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Mentiras fundadoras

Revista: 1023 Fecha: 1996-06-08


Mentiras fundadoras
Héctor Aguilar Camín
El pleito que libra la jerarquía eclesiástica por el dominio de la Basílica de
Guadalupe fue sazonado con la vieja disputa sobre la verdad histórica de la
aparición de la Virgen Morena al más modesto de sus hijos, un indio llamado
Juan Diego, en el peñasco del Tepeyac, el año de 1531. Como lo han
demostrado grandes historiadores de México —Fray Servando Teresa
de Mier y Joaquín García Icazbalceta en el siglo XIX, Francisco de la Maza y
Edmundo O'Gorman en el siglo XX—, la aparición de la Virgen es una
invención documental posterior a la supuesta fecha del acontecimiento.
Testigos del inicio del culto, en particular quien habría sido su testigo directo,
Fray Juan de Zumárraga, no aludieron en su momento a las apariciones. En
cambio, previnieron contra la superchería de atribuir milagros y venerar la
efigie española de Guadalupe como sustituto de la deidad indígena
Tonantzin.
En la prensa mexicana de hoy, no ha sido un historiador, sino el estimulante
autor de la columna de ciencia de La Jornada, Luis González de Alba, quien
ha tenido la valentía y la honestidad de recordar hechos centrales del mito
guadalupano. En 1547, aludiendo a la incipiente milagrería del culto,
Zumárraga advirtió: "Ya no quiere el redentor del mundo que se hagan
milagros porque no son menester". Fray Bernardino de Sahagún llamó a la
efigie de Guadalupe "invención satánica para paliar la idolatría". En 1556,
hablando ante el virrey, el provincial de los franciscanos, Francisco de
Bustamante, denunció al arzobispo de México "por permitir que se diga que
hace milagros la imagen pintada por el indio Marcos", identificando así al
autor inmortal de la efigie que se venera en la Basílica de Guadalupe:
Marcos Cipac de Aquino, cuya popularidad en la época no requería más
referencias identificatorias que decir "el indio Marcos". En vísperas de la
Independencia, Fray Servando Teresa d
e Mier casi pierde la vida al desautorizar en un sermón la veracidad histórica
de las apariciones guadalupanas que llamó "leyenda piadosa".
La leyenda piadosa, sin embargo, siguió ganando fuerza, marchó en los
sombreros y las banderas de los insurgentes quedando atada a la identidad
del México independiente como madre propicia. Siguió también
despertando celo y animosidad de parte del clero que veía en el culto
guadalupano lo mismo que sus antecesores novohispanos: una falsificación
de la religiosidad popular. Tan vigorosas eran estas corrientes escépticas al
terminar el siglo XIX que, en protesta por la coronación de la Virgen de
Guadalupe como patrona de México, hace cien años, el obispo de
Tamaulipas, Eduardo Sánchez Camacho, renunció a su diócesis, declarando
que el culto guadalupano "constituye un abuso en perjuicio de un pueblo
crédulo y en su mayoría ignorante". (González de Alba, La Jornada, 3/6/96).
La fuerza admirable del culto guadalupano es tan evidente como la
falsedad histórica de las apariciones. Si hacen falta milagros para creer, el
verdadero milagro guadalupano es la poderosa construcción colectiva de
ese culto, a través de los siglos, en la imaginación y la religiosidad del pueblo
de México. Pero con la arrolladora verdad nacional del culto guadalupano
fue creciendo también el poder de la versión aparicionista. El portento de la
fe popular dio fuerza de verdad al asunto de la aparición, que ha terminado
siendo un tabú más de la conciencia nacional, en su vertiente religiosa.
Los historiadores, los educadores, los políticos, los mexicanos en general que
quieren una vida pública transparente y verdadera, tienen que mirar con
desasosiego ese inquietante proceso mediante el cual algunas de nuestras
creencias colectivas fundamentales tienen por origen comprobables
falsificaciones históricas. Mentiras fundadoras rigen algunas de las certezas
más íntimas de nuestra conciencia colectiva. La aparición de la Virgen de
Guadalupe es una de ellas, pero hay otras. Por ejemplo, la idea de que es
Cuauhtémoc con su resistencia heroica quien representa, mejor que Cortés,
con su conquista predatoria, el espíritu de la mexicanidad, y que la raíz
española es una raíz intrusa y opresiva, en vez de una raíz fértil y pródiga de
nuestra construcción nacional. Otro ejemplo: la idea de que debemos la
independencia del país a la violencia rasgadora de Hidalgo y Morelos, más
que a la conciliación pragmática de Iturbide. Otro más: la idea de que los
jefes perdedores, Zapata y
Villa, representan mejor que los jefes triunfadores —Carranza, Obregón
o Calles— el verdadero espíritu de la Revolución Mexicana. Y nuestra
patética colección de héroes derrotados. Y nuestra bisutería de pípilas
inexistentes y dudosos niños héroes.
Mentiras fundadoras. ¿Estamos condenados a vivir con ellas, a no poder
disipar los fantasmas que nosotros mismos hemos construido?

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