En efecto, no habiendo ninguna relación entre cada sensación y el
objeto que la ocasiona, o al menos al cual la referimos, no parece que se pueda encontrar, mediante el razonamiento, paso posible de una a otro; no hay más que una especie de instinto, más seguro que la razón misma, que pueda obligarnos a franquear tan gran intervalo, y este instinto es tan vivo en nosotros, que, aunque supusiéramos por un momento que subsistiría mientras los objetos exteriores dejaran de existir, estos mismos objetos resucitados de pronto no podrían aumentar la fuerza de aquel instinto. De todos los objetos que nos afectan con su presencia, la existencia de nuestro propio cuerpo es lo que más nos impresiona, porque nos pertenece más íntimamente; pero, apenas sentimos la existencia de nuestro cuerpo, advertimos la atención que exige de nosotros para eludir los peligros que lo rodean. No es que todos los cuerpos exteriores nos hagan experimentar sensaciones desagradables: algunos parecen compensarnos por el placer que su acción nos procura. Pero es tal la desdicha de la condición humana, que el dolor es en nosotros el sentimiento más vivo; el placer nos afecta menos que el dolor, y casi nunca basta a consolarnos de él.
La impenetrabilidad, unida a la idea de extensión, parece
presentarnos un misterio más; la naturaleza del movimiento es un enigma para los filósofos; el principio metafísico de las leyes de la percusión les está igualmente vedado; en una palabra: cuanto más ahondan en la idea que se hacen de la materia y de las propiedades que la representan, más parece que se les entenebrece y se les escapa esta idea. El sistema general de las ciencias y de las artes es una especie de laberinto, de camino tortuoso, en el que la inteligencia se interna sin conocer muy bien el rumbo que debe seguir. Acuciado por sus necesidades y por las del cuerpo al que está unido comienza por estudiar los primeros objetos que se le ofrecen; penetra lo más que puede en el conocimiento de estos objetos; no tarda en encontrar dificultades que lo detienen, y sea por la esperanza o incluso por la desesperanza de vencerlos, se lanza a un nuevo camino; vuelve luego sobre sus pasos; franquea a veces las primeras barreras para encontrar otras nuevas; y, pasando rápidamente de un objeto a otro, hace sobre cada uno de estos objetos, en diferentes intervalos y como a saltos, una serie de operaciones en las que la discontinuidad es un efecto necesario de la misma generación de sus ideas. Pero este desorden, por muy filosófico que sea por parte del espíritu, desfiguraría, o más bien destruiría enteramente un árbol enciclopédico en el que quisiéramos representarlo.