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JEAN LE ROND D'ALEMBERT (1717) Francia

En efecto, no habiendo ninguna relación entre cada sensación y el


objeto que la ocasiona, o al menos al cual la referimos, no parece
que se pueda encontrar, mediante el razonamiento, paso posible de
una a otro; no hay más que una especie de instinto, más seguro
que la razón misma, que pueda obligarnos a franquear tan gran
intervalo, y este instinto es tan vivo en nosotros, que, aunque
supusiéramos por un momento que subsistiría mientras los objetos
exteriores dejaran de existir, estos mismos objetos resucitados de
pronto no podrían aumentar la fuerza de aquel instinto.
De todos los objetos que nos afectan con su presencia, la existencia
de nuestro propio cuerpo es lo que más nos impresiona, porque nos
pertenece más íntimamente; pero, apenas sentimos la existencia de
nuestro cuerpo, advertimos la atención que exige de nosotros para
eludir los peligros que lo rodean. No es que todos los cuerpos
exteriores nos hagan experimentar sensaciones desagradables:
algunos parecen compensarnos por el placer que su acción nos
procura. Pero es tal la desdicha de la condición humana, que el
dolor es en nosotros el sentimiento más vivo; el placer nos afecta
menos que el dolor, y casi nunca basta a consolarnos de él. 

La impenetrabilidad, unida a la idea de extensión, parece


presentarnos un misterio más; la naturaleza del movimiento es un
enigma para los filósofos; el principio metafísico de las leyes de la
percusión les está igualmente vedado; en una palabra: cuanto más
ahondan en la idea que se hacen de la materia y de las propiedades
que la representan, más parece que se les entenebrece y se les
escapa esta idea. El sistema general de las ciencias y de las artes
es una especie de laberinto, de camino tortuoso, en el que la
inteligencia se interna sin conocer muy bien el rumbo que debe
seguir. Acuciado por sus necesidades y por las del cuerpo al que
está unido comienza por estudiar los primeros objetos que se le
ofrecen; penetra lo más que puede en el conocimiento de estos
objetos; no tarda en encontrar dificultades que lo detienen, y sea
por la esperanza o incluso por la desesperanza de vencerlos, se
lanza a un nuevo camino; vuelve luego sobre sus pasos; franquea a
veces las primeras barreras para encontrar otras nuevas; y,
pasando rápidamente de un objeto a otro, hace sobre cada uno de
estos objetos, en diferentes intervalos y como a saltos, una serie de
operaciones en las que la discontinuidad es un efecto necesario de
la misma generación de sus ideas. Pero este desorden, por muy
filosófico que sea por parte del espíritu, desfiguraría, o más bien
destruiría enteramente un árbol enciclopédico en el que quisiéramos
representarlo.

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