrió la puerta del coche y un hombre con pinta de drogadicto se sentó en el asiento del
copiloto. Llevaba la capucha de la sudadera puesta y apenas se podía distinguir más que una negra
y espesa barba.
—¿Cómo vas? —saludó mientras se acomodaba—. Dame un pitillo anda.
—Que no le falte de nada al señor, claro que sí. —Manuela saco un paquete del bolsillo y se
lo lanzó—. Dime que tienes algo.
—Bah, poca cosa. Hablan de esto y de lo otro, pero todas gilipolleces de chavales ricos.
¿Tienes mi pasta?
—¿Crees que te voy a pagar por esa mierda? Eso me lo cuenta hasta el más tonto que tengo en
comisaría.
—Claro que sí jefa. —Faros sacó un pendrive del bolsillo—. Pídeles a tus picoletos que
pinchen los teléfonos sin orden judicial, a ver qué sacas…
Manuela sacó un sobre de burbujas de debajo de su asiento y lo mantuvo en la mano frente a él.
—Vamos, empieza a hablar Faros. —Le lanzó el sobre despectiva.
—Ahora sí que estamos hablando, ¿ves que fácil? —Abrió el sobre y empezó a contar el
dinero—. Hay una mujer…
—¿Qué mujer? —Se giró interesada.
—Un pibonazo tremendo. —Simuló su figura con las manos—. Les está ayudando, a los
padres.
Manuela cerró los seguros pulsando el cierre centralizado. De un solo movimiento le quitó el
cigarro de la boca para lanzarlo por la ventana y cogió el cinturón de seguridad de Faros
abrochándolo. Tirando vigorosamente de él lo inmovilizó, acercándose a un palmo de su cara.
—Escúchame Faros, canta por esa boquita si no quieres perder la pasta y pasar la noche en
comisaría.
—Tranquila jefa, no se ponga celosa, que usted también está muy bien. —Le lanzó un beso
obsceno y ella apretó más el cinturón sobre su cuello—. A ver, aquí está todo, llamadas, mensajes,
redes de la niña y de los padres.
—¿De qué padres me estás hablando? ¿De los de Gálvez?
—No, esa familia es muy aburrida… —Carraspeó por la falta de aire—. La chavala sólo está
en redes sociales y tonterías. El padre todo el día trabajando y la madre hasta arriba de
tranquilizantes. Los interesantes son los del chico, el que tienes en chirona.
—Sigue. —Aflojo ligeramente la presión.
—Hablan con el pibón. Les está ayudando. Ella maneja el cotarro, les dice qué decir, qué
hacer…
—¿Cómo se llama?
—No lo sé, pero esto te va a encantar.
—Sorpréndeme —manifestó con ironía.
—He estado husmeando y tengo una foto... Si me sueltas.
Devolvió el cinturón a su posición y cogió el móvil de Faros. Su respiración se aceleró al ver
el rostro del diablo: Alicia de Salazar Díez y Toledo.
—Buenas tetas, ¿eh? Ya te lo había dicho. Dame otro pitillo anda.
Manuela abrió la puerta y lo lanzó fuera del coche.
—Tranqui tía, ya me llamarás cuando cambies de humor…
—¡Faros! —le llamó por la ventanilla—. Gracias. Yo me encargo a partir de ahora, tú sigue
escuchando y borra la puta foto.

Llegó a casa cansada, llevaba una semana con demasiadas cosas en la cabeza. La memoria
USB le quemaba en el bolsillo. Estaba deseando escucharlo pero aún quedaba un rato para eso. Se
vio reflejada en el espejo del ascensor, no se había duchado y llegaba tarde.
Según metió la llave en la cerradura, escuchó voces dentro de su piso y recordó que la cena
era en su casa… Abrió la puerta resignada y vio a Cristina en la cocina preparando un aperitivo y
un cubo de cervezas, era su única opción... Habría tomado las riendas.
—Hola a todas. —Dejó la bolsa de deporte en el suelo del salón, junto al mueble de la tele, y
se dirigió de frente a la cocina—. Siento llegar tarde.
—¿Todavía estás así? ¿No ibas a cocinar? No hay nada de comer en esta casa Manu, es un
desastre.
—Cris, mi amor... —La beso en la frente—. Pedimos algo. Hay cerveza, ¿no?
Manuela escuchó ruidos en su habitación, al fondo del pasillo.
—Isabel, te estoy oyendo perra, deja de robar en mis armarios.
Si Cristina estaba trasteando en la cocina e Isabel, sin lugar a dudas, husmeando en su armario
para pedir algo prestado que nunca devolvería, ¿con quién charlaba Reyes animadamente en la
terraza? Se giró intrigada y la vio, recostada en su sofá, cerveza en mano, disfrutando a carcajadas
con su amiga. Miró a Cristina, apuró el botellín que tenía casi a medias, abrió otro y se dirigió
hacia allí. El ático no era muy grande, pero concentraba su encanto en torno a una terraza amplia y
luminosa con unas vistas espectaculares de la ciudad de Madrid.
—¡Hello! —Besó a Reyes en la coronilla y se giró hacia Jess con curiosidad—. Diría que me
está usted siguiendo, inspectora.
—Lo mismo podría decir yo… —Jess cruzó las piernas, segura de sí misma.
—Podría ser… —Manuela, relajada, se sentó a su lado en el sofá—. Pero me temo que las
pruebas la apuntan indudablemente —se inclinó hacia ella, tentadora, brindando con el botellín
que sostenía en la mano—, está usted en mi casa agente.
Jess se ruborizó. Sintió tanto calor en todo el cuerpo que una gota de sudor le cayó por la
espalda.
—Ufff... Que te gusta el jugueteo, para luego nada… —Reyes interrumpió la conversación—.
No te preocupes Jess, el perrito es inofensivo… ¿No piensas ducharte?
—Qué más te da. —Manuela dejó la cerveza sobre la mesa y se recostó en el sofá exterior de
seis plazas en forma de ele.
—A mí me da igual, pero hueles mal y es una cerdada, tenemos invitada Manu... —Reyes se
mecía en el balancín al otro lado de la mesa.
—¿Vienes de yoga? —preguntó Jess.
—No. —Manuela perdió la mirada sobre el hombro de su compañera.
—¿Cómo me veis? —Isabel entró en la terraza y avanzó a lo largo del solárium simulando una
pasarela, moviendo las caderas como una modelo, de puntillas, con un mono de raso color
burdeos—. ¿Me queda bien?
—Te queda un poco pequeño, la verdad… —contestó Manuela.
Aunque Manuela era fibrosa, Isabel era bastante más ancha que ella y el mono, de diseño
ligeramente holgado, le tiraba en la espalda y la entrepierna.
—Qué envidiosa eres Manu, con ese cuerpo que Dios te ha dado y el poco talento que tienes
para explotarlo.
Manuela se miró a sí misma, vestida de sport, y se comparó con Isabel. Aunque las pecas de la
pelirroja y sus chispeantes ojos centraban innegablemente la atención de cualquiera que la
observara, Manuela sabía jugar sus cartas cuando era necesario.
—Pero si es mío.
—Tú qué dices Jess, yo me veo ideal. —Volvió a darse una vuelta por la terraza.
—Te queda bien. —Le sonrío.
—Pues listo. Me lo llevo, que tengo una cosita el sábado.
—Claro, ¡coge lo que quieras! Tengo los zapatos a juego en el armario si los necesitas
también.
—No, que me quedan pequeños, con ese piececillo que tienes. Te estoy haciendo un favor
además… No sé cómo te entran aquí las tetas. —Isabel miró su propio escote, bastante lleno, con
la mitad de pecho que su amiga—. No dejarás nada a la imaginación...
—Ya sabes Isa, todos estos años fingiendo alto copete y lo que le encanta es ese rollito de
macarra de bar. —Reyes le guiñó el ojo a Manuela.
Las tres estallaron en carcajadas. Manuela sopló hacia el cielo y, más relajada de lo que había
estado en toda la semana, simplemente se acomodó en el sofá junto a Jess.
—¿Piensas cocinar o nos vas a matar de hambre? —Reyes retomó su intercambio de golpes
con Manuela.
—Pero qué va a cocinar, Reyes —Cristina salió a la terraza colocando los pocos aperitivos
que había conseguido reunir y el cubo de cervezas. Se sentó junto a Manuela—, si en esta casa
sólo hay café y cerveza. Con todo lo que tiene en los armarios no he podido hacer más que esto.
—¿Cocinas? —preguntó Jess.
—Bueno, veo que no sabes nada de tu compañera. —Reyes se incorporó con el botellín en la
mano, iba ya un poco tocada—. Mira, le dio por eso como le podía haber dado por cualquier otra
cosa, pero como casi no es obsesiva… Como cuando le dio por el puto huerto, todo el día con los
tomates y los pepinos estábamos, parecíamos granjero busca esposa.
—Cuenta, cuenta… —Jess se acercó a Reyes, mirando de reojo a Manuela.
—Dame otro botellín. A ver, ¿por dónde empiezo? Si es un libro abierto, no sé cómo os tiene
tan engañadas, no lo entenderé nunca. —Reyes se acercó a la esquina para continuar sus
confidencias con Jess.
—¿Os conocéis hace mucho?
—Fue la primera persona que conocí en la facultad, me senté a su lado porque era el único
sitio libre y aquí estamos veinte años después...
—¡Qué casualidad que conectarais!
—Casualidad... —Reyes abrió mucho los ojos hacia Manuela— y mucho trabajo. Me pareció
una gilipollas —Jess rio ante el espontáneo comentario—, una chula de Madrid de manual. Pero
cogía buenos apuntes e invitaba a cerveza...
—Voy a llamar al japo. —Manuela no pretendía detener a Reyes, pero se dio cuenta de que la
noche iba a ser muy larga con sus amigas sin parar de hablar. No le importó. Sintió la mirada
desaprobadora de Reyes—. Consiste en cenar juntas, ¿no? ¡Qué más te da! Si lo único que quieres
es tocarme los cojones.
—¿A mí? A mí me da igual. Eres tú la que estás todo el día insoportable con la healthy diet, la
biodieta y su puta madre…
—Y con el yoga… —apostilló Isabel. Jess miró de reojo a su compañera.
—Eso por lo menos lo puede hacer sola.
—¿Cuánto han bebido Cris? —Manuela intentaba cogerles el ritmo pero le sacaban muchos
botellines.
—Bastante…
—¿Te estamos avergonzando Manolita? —Reyes se abalanzó sobre ella haciéndole cosquillas
—. ¿No quieres que tu compi vea tu lado humano? —susurró en su oído—. Porque yo creo que
está encantada contigo pequeña, tendremos que quitarle la venda a la pobre.
Tras una pequeña lucha, dándole media vuelta, Manuela la acomodó sobre ella en el sofá y
Reyes se acurrucó contra su pecho, con las dos manos inmovilizadas.
—¡Ay sí! Hazme arrumacos.
—¡Qué perra eres! —La besó en el cuello.
Se quedaron abrazadas en el sofá charlando, riendo y encadenando botellines. Jess estaba
disfrutando más de lo que lo había hecho en mucho tiempo. Le gustaba aquel grupo. Desprendían
una confianza y un cariño tremendo. Era como si no existieran fronteras entre ellas, una terapia
semanal que las alejaba de la realidad. Una realidad diaria de crímenes y muertes que superaban
con la ironía y el humor. Bebían, reían, ridiculizaban, y mucho, a Manuela y, sobre todo, hablaban
sin parar y casi de cualquier tema.
Durante toda la cena intentó establecer los roles de aquella piña de cuatro: Cristina, sin lugar a
dudas, era el pegamento, la organizadora, la voz dulce de la razón; a Isabel ya la había catalogado
como alegre y extrovertida desde el día en que se conocieron, pero estaba descubriendo una
personalidad arrolladora que, en combinación con Reyes, era una bomba de relojería; Reyes era
transparente, de comentario rápido y ácido, muy divertida, una de esas personas que te genera
confianza desde el primer minuto; y luego estaba Manuela. Había ido conociendo a la persona en
las últimas semanas, protectora y leal, con mucho sentido del humor, pero verla en su ambiente
estaba superando con creces sus expectativas: era dulce, cariñosa y muy divertida.
Cuando Isabel la invitó a cenar con unas amigas aquella tarde durante su sesión no imaginaba
que acabaría en el interior de la armadura de su compañera, conociendo a su familia. Se sentía
aceptada, estaba muy cómoda cenando con ellas. En realidad, estaba empezando a estar bastante
borracha, no era fácil seguirles el ritmo y llevaba meses desentrenada. Debía llevar un rato
cayendo hacia la esquina en forma de ele del sofá y sus ojos comenzaron a cerrarse, sintió que
apoyaba la cabeza sobre un muslo y acomodándose en la pierna dejó de luchar por seguir
despierta.

—¡Pshh! Manu —Isabel susurraba a escasos centímetros del rostro de su amiga—. ¡Manu!
Manuela notaba que la golpeaban en la cara, pero no podía abrir los ojos, todo le daba vueltas.
No conseguía enfocar, no sabía dónde estaba.
—Manu, ¡coño!, despierta.
—¿Qué pasa? —Reconoció a Isabel a un palmo de su cara, estaba muy borracha.
—Nos hemos dormido, es tardísimo. Me voy a casa. ¿Qué hacemos con ella?
Manuela consiguió ser consciente de dónde estaba, sentada en su terraza con los pies sobre la
mesa y la mejilla de Jess sobre sus piernas. Le acomodó con delicadeza la cabeza sobre un cojín
y, casi reptando, se acurrucó junto a ella en el sofá, bajo una manta que, supuso, Cristina había
sacado antes de irse, abrazándola con todo su cuerpo por detrás.
—Veo que se queda. —Isabel forzó una mueca de aclamación.
—¿Qué quieres? —balbuceó sin moverse.
—Puedes darme las gracias cuando quieras, cariño… Me debes una. —Dio media vuelta y se
fue.
Manuela podía sentir el calor de Jess bajo la manta, junto a su cuerpo. A pesar de lo borracha
que estaba intentaba captar su olor, escuchando su respiración profunda. La apretó junto a su
pecho y Jess emitió un pequeño jadeo. Manuela notó como una chispa la recorría y fue consciente
de que tenía que dejar de luchar contra lo que sentía. Por primera vez en más de un año estaba
bien, podía ver la luz al final del túnel, abrazando a una mujer espectacular sin pensar en Alicia.
Perdiéndose en su olor se durmió profundamente.
15
El pendrive no había sido tan jugoso como prometía la noche anterior. Más allá de palabrería
en redes sociales, algunos mensajes subidos de tono y Alicia dando órdenes para que no
condenaran a su cliente, no había nada. Manuela intentaba buscar algo en las llamadas que
confirmara sus peores temores, pero la resaca no la dejaba concentrarse.
Se había despertado tarde, cuando el sol la deslumbró, aún en la terraza, con Jess durmiendo
entre sus brazos. Tenía un dolor de cabeza que no la dejaba moverse pero estaba tranquila,
contenta, intentando tirar del hilo que veía ya tan cerca.
Casi a medio día, su compañera entró en la pequeña sala tecnológica sin ventanas de la
comisaría, con apenas un escritorio, dos sillas y un reproductor, donde Manuela llevaba toda la
mañana escuchando llamadas y tomando notas. Resacosa, con dos cafés en la mano y una sonrisa
nerviosa, estaba guapísima.
—Dime que también quieres morir. —Jess se derrumbó sobre la silla vacía.
—He muerto hace un rato y he resucitado, ahora mismo creo que me va a reventar la cabeza —
respondió Manuela entumecida—. Se te ve bien.
—No te dejes engañar. —Jess arrastró la silla junto a la suya. Sintió que su pulso se aceleraba
—. Llevo toda la mañana vomitando, estoy fatal. No sé cómo has podido venir, cuando he visto tu
mensaje me he mareado y todo.
—Tengo una reputación que cuidar, inspectora...
—Bueno… —Intentó beber un sorbo del café y tuvo que reprimir una arcada—. ¿Tienes algo?
—Poca cosa. —La puso al día de lo que había obtenido del pendrive, dudando si contarle su
corazonada—. Estoy escuchando todas las grabaciones, intentando entender qué papel juega
Alicia en todo esto, tiene que haber algo… —El nombre de su ex apareció sin más, de una forma
tan natural que la propia Manuela se asombró al pronunciarlo.
—¿Por qué? ¿Crees que sabe algo?
—Algo sabe, seguro, pero no acabo de encajar su pieza del puzle.
—¿Qué sientes?
«Es ahora o nunca Manuela: puedes confiar en ella». Le llevaba dando vueltas desde que
consiguió ser persona por la mañana y la pérfida imagen de Alicia había vuelto a entrar en su
cabeza.
Había conseguido levantarse del sofá y llegar hasta el baño. Estaba cansada, pero despertarse
junto a Jess la había sorprendido gratamente. La dejó durmiendo y se metió en la ducha, incapaz
de pensar en nada que no fuera su olor, su calor y sus pequeños gemidos durante la noche… Oyó
como se iba, casi furtiva. La imaginó avergonzada, con los zapatos en la mano para no hacer
ruido. Mientras el agua desentumecía sus músculos se dio cuenta de que no podía parar de sonreír.
Qué difícil era volver a los principios de una relación: sin normas establecidas, sin certezas, con
vergüenzas… Una vez tomada la decisión, y ella la había tomado según abrió la ducha, también
era excitante: el flirteo, la emoción, notar cómo eras capaz de alterar a la otra persona sólo con
rozarla.
Había disfrutado de dormir con ella pero estaba paladeando, aún más, el juego de seducción
por venir. Reyes la conocía bien, una vez fuera del hoyo, quería degustar el proceso por completo.
Estaba eufórica, hasta que Alicia volvió a cruzarse en su cabeza, destrozándolo todo. Salió de la
ducha y vio la sudadera de la noche anterior en el suelo, se acordó del pendrive y de Faros
enseñándole su foto y, de pronto, las piezas que no tenían sentido empezaron a acoplarse. No sabía
cómo, pero su instinto le anunció que en Alicia, y no en Jimena, estaba la clave.
Desde ese preciso instante mezcló en su cabeza, aletargada y resacosa, la imagen de las dos
mujeres, dudando si contarle a Jess esa sospecha, aún sin forma, que les orientaba hacia Alicia,
apenas un sentimiento que, intuía, era el rastro que debían seguir para cerrar el caso. Hablar de
Alicia era hablar de ella misma, de su relación, su traición, las heridas abiertas y el deseo
enfermizo que era capaz de provocarle. «¿Quería cruzar ese puente?». Deseaba contestar que sí,
deseaba incluso gritarlo, pero también sabía que abrir su corazón nunca había sido sencillo.
Cuando llegó el momento de tomar la decisión, la duda seguía acompañándola. «Ahora o
nunca, Manuela», repetía en su cabeza. Jess la miraba con tanta sinceridad que, antes de que se
diera cuenta, la esperanza amordazó sus dudas, y comenzó a hablar:
—Les está manejando —señaló los auriculares que aún tenía en los oídos—, a Gonzalo y a
los padres. Les manipula. Les ha hecho su show de la serpiente y han caído rendidos, pero ¿para
qué?
—No seré yo quien la defienda… pero es su abogada, igual sólo quiere lo mejor para Gonzalo
y está intentando ahorrarles el juicio.
—Ese es el problema. ¿Qué gana ella defendiendo a Gonzalo?
—¿Prestigio? He leído que es muy buena...
—Mmm... —Manuela la observó extrañada— ¿La has investigado?
—Cotilleado en Google más bien. —Bajó avergonzada la mirada.
—Sí, es muy buena. —Manuela contuvo la sonrisa—. Eso no se puede negar, por eso este caso
ni le va ni le viene. Es una nimiedad en su currículo.
—¿Dinero? Es su trabajo —prosiguió Jess intentando justificar a la abogada.
Manuela reprimió la carcajada. Alicia era perversamente rica, con tres apellidos concatenados
y una familia noble propietaria de varios holdings empresariales. No ejercía la abogacía por
dinero y menos por defender a aquel pordiosero, como ella misma lo habría catalogado.
Disimulaba muy bien: casos pro bono, justicia social, ruedas de prensa, menores... Pero Manuela
sabía que sólo le importaban dos cosas: ella misma y el poder.
—No lo necesita. Si le está ayudando tiene que sacar un beneficio propio, o conoce la verdad
y le interesa taparla… Tenemos que hablar con ella.
Se miraron en silencio, intensamente, a los ojos.
—¿Estás segura? —Jess le cogió la mano suavemente y notó que no llevaba puesto el anillo de
platino en su mano izquierda. Eso la reconfortó.
Manuela evitó la mirada de Jess. Al arrepentimiento por haber caído en el juego de su exmujer
unas noches antes empezaba a sumarse la sensación de que la había utilizado.
—Ayúdame a buscar. Necesitamos algo sólido, tenemos que hablar con la señorita de Salazar.

Manuela podía sentir el dolor de Peque sentado frente a ella. Aunque mantenía el tipo, estaba
muy afectado y cada día más nervioso al no conseguir ninguna pista que apuntara a quién había
acabado con la vida de su sobrino.
Había ido a verle a su territorio, Ramos la había alertado de su agitación y temía que pudiera
hacer alguna tontería. Fue con la intención de ser sincera y lo estaba siendo. Los dos solos, frente
a frente, en la mesa camilla del reservado de un restaurante del barrio y atacando la segunda
botella de vino, le describió el caso, paso a paso, como si se tratara del juez instructor. Los tres
chicos estaban relacionados y conocían a Jimena, pero había un pacto de silencio que les impedía
avanzar. No tenían pruebas materiales, apenas unas muestras de ADN sin correspondencia.
Gonzalo estaba enrocado, y más desde la llegada de Alicia que no entregaba un interrogatorio
fácilmente. Sólo podían situarlo en la escena, sabían que no era el autor y habían conseguido
acusarlo de un par de cargos menores para seguir reteniéndolo unas horas en comisaría, pero
sabían que no era suficiente para imputarlo. Las escuchas ilegales de Faros no daban muchos
frutos y las pesquisas de Tony sólo concluyeron que las dos víctimas se conocían de fumar alguna
vez en el parque. Todo casualidades circunstanciales ante un tribunal.
—Algo te ronda Manuela… —Peque estaba agradecido a la inspectora.
—Sé que está ahí delante Peque, pero no consigo verlo. Estoy bloqueada, nos falta la pieza que
conecte todo. —Manuela acumulaba varias noches con mucho alcohol y poco sueño.
—¿No puedes forzar al crío?
—Legalmente no. Lo defiende Alicia. —Se creó un silencio incómodo—. O encontramos una
prueba o será una tumba. —Lo miró desamparada.
—No me gusta esa mujer, ya lo sabes.
—Lo sé.
—¿Cómo puedo ayudar? Estamos todos a lo que tu mandes.
—No quiero que hagas nada, no lo compliquemos más. El chico no lo hizo, ni siquiera sabía
que Christian estaba muerto, está aguantando bien, pero sé que oculta algo…
—Déjale un minuto con uno de mis chicos, despeja el camino y verás si canta. —Una columna
de humo amenazante surgió del puro de Peque.
—No lo descartemos. —Una idea estúpida comenzó a formarse en su cabeza—. Prepáralo,
pero no hagas nada. Se me está ocurriendo… si alguien mató a Lucas y a Christian por algo que no
deberían haber visto igual estaban los tres juntos. ¿Estarán buscando a Gonzalo también?
—Vamos, sigue dando vueltas a esa cabecita tuya.
—Lo hizo un profesional, poco cuidadoso, pero un profesional. —Peque dudó con un
movimiento sutil de cabeza—. Pregunta por ahí, di que tienes acceso a Gonzalo a ver si alguien
tiene interés... Igual es más fácil atraerlos hacia a ti que seguir buscando un fantasma siguiendo el
cauce oficial.

Isabel y Jess habían decidido trasladar su sesión al parque, apenas a unos metros de la
comisaría, al otro lado de la calle. El invierno en Madrid había sido duro y hacía una mañana
primaveral tan soleada que invitaba a disfrutar del aire libre. Compraron unos refrescos y se
acomodaron sobre un pareo de Isabel, apoyadas una junto a la otra contra el tronco de un árbol.
—No digo que me ocultes algo Jess, pero no entiendo bien los hechos —insistió la psicóloga
—. Lucía era tu amiga, sabías que era drogadicta. ¿Cómo pudo quitarte la pistola y usarla para
cometer un robo?
No le apetecía revivir aquello, pero ya le había dado suficientes largas a Isabel y sabía que,
más temprano que tarde, tendría que darle una explicación, así que comenzó:
—Conocía a Lucía desde la facultad, estudiamos juntas en Granada. No siempre fue así.
Durante muchos años fue maravillosa. Entró en esa mierda trabajando en la noche, se rodeó de
malas compañías y, aunque intentamos ayudarla, no pudo salir. —Jess perdió su mirada más allá
del césped.
—Continúa, por favor.
—Aquella noche llegó a mi casa arrepentida, como siempre. Discutimos. Me manipuló. Quise
creer que estaba limpia...
—¿Querrías contarme cómo sucedió?
—Supongo que puedes leerlo en mi declaración. Me convenció para quedarse en mi casa unos
días, parecía más centrada que otras veces. Me dio pena. La segunda noche encontró la pistola.
Cogió mi coche y cruzó toda la isla. Atracó una farmacia. —Jess tragó saliva conteniendo las
lágrimas que, impacientes, se esforzaban por derramarse—. Se fue a su playa favorita, se metió
toda mierda que había robado... y nos dejó. —El llanto inundó su rostro.
Isabel cogió la mano de Jess con cariño.
—¿Cómo encontró tu arma, Jess?
—¿Sabes? Llegué a preguntarme si, involuntariamente, la deje allí, accesible... —Jess observó
a Isabel, era la primera vez que expresaba ese pensamiento en voz alta.
—¿Y lo hiciste?
—Ufff... —Jess suspiró hondo.
—Como te dije el día que nos conocimos para mí la investigación está cerrada. ¿La dejaste
dónde no debías?
—Le he dado tantas vueltas...
—¿Qué pasó?
—Solía llevarme el arma a casa. Sé que es un debate abierto, ¿dejarla en comisaría o
guardarla en casa? Mallorca no es Madrid, no siempre pasábamos por la delegación al acabar el
turno y yo vivía sola. Guardaba la pistola en una caja fuerte en el armario de mi habitación, por
precaución. Ese día volví a casa directa de una redada en el puerto. Quería llegar pronto para no
dejar a Lucía sola y, nada más entrar, la metí en la caja y la cerré con la clave. Estoy segura. Lo he
revivido mil veces.
—¿Cómo supo la clave? ¿Se la dijiste tú?
Jess volvió a extraviar su mirada hacia las copas de los árboles. Parecía buscar una
explicación racional, reviviendo de nuevo el momento. Las lágrimas seguían brotando de sus ojos.
—Pensándolo ahora parece tan evidente... Supongo que lo consiguió en un par de intentos
como mucho. —Devolvió toda su atención a la psicóloga—. Cuando compré la caja puse la
misma combinación que tengo en el móvil. Nunca pensé siquiera que alguien pudiera querer
abrirla. Supongo que buscaba dinero y encontró el arma.
—Sé que estás siendo sincera, Jess. —Isabel le cogió ambas manos—. Pero sigo sin
entenderlo.
—Lucía lo sabía todo sobre mí. Viví dos años con ella en esa misma casa. Fue mi primer amor,
el único probablemente... La vida nos había separado mucho antes, pero nunca pude darle la
espalda. Me sentía responsable. Teníamos una relación cíclica: se alejaba, se metía, tocaba fondo,
volvía, me utilizaba y se volvía a ir.
—¿Le guardas rencor? —Isabel contemplaba el sufrimiento de Jess, precipitándose en forma
de llanto por su rostro. No esperaba aquel giro dramático en la historia, que le daba una
perspectiva diferente al dolor que Jess seguía sintiendo y que había forzado su huida hacia una
nueva vida.
—No. —Jess sonrió sincera—. Sé que no buscaba hacerme daño.
—¿Te enfadaste con ella durante la investigación interna?
—Me enfadé mucho, sí. Pero sobre todo conmigo misma. Y luego con ella también, pero no
por la investigación. Eso siempre me dio igual. Por haber abandonado... No la perdono por
haberse rendido.
Cuando Manuela detuvo el coche en la puerta de casa de Alicia, Jess se giró escandalizada. La
casa era enorme, pero dentro del inmenso terreno que la rodeaba parecía insignificante, una
construcción moderna de unos quinientos metros cuadrados en dos plantas asimétricas con
fachadas blancas de piedra. Desde la puerta exterior de la finca a la vivienda había más de
trescientos metros de camino, delimitado por cantos blancos y árboles frutales a ambos lados.
Iniciaron el paseo hasta la entrada, intentando ambas camuflar sus verdaderas emociones: Jess
sobrecogida, Manuela descompuesta.
—¿Vivías aquí? —preguntó Jess asombrada.
—Sí —Manuela afirmó con la cabeza—, los últimos ocho años de mi vida.
—¿Y no tenías un cochecito de golf para llegar a la puerta? —Jess dio varias vueltas sobre sí
misma intentando percibir cada detalle—. Dios mío, ¡qué barbaridad!
—¿Por qué inspectora, no me ve usted en forma?
—Mmm, no estás mal.
—Puede comprobarlo si no está segura...
Una asistenta filipina uniformada abrió la puerta.
—Señora Manuela —saludó efusiva—, ¡qué alegría verla!
—¡Imelda! ¿Cómo estás? —Manuela le dio un caluroso abrazo—. ¿Cómo está tu marido?
—Muy bien señora, ya está plantando el huerto para el verano —se jactó orgullosa.
Imelda se retiró para dejarlas entrar y tras ella se descubrió la cueva de las maravillas. Un
distribuidor del tamaño del apartamento de Jess mostraba una escalera de mármol de frente; una
puerta cerrada a la derecha; y a la izquierda, la entrada a un salón inmenso, todo open concept,
con la cocina hipermoderna apartada en un lado. Al fondo, la cristalera en forma de ele, invitaba a
salir al porche y darse un baño en una enorme piscina turquesa.
—La señora Alicia espera en su despacho. —Imelda entró hacia el salón y las dos la
siguieron.
Manuela notó como se le ponía la piel de gallina sólo al percibir el olor del que había sido su
hogar: pasó rozando con la mano la encimera de su cocina, y una riada de sensaciones la abrumó
de repente; sonrío al ver que el foco de la lámpara del salón seguía estando fundido, no habían
sido capaces de encontrar uno que encajara, pero les gustaba demasiado la lámpara para
cambiarla y renunciaron a uno de los puntos de luz; miró los cuadros de arte moderno que Alicia
pagaba a un precio indecente; su sofá francés, con el mando de la tele en equilibrio sobre el
respaldo; y, aunque lo intentó con todas sus fuerzas, no pudo evitar revivir tantos años felices
junto a ella.
Observó la foto de Alicia en la boda de su hermano, sobre el aparador, y su mente reconstruyó
el sexo amargo que habían compartido unos días antes. Miró de reojo a Jess. Se le cerró la boca
del estómago y el remordimiento volvió a conquistar sus emociones.
Imelda abrió la puerta corredera mostrando el despacho en dos alturas, con parte de la
cristalera detrás y una puerta directa al jardín. Alicia se levantó, seductora.
—Gracias Imelda. Cierra al salir por favor.
Jess era incapaz de descifrar los pensamientos de Manuela, no le debía estar resultando fácil.
La oía respirar hondo, transportándola a la noche en que habían dormido juntas. Recordó sus
brazos envolviéndola y lo especial que la había hecho sentir. Evocó su olor, las caricias sutiles...
Desde ese día había notado el cambio de actitud de su compañera, el coqueteo travieso. Aunque
se mantenía inmutable en el ámbito profesional estaba segura de que también sentía algo por ella.
Sus esperanzas saltaron por la ventana cuando la abogada se levantó, tentadora, buscando a su
presa. Sintió cómo una punzada de rabia la recorría. Eran celos. Podía sentir el deseo de aquella
mujer hacia Manuela. Lo veía en su cuerpo, en sus movimientos, en todo su ser.
Competir con ella no iba a ser fácil, desde luego, el despacho representaba a la perfección la
imagen que proyectaba: ego y frialdad. Su retrato en un cuadro gigantesco estilo Warhol presidía
la estancia, complementado con fotos en las que posaba con políticos y empresarios. Alicia inició
su ritual descendiendo los dos escalones hacia donde ellas se encontraban, vestida con una túnica
blanca semitransparente y un cinturón bien ceñido. Se contoneaba como un junco, explotando sus
posibilidades. La vio acercarse a Manuela y decidió luchar, no iba a perder aquella guerra sin
librarla.
—¿Cómo estás? —Alicia dio a Manuela un solo beso en la mejilla, apoyando delicada la
mano en su cadera—. No esperaba verte en casa tan pronto. Inspectora Mars —estudió cada
centímetro de su cuerpo, envalentonándose, antes de darle la mano—, bienvenida a mi casa —hizo
hincapié en que la casa, como Manuela, era de su propiedad.
—Podemos ahorrarnos esto Alicia, no es necesario —expuso Manuela con disciplina.
—¿El qué? —respondió inocente.
—El circo. No es una visita de cortesía.
—Pues tú dirás. —No se iba a dar por vencida tan fácilmente. Mostrándoles las dos sillas
frente a su mesa recuperó su posición y el tono profesional—. ¿En qué puedo ayudaros?
—Ya lo sabes. ¿De qué va todo esto? —Manuela se acomodó en su asiento frente a ella.
—De un niño que no ha hecho nada al que queréis colgarle el muerto. De eso va.
—¿Por qué le defiendes? Aconsejas a los padres, no les cobras… ¿Qué nos estamos
perdiendo?
—Es mi trabajo, cielo. —Alicia cruzó las piernas lentamente, saboreando a Manuela con la
mirada—. Ya sabes que me encanta. No todo en esta vida es dinero.
—¿Es por mí? ¿Para joderme?
—Manu, por favor, no te des tanta importancia. ¿Qué va a pensar la inspectora? —Fingió estar
dolida—. No tiene nada que ver contigo.
—Señora de Salazar —Jess decidió centrar la conversación—, sabemos que, como nosotros,
quiere lo mejor para Gonzalo. Estamos de acuerdo en que no creemos que lo hiciera él, pero
entenderá que para soltarle tiene que colaborar.
—Y, si no fue él, ¿por qué sigue en comisaría? —Utilizó un tono condescendiente con Jess,
acompañado de una irónica sonrisa.
—Como le he dicho, tiene que cooperar. Necesitamos que nos cuente lo que sabe para poder
avanzar.
—Claro, y mientras le mantienen retenido con unos cargos cogidos con alfileres, a ver si hay
suerte y se rompe. Manuela —volvió a centrar toda su atención en ella—, tendrías que haberle
explicado a tu compañera que conozco estas excentricidades tuyas que rayan lo ilegal. Pobre,
ahora está haciendo el ridículo...
—¡Alicia! —Manuela, crispada, le hizo una señal de que parara con la mano para forzarla a
detenerse.
—Desconocemos si tiene usted más información —Jess fingió no haber oído la última frase de
la abogada y continuó segura, reprimiendo el deseo de saltar y golpearla por encima de la mesa—,
pero creemos que nos están ocultando hechos que serían fundamentales para encontrar al culpable.
—Eso lo dice usted, inspectora Mars. Pero lo único que tienen es un vídeo borroso y pruebas
circunstanciales. Me voy a merendar al fiscal en la vista —afirmó muy segura de sí misma.
—Le vamos a imputar, Ali…
Manuela decidió cambiar de táctica y apelar a un corazón que sabía existía bajo aquella
fachada omnipotente. Lo sabía porque lo había visto, lo había sentido, había sido suyo. El
apelativo cariñoso removió a sus dos acompañantes en sentidos opuestos: Alicia se humedeció, se
puso trémula al oír aquella palabra en sus labios, la deseó profundamente; Jess, en cambio, las
imaginó juntas y felices, disfrutando de aquella casa de ensueño, y el fogonazo le detuvo el
corazón.
—Es sólo un niño, pero le voy a colgar las dos muertes —Manuela continuó muy seria—.
Alguien va a pagar por ellas y, si no colabora, va a ser él.
—Es inocente Manu.
—¿Lo sabes o lo crees? Porque creo que lo sabes y, aún peor, creo que sabes quién debería
estar ahí dentro por él y si no nos lo cuentas y se encuentran, digamos… pruebas nuevas —sonó
amenazante—, Gonzalo acaba treinta años en la cárcel, y sé que te vas a arrepentir.
—Deberías alejarte de esto, no te va a traer nada bueno.
Por un segundo sintió que la había convencido, pero Alicia de Salazar era altiva, orgullosa y,
ni siquiera en sus mejores momentos, que los habían tenido y muchos, había dejado que un
sentimiento le hiciera flaquear profesionalmente.
—¿Me estás amenazando, Alicia? —preguntó muy seria, mirándola a los ojos con arrogancia.
—No —la abogada confesó sincera—, estoy exponiendo los hechos. Si sigues por ahí no vas a
encontrar las respuestas que buscas.
—Te repito que es un niño, Ali, un chaval de veinte años que está empezando a vivir. No sé
por qué te importa, pero te importa...
La técnica del cariño impostado no funcionó una segunda vez. Alicia sonrió irónica y volvió a
cruzar las piernas.
—Me encantaría ayudarte, cielo, pero lamentándolo mucho el privilegio abogada – cliente me
lo impide. Si quieres preguntarme algo más puedes citarme a declarar.
Allí terminó la conversación informal. Manuela sintió que Alicia sabía la verdad pero no iba a
entregársela por las buenas. Alicia se levantó hacia la puerta y empezaron las despedidas,
fingidamente amables.
—Manu, ¿puedo hablar contigo un momento? —La abogada recuperó el tono de seducción—.
En privado.
—Espérame un momento fuera, por favor. —Jess salió del despacho, aparentando entereza, y
Alicia cerró la puerta—. ¿Qué quieres? —preguntó Manuela volviendo a abrirla casi
inmediatamente. Después de su desliz no quería estar a solas con ella.
—¿Te acuestas con ella? —Alicia la cogió de las caderas, acercándole los labios al cuello.
—No es asunto tuyo. —Agarrándole las manos las apartó de ella.
—Mmm... —emitió un jadeo insinuante—. El otro día disfruté mucho...
—Siento haberte hecho creer lo que no es. Fue un error que no va a volver a pasar. —Dando
un paso atrás hizo ademán de irse.
—No, espera. Lo siento, me ha puesto un poco celosa la rubia…
—No entiendo por qué. Tenías un juguete, juega con él… —Manuela le aguantaba la mirada
intentando mantenerse estoica.
—Ya sabes por qué… —Le estaba haciendo el amor con la mirada. La conocía muy bien,
sobre todo sus puntos débiles, se sabía capaz de volverla a hacer caer.
—Alicia. —Se apartó de nuevo situando sus brazos estirados entre ellas, cada vez que la
rozaba sentía un escalofrío familiar en la base del cráneo—. Tengo prisa.
—¿Cenamos esta noche?
—No.
—No te estoy pidiendo una cita, inspectora. No seas presuntuosa. Es sólo una cena de trabajo
en un lugar público, somos adultas civilizadas.
—Ya hemos hablado y no me has contado nada. ¿Para qué vamos a cenar?
—Sabes que no puedo. Pero necesito hablar contigo, de verdad. —Alicia la miró sincera
respetando el espacio que imponía Manuela entre ellas.
—Esta noche. Tienes dos horas, así que piénsatelo bien. Mándame un mensaje con el sitio y la
hora. No quiero juegos. Y no me voy a acostar contigo.
—Hecho —la besó en la mejilla y la empujó hacia fuera—, luego te escribo —vociferó,
asegurándose que la inspectora Mars la oía.
16
Alguien estaba a punto de calcinar el timbre, llamaba de forma compulsiva como si el dedo se
le hubiera quedado pegado al botón, pero tenía que acabar de subirse las medias para poder llegar
hasta la puerta. Manuela consiguió acabar de ponérselas, sentada a los pies de la cama, y corrió
hasta allí abriendo malhumorada.
—¿Quieres romperme el timbre, Isa?
—Oh, la, la. —Silbó Isabel, separándose de ella para poder verla con perspectiva—. Vas
como una puerta. ¿Dónde vas?
¿Se había arreglado tanto? Se miró en el espejo del baño de reojo mientras volvía hacia la
habitación a terminar de vestirse. La verdad es que no lo había hecho a propósito. Quería una cena
laboral cordial con Alicia, sin segundas intenciones, pero a medida que se iba vistiendo fue
buscando la autoestima en la ropa y acabó con un vestido negro, muy ceñido y con un escote que,
por la mirada de Isabel, era excesivamente provocativo.
—Ahora te cuento —gritó apresurada desde la habitación—, escúchame porque es importante.
—Soy toda oídos. —La psicóloga se acomodó en un taburete de la cocina, observando a través
del pasillo los movimientos acelerados de su amiga.
—No sé si te va a gustar, pero necesito que vayas preparando un perfil de Alicia.
—¿De Alicia? —Isabel la interrumpió sorprendida.
—Sí, de Alicia. —Manuela llegó hasta la mesa del salón y volcó el contenido de su bolso para
preparar uno nuevo que llevaba en la mano—. Tengo algo en la cabeza y quiero estar preparada.
Igual no lo puedes hacer completo, pero la conoces bien.
—Ufff —suspiró, gesticulando exageradamente—, no sé por dónde empezar: egocéntrica,
narcisista, manipuladora, fría como un tempano, falta de empatía, encanto superficial para
conseguir sus objetivos y, no menos importante —elevó el dedo índice al mismo tiempo que el
volumen de su voz—, necesidad obsesiva de poder y de ejercer el control.
—¿Siempre la has visto así? —Manuela preguntó con estupor, deteniendo en seco su frenética
actividad.
—Su encanto superficial y su imagen de calendario me engañaron algunos años, menos que a ti
claro, pero es una psicópata en toda regla. —Las dos rieron. Manuela evitó la mirada de Isabel y,
observando el sofá, evocó culpable el amargo sabor de Alicia—. Profundizaré un poco. Le daré
forma si quieres, pero irá en esa línea desde luego.
—Me vale.
—Bueno, a lo importante. —Isabel abrió el armario buscando algo que comer—. Estás
increíble. ¿Dónde vais?
—No lo sé, a algún sitio pijo, tengo en el móvil la dirección.
—¿Pijo? —balbuceó extrañada con la boca llena de patatas—. No me pega. Has elegido tú
claro, alguna mierda de sitio carísimo con platos enanos.
—No, lo ha elegido ella. —Manuela se acercó a la barra de la cocina y se sentó en otro
taburete.
—¿Ella? Bueno, va a flipar cuando te vea.
—Tampoco es una cita…
—Puedes engañarte si quieres cariño, pero vestida para jugar al parchís no vas. Tus
intenciones quedan muy claras.
Volvió hacia el baño a mirarse al espejo: «Sí, se había excedido». Cambió el rojo pasión de
sus labios por un borgoña apagado, retornó hacia la cocina y, abriendo la nevera, dudó si abrir un
botellín. «Mejor sin alcohol», pensó. «No arriesgues». Cogió un zumo de piña y se sentó junto a
Isabel.
—No era mi intención, la verdad, pero ya la conoces. Ella va a sacar sus mejores armas,
tampoco puedo quedarme atrás.
—¿Con quién dices que has quedado a cenar? —preguntó Isabel, confusa.
—Con Alicia.
—¿La psicópata? —Isabel tosió, atragantándose con una patata—. ¡Creía que habías quedado
con Jess!
—¿Con Jess? —Le agradó pensar en ello—. No, he quedado con Alicia. Quiere hablar del
caso, estuvimos esta mañana en su casa y me invitó…
—¿Estás viendo a Alicia? —Isabel apartó la bolsa de patatas y buscó inquisitiva la mirada de
Manuela.
—Viendo tampoco... —Manuela evitó sus ojos sirviendo el zumo en un vaso.
Isabel la observó detenidamente: mirada huidiza, vestido sexy, zumo de piña... Se incorporó
escandalizada.
—¿Te has acostado con ella?
Manuela apuró el zumo de un trago, esquivando responder a la pregunta. Isabel se acercó hasta
ella.
—Manuela, te has acostado con ella —aseveró con miedo. No quería escuchar su
confirmación.
Su amiga suspiró varias veces, con una mueca de remordimiento, mientras afirmaba con la
cabeza.
—Sí.
—¡Eres idiota! —gruñó Isabel, gesticulando exageradamente—. ¿Cuándo? ¿Por qué?
—Sólo una vez. Fue un error, ya lo sé, no hace falta que me atormentes.
—¿Un error? ¿Acostarte con Alicia? No, no es un error, ¡es el rey de los putos errores!
¿Cuándo? —Isabel vocalizó lentamente.
—Después de verla en comisaría, esa noche...
—¡Por favor Manuela! —Isabel abrió la nevera y sacó un tercio de cerveza.
—No están muy fríos.
—Da igual.
—Dame uno a mí también.
La psicóloga abrió las dos cervezas y las situó sobre la encimera.
—¿Por qué? Vino a enredarte, te puso sus ojitos de encantadora de serpientes y caíste como
una tonta...
—No sé por qué... Fue una estupidez.
Isabel se bebió, enfadada, medio tercio de cerveza de un trago. Manuela la imitó.
—¡Tienes una pedrada en la cabeza Manu! —La psicóloga continuó hablando—. La tara
sentimental esa que te domina...
—No hubo sentimientos. Estaba borracha, me dejé llevar...
—¡Sigue con la negación! —refunfuñó mientras se terminaba la cerveza—. Cuando te canses te
lo explico.
—Adelante. Explícamelo... —replicó Manuela contemplando la cerveza.
—Aparece Jess. Te gusta. Empiezas a darle vueltas al tarro, centrifugando todo lo que sea que
tienes en la cabeza. Te resistes. Y Alicia como una carroñera se queda con los restos...
Manuela no respondió. Cerró los ojos y se frotó las sienes con la mano izquierda. Sabía que
Isabel tenía razón.
—¿Piensas repetir esta noche? —subrayó Isabel irritada.
—No.
—¿Fuiste con Jess a casa de Alicia?
—Claro.
—¿Sabe que te has acostado con ella? —preguntó molesta.
—¡No! No ha pasado nada con Jess de todas formas.
—Pero, ¿os oyó tontear?
—No tonteé con Alicia, estaba trabajando.
—Tú igual no. Pero ella...
—Supongo… —Manuela intentó recordar su conversación con Alicia—. No lo sé. Se jactó
bastante, ya la conoces. Jess estaba esperando en la puerta, intuyo que oyó cuando me invitó a
cenar. No sé si hablamos de la otra noche...
Isabel recordó su conversación con Jess en el parque, había conseguido que confiara en ella,
romper sus defensas y que compartiera con ella los peores fantasmas de su pasado. Miró a su
amiga y una amarga sensación de resentimiento se apoderó de ella.
—Hay que estar muy ciega, Manuela. Tan perceptiva para unas cosas y tan tonta para otras.
Jess no está bien. Le propuse tomar algo, sabía que estaba jodida, pero me dijo que tenía planes y
pensé que había quedado contigo, después de lo del otro día…
—Me dijo de cenar, sí, pero ya había quedado con Alicia. No sabía que estaba mal, le dije de
dejarlo para otro día.
—Que esa puta serpiente siga controlándote. —Isabel estaba muy enfadada con Manuela—.
¿Es qué no lo ves? ¿No te das cuenta? Ha vuelto a tu vida justo en el momento en que te estabas
desenganchando. A manipularte otra vez, a meterte en su jueguecito perverso. Mientras, tienes una
mujer espectacular al lado, que está claro que está loca por ti, y eres incapaz de verlo. Eres
gilipollas.
Manuela oía lo que decía, pero no conseguía interiorizarlo. Tenía razón, como siempre, Alicia
estaba tejiendo su tela de araña y ella estaba cayendo como una idiota, otra vez. Sin dudarlo un
segundo eligió a Jess.
—Gracias. —Manuela la abrazó. Isabel le acarició el pelo con cariño.
Manuela hizo varios intentos de localizar a Jess pero no le cogió el teléfono. Volvió a la
habitación y sustituyó los zapatos de tacón infinito por unas botas, cogió la chaqueta de cuero y
volvió a coger el móvil:
—Pinilla, soy López… Sí, espero que tú también… Necesito que me localices un teléfono
echando hostias. Apunta el número…

—¿Está arreglado o no? Estamos empezando a perder la paciencia. —La voz autoritaria
había recuperado su serenidad, aunque empezaba a impacientarse.
—El chico no sabe nada. Estoy seguro —respondió con aspereza.
—En este punto nos da igual si sabe o no sabe. Le queremos fuera de circulación. Tenemos
que retomar nuestras actividades y es un fleco peligroso.
—No habrá problema. Tengo que esperar a que lo trasladen. Ya no queda mucho, es cuestión
de dos días máximo, la abogada está haciendo un buen trabajo.
—¿Estás seguro? No queremos más fallos.
—Sí, jefe. He contactado con unos gitanos que también lo quieren liquidar. Me veo con ellos
mañana. Podemos utilizarlos y colgarles el muerto.
—Eso espero. El dinero no es un problema, ya lo sabes.

Subirse a la plataforma probablemente no había sido buena idea. Aunque se creía Lady Gaga
en pleno concierto se tambaleaba cada vez más, de lado a lado, acercándose con peligro al borde
del pedestal. Su público, mayoritariamente masculino, la jaleaba ansioso desde la pista de baile,
suspirando en secreto por llevársela a la cama.
Ellos no lo sabían, pero ninguno iba a conseguirlo. Jess, completamente borracha sobre la
plataforma, sólo podía pensar en Manuela. El día no había comenzado bien, se acordó de Lucía y
el fatídico aniversario de su muerte nada más despertarse. Lo que le había dicho a Isabel era
cierto, el dolor ya no era insoportable. La recordó con cariño, añoró sus cosas buenas y no tuvo
ningún sentimiento parecido a la culpa. La cosa iba mejorando hasta que apareció ella, la bruja:
Alicia de Salazar. Aunque Manuela no parecía interesada oyó a la abogada jugando con ella. ¿Se
estaban acostando? Parecía resistirse, pero al final aceptó, lo había oído perfectamente desde la
puerta de su despacho.
«¿Qué estarían haciendo? ¿Estarían ya en la cama?», se preguntaba encadenando gin tonics.
Estaba segura de haber percibido correctamente las señales: la mirada, las sonrisas, el leve
flirteo, algún roce voluntario. Se quedó durmiendo con ella en vez de irse a la cama, en su propia
casa. Parecía muy claro. ¿Por qué había elegido entonces cenar con aquella zorra?
La canción llegaba a su punto álgido. Entrevió a su público venirse arriba y se preparó para la
apoteosis final. En ese momento, la multitud se abrió y la figura de Manuela López sobresalió al
final de la barra. «¿Era ella?» Con la melena suelta y un vestido extremadamente corto, estaba
impresionante. Buscaba a alguien, ajena al ruido, avanzando a través de la multitud. Se fijó en sus
labios, color borgoña, y notó como su cuerpo entero ardía en deseos de poseerla. Manuela se
abrió la cazadora, mostrando un escote de vértigo, y sus miradas se cruzaron ardientes,
desbocadas.
Se dirigió hacia ella lentamente, llegando hasta los pies de la plataforma a través de un pasillo
invisible entre la gente. Sonriendo le tendió la mano y Jess, que ya no pensaba seguir
resistiéndose, se precipitó sobre ella. Manuela la cogió en volandas, abrazándola, notó como la
envolvía por completo con sus brazos. Se observaron en silencio, disfrutándose, diciéndose todo
lo que era necesario sólo con sus cuerpos.
Manuela se deshizo de los moscones desplazándose hasta una esquina tranquila. Se dio cuenta
de que Jess estaba tan borracha que si la soltaba no sería capaz de mantenerse en pie, y aun así no
podía dejar de contemplarla. Resonaban constantemente las palabras de Isabel en su cabeza:
«tienes una mujer espectacular al lado que está loca por ti». Sí que era espectacular, pero además
era dulce, espontánea, cálida, todo lo que ella necesitaba y Alicia nunca pudo darle. No sabía si
Isabel tenía razón, pero definitivamente ella sí estaba loca por Jess.
—Si hubiera sabido que ibas a acabar de gogó de discoteca habría anulado mis planes sin
dudarlo. —Aún pegada a ella Manuela la devoraba con los ojos.
—Estoy muy borracha, Manu. —Con el cuello flexionado ligeramente hacia atrás Jess le
acarició el rostro.
—Ya te veo —respondió sonriendo.
Jess perdió el equilibrio sobre ella. Separadas sólo por unos centímetros sus labios se rozaron.
—Venga, vamos a casa.
—No, no, vamos a bailar.
—No creo que estés para muchos bailes… —Manuela la acarició el pelo con anhelo—.
Vámonos.

Eran sólo las once y media, pero no era hora tampoco de estar aporreando la puerta de nadie.
Cristina, en pijama, abrió impaciente. Lo que encontró frente a ella la dejó helada: Alicia, mitad
resentida, mitad ebria, fuera de sí. La conocía hacía muchos años y nunca antes la había visto
perder el control o las formas.
—¿Está aquí? —preguntó Alicia alterada.
—Alicia, ¿estás bien? —Cristina tendía a empatizar con todo el mundo.
—¡Sé que está aquí! —Elevó aún más el tono—. ¿Dónde va el cachorrito cuando está
asustado? A casa de su mami a que la proteja.
—Alicia, por favor. —Cristina entornó la puerta tras ella—. Estás montando un espectáculo,
no son horas.
—Sólo quiero hablar con ella. No creo que sea pedir mucho. Es mi mujer, dile que salga.
—No está aquí. No sé dónde está. Estará en su casa.
—Siempre protegiéndola, siempre adoctrinándola: Alicia esto, Alicia lo otro…
—No sé lo que te pasa pero creo que deberías irte. Mañana te vas arrepentir de este numerito.
—Vosotras me la quitasteis. Tú —la señaló con odio—, con tu dulzura y tu comprensión. Yo la
quiero. La engañaste y la alejaste de mí.
Cristina sintió pena por ella. Estaba segura de que la había querido, a su modo, pero la había
querido, y quizá ahora, que se daba cuenta de lo que había perdido, ya era demasiado tarde.
—Alicia —Cristina no solía perder la compostura, pero aquella mujer siempre había sido
capaz de sacar lo peor de ella—, de eso te encargaste tu solita. No culpes a los demás por tus
errores. La traicionaste y no tiene vuelta atrás.
—¡Ja, ja, ja! —Se carcajeó recuperando su actitud altiva—. ¿Eso crees? Eso te gustaría a ti
creer. Siempre con la esperanza de que un día te desee, acechando oculta, pero ella jamás te
tocaría ni con un palo. Aunque fueras la única mujer de esta tierra no se acercaría a ti…
—No entiendes nada, nunca lo has entendido. —Cristina se mantuvo serena pero firme—. No
necesito acostarme con Manuela para que forme parte de mí. No tengo que competir contigo, ya no
eres nadie. Eras su debilidad, un veneno que lo corrompía todo. Lo mejor que pudiste hacer fue
dejarla, nos hiciste un favor a todas. Espero no volver a verte, Alicia. —Cerró la puerta sin
esperar respuesta.

Era difícil manejar a Jess con su estatura. Ella no era de mucha ayuda, balanceándose sin
orientación. A Manuela le costó que saliera del ascensor. Miró los tres peldaños hasta la puerta de
su ático, sería todo un reto. En el coche había disfrutado del trayecto. Jess estaba muy borracha y
no paraba de hablar entre cabezadas, con frases inconexas.
—Vamos —Manuela cogió a Jess afectuosa de la axila—, estos escalones y llegamos a casa.
—¿Me has traído a tu casa? ¡Gracias! Me encanta tu casa… —La situó frente a la escalera,
sujetándola por detrás con su cuerpo para forzarla a subir—. ¿Sabes? —Jess se volvió hacia ella
seductora, mirándola fijamente a los labios—. También me gustas tú… Me gustas mucho.
—Tú también me gustas.
Manuela la miraba tan intensamente que Jess sintió que la traspasaba, que era capaz de
introducirse por sus pupilas recorriendo cada rincón de su cuerpo. Estaban las dos tan excitadas
que notaban sus cuerpos flotar como en una nube.
—Al final sí que vas a estar en forma. —Jess le tocó el brazo en tensión, sujetando todo su
cuerpo.
—¿Ah sí? —respondió Manuela acalorada.
La volteó de nuevo y la rodeó por completo por la cintura para que no se girara. Manuela
mantenía sus labios sobre el cuello de Jess, susurrándole al oído; ésta acariciaba sus brazos
mientras sentía su pecho en la espalda; Manuela, provocativa, apoyaba las manos sobre la
cinturilla de su pantalón.
Jess se tropezó, golpeándose con la pared lateral, y Manuela tuvo que sujetarla con más fuerza
juntando sus brazos bajo su pecho. Consiguió abrir la puerta soltando una mano para introducir la
llave, y girando hacia la derecha la llevó directa a la habitación. La sentó en la cama.
—Espera aquí un segundo, voy a traerte algo de ropa y un ibuprofeno preventivo.
Volvió en menos de un minuto pero Jess ya se había desnudado y estaba tumbada en la cama
con los brazos en cruz, en ropa interior. Cerró los ojos: «contente Manuela, no quieres que sea
así». Llevaba todo el trayecto intentando dominarse. Quería rendirse a ella, besarla y hacerle
profundamente el amor, pero no quería hacerlo en esas circunstancias. Podría esperar una noche.
Cuando la vio en la cama, semidesnuda, observó su cuerpo perfecto y rezó para que se hubiera
dormido porque no sabía cuánto tiempo más iba a aguantar si se le insinuaba.
—¡Qué vergüenza! —murmuró Jess, humillada, con los ojos cerrados.
—¿Por qué? —Manuela se sentó en la cama y le cogió la mano.
—Mírame… Consigo meterme en tu cama y aquí estoy, medio muerta, haciendo el ridículo.
Manuela se desnudó. Entendía el sentimiento de Jess y no quería que se avergonzara. En el
fondo deseaba no poder moderarse más y entregarse a la lujuria. Se tumbó junto a ella, frente a
frente, desnudas, apenas a unos centímetros.
—Tenemos muchas noches Jess —susurró Manuela acariciándole el pelo.
—¿Cuántas? —Se acercó insinuante.
—Todas las que quieras…
Jess sonrío, relajándose, sus narices se tocaron. Manuela se acercó un poco más. Sus cuerpos
se rozaron. Temblaban. Querían abandonarse al estallido de placer que se prometían mutuamente.
Jess recorrió con sus labios el rostro de Manuela, mientras ella le acariciaba las caderas,
despacio, bajo el edredón. Mantuvieron el juego un rato. Jess se ablandó, ahondo la respiración y
dejó caer su peso sobre ella. Manuela la abrazó, sobre su pecho desnudo y no la perdió de vista
hasta que se durmió por completo. Cerró los ojos y la besó en los labios delicadamente. Sintió un
escalofrío recorrer todo su cuerpo.
17
Antes de encarar la calle de la comisaría comprobó el reloj. Las cinco y media, la hora
perfecta para no encontrarse con nadie. Saludó a los policías de la entrada y avanzó segura hacia
el interior del edificio. Se vio reflejada en el cristal de la puerta, parecía que iba a atracar una
joyería: vestida de negro, vaqueros superslim, deportivas, camiseta de tirantes y una chaqueta de
running cerrada hasta la barbilla.
Giró a la derecha en dirección a las oficinas e hizo el amago de subir las escaleras hacia su
despacho en la tercera planta y, mientras los policías de guardia la criticaban de reojo, esperó a
oscuras contra la pared. Pensó en Jess. No la había soltado en toda la noche, la estuvo admirando
durante horas mientras dormía, pasando del deseo más ardiente a la ternura pueril cada pocos
minutos. Con apenas un par de horas de sueño se había despertado y la había vuelto a estudiar, tan
caliente, parecía una fantasía. Se obligó a aparcar aquellos pensamientos hasta la noche.
Comprobó que nadie miraba y bajó las escaleras hacia los calabozos. Se había asegurado de
que el agente Rivero estuviera de guardia. Sería fácil. A Manuela le caía bien y contaba con él
para algunos casos. Él la admiraba, con lo que no pondría problemas ni intentaría contradecirla.
—¡Buenas noches, Rivero! —saludó Manuela amable tras abrir la puerta de acceso en la base
de las escaleras.
—Inspectora López. —El agente, que dormitaba sobre una mesa con la televisión encendida,
se despertó sobresaltado—. Buenas noches. ¿Trae a algún detenido?
—No, tranquilo. —Manuela se apoyó sobre la mesa.
—¿No podía dormir?
—Ya sabes, este caso nos está volviendo locos. —Se inclinó sobre él y a pesar de estar solos
susurró—: Necesito hablar con Gonzalo Herrera, será un segundo.
Rivero observó a la inspectora sorprendido, volviendo su mirada hacia las cuatro celdas frente
a su mesa.
—¿Su abogada? —preguntó inocente.
—No voy a torturarle, Rivero. —Manuela sonrió encantadora—. Sólo quiero comprobar con
él unas cosas y con los picapleitos encima se alarga todo mucho, ya lo sabes.
Miró desconfiado a la puerta de acceso en la base de las escaleras y dudó, pero acabó
asintiendo con la cabeza. La inspectora tenía sus manías.
—Me gustaría hablar a solas. ¿Te importa? —Manuela sabía que casi lo tenía.
—Igual —dudó de nuevo—, es mejor que me quede, para mantener el decoro…
—No quiero meterte en problemas. —Hizo un gesto hacia esquina izquierda con la cabeza,
señalando a la cámara de seguridad—. Por si acaso. Mejor tómate un café.
—Entendido —sonrió agradecido—, volveré en quince minutos.
—Suficiente, muchas gracias.
Manuela comprobó que Rivero cerraba la puerta hacia las escaleras y con la silla la bloqueó
por el interior. Desde el ángulo muerto tapó la cámara de seguridad con un folio y corrió hacia el
fondo donde estaba situado el otro acceso, una puerta lateral que daba a un callejón por donde
recogían a los detenidos para llevarlos al juzgado. Abrió la puerta con cuidado para evitar que
chirriara. Miró alrededor, era noche cerrada y amenazaba tormenta, silbó dos veces, inquieta. De
las sombras salieron Peque y sus dos matones que se apresuraron a su encuentro.
—¿Has venido en persona? —preguntó Manuela sorprendida.
—No se va me a escurrir esa garrapata.
—Tenéis diez minutos, ni uno más.
—Suficiente.
—Sin marcas. —Peque asintió con la cabeza.
Entraron los tres rápidamente en los calabozos. Manuela entornó la puerta y se quedó
escuchando mientras vigilaba las dos entradas. Gonzalo era el único detenido aquella noche y
dormía sobre su camastro en la celda más alejada del callejón.
Una vez dentro de la celda, sin preámbulos, lo empotraron contra la pared. Manuela podía
sentir el miedo de aquel crío antes de romper a llorar, la sola presencia de Peque podía hacer
temblar al más valiente.
Se resistió unos quince segundos y empezó a hablar. Entre sollozos, contó todo lo que sabía.
Manuela escuchaba atenta mientras tomaba notas en el móvil. Acabaron en la mansión de los de
Gálvez por casualidad. Su novia, Alejandra, amiga de Jimena, lo había llamado a media tarde,
estaban estudiando y querían tomarse unas cervezas. Él estaba con Christian en el parque y les
pareció buena idea.
Jimena sabía que sus padres daban una fiesta y los invitó: bebida gratis. Les indicó cómo
entrar por el agujero de la valla para que no los vieran. Christian propuso llevar un poco de maría
y llamó a Lucas, que le pasaba habitualmente. Como ya habían hecho en otras ocasiones le
invitaron a unirse a ellos.
La tarde había sido normal, Jimena vivía en «un casoplón increíble» a las afueras. Había
mucha gente en la fiesta y nadie se dio cuenta de que entraban. La casa era enorme, por lo que ni
una sola persona los vio, bajaron por una escalera de servicio al sótano, al otro lado del garaje.
Había un frontón cubierto y una sala de cine, y allí echaron la tarde entre copas y porros. Por el
tragaluz que daba al garaje veían sombras de vez en cuando pero Jimena les aseguró que nadie
entraría en el frontón.
Se les hizo tarde y perdieron el último autobús, decidieron quedarse a dormir, lo estaban
pasando en grande. Entrada la noche, a los otros, ya muy perjudicados, se les ocurrió cruzar el
garaje y ver dónde iban algunos invitados que atravesaban una puerta al otro lado. Incluida
Jimena, que nunca había entrado allí y le picó la curiosidad. Lucas, Christian y Jimena iniciaron
«una misión de reconocimiento» pero él prefirió quedarse a solas con Alejandra, «para enrollarse
con ella en el frontón».
No sabía cuánto tiempo después Jimena y Christian llegaron muy asustados, gritando que tenían
que irse. Preguntó por Lucas, pero le dijeron que había saltado la valla y se había escapado.
Salieron por donde habían entrado y ni él ni Alejandra volvieron a saber más. Jimena no había ido
a clase la última semana y Lucas y Christian, por lo visto, estaban muertos.
Tras asegurarse de que había vuelto a colocar todo en su lugar, amenazar a Gonzalo con
matarle si se lo contaba a alguien y despedirse de Rivero muy agradecida, Manuela escuchaba los
detalles de boca de Peque, ocultos tras unos contenedores en el callejón lateral. Aunque intentaba
aparentar serenidad, pensar en su sobrino asesinado en una casa de ricos por fumarse unos porros
le hacía hervir la sangre.
—Ya sabíamos que no fue un accidente, pero no quiero que hagas nada hasta que no sepamos
más.
—Te lo he prometido Manuela —su mirada le heló la sangre—, y mi palabra es ley.
—¿Qué te dijo de Alicia?
—No tuvimos tiempo, pero no tiene ni idea de dónde sale. Contactó con los padres y se ofreció
a defenderle gratis, no la había visto en la vida.
—Mmm. —¿Qué pintaba Alicia en todo aquello? Cada vez era más sospechosa su aparición
estelar en la trama.
—¿Qué piensas?
—No acabo de entender su papel en esta historia.
—Puedo hacerle una visitita también, le tengo ganas hace años.
—No, mejor déjame a mí. Yo me encargo de las chicas y de ella. —Lo miró a los ojos con
intensidad—. ¿Estamos?
—Tú mandas —respondió sincero—, por ahora…
—¿De lo otro qué sabemos?
Peque miró el reloj.
—Caerá en un par de horas. Le hemos citado en la barriada, si es tu hombre no tendrá
escapatoria.
—Nos vemos allí.

Tenía frío, oía una tormenta en la lejanía y la humedad le calaba los huesos. Se despertó
tiritando: «¿Dónde estaba? ¿Qué hacía allí?». Apenas podía ver nada en la oscuridad: un
cuarto grande, con el techo forrado en madera pintado de negro, una cama de aluminio en el
centro, dos bancos elevados y un cubo metálico en el suelo.
Le dolía mucho la cabeza. Había bebido bastante la noche anterior pero no tanto como para
no recordar de qué manera había llegado hasta allí. Intentó hacer memoria. Se esforzó, pero no
fue capaz.
Se tocó la frente y notó sangre seca en la sien. Se miró la ropa y confirmó sus temores, tenía
restos de sangre por toda la camisa. «¿La atacaron? ¿Cuándo? ¿Dónde? Y, sobre todo, ¿por
qué?», pensó.
Sintió miedo, mucho miedo. Tenía un presentimiento oscuro y triste que la embriagaba.
Cerró los ojos y, mareada, se volvió a dormir.

Jess se desperezó en la cama, cansada pero radiante, estaba feliz. Contra todo pronóstico, en
vez de sentir que había hecho el ridículo más espantoso la noche anterior, se sentía eufórica,
deseando despertarse junto a Manuela y hacerle el amor antes de irse a trabajar. Recordaba
aquellos minutos antes de dormirse, habían sido tan intensos, tan provocativos... No quería
esperar ni un segundo más para consagrarse por completo a ella. Un trueno resonó en la lejanía y
alargó el brazo intentando tocarla, no estaba. Se incorporó aturdida y miró alrededor. Nada. Vio
una nota sobre la almohada: «Tenía que arreglar unas cosas, lo siento. Estás en tu casa, me ha
encantado despertarme a tu lado. Manu». Apretó la nota, estremecida, sobre su pecho, e intentó
encontrar su móvil repitiéndose: «Ni un día más».
Observó que tenía varios WhatsApp, uno de ellos de Manuela: «¡Buenos días bella durmiente!
Tengo una pista. Estoy en la barriada. Si has sobrevivido llámame cuando te levantes, no hay
prisa. Te he dejado ropa en el baño, igual no es tu estilo pero espero que te valga». El mensaje
acababa con un emoticono guiñando el ojo. Jess sonrió, se lo estaba poniendo tan fácil. Miró la
hora, las ocho, y decidió ducharse primero y llamarla de camino a la barriada.
Manuela esperaba agazapada contra una antigua cabina de teléfono. Los gitanos habían citado a
su hombre en un pequeño parque del barrio. Tenía sólo dos entradas por lo que resultaba fácil de
controlar, y podían vigilar desde las calles de alrededor. Desde su posición veía a Tony y al Mudo
sentados en el punto de encuentro. Formaban una pareja casi cómica, uno hablando sin parar y el
otro moviendo levemente la cabeza. A esa hora había poco movimiento, apenas un par de
madrugadores correteando por la zona. Cuando vio la silueta a lo lejos, más allá de la otra
entrada, le resultó familiar. El sol le daba de frente, deslumbrándola, y no conseguía recordar
quién era, pero estaba segura de que era su hombre, ya lo había visto antes.
Entre el matorral y la cabina podía ver perfectamente a Tony. Le silbó dos veces, él la miró
disimulando, le hizo un gesto hacia la silueta y el gitano asintió. Manuela cambió de posición para
escuchar mejor y que Tony pudiera verla y se ocultó de nuevo. Se había puesto el chaleco. El
inspector García, que le estaba dando cobertura desde el coche en una calle cercana, la había
obligado, pero estaba muy incómoda, agazapada con aquel armatoste que le rozaba en cada punto
de su cuerpo.
La silueta se acercó al banco, dándole la espalda, así estaba planeado, y Manuela supo
inmediatamente quién era: Altea, el guardaespaldas de Pedro de Gálvez. Lo había visto varias
veces, en sus visitas a la casa y vigilando a Jimena en la comisaría, y le había generado
desconfianza desde el principio.
—¿Qué pasa payo? —Tony empezó hablar. Vio el gesto de Manuela confirmando que era él.
—¿Eres Tony? —respondió Altea muy serio.
—Pa servirle a Dios y a usted, este es mi primo el Mudo. Saluda primo. —Mudo apenas
levantó la cabeza.
—Prefiero no darte mi nombre.
—A mí si me das la guita, como si quieres inventarte uno. Lo mismito me da. ¿Qué se te
ofrece, payo?
—Me han dicho que también tenéis problemas con un chico detenido.
—Un chico no es el zagal —lo interrumpió—, que ya tiene los huevos bien grandes, tú me
entiendes… si puede follar pa mí ya no es un niño.
—No tengo mucho tiempo. —A Altea no le gustaban aquellos dos gitanos—. Preferiría hablar
de los términos directamente.
—Anda el payo refinao con lo que sale, primo. No tiene mucho tiempo… ¿Y qué te crees, que
nosotros estamos aquí en el parque todo el día? ¿Que somos unos maleantes? —Rio a carcajadas
—. Lo que tiene que oír uno a estas alturas. En fin, sea. ¿Qué te pica a ti?
—¿Perdón? —Se estaba poniendo nervioso, vigilando continuamente a su alrededor.
—¿Que qué te pica? ¿Qué te debe el payo detenido? ¿De qué va tu historia? Nosotros
queremos darle un susto, cuando salga claro, ahora no se puede, un pinchacito… Nos debe guita y
si va pa dentro no nos la va a devolver, así que vamos a menearle a ver si sus viejos se animan.
Manuela se estaba impacientando. Tony hablaba de más, como siempre, y notaba que el matón
se estaba tensando. Le mandó un mensaje a García: «Atento, lo tenemos».
—Pero que, si ustedes tienen alguna propuesta, de pago —Tony hizo un gesto de dinero con la
mano—, ya me entiende, pues estamos abiertos a colaborar…
—Queremos liquidar el asunto —respondió haciendo vibrar las consonantes más de lo habitual
—. Dime si podéis hacerlo, cómo y cuándo se haría. El pago no es problema.
Tony desvió la mirada, sólo un segundo, buscando la aprobación de Manuela a la conversación
que estaban grabando con un micro oculto en su ropa. El guardaespaldas se volvió intranquilo y
ella se tumbó en el suelo inerte. Fue todo muy rápido, era un exmilitar, presentía una emboscada.
Golpeó al Mudo en la nariz con el codo, dejándole tendido en el suelo, y salió corriendo hacia el
mismo punto por el que había venido.
—¡Tenienta, se escapa!
Manuela y Tony salieron corriendo tras él por la barriada. Cuando llegaron a la entrada del
parque Tony hizo un círculo con las manos para indicarle que se dividieran. Así lo hicieron,
Manuela giró a su izquierda y Tony en el sentido opuesto, siguiendo dos calles que formaban una
media luna. Altea continuó de frente. Si seguía corriendo hacia allí no tendría escapatoria,
acabaría encerrado en la Plaza Ciega. Iban apenas unos metros tras él, pero era muy rápido.
Mientras corría Manuela pulsó su pinganillo.
—David, lo teníamos y ha escapado, vamos tras él hacia la Plaza Ciega, pide refuerzos.
—Me cago en tu puta madre, Manuela.

Como le había indicado en la nota no se había dado prisa. Disfrutó de una ducha ardiendo y
esperó a secarse sentada en el borde de la bañera, saboreando el olor de Manuela en las toallas.
Tras fisgonear un poco aquí y allá, desayunó tranquilamente en la terraza. Estaba deseando verla.
Fue dando un paseo hasta su casa y desde el coche intentó llamarla, pero no obtuvo respuesta.
Encendió la radio policial y escuchó la voz entrecortada del inspector García.
—A todas las unidades. Repito: a todas las unidades. Necesitamos refuerzos en la barriada,
persecución a pie de sospechoso.
El gesto de Jess se crispó. Se puso tensa. Volvió a marcar su número, sin respuesta, y se dirigió
hacia allí.

Manuela corría, sabiendo que si Tony no lo tenía ya de frente lo habrían perdido. Oyó resonar
disparos en la lejanía y se alegró, por primera vez en toda la mañana, de llevar puesto el chaleco.
El arma, a pesar de los esfuerzos de García, la había dejado a buen recaudo en el armero de la
comisaría. Entró en la plaza y encontró a Altea encima del gitano, golpeándole salvajemente en la
cara. Tony estaba tendido en el suelo con mucha sangre en un brazo.
Corrió hacia ellos, derribando al agresor de una patada en la cara. Tony se incorporó y entre
los dos forcejearon hasta tenderlo en el suelo. Altea derribó a Manuela de un cabezazo y se
abalanzó sobre ella. Tony disparó. Falló, su bala se perdió en la plaza. El gorila sacó su arma y
desde el suelo impactó en la pierna del gitano. De un golpe seco con el pie lanzó el arma de Tony
a bastante distancia. Altea se incorporó, apuntando con su pistola a la cabeza de Tony. Iba a
ejecutarlo. A quemarropa. Intentó un disparo frío, pero se había quedado sin munición.

Jess conducía mecánicamente por las calles de Madrid, con la sirena activada, saltándose los
semáforos y sin respetar los pasos de cebra. El chasquido de la radio y la voz del inspector
García la pusieron de nuevo alerta.
—Se ha producido un tiroteo, agentes implicados. ¿Dónde coño están los putos refuerzos?
Enviad también una ambulancia.
Jess apretó el pie contra el acelerador.
Tendida en el suelo, con la suerte de su lado, Manuela observó a Tony inconsciente. El
desconcierto por la falta de balas le dio un segundo de ventaja. Se levantó de un salto y atacó a
Altea por la espalda. Era más fuerte que ella pero lograba aguantar. Forcejearon y él la lanzó por
encima de su cuerpo, volviendo al suelo. Ya la tenía. Se abalanzó sobre ella, inmovilizándola.
Buscó la pistola de Manuela, bajo la chaqueta y en el pantalón, pero no encontró nada.
—No voy armada, hijo de puta.
Manuela se resistía con todas sus fuerzas, batallando con las piernas, protegiéndose con las
manos en la cara e intentando llegar a sus ojos para derribarlo, estaba claramente en situación de
inferioridad. En un único movimiento Altea sacó una herramienta afilada e intentó apuñalarla en la
tripa. El chaleco detuvo parcialmente la embestida, pero notó un dolor punzante bajo el estómago,
hacia la pelvis. La había herido. Con las últimas fuerzas que le quedaban Manuela logró, de un
manotazo, quitarle el cuchillo a su agresor. Con las dos manos liberadas él la inmovilizó
completamente por el cuello, presionando sin piedad con la intención de estrangularla.
Manuela notaba que le faltaba el aire. No podía luchar más. Comenzó a llover con fuerza.
Miraba asustada a los ojos de Altea y pensó en Tony, inconsciente junto a ella. ¿Así sería el final?
¿Acabaría muriendo en la barriada a manos de un matón de Europa del Este bajo la lluvia con el
gitano a medio metro? Nunca lo había imaginado así. Calada hasta los huesos, y muy cansada,
sentía que le ardía la herida en el costado y apenas conseguía respirar. Comenzaron a cerrársele
los ojos, mirando al infinito, y en su cabeza el azul del cielo se fue tornando en un verde brillante,
guiándola hacia el último pensamiento: los ojos de Jess.
Un estruendo retumbó en el silencio de la plaza. Manuela lo oyó en la lejanía. «Putos truenos»,
pensó casi con su último aliento. Notó cómo volvía a entrar el aire en sus órganos. Las manos de
Altea relajaron la presión. El cuerpo que la estrangulaba cayó sobre ella como un peso muerto.
Tardó un rato en recuperarse, en conseguir llenar de nuevo sus pulmones de oxígeno. Tosió y con
mucho esfuerzo consiguió quitárselo de encima. Estaba llena de sangre, suya y de su agresor, que
convulsionaba inconsciente en el suelo. Le habían disparado por la espalda, a la altura del
corazón, y estaba perdiendo mucha sangre. Levantó la mirada y vio al inspector David García
petrificado, con la pistola de Tony en sus manos.
Manuela tardó varios segundos en reaccionar. La adrenalina hacía que ya no le doliera la
herida. Se lanzó sobre Tony y le tomó el pulso, sólo estaba inconsciente. Examinó su herida, la
bala había salido. Se quitó la chaqueta y le hizo un torniquete en la pierna a la altura del muslo.
Comprobó también el pulso de Altea, moribundo en el suelo. De rodillas junto a él inició el
protocolo de reanimación taponándole la herida. Miró a García a los ojos, todavía paralizado
frente a ella.
—Gracias David, me has salvado la vida.
—¿Estás bien? —El inspector García pareció despertar, soltando el arma al suelo—. Estás
llena de sangre…
—Estoy bien, no es mía. —No era del todo cierto—. Ayúdame, tenemos que salvar a este hijo
de puta. ¿Has pedido una ambulancia?
Afirmó con la cabeza mientras se arrodillaba frente a ella, al otro lado del cuerpo,
sustituyéndola en el taponamiento de la sangre mientras ella comenzaba a darle el masaje
cardiaco.
—Antes de que lleguen, dame la pistola y lávate las manos. —Manuela daba órdenes mientras
proseguía con el masaje—. Diremos que yo disparé, que estaba sobre Tony…
David García, de rodillas frente a ella, miraba a algún punto indefinido sobre la cabeza de
Manuela.
—¡García! —repitió Manuela—. ¡David, mírame! ¡Dame la pistola!
—Esto fue lo que pasó, ¿verdad? —García empezó a hablar ensimismado, casi pensando en
alto.
—No te entiendo. Coge la puta pistola y dámela antes de que lleguen los refuerzos.
—Con Ramos. Falseasteis la escena.
Manuela detuvo ligeramente sus movimientos sobre el pecho del gorila, mirándolo fijamente a
los ojos: la lluvia y la sangre diluida en los adoquines dibujaban una escena espantosamente
dramática.
—No es momento de pensar en eso. Levántate y dame la pistola por favor. No quiero que
tengas ningún problema por mi culpa.
—Lo había pensado, no creas, pero no acabo de entender por qué. —El inspector seguía
absorto en sus pensamientos, mirando al infinito—. Me lo debes López, tengo que saber la verdad.
Manuela reanudó el masaje mientras pensaba. Notaba su propio pulso en las sienes. Tenía que
sacar al inspector de ese estado y salvarle la vida a aquel hombre, la única pista que tenían. Lo
vio coger la emisora y temió lo peor.

Jess volvió a oír el crepitar de la radio y contuvo unos segundos la respiración.


—Soy el inspector García: agente herido. Repito: ¡agente herido en el tiroteo! Necesitamos una
ambulancia…
Jess se echó a un lado y detuvo el coche. Se repetía a sí misma que tenía que tranquilizarse
pero no lo conseguía. Comenzó a inspirar desde el diafragma intentando calmar su respiración.
—He abatido al agresor. Hay mucha sangre, tres heridos, necesitamos a emergencias ya.
Jess consiguió balancear su respiración y recuperar el control. Dio un volantazo y, cruzando
tres carriles para cambiar de sentido, se dirigió hacia el hospital.

García soltó la radio y cogió de nuevo la pistola, se la guardó en el pantalón.


—No tenías por qué haberlo hecho —dijo Manuela recriminándole con la mirada—. No tenías
que demostrar nada David.
—He disparado yo, no tú. —Consiguió devolverle la mirada—. Sólo quiero la verdad.
Manuela alzó sus ojos hacia el cielo, también herido, mientras continuaba con el masaje. La
lluvia, helada, la golpeó con fuerza en la cara. Suspiró varias veces.
—Ramos no estaba bien —comenzó sincera—. Llevaba varios meses mal: en el cuerpo, con
Rosa, bebía más de la cuenta… Habíamos decidido posponer la operación a la noche siguiente, yo
tenía un compromiso —se le rompió la voz—. Me divorcié, tampoco estaba en mi mejor
momento. Aunque me dijo que sí, no quería volver a casa y se dio una vuelta por el barrio...
Supongo que se envalentonó y se fue él solo al casino, no avisó a nadie.
—¿Y Tamayo? —preguntó sorprendido.
—Tamayo no estaba, llegó después. Ramos fue solo, quería cerrar el caso, siguió bebiendo y
se le fue de las manos. El resto de la historia que contamos fue verdad: hubo una pelea, perdió el
arma y una bala perdida impactó en el camarero.
—Pero el arma era de Tamayo.
—Antes de ir pasó por comisaría, ya estaba borracho. No encontraba su pistola, me llamó para
coger la mía pero yo había entregado las dos para revisar el día anterior. No le cogí el teléfono.
Sabía que la pistola de Tamayo estaría en el armero, siempre la dejaba allí, conocía la clave y la
cogió.
—¿No fue Tamayo? —insistió perplejo—. ¿Por qué se incriminó? ¿Por qué lo tapasteis? Fue
un accidente.
—Por lealtad, supongo, o por estupidez. Fue una negligencia, habrían acabado con su carrera:
solo y borracho, con un arma que no era suya en una operación sin autorizar… Cuando se dio
cuenta de lo ocurrido llamó a Isabel, destruido. Ella avisó a Tamayo. El comisario se ofreció a
incriminarse, no había mucho tiempo para pensar opciones. —Comenzaron a oír las sirenas de
fondo—. Yo llegué mucho después cuando todo estaba hecho. Fue un accidente... pero me sigo
culpando por haberlo dejado solo… —una lágrima resbaló por sus mejillas.
18
Jess daba vueltas por urgencias esperando la llegada de las ambulancias. Mientras conducía
decidió súbitamente que no llegaría a tiempo al barrio y que era mejor esperar en el hospital.
Había oído por la radio la confirmación de emergencias con dos heridas de bala, dos varones. No
habían hecho referencia al tercer herido que había anticipado García. Seguía sin saber nada de
Manuela.
La primera ambulancia se detuvo en la puerta, traía a Tony inconsciente, lleno de sangre. Jess
lo reconoció y su corazón se detuvo. El inspector García entró detrás, por su propio pie, algo
desorientado. Jess se dirigió hacia él.
—¿Manuela? —preguntó directa.
—Viene… —respondió abstraído.
—¿Está bien? ¿Está herida? ¿Está viva?
—Está bien —García afirmaba con la cabeza—, está bien.
—¿Dónde? ¿Dónde está?
Siguió su mirada hacia la puerta de ambulancias y la vio, iba encima de una camilla,
ejecutando las maniobras de reanimación a un cuerpo bajo el suyo.
No tenía buen aspecto, el chaleco estaba cubierto de sangre y la melena suelta empapada.
Intentó dirigirse hacia ella, pero empujaron la camilla hacia el fondo y la perdió de vista.
—Vamos hijo de puta, aguanta. No te mueras ahora.
Manuela, exhausta por la reanimación, observaba trabajar a los sanitarios a su alrededor.
—Seguimos nosotros. —Un médico la sustituyó en el masaje cardíaco. Manuela lo agradeció,
no le quedaban fuerzas—. ¿Está usted bien? ¿Está herida?
—Estoy bien, gracias. —Se tocó el costado con la mano y creyó que no sangraba—. La sangre
no es mía. ¿Cómo está?
—Ha perdido mucha sangre, lo subimos al quirófano, le diremos algo en cuanto salgamos.
—¿Vivirá?
—Es posible.
—Necesito muestras de ADN, antes de nada.
—Inspectora, está…
—Antes de nada. Es un segundo. Metedle el palito y yo misma las llevaré al laboratorio —
sonó autoritaria—. ¿El otro herido?
—Está en el box, venga conmigo.
Siguió a la enfermera por urgencias que la llevó a ver a Tony. Estaba semiconsciente. Le cogió
la mano.
—Puto gitano —saludó cariñosa. Percibió su sonrisa mientras intentaba hablar.
—Mu…Mi… —le costaba pronunciar, le habían dado sedantes en la ambulancia— ¿Mudo?
—Está bien, llegó a la plaza cuando te dormiste.
—¿El otro? ¿Lo cogiste?
—Lo cogimos Tony, lo están operando. Descansa, luego hablamos —Manuela se dirigió al
médico—: ¿Cómo está?
—Estará bien. Estable, la bala no tocó ninguna arteria. Entró y salió limpia. Necesitamos más
pruebas pero sobrevivirá.
Salió al pasillo, estaba exhausta. Creía haber visto a Jess al entrar, o igual era su imaginación.
La cabeza le daba vueltas a kilómetros por hora: pensaba en lo que les había contado Gonzalo,
tenía que encontrar a Alejandra, la conexión con el guardaespaldas de los de Gálvez, el papel de
Alicia, el tiroteo, la persecución y, cada ciertos minutos, pensaba en los ojos de Jess, había sido
la imagen que había elegido su cerebro cuando creía que iba a morir. Aún sentía su olor, tenía que
llamarla.
Buscó el teléfono en el bolsillo, la barra de notificaciones no admitía ningún icono más.
Mientras marcaba su número Vaamonde llegó hasta ella, azorado, y colgó sin escuchar el primer
tono.
—¿Estás bien? ¿Qué ha pasado?
—Hecha una mierda, pero bien.
—La has liado a gusto…
—He hecho lo que he podido. Tendrás un informe, no te preocupes.
—Manuela, me da igual el informe. —Cariñoso, la cogió del brazo—. ¿Tú cómo estás?
—Estoy bien. No te vas a librar de mí, tranquilo.
—He hablado con García dos segundos, va a rellenar el atestado, necesitamos oficializarlo,
hay dos heridos de bala, disparó un arma sin identificar…
—Genial, porque yo no tengo tiempo. Quiero dos hombres en la puerta de las dos víctimas
veinticuatro horas, no podemos cometer ni un fallo. El cowboy —señaló donde había dejado a
Altea—, es el guardaespaldas de Pedro de Gálvez, nos dio algunas pistas antes de desmayarse. —
No pensaba confesar la internada nocturna en el calabozo—. Tenemos que seguirlas. No quiero
que entre nadie a hablar con él. Nadie.
—Como digas. ¿Necesitas ayuda?
—Gracias, te voy contando, tengo que poner al día a Mars. García ya tiene deberes, igual
alguna orden me tienes que ayudar a agilizar.
—Estoy a tu disposición para lo que necesites.

Empezaba a recordar, poco a poco. La habían golpeado en la cabeza cuando se disponía a


subirse al coche. Perdió el conocimiento, lo recobró poco después en el maletero de una
furgoneta, mezclaba la realidad con sus pesadillas.
Se despertó otra vez, aterrorizada, intentaba concentrarse pero no era capaz de escuchar
nada, sólo silencio y algún trueno lejano. Debía llevar varias horas y no había oído a nadie. Se
sentía débil y temblaba de frío. Tenía mucho miedo. No podía dejar de preguntarse cómo había
llegado hasta allí. ¿Quién podía considerarla peligrosa? Intentando contestarse a todas las
preguntas que se arremolinaban en su cabeza perdió de nuevo la consciencia.

Se daba cuenta sólo mirándola de espaldas que estaba agitada, su lenguaje corporal se lo
transmitía sin ninguna duda. Se sentía un poco culpable de prolongar su aprehensión, pero estaba
disfrutando tanto de observarla en silencio. En medio del caos de urgencias, verla allí,
preocupada junto a la ventana, le daba paz.
Se acercó por detrás, llevando ambas manos con delicadeza a sus caderas, adaptándose a su
cuerpo, la besó levemente en el cuello y susurró:
—Buenos días.
Jess se asustó cuando notó una presencia a su espalda, entregándose cuando sintió los labios de
Manuela en su cuello. Se sumergió en ella, en silencio, olvidándose por un instante de que no eran
las únicas personas en la sala. Se giró para poder mirarla a la cara.
—No vuelvas a hacerme esto en la vida —le dijo muy seria.
—No pensé que fuera a complicarse tanto cuando me desperté esta mañana. —Manuela sonrió
irónica.
—En la vida. —Se acercó aún más a ella, pudiendo rozar sus labios—. ¿Me oyes?
—Lo prometo. Siéntate anda, tengo que contarte, tenemos muchos frentes abiertos.
Manuela sacó un café de la máquina y se sentó a su lado en la sala de espera. Le relató la
mañana: las amenazas de Peque a Gonzalo y su declaración; la necesidad de detener a Jimena sin
que su padre pudiera interferir; tenían que localizar a la tal Alejandra, la novia de Gonzalo; las
intenciones del guardaespaldas; la persecución; el tiroteo…
—Vaamonde está pidiendo las órdenes —continuó Manuela—. Tenemos que actuar rápido, no
sabemos si el gorila trabaja solo pero hay que atar cabos sin que nos tomen la delantera.
—¿Cómo consiguieron que Gonzalo hablara?
—No quieres saberlo.
Manuela vio al Mudo esperando prudente a cierta distancia. Jess también lo vio. Se levantó y
le hizo un gesto para que se acercara a las máquinas expendedoras.
—¿Estás bien, Mudo? —Él afirmó con la cabeza—. Tony está bien. La bala le dio en la pierna,
se recuperará. He puesto a dos hombres en su puerta y en la del sospechoso para que no haya
sorpresas, pero no estaría mal que echarais un vistazo también.
—Está previsto.
—Llamaré a Peque cuando sepa más. Si ves algo raro por aquí me avisas, ¿ok?
Volvió a aseverar con la cabeza.
—¿Tú? —preguntó Mudo en susurros.
—¿Yo qué?
—¿Bien?
—Sí, estoy bien. Gracias. —Le golpeó en el brazo levemente mientras se alejaba.
Regresó hacia Jess, de pie en la sala de espera junto a la ventana. Durante su breve
conversación con Mudo había notado que le costaba mantenerse erguida. Se llevaba
constantemente la mano al costado, disimulando el gesto de dolor.
—¿Estás herida? —Intentó levantarle el chaleco antibalas.
—No es nada. —Manuela ya se había dado cuenta de que la herida le volvía a sangrar.
—Estás sangrando Manuela. Vamos a que te lo miren.
—Estoy bien, no hay tiempo.
—Por favor, déjame al menos que lo vea. Un minuto, puedes seguir dándome órdenes mientras
tanto.
Manuela estudió su rostro y entendió que no ganaría aquella discusión.
—Vamos.
Cogiéndola de la mano fueron hasta una sala de curas. Se quitó el chaleco y la camiseta, aún
empapada y llena de sangre. Jess la miró vergonzosa, había dormido dos veces con ella y
prácticamente no la había tocado. Le limpió la herida con desinfectante. Manuela notó por segunda
vez el dolor, profundo y penetrante, similar al que había sentido en la plaza cuando pensó que iba
a morir, la miró a los ojos y vio ese verde radiante frente a ella, pero esta vez era verdad. La
herida era profunda, pero la sangre parecía haberse secado y prácticamente no sangraba.
—Debería mirarte un médico, es profunda.
—Luego, ahora no hay tiempo. Ponme un apósito, aguantará. —Mientras Jess intentaba taparle
la herida Manuela siguió compartiendo sus planes—. Tenemos que localizar a la tal Alejandra.
—La he encontrado mientras hablabas con Mudo. —Manuela la miró extrañada—. Con las
redes sociales lo ponen muy fácil —dijo, sin darse importancia—. Aquí la tienes —le enseñó una
foto en el móvil—: Alejandra Merino, la novia de Gonzalo.
Manuela miró el móvil confundida. Le resultaba familiar aquella chica, aunque no creía que la
hubiera visto nunca. Pasó las fotos en Instagram y la vio en una posando con sus padres.
—¡Mierda! Es Alex.
—¿Quién es Alex? —preguntó Jess desconcertada.
—Alejandra es la hija de Alex —Manuela hablaba consigo misma.
—¿Quién coño es Alex? —repitió.
Ignorándola comenzó a teclear en el móvil. Se lo puso en la oreja. Jess notaba que la cabeza de
Manuela trabajaba mucho más rápida que habitualmente.
—Vaamonde, soy yo. Necesito una orden para el domicilio de Alicia de Salazar, la abogada de
Gonzalo… Sí, estoy segura… Te paso las pruebas por mail para el juez. La necesitamos ya, Mars
irá cuando la consigas, manda a la científica también y a alguno de tus hombres de refuerzo… Sí,
está bien… Gracias.
Bastante fuera de sí trató de explicarle a Jess quién era Alex. Su cerebro lo supo sólo unos
segundos antes cuando vio la foto de la niña y le resultó tan familiar. La foto con sus padres sólo
lo confirmó, Alejandra era la hija de Alejandra de Prado, Alex, compañera de Alicia en el
internado suizo donde desarrollaron su formación. Trató de recordar: había conocido a la niña de
pequeña pero apenas se acordaba de ella; con Alex había coincidido menos veces de las que le
hubiera gustado, no le caía mal, era divertida y bastante menos frívola que el resto de las amigas
de su ex. Alicia y ella habían ido perdiendo el contacto con los años, tenían intereses muy
diferentes. Las pistas volvían a señalar a Alicia, había que confirmar qué escondía la abogada y
por qué estaba metida en una historia cada vez más sórdida.
Jess no conseguía seguirla. Estaba empezando a preocuparse. Sabía que, por su culpa, no había
dormido mucho. Probablemente no había ingerido nada sólido desde la mañana del día anterior,
llevaba varios litros de café en el cuerpo, mucha adrenalina y actuaba de manera compulsiva.
Brillante, pero compulsiva. Sus pensamientos eran más inconexos que de costumbre, siguiendo un
plan que sólo tenía sentido en su cabeza.
Los siguientes pasos que propuso tenían cierta lógica y Jess tuvo que reconocer que tenía razón
en que contaban con la sorpresa como mayor ventaja, «a esa hora de la mañana ninguno de los
implicados sabría nada de los avances que habían conseguido». Muy a su pesar, tuvo que dar su
brazo a torcer y aceptar el plan de Manuela: Jess iría con Llorente y la científica a casa de Alicia,
con suerte la orden les permitiría husmear en sus cosas; el inspector García y un equipo vigilarían
a Jimena para detenerla en cuanto se separara de su padre; Manuela mandó el ADN al anatómico,
había que confirmar la implicación del guardaespaldas, y se encargaría de Alejandra y de su
madre. Ante la triple negativa del comisario de que fuera sola aceptó la compañía de Tamayo.

Manuela continuaba explicando el plan en la sala de reuniones de la comisaría, con todos los
implicados presentes.
—Cuando los tengamos a todos nos encontramos de nuevo aquí. Lo ideal sería conseguir, si no
es muy tarde, que declaren todos hoy y a la vez. No puede haber filtraciones si queremos la
verdad.
Todos los elegidos y el comisario la escuchaban atentos. No había consentido que nadie le
viera la herida, los cuidados de Jess habían sido suficiente, pero se había duchado y cambiado de
ropa y lo agradecía. No se notaba especialmente fuerte, pero podría aguantar, tenía que aguantar.
—¡Vamos! Acabemos con esto de una vez. —Manuela dio por concluida la reunión—.
Inspectora, quédate un segundo por favor.
Todos se levantaron remoralizados y salieron a ocuparse de sus obligaciones. Esperó a estar
solas con Jess, cerró la puerta y se acercó a ella acariciándole el pelo.
—¿Qué te pasa? —preguntó Manuela cariñosa—. No has abierto la boca, te noto ausente.
—Estoy preocupada.
—¿Por mí? —Sonrió irónica.
—Será por ti… —respondió muy seria, evitando entrar en su juego—. Manu mírate: estás
herida, no has comido, no has dormido, demasiada adrenalina… ¡Vas a reventar!
—¡Eh! —Le tocó la cara—. Estoy bien, un poco cansada, pero bien. Confía en mí.
Jess la miró indecisa.
—He disfrutado mucho esta noche. —Manuela seleccionó del amplio catálogo la mejor de sus
sonrisas, combinando seguridad y deseo. Jess no pudo resistirse.
—Espero no arrepentirme —dijo, bajando la mirada.
—Eso espero.
Manuela la levantó repentinamente por los muslos sentándola sobre la mesa, y colocándose
entre sus piernas, por primera vez, la besó apasionadamente.
19
Llamaron a la puerta del chalet pareado y esperaron pacientes, hasta que un hombre de
mediana edad les abrió la puerta en ropa de estar por casa.
—¿Puedo ayudarlos? —preguntó intranquilo.
—Inspectores Tamayo y López, queríamos hablar con la señora de Prado. —Manuela le
enseñó la placa.
—Es mi mujer. Está en el salón, pasen.
—¿Está su hija en casa?
—Sí, en su habitación. ¿Hay algún problema?
—Ninguno, por ahora, pero quizá tenga que acompañarnos a comisaría.
Siguieron al marido hasta el salón. No había nadie.
—¿Alex? —preguntó extrañado.
—Ya salgo —contestó una voz femenina desde el lavabo.
—Estos policías quieren hablar con nosotros.
—En realidad, si no le importa, sólo con ella. —Tamayo era extremadamente educado—. Si
pudiera avisar a su hija, nos gustaría hablar con las dos cuando acabemos.
—Claro…
El marido abandonó el salón apurado, mirando preocupado a su mujer cuando salió del baño.
—¿Manuela? —Alex reconoció sorprendida a la inspectora—. ¿Qué haces aquí? ¿Alicia está
bien?
Alex la observó en detalle, estaba demacrada. No la recordaba así, siempre que la había visto
estaba radiante. Iba bastante desaliñada, con una camiseta blanca y una chaqueta que parecía
prestada. Habitualmente era tan elegante que le sorprendió su aparente dejadez.
—Hola Alex —respondió Manuela cortés—. Tenemos que hacerte unas preguntas.
—¿Sobre Alicia?
—No lo sé, dínoslo tú.
—No te entiendo —afirmó confundida.
—¿Qué tiene que ver tu hija con Gonzalo Herrera?
—Gonzalo es su novio —evitó la mirada acusadora de Manuela, examinando a Tamayo—, se
conocen de la universidad.
—Eso ya lo sabemos. ¿Por qué Alicia lo defiende? ¿Qué trama? ¿Conoces a Jimena de
Gálvez?
Alex la miró desconcertada. Le gustaba Manuela, siempre le había parecido encantadora. ¿La
estaba acusando de algo?
—Señora de Prado —interrumpió Tamayo en un tono más sosegado—, nuestra única intención
es ayudar. Alguien ha asesinado a dos adolescentes y quieren incriminar al novio de su hija. No
sabemos lo que pasó, eso es lo que intentamos averiguar, pero sí sabemos lo que no pasó y es que
Gonzalo no los mató.
—Es muy buen chico —suspiró y se sentó en el sofá, aún en tensión—, no sabían a quién
recurrir. Alejandra nos contó que lo habían detenido… sólo queríamos ayudarles.
Manuela presintió que Alex decía la verdad. Su intuición volvía a darle la razón. Alex era
buena persona, ajena a los juegos de poder que solía practicar su amiga Alicia. Se sentó a su lado
y le cogió la mano, Tamayo se mantuvo en pie.
—Alex, sabemos que Gonzalo y tu hija son inocentes. Pero necesitamos conocer los detalles
para poder ayudarles y lo único que conseguimos de Alicia son obstáculos que nos hacen
desconfiar. ¿Lo entiendes?
Afirmó con la cabeza, dubitativa, y les contó todo lo que sabía. La historia concordaba con la
de Gonzalo: habían ido a la casa a tomar algo con Jimena y dos amigos; por la noche, borrachos,
intentaron investigar qué ocurría al otro lado del garaje; Jimena volvió alarmada y se fueron
corriendo.
Tras la detención de Gonzalo, Alejandra se lo había confesado todo a sus padres. Quería
ayudar a su novio y a Alex se le ocurrió llamar a Alicia, que les aconsejó ocultarlo todo y dejarle
hacer. Por lo visto, conocía a los de Gálvez, sobre todo a la hermana. Sabía de su poder e insinuó
que eran peligrosos, les recomendó que no se enfrentaran a ellos directamente y lo solucionaran
con triquiñuelas legales. Les aseguró que Gonzalo saldría libre y no habría mayor problema. Alex
intentó defender a Alicia de las acusaciones de Manuela: no estaba implicada y no sabía, según
ella, nada más, sólo estaba intentando ayudar a una amiga. Manuela quiso creerla, pero no podía,
ya no. No confiaba en Alicia.
Alejandra hija confirmó la historia, detalle a detalle, entre llantos y lamentos. Parecía una
chica honesta y les generó confianza. Aun así, se la llevaron a comisaria a pasar la noche, querían
tener allí a todos los implicados. Confirmó conocer al guardaespaldas de Pedro de Gálvez,
conocía hasta su nombre: Altea. No le caía bien, siempre andaba espiándolas a ella y a Jimena
cuando estaban en su casa.
Antes de irse, mientras Tamayo acababa con las formalidades, Manuela llamó a Jess para
ponerla al día. Ella no había tenido suerte, Alicia no estaba en casa, no había vuelto desde la tarde
anterior y tenía el móvil apagado. No habían encontrado nada sospechoso, la científica estaba
buscando pruebas y requisando sus dispositivos electrónicos.

—Han cogido a Altea. El asunto se está poniendo feo. —La voz autoritaria estaba más tensa
de lo que deseaba.
—¿Cómo? —Su interlocutor intentaba mantener la calma.
—No sé más. Por lo visto hubo un tiroteo. Está en el hospital.
—¿Vivo?
—Le están operando, le alcanzó una bala en el pecho.
—Igual no tiene que ver con nuestros asuntos —dijo inocente la voz nasal.
—¿Tú crees? —lo interrumpió irónico—. Iba a reunirse con unos gitanos para liquidar al
testigo.
—O sea, que ahora tenemos dos problemas…
—Tres en realidad. La abogada ha desaparecido.
—¿Desaparecido? —respondió pareciendo ocultar algo.
—Quiero pensar que tu esbirro no tiene nada que ver... —la voz autoritaria intentaba
impostar una calma que no conseguía.
—Nos pueden hundir... —se dijo a sí mismo, tragando saliva.
—Con un poco de suerte no sale del quirófano.
—Tienes que mover tus hilos —expuso rogándole—. Tenemos que arreglarlo antes de que lo
sepan los demás.
—Estoy en ello, no es fácil.
Abrió la puerta del despacho sin llamar y entró con tanta energía que Isabel se sobresaltó.
—Dios mío Jess —exclamó asustada—, va a ser verdad que dos que duermen en el mismo
colchón… ¿Qué pasa? —Percibió su cara descompuesta—. ¿Estás bien?
—Necesito hablar.
—Claro, siéntate. —Jess recorría el despacho en círculos—. O no te sientes, como estés más
cómoda… ¿Qué te pasa?
—Estoy histérica —indicó frotándose las manos.
—Eso queda claro. ¿Quieres tranquilizarte y contarme por qué?
Jess se detuvo a mirar las fotografías, evadiéndose: puenting, esquí, barranquismo... Se relajó
ligeramente al verla. Si todos esos deportes de riesgo no habían acabado ya con ella... Isabel se
levantó comprensiva y se sentó en el sofá.
—Anda, ven aquí. —Golpeó el asiento a su lado. Jess se sentó—. Cuéntame qué te pasa.
—Está fuera de sí, se lo está tomando demasiado a pecho.
—Ay —Isabel suspiró—, Manuela está en directo cariño. Con ese subidón que le da acercarse
a la resolución. Hasta arriba de hormonas va, está disfrutando, es su momento: show must go on.
—Simuló comillas con las manos mientras pronunciaba esta última frase—. Le encanta, tiene la
cabeza funcionando como un ordenador. No escucha, no habla, no siente, sólo trabaja. No hay de
qué preocuparse —dijo restándole importancia.
—No ha dormido, creo que no come…
—¿Lleva un día? ¿Un par? Eso no es nada, la he visto aguantar bien una semana.
—Está herida, la han apuñalado en el tiroteo.
—¿Puede andar?
—Claro —respondió confusa.
—Entonces está bien. Déjale espacio, que se desfogue. Venga, cuéntame de verdad lo que te
pasa. —Isabel se señaló el corazón con el dedo, juguetona—. ¿No te escucha? ¿No te hace caso?
Es normal, lo hace siempre. Lo hace conmigo, lo hacía con Ramos, lo hace con todos…
Acostúmbrate, dura un par de días.
—¿Qué? —Jess puso cara de boba recordando el beso en la sala de reuniones, aún sentía las
mariposas en el estómago. No, su problema no era precisamente que no le hiciera caso...
—¡Esa cara, rubia! —vociferó traviesa—. Sí que tengo de qué preocuparme… ¡Eres una
novia asustada! Cuéntamelo todo.

Tamayo conducía en silencio, ambos gozaban de él. Habían sido muchos años juntos
aprendiendo cuándo sobraban las palabras.
—¿Qué piensas? —le preguntó Manuela.
—¿De qué?
—De todo este lío en el que te he metido.
—No conozco todos los datos, no puedo juzgar.
—Venga, estamos en un atasco, divaga un poco. A ver si tienes algo que no hayamos
contemplado.
—El autor material parece claro que es el tal Altea, a ese ya le tienes. No creo que hable,
aunque sobreviva, parece un fiel peón. Los chicos vieron algo que no debían en aquel garaje y
están intentando silenciarles. Hasta ahí los hechos.
—Inventa entonces…
—¿Habéis mirado bien en el garaje? —preguntó contemplando a su pupila.
—Varias veces. La científica recogió muestras, no había nada reseñable.
—Ya.
—Venga, elucubra cabezón, eres muy bueno en eso.
—Alguien mueve los hilos. ¿Quién? ¿Pedro de Gálvez? Parece plausible. ¿Tu abogada? ¿En
nombre de quién? La hermana, Magdalena, vuelve a aparecer, conocía a Alicia. ¿Es quién une a
Pedro y a Alicia? No sé. Las opciones son infinitas. Te faltan piezas Manuela. Tienes que
descansar, mañana lo verás todo de otro modo.
—Lo intentaré.
—¿El resto?
—Bien, no me ves, estoy en la gloria. —Se estiró exagerada en el asiento.
—Estás fatal. ¿Te has visto la cara?
Manuela miró el reloj. Eran casi las diez de la noche, llevaba despierta muchas horas y
empezaba a acusar la falta de descanso.
—¿Con la nueva qué? —Tamayo continuó con su interrogatorio.
—¿Qué, de qué? Bien.
—Vi cómo te miraba en la reunión, está preocupada.
La recorrió un escalofrió al pensar en el beso en la sala de juntas. Había sido tan pasional, tan
sexual, tan profundo. Sonrió enigmática.
—Cuídala, si es capaz de hacerte sentir así, cuídala y no seas boba.

No era capaz de distinguir las sensaciones que la dominaban. Tenía miedo y frío, se
encontraba débil y estaba muerta de sed. ¿Se habían olvidado de ella? ¿La habían dejado allí a
propósito? ¿Para qué? Volvió a inspeccionar la habitación, no distinguió ningún nuevo
elemento.
Se acordó de la escena que había montado en la puerta de casa de Cristina. No podía
quitárselo de la cabeza, había perdido completamente los papeles. No era propio de ella.
Ver a Manuela la había removido desde el primer momento, desde que entró a la sala de
interrogatorios en comisaría. No había sido consciente de cuánto la necesitaba hasta que había
vuelto a verla. La echaba de menos, a Manuela y a la versión mejorada de ella misma cuando
estaba a su lado. Recordó el sexo en su ático, apasionado y salvaje. Esforzándose un poco era
capaz de seguir saboreándola.
Ya tenía decidido invitarla a cenar. Quería recuperarla. Pero su complicidad con la rubia la
consumió de celos. Cuando vio cómo se miraban un dardo envenenado le atravesó el corazón,
llevándola a una situación de pérdida de control que sólo Manuela era capaz de conseguir. Que
la dejara plantada en el restaurante desató su ira. Sabía que le había hecho daño. Mucho daño.
Nunca le perdonaría su falta de lealtad, tenía demasiados principios.
«¿Pero iría a buscarla?», se preguntaba con la poca cordura que le quedaba. ¿Se daría
cuenta de que había desaparecido o estaría retozando con la rubia y se olvidaría del mundo,
como cada vez que se enamoraba?

Aquel día parecía no tener fin. Manuela ya ni siquiera contaba las horas que llevaba despierta.
Un atasco por un camión volcado que cortaba completamente la A-1 había complicado aún más
sus planes. Mientras esperaba en el coche con Tamayo, García le había confirmado la detención
de Jimena, que esperaba en el calabozo junto con Gonzalo. Vaamonde se ofreció a interrogarlos
con la inspectora Mars pero decidieron esperar al día siguiente para que pudieran reflexionar
encerrados una noche en la soledad de sus celdas.
Manuela estaba cansada y le dolía la herida. En casa de Alex fue consciente de que volvía a
sangrar bastante, la camiseta blanca era chivata, aunque su cabeza continuara contradiciéndola.
Aceptó posponer los interrogatorios al día siguiente, pero tenía que pasar por el depósito antes de
irse a casa, había enviado por la mañana las muestras de Altea y de Alicia y tenía a Cristina
haciendo horas extras para conseguir alguna correspondencia. Se detuvieron en una gasolinera y
dejó a Tamayo en el coche patrulla que trasladaba a Alejandra a los calabozos. Cuando Manuela
llegó al depósito Jess la esperaba en la puerta.
—¿Estás mejor? —preguntó Jess, percibiendo su dificultad para salir del coche.
—Estoy bien. —Se le empezaba a nublar la vista.
Entraron al depósito, completamente desierto a esa hora de la noche. Se dirigieron
directamente al despacho de Cristina.
—Creía que me hacías dormir aquí... —La regañó antes de que cruzara el umbral de la puerta.
Manuela se desplomó en la silla, agotada. Se cerró la chaqueta con disimulo, ocultando la
sangre que teñía ya por completo la camiseta. Jess se sentó a su lado observándola atenta por el
rabillo del ojo.
—Lo siento Cris. El día se ha complicado.
—¿Estás bien? —Cristina la analizó preocupada tras escuchar su apagado tono de voz.
—Claro. —Utilizó las últimas fuerzas que le quedaban para incorporarse en la silla—. ¿Has
encontrado algo?
—Manu, por favor, me extraña que dudes. No hay correspondencia con Alicia, pero la segunda
muestra…
—¿Altea? —la interrumpió impaciente.
—Correcto, Altea. Tenemos que esperar confirmación del laboratorio pero ya te avanzo que
habrá correspondencia, he encontrado parciales con el ADN que sacamos de las uñas de
Christian.
«Lo tenemos», pensó reconfortada y se recostó en la silla. Sintió frío y una sensación de vacío
en la cabeza. No podía mantener más tiempo los ojos abiertos, ni seguir la conversación. Notó que
la herida se había abierto y un líquido templado se desbordaba bajo la chaqueta.
—¡Manuela! —exclamó Cristina asustada—. ¿Qué te pasa?
—¡Está herida! —respondió Jess abriéndole la chaqueta y mostrando la camiseta blanca
empapada en sangre—. La apuñalaron esta mañana en el tiroteo pero no quiso que la viera un
médico —le reprochó angustiada.
Cristina se levantó impetuosa a mirar el corte, se puso los guantes y le levantó la camiseta.
—¡La madre que te parió! Vamos, nos vamos al hospital. Está abierta Manu, por Dios, se te
puede haber infectado.
—Estoy bien, estoy bien. —Manuela entreabrió los ojos intentando fijar su atención—.
Tenemos que ir a comisaría a…
—Mírame —Cristina situó su rostro frente a ella—, ¡mírame! No vas a ir a ningún sitio. ¿Te
has visto? No puedes ni andar. Nos vamos a ir ahora mismo al hospital a que te curen esto.
—No. —Intentó incorporarse, pero no pudo—. No voy a ir al hospital.
Cristina las observó a las dos, censurando su comportamiento inconsciente. Notó la
preocupación en los ojos de Jess.
—Pues entonces para casa. Vamos, levántate. No es grave, pero necesitas descansar,
desinfectar esto y que te dé unos puntos… —Cristina no iba a aceptar otra negativa por respuesta.
Manuela, mitad cansada, mitad acorralada, decidió que era el momento de rendirse y accedió con
desgana a la orden de su amiga.

Cuando la sacaron del coche apenas podía caminar. Apoyada entre los hombros de Cristina y
Jess, tenía que hacer un verdadero esfuerzo por sostenerse en pie. Con lo bien que se había
sentido todo el día, fue sentarse en el despacho de Cristina y notar que las fuerzas la abandonaban,
se transportó a la Plaza Ciega y notó el mismo dolor punzante en la herida.
—¡Tía Ma! —Cristina abrió la puerta y Helena se lanzó sobre ella, intentando abrazarla.
—Hola mi amor. —Manuela intentó cogerla en brazos, pero no fue capaz.
—¿Estás malita? —preguntó la niña preocupada.
—Nooo. —Mordiéndose el carrillo para no gritar del dolor se agachó a hablar con ella—.
¿Sabes lo que pasa? Que estoy muy cansada y tengo mucha hambre. —Abriendo la boca, a la vez
que alargaba la mano en forma de garra hacia Helena, simuló el rugido de un león.
Helena sonrió y la volvió abrazar, mientras Jess las observaba embelesada.
—¿Has comido algo? —preguntó Cristina.
—¿Café? —respondió sin dejar de abrazar a la niña.
—¡Algo sólido! Eres una irresponsable. Todo el día perdiendo sangre y no has comido desde
anoche, ¿a quién se le ocurre?
—Anoche tampoco cenó... —apostilló Jess.
—Gracias, Jess. —Manuela le hizo un gesto cómplice desde el suelo.
—Madre de Dios… ¡Raúl! —Cristina elevó el tono—. Prepara algo de comer a Manuela,
hipercalórico si puede ser. ¿Tienes hambre? —dijo dirigiéndose a Jess más tranquila.
—No hace falta, gracias —respondió Jess.
—Tranquila, no molestas.
Raúl salió de la cocina en ropa de estar por casa, secándose las manos con un trapo. Manuela
se incorporó con la niña aún abrazándola.
—Ufff Manu, estás hecha una mierda.
—Yo también te quiero Rulo. —Le lanzó un beso.
—No me malinterpretes, me encanta verte así, pareces hasta humana. —Cogiéndole la cabeza
por la nuca la besó efusivo—. Hola, soy Raúl, el marido de Cristina. Encantado, aunque sea en
estas circunstancias.
—Jess. Igualmente.
Raúl le dio la espalda a Jess y le guiñó el ojo sugerente a Manuela, que sonrío vanidosa.
Cristina tomó las riendas.
—Helena, a lavarte los dientes, dale un beso a la tía y para arriba. ¿Dónde está tu hermano?
—Jugando a la play.
—Pues dile que a dormir también que es tardísimo. Raúl, estos niños tendrían que estar en la
cama hace un buen rato.
—Te estábamos esperando…
—Voy a dormir con la tía —gritó Helena desde el primer peldaño de las escaleras.
—No, vas a dormir en tu cama. La tía que vaya tirando para su habitación que tengo que
curarla. Raúl, por favor, haz algo de cena para todas. ¡Vamos!
Aplaudió con fuerza y cada uno ocupó su posición. Jess no tenía muy claro cuál era la suya, se
sentía insegura y reconfortada al mismo tiempo. Como le había pasado cenando en casa de
Manuela, disfrutaba viendo cómo se comportaba con su familia. La atraía muchísimo, la tensión
sexual no resuelta, de hecho, empezaba a ser insoportable y, más allá de eso, tenía la necesidad de
conocer todos sus recovecos.

—Eres una cabezota Manu. —Cristina reprochaba su comportamiento mientras le desinfectaba


la herida tumbada en la cama—. No puedes hacer estas cosas, ponerte en peligro de esta
manera…
—Igual estás exagerando un poco.
—¿Exagerando? —contestó irritada—. ¿Crees que estoy exagerando?
—¡Ahh! —Cristina presionó la herida sin querer y Manuela sintió una punzada que le hizo
perder la respiración.
—Perdona. Estoy preocupada por ti. No quiero saber lo que hacías esta mañana en medio de
ese tiroteo porque prefiero no pensarlo, pero que lleves todo el día sin comer, con una herida
abierta, de allí para acá, no tiene ninguna justificación.
—Vale. —Manuela le sonrió zalamera—. Tienes razón. Anda, ven. —Abrió los brazos para
que la abrazara.
—No, no me vas a liar. Prométeme que se acabaron las tonterías. Piensa en los demás, o
piensa por lo menos en mi hija si te pasara algo.
—Que sí. Que tienes razón. Ya está, perdóname. Y dame un abrazo anda, que estoy aquí medio
muerta.
Cristina cerró los ojos y la abrazó, armonizando el rencor con el alivio de tenerla en sus
brazos. Recordó las palabras de Alicia la noche anterior y sintió un pequeño arrebato de ira en la
boca del estómago. ¿Cómo podía haber desperdiciado Manuela, su persona favorita, tantos años
al lado de aquella arpía? Jess interrumpió, con vergüenza, el momento desde la puerta de la
habitación.
—Perdonad, me acaba de llamar Vargas, es importante.
—¿Qué coño quiere ahora? —preguntó Manuela.
—Creo que Alicia ha desaparecido. —Jess decidió contárselo sin adornos—. Han localizado
su coche en un parking público y la científica encontró micrófonos en su despacho, alguien la
estaba espiando.
La noticia apenas le afectó. Igual sí que había perdido mucha sangre, o igual estaba cansada de
Alicia y sus jueguecitos.
—¿Hay alguien en ello? —cuestionó sin moverse de la cama.
—Sí, Vaamonde ha puesto a Vargas, estará toda la noche.
—Pues mañana sabremos más. Gracias Jess.
La devoró con las pupilas cuando se dio media vuelta y salió de la habitación. Cristina
prestaba atención a los ojos de su amiga, conocía bien aquella mirada. Le gustaba Jess, era
cariñosa y estaba preocupada por el bienestar de Manuela y no por el suyo propio. Cristina no
pudo evitar emitir un sonido gutural de conformidad.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Manuela entornando los ojos.
—Nada…
—Cris, no tengo fuerzas, ¿qué pasa?
—Ya he visto esa mirada antes… Te estás enamorando pequeña.
—¡Por Dios! —Manuela se sonrojó involuntariamente—. Ni siquiera me he acostado con ella
y ya estamos hablando de amor...
—Puedes engañarte todo el tiempo que quieras, pero conozco esa mirada Manu —continuó
concentrada limpiando la herida—, no necesito que me lo cuentes. Tómate esto anda.
—¿Qué es?
—Un calmante.
—No lo quiero.
—Tengo que coserte, te va a doler y te lo vas a tomar, así que no discutas.
Se lo tomó resignada. Cristina le regalaba, generosa, ese amor de madre que la suya nunca
supo darle, pero abusaba también de sus privilegios. Le cosió la herida con delicadeza mientras
Manuela hacía verdaderos esfuerzos para no gritar, apretando los puños.
—Y ahora come algo, antes de que el sedante te tumbe, y a descansar. Mañana será otro día.
Raúl acostó a los niños y las dejó en la cocina cenando. Manuela apenas probó bocado, lo
mínimo para que Cristina le permitiera volverse a la cama, no había necesidad de hacerse la
fuerte, no se podía mantener sentada. Jess ayudó a Cristina a recoger.
—¿Estás segura de que va a dormir? ¿No se va a escapar por la ventana y ejecutar algún plan
rocambolesco en medio de la noche? —le preguntó Jess.
—Ja, ja, ja. —Cristina sonrió espontánea mientras terminaba de limpiar la encimera—. Le he
dado un sedante de caballo. Hoy va a dormir, mañana ya veremos.
—Gracias por tu ayuda Cristina. Sin ti no sé si habría dado su brazo a torcer. Es tan testaruda,
me estaba agobiando no poder hacer nada…
—Siéntate anda. —Jess comprendió por qué Manuela adoraba a aquella mujer—. Hablemos un
rato. —Cristina sacó una botella de licor y dos vasos—. ¿Una copa? Necesito sacar el estrés, no
me voy a poder dormir ahora.
—Por qué no…
Hablaron durante más de una hora, conectando desde la primera palabra. Cristina, cuidadosa y
confidente, consiguió quitarle todas las preocupaciones que había tenido durante el día. Conocía a
Manuela, no se podía negar, la conocía muy bien. Jess se abrió, casi sin querer, y Cristina la
reconfortó en cada titubeo.
—Es tardísimo, debería irme. Muchísimas gracias otra vez, me ha encantado hablar contigo.
—¿No te quieres quedar?
—No, no quiero molestar.
Lo estaba deseando. Había estado todo el día soñando con dormir junto a Manuela de nuevo.
—Tú verás… Hay ropa en el armario. Mi hija encontrará la forma de dormir con su amor así
que no hagáis guarrerías. Hasta mañana. —Cristina se levantó, despidiéndose de Jess con un beso
cariñoso.
Jess observaba desde la puerta. Helena ya estaba a su lado durmiendo. Manuela parecía tan
frágil tendida sobre la cama, con el vendaje alrededor de la cintura, abrazando a la niña... Se
estaba enamorado de ella. Lo sintió, dentro y profundo, cuando sólo contemplándola una bandada
de mariposas revoloteó en su estómago, impidiéndole dejar de sonreír. Helena se movió sobre su
pecho y Manuela la acomodó con ternura. A Jess le asaltó la idea de pasar el resto de su vida
mirándola: «Sí, se había enamorado».
20
El sonido lejano de un trueno la despertó del purgatorio donde la estaban juzgando por sus
pecados. Aunque se había acostumbrado a la falta de luz, sus ojos eran incapaces de ver nada.
Sólo sentía miedo, debilidad y un frío helado que le calaba los huesos.
Incapaz de moverse, hecha un ovillo, percibió a Manuela a su lado, contemplándola
fijamente, con devoción. Su mirada reposada era capaz de dejarla sin aliento, de exaltar sus
sentimientos y recorrer todas las aristas de su cuerpo. Al contrario de lo que esperaba, no
encontró rabia en sus ojos, ni reproches, sólo perdón. La deseó con sus últimas fuerzas.
Iba a morir, podía predecirlo, y a medio camino entre el abismo y el infierno, los fantasmas
de su pasado habían decidido presentarse como testigos en su juicio final. No había sido la
mejor persona del mundo. Tampoco la peor. Siguiendo su ansia de poder había hecho daño a
mucha gente, especialmente a Manuela.
Se dio cuenta de que estaba delirando, inmersa en una horrible pesadilla, pero no le
importó y, rogando su clemencia, se entregó a ella.

Jess se observó a sí misma reflejada en el cristal de una ventana mientras esperaba frente a la
puerta de casa de Cristina, el top ablusado insinuaba un hombro al aire. ¿Era su imaginación o
cada mañana se arreglaba un poco más? La noche anterior había anhelado quedarse a dormir con
Manuela, pero cuando la vio abrazada a la niña decidió marcharse. Esa mañana se había
despertado con un mensaje suyo pidiéndole que la fuera a buscar: «Buenos días. Necesito que
alguien me lleve al trabajo. Igual no le importa venir a buscarme, inspectora. Prometo que sabré
recompensarlo», añadía un emoticono final guiñando sugerente el ojo.
Jess llamó al timbre y la pequeña rubia de rizos ensortijados abrió la puerta, estudiándola
atentamente.
—Hola.
—Hola cielo.
—Soy Helena.
—Ya lo sé. Yo soy Jess.
—¿Quién eres? —preguntó curiosa la niña.
—Ehh… —Jess no supo que contestar—. Soy una amiga de...
—¿Eres la novia de la tía? —La interrumpió incisiva. Jess respondió con una risita nerviosa
—. Eres muy guapa. Me gustas.
—Gracias, cariño. Tú a mí también.
—¿Tú la quieres? —Helena continuó su interrogatorio con naturalidad.
—Mmm… —Jess pensó que la hija de Cristina podría hacer carrera como fiscal—. Sí, me
gusta mucho.
Con un movimiento firme de cabeza la niña pareció aprobar la respuesta y se ladeó en la
puerta para permitirle pasar.
—Sabes, a mí no me gusta cuando la tía está triste. Viene más a vernos y a dormir, pero no me
gusta verla triste.
—¿Te cuento un secreto? —Jess se agachó junto a ella. Helena se acercó expectante—. A mí
tampoco, ¿vamos a buscarla para que no esté triste?
Helena sonrió contenta y se abrazó a su cuello entrando en la casa. Manuela gesticulaba
poderosa debatiendo con Raúl en la cocina. Jess se sorprendió de que hubiera podido recuperar
tanta energía en tan poco tiempo. Ya duchada, con ropa limpia y tras dormir nueve horas seguidas,
parecía otra persona. Se movía con seguridad, como si no hubiera ocurrido nada. Le había vuelto
el color moreno brillante a la piel y sus ojos centelleaban como habitualmente, había recuperado
en una noche su aspecto invencible.
—Buenos días. ¿Pero quién es esta mujer que te has encontrado en la puerta, polluelo? —
preguntó Manuela jocosa.
—Mira qué rápido te cambia tu sobrina por una rubia, Manu —comentó Raúl.
—Jess tiene un perrito y me va a llevar a su casa a conocerlo, se llama Emadin —voceó
Helena entusiasmada.
—¿Ah sí? ¿Cuándo te va a llevar? —Manuela fingió sorpresa, mirando los labios de Jess.
—Tú también puedes venir cuando te cures, si te dejamos. ¿Verdad Jess?
Helena seguía abrazada a su cuello, apasionada con los planes.
—No sé yo si la vamos a dejar, depende de cómo se porte… —Jess se acercó hasta ella, junto
a la encimera de la cocina, y le puso la mano en el hombro. Manuela la besó levemente en el
dorso.
—¿Cómo me porto yo polluelo? Cuéntale a Jess...
—Sí, cuéntale como se porta la tía... —Raúl intervino irónico—. Casi siempre, cuando no está
chiflada perdida.
—Casi siempre se porta bien. Pero a veces, cuando mamá se enfada, pichi pichá.
Todos estallaron en carcajadas. Manuela se levantó hacia Helena gritando. Jess inició el juego,
dándose la vuelta y simulando que se escondían en el salón.
—¿Pichi pichá? ¡Dame a esa niña! Que la voy a vender ahora mismo en el mercado, ¡dámela!
Manuela perseguía a Jess alrededor del sofá. Helena reía compulsivamente. Finalmente llegó
hasta ellas, Jess se la entregó, y colgándosela en el hombro como un saco empezó a simular que la
lanzaba.
—¡Vendo una niña pequeña! ¿Quién me la compra? ¡Niña a la venta! —Helena no podía parar
de reír.
—¿Qué estás haciendo? —Cristina bajó por las escaleras y desde el recibidor atajó el juego
espeluznada.
—Ehh… —Manuela se detuvo tartamudeando—. Mal, lo estoy haciendo mal, es evidente.
Rulo, ayuda…
Raúl abrió las manos, indefenso, expresando sin palabras: «este marrón es tuyo, chata». Bajó
al suelo a la niña, que se acercó a su padre sigilosa para ahorrarse la reprimenda.
—Ves, ahora mismo pichi pichá.
Todos volvieron a reír exaltados, tanto que Cristina se sumó a ellos, un poco arrepentida.
—Lo siento, he sobreactuado —dijo mientras se acercaba.
—Tú nunca sobreactúas, mi amor. —Manuela levantó los pulgares hacia Raúl en señal de
aprobación.
—Nunca. Jamás la he visto yo reaccionar desproporcionadamente… —añadió Manuela.
—O neurótica… —continuó Raúl.
—Hiperprotectora, a veces…
—Un poco... ¿mandona?
—Callaos los dos, que parecéis Zipi y Zape. Y tú enséñame la herida, a ver si te doy el alta.
Manuela se levantó la camisa en medio del salón. Cristina la examinó y cambió el vendaje con
cuidado.
—Está cerrando. Has tenido suerte y parece que no se te ha infectado, pero no vayas por ahí
vendiendo niñas, cogiendo peso o haciendo tonterías. Toma —le dio un blíster de pastillas—,
antibióticos, cada seis horas comes y te los tomas. En ese orden, primero comes algo sólido y
luego te los tomas. ¿Lo has entendido?
—Sí, mamá, me ha quedado claro.
—Jess, de ella no me puedo fiar, lo dejo en tus manos.
—Y no creo que quieras desafiarla… —murmuró Raúl en su oído.
—Lo haré lo mejor que pueda.
—¡Ven aquí! —Manuela volvió a ponerse la camisa, acercándose a Cristina. La abrazó,
susurrando— Muchas gracias por todo.

—¿Cómo estás? —preguntó Antares sincero cuando se encontró a Manuela saliendo del
ascensor.
—Estoy bien comisario, gracias, deseando cerrar este asunto.
—Sólo quería que supieras que el caso de Ramos y Tamayo está cerrado. He movido algunos
hilos y Asuntos Internos ha accedido a dar por concluida la investigación, no habrá más sanciones.
—Gracias, se lo agradezco mucho.
—Bien… —prosiguió indeciso—. López, sé que a veces piensas que no te respaldo lo
suficiente, pero tienes todo mi apoyo, de verdad, sólo ve con cuidado e intenta no dinamitar todas
las normas.
—Tranquilo, no voy a romperle la nariz a nadie más —respondió bromista.
El comisario se alejó, resignado, y Manuela se dirigió a su despacho. Vaamonde, Jess, Vargas,
Isabel, García y Reyes la esperaban en torno a la mesa de reuniones. Abrió la puerta y se mantuvo
en pie. Había recuperado su supremacía.
—¡Buenos días! —saludó enérgica—. Lo primero, he invitado a la fiscal Reyes Montero, lleva
el caso de Lucas Pequeño y, amablemente, nos va a echar una mano con el interrogatorio de los
chavales.
—Gracias Manuela —respondió Reyes profesional.
—Por lo demás, ¿Vargas, tienes algo de Alicia de Salazar? ¿Se ha escapado? ¿La han
secuestrado? ¿Tiene alguna relación con el resto?
—No podemos descartar ninguna hipótesis. La científica encontró unos micrófonos ocultos en
su despacho pero no sabemos quién la escuchaba ni para qué. Estamos comprobando sus
dispositivos electrónicos. No hay signos de violencia en el coche y el teléfono está desconectado.
—Gracias, Vargas. No descartemos nada por ahora. —Deslizó un papel sobre la mesa—. Aquí
tienes una lista de familiares y amigos con los que puedes empezar a hablar. —Vargas no se
movió, Manuela lo contempló impasible—. Ahora, puedes empezar ahora.
—Sí, inspectora.
Vargas sintió una punzada de rencor. ¿Por qué siempre era capaz de adelantarse aquella mujer
a todo? Cogiendo el papel abandonó la sala. Manuela pareció relajarse.
—Bueno, y ahora que estamos en confianza, recapitulemos. Tenemos cinco frentes abiertos:
Altea en el hospital, que yo sepa sigue inconsciente; de los tres críos, Gonzalo y Alejandra tienen
historias coincidentes; Jimena se resiste a colaborar, y aunque sabemos que miente sus abogados
no ayudan; y, por último, tenemos a Magdalena de Gálvez, que se ha prestado voluntaria a que le
tomemos declaración pero aún no sabemos en qué dirección. ¿Alguna propuesta concreta?
Aunque estaban «en confianza», parecía que ninguno tenía intención de hablar sin conocer su
planteamiento inicial. Reyes preguntó extrañada a Isabel:
—¿Por qué nadie habla? —susurró intrigada.
—Porque le tienen miedo. —Isabel forzó una mueca con las cejas.
—¡Por Dios! —Reyes tomó la iniciativa—. En mi opinión, deberíamos forzar un careo con los
tres chavales, Gonzalo y Alejandra parecen estar alineados y diciendo la verdad, los abogados de
Jimena poco podrán hacer contra otro testimonio. Es más sencillo confrontarla con ellos que con
nosotros.
—Me parece bien —respondió Manuela.
—No son estrictamente menores pero, en mi experiencia, la niña no aguantará mucho, por muy
fuerte que parezca tarde o temprano se va a romper. Ya ha dormido una noche en el calabozo,
estará intimidada. El juez que nos ha tocado es valiente y creo que estará dispuesto, puedo
convencerle.
—Estoy de acuerdo con Reyes. —Jess tomó la palabra—. Si conseguimos una declaración de
Jimena será mucho más fácil avanzar con el resto. Con lo que ella nos dé, por poco que sea,
podemos esperar a que despierte Altea y presionar a Magdalena.
—Me parece bien también. —Manuela sonrió a Jess.
Reyes volvió a acercarse al oído de Isabel:
—Le parecería bien si le propusiera tirarse por un puente...
Isabel se quitó a Reyes de encima. No podía estar más de acuerdo pero conocía bien el pronto
de Manuela en el trabajo y no quería arriesgarse.
—¿Algo más? ¿Isabel?
—No he hablado con Jimena, me gustaría hablar con ella a solas pero creo que será mejor
después del careo. —Manuela afirmó con la cabeza—. Tengo perfiles de Gonzalo, Alejandra y de
Alicia, de los tres a la única que veo capacitada para cometer un homicidio es a la abogada.
—Gracias. Pues todo claro: Vaamonde, necesito que me informes en cuanto despierte Altea;
careo con los tres y a ver si conseguimos rascar algo con Magdalena.

Reyes entró al servicio decidida y se agachó para comprobar bajo las puertas que no había
nadie en ningún baño. Se apoyó con los codos en la encimera de los lavabos, traviesa.
—¡Tú, perra! —Manuela dio un respingo en el interior del servicio ante la exclamación de
Reyes—. ¡Cuéntamelo todo!
—¿Qué dices, pirada?
—¡Hombre! Todo el día preocupadas por ti y te estás tirando a Miss Mundo.
—Estamos trabajando, Reyes.
—No, estamos meando y no hay nadie más. Esa sonrisa Manu… ¡Quiero saberlo todo!
—Nos estamos conociendo.
—No te pongas digna conmigo. Habla por esa boquita, quiero detalles sórdidos.
—No ha pasado nada —salió del baño con una mueca pícara y se lavó las manos—, de
verdad.
—Pero lo estás deseando.
—Uff... —suspiró buscando la mirada de Reyes a través del espejo—. No sabes cuánto… —
Manuela se apoyó en los lavabos junto a ella—. La miro y me tiemblan las piernas.
—¡Ay, mi amor! —Reyes le acarició la cara— Que te gusta enamorarte... Hazte un favor y
fóllatela.

—Se nos está yendo de las manos, cada vez tienen más pistas. Pueden hundirnos. —La voz
autoritaria ya no era tan refinada, había subido varias octavas al ritmo de su preocupación.
—¿Crees que ya han encontrado algo? —preguntó su interlocutor, con maneras educadas
pero dejando entrever una creciente inquietud.
—No creo. Habrían venido a por nosotros, pero están muy cerca, ¿se han llevado a la niña?
—Aguantará. Estoy seguro —carraspeó temeroso.
—Eso espero… —sonó amenazante.
—Tendríamos que informar al resto. Hay que estar preparados para lo peor.
—Ya lo he hecho —la voz recuperó la autoridad—. Hay que mantener la calma, cualquier
paso en falso podría ponerlos en alerta.

La sala de reuniones parecía la antesala de un juicio. A un lado de la mesa, Reyes, Manuela y


Jess; frente a ellas, los tres detenidos con sus respectivos abogados. Ante la ausencia de Alicia,
Alex había conseguido a su hija y a Gonzalo otro letrado del mismo bufete. Jimena contaba con
los dos abogados de su padre, como siempre dispuestos a luchar cada palabra. Por último, el juez
de instrucción y una secretaria que registraba la declaración, para poder incluirla como prueba en
el proceso posterior.
—Buenos días. Voy a intentar ser muy claro. Todos sabemos por qué estamos aquí. —El
magistrado no tenía intención de permitir ninguna tontería—. Tras tomar declaración a los tres,
por separado, sus versiones no concuerdan. Creemos que, por el bien de la investigación, lo mejor
es que hablemos todos juntos y se sometan a este careo para que no haya dudas de cómo se
desarrollaron los hechos la noche del 20 de abril, y así poder tomar decisiones en las posteriores
acusaciones.
—Nos gustaría que constara, señoría —el abogado que representaba a Jimena interrumpió con
voz firme—. Que no estamos de acuerdo con el procedimiento.
—Está en su derecho letrado. Así constará. La fiscalía, presente en esta sala, ha solicitado, de
acuerdo con los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad, activar el procedimiento. Y el juez de
instrucción, que soy yo, está de acuerdo, con lo que vamos a empezar.
El juez comenzó el careo, exponiendo en detalle las declaraciones de cada uno de ellos. Entre
protesta y protesta, intentaron confrontar directamente a los protagonistas para llegar a un diálogo
entre ellos pero no era fácil, Jimena estaba bien preparada. Reyes se centraba en su testimonio
mientras sus abogados defendían con uñas y dientes su coartada aquella noche. La niña empezaba
a estar incómoda, podían notarlo, faltaba poco para doblegarla.
—Vamos a ver Jimena... —Reyes intentaba presionarla—. Sabemos que es tu palabra contra la
suya, pero tenemos pruebas de que estuvisteis allí aquella noche, de eso no tenemos dudas, hay
incluso pruebas materiales. Gonzalo no es sospechoso, su testimonio es coherente con estas
pruebas y con la declaración de Alejandra. Ambos coinciden en que estabais en tu casa los cinco
aquella noche. La única opción, por tanto, es que tú no estés diciendo la verdad. Te lo vuelvo a
preguntar, asumiendo que estabas allí: ¿qué visteis en el garaje aquella madrugada?
Jimena respiró hondo. Empezaba a recelar de sus posibilidades, su padre había insistido en
que no podían demostrar que estaba allí pero aquella mujer decía que tenía pruebas y ella no
había hecho nada malo. La duda comenzaba a empapar sus pensamientos.
—¡Fuiste tú Jimena! —Alejandra la acusó directamente—. Se te ocurrió a ti ir a cotillear lo
que estaban haciendo al otro lado del garaje. Christian y Lucas te siguieron, pero la idea fue tuya.
Jimena se mantuvo en silencio, mordisqueando sus ya casi inexistentes uñas, presa del pánico,
con las lágrimas a punto de desbordarse de sus ojos.
—Alex tiene razón. —Gonzalo apoyó a su novia—. Nosotros no queríamos ir por si nos
pillaban, fuiste tú la que insististe.
—¡Yo no hice nada! —Jimena se rompió, entre el llanto y el lamento—. ¡Nada! No había nada
y sólo corrí a avisaros.
—Jimena, escúchame. —Jess, frente a ella, le cogió las manos a través de la mesa,
comprensiva—. Sabemos que no hicisteis nada malo, que estabais allí por casualidad, pero tus
amigos han sido asesinados —hizo una pausa más larga de lo normal—, y necesitamos conocer
los detalles para entender quién lo hizo y detener al culpable.
Jimena miró fijamente a los ojos a las tres mujeres que tenía frente a ella. Las lágrimas
inundaban su rostro, los abogados protestaban y hacían aspavientos. Todos observaban a la niña.
Incapaz de detener el llanto, se tapó la cara con las manos.
—Lo siento Alex, lo siento. No quería mentir… No quería que os detuvieran.
—Tranquila Jimena, no pasa nada, sólo cuéntales lo que pasó.
—Sí. —Jimena se limpió las lágrimas y comenzó serena su relato—. Dicen la verdad...
—Señoría, solicitamos un receso para tranquilizar a mi cliente. —El abogado se levantó
inquieto dirigiéndose al juez, que negó con la cabeza.
—Jimena, piensa antes de declarar, como hemos hablado —insistió el segundo abogado.
—Silencio —intervino el magistrado con autoridad—. Señorita de Gálvez, necesito que
entienda que no puede mentir en su testimonio. Puede usted no declarar, pero si alguien la ha
aconsejado —miró de reojo a los dos abogados— maquillar la verdad, estaría usted incurriendo
en un delito. ¿Lo entiende? —Jimena afirmó convencida con la cabeza—. ¿Quiere usted continuar?
—Sí, lo entiendo —respondió respirando con dificultad por la nariz.
—Adelante entonces.
—Como han dicho Alex y Gonzalo, estuvimos toda la tarde bebiendo y fumando en el frontón.
A través del tragaluz veíamos alguna sombra, de vez en cuando, entrando al garaje. Imaginamos
historias durante la tarde de mi padre y sus amigos. Al final me picó la curiosidad, nunca había
estado en el otro lado y creía que había sólo un trastero, no entendía dónde iban. Convencí a Lucas
y a Christian de que me acompañaran y nos acercamos a la puerta del fondo, entre las estanterías.
Escuchamos voces en la sala de calderas y esperamos escondidos a que terminaran. —Manuela
recordó la habitación de su segunda visita. Había pasado rápidamente por allí y no había visto
nada. Como decía Jimena, parecía una sala de máquinas: un termo, un calentador eléctrico y un
depósito de agua conectado a una placa solar. Le pasó a Jess una nota señalando el ordenador:
«busca las fotos»—. Al poco rato salieron por la puerta...
—¿Conocías a esa gente Jimena? —interrumpió Manuela.
—Sí. —Jimena mordió sus uñas con mayor ansiedad.
—¿Quiénes eran?
—Agustín y una señora extranjera que es amiga de mi padre. No recuerdo su nombre.
—Gracias. Continúa, por favor —Manuela miró a los ojos a Jess, desconcertada.
—Cuando salieron, esperamos un momento y entramos. No había nada dentro. Nos extrañó que
estuvieran allí porque, ¿para qué? —Jimena se detuvo tratando de recordar—. Lucas se tiró al
suelo y se puso a buscar detrás del depósito. Dijo que seguro que había algo escondido, drogas o
algo así. —Manuela sonrío para sí misma imaginando al joven Lucas, criado en la barriada,
aleccionando a aquellos niños ricos que nunca habían salido de su zona de confort—. Oímos un
ruido. Salimos asustados y vimos a lo lejos a Altea, el jefe de seguridad de mi padre, que se
dirigía hacia nosotros entre los coches. Salimos corriendo hacia el frontón. Lucas tardó en
levantarse y salió el último, se desorientó y corrió en la otra dirección, hacia la calle. Altea
parecía no habernos visto. Llegamos al frontón y avisamos a Gonzo y Alex.
Jimena se detuvo, perdiendo la mirada en el infinito, por fin decía la verdad. Jess le mostró a
Manuela las fotos de la sala de calderas en la pantalla del ordenador, acercándose a su oído:
—¿Qué buscas?
—No lo sé. Una trampilla, una puerta, una ventana…
—No hay nada.
—¿Qué pasó después, Jimena? Llegaste al frontón, ellos salieron por el hueco de la valla, ¿y
tú? —preguntó Reyes.
—Mmm… —Jimena suspiró—. Subí a mi habitación y me tumbé en la cama. Estaba muy
nerviosa, pero al final me dormí. A la mañana siguiente, cuando me desperté, Altea y el padre de
Claudia estaban en la cocina. Me contaron que Lucas se había caído a la piscina, que estaba
borracho y se había ahogado... —Sollozó alterada. Una lágrima se deslizó también por el rostro
de Alex—. Me dijeron que había sido un accidente, que no era culpa mía, que de qué le conocía y
qué hacíamos allí. Mentí. Les dije que era mi novio, que habíamos estado en el frontón escondidos
toda la tarde. No les dije que había más gente, de verdad Alex, no se lo dije. Tenía miedo… —Se
le rompió la voz, estaba aterrorizada.
—Lo estás haciendo muy bien, Jimena —interrumpió Reyes.
—Me dijeron que no pasaría nada, pero que lo mejor sería decir que había estado en casa de
Claudia para no tener ningún problema. —No pudo contener más el llanto.
—No fue culpa tuya Jimena, tranquila. —Jess le tendió un pañuelo a través de la mesa.
—¿Qué te dijo tu padre? —Manuela estaba extrañada de la ausencia de Pedro de Gálvez en la
historia. Por su experiencia con él no parecía un hombre acostumbrado a delegar.
—Se despertó tarde y estuvo discutiendo con el padre de Claudia y con Altea en su despacho.
Cuando salió me dijo lo mismo que ellos: que lo mejor para todos era decir que había estado todo
el tiempo con Claudia en su casa.
—¿Conoces a esta mujer Jimena? —Manuela le enseñó la foto de Alicia.
—No, no la he visto nunca.

Concluyeron el careo con varias certezas: Altea era el autor material, debió encontrar a Lucas
cuando salió corriendo e intentó estrangularle; Agustín, el padre de la tal Claudia, sin ninguna
relación aparente con el caso, parecía muy interesado en que no se conociera la verdad; y los
chicos, como suponían, no habían tenido nada que ver. También les surgieron nuevas dudas: ¿qué
escondía Pedro de Gálvez? ¿Por qué durante la noche entraba gente a una sala de calderas? Quizás
Lucas estaba en lo cierto y ocultaban allí la droga de las miradas indiscretas, cuando los vieron
cerca se asustaron y los hechos se precipitaron. Manuela, escuchando a su intuición, negaba esa
posibilidad. Tenía que haber algo más importante en aquella sala, algo que mereciera la pena
ocultar a costa de la vida de unos cuantos chavales indiscretos.
Antes de hablar con Magdalena, Manuela se centró en revisar todas las fotos del registro,
concentrándose especialmente en la sala de calderas. Apenas habían prestado atención a aquella
estancia cuando estuvieron en la vivienda, no parecía tener nada extraordinario pero cobraba una
gran importancia tras la declaración de Jimena.
Decidió salir a fumarse un cigarro, necesitaba estar a solas para pensar. Cruzó la calle y se
sentó en el poyete exterior del parque, con las piernas colgando sobre el banco, de frente al sol.
Se palpó la herida bajo el vendaje, le empezaba a molestar de nuevo, y cerró los ojos: ¿podría
relacionar a Pedro y a Agustín con José Antonio Cuenca? El caso de la muerte del hijo del
jardinero tenía más de veinte años y en la primera investigación no había habido ningún indicio
criminal. Cuando Jess lo desenterró unas semanas atrás tampoco desconfiaron excesivamente del
trabajo realizado por sus compañeros, parecía una mera casualidad, pero había sido el detonante
de su interés… ¿Altea era sólo el autor material o había acabado con Lucas por iniciativa propia
y, asustado de que los otros le pudieran delatar, había continuado la cadena de asesinatos? ¿Qué
pintaba Alicia con aquella gente? ¿Les conocía? ¿Les protegía? ¿Les tenía miedo? Por mucho que
avanzaba en sus descubrimientos no conseguía obtener perspectiva y sólo acumulaba más
incertidumbres.
Jess la contemplaba en silencio desde el quiosco. Allí sentada, oculta tras las gafas de sol,
parecía ajena al resto del mundo y sus problemas. Se acercó a ella y, movida por la pasión, se
acomodó entre sus muslos, acercándose apenas a unos centímetros de su cara. Manuela inhaló su
perfume, esbozó una sonrisa exuberante y, subiéndose las gafas hasta colocárselas de diadema,
abrió los ojos.
—¿Te molesto? —preguntó Jess. Manuela negó con la cabeza lentamente—. ¿Estás bien?
Afirmó, deleitándose en el silencio, mientras se concentraba en sus labios. Jess notó la mirada
centelleante sobre ella y sintió que volvía a dirigirla hacia la perdición.
—¿O sea, que te tiemblan las piernas? —Jess se acercó más a Manuela.
—Ja... —respondió, deslumbrada por el brillo de sus ojos—. ¿Nos oíste?
—Es muy indiscreta, inspectora. Podría denunciarla por acoso...
—Tendré que darte motivos entonces… —Manuela deslizó las manos por el lateral de su
espalda hasta detenerse en las caderas.
Jess sintió que, por primera, vez tenía el control de la situación. Manuela estaba
completamente entregada.

Manuela volvía al punto en el que había empezado todo: Magdalena de Gálvez, la mujer que
con su declaración le había hecho sospechar la madrugada del 20 de abril que no se trataba de un
accidente fortuito. La escrutaba en silencio en la misma sala de interrogatorios donde habían
realizado el careo, bajo la atenta mirada de Jess e Isabel. Tras las presentaciones formales,
Manuela se levantó enérgicamente, apoyándose en la mesa frente a ella.
—¿Qué tal está, Magdalena? ¿Se encuentra mejor?
—Sí, estoy más tranquila.
—Me alegro. Vamos a ver, desde la última vez que nos vimos han cambiado mucho las cosas.
¿Sabe usted qué tiene su hermano junto al garaje, al otro lado de la sala del frontón?
—Mmm… —respondió extrañada—. No sabría qué decir, creo que la sala de calderas. ¿Por
qué lo pregunta?
—Por nada, simple curiosidad. ¿Ha estado usted allí alguna vez? ¿Sabe si su hermano utiliza
esa sala para algo?
—No, que yo sepa.
—Bien. Su sobrina acaba de declarar que se encontraba en la casa con unos amigos aquella
noche. ¿Lo sabía? ¿La vio usted allí? ¿Sola o acompañada?
—No. —Magdalena estaba sorprendida, no entendía a dónde le llevaba el interrogatorio.
Aquella inspectora había sido muy amable con ella la noche en cuestión y ahora parecía acusarla
veladamente de algo—. Creía que estaba en casa de Claudia, no la vi en toda la fiesta.
—¿Conoce a esta mujer? —Le mostró una fotografía.
—Sí —reconoció confusa—, es Alicia de Salazar. La conozco del Club de Campo, a veces
juego con ella al pádel. ¿Qué tiene que ver ella con…?
—Las preguntas las hago yo —interrumpió Manuela—, señora de Gálvez. ¿Sabe si Alicia
conoce a su hermano Pedro? ¿O a la familia de Claudia, los Urquijo?
—Que yo sepa no. Pedro hace años que no va por el club y los Urquijo nunca han sido de
relacionarse socialmente.
—Entendido. ¿Conoce a Altea, el guardaespaldas de su hermano, hace mucho tiempo?
—Lleva con él varios años. Creo que era militar. Nunca hablo con él, no me gustan sus formas.
—¿Vio que hiciera algo raro la noche del cumpleaños de Pedro?
—No. Se paseaba altivo, como siempre... —Magdalena estaba perdiendo la paciencia ante la
batería de preguntas. Jess e Isabel aguantaban, sabían que Manuela la quería llevar ahí, haciéndole
muchas cuestiones inconexas consecutivas sin darle ninguna respuesta a cambio—. Perdone, pero
no entiendo dónde quiere ir a parar.
—Yo tampoco, Magdalena. Ese es el problema, que no entiendo dónde quiere ir usted a
parar… —respondió pensativa elevando la mirada hacia el techo—. La mañana del 20 de abril,
cuando hablamos en casa de su hermano, usted me repitió en varias ocasiones que era una
desgracia que hubiera vuelto a pasar, pero no me dijo el qué. Por cortesía, y porque usted estaba
destrozada, la dejé irse a casa a descansar. Error mío. Al día siguiente no recordaba haber
hablado conmigo y, desde ese momento, lo único que hemos obtenido de usted son evasivas,
abogados y mentiras —enumeró con los dedos, endureciendo su tono de voz—, así que estoy de
acuerdo: ¿Dónde quiere ir a parar Magdalena? ¿Qué parte de esta historia me estoy perdiendo?
—Yo… —balbuceó acobardada—. Lo siento, tiene usted razón. Aquella noche me hizo revivir
una experiencia… no tiene nada que ver con este caso, pero… —No acertaba a elegir un
argumento.
—Estamos al tanto de lo que ocurrió con José Antonio Cuenca.
Magdalena la miró entumecida, su tonalidad se tornó blanca como la pared sin saber cómo
reaccionar. Manuela no quiso darle tregua.
—Hemos hablado con el padre de José Antonio. Un encanto. Nos confirmó los hechos y
compartió sus sospechas. Leímos su declaración, las presiones de su padre para cerrar el caso…
¿Quiere usted añadir alguna cosa?
—Yo nunca quise que a José le pasara nada… —Intentó disimular el llanto.
—Estoy segura señora de Gálvez. Parece ser que se suicidó, no tenemos un motivo evidente,
pero claro, después de tantos años…
—No se suicidó —comenzó a llorar entre murmullos—, no fue así, no fue así.
—Repito, porque ahora es el momento: ¿tiene usted alguna información que quiera compartir
con nosotros?
Manuela la había vencido, pero si su informe psicológico era correcto, con ataques de pánico
diagnosticados y, probablemente, en tratamiento farmacológico, si querían una declaración
coherente tenían que aflojar el lazo o entraría en uno de esos episodios de un momento a otro. Jess
se incorporó a la conversación, con ternura, sentándose a su lado.
—Magdalena, como ha dicho la inspectora López, hablamos con José Antonio, el padre de
José, y nos confirmó que usted era muy amiga de su hijo, que se desvivió por encontrarle.
Ayúdenos a hacer justicia, por José y por Lucas, el niño de diecisiete años que murió flotando en
la piscina de su hermano.
Manuela se retiró junto a Isabel, dejando el protagonismo a Jess. Magdalena conectó con sus
ojos verdes, apreciando la simpatía que, sinceramente, sentía por ella en ese momento.
—Díganos la verdad, lo que usted crea que sabe, quizá cualquier detalle, aunque le parezca
insignificante, pueda ayudarnos a dar con la clave del caso.
—No tengo pruebas de nada de lo que voy a contarles. —Jess la animó con la mirada. Aunque
estaba destrozada consiguió rescatar la pose de una persona de su clase—. Mi hermano y Agustín,
el señor Urquijo, siempre andaban detrás de José, riéndose de él, ridiculizándole por ser de una
clase social inferior... A él no le importaba, otros chicos del grupo solían defenderle. Eran cosas
de niños. Cuando su madre se puso enferma empezó a pasar mucho tiempo con nosotros, papá
apreciaba a José Antonio y le animó a que le trajera. A mí me encantaba estar con él, era tan
diferente a los chicos que conocía habitualmente, tan noble, tan tierno… —No pudo evitar sonreír
al recordarlo—. Fuimos creciendo, una cosa llevó a la otra... ya me entienden, nos enamoramos.
Yo sabía que mi padre no lo aceptaría nunca, pensaría que no era digno de mí, pero lo fuimos
sobrellevando. Una noche mi hermano y Agustín nos vieron juntos. Pedro perdió la cabeza, lo
estuvo amenazando durante semanas. Se lo contó a mi padre, nos prohibieron vernos, eran otros
tiempos. —El dolor la invadía por completo—. Nos alejamos, por las apariencias, pero
seguíamos viéndonos en secreto. Aquel verano, el día de la Romería, todos los chicos fueron de
acampada a la Dehesa, pero él nunca regresó… —Unas lágrimas volvieron a resbalar por su
rostro—. Cuando me enteré por su padre ayudé en la búsqueda y me encaré con Pedro. Estaba
segura de que él y sus amigos tenían algo que ver, era su venganza. Negó saber nada, pero dijo
algo que nunca he olvidado…
—¿Qué dijo? —preguntó Manuela impaciente.
—Mientras negaba mis acusaciones, con desdén, incluso con odio, acabo diciendo: «No lo
busques hermanita, a estas alturas será un pescadito muerto. Hay muchos peces en el mar, él no te
merece». —El llanto era ya incontrolable—. Hablé con mi padre para que nos ayudara, siempre
me dio la sensación de que sabía más de lo que contaba. Buscamos y buscamos y al final, ya lo
saben, apareció ahogado en el pantano. Cuando lo supe, y cada día desde entonces, he recordado
las palabras de Pedro… Sé que fueron ellos, Pedro y Agustín, y que mi padre les ayudó a ocultar
la verdad.

El silencio era abrumador en la sala de juntas. Cada una con su ordenador intentando encajar la
historia que acababa de relatarles Magdalena. Había sido tan intensa que las había dejado mudas,
compadeciéndose de aquella pobre mujer, convencidas de la implicación de Pedro y Agustín en
los homicidios de Lucas y Christian. García irrumpió en la sala, sorprendiéndose por la falta de
oxígeno en la habitación.
—Perdón. ¿Molesto?
—No. —Manuela se desperezó en su puesto, frotándose la cara—. ¿Qué tienes?
—Altea sigue en coma, no hay suerte, nadie ha intentado contactar con él. Vaamonde ha
agilizado los trámites y tenemos vía libre para volver a registrar en profundidad la casa de la
familia de Gálvez.
—Llévate hasta a la policía montada —indicó Manuela muy seria—, quiero que levantéis, si
es necesario, hasta el último puto baldosín de la sala de calderas.
—Está previsto, en una hora salimos para allá. ¿Pedro de Gálvez?
—Parece que está metido hasta el cuello pero no tenemos nada sólido. La declaración de su
hermana es de hechos que ocurrieron hace treinta años. El comisario está cagado, es un hombre
importante. Encuentra algo en esa puta casa y lo tendremos por los huevos.
—Descuida. Una cosa más. Tu abogada... —El inspector García intentó ser cuidadoso—. No
hay pistas. Están siguiendo el rastro de su teléfono, pero parece confirmado que su desaparición
no es voluntaria.
—Gracias. Mantenme informada a cualquier hora.
Empezaba a preocuparle la desaparición de Alicia. La sabía capaz de cualquier cosa pero no
quería creer que fuera capaz de aquello. ¿Y si no estaba bien? ¿Y si estaba en peligro? ¿Y si le
había pasado algo? No se lo perdonaría nunca, a pesar de todo el dolor que le había provocado.
Intentó eliminar el pensamiento de su cabeza, no la ayudaba a avanzar.
Recuperando sus sensaciones intentó sobrevolar el caso, sentirlo, encajar todas las piezas del
puzle para encontrar la que le faltaba. Descartó mentalmente a Alicia como sospechosa y siguió
visualizando pruebas, indicios, declaraciones… Observó la fotografía de un hombre albino sobre
la mesa: Agustín Urquijo. «¿Qué pintas tú en todo esto?», pensó. Lo contempló todo, desde fuera,
dándole diferentes puntos de vista y acabó exhausta, estrellándose contra el mismo muro en el que
acababa siempre en los últimos días.
21
No conseguía conciliar el sueño. Casi a media noche, después de pedir unas pizzas y revisar el
caso por enésima vez, Jess se había aliado con Vaamonde para mandarla a casa. Alegaron su
bienestar, por lo visto volvía a no tener buena cara. La verdad era que la herida, que no la había
molestado demasiado durante el día, se estaba revolviendo, regalándole latigazos de dolor cada
pocos minutos. Prometieron quedarse los dos de guardia a la espera de noticias de García y
consiguieron echarla de allí.
Jess la metió literalmente dentro del coche, parecía querer asegurarse de que no acabaría
inmersa en ningún otro lío. Se habían vuelto a besar apasionadamente, sólo la presencia de las
cámaras de seguridad había evitado que se poseyeran allí mismo, dentro del automóvil. Tenía
tantas ganas de hacerle el amor que la había decepcionado tener que irse sola, dejándola en
comisaría.
Llegó a casa e intentó dormir. No se encontraba bien, la herida y los antibióticos, unidos al
ajetreo de la jornada, le restaban muchas fuerzas. No encontraba la postura, tenía frío, tenía calor,
daba vueltas, anhelaba el cuerpo de Jess a su lado. Tras mucho tiempo, y pensando en ella,
consiguió conciliar el sueño, no muy profundo, pero suficiente.
Cuando sonó el timbre le pareció que no había dormido ni un minuto, aunque llevaba ya varias
horas de sueño ligero. Se incorporó en tensión, no paraban de llamar.
—¡Ya voy! —gritó somnolienta.
Manuela abrió la puerta y se encontró a Pitu en el umbral.
—¿Qué hora es? ¿Y qué haces en mi casa?
—Casi las cinco. Me manda Peque.
—En serio, ¿por qué no utilizáis los teléfonos? Pasa, no te quedes ahí.
Pitu la miró azorado, vestida sólo con un camisón de tirantes. Le imponía la inspectora,
siempre le había impresionado, y verla allí, semidesnuda y perezosa, acostumbrado a percibirla
como un ser superior, le agitó ligeramente.
—¿Pasas o no? —insistió desinteresada.
—Sí, claro. —Cerró la puerta tras él.
Manuela se dirigió a la cocina a hacer café, todo hacía presagiar que el descanso había
terminado.
—Tú dirás…
—El gorila ha despertado, Mudo y Tony están en el hospital para que no entre nadie.
—¡Puf! —suspiró desanimada—. ¿A esta puta hora? Lo que os gusta dar por culo a los
delincuentes.
Pitu la miró extrañado pero no dijo nada.
—Entendido. Dile a Peque que lo deje en mis manos, me ducho y voy para allá.

Desde el coche llamó a Jess, que la puso al día del registro en el domicilio de Pedro de
Gálvez. Habían encontrado una trampilla bajo el depósito de agua. No podían abrirla, según el
radar de la científica daba a una sala subterránea. Habían empezado a picar, tardarían al menos un
par de horas.
Cuando llegó al hospital ya la estaba esperando en la puerta de la habitación de Altea,
asegurándose con los guardias de que nadie había hablado con él.
Jess se alegró cuando la vio aparecer al fondo del pasillo. No había sido mucho tiempo de
descanso, pero parecía el suficiente para haberla refrescado. Levitaba hacia ella, con seguridad,
armada con su peligrosa sonrisa.
—Buenos días.
—Hola —Jess saludó embobada—. ¿Has descansado?
—Mmm… Te he echado un poco de menos. —La sobrepasó, fingiendo desinterés.
—¿Sólo un poco?
—Demasiado…
Guiñándole el ojo abrió la puerta y entraron en la habitación. Las dos endurecieron el rictus.
Altea las miró desafiante desde la cama. Manuela notó un pinchazo de asco en la boca del
estómago al verle la cara que la transportó a la Plaza Ciega, al momento en que aquel hombre
estuvo a punto de estrangularla.
—Hola Altea. Veo que al final te salvé la vida. Puedes agradecérmelo cuando te venga bien.
¿Ahora es buen momento? —Manuela inició mordaz la conversación.
—No voy hablar contigo zorra. —Altea, sitiado por tubos y vías, tenía dificultades para
expresarse.
—Ya. Eso dicen todos y aquí estamos. —Se notaba que estaba disfrutando—. Tú medio muerto
y abandonado en este hospital, nosotros vivos y a punto de empuraros a todos. La vida no es justa.
—Abogado, quiero.
—¡Pero si pensaba que eras un mono sin cerebro! Inspectora Mars, ¿cómo lo ve? Aquí el
señor, que casi me mata hace unos días, tiene derecho a un abogado…
Jess observaba a Manuela impaciente. Percibía cómo saboreaba a su presa, dudando hasta
dónde iba a llegar. Decidió mantenerse al margen, apoyada junto a la puerta, renunciando a
cualquier iniciativa. Manuela abrió la puerta e indicó a los policías de guardia que la custodiaban:
«estoy esperando a alguien, cuando llegue que entre y, oigan lo que oigan, que no pase nadie más a
esta habitación». A continuación cerró las persianas y, dándose lentamente media vuelta, comenzó
a acercarse a él.
—¿Por dónde íbamos? ¡Ah, sí! Por el abogado. Siento comunicarte que eso no va a pasar —
expresó venenosa—. Esta conversación no está teniendo lugar y nosotras no estamos aquí, así que
es difícil que pueda venir un abogado a ayudarte.
—Es ilegal —respondió rabioso.
—Sí, es ilegal. —Manuela estaba casi encima de él—. Lo sé, soy abogada. Tampoco me
pasaría mucho si me pillan, no creas, unos meses de suspensión y poco más. Si consigo saber lo
que quiero habrá merecido la pena. —Dejó caer su peso sobre el pecho de Altea y con la mano le
presionó en la herida de bala, sin avisar. Él se sacudió, quedándose sin aire por el intenso dolor.
Jess giró inconscientemente la cabeza hacia la pared. Tras unos instantes aflojó la presión—.
¿Duele? —Altea tosía con los ojos muy abiertos—. A mí también me duele. —Manuela se levantó
la camiseta, enseñándole su corte en el costado, decorado con nueve puntos de sutura—. Cada día
me duele un rato y me acuerdo de ti, Altea. Y aquí estamos...
—No me das miedo.
—Tu a mí tampoco. —Colocó la silla junto a la cama y se sentó a su lado—. Bueno, ya hemos
dejado claros los términos: los dos nos hemos causado dolor, nos hemos perdonado, al fin y al
cabo no hay que ser rencorosos, y no va a venir un abogado. —Sonriendo al enfermo hizo una
larga pausa. Jess intentaba encontrar su mirada pero, como en una buena cacería, ella ya sólo
dirigía la atención hacia su presa—. Puede que cuando me vaya de aquí estés bien y hayas
conseguido que podamos protegerte. O puede que al final se te haya complicado más de la cuenta
la operación y acabes muerto, en los quirófanos ya se sabe… Lo bueno, señor Altea, es que todo
depende de ti.
—¿Me estás amenazando? —Altea intentó incorporarse sobre la almohada.
—Sí —se acercó hacia su rostro para contestar—, veo que lo has entendido. No eres tan tonto
como parece. Aunque, en realidad, te estoy dando a elegir. No todo el mundo tiene esa suerte.
Piénsalo: Lucas, el chico al que estrangulaste y murió en una piscina, no tuvo esa suerte y
Christian, que al parecer pasaba por allí, tampoco. Así que eres un afortunado en este momento.
Altea intentaba pensar en sus opciones, pero tenía la cabeza aturdida por los sedantes. ¿Sería
capaz de cumplir sus amenazas? ¿O sería un farol? La puerta se abrió y entró uno de los matones
de Peque, uniformado con su traje de línea diplomática, cara de pocos amigos y un arma bajo la
axila.
Al igual que la de Altea, la preocupación de Jess iba en aumento. Notaba la rabia de Manuela
y conocía su tendencia a las medidas políticamente incorrectas, pero, ¿sería capaz de cometer un
delito? ¿Existía una línea roja que no fuera capaz de cruzar? Ansiaba creer que sí pero su cabeza
estaba empezando a contradecirla sembrándole muchas dudas
—Mira, te presento. Este es mi amigo… ¿cómo quieres que te llame? —preguntó Manuela.
—Como tú quieras —respondió muy serio el matón.
—Lucas lo vamos a llamar, para que te acuerdes del niño al que mataste. —Se señaló la sien,
burlona—. Él se acuerda cada minuto, de cada hora, de cada día, porque Lucas era su primo. Yo te
he perdonado por intentar matarme, pero no todos somos iguales...
Altea sintió miedo. Lucas, o como se llamase el hombre que acababa de entrar, tenía aspecto
rudo, no era un policía, actuaba a las órdenes de la inspectora y por experiencia supo que no le
temblaría el pulso si tenía que acabar con él.
—Bueno, pues ya estamos todos. Ahora, con mucho cuidado y sin ahorrarte ningún detalle, vas
a contarnos qué pasó aquella noche. —Manuela se recostó en la silla, situando los pies sobre la
cama—. Algo que no sepa, claro, que ya sé bastantes cosas. A ver si Lucas te perdona… —dijo
mirándole de soslayo.
Altea alternaba su mirada entre Manuela y Lucas, temeroso, evaluando sus posibilidades.
Sabía que la rubia de mirada huidiza era su única opción. Intentó ganarla para su causa.
—Ayúdame, por favor.
Lucas hizo un amago de abalanzarse hacia él. Se detuvo en cuanto Manuela levantó la mano.
—Ay, Altea... ¿Pidiendo ayuda a la poli? ¿Quién te iba a decir que te encontrarías en esta
situación? ¿Crees que la rubia está de tu lado? —Se burló con una sonrisa siniestra—. ¡Qué
tierno! Siento joderte el plan, pero no es así. Venga, ahórrame tiempo que es muy mala hora. A ver,
¿qué es lo único que yo te puedo ofrecer? —Se preguntó pensativa—. Tu vida, claro, eso es muy
valioso y, dependiendo de lo que me cuentes, quizá protección de testigos también.
—Mmm… —suspiró con una sonrisa de medio lado—, no puedes protegerme de ellos.
—¿De quién? —Altea la retó con la mirada—. ¿De quién no puedo protegerte? —Insistió
Manuela—. ¿Sabes de quién no voy a poder? De Lucas. —Bajó los pies al suelo, haciendo amago
de levantarse—. Vámonos inspectora, dejémoslos solos para que se conozcan.
—¡Espera! —gruñó acobardado.
—Te escucho —contestó por encima del hombro mientras se dirigía hacia la puerta sin darse la
vuelta.
—No conozco todos los detalles.
—Bueno —Manuela volvió a sentarse—, empieza por el principio y ya veremos lo que
conoces.
—Ufff… —suspiró de nuevo—. ¿Qué quieres saber?
—Todo. ¿Por qué los mataste? ¿Qué hay en la sala de calderas? ¿Trabajas solo, o encubres a tu
amo? ¿Qué pinta Agustín Urquijo en todo esto? En el orden que quieras nos va bien.
—Hay una sala secreta. Se entra por la trampilla de debajo del depósito, accionando un
pulsador. Hay unas escaleras que llevan a un distribuidor con varias puertas. No sé lo que hay en
las salas, nunca me han dejado entrar.
—Eso ya lo sabía, ¿qué esconden las puertas? Mis compañeros están picando en este momento,
puedes ahorrarme la espera.
—No lo sé. —A Manuela le pareció que mentía.
—Vale, no lo sabes. Esta respuesta resta Altea. ¿Quién entra en las puertas?
—Fundamentalmente... —perdió la mirada, esquiva, hacia la ventana—, el señor de Gálvez, el
señor Urquijo, una mujer extranjera y alguna otra gente que no conozco. Hacen reuniones de vez en
cuando.
—¿Qué son, masones? ¿Una sociedad secreta? —preguntó irónica.
—No lo sé. Nunca me dejaban entrar.
—¿Quién es la mujer?
—Tampoco lo sé.
—¡Altea! —Manuela le elevó de las solapas del pijama haciendo que volviera la atención
sobre ella—. Me estás empezando a cansar...
—No lo sé, de verdad —dijo mirándole a los ojos—. Una mujer mayor, elegante, no sé cómo
se llama.
—¿Te ordenó Pedro de Gálvez que mataras a Lucas? —Le soltó y se acomodó de nuevo en la
silla.
—No.
—¿Fue cosa tuya entonces?
—Yo no le mate.
—Tenemos tu ADN en su cuello, Altea. No es momento de romper la confianza, ahora que
empezábamos a entendernos…
—Fue un accidente, intentaba que me contara qué había escuchado y la cosa se complicó…
—¿La cosa se complicó? Tienes tendencia a estrangular a la gente, es una mala costumbre. No
vamos a salir de aquí hasta que entienda qué pasó con Lucas, tómate tu tiempo.
—El señor Urquijo y la mujer extranjera estaban hablando en la sala de calderas. —Volvió a
dirigir su mirada hacia la ventana—. Al salir sintieron una presencia. Me cruce con ellos en la
entrada al jardín y Agustín me pidió que me asegurara de que no había nadie.
—Continúa.
—Me dirigí hacia allí, parecía tranquilo. De repente vi a un raterillo corriendo entre los
coches...
El matón hizo amago de dirigirse hacia él. Manuela volvió a detenerlo levantando la palma de
la mano.
—Por tu bien, agradeceríamos que no faltaras al respeto a Lucas, sobre todo su tocayo —dijo,
señalándole con la mano.
—Vi al chico que corría entre los coches, saliendo hacia la puerta principal. Corrí tras él. Lo
cogí cuando estaba a punto de saltar la valla...
—¿Y le estrangulaste?
—No le mate. —Volvió la cabeza hacia la inspectora.
—Altea, te he dicho que no me mientas... —Manuela giró el cuello mostrándole los moretones
amarillentos que aún tenía cerca de la nuca de su encontronazo en la Plaza Ciega.
—Le di un golpe para que bajara de la valla e intenté que confesara lo que había escuchado. El
chico se revolvió y salió corriendo. Fue un accidente...
Manuela cruzó la mirada con el matón que, junto a Jess, contenía la emoción.
—¿Y Christian? ¿Se colgó por accidente después de tomar cianuro? ¿Se complicó también la
cosa?
—Mira, te estoy contando lo que sé. —Miró de reojo a Lucas—. Son gente importante, con
negocios turbios, no sé lo que hacen y prefiero no saberlo, la verdad, yo no soy nadie. Los chicos
se equivocaron de puerta y llegaron hasta allí, no podían permitir que contaran lo que esconden
allí abajo.
—¿Qué hay ahí abajo? —insistió Manuela.
—Te digo que no lo sé.
—Ya. O sea, ¿que eres la voz de tu amo?
—Sigo órdenes, sí.
—Que eres el ejecutor ya lo sabemos y eso no te va a salvar de Lucas. O empiezas a decir
nombres o estás muerto Altea, esa es la realidad —expuso tranquila—. ¿Cuál era el siguiente
paso? Además de matar a Gonzalo. Eso también lo tengo grabado, antes de que me mientas…
—La abogada… —contestó con temor. Había escuchado las grabaciones de su despacho y
sabía que su relación con ella era muy cercana.
—¿Qué abogada? —Manuela desvió la mirada un solo segundo a los ojos de Jess, que
percibió su terror, y se incorporó hacia él.
—La rubia, la de Gonzalo. Pusimos unos micrófonos en su casa y la oímos hablar con vosotras,
creíamos que sabía más de la cuenta…
Manuela, completamente fuera de sí, le cogió con una mano del cuello y con la otra presionó la
herida, que comenzó a sangrar a borbotones.
—¿Qué le has hecho, hijo de puta? ¿Está muerta? ¿Dónde está? —preguntó elevando el tono
por encima de los múltiples pitidos que comenzaron a emitir las máquinas a su alrededor.
Manuela creyó perder la cordura, o el conocimiento. Su cabeza daba vueltas, cayendo
frenéticamente por un laberinto gris y oscuro. Alicia llevaba tres días desaparecida, si no le había
dicho a nadie donde estaba, estaría medio muerta y muy asustada. Imaginó su rostro perfecto, su
poderosa sonrisa, recordó cada momento feliz pasado a su lado y apretó, apretó el pecho muy
fuerte. Entre Lucas y Jess, aunando todas sus fuerzas, consiguieron apartarla de Altea. Manuela se
derrumbó en el suelo, desgarrada: habían secuestrado a su ex mujer, podría estar muerta, y ella
llevaba dos noches ignorando el hecho de su desaparición, suponiendo que era uno de sus juegos
perversos.
Notó el suelo frío bajo sus piernas. Alguna lágrima impotente congelando el calor que sentía en
las mejillas. Creyó ver a Jess apuntando una dirección que les daba Altea. Era incapaz de
escucharlos. Tenía que recobrar el control. Tenía que encontrar a Alicia.
—Nos vamos. —Desde el suelo se dirigió a Lucas—. Vigílalo, que no entre nadie, ni un
celador a darle comida. Estate atento al teléfono por si necesito algo de él. No lo mates. Por
ahora.
Manuela se levantó como un muelle hidráulico y salió por la puerta con el teléfono en la oreja,
perseguida a varios metros por Jess, que percibía su enajenado sufrimiento.
—Vaamonde, soy yo. Necesitamos una orden de detención para Pedro de Gálvez y Agustín
Urquijo. Para ayer. Llama a García, que dinamiten el puto muro si es necesario, pero que
averigüen qué coño hay escondido ahí abajo, tiene mala pinta. Necesitamos refuerzos en una
dirección de la sierra que te pasamos ahora, Mars y yo vamos para allá. Hay una persona retenida
y no quiero sorpresas.
Colgó y siguió caminando, cada vez con zancadas más grandes. Se cruzó con Mudo en el
pasillo.
—Puedes irte. Está bien vigilado. Dile a Peque que esté atento, le mantendré al corriente con
cualquier novedad.
Llegó hasta el coche a pasos agigantados. Se sentó en el asiento del conductor y encendió un
cigarro. Se tapó la cara con ambas manos, inspirando hondo y tratando de balancear la
respiración. A Jess, sentada junto a ella, la espera se le estaba haciendo eterna. Entendía y
compartía su angustia, se transportó al momento en el que comprendió que Lucía le había robado
la pistola: la impotencia, el dolor, la necesidad de encontrarla, de poderla abrazar por lo menos
una vez más… Sabía que nada de lo que dijera podría aliviarla con lo que decidió no decir nada.
—¡Ahhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh! —Manuela emitió un grito desgarrador y arrancó el coche.
22
—Están por todas partes. Nos van a coger. —La voz nasal de Pedro de Gálvez sonaba
atropellada.
—Mantén la calma, Pedro. Está todo previsto. Activa el plan de huida —respondió
autoritaria la voz de Agustín Urquijo.
—¿Has hablado con ella? —preguntó Pedro temeroso.
—No es asunto tuyo. Ya tenemos bastante con el problema del sótano.
—Fue idea tuya. Dijiste que la tapadera familiar era segura...
—Eso ya no importa.
—Me matarán, Agustín...
—Te digo que eso ya no importa.
—¿Le has dicho que fue idea mía? —volvió a preguntar entrecortado.
—No podemos volver a hablar Pedro. Sigue las instrucciones y todo saldrá bien —ordenó
Agustín, colgando la llamada.

Durante el trayecto no intercambiaron palabra. Manuela conducía mecánicamente, centrándose


en la carretera. Subieron por un camino de montaña hacia las afueras de un pueblo de la sierra
madrileña, siguiendo las indicaciones del GPS, a la dirección que había introducido Jess. Cuando
llegaron el equipo de asalto ya estaba allí esperando.
Jess se tomó un momento para observar a su compañera, que miraba fijamente al infinito sobre
la luna delantera del coche. Con temor, le acercó la mano al hombro, no la rechazó, y comenzó a
moverla delicadamente por el antebrazo, sin perder de vista sus ojos. Consiguió conectar con ella
un solo instante.
—¡Está bien! ¡Estoy segura de que está bien! —Jess lo anhelaba con sinceridad. Conocía el
sabor de la incertidumbre en primera persona y era consciente del cóctel de emociones que estaba
sintiendo Manuela en ese momento.
—Gracias —respondió taciturna, cabeceando varias veces con el mentón.
Manuela se bajó del coche y sacó dos chalecos del maletero. Le lanzó uno a Jess y se puso el
suyo mientras se dirigían al mando del operativo, que se preparaba a unos metros de la entrada de
la casa que les había indicado Altea.
Manuela observó la vivienda, un chalet de la sierra bastante apartado de las otras casas,
rodeado por un terreno inmenso sin cuidar. Un sitio perfecto para evitar las miradas de vecinos
curiosos.
—Buenos días. Soy la inspectora Mars. —Le tendió la mano al oficial al mando—. El
sospechoso nos ha indicado que la persona retenida está encerrada en el sótano. No sabemos si
puede haber resistencia, más gente conocía la ubicación.
—Inspectora. Yuste, oficial al mando de la operación. —Le tendió la mano formalmente—. No
hemos visto ningún movimiento desde que llegamos. No podemos ver el sótano con los sensores.
Aun así, vamos a realizar una operación en pinza, entraremos al mismo tiempo por delante y por la
puerta trasera, juntándonos en la zona central de la escalera. Esperen aquí a que nos aseguremos
de que está despejado. Les avisaré cuando accedamos a la persona retenida.
Manuela seguía analizando la casa. No se percibía nada. Algunas luces, ruidos lejanos, el
silencio lo invadía todo.
—Voy a entrar con vosotros. —Manuela se giró hacia Jess—. Dame tu arma.
—Inspectora López, no creo… —respondió el oficial.
—No voy a disparar a nadie Yuste. Iré detrás de ti y cumpliré tus órdenes. —Yuste la observó
dubitativo—. Todas tus órdenes...
—Ponte un casco. —Yuste aceptó con desgana y se dirigió a arengar a sus hombres.
—Manuela, ten mucho cuidado. —Jess le dio la pistola temerosa—. No sabemos si lo que sea
que hagan en el sótano de los de Gálvez lo hacen también aquí.
Manuela intentó tranquilizarla con la cabeza, mientras se ajustaba el chaleco sobre el cuerpo y
encendía la luz frontal del casco.
—Presiona a García, necesitamos saber qué hacen en esa puta casa.
—Ten cuidado y no apagues la radio.
Se dirigieron a la puerta principal. Todo estaba calmado, apenas se oían rumores lejanos de
algunos animales. Manuela estaba tan tensa que sentía que se estaba contracturando por segundos.
Avanzaba pegada a Yuste, deseando librarse de él y bajar corriendo a buscarla, pero aguantó
disciplinada el reconocimiento. Su grupo aseguró la entrada recorriendo la parte frontal de la casa
hasta el descansillo de la escalera. Oyeron crujir la madera. El segundo grupo operativo se juntó
con ellos. Ninguno había encontrado resistencia.
Yuste, Manuela y cuatro hombres más bajaron las escaleras, llegando a un recibidor futurista
muy diferente al estilo del resto de la vivienda, iluminado por luces de led, con una puerta de
metal de frente, sellada con una cerradura electrónica. Uno de los operativos de asalto se adelantó
e intentó abrirla. Tardaban mucho. Manuela sentía cómo el sudor le recorría la espalda.
—Es muy sofisticada. Tardaré mucho en forzarla. —Escuchó por el pinganillo de su casco.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó Yuste.
—Casi una hora. Creo que sería más fácil forzar las bisagras, aunque sin saber lo que hay al
otro lado...
Manuela se impacientaba. Notaba como las pulsaciones le movían el pecho, escalando por su
garganta. Mirando a través de la visera del casco de asalto llamó la atención de Yuste.
—Espera un segundo. Puedo conseguir la clave. —Cogió el teléfono y soltó el agarre del
casco.
—No te lo quites.
—Es un segundo, necesito hablar por teléfono.
—No sabemos lo que hay al otro lado López. Es una orden: no te lo quites.
Manuela volvió a abrocharlo, colocando con dificultad el teléfono entre el comunicador y la
oreja.
—Soy yo. Dile al hijo de puta de Altea que te dé la clave de la puerta o le disparas ahora
mismo... Sí, espero...
Yuste se acercó al panel y fue marcando los números según le indicaba Manuela. Cuando dijo
el último dígito contuvo la respiración: «no estés muerta, no estés muerta».
Una luz verde les indicó que podían abrir. Empujando la puerta se desplegaron en abanico
hacia el interior, llegando a una sala tecnológica provista de ordenadores y monitores de
televisión. Había un cristal opaco, como el que utilizaban en comisaría, que daba a una estancia
anexa con una cama de metal elevada en el centro. Manuela inspeccionaba confusa las dos
habitaciones. En una esquina, echa un ovillo, la vio. Se dirigió con ímpetu a la puerta cerrada que
separaba las dos salas. Disparó una vez en la cerradura y de una patada reventó la puerta. Corrió
hacia Alicia, tendida en el suelo, inconsciente. Se abalanzó sobre ella, golpeándole en las
mejillas:
—¡Alicia! Vamos, responde. ¡Alicia!
Quitándose el casco, situó el oído junto a su boca para intentar escuchar la respiración
mientras le tomaba el pulso en la yugular: estaba viva. Desfallecida y hecha una mierda, pero
viva. Suspiró hondo. Sintió que el aire volvía a llenarle los pulmones. Consiguió volver a pensar.
Notó como la losa que llevaba sobre sus hombros comenzaba a evaporarse.
—¡Está viva! ¡Que entre emergencias ya! —apremió a Yuste desabrochándose el chaleco.
Manuela se arrodilló junto a ella y la incorporó con cuidado, situando la cabeza sobre sus
muslos, apoyándose en un banco elevado junto a la pared. Le acarició el pelo con cariño.
—Aguanta, Ali. Un poco más, sólo un poco más. Ya estamos aquí.
Alicia comenzó a mover los párpados intentando abrir los ojos. ¿La habían liberado? Creyó
escuchar la voz de Manuela y oler su inconfundible aroma, pero ya llevaba un rato delirando con
ella, no tenía que hacerse ilusiones.
—¿Ma…? —intentó hablar, pero empezó a toser.
—No —le recorrió el rostro con su mano—, descansa, no digas nada. Ya tendremos tiempo de
hablar. Respira, sólo respira.
Alicia le apretó la mano y volvió a perder el conocimiento. Jess escuchó por la radio que
pedían la asistencia del equipo sanitario y también respiró aliviada: había sobrevivido.
Apenas unos minutos después, sentada en el capó del coche, vio salir la camilla. Alicia
parecía inconsciente, los médicos la oxigenaban con una mascarilla. Manuela permanecía a su
lado cogiéndole la mano. Antes de subir la camilla a la ambulancia observó cómo su compañera
se inclinaba sobre ella, abrazándola. Se metieron las dos en la ambulancia y desaparecieron.
El teléfono de Jess comenzó a vibrar en el bolsillo. Lo buscó azorada con la esperanza de que
fuera Manuela. No reconoció el número.
—Inspectora Mars.
—Jess, soy García. Estoy llamando a Manuela pero no me lo coge.
—Ahora mismo no puede hablar, acabamos de encontrar a la abogada.
—¿Está bien? —preguntó preocupado.
—Está viva, no sé mucho más.
—Al menos hay una buena noticia... —respondió esperanzado—. Tenéis que venir a ver esto.
Hemos accedido al sótano de los Gálvez y es una puta película de terror.
—Voy para allá.

Jess se introdujo por el agujero que habían abierto en la sala de calderas, llegando a una
antesala iluminada con leds, con varias puertas de metal con cerradura electrónica ya forzadas por
sus compañeros. Los diferentes cuerpos de la policía trabajaban en silencio, abrumados por la
realidad. El inspector García llegó hasta ella con la cara desfigurada.
—¿Qué es esto? —preguntó Jess, impresionada por el ambiente que se respiraba allí abajo.
—Una puta pesadilla, eso es lo que es. Sígueme. —Le indicó García atravesando una de las
puertas.
Entraron a una sala muy amplia con una cama de aluminio en el centro, bajo un sistema de
grabación que colgaba del techo. A su derecha, un cristal opaco ocupaba todo el largo de la pared.
A ambos lados de la sala había unos bancos elevados. Jess observó a sus compañeros
fotografiando diferentes herramientas colocadas sobre el suelo: pinzas, baterías de coche, bisturís,
tijeras de poda, armas de fuego, alambres... La habitación, extrañamente siniestra, mostraba una
inconfundible luz azul de diferentes tonalidades en el suelo y las paredes, que los equipos forenses
intentaban recoger.
—¿Es luminol? —preguntó Jess a García temiendo la respuesta.
—Sí —afirmó con la cabeza, perdiendo la mirada en el tétrico resplandor violáceo—. Echen
donde echen luminol hay restos de sangre. Es una carnicería...
—¿Qué hacían aquí? —continuó Jess atónita.
—No lo sé. Mi cabeza está imaginando auténticas barbaridades... ¡Ven!
García cruzó la sala hasta el fondo. Jess lo siguió, contemplando al pasar los grilletes con
puntas afiladas sobre la cama de acero. Entraron en una pequeña habitación con tres filas de
literas y un sistema de ligaduras en cada una. Al fondo había una letrina en el suelo, sin separación
con la minúscula estancia, que desprendía un hedor nauseabundo.
—No sé si es trata de blancas, pederastia o qué coño es, pero está claro que en este zulo
mantenían a gente cautiva.
Jess seguía intentando bloquear sus emociones. Como le ocurría a García, su cabeza empezaba
a activar su imaginación, sospechando las cosas horribles que perpetraban en ese sótano.
—¿Hay restos biológicos? —preguntó, conteniendo una arcada por el terrible olor.
—Hay de todo Jess: sangre, fibras, excrementos, pelo... No sé de cuanta gente.
—Inspector García. —Una voz lo requirió desde la sala principal, junto a la cama.
Ambos salieron de la pequeña habitación, agradeciendo respirar el aire menos viciado.
—¡Tienen que ver esto! —dijo el técnico que les había avisado.
Dándose la vuelta volvió al hall principal y ambos lo siguieron en silencio. Entró en la sala al
otro lado del cristal, equipada con numeroso material tecnológico: discos duros, servidores,
ordenadores y monitores de televisión.
—Hay un circuito cerrado de televisión, material profesional, al menos tres cámaras.
Grababan sus actividades. —El técnico se sentó en un ordenador y comenzó a teclear—. Hemos
encontrado grabaciones borradas, material encriptado, discos duros quemados... He conseguido
recuperar una grabación, tienen que verla —dijo asustado, mientras miraba la pantalla frente a él.
—¡Adelante! —respondió Jess impaciente.
—Saldrá en ese monitor —señaló una pantalla delante del cristal—. Creo... que deberían
sentarse.
Mars y García se sentaron, observando atentos el monitor. El técnico le dio a play, una imagen
muy pixelada tardó en formarse y se oyó un crepitar hasta que la imagen se estabilizó.
Jess contemplaba la grabación, sorprendida por la crueldad que era capaz de desarrollar el ser
humano hacia su propia especie, únicamente por placer. Un hombre vestido con una túnica negra,
como los penitentes de Semana Santa, enganchó unas pinzas a los pezones de una mujer, atada
sobre la mesa metálica. Dio un paso atrás y la contempló, recorriendo con su mano todo el lateral
de su cuerpo. El nazareno activó la batería y la mujer convulsionó.
El verdugo detuvo la máquina y, excitado, dio un paso atrás para admirar su obra. Tras unos
minutos conectó otros dos cables en su vagina. Ella intentó resistirse, sin éxito. El hombre le
acarició el torso. Volvió a activar la descarga y su cuerpo se sacudió varias veces. Los pezones,
encogidos, estaban calcinados. Se golpeó con la camilla en la cabeza. Jess sintió cómo el
estómago se le daba la vuelta y giró la cabeza hacia un lado, comprobando que García también
había dejado de mirar.
El encapuchado se acercó de nuevo a la petaca. Retiró los cables y volvió a su sitio. Cinco
figuras siniestras formando erguidas observaban la escena. Definitivamente parecían penitentes.
Una túnica negra les cubría por completo, dejando sólo unas pequeñas aberturas a la altura de los
ojos. Desde el plano cenital, ubicado en el techo de la sala, Jess contempló la imagen general de
la habitación. Parecía un reflejo simétrico, una sala con espejos. Otras cinco siluetas aguantaban
estoicas mirando hacia los pies de la mujer retenida, donde otra persona con capa morada que
parecía el maestro de ceremonias aguardaba instrucciones.
—Procedemos a la puja final. Tienen un minuto —dijo el hombre de morado con voz
autoritaria.
El murmullo en la sala aumentó. Crecía el interés de los participantes, que miraban
desconfiados a sus compañeros de juegos, tecleando en un dispositivo electrónico.
—Señores... —expresó mirando a la víctima sobre la camilla. Los diez testigos, espectadores
de aquel macabro jurado, se levantaron inquietos, manteniéndose formados a ambos lados—.
Tenemos un ganador. Puja número nueve, puede proceder.
El penitente de menor estatura situado en el banco de la izquierda dio un paso al frente. El
líder de color púrpura se acercó hasta él con un cofre en la mano. Lo abrió.
—Elija instrumento.
Cogió un bisturí y se acercó a ella, que mantenía la mirada perdida en el objetivo de la cámara
en el techo. La rodeó lentamente hasta llegar a los pies. Agarró firme el bisturí y lo clavó con saña
en la planta del pie izquierdo. Una vez dentro desgarró la piel hasta los dedos. Ella gritó
angustiada.
El pequeño enmascarado se subió a la camilla, arrodillándose a horcajadas en sus caderas.
Con el bisturí en la mano, como si fuera un pincel, comenzó a realizar trazos profundos y
abstractos en el lienzo de su cuerpo. La sangre tiñó su piel. El rojo lo invadió todo. El asesino
continuaba con su trágico ritual, usando la sangre para colorear su túnica, extasiado sobre ella.
Cuando escuchó su último aliento se detuvo, deslumbrado, acechando el rostro perfecto, sin
mancillar. Se recostó sobre ella, abrazándola.
23
Manuela daba vueltas alterada en el exterior del box de urgencias con un cigarro apagado que
alternaba de la mano a la boca.
Recibió la llamada de Jess. Estaba descompuesta. Se había reunido con García en el sótano de
los Gálvez y habían encontrado «una auténtica sala de los horrores». La realidad era
indescriptible, superaba cualquier intento de definición: torturas, asesinatos, secuestros, algún tipo
de subasta funesta de vejaciones a seres humanos...
La orden de detención contra de Gálvez y Urquijo, cada vez más urgente, no había dado sus
frutos. Los dos estaban en paradero desconocido y había saltado una alerta para Agustín Urquijo
que había comprado un billete a Brasil utilizando el nombre de su empresa. La envergadura de la
trama crecía por segundos, superando con creces los dos homicidios, pero Manuela no podía
abandonar el hospital sin comprobar que Alicia se recuperaba.
Asedió a un doctor que salía del box:
—Perdone, necesito saber cómo está.
—¿Es usted familiar?
—Soy su mujer. —Mintió conscientemente, sabiendo que su respuesta no daría lugar a
objeciones.
—Sí, claro. Estará bien. Está débil, estaba un poco hipotérmica y bastante deshidratada, la
estamos tratando. Se recuperará. En unos minutos podrá verla.
—Gracias.
Más tranquila, comprobó la hora y marcó el teléfono de Patrice en Lyon, en el Centro de
Mando y Coordinación de Interpol.
—Buenos días Patrice, siento no haberte llamado antes, sé que tenemos una conversación
pendiente pero, como siempre, necesito urgentemente tu ayuda.
—Manuela López, siempre a la carrera. ¿Qué puedo hacer por ti?
Le relató lo que sabía hasta el momento: estaban ante una red, probablemente de trata de
blancas, pederastia o similar, acababa de estallarles en la cara y los dos sospechosos estaban
desaparecidos. Su compañera registraba el escenario en ese mismo instante, no tenían mucha
información: dos homicidios desafortunados, un grupo de ricos desconocidos mezclados en una
actividad más que sospechosa y dos cabecillas probablemente a la fuga.
—Siempre has tenido un sexto sentido para los problemas, mon amie —dijo con su marcado
acento francés—. Es lo que más me gusta de ti.
—No esperaba que esto fuera más que un homicidio, no sé aún ni qué pensar. Ha saltado una
alerta para uno de los sospechosos, vuelo a Brasil.
—Envíame la documentación y deja que yo me encargue, te pondré al día pronto.
—A lo mejor necesito… —dudó cómo expresarlo—, ser flexible con las normas.
—Ja, ja, ja. —Patrice rio al otro lado del teléfono—. ¿Desde cuándo seguís los españoles las
normas? Vayamos paso a paso, mejor.
Percibió movimiento en la puerta del box. Despachó la llamada y le envió la documentación
por mail. El médico le indicó que Alicia estaba estable, fuera de peligro, y que no tendría ninguna
secuela física, sólo necesitaba descansar.
Entró en la habitación, observándola inmóvil, tan indefensa, desprovista de cualquier resto de
su habitual soberbia. Se sentó junto a ella, le cogió la mano y algunas lágrimas recorrieron su
rostro impotente.
—Lo siento, perdóname, no estuve atenta —Manuela hablaba en realidad consigo misma—. Si
te hubiera pasado algo nunca me lo habría perdonado…
—Últimamente —Alicia tosió varias veces—, te hago llorar más que en los últimos diez años.
—Apenas tenía energía, sólo conseguía proyectar un tenue hilo de voz—. No es la parte que más
me gusta de ti. —Consiguió sonreír con esfuerzo.
—Hola. —Le acarició la cara con cariño—. ¿Cómo te encuentras?
—Hecha una mierda Manu, ¿no está claro?
—Bastante claro. —Le devolvió una sonrisa sincera—. Lo siento mucho Ali, de verdad. —La
miró intensamente a los ojos rogando su perdón.
—No lo sientas. Estabas allí abajo conmigo. Sabía que vendrías. Eras prácticamente lo único
en lo que podía pensar, hicimos de todo entre delirio y delirio.
—¿Tuvimos tiempo para eso y todo? —preguntó sorprendida.
—Siempre fue nuestra mejor parte, ¿no? —Estaba recuperando poco a poco la energía y, con
ella, su natural prepotencia.
—No lo creo. Hubo tiempo para todo. Tuvimos nuestros momentos… —Recorrió su frente con
la mano.
—Sí que los tuvimos… —respondió agradecida acariciando su brazo.
—Lo siento, de verdad. Necesito que me perdones.
—Yo también lo siento. No te lo había dicho nunca, pero dejarte fue probablemente el mayor
error de mi vida. —Se incorporó sentada sobre la almohada—. Sé que te hice daño...
—Mucho, más del que pude soportar.
—¿En paz? —Alicia estiró la mano hacia ella, apoyándola sobre su abdomen.
—En paz —afirmó sincera Manuela.
—Te he echado tanto de menos, cada día…
Haciendo un gran esfuerzo para incorporarse completamente, la besó. Manuela sintió sus
labios, el calor de su cuerpo, la lengua dentro de su boca... pero el hechizo ya no tenía efecto. No
sabría decir exactamente cuándo había sido, pero su fascinación por Alicia había dejado de
existir. Ya no la removía, algo se había roto y lo único que sentía hacia ella era cariño y un
fraternal respeto a todos los años que habían compartido juntas.
Rechazó educadamente su cuerpo e interrumpió el beso, prestando atención a cómo Alicia
intentaba procesar la nueva situación. Perder la iniciativa nunca había sido fácil para ella, en
ningún contexto.
—No nos hagamos esto Ali. Hemos tardado mucho tiempo en llegar hasta aquí. No lo
estropeemos ahora.
—No hace falta que me lo expliques, noto que ya no me quieres —respondió despechada.
—Claro que te quiero, con locura, dudo que algún día deje de hacerlo. Lo fuiste todo para mí.
Pero se acabó. Nos hicimos daño, las dos dijimos cosas que no teníamos que haber dicho, no nos
llevaría a ningún sitio diferente volver a empezar. Fuiste mi familia y siempre vas a poder contar
conmigo, pero nuestro momento pasó.
—Supongo que tienes razón —unas lágrimas surcaron sus ojos—, pero eso no lo hace más
sencillo.

Jess abrió la puerta de su piso desganada. Desde que había visto a Manuela sacar a Alicia,
entre sus brazos, de la casa en la sierra, su día se había torcido: la preocupación dio paso a la
comprensión, intentando racionalizar sus actos, al fin y al cabo era su ex mujer y acababa de
encontrarla retenida y medio muerta en un sótano abandonado; la comprensión, rápidamente, cedió
espacio al miedo. ¿Y si seguía enamorada de ella y se había dado cuenta durante aquellas horas de
angustia? No hacía tanto que se había quitado el anillo. Por último, el miedo se tornó en terror tras
su conversación telefónica, vacía y desprovista de cualquier emoción, cuando Manuela la llamó
desde el sótano de los de Gálvez tras dejar a Alicia en el hospital. Jess se conocía, no había
vuelta atrás, la inseguridad se había hecho fuerte en su cabeza y no sería fácil escapar de ella.
El hallazgo de García había ahondado en su desazón, con una sensación agridulce. Habían
encaminado definitivamente el caso y se repetía, una y otra vez, que probablemente habrían
evitado muchos capítulos del sufrimiento que se practicaba en aquel sótano, habían salvado a
muchas futuras víctimas. Sin embargo, la capacidad humana para infringir dolor era infinita. Se le
erizó el cuerpo al recordar las imágenes. Tras el registro intentaron cercar a los sospechosos,
Manuela pidió colaboración a Interpol, todo apuntaba a que la red tendría ramificaciones
internacionales. No habían conseguido nada. Sin nada que hacer en comisaría, más que esperar,
decidió irse a casa y derrumbarse en pijama en el sofá, compadeciéndose de sí misma y de su
tonta tendencia a ilusionarse.
El sonido del timbre la molestó tremendamente, no quería que nada la sacará del regodeo en su
propia miseria. Al cuarto intento decidió levantarse a abrir, desilusionada y apática. Manuela,
tentadora, portando un sereno halo de misterio esperaba al otro lado de la puerta.
—Ha sido todo un reto encontrar su dirección, inspectora.
Parecía tan tranquila, tan segura de sí misma y sus intenciones... No estando satisfecha con el
efecto que estaba provocando en su cuerpo y su alma, dibujó su sonrisa hipnótica, prometiendo la
perdición. La combinó con una mirada de deseo extrema, anhelante y fogosa. La inseguridad de
Jess empezaba a evaporarse, dejando paso al delirio, a la esperanza de poseerla por completo.
—¿No piensas invitarme a pasar? —Manuela continuaba juguetona en el umbral de la puerta.
Lo hizo, cerró la puerta y antes de poder volver a hablar notó como el cuerpo de Manuela,
fuerte y caliente, se sumergía en ella, embistiéndola en un ataque de locura. Desnudándose
apresuradamente, arrasando con dos marcos de fotos sobre un mueble por el camino, consiguieron
llegar hasta la cama, lanzándose apasionadamente sobre ella.
Ya desnudas, impacientes por la espera y con más presión acumulada que una olla exprés
silbando descontrolada, Manuela introdujo una de sus típicas pausas que también parecía utilizar
en el sexo. Sentada sobre Jess, pubis sobre pubis, completamente expuestas, se soltó la melena y
la contempló extasiada, recorriendo cada milímetro de su cuerpo. Jess se estremecía según sentía
su mirada viajando por todos sus secretos. Estudiaba a Manuela, sobre ella, excitada, y se
humedecía sólo al contemplar su cuerpo, firme y atractivo, con sus pezones erizados, hambrientos,
y los salvajes rizos acariciándolos.
Se impacientaba por segundos, haciendo crecer su deseo de sentirla dentro, de ofrecerse a ella,
de hacerle el amor. Manuela retomó el pulso, despacio, generosa, degustando su cuerpo, sus
misterios, deleitándose en sus labios, en sus pechos, entre sus muslos.
A pesar de las ganas mutuas por poseerse se tomaron su tiempo, armonizando movimientos,
miradas, silencios y caricias. Las fantasías de ambas, recreadas al detalle en los últimos días, se
estaban cumpliendo superlativamente, encontrando más allá del sexo un lugar común de
complicidad. Hicieron el amor durante horas, fusionando sus cuerpos y sus voluntades al ritmo de
besos apasionados entre delicados jadeos y sonrisas y, finalmente, se durmieron abrazadas y
exhaustas.
Jess se despertó radiante, sintiendo el calor de su piel, percibiendo el olor a sexo y la cama
mojada. Manuela se había vaciado en ella por completo, sin límites, y había borrado de un
plumazo todas sus incertidumbres. Notó cómo le penetraba su mirada, se observaron en silencio,
intercambiando besos y arrumacos durante horas.
24
Pedro de Gálvez esperaba dentro del coche, oculto entre las sombras de la noche, a que le
dieran permiso para subir al avión que lo esperaba en la pista del aeródromo privado de Torrejón.
Las últimas cuarenta y ocho horas desde que sus abogados le habían confirmado la declaración de
Jimena habían sido intensas.
A partir de ahí los hechos se precipitaron: sus socios, muy nerviosos, empezaron a poner
problemas y negarle su apoyo y sus recursos; intentó limpiar el sótano, pero la casa tenía
vigilancia policial y decidió no entrar por si empeoraba la situación; le informaron de la orden de
detención; no conseguía coordinarse con Agustín, que estaba haciendo la guerra por su cuenta; con
lo que activó su plan de fuga, asustado a partes iguales de la policía y de sus propios cómplices.
El piloto le dio el ok con la mano desde la escalinata y se afanó por subirse al Jet antes de que
lo localizaran las Fuerzas de Seguridad. Encaró la escalerilla con prisa, accedió al habitáculo y la
imagen lo desconcertó: allí sentada, en uno de los cuatro asientos vip de la aeronave degustando
un whisky en copa de balón y vestida con una blazer de estampado vichy, impoluta y enigmática a
partes iguales, con las piernas cruzadas y un lenguaje corporal más que sosegado, la inspectora
Manuela López encendió un cigarrillo. A Pedro le parecía irreal, un sueño, una postal icónica para
el final de una película feminista.
—Buenas noches, Pedro —saludó Manuela con una sonrisa.
Intentó darse la vuelta y volver de nuevo al coche. La inspectora, tranquila, dio un sorbo
degustando el contenido de su copa. Pedro encontró a su espalda a su compañera, con el arma en
la mano, cerrándole el camino de retirada en la puerta del avión.
—Siéntate, tranquilo, no vas a ir a ninguna parte —dijo Manuela señalando el asiento frente a
ella—. ¿Quieres beber algo?
Se sentó, incómodo, donde le había indicado. Jess apoyó su costado en la puerta guardando el
arma.
—Siempre me ha gustado viajar en avión privado. Es superficial, lo sé, pero es tan cómodo.
Lo echo de menos.
Jess la interpeló con la mirada, burlona, intentando averiguar si era cierto.
—Sí, inspectora —Manuela respondió a sus dudas—, sé que es frívolo, pero me gusta viajar y
se pueden hacer muchas cosas viajando en un avión privado. —Le guiñó el ojo sugerente y Jess se
mordió el labio imaginando secretos placeres—. ¿Verdad, Pedrito?
—No suelo usar este servicio —contestó desconcertado.
—Pues es una pena porque ya no vas a tener oportunidad. Bueno, cuéntanos. Además de
falsedad documental —señaló un documento de viaje con nombre falso que guardaba sobre la
mesa—, porque no eres Francisco Andrade, dos homicidios, un siniestro asesinato grabado en
vídeo, intento de fuga y todo lo que encontramos en ese sótano de los horrores que tenías
montado… ¿Quieres declarar algo más?
—Quiero llamar a mi abogado —prosiguió inexpresivo. Ya no tenía la soberbia de ocasiones
anteriores.
—Sí, sí... —Manuela simuló estar exhausta—. Siempre acabamos en el mismo punto, me
consta que conocéis todos vuestros derechos, por eso no os los recuerdo. Es una pena, pensé que
nuestra charla iba a ser más entretenida, con la arrogancia que desprendías hace unas semanas...
Pero, en fin, tendremos que contentarnos con la declaración de Urquijo.
—¿Han detenido a Agustín?
—¿Ves cómo estás interesado, pillín? Sí, el señor Urquijo está colaborando, tiene algún cargo
menos que tú y ya sabes cómo funcionan estas cosas: colaboración judicial, permisos
penitenciarios, protección…
Pedro de Gálvez, desprovisto de todo orgullo, como había descrito Manuela, pensó en
colaborar, pero temía más a sus socios que a la cárcel, con lo que permaneció callado. No creía
que Agustín estuviera siendo tan idiota, seguro que era una treta.
—Buen intento, pero prefiero llamar a mi abogado.
—Con la explicación del sistema de pujas de Agustín es suficiente. Nunca pensé que te iría el
morado... —Manuela dio un sorbo a su copa.
—¿Qué les ha dicho? —preguntó exaltado—. ¿Qué yo era el maestre? ¡Miente!
—¿El maestre? La de tonterías que hacéis los ricos. Lo que pasa es que las vuestras eran
especialmente crueles, Pedrito.
—¡Miente! Se lo juro. Él estaba al mando. Él y Dietrich, yo... —Pedro se detuvo en seco tras
decir el nombre de su socia. Un sudor frío le recorrió todo el cuerpo. Recuperó su postura altiva
—. Como le he dicho quiero un abogado.
—No hay problema. Ya tendrás tiempo de hablar. Inspectora Mars, por favor, haga los honores.
Jess se acercó para esposarle. Tras ella, en la pista de aterrizaje, varios coches patrulla
esperaban para llevarse al detenido. Jess lo empujó hacia la escalinata y descendió cabizbajo.
Manuela se mantuvo sentada, degustando su whisky y la satisfacción del trabajo bien hecho. Jess
se acercó y se sentó sobre ella.
—O sea que aviones privados, chalets de lujo, viajes de ensueño… No me costaría
acostumbrarme a esa vida.
—Es duro —sonrió encantadora—, no te creas.
—¡Manuela López! —una voz firme con marcado acento francés las interrumpió desde la base
de la escalera.
—Se acabó la diversión. —Le robó un beso furtivo—. Vamos, es Patrice.
Bajaron satisfechas hacia la pista. Patrice Lacoste, alto, delgado y muy francés, esperaba
impaciente. Se abrazaron al encontrarse.
—Monsieur Lacoste en persona, ¿a qué debo este honor?
—Manuela, mon vieil amie, siempre es un placer venir a España. Ver a los amigos, comer, el
sol…
—Te presento a mi nueva compañera, Jess Mars, creo que te interesará conocerla para tus
proyectos. Tiene potencial…
—Un placer, Patrice. —Le tendió educado la mano—. Tiene mucho mérito conquistar a la
inspectora.
—Mmm… ¿Conquistar? —preguntó Jess. Ambas se miraron con complicidad.
—Ahhh, mon Dieu, ¿cómo dicen? Aguantar.
Manuela le pasó el brazo por el cuello a Patrice sonriendo.
—Anda vamos, que te invito a cenar. ¿Urquijo?
—Hecho, en un calabozo olvidado, esperando tus órdenes.

Detuvieron el coche en la puerta de José Luis Cuenca y tardaron un rato en llamar, disfrutando
ensimismadas de la calma, del día soleado en la sierra y de su mutua compañía. Las últimas
semanas habían sido muy intensas, prácticamente sin descanso, pero todo el esfuerzo había dado
al fin sus frutos.
—¿Estás lista, Manu? —Jess la contemplaba juguetona—. No empieces con los silencios.
Vamos, acabemos con esto. —Cogiéndola de la mano la llevó hasta la puerta.
José Luis se había extrañado de su llamada pero, como la vez anterior, se había mostrado más
que dispuesto a colaborar. Sentados en su pequeño jardín tras la vivienda, con una agradable
temperatura y unas vistas de infarto de la sierra, charlaban sobre trivialidades.
—Disfruto de su compañía, no es que me importe, pero dos mujeres tan importantes algo mejor
tendrán que hacer que acompañar a merendar a este viejo olvidado.
—Verá —Manuela tomó la palabra, dulcificando el tono—, José Luis, tiene usted razón.
Hemos cerrado el caso que nos trajo hasta aquí en primera instancia y, aunque lo que hemos
descubierto no tendrá ninguna incidencia legal en el caso de su hijo, hemos creído oportuno venir
a contarle la verdad. Si usted quiere, claro está.
Aunque se conmovió unos instantes, enseguida mostró una mirada de profundo agradecimiento.
—Claro, por dura que sea… No será peor que la incertidumbre con la que he tenido que
sobrevivir todos estos años.
—Eso pensábamos. En realidad, todo se remonta a su hijo. Probablemente, no lo sabemos con
certeza, él fuera su primera víctima, quien despertó o confirmó sus instintos criminales. Tras
enterarse de su historia con Magdalena, hemos ratificado que Pedro y Agustín acosaron a su hijo
durante meses y, finalmente, en la acampada de la Romería, encontraron el momento de estar a
solas con él, indefenso, y durante la noche lo apartaron del grupo...
Manuela no quiso detenerse en los detalles que le habrían causado a aquel hombre más dolor
que descanso. Durante los interrogatorios habían conseguido una confesión de Pedro de Gálvez,
que había resultado ser una marioneta en manos de su socio. Aquella noche, en la Romería, él y su
amigo Agustín, envalentonados por unas setas alucinógenas que habían conseguido, se llevaron a
José Luis hacia una zona apartada del bosque. Una vez allí lo ataron entre dos árboles y lo
torturaron toda la noche. En un intento de zafarse por parte del chico, le dieron un golpe con una
piedra en la cabeza y perdió el conocimiento. Asustados, ocultaron el cuerpo, y recurrieron al
padre de Pedro, que los ayudó a deshacerse de él.
—Tras humillarle —tragando saliva, Manuela continuó su narración—, durante un forcejeo,
perdió la consciencia, lo escondieron en la dehesa y a la mañana siguiente lo tiraron al pantano.
—Estaba... —preguntó angustiado—. ¿Aún estaba vivo?
—No. —Manuela negó con la cabeza, le había ahorrado la historia de torturas y vejaciones
que su hijo había sufrido aquella noche y que, probablemente, disparó las fantasías de aquel grupo
de niños ricos deshumanizados—. No se preocupe, murió en el acto. Fue muy rápido, no sufrió,
sólo se deshicieron del cuerpo de la primera forma que se les ocurrió.
—Cuénteme más. —José Luis pareció relajarse.
—Ahora mismo tenemos abierta una investigación en colaboración con Interpol, a raíz de lo
que encontramos tras la muerte de Lucas, el chico que apareció en la piscina del señor de Gálvez.
No podemos darle todos los detalles, pero por lo que conocemos hasta este momento Pedro,
Agustín y algunos amigos suyos muy poderosos llevaban años dedicándose a matar impunemente.
Hemos encontrado restos de al menos veinte víctimas en el sótano, habían montado una red de
torturas profesional. Creemos que, dependiendo de la puja, se podía optar a ser verdugo, humillar
a las víctimas, abusar de ellas e, incluso, asesinarlas. Grababan estos encuentros, que se
producían aproximadamente cada seis meses, con un sistema profesional, y distribuían la
información en internet profundo cobrando también por ese servicio. Seguimos trabajando en ello
pero es algo muy gordo, lo verá en la prensa cuando consigamos acabar la investigación.
—¿Y los niños? ¿Qué les pasó?
—Los críos estaban en el sitio equivocado en el momento equivocado —contestó
apesadumbrada—. Encontraron la entrada a la sala de torturas por casualidad. Jóvenes y
borrachos, ignorantes del peligro que corrían, decidieron husmear en un asunto muy peligroso, los
descubrieron y quisieron silenciarlos. No tenían problemas en matar sin ningún motivo, imagínese
para tapar su perversa actividad.
—¿Qué mente depravada puede hacer algo así? —preguntó retórico.
—Lo ha dicho usted bien. Una mente depravada, un grupo de gente sin valores para los que la
vida humana no tiene significado.
José Luis se mantuvo un rato reflexionando, perdiendo su mirada hacia la sierra. Ellas
decidieron respetar su dolor, acompañándolo en silencio.
—Muchas gracias por venir a contármelo. Muchas gracias por todo.
—Gracias a usted, sentimos no haberle podido ayudar más. Tenemos claro lo que ocurrió con
su hijo pero, en medio de esta investigación, que empieza a llegar bastante arriba, no podemos
incluirlo en el sumario. No tenemos pruebas, pero creíamos que merecía conocer la verdad.
—Se lo agradezco, de verdad.
—Una cosa más José Luis —añadió Jess—, Magdalena nos ha pedido su número. Le gustaría
llamarlo y venir a verlo, si usted quiere, claro.
Epílogo
El ambiente era alegre. El sol brillaba rabioso y calentaba en exceso, anunciando la llegada
inminente del verano. Se respiraba felicidad, armonía y ganas de disfrutar de aquel maravilloso
día. Corría la cerveza y el tinto de verano entre las risas, los gritos, las carreras y los juegos de
niños y perros. La barbacoa de obra presidía el jardín en el lado opuesto de la casa. Raúl
disfrutaba del ritual habitual, avivando las ascuas acompañado de una cerveza muy fría mientras
esperaba que estuvieran en su punto justo para cocinar.
Manuela, en biquini, jugaba a una guerra de pistolas de agua con Arturo, el marido de Reyes,
Helena y Javier, los hijos de Cristina, y Emadin, el perro de Jess, correteando por el jardín.
Asediada por todos ellos, acabó acorralada contra una de las esquinas de la finca y, cogiendo la
manguera que encontró a su espalda, les amenazó muy seria:
—No creo que queráis que use la fuerza bruta.
—No te atreverás. —Arturo lideraba al equipo de asalto, armado con metralletas de agua—.
¡Vamos chicos, a por la tía!
Manuela abrió la manguera a presión y, calados todos hasta los huesos, salieron corriendo
despavoridos hacia la piscina. Entre risas se acercó al porche, donde Cristina, Reyes, Isabel y
Jess conversaban animadamente.
—Ni se te ocurra entrar dentro mojada —amenazó Cristina.
—Pues sácame un botellín, que no quedan.
—Tienes una cara... —Se levantó a por ellos, aprovechando para recoger lo que sobraba en la
mesa.
Manuela, empapada, se sentó en el suelo entre las piernas Jess, robándole un beso apresurado.
—¡Por favor! Voy a vomitar. —Reyes e Isabel desde el balancín empezaron a burlarse de ellas.
—¡Buscaros un hotel! —gritó Reyes.
—Te quiero tanto, mi amor… —Isabel comenzó a lanzarle besos a Reyes, las dos imitándolas
exageradas.
—Yo te quiero más…
—No, yo más…
—No, yo la que más.
—Sois idiotas, las dos —dijo Manuela estirándose.
Reían exageradamente. Helena se aproximó corriendo.
—Tía Ma, vamos a jugar con Arturo a la pelota. —Cogiéndola de la mano—. Vamos…
—Me voy a una tomar una cerveza con las chicas y ahora voy. ¿Vale?
La niña la miró como un perrillo abandonado.
—Venís una porfa, es que hay que ser cuatro. —Miró a Isabel y a Reyes, rogándoles.
—¿A sudar? ¿Éstas? Helena cariño, ya sabes que ellas sólo beben y critican —indicó
Manuela.
—Jo.
Manuela se levantó, pero Raúl le echó un cable desde la barbacoa.
—Vamos enana, yo voy contigo mientras viene la tía.
Manuela se recostó sobre Jess, de cara al sol, que le acariciaba el pelo cariñosa.
—Mira, tan preocupada de mi vida sexual, y tu marido ejercitando el reloj biológico. Deberías
hacértelo mirar…
—Por favor, Manu, ese tema está hablado. ¿Por qué lo llamas sexo cuándo quieres decir amor?
—replicó Reyes irónica.
—Créeme, también hay sexo, mucho y de calidad —argumentó picante.
Jess golpeó en la espalda de Manuela mientras se incorporaba haciéndose la ofendida,
dirigiéndose hacia Cristina, que salía de la cocina muy cargada.
—Chicas, que estoy delante…
—Ven, no les hagas caso, no te vayas.
—Sí —Isabel le hizo burla—, no te vayas mi amor, que no puedo estar ni un minuto sin tenerte
pegada.
Jess se alejó a ayudar a Cristina, mientras ellas tres continuaban con su guerra dialéctica, entre
botellín y botellín, entre sonrisa y sonrisa. La barbacoa de Raúl era, como Manuela había
avanzado, espectacular. No cocinaba para alimentarse, cuidaba cada detalle en un orden
perfectamente estudiado, dejando cada alimento en su punto justo, programaba el menú con el
mismo mimo que sus aplicaciones informáticas. Jess no perdía de vista a Reyes e Isabel, que
continuaban con su deporte favorito, vacilar a su novia. No podían tener más razón, se amaban, y
llevaban ya más de un mes flotando en una burbuja.
Ya la había enamorado antes de que pasara nada, pero a medida que la iba conociendo se
sorprendía un poco más. Según la dejaba entrar en su particular universo se deleitaba con su
bondad, su lealtad, su generosidad, su dulzura, su capacidad innata para proteger a los suyos…
Observándola en la distancia, recorriendo todo su cuerpo entre el cariño y la lujuria, vio como
se alejaba a hablar por teléfono. Cubriéndose con un vestido muy sexy se dirigió hacia ella,
hablándole al oído.
—Voy a salir un momento.
—¿A qué? —contestó Jess extrañada.
—Un asunto de la barriada, es un segundo. —La besó en la mejilla.
Peque y sus dos matones la esperaban apoyados en el coche en la puerta principal. Salió de
casa de Cristina haciéndose despreocupada una coleta y se encendió un cigarro.
—No dais un descanso.
—Está bien que disfrutes, te lo has ganado —afirmó Peque.
—No todos piensan igual…
—Los que te apreciamos sí, eso es lo que importa. ¿Está todo dispuesto? —bajó
intencionadamente el tono.
—Como quedamos. Como tú, soy una mujer de palabra.
—Y de bandera. —La señaló con la mano de arriba a abajo.
—Ja, ja, ja —Manuela sonrió—. No te pongas zalamero, no te pega nada. Haz lo que tengas
que hacer, pero no te expongas demasiado. No tienes mucho tiempo, sus abogados siguen jugando
fuerte.
—Será suficiente. —Se miraron un instante con respeto—. Muchas gracias Manuela —expresó
sincero—, por todo.
—Gracias a ti, por tu ayuda, siempre.
Jess vio desde lo alto de la escalera de la entrada cómo se abrazaban. Peque rodeaba con su
fornida constitución el cuerpecillo de Manuela, que parecía una muñeca en sus brazos.
—Veo que te has traído el trabajo a casa. —Manuela giró la cabeza y la vio en el umbral,
atenta. Sonrió—. Me gusta, mucho más que la otra.
—Eso no era difícil.
—Tráela un día a cenar, quiero conocerla, no es fácil encontrar a gente de fiar en lo tuyo.
—Con cuidado Peque… —Levantó el dedo índice y ambos rieron.

El tono de llamada al otro lado del teléfono parecía eterno. Al quinto tono una mujer
descolgó.
—No deberíamos hablar —dijo la voz aterciopelada con acento extranjero.
—Los están deteniendo a todos… —El hombre que había realizado la llamada estaba
alterado.
—Lo sabemos. No hay de qué preocuparse. Algunos tendrán que ser sacrificados.
—¿Cuántos? —preguntó asustado.
—Los que sean necesarios. Ya estamos moviendo a nuestros contactos para buscar otra
sede. Como todo, esto también pasará.
—¿Seguimos entonces con los planes previstos? —indagó cauteloso.
—No —respondió la mujer de manera firme—. Hay que esperar a que se calmen las cosas.
Te llamaremos cuando podamos volver a empezar.
Sin dar más explicaciones, colgó.

Las vacaciones les estaban sentado de maravilla. La sala encontrada en el sótano de los de
Gálvez era sólo la punta del iceberg de una complicada trama de torturas, asesinatos y
desapariciones, que duraba años e iba escalando en importancia a medida que averiguaban
procedimientos, actores y localizaciones. Detenidos los cabecillas y algún eslabón intermedio, iba
a ser una investigación larga y con muchas trabas económicas y políticas. Seguían intentando
localizar a la misteriosa mujer, Dietrich, que aparecía en todos los testimonios como el alma de la
trama y que aún no habían conseguido encontrar. Parecía que era alemana pero no lograban dar
con ella. Con una cantidad ingente de trabajo por delante, habían decidido tomarse una semana
para descansar y dedicarse sólo a ellas mismas.
Manuela leía en una hamaca entre dos árboles, mecida por el viento y arrullada por el
murmullo del mar, disfrutando del silencio y la calma, con los barcos surcando las aguas turquesas
de Menorca en el horizonte.
Cerró el libro y admiró la inmensidad del océano frente ella. Habían alquilado una casita en lo
alto de una cala preciosa, con jardín y unas vistas de escándalo. No era de lujo, pero tenía todo lo
que buscaban: tranquilidad, intimidad y mucho sol. Buscó furtiva y la encontró practicando yoga
frente al mar, concentrada, con el cuerpo escultural brillante por el sol y el aceite protector. Se
seguía sorprendiendo de las mariposas que inundaban su estómago con solo mirarla. En apenas
unos meses había conseguido que olvidara a Alicia y se sintiese plenamente feliz.
Esperó a que terminara, no se cansaba de observarla, y se acercó a ella por la espalda,
sigilosa, tumbándose sobre Jess mientras acababa su meditación.
—¿Quiere usted algo, inspectora López? —preguntó Jess sugerente con los ojos aún cerrados.
—A ti. —Comenzó a besarle el cuello sensualmente.
—Al final no te has unido.
—No, estaba mirándote.
—Estabas mirando al mar, mentirosa.
—También… —Manuela detuvo su cortejo. Ambas observaron el hipnótico movimiento de las
aguas cristalinas.
—¿Quieres alquilar un barco? Igual lo echas de menos…
Lo pensó durante un instante y supo enseguida la respuesta. No, no echaba de menos ni los
barcos, ni los lujos, ni nada, teniéndola entre sus brazos no necesitaba nada más.
—Sólo te echo de menos a ti.
La besó con ternura y, como siempre, sus cuerpos iniciaron el diálogo, compenetrándose,
acompasando melódicamente los movimientos y, fundiéndose casi en un único ser, hicieron
apasionadamente el amor.
Agradecimientos
Escribir esta novela, conociendo y acompañando a sus personajes, ha sido un viaje
maravilloso que no podría haber realizado sin vuestra ayuda.
Gracias a mi «editora», que además de mejorar la trama, una y otra vez, me presiona cada día
para llegar más allá y no me deja conformarme con nada. Sé que lo sabes, pero La Puja del Nueve
no habría llegado ni a un uno sin tu aportación.
Muchísimas gracias a los lectores beta, todos vuestros comentarios han sido impagables:
Pepes, fuisteis los primeros en leer la versión inicial y vuestro entusiasmo me permitió dar un
paso adelante. Eva, aún resuenan en mi cabeza esas palabras ácidas que me forzaron a triturar el
primer borrador, corrigiendo las historias y construyendo personajes infinitamente más complejos.
Belén y David, gracias por vuestra crítica constructiva, por mostrarme lo equivocada que estaba
en el target del posible lector y por dedicar parte de vuestro tiempo a este proyecto. Gracias por
tu enorme aportación Isabel, además de ayudarme a pulir los últimos detalles, has sabido
conceptualizar como nadie La Puja del Nueve con tu brillante diseño de portada. Por último,
Pequeña, que me conoces mejor que yo a mí misma... ¿A quién no le va a gustar contar con tu
opinión?
Gracias a todos los que habéis leído esta novela, sin vosotros no tendría sentido escribir.
Espero sinceramente que hayáis disfrutado tanto como yo y que me acompañéis en mis próximas
historias.
Sobre el autor
Con la publicación de La Puja del Nueve, y bajo el seudónimo de Julia Briz, una joven
periodista madrileña cumple su sueño de escribir una novela.
La Puja del Nueve es el primer volumen de la serie Miradas Perdidas, donde su autora nos
propone seguir acompañando a la inspectora Manuela López en sus trepidantes investigaciones.
Si quieres estar informado de siguientes publicaciones, novedades, o compartir tus
comentarios sobre la novela, puedes hacerlo en: https://juliabriz.wixsite.com/writer
Índice de contenido
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Epílogo
Agradecimientos
Sobre el autor

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