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Índice

CAPÍTULO 1: Intención del autor.......................................................................3


CAPÍTULO 2: La perfección de la vida espiritual consiste esencialmente en la
caridad.................................................................................................................3
CAPÍTULO 3: El criterio de perfección es el amor a Dios y el amor al prójimo.4
CAPÍTULO 4: Perfección de caridad divina que sólo Dios puede tener..............5
CAPÍTULO 5: La perfección de la caridad divina propia de los bienaventurados.5
CAPÍTULO 6: Perfección de amor divino que se requiere en este mundo para
alcanzar la salvación............................................................................................7
CAPÍTULO 7: Perfección de amor divino que cae bajo consejo..........................8
CAPÍTULO 8: Primer camino hacia la perfección: renuncia a las cosas
temporales...........................................................................................................8
CAPÍTULO 9: Segunda vía de perfección: renuncia a los afectos sensibles y al
matrimonio........................................................................................................11
CAPÍTULO 10: Ayudas para guardar la continencia.........................................15
CAPÍTULO 11: Tercera vía de perfección: renuncia a la propia voluntad.........19
CAPÍTULO 12: Las tres indicadas vías de perfección pertenecen con propiedad
al estado religioso..............................................................................................22
CAPÍTULO 13: Sobre el error de quienes tienen la pretensión de rebajar el mérito
de la obediencia o del voto................................................................................24
CAPÍTULO 14: Perfección de amor al prójimo necesaria para la salvación......29
CAPÍTULO 15: Perfección de amor al prójimo que cae bajo consejo...............32
CAPÍTULO 16: Perfección intensiva del amor al prójimo.................................34
CAPÍTULO 17: Perfección del amor al prójimo: sus efectos.............................36
CAPÍTULO 18: Requisitos del estado de perfección.........................................38
CAPÍTULO 19: Estado de perfección: obispos y religiosos...............................39
CAPÍTULO 20: Preeminencia del estado episcopal sobre el religioso...............41
CAPÍTULO 21: Respuesta a los argumentos contrarios.....................................43
CAPÍTULO 22: El estado episcopal, aunque más perfecto, no debe ser apetecido.
...........................................................................................................................46
CAPÍTULO 23: Sobre el estado de presbítero y arcediano: ¿Es más perfecto que
el religioso?.......................................................................................................49
CAPÍTULO 24: Razones alegadas a favor del estado de mayor perfección de los
párrocos que el estado religioso........................................................................53
CAPÍTULO 25: Razones que pretenden demostrar el estado de perfección de
arcedianos y párrocos, aunque no se constituyan mediante alguna bendición o
consagración......................................................................................................56
CAPÍTULO 26: ¿El cese legítimo en la dedicación pastoral es incompatible con
el estado de perfección?....................................................................................57
CAPÍTULO 27: Respuesta a los argumentos sobre el estado de mayor perfección
de párrocos y de arcedianos que el de los religiosos.........................................58
CAPÍTULO 28: Respuesta a los argumentos que pretendían que la carencia de
bendición solemne o consagración obstara al estado de perfección de párrocos y
arcedianos..........................................................................................................64
CAPÍTULO 29: Respuesta a los argumentos que argüían que el posible cese de la
cura pastoral es incompatible con el estado de perfección de sacerdotes y
arcedianos..........................................................................................................67
CAPÍTULO 30: Dedicaciones propias de los religiosos.....................................70
CAPÍTULO 1:
Intención del autor

Algunos, siendo ignorantes en tema de perfección, han tenido el


atrevimiento de escribir cosas sin sentido acerca del estado de perfección. Por
este motivo, nos proponemos hacer un estudio sobre la perfección, tratando los
puntos siguientes: en qué consiste ser perfecto y cómo se alcanza la perfección,
cuál es el estado de perfección, qué deben hacer quienes asumen el estado de
perfección.

CAPÍTULO 2:
La perfección de la vida espiritual consiste esencialmente en la caridad.

En primer lugar, hay que tener en cuenta que perfecto tiene


múltiples acepciones. Algo puede ser perfecto en absoluto, o sólo desde algún
punto de vista. Perfecto en absoluto es aquello que alcanza el fin que le
corresponde según su propia naturaleza; perfecto desde algún punto de vista es
lo que logra el fin correspondiente a alguna de las cosas conexas con su propia
naturaleza. Así, por ejemplo, de un animal se dice que es perfecto en absoluto,
cuando es conducido hasta un fin en el que no falte nada de lo perteneciente a la
integridad de la vida animal: no hay carencia alguna en el número y disposición
de los miembros, el cuerpo ha logrado su desarrollo y goza de las potencias
capaces de realizar las operaciones propias de la vida animal. Perfecto desde
algún punto de vista es el animal que alcanza la perfección de algo
concomitante: por ejemplo, perfecto en blancura, en olfato, o en cosa semejante.
De acuerdo con esto, por lo que se refiere a la vida espiritual, se
dice que un hombre es perfecto en absoluto, cuando en él se cumple lo que es
principal en la vida espiritual. La perfección desde algún punto de vista consiste
en algo que se añade a la vida espiritual.
Ahora bien, la vida espiritual consiste principalmente en la caridad;
de modo que, desde el punto de vista espiritual, quien no la posee es tenido en
nada. Por este motivo el Apóstol dice: Aunque tuviese el don de
profecía, aunque tuviese plenitud de ciencia y conociese todos los
misterios, aunque mi fe fuese capaz de trasladar montañas, si no tengo
caridad, no soy nada (1 Cor 13,2). El apóstol San Juan afirma que toda la vida
espiritual consiste en el amor. Dice, en efecto: Sabemos que hemos sido
trasladados de la muerte a la vida en que amamos a los hermanos. Quien no
ama permanece en la muerte (1 Jn 3,14).
Por consiguiente, cuando se trata de vida espiritual, es perfecto en
absoluto aquel que es perfecto en la caridad. Desde algún particular punto de
vista, puede uno ser considerado perfecto cuando posee con perfección
cualquiera otra cosa perteneciente a la vida espiritual. Lo cual puede ser
demostrado claramente por lo que la Sagrada Escritura dice. El Apóstol atribuye
la perfección principalmente a la caridad (cf. Col 3,14). Después de haber
enumerado varias virtudes, a saber, la misericordia, la benignidad, la humildad,
etc., añade: Ante todo, tened caridad, que es vínculo de perfección.
Algunos son llamados perfectos en razón del conocimiento intelectual.
Dice, en efecto, el Apóstol: En cuanto a malicia, sed niños; pero sed perfectos
en el juicio (1 Cor 14,20). Y en otro lugar de la misma carta dice: Sed perfectos
en el sentir y en el pensar (1,10). El Apóstol habla así después de haber dicho
que, por grande que sea la ciencia de alguien, si a éste le falta la caridad, es
tenido en nada. Desde este punto de vista, puede alguien ser llamado perfecto en
razón de la paciencia, la cual produce obras perfectas, como dice Santiago (cf.
Sant 1,4); y cosa parecida se puede decir respecto de cualesquiera otras virtudes.
Esto no debe extrañar, porque también en el orden del mal se dice de alguien
que es perfecto: perfecto ladrón, perfecto bandido. La Escritura misma usa este
modo de hablar. Isaías, por ejemplo, dice: El corazón del necio comete
iniquidad con perfecto disimulo (Is 32,6).

CAPÍTULO 3:
El criterio de perfección es el amor a Dios y el amor al prójimo.

Una vez asentado que la perfección consiste principalmente en la caridad,


se puede ver ya de modo claro en qué consista la perfección de la vida espiritual.
Los preceptos de la caridad son dos, de los cuales uno pertenece al amor de Dios
y el otro al amor del prójimo. Estos dos preceptos guardan orden entre sí, de
acuerdo con el orden de la caridad. Lo que principalmente ha de ser amado por
caridad es el sumo bien, el que nos hace a nosotros bienaventurados, o sea, Dios.
En segundo lugar, también ha de ser amado por caridad el prójimo, el cual nos
está unido por un cierto derecho social, en la participación de la
bienaventuranza.
Lo que debemos amar por caridad en el prójimo es esto: que lleguemos
juntos a la bienaventuranza.
Este orden entre los preceptos de la caridad fue manifestado por el Señor
mismo en el evangelio cuando dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu
corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el mandamiento máximo
y primero. El segundo es semejante a éste: amarás al prójimo como a ti
mismo (Mt 22,37-39). Por tanto, la perfección de la vida espiritual consiste, ante
todo y principalmente, en el amor de Dios. Ésta es la razón de que el Señor,
dirigiéndose a Abraham, le diga: Camina en presencia mía y sé perfecto (Gén
17,1). Ahora bien, ante Dios no se camina con pasos corporales, sino con los
afectos de la mente. De manera subordinada, la perfección de la vida espiritual
consiste en el amor al prójimo. Por lo cual, el Señor, después de haber
dicho amad a vuestros enemigos (Mt 5,44) y de añadir otras muchas cosas
relativas al amor del prójimo, dice finalmente a modo de
conclusión: Sed, pues, perfectos como perfecto es vuestro Padre del cielo (v.48).

CAPÍTULO 4:
Perfección de caridad divina que sólo Dios puede tener.

En ambos modos de caridad hay muchos grados de perfección. Por lo que


se refiere a la caridad para con Dios, el primer y supremo grado de perfección en
la caridad compete a solo Dios. Para entender de alguna manera, es necesario
prestar atención al objeto merecedor de amor y al sujeto que ama. El objeto, de
suyo, requiere ser amado en toda la medida en que lo merece. La perfección, por
parte del sujeto, requiere que algo sea amado con todas las fuerzas de quien ama.
Ahora bien, dado que cada cosa merece ser amada en lo que tiene de
buena y que la bondad de Dios es infinita, Dios es infinitamente amable. No hay
criatura alguna capaz de amar infinitamente, puesto que ninguna facultad finita
puede realizar un acto infinito. Por consiguiente, sólo Dios, cuyo poder de amar
iguala a su bondad, puede amarse perfectamente a sí mismo, de acuerdo con el
primer modo de perfección [o sea, el que consiste en el perfecto cumplimiento
del primer precepto de la caridad].

CAPÍTULO 5:
La perfección de la caridad divina propia de los bienaventurados.

Para la criatura racional, el único modo posible de amar a Dios


perfectamente se toma por parte del sujeto que ama; consiste en que la criatura
racional ame a Dios con todas sus posibilidades: tal como está expresado de
manera manifiesta en el primer precepto. Amarás al Señor tu Dios con todo tu
corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas (Dt 6,5). Lucas añade: Y con
toda tu mente (10,27). Corazón remite a la intención; mente, al conocimiento;
alma, al afecto; fortaleza, a la realización. Todo esto ha de ser puesto al servicio
del amor a Dios.
Esto puede ser cumplido de dos maneras. Todo y perfecto es aquello a lo
que no falta nada. Dios será amado con todo el corazón, con toda el alma, con
todas las fuerzas y con toda la mente, si en todas y en cada una de éstas no hay
nada que no sea ofrecido a Dios, actualmente y en su totalidad. Pero este
perfecto modo de caridad no es posible para los viadores, sino que es propio de
los comprehensores. Por este motivo dice el Apóstol: No es que haya alcanzado
la meta o que sea perfecto ya; sigo caminando, para ver si de algún modo lo
consigo (Flp 3,12). Habla como quien espera la perfección para el momento en
que, recibida la palma de la bienaventuranza, llegue a ser comprehensor. Le es
dada la comprehensión no en cuanto incluye total o completa delimitación del
objeto comprehendido, porque, para cualquier criatura, Dios es
incomprehensible. La comprehensión de que se trata significa tan sólo que
alguien, en su marcha, dio alcance al objeto.
En la bienaventuranza del cielo, el entendimiento y la voluntad de la
criatura racional se dirigen siempre actualmente a Dios, pues la bienaventuranza
consiste precisamente en aquel goce. Ahora bien, la bienaventuranza de la
criatura racional se logra no por un hábito, sino por un acto. La criatura racional
se adhiere a Dios como a fin último, que es la verdad suprema. La orientación de
todas las cosas al fin último es obra de la intención, y la regla tomada del último
fin es la que decide cómo habrá de ser realizado todo lo demás. Por
consiguiente, en la perfección de la bienaventuranza, la criatura racional amará a
Dios con todo el corazón, cuando toda su intención vaya a Dios en todo lo que
piensa, en todo lo que ama, en todo lo que hace; lo amará con toda la mente,
cuando la mente se encamine a Dios, contemplándolo siempre y todas las cosas
en él; amará con toda el alma, cuando la totalidad de su afecto esté asentada en
Dios de manera ininterrumpida y amando todo lo demás por razón de él; lo
amará con toda la fortaleza o con todas las fuerzas, cuando el motivo de todas
las obras exteriores sea el amor de Dios.
Éste es, por tanto, el segundo modo de perfecto amor a Dios, a saber: el
propio de los bienaventurados.
CAPÍTULO 6:
Perfección de amor divino que se requiere en este mundo para alcanzar la
salvación

Hay otro modo de amar a Dios con todo el corazón, con toda la mente,
con toda el alma y con todas las fuerzas. Consiste en que no haya en nosotros
cosa alguna que no esté referida a Dios actual o [por lo menos] habitualmente.
Esta perfección de amor a Dios es la requerida por el precepto dado al hombre.
El precepto requiere, en primer término, que el hombre lo ordene todo a
Dios como a fin, de acuerdo con la enseñanza del Apóstol, cuando dice: Ya
comáis, ya bebáis, o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de
Dios (1 Cor 10,31). Se cumple esto cuando el hombre ordena toda su vida al
servicio de Dios; de este modo, todo lo que hace para bien suyo queda
virtualmente ordenado, a no ser que se trate de cosas que apartan de Dios, como
los pecados. Así se hace efectivo que el hombre ama a Dios de todo corazón.
En segundo lugar, el precepto requiere que el hombre someta a Dios su
entendimiento, como dice el Apóstol: Someted a obediencia vuestro
entendimiento para gloria de Cristo (2 Cor 10,5). De este modo, Dios es amado
con toda la mente.
En virtud del precepto se requiere, en tercer lugar, que el hombre ame en
Dios todo lo que ama y, hablando de manera universal, que ordene todos sus
afectos al amor de Dios. Es lo que dice el Apóstol: Si somos exagerados, lo
hacemos por Dios; si nos quedamos cortos, también. Lo que nos apremia es la
caridad de Cristo (2 Cor 5,13-14). Así, Dios es amado con toda el alma.
Se requiere, en cuarto lugar, que todo lo perteneciente a nuestra vida
exterior, palabras y obras, se derive de la caridad, de acuerdo con lo que dice el
Apóstol: Hacedlo todo por caridad (1 Cor 16,14). Así, Dios es amado con todas
las fuerzas.
Éste es el tercer modo de un perfecto amor de Dios, al cual todos están
obligados por el precepto. El modo segundo a nadie es posible en esta vida sin
ser simultáneamente viador y comprehensor, como el Señor Jesucristo.
CAPÍTULO 7:
Perfección de amor divino que cae bajo consejo

El Apóstol, después de haber dicho no es que la haya alcanzado ya, es


decir, que haya logrado la perfección, añade esto otro: Sigo en pos de ella, por
si logro apresarla. Y hace esta reflexión: Todos los que somos
perfectos, pensemos esto mismo (Flp 3,12-15). De estas palabras se sigue
claramente que, si bien la perfección de los comprehensores no nos es posible en
esta vida, debemos, sin embargo, vivir con la aspiración de que, en la medida de
lo posible, alcancemos alguna semejanza de aquella perfección. En esto consiste
una perfección posible en esta vida, a la cual somos invitados por medio de los
consejos [evangélicos].
Es un hecho manifiesto que el corazón humano se dirige tanto más
intensamente a lo uno cuanto más apartado está de aquello en que hay muchas
cosas. Por consiguiente, el espíritu del hombre es llevado a amar a Dios con
tanta mayor perfección, cuanto más separado está de apego a las cosas
temporales. Por lo cual dice Agustín que el veneno dela caridad es la codicia de
bienes temporales; cuando la codicia disminuye, la caridad aumenta. Y cuando
la codicia desaparece, la caridad llega a perfección.
Ahora bien, todos los consejos por los que somos invitados a la
perfección, se orientan a esto: a que el espíritu del hombre se aparte del apego a
cosas temporales para que, de este modo, la mente tienda con mayor libertad
hacia Dios, por la contemplación, el amor y el cumplimiento de su voluntad.

CAPÍTULO 8:
Primer camino hacia la perfección: renuncia a las cosas temporales

Entre los bienes temporales que han de ser abandonados están los bienes
exteriores, conocidos con el nombre de riquezas. De esto da consejo el Señor,
cuando dice: Si quieres ser perfecto, vete, vende todo lo que tienes, entrega el
dinero a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; después ven y sígueme (Mt
19,21). La utilidad de este consejo se manifiesta en lo que sigue. Hay, en primer
lugar, un hecho evidente. Cuando aquel joven, que había preguntado sobre la
perfección, escuchó la respuesta, se fue triste. Como dice Jerónimo, nos es dada
la razón de la tristeza: tenía grandes posesiones, o sea, las llamadas espinas y
cardos que ahogan la semilla del Señor. El Crisóstomo, exponiendo el mismo
pasaje, dice: No queda igualmente paralizado quien posee poco y quien abunda
en posesiones; el acrecentamiento de las riquezas aumenta el ansia de poseer y
la codicia se hace más violenta. En la carta a Paulino y Terasia, dice también
Agustín: Los bienes terrenos, cuando son poseídos atan con más fuerza que el
deseo de alcanzarlos. ¿Por qué aquel joven se alejó, sino porque tenía grandes
riquezas? Hay mucha diferencia entre renunciar a añadir lo que no se tiene y
renunciar a lo que ya se posee. Aquello es desechado como ajeno; esto otro es
como seccionar miembros.
En segundo lugar, la utilidad del consejo es puesta de manifiesto por las
palabras del Señor, el cual añade: El rico entrará difícilmente en el reino de los
cielos (Mt 19,23). Jerónimo, en el lugar citado, lo expone así: Es difícil
desprenderse de las riquezas poseídas. No dijo: es imposible que un rico entre
en el reino de los cielos, sino que es difícil. Cuando se afirma una dificultad, no
se intenta presuponer la imposibilidad; sólo se deja en claro que es cosa
rara. El Crisóstomo, también en el lugar citado, anota que el Señor va más
adelante y viene a mostrar que es imposible, diciendo: Mayor facilidad es la de
un camello para pasar por el agujero de una aguja que la de un rico para
entrar en el reino de los cielos. Este modo de hablar, como dice Agustín, hizo
ver a los discípulos que todos cuantos codician riquezas han de ser contados en
el número de los ricos; de otro modo, dado que los ricos son pocos en
comparación con la multitud de pobres, los discípulos no habrían
preguntado: ¿Quién, por tanto, puede salvarse? (Mt 19,25).
De ambas sentencias del Señor se deduce manifiestamente que quienes
poseen riquezas, con dificultad entran en el reino de los cielos, porque, como el
Señor mismo dice en otra parte, la preocupación por las cosas de este mundo y
el engaño de las riquezas ahoga la palabra de Dios y la hace estéril (Mt 13,24).
A quienes aman desordenadamente las riquezas les es imposible entrar en el
reino de los cielos, mucho más que al camello entrar por el hondón de una aguja,
entendida la expresión al pie de la letra. En efecto, esto es imposible, porque va
contra la naturaleza; aquello, en cambio, porque se opone al plan de Dios, un
plan cuyo poder es muy superior al de cualquier naturaleza creada.
Por aquí se ve la razón de este consejo divino. Se da consejo en orden a
conseguir lo que es más provechoso, de acuerdo con lo que dice el Apóstol: Esto
es lo que aconsejo, porque es provechoso (2 Cor 8,10). Por consiguiente, en
orden a conseguir la vida eterna es más provechoso desechar las riquezas que
poseerlas. Quienes poseen riquezas entran con dificultad en el reino de los
cielos, porque es difícil que el afecto no esté apegado a riquezas poseídas: el
apego puede hacer incluso imposible la entrada en el reino de los cielos. Fue,
por tanto, saludable que el Señor aconsejase como más provechoso el abandono
de las riquezas.
En contra de lo dicho, alguien podría objetar que Mateo (cf. Mt 9,8-13) y
Zaqueo (cf. Lc 19,1-10) poseyeron riquezas y, sin embargo, entraron en el reino
de los cielos. Jerónimo da la solución, en el lugar citado, diciendo: Se ha de
tener en cuenta que, al momento de entrar, dejaron de ser ricos.
Pero está el caso de Abraham. Él nunca dejó de ser rico; murió dueño de
riquezas y, a la hora de la muerte, las dejó a sus hijos, como se lee en el Génesis
(cf. 25,5-8). El Señor, sin embargo, le había dicho: Sé perfecto (Gén 17,1). Para
este problema no habría solución, si la perfección cristiana consistiera en el
abandono mismo de las riquezas, pues se seguiría que quien posee riquezas no
puede ser perfecto.
Pero las palabras del Señor, debidamente analizadas, no ponen la
perfección en el abandono mismo de las riquezas. Más bien, el Señor presenta
este abandono como un camino de perfección, y así lo hace ver el modo de
hablar. Dice, en efecto: Si quieres ser perfecto, ve, vende todo lo que tienes y
dalo a los pobres, y sígueme (Mt 19,21); con ello da a entender que la
perfección está en el seguimiento de Cristo y que el abandono de las riquezas es
un camino de perfección. Esto es lo que da a entender Jerónimo cuando en el
lugar citado de Super Matthaeum dice: Puesto que no basta abandonar, Pedro
añade lo que es perfecto: Y te hemos seguido. Orígenes, exponiendo el pasaje
bíblico de que se viene hablando, anota que el ‘si quieres ser perfecto’ etc., no
quiere decir que en el momento mismo en que uno hace entrega de todos sus
bienes a los pobres, llegue a ser totalmente perfecto; aquél es el día en que la
mirada puesta en Dios lo irá conduciendo hacia todas las virtudes.
Tal vez alguien, dueño de riquezas, es perfecto, porque se da a Dios con
perfecta caridad. Así, en medio de las riquezas, Abraham fue perfecto; su
espíritu no estaba atado a las riquezas, sino totalmente entregado a Dios. Esto es
lo que significan las palabras que el Señor le dirigió: Camina en presencia mía y
sé perfecto (Gén 17,1). Da a entender que su perfección consistía en caminar en
presencia de Dios, amándolo perfectamente hasta el desprecio de sí mismo y de
todas sus cosas; esto lo demostró especialmente en la inmolación del hijo,
motivo por el cual le fue dicho: Por haber hecho esto, sin perdonar a tu hijo
por amor de mí, te bendeciré (Gén 22,16).
Si de aquí alguien quisiera deducir que es inútil el consejo del Señor sobre
el desprendimiento de las riquezas, basado en que Abraham, poseyendo
riquezas, fue perfecto, se le puede responder claramente a base de lo ya dicho.
El Señor dio este consejo no porque los ricos no puedan ser perfectos, o no
puedan entrar en el reino de los cielos, sino porque ni una cosa ni otra pueden
conseguirla fácilmente. Grande fue la virtud de Abraham, el cual, poseyendo
riquezas, tuvo un espíritu libre de las riquezas; como también fue grande la
fuerza de Sansón, el cual, sin armas, con la sola mandíbula de una borrica,
derrotó a muchos enemigos. Sin embargo, no es inútil aconsejar al soldado que,
cuando vaya a la guerra, se provea de armas para vencer a los enemigos. Por
consiguiente, tampoco el hecho de que Abraham haya podido ser perfecto en
medio de las riquezas permite considerar inútil que a quienes desean la
perfección les sea dado el consejo de renunciar a las riquezas.
Los hechos grandiosos no permiten hacer deducciones, porque para los
débiles es más fácil admirarlos y encomiarlos que imitarlos.
Por este motivo se dice: Bienaventurado el rico que no cometió
pecado, que no ambicionó el oro, ni puso su esperanza en los tesoros de
dinero (Eclo 31,8). Muestra poseer gran virtud y vivir firmemente asentado en
Dios mediante caridad perfecta el rico que no se mancha con apego a las
riquezas, que no se deja guiar por la codicia del dinero, ni se sobrepone
orgullosamente a los demás, confiado en sus riquezas. Este es el motivo de que
el Apóstol diga: A los ricos de este mundo encárgales que no sean altivos y que
no pongan su esperanza en la inseguridad de las riquezas (1 Tim 6,17).
Pero cuanto mayor es la dicha de un rico poseedor de estas cualidades,
tanto su número es menor. Por eso se lee lo siguiente: ¿Quién es éste? Porque
debemos alabarlo. En su vida hizo cosas admirables (Eclo 31,9).
Verdaderamente realiza obras dignas de admiración quien, viviendo en
abundancia de riquezas, no tiene apego a ellas. Quien practique esto es perfecto,
sin duda alguna. Por eso, la Escritura continúa diciendo: ¿Quién fue probado y
se comportó dignamente en esto, es decir, en hacer vida intachable en medio de
las riquezas? Una persona así es raro encontrarla. Pero esto será para ella
motivo de gloria eterna (Eclo 31,10). Así se ve la coherencia con las palabras
del Señor, cuando dice ser difícil que un rico entre en el reino de los cielos (Mt
19,23).
He aquí la primera vía para la perfección. Consiste en que alguien, por el
empeño de seguir a Cristo, desechando los bienes temporales, abrace la pobreza.
CAPÍTULO 9:
Segunda vía de perfección: renuncia a los afectos sensibles y al matrimonio.

El modo más adecuado de exponer la segunda vía de perfección se


encuentra en unas palabras de Agustín que dice en el XII De Trinitate: Tanto
uno está más inserto en Dios cuanto menos amado es lo propio. Por
consiguiente, el orden existente entre los bienes propios a que uno renuncia por
amor de Dios determina el orden de aquellos por los que se llega a la perfecta
inserción en Dios. La renuncia ha de comenzar por las cosas que nos están
menos unidas. Por tanto, quienes aspiran a la perfección han de comenzar
abandonando los bienes exteriores, que están separados de nuestra naturaleza.
En segundo término, hay que abandonar aquellas cosas en que estamos
unidos por la comunión de naturaleza, por el parentesco y por cualquier forma
de cercanía. Es lo que dice el Señor: Si alguien quiere venir en pos de mí y no
aborrece a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos
y hermanas, no puede ser discípulo mío (Lc 14,26). A este propósito, dice
Gregorio: Hay que averiguar cómo es que a nosotros a quienes nos es impuesto
el mandamiento de amar a los enemigos, se nos manda aborrecer a los
parientes y a los amigos según la naturaleza. Pero si prestamos atención a las
palabras del precepto y actuamos con discernimiento, podemos cumplir ambas
cosas. Es amado bajo forma de un cierto aborrecimiento aquel de quien no
hacemos caso, porque él, pensando a lo humano, nos hace propuestas que
contienen algún mal. Para con nuestros allegados, el discernimiento nos pide
un tanto de odio, de modo que en ellos amemos lo que son y les tengamos
aborrecimiento, porque nos hacen resistencia en el camino hacia Dios. Quien
tiene ya ansia de lo eterno, para emprender la obra de Dios, debe situarse
fuera del padre, fuera de la madre, fuera de la mujer, fuera de los hijos, fuera
de los allegados, fuera de sí mismo. De este modo conocerá con mayor verdad
a Dios mediante aquello mismo con lo que, por amor a él, no conoce a nadie.
Es manifiesto que los afectos de la naturaleza golpean la intención y oscurecen
su vigor de esclarecimiento.
Entre todas las vinculaciones con el prójimo, la de máxima potencia para
sujetar el espíritu humano es la del afecto conyugal, hasta el punto de que, por
boca de nuestro primer padre, está dicho: El hombre abandonará a su padre y a
su madre y se unirá a su mujer (Gén 2,24). Por lo cual quienes aspiran a la
perfección tienen que prescindir ante todo del vínculo conyugal, porque este
vínculo empuja con la máxima intensidad hacia las preocupaciones temporales.
Ésta es la causa alegada por el Apóstol para justificar su consejo acerca de la
guarda de la castidad; dice en efecto: El que no tiene mujer se preocupa de los
asuntos del Señor, de cómo agradar a Dios; el que está casado anda
preocupado en cosas del mundo (1 Cor 7,32-33). Por consiguiente, para que el
hombre se dedique a Dios con mayor libertad y se le entregue con mayor
perfección, la segunda vía para dicho fin es la guarda de perpetua castidad.
Este don de la continencia otorga también otra idoneidad para alcanzar la
perfección. El espíritu del hombre encuentra dificultad para dedicarse libremente
a Dios no sólo por el amor a las cosas exteriores, sino también, y en medida
superior, a causa de la impetuosidad de las pasiones interiores. Entre estas
pasiones, la más fuerte en dominar la razón es la concupiscencia de la carne y el
placer sexual. Por lo cual dice Agustín: En mi opinión, nada es tan fuerte para
derribar un ánimo varonil como los halagos de la mujer y aquella unión de
cuerpos sin la cual es imposible tener mujer. Así, pues, la vía de la continencia
es sumamente necesaria para conseguir la perfección. Es la vía aconsejada por el
Apóstol, cuando dice: Acerca de las vírgenes no tengo precepto del Señor; pero
doy un consejo como quien ha conseguido la misericordia de ser fiel (1 Cor
7,25).
Las ventajas de esta vía se ponen de manifiesto en el diálogo de los
discípulos con Cristo; cuando le dijeron si tal es la condición del hombre
respecto de la mujer, no tiene cuenta casarse, el Señor respondió: No todos
entienden esta palabra, sino sólo aquellos a quienes ha sido concedido (Mt
19,10). De este modo hace ver lo difícil de esta vía; que para recorrerla no basta
la común virtud de los hombres; que no se llega a poseerla sino en virtud de un
don de Dios. Es lo que se lee en la Escritura: Me doy cuenta de que no puedo
guardar continencia, a no ser que Dios me lo conceda; y esto mismo es muestra
de gran sabiduría: saber de quién es don (Sab 8,21). En la misma línea está lo
que dice el Apóstol: Quiero que todos sean como yo, que guardo la
castidad, pero cada uno tiene su propio don, recibido de Dios:
uno, éste; otro, aquél (1 Cor 7,7). Con lo cual queda claro que el bien de la
continencia es atribuido a Dios.
Sin embargo, para que nadie se descuide en hacer los esfuerzos necesarios
en orden a la consecución de dicho bien, el Señor exhorta a ello con lo que dice
después. Comienza poniendo un ejemplo cuando dice: Hay eunucos que ellos
mismos se hicieron tales. Y esto, como dice el Crisóstomo, no por amputación
de miembros, sino por eliminación de pensamientos
desordenados. Seguidamente el Señor hace la invitación y propone el premio,
diciendo: Para conseguir el reino de los cielos. Ya antes había sido escrito: La
generación casta recibe la corona de perpetuo triunfo, por haber ganado el
premio en combate sin tacha (Sab 4,2). Finalmente, el Señor dice una palabra de
exhortación: El que pueda entender que entienda. Jerónimo lo explica,
diciendo: Es la voz del Señor que exhorta y que dirige a sus soldados un
llamamiento para conseguir el premio de la castidad, como si dijera: quien
pueda pelear que pelee, y se sobreponga y triunfe.
Si alguien pone objeción sobre la base de que Abraham, el cual fue
perfecto, y de que otros antiguos justos no renunciaron al matrimonio, se puede
responder claramente con lo que dice Agustín: La continencia es virtud no del
cuerpo, sino del espíritu. Ahora bien, las virtudes del espíritu unas veces se
manifiestan en las obras, otras quedan latentes en el espíritu […] Por lo
cual, así como no es desigual el mérito de la paciencia en Pedro que padeció y
en Juan que no padeció; tampoco es desigual el mérito de la continencia en
Juan que no tuvo experiencia matrimonial, y en Abraham que engendró hijos.
El celibato del uno y el matrimonio del otro prestaron servicio a Cristo, de
acuerdo con lo que convenía en cada tiempo […] Diga, pues, el cristiano que
guarda continencia: yo no soy mejor que Abraham; pero es mejor la castidad de
los célibes que la castidad de los casados, de las cuales Abraham practicó
una, poseyendo las dos de manera habitual: vivió conyugalmente casto. Pudo
vivir casto, sin el matrimonio; pero entonces esto no era conveniente. Para
mí, no contraer las nupcias en que Abraham vivió, es más fácil que vivir en el
matrimonio de la manera como Abraham vivió. Soy, por tanto, mejor que
quienes, a causa de su incontinencia, no pueden lo que puedo yo; pero no soy
mejor que quienes, por la diversificación del tiempo, no hicieron lo que hago
yo. Lo que yo hago ahora, ellos lo habrían hecho mejor, si entonces hubiese
sido necesario hacerlo. En cambio lo que ellos hicieron, yo no sería capaz de
hacerlo como ellos, aunque fuese necesario hacerlo ahora.
Esta solución, dada por Agustín, concuerda con lo dicho anteriormente
acerca de la observancia de la pobreza. [Abrahán] tenía en su espíritu tanta
perfección que, ni por la posesión de riquezas ni por el uso del matrimonio, su
mente flaqueaba en el perfecto amor a Dios. Si alguien, careciendo de ese grado
de virtud, pretendiese alcanzar la perfección manteniendo la posesión de
riquezas y usando el matrimonio, quedaría convicto de errar presuntuosamente,
desestimando los consejos del Señor.
CAPÍTULO 10:
Ayudas para guardar la continencia.

El camino de la continencia es un recorrido arduo. Según la palabra del


Señor, no lo ‘entienden’ todos, sino aquellos a quienes es concedido por don de
Dios. Quienes emprenden este camino han de ser cuidadosos en evitar todo lo
que pueda serles impedimento en la marcha. La continencia tropieza con tres
impedimentos: el primero, por parte del cuerpo; el segundo, por parte del alma;
el tercero, por parte de otras personas o de las cosas exteriores.
El cuerpo pone impedimento, porque, como dice el Apóstol, la carne
tiene apetencias contrarias a las del espíritu (Gál 5,17). Como allí mismo se
dice, las obras de la carne son fornicación, impureza, lascivia y cosas de este
género. Esta concupiscencia de la carne es la ley acerca de la cual dice el
Apóstol: Experimento en mis miembros otra ley que se contrapone a la ley de
mi mente (Rom 7,23). Esta concupiscencia se hace tanto más fuerte cuanto
mayor es la atención prestada a lo corporal, sea con alimentación abundante, sea
con deliciosas comodidades. Por lo cual Jerónimo dice: El vientre acalorado
con vino pronto arroja espuma de lujuria. En Prov 20,1 se lee: El vino es cosa
que arrastra a la lujuria. De Behemot, en quien está expresado el diablo, se
dice: Su morada, en lugares húmedos; duerme a la sombra oculto bajo la
hoja (Job 40,16). Gregorio expone el pasaje, diciendo: Lugares húmedos son las
obras voluptuosas. En tierra seca el pie no resbala; pero si uno quiere fijarlo en
la resbaladiza, con dificultad se sostiene. Caminan por lugares húmedos
durante la vida presente quienes aquí no son capaces de permanecer en la
rectitud de la justicia.
Por consiguiente, quienes se comprometen a seguir la senda de la
continencia, deben refrenar su cuerpo, negándole los deleites, practicando, en
cambio, vigilias, ayunos y cosas semejantes. Nos ofrece un ejemplo el Apóstol,
cuando dice: Quienes compiten en la carrera, se privan de todo (1 Cor 9,25). Y
un poco después añade: Castigo mi cuerpo y lo someto a servidumbre, no sea
que, habiendo sido heraldo para otros, resulte yo descalificado (v.27). Enseñó
de palabra lo que había cumplido con sus obras. Después de haber dicho no
vivamos en amancebamiento y libertinaje, añade: Y no os deis a la carne para
satisfacer sus concupiscencias (Rom 13,13-14). Con razón dice
«concupiscencias», o sea lo que es voluptuosidad, porque en cuanto a las
necesidades naturales, lo corporal ha de ser atendido. Lo dice también el
Apóstol: Nadie aborrece su propia carne, sino que la alimenta y la cuida (Ef
5,29).
Por parte del alma, el propósito de continencia encuentra impedimento
cuando alguien se detiene en pensamientos lascivos. Por lo cual el Señor, a
través del profeta, dice: Apartad de mis ojos vuestros perversos
pensamientos (Is 1,16). Frecuentemente, los malos pensamientos inducen a
obrar mal. Por lo cual está escrito: ¡Ay de vosotros que tenéis pensamientos
inútiles! Y añade, de inmediato: Y obráis el mal a escondidas (Miq 2,1).
Entre los malos pensamientos, los más fuertes para inclinar al mal son los
que se refieren a placeres carnales. Los filósofos mismos dan de ello dos
razones. Ese placer es connatural y desde la juventud recibe su alimento, de
modo que fácilmente el afecto lo busca, cuando el pensamiento lo propone. De
acuerdo con esto, el Filósofo dice que no es fácil hacer juicio sobre el placer sin
haberlo experimentado. La otra razón consiste en que, como él mismo dice, lo
deleitable en particular es más voluntario que en universal. Ahora bien, es
evidente que un pensamiento moroso hace descender a lo particular y concreto;
por lo cual un pensamiento prolongado provoca con suma intensidad la
tendencia libidinosa. Éste es el motivo de que el Apóstol diga apartaos de la
fornicación (1 Cor 6,18). La Glosa, a su vez, explica esta expresión,
diciendo: Respecto a otros vicios, se puede confiar en el combate; pero de
ésta [de la fornicación] huid y no os acerquéis, porque no hay otro modo mejor
de vencerla.
Contra este impedimento de la continencia hay muchos remedios. El
primero y principal es tener la mente ocupada en la contemplación de los
misterios divinos y en la oración. Es el motivo indicado por el Apóstol, cuando
dice: No os embriaguéis con vino que conduce a la lujuria. Llenaos, al
contrario, del Espíritu Santo, hablando en vuestro propio interior con
salmos, himnos y cánticos espirituales: lo cual pertenece a la
contemplación. Cantando y salmodiando para el Señor en vuestro corazón (Ef
5,18-19): y esto pertenece a la oración. De aquí que el Señor diga a través del
profeta: Por alabanza mía [en que te ocupas], te guiaré con freno, para que no
perezcas (Is 48,9). La alabanza divina es como un freno que preserva al alma de
la muerte del pecado.
El segundo remedio es el estudio de la Sagrada Escritura. Lo dice
Jerónimo en carta al monje Rústico: Ama los estudios de Sagrada Escritura, y
no amarás los vicios de la carne. Ya el Apóstol, después de haber dicho a
Timoteo sé un modelo para los fieles en la palabra, en la conversación, en la
caridad, en la fe, en la castidad, añade inmediatamente en espera de mi
llegada, aplícate a la lectura (1 Tim 4,11-12).
El tercer remedio es tener el espíritu ocupado en cualquier clase de buenos
pensamientos. Como dice el Crisóstomo, la resección de un miembro no es
capaz de reprimir las tentaciones ni de dar la tranquilidad en la medida que se
consigue poniendo freno al pensamiento. Por esta razón dice el Apóstol: Poned
la atención en lo que hay de verdadero, de honesto, de justo, de santo, de
virtuoso, de digno de alabanza. En eso es en lo que debéis pensar (Flp 4,8).
El cuarto remedio consiste en que el hombre, no dejándose llevar de la
ociosidad, se ejercite en trabajos corporales. La ociosidad es maestra de muchas
formas de maldad (Eclo 33,29). El ocio es incentivo principalmente de vicios
carnales. Está escrito, efectivamente: De aquí nació la perversidad de tu
hermana Sodoma; en ella tenía asiento la soberbia, la saciedad de pan, la
abundancia, y el ocio en que vivía (Ez 16,49). Por lo cual Jerónimo, escribiendo
al monje Rústico, y en el lugar ya citado, le dice: Haz algún trabajo, para que el
diablo te encuentre siempre ocupado.
Un quinto remedio contra la concupiscencia de la carne consiste en hacer
soportar algunos sufrimientos. En la misma carta citada, Jerónimo refiere que,
en cierto cenobio, un adolescente, con ningún trabajo, por grande que
fuese, podía apagar los ardores de la carne. Viéndolo en peligro, el padre del
monasterio lo preservó con este procedimiento: Obligó a un varón maduro a
que hiciese frente a aquel hombre con discusiones y acusaciones, y
que, después de haberlo injuriado, fuese él mismo el primero en presentar
quejas. Los que fuesen llamados como testigos habrían de hablar en favor de
quien provocó el ultraje. Para que el hermano no quedase aplastado por el
exceso de tristeza, sólo el padre del monasterio se les oponía y tomaba la
defensa de él. Se pasó en esto un año. Transcurrido ese tiempo e interrogado el
joven acerca de sus antiguos pensamientos, respondió: ¡Padre! No teniendo
derecho a vivir, ¿voy a tener gusto en fornicar?
Las cosas exteriores que ocasionan impedimento al propósito de
continencia son hechos como el fijar la mirada en mujeres, dialogar
frecuentemente con ellas y mantener su trato. Está escrito: Por la belleza de la
mujer muchos perecieron y a causa de esto la concupiscencia arde como
fuego (Eclo 9,9) y luego añade: su conversación arde como el fuego. Contra esto
hay que emplear el remedio de que allí mismo se habla: No mires a mujer
antojadiza, no sea que sus lazos te aprisionen. No te acerques con frecuencia a
la bailarina, ni la escuches, para que no perezcas bajo su poder. Más adelante,
se añade: No te fijes en la belleza y no tomes asiento en medio de mujeres. De
los vestidos sale la polilla; de la mujer, la perversidad del varón (Eclo 42,12-
13). Por lo cual Jerónimo, escribiendo contra Vigilancio, dice: El
monje, consciente de su debilidad y sabiendo que es vaso frágil, anda temeroso
de ofender [a Dios], y de este modo evitar un tropiezo que lo haría caer y
quebrarse. Por esto evita fijar la mirada en las mujeres, sobre todo en las
jóvenes adolescentes, no ocurra que se apodere de él el ojo de una meretriz, o
que una figura bellísima incite a ilícitos abrazos.
Por donde se ve que, como dice el abad Moisés en las Colaciones de los
Padres, para conservar la pureza de corazón, hay que practicar la soledad y
cobrar conciencia de que debemos acoger la escasez de una vida en ayuno, el
poco dormir, los trabajos manuales, la pobreza en el vestir, la práctica de la
lectura, junto con las demás virtudes; de modo que por medio de ellas
lleguemos a liberar nuestro corazón de pasiones nocivas, a conservarlo libre, y
subir hasta la perfección, escalando estos peldaños. Por este motivo, en las
religiones están indicadas obras de esta naturaleza, no porque la perfección
consista en ellas principalmente, sino porque vienen a ser como instrumentos
mediante los cuales se llega a la perfección. Por lo cual un poquito más adelante
de lo citado, se añade: Ayunos, vigilias, meditación de las Escrituras, vestido
pobre y renuncia a todos los bienes, no son la perfección, sino instrumentos
para la perfección. El fin del aprendizaje no está en esas cosas, pero mediante
ellas se llega al fin.
Si alguien objeta que sin ayuno, sin vigilias y sin cosas semejantes se
puede alcanzar la perfección, sobre todo teniendo en cuenta que el Hijo del
hombre comía y bebía (Mt 11,19) y que sus discípulos no ayunaban, mientras
ayunaban los de Juan y los fariseos: a esto da respuesta la Glosa diciendo: Juan
no bebió vino ni alcohol, porque quien no tiene poder alguno sobre la
naturaleza necesita abstinencia. Dios, en cambio, que podía perdonar
pecados, ¿por qué debería apartarse de comer con los pecadores, cuando
podía hacerlos más fuertes que los que ayunaban? Así, pues, los discípulos del
Señor no tenían necesidad de ayuno, porque la presencia del esposo les daba una
fortaleza superior a la que los discípulos de Juan y los fariseos conseguían
mediante el ayuno. De acuerdo con esto el Señor dice allí mismo: Llegarán días
en que el esposo les será arrebatado, y entonces ayunarán. El Crisóstomo,
exponiendo esto, dice: El ayuno causa tristeza no de por sí, sino a quienes, en
razón de su debilidad, están menos dispuestos; a quienes ponen su deseo en la
contemplación de la sabiduría, se les hace deleitable. Dado que los discípulos
eran débiles, no era tiempo de introducir cosas tristes, antes de que fuesen
fortalecidos. Así queda demostrado que aquel comportamiento no obedecía a
gula, sino a un designio de providencia.
La conveniencia de todo esto para evitar los pecados y alcanzar la
perfección, la muestra expresamente el Apóstol, diciendo: En nada demos
motivo de escándalo para que nuestro ministerio no sea desacreditado, sino
que en todo nos mostremos como ministros de Dios con mucha paciencia, en
necesidades, en apremios, en azotes, en tumultos, en fatigas, en desvelos, en
ayunos, en castidad (2 Cor 6,3-5).
CAPÍTULO 11:
Tercera vía de perfección: renuncia a la propia voluntad.

Para conseguir la perfección de la caridad, el hombre no sólo debe


renunciar a las cosas exteriores, sino que también, en cierto sentido, debe
desprenderse de sí mismo. Dice, en efecto, Dionisio: El amor divino produce
éxtasis, es decir, pone al hombre fuera de sí mismo; no permite al hombre ser
de sí mismo, sino que lo hace ser de aquello que ama. De esto, el Apóstol dio
ejemplo en sí mismo, cuando dijo: Vivo, pero ya no soy yo; es Cristo quien vive
en mí (Gál 2,20). La propia vida no la consideraba suya, sino de Cristo, porque,
despreciando todo lo que él mismo era, estaba totalmente entregado a Cristo.
El Apóstol nos muestra que esto se cumplía también en otros. Dice, en
efecto: Habéis muerto y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios (Col
3,3). Exhorta igualmente a otros para que lo consigan, diciendo: Cristo murió
por todos, para que quienes viven, no vivan ya para sí mismos, sino para Aquel
que murió por ellos (2 Cor 5,5). Por lo cual, el Señor, después de haber dicho si
alguien quiere venir en pos de mí, y no aborrece a su padre y a su madre, y a
su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y hermanas, como indicando una
exigencia mayor, añade: Más aún, si no se aborrece a sí mismo, no puede ser
discípulo mío (Lc 14,26).
Esto mismo lo enseña el Señor con otras palabras, diciendo: Si alguien
quiere venir en pos de mí, tome su cruz y me siga (Mt 16,24).
La aceptación de esta saludable abnegación y caritativo aborrecimiento,
en parte es necesaria para la salvación y común a todos los que se salvan; en
parte, sin embargo, pertenece a la plenitud de la perfección. Como se puede
apreciar por las palabras de Dionisio, que acaban de ser citadas, es inherente al
amor divino [a la caridad para con Dios] que quien ama no siga siendo [dueño]
de sí mismo, sino que sea del amado. Por tanto, los grados de amor a Dios dan el
criterio para distinguir los de abnegación y aborrecimiento.
Para la salvación es necesario que el hombre de tal modo ame a Dios, que
ponga en él el fin de su intención y que no admita cosa alguna que sea contraria
a ese amor. Por consiguiente, también el aborrecimiento y abnegación de sí
mismo es necesario para la salvación. Como dice Gregorio, en una
homilía, evitamos lo que fuimos cuando vivíamos en la vetustez, y nos
esforzamos por conseguir la novedad que nos da nombre. De este modo, nos
desprendemos de nosotros mismos, nos abnegamos. Y como él mismo dice en
otra homilía, entonces odiamos con rectitud nuestra alma cuando no damos
asentimiento a sus deseos carnales, cuando quebramos sus apetencias, cuando
resistimos a su voluptuosidad.
Para la perfección se requiere que el hombre, a impulsos del amor a Dios,
se desprenda de aquellas cosas que podría usar lícitamente, para entregarse a
Dios con mayor libertad. Miradas las cosas así, se sigue que el aborrecimiento y
abnegación de uno mismo pertenece a la perfección.
Por el modo como el Señor se expresa, se echa de ver que todo esto
pertenece a la perfección. A la manera como el Señor dice: si quieres ser
perfecto, ve y vende todo lo que tienes (Mt 19,21); así también dice: Si alguien
quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo (Mt 16,24). El Crisóstomo lo
explica diciendo: No emplea un lenguaje vinculante. No dice: queráis o no
queráis, habéis de sufrir esto. De manera semejante, después de haber dicho: Si
alguien viene a mí, y no aborrece a su padre y a su madre… (Lc 14,26-28),
después añade: ¿Quién de vosotros, si quiere edificar una torre, no echa
cuentas sobre los gastos necesarios, para ver si podrá terminarla? Gregorio, en
la exposición de este pasaje, dice: Una vez dados los preceptos supremos, se
añade la analogía de una edificación muy alta. Y poco después añade: Estos
recursos no pudo tenerlos aquel rico que, en cuanto oyó el precepto de dejarlo
todo, se marchó entristecido. Por todo esto, se ve claro que esto de alguna
manera pertenece al consejo de perfección.
Este consejo lo cumplieron con toda perfección los mártires, acerca de los
cuales Agustín, en un sermón sobre los mártires, dice: Nadie entrega tanto como
quien hace entrega de sí mismo. Son los mártires quienes, por amor a Cristo,
aborrecen, en cierto sentido, la vida presente, negándose a sí mismos. El
Crisóstomo, en el pasaje ya citado, lo explica, diciendo: Es como si alguien
niega a otro, a un hermano, a un siervo, a quien sea, y aunque lo vea
azotado, o sufriendo cualquier otra cosa, no le presta asistencia ni lo ayuda; de
semejante manera quiere que no tengamos consideración a nuestro cuerpo y
sea que sufra flagelación o cualquier otra cosa, no nos rindamos al cuerpo.
Para que no pienses que la abnegación de uno mismo queda completa con
aguantar ultrajes, muestra que es necesario negarse hasta la muerte más
ignominiosa, o sea, la de la cruz. Por eso sigue después y dice: Tome su cruz.
Hemos dicho que esto es lo más perfecto, porque los mártires, por amor a
Dios, se desprenden de aquello en orden a lo cual se buscan las cosas
temporales, o sea, la propia vida, cuya conservación es preferida a cualquier otra
cosa, aunque implique la pérdida de todo lo demás. El hombre, antes que ser
privado de la vida, prefiere perder las riquezas y los amigos; acepta tener que
soportar enfermedad corporal o ser sometido a servidumbre. Los vencedores
conceden a los vencidos el beneficio de que sus parientes conserven la vida,
sometidos a servidumbre. Por esto Satán dijo al Señor Dios: Piel por piel. Todo
cuanto tiene, lo dará el hombre para conservar la vida (Job 2,4).
En cuanto a otras cosas, tanto el desprendimiento, practicado por amor a
Cristo, es más perfecto cuanto mayor es el amor que por naturaleza se le profesa.
Ahora bien, para el hombre nada hay que merezca ser más amado que la libertad
de la propia voluntad. Por la libertad el hombre es hombre y señor de los demás,
por medio de ella usa o disfruta de los demás, por medio de ella tiene dominio
sobre sus propios actos. Por lo cual, así como el que abandona las riquezas o a
las personas allegadas practica la abnegación respecto de ellas; de manera
semejante, quien se desprende de la libertad de la propia voluntad, por la cual es
dueño de sí mismo, se niega a sí mismo. Según natural impulso del afecto, el
hombre nada rehúye con tanta firmeza como la servidumbre. Después del hecho
de que alguien se entregue a la muerte en bien de otro, no hay nada superior a
esta entrega que consiste en someterse a su servicio. Esto es lo que Tobías, el
joven, dijo al ángel: Aunque me entregue a ti como siervo, no seré digno de lo
que haces (Tob 9,2).
Hay quienes se recortan algo de esta libre voluntad, haciendo un voto
específico de realizar o de no realizar una determinada cosa. El voto impone a
quien lo hace como una cierta necesidad, porque, en adelante, no le estará
permitido algo que antes se le permitía. Por una cierta necesidad está obligado a
hacer lo que prometió. Es lo que dice el Salmo: Te cumpliré mis votos, los que
pronunciaron mis labios (Sal 65,13).
Está dicho también: Si hiciste algún voto a Dios, no tardes en
cumplirlo, porque a él le desagrada la infidelidad y la ligereza en la
promesa (Ecl 5,3).
Algunos, sin embargo, renuncian totalmente a la propia voluntad,
sometiéndose a otros, por amor de Dios, mediante el voto de obediencia.
Ejemplo principal de esta obediencia es el de Cristo; de él dice el Apóstol: Así
como por la desobediencia de un hombre, todos quedamos hechos
pecadores, así también por la obediencia de un solo hombre, todos serán
hechos justos (Rom 5,19). La realización de esta obediencia es propuesta por el
Apóstol, cuando dice: Se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la
muerte (Flp 2,8).
Esta obediencia consiste en la negación de la propia voluntad; por lo cual,
él mismo decía: Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz; pero no se haga
mi voluntad, sino la tuya (Mt 26,39). El Señor dice también: Bajé del cielo, no
para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió (Jn 6,38). Con esto
nos dio ejemplo, para que, así como él negó su voluntad humana, sometiéndola a
la divina, así también nosotros sometamos totalmente nuestra voluntad a Dios, y
a los hombres que nos presiden como ministros de Dios. Por lo cual, el Apóstol
dice: Obedeced a vuestros superiores y estadles sometidos (Heb 13,17).
CAPÍTULO 12:
Las tres indicadas vías de perfección pertenecen con propiedad al estado
religioso.

De acuerdo con la triple vía de perfección que ha sido señalada, las


religiones tienen en común tres votos: el voto de pobreza, el voto de continencia
y de obediencia hasta la muerte. Por el voto de pobreza, los religiosos asumen la
primera vía de perfección, renunciando a toda posesión; por el voto de
continencia se comprometen a la segunda vía, renunciando perpetuamente al
matrimonio; por el voto de obediencia asumen de modo claro la tercera vía,
negando la propia voluntad.
Estos tres votos se ajustan connaturalmente a la religión. Dice
Agustín: Religión significa culto, no cualquiera, sino el de Dios. Tulio, por su
parte, dice en la Retórica que religión es aquella [virtud] que ofrece culto y
reverencia a una superior naturaleza que llaman divina. Ahora bien, el culto
debido a solo Dios tiene su expresión en el ofrecimiento de sacrificio. A Dios le
son ofrecidas en sacrificio las cosas exteriores cuando alguien las dona por amor
a Dios. Está escrito, en efecto: No echéis en olvido la beneficencia ni la mutua
asistencia, pues con tales sacrificios queda complacido Dios (Heb 13,16). Pero
a Dios se le puede ofrecer también en sacrificio el propio cuerpo, como hacen
quienes, perteneciendo a Cristo, crucifican una carne sujeta a vicios y
concupiscencias, como dice el Apóstol (Gál 5,24). Por lo cual, él mismo dice
también: Ofreced vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a
Dios (Rom 12,1). Hay un tercer sacrificio, sumamente agradable a Dios, que
consiste en ofrecerle el propio espíritu, de acuerdo con la palabra escrita: Un
espíritu contrito es sacrificio para Dios (Salmo 50,19).
Es de advertir, como dice Gregorio’, que entre sacrificio y holocausto hay
esta diferencia: todo holocausto es sacrificio, pero no todo sacrificio es
holocausto. En el sacrificio es ofrecida una sola parte del animal; en el
holocausto es ofrecido el animal todo entero [totum pecus]. Cuando alguien, de
lo suyo, ofrece algo a Dios y deja algo sin ofrecer, le hace la ofrenda de un
sacrificio. Pero cuando alguien hace ofrenda a Dios de todo lo que tiene, de
todo lo que afecta a la vida, de todo lo que puede conocer, ofrece a Dios
omnipotente un holocausto. Esto es lo que se realiza mediante los tres
susodichos votos. Por consiguiente, quienes, en servicio de Dios, emiten estos
votos, en razón de la superior excelencia del holocausto que implican, son
llamados, por antonomasia, religiosos.
La oblación de sacrificio, de acuerdo con la ley, requiere la satisfacción
por el pecado. De ello trata el Levítico, caps. 4-6. Otro pasaje, después de haber
dicho vivid compungidos por las obras que practicáis en lo íntimo de vosotros
mismos, hace de inmediato referencia a la satisfacción, añadiendo: ofreced
sacrificios de justicia (Salmo 4,5-6). O sea, como explica la Glosa: Después del
lamento penitencial, practicad obras de justicia. En consecuencia, así como el
holocausto es sacrificio perfecto, así también, por medio de los susodichos
votos, el hombre ofrece a Dios una satisfacción perfecta: le ofrece el holocausto
de las cosas exteriores, el del propio cuerpo y del propio espíritu.
Queda, pues, claro que el estado religioso contiene no solamente
perfección de caridad, sino también perfección de penitencia; tanto es así que no
hay pecado alguno, por grave que sea, para cuya reparación pueda ser impuesta
a alguien la obligación de asumir el estado religioso: el estado religioso rebasa
toda satisfacción. Este es el motivo por el cual un pasaje del Decreto aconseja a
Astulfo, asesino de su mujer, que entre en un monasterio, porque esto le será
más saludable y más llevadero; de no aceptar esto, el castigo que deberá soportar
es durísimo.
De los tres votos que pertenecen al estado religioso, el principal es el de
obediencia, como se puede ver por diversas razones. En primer lugar, por la
obediencia el hombre ofrece a Dios la propia voluntad; por el voto de
continencia le ofrece el sacrificio del propio cuerpo, y por el voto de pobreza, el
sacrificio de las cosas exteriores. Por consiguiente, así como entre los bienes del
hombre, el cuerpo tiene preferencia respecto de las cosas exteriores, y el alma la
tiene respecto del cuerpo; así también, el voto de continencia supera al de
pobreza, y el de obediencia va más allá de uno y otro.
En segundo lugar, el hombre hace uso de las cosas exteriores y del propio
cuerpo según su propia voluntad. Por consiguiente, quien entrega la propia
voluntad lo entrega todo. El voto de obediencia tiene mayor alcance que el de
continencia y que el de pobreza, y en cierto modo incluye a los dos. Por esto
Samuel antepone la obediencia a todos los sacrificios; dice, en efecto: La
obediencia es mejor que las víctimas (1 Sam 15,22).
CAPÍTULO 13:
Sobre el error de quienes tienen la pretensión de rebajar el mérito de la
obediencia o del voto.

El diablo, envidioso de la perfección de los hombres, hizo surgir variedad


de charlatanes y maestros de seducción que impugnasen las señaladas vías de
perfección. La primera vía de perfección la impugnó Vigilancio. Jerónimo,
escribiendo contra él, dice: A la afirmación de que hacen mejor quienes hacen
uso de sus cosas y poco a poco reparten el fruto que producen, es dada
respuesta no por mí sino por Dios que dice: Si quieres ser perfecto, vete, vende
todo lo que tienes, dalo a los pobres; luego, ven y sígueme. [Jesús] habla a
quien desea ser perfecto, al que, igual que los apóstoles, abandonó
padre, barca y redes. Este nivel que tú encomias y que es el segundo o
tercero, también nosotros lo aceptamos, a condición de que seamos conscientes
de que el primer nivel debe ser preferido al segundo y al tercero. Por lo cual,
para excluir este error, alguien ha dicho: Es bueno repartir los bienes entre los
pobres de acuerdo con un plan; pero es mejor darlo todo de una vez por haber
decidido seguir al Señor y, liberado de toda preocupación, soportar la
indigencia juntamente con Cristo.
La segunda vía de perfección fue impugnada por Joviniano que igualaba
el matrimonio con la virginidad. Su error fue refutado con toda evidencia por
San Jerónimo en un libro que escribió contra él. Acerca del mismo error dice
Agustín: La herejía de Joviniano, que igualaba el valor de la virginidad
consagrada con la pureza conyugal, cobró tanta fuerza en Roma que cierto
número de monjas, de cuya pureza jamás había habido la menor
duda, contrajeron matrimonio. A este monstruo la Iglesia le resistió por todos
los medios, con la máxima fidelidad y firmeza. Por ello, un autor que acaba de
ser citado, dice: Igualar el matrimonio con la virginidad consagrada a Dios o
decir que quienes practican la penitencia corporal de renunciar al vino y a la
carne no tienen, por ello, mérito alguno, es cosa no del Cristiano, sino de
Joviniano.
El diablo, no satisfecho con estas antiguas asechanzas, incitó, según se
dice, a algunos contemporáneos nuestros a la obra de impugnar el voto de
obediencia y los votos en general, diciendo que es más encomiable practicar las
obras de virtud sin voto o sin compromiso de obediencia que por el deber de
voto o de obediencia. Algunos de ellos, según se dice, llegan a ensañamiento tan
extremo como es afirmar que quien hizo voto de entrar en religión puede
desentenderse de él sin mengua alguna de vida cristiana. Intentan confirmar este
error con argumentos frívolos y carentes de valor.
Dicen, en efecto, que una obra, cuanto más voluntaria, tanto es más
laudable y meritoria. Ahora bien, una obra, cuanto es más necesaria, tanto es
menos voluntaria. Por consiguiente, hay mayor mérito en practicar las virtudes
por propio arbitrio, sin obligación de voto y de obediencia, que en practicar eso
mismo por el compromiso vinculante del voto o de la obediencia.
Se dice también de ellos que pretenden apoyarse en las siguientes palabras
de Próspero: Debemos practicar la abstinencia y el ayuno, sin someternos a la
necesidad de ayunar, no sea que nos veamos teniendo que hacer por fuerza lo
que es voluntario.
Podrían también alegar lo que dice el Apóstol: Cada uno entregue lo que
decidió en su corazón, no a disgusto o por necesidad. Dios ama a quien hace el
donativo con gusto (2 Cor 9,7).
Hay que poner de manifiesto que es falso lo que dicen, dejando claro que
los argumentos propuestos carecen de valor.
Para mostrar la falsedad, es preciso partir, como de principio, de lo que se
dice en el salmo: Haced votos al Señor Dios nuestro y cumplidlos (Sal 75,12).
Respecto de estas palabras dice la Glosa: Se ha de tener en cuenta que hay una
forma de votos generales hechos a Dios; a este género pertenecen aquellos sin
los cuales la salvación es imposible, como hacer voto de fe en el bautismo, y así
otros casos análogos. Todos ésos, aunque no los hayamos
hecho [explícitamente], debemos cumplirlos. Hay otros votos de índole
personal, o propios de cada uno, como la castidad, la virginidad, y otros
semejantes. A estos votos somos invitados; no se nos manda hacerlos. Hacer un
voto es un consejo propuesto a una voluntad; pero, después de hecho el
voto, su cumplimiento constituye un deber. Hay, pues, votos que caen bajo
precepto; otros, en cambio, son de consejo. De unos y de otros se deduce que es
mejor practicar un bien por voto que sin voto.
Es evidente que lo necesario para la salvación obliga a todos por precepto
divino, porque no se puede pensar que Dios dé un precepto que no sirva para
nada. El fin de todo precepto es la caridad, como dice el Apóstol (cf. 1 Tim 1,5).
Carecería de sentido dar precepto acerca de algo, si el cumplirlo fuese
indiferente en orden a la caridad. Ahora bien, está dado el precepto no sólo de
creer o de no robar, sino también que hagamos voto acerca de ello. Por
consiguiente, creer por voto o no robar por voto, y así otras cosas semejantes,
contiene mayor caridad que si eso mismo se hiciese sin voto. Donde la caridad
es mayor, lo es análogamente la medida de lo laudable y de lo meritorio. En
conclusión: es más laudable y más meritorio hacer alguna cosa por voto que sin
voto.
No sólo se da consejo de guardar virginidad y de mantener la castidad,
sino también de practicarla por voto, como se comprueba leyendo la Glosa
citada. Ahora bien, el consejo, de acuerdo con lo ya dicho, no se da sino
respecto de un bien mejor, como se dijo antes’. Por consiguiente, es mejor
guardar virginidad con voto que sin voto. Y otro tanto hay que decir respecto de
cosas análogas.
Entre todas las obras buenas, la más recomendada es la guarda de la
virginidad. El Señor invita a ello, diciendo: Quien sea capaz de
entender, entienda (Mt 19,12). Ahora bien, el voto hace que la virginidad
misma sea recomendable. Dice, en efecto, Agustín: La virginidad merece
encomio no por ser virginidad, sino por estar consagrada a Dios, o sea, en
cuanto es ofrecida y guardada a impulso de una piadosa continencia. Y un
poco después añade: Nosotros, en el tema de las vírgenes, no damos relieve al
hecho de la virginidad, sino que valoramos sobre todo el que sean vírgenes
consagradas a Dios por impulso de una piadosa continencia. Con mayor razón,
pues, otras obras se hacen recomendables por el hecho de ser ofrecidas a Dios
con voto.
Todo bien finito acrecienta su bondad cuando le es añadido otro. En
efecto, es indudable que la promesa de un bien es cosa buena, pues quien
promete algo a otro le ofrece un bien. Por eso quienes reciben promesa de algo
dan las gracias. Ahora bien, el voto es una promesa hecha a Dios, como se ve
por las ya citadas palabras: Si hiciste a Dios voto de algo, no tardes en
cumplirlo, porque a él le desagrada una promesa insensata e infiel (Ecl 5,3).
Es, por tanto, mejor hacer algo con voto que limitarse a hacerlo.
Cuanto uno da más a otro, tanto tiene mayor mérito ante él. Quien hace
algo sin voto, le da solamente aquello que hace por amor a él. Pero quien,
además de hacer una cosa, se compromete ante alguien con voto, le da no
solamente lo que hace, sino también la capacidad de hacerlo: se obliga a tener
que hacer lo que antes libremente podía omitir. Por consiguiente, ante Dios tiene
mayor mérito quien hace una cosa por voto que quien la hace sin voto.
En el encomio debido a una obra buena entra el fortalecimiento de la
voluntad en el bien, como, por el contrario, aquello que fija la voluntad en el mal
hace más grave la culpa. Ahora bien, es evidente que quien hace voto da a la
voluntad firmeza en lo prometido con voto, de modo que, a la hora de cumplir lo
prometido, la obra procede de una voluntad fortalecida. Por consiguiente, así
como la culpa es más grave cuando es cometida con propósito obstinado en el
mal, así también, análogamente, el mérito se acrecienta cuando alguien realiza la
obra por voto.
Un acto es tanto más laudable cuanto procede de una virtud más
excelente, puesto que la condición misma de laudable tiene su origen en la
virtud. A veces, el acto de una virtud inferior es imperado por otra superior,
como cuando alguien cumple por caridad un acto de justicia; es, por tanto, mejor
cumplir las obras de una virtud inferior por imperio de la superior, pues no cabe
duda que una obra de justicia queda mejorada cumpliéndola por caridad. Es un
hecho notorio que nuestras obras ordinarias pertenecen a virtudes inferiores,
como el ayuno a la abstinencia, la continencia a la castidad, y así otros casos
análogos. Hacer un voto es propiamente acto de latría, la cual, sin posible duda,
es superior a la abstinencia, a la castidad. Este criterio es aplicable a casos
análogos. Hay mayor perfección en dar culto a Dios que en mantener el debido
orden, sea respecto al prójimo, sea respecto de uno mismo. Por consiguiente, las
obras de abstinencia, de castidad o de cualquier virtud inferior a la latría, se
hacen más laudables si son practicadas por voto.
Se añade a esto la amorosa solicitud con que la Iglesia invita a hacer
votos, concediendo, por ejemplo, especiales indulgencias y privilegios a quienes
prometen ir a Tierra Santa o a otros sitios en defensa de la Iglesia. No haría la
Iglesia tal invitación, si fuese mejor hacer las obras sin voto, porque se opondría
a la exhortación del Apóstol que dice: ambicionad los carismas mejores (1 Cor
12,31). Si fuese mejor hacer las obras sin voto, la Iglesia no invitaría a hacerlos,
sino se opondría prohibiendo o desaconsejando. Por análogas razones, dado que
la intención de la Iglesia es la de guiar a los fieles hacia un estado mejor,
tomaría la decisión de liberar a todos de los votos que han hecho, para que, de
este modo, las obras de ellos fuesen efectivamente más laudables. Ahora bien, es
evidente que esto se opone a lo que, de manera universal, la Iglesia defiende y
experimenta. Esa opinión, por tanto, ha de ser rechazada como herética.
Los argumentos que alegan en su favor tienen, por variados motivos, fácil
respuesta.
No es universalmente verdadero que la obra realizada por voto sea menos
voluntaria que la cumplida sin voto. Muchos cumplen lo prometido con tan
pronta voluntad que, aun cuando no lo hubieran prometido, no solamente lo
harían, sino que lo prometerían.
Puede ocurrir que alguien practique por voto o por obediencia una obra
que, considerada en sí misma, le es no-voluntaria: la cumple por el solo deber de
un voto o de una obediencia que no quiere quebrantar. Pues bien, aún en este
caso, cumpliendo eso, actúa de manera más laudable y más meritoria que si, con
pronta voluntad, lo realizase sin voto. Aunque no tenga pronta voluntad de
practicar aquella obra, por ejemplo, ayunar, tiene, sin embargo, pronta voluntad
de cumplir el voto o de obedecer: lo cual es mucho más laudable y más
meritorio que ayunar; por consiguiente, quien obra así merece más que quien
ayuna por propia voluntad. La voluntad de cumplir el voto o de obedecer es
juzgada tanto mejor dispuesta, cuanto aquello que uno cumple por obediencia o
por voto es, en sí mismo, más contrario a la voluntad. Por este motivo,
Jerónimo, escribiendo al monje Rústico, le dice: A través de todo esto, mi
exposición tiene la finalidad de enseñarte que no te dejes guiar por tu
arbitrio. Y poco después añade: No hagas lo que tú quieres; come lo que se te
manda, posee lo que has recibido, tu vestido sea el que te es dado, cumple la
medida de trabajo que te es señalada, sométete a quien no te gusta, cánsate en
el trabajo antes de ir a la cama, acepta la somnolencia cuando todavía tienes
que caminar y que hayas de levantarte cuando todavía no has dormido
bastante.
Resulta, pues, evidente que al mérito de la obra buena pertenece también
que alguien, por Dios, haga o sufra aquellas cosas que, en sí mismas, no querría.
La voluntad muestra estar tanto más rendida al amor divino, cuanto aquello que
hacemos o sufrimos es más contrario a nuestra voluntad. Éste es el motivo por el
que los mártires son tanto más encomiados cuanto más fue lo que, por amor a
Dios, soportaron, contrariando a la voluntad humana. Es el caso de Eleazar, el
cual, mientras era torturado, dijo: Sufro crueles dolores en el cuerpo, pero en
ofrenda de reverencia a ti [Yahvé] mi ánimo soporta todo esto con gusto (2
Mac 6,30).
Puede ocurrir que alguien no mantenga la voluntad de cumplir el voto o
de obedecer. Siendo Dios juez de las intimidades del corazón, ese alguien es
considerado, ante Dios, como quien quebrantó un voto o prevaricó de la
obediencia.
Con esto se tiene ya respuesta a las autoridades alegadas, las cuales hacen
referencia a casos de necesidad humana, como cuando alguien, por temor
humano, cumple lo que juró o prometió. Pero no dicen nada acerca de la
necesidad que tiene su origen en la caridad divina, como es el caso de quien, por
cumplir la voluntad divina, hace o soporta cosas que, fuera de ese motivo, no
aceptaría. Esto se ve en las palabras del Apóstol, cuando dice no a disgusto ni
por necesidad. La necesidad de origen humano causa tristeza; la necesidad que
nace del amor divino, o elimina, o hace disminuir la tristeza. Esto mismo se ve
claro por las palabras de Próspero: no ocurra que, perdida la
devoción, hagamos contra nuestra voluntad lo que es voluntario; la necesidad
que procede del amor divino, lejos de disminuir la devoción, la acrecienta.
Esta última necesidad ha de ser encomiada y apetecida, como se ve por lo
que dice Agustín en carta a Armentario y Paulina: Puesto que hiciste voto, ya te
obligaste y no te está permitido hacer otra cosa. Antes de haber asumido la
responsabilidad del voto, libremente podías practicar lo
inferior, aunque, ciertamente, no merece ponderaciones una liberta que hace
que no sea debido aquello que cuando es debido se cumple con ventaja.
Ahora, dado que ante Dios se mantiene tu promesa, no te invito a una justicia
de nivel más alto –o sea, a una continencia que ya había prometido, como se ve
por lo que ha sido dicho ya– sino que te quiero alejado de toda iniquidad. Si no
cumples lo que prometiste, ni siquiera serás lo que habrías sido sin haber
hecho la promesa; sin la promesa habrías sido menos, pero no peor; ahora en
cambio, si quebrantas la fe prometida –Dios no lo permita– serás tanto más
miserable cuanto, de haberla mantenido, serías más dichoso. No te pese haber
hecho el voto; antes bien, alégrate de que ya no te sea lícito aquello que, si
bien con desventaja para ti, habrías podido hacer. Sé decidido y transforma en
hechos las palabras. Te vendrá en ayuda Aquel que reclama tus promesas.
¡Feliz necesidad que obliga a una vida mejor!
Estas palabras hacen patente el error de quienes dicen que no hay
obligación de cumplir el voto de entrar en religión.

CAPÍTULO 14:
Perfección de amor al prójimo necesaria para la salvación.

Después de lo dicho acerca de la perfección de la caridad en cuanto amor


de Dios, ahora es necesario exponer lo relativo a la perfección de la caridad en
cuanto amor del prójimo.
En el amor del prójimo hay grados diversos, como los hay en el amor de
Dios. Hay, en efecto, una perfección que, siendo necesaria para la salvación, cae
bajo necesidad de precepto. Hay también perfección ulterior o de
sobreabundancia, que cae bajo consejo.
La perfección de amor al prójimo necesaria para la salvación ha de ser
medida de acuerdo con el modo como se nos propone el precepto de amar al
prójimo; ese modo es el que está expresado en las palabras amarás a tu prójimo
como a ti mismo (Mt 19,19; 22,39). La perfección del amor divino requería que
todo el corazón del hombre en algún modo se convirtiera a Dios, pues Dios es el
bien universal que existe sobre todos nosotros, como se dijo antes. Por eso, el
modo del amor divino se expresa correctamente cuando se dice Amarás al Señor
tu Dios de todo tu corazón. En cambio, nuestro prójimo no es el bien universal
que está sobre nosotros, sino el bien particular que está bajo nosotros, por lo cual
no se nos obliga a amar al prójimo de todo corazón, sino más bien como a
nosotros mismos.
Para que este modo de amor del prójimo sea efectivo, se requieren tres
cosas. En primer lugar, que el amor sea verdadero. Al amor es esencial que
alguien desee el bien a la persona amada. De aquí procede que el impulso de
amor se orienta hacia dos términos: hacia aquel a quien se desea el bien y hacia
el bien que para él es deseado. Aunque de ambas realidades se diga que son
amadas, el amor dice referencia ante todo a la persona para la cual se desea un
bien; en cambio, el bien mismo que le es deseado entra en el acto de amor como
consecuencialmente. No sería acertado decir que es amado con propiedad y
verdad aquello mismo cuya desaparición se busca. Son muchas las cosas que
consumimos al usarlas, como el vino cuando es bebido y el caballo envuelto en
el combate. Es claro, por tanto, que cuando ponemos estas cosas a nuestro
servicio, el objeto del amor, con propiedad y verdad, somos nosotros mismos;
aquellas cosas, en cambio, las amamos como ocasionalmente y en sentido, hasta
cierto punto, abusivo. Cuando se trata de la persona que ama, la naturaleza
misma y la verdad requieren que desee para sí misma bienes, como la felicidad,
la virtud, la sabiduría y todo lo necesario para la conservación de la vida. Lo que
uno toma para usarlo no es propiamente objeto de amor, sino muestra del amor
que la persona tiene a sí misma.
Nosotros tomamos para nuestro uso no solamente otras cosas, sino
también a los hombres mismos. Si amamos al prójimo tan sólo en cuanto puede
prestarnos un servicio, es manifiesto que a ellos no los amamos como a nosotros
mismos ni de verdad. Es lo que ocurre en el caso de la amistad basada en lo útil
y en lo deleitable. Quien ama a otro porque éste le es útil o le proporciona
deleite, muestra con evidencia que el objeto del amor es él mismo. La persona
del otro le es amada a la manera como decimos amar el vino o el caballo. Son
cosas que no amamos como a nosotros mismos, deseando bienes para ellas; lo
que deseamos es, ante todo, disfrutar de esos bienes.
Por consiguiente, el precepto de amar al prójimo como a nosotros mismos
implica, ante todo, amor verdadero, el cual es inherente a la caridad. Como dice
el Apóstol (1 Tim 1,5), la caridad procede de un corazón bueno, de una
conciencia limpia y de una fe sin fingimiento. Por lo cual, como dice también el
Apóstol, la caridad no busca cosas suyas (1 Cor 13,5), sino que desea el bien
para aquellos a quienes ama. De esto el Apóstol mismo se presenta como
ejemplo. Busco no lo que es útil para mí, sino lo que es provechoso para
muchos a fin de que se salven (1 Cor 10,33).
En segundo lugar, el modo como es dado el precepto requiere de nosotros
también que el amor al prójimo sea justo y recto. Esto, a su vez, exige que un
bien mayor sea antepuesto a un bien menor. Siendo esto así, es evidente que,
entre todos los bienes humanos, el bien del alma es el principal; viene después el
bien del cuerpo y, por último, el bien que consiste en las cosas exteriores.
Cuando se trata del amor a uno mismo, el orden señalado es connatural. Nadie
dejaría de preferir el ser privado de un ojo corporal a perder el uso de la razón,
que es el ojo de la mente. Igualmente, para defender la vida corporal y para
conservarla, el hombre se desprende de todo lo demás, de acuerdo con las
palabras para conservar la vida, dará el hombre piel por piel y todo cuanto
posee (Job 2,4).
Este natural orden del amor a uno mismo, por lo que se refiere a los
bienes naturales que han sido puestos como ejemplo, rara vez o nunca falla. Pero
en cuanto al bien sobrenatural, hay quienes lo contrarían; así ocurre, por
ejemplo, cuando alguien para asegurar la salud o el deleite del cuerpo, rechaza el
bien de la virtud o de la ciencia. Hay también quienes por el afán de conseguir
bienes exteriores exponen el propio cuerpo a peligros o a esfuerzos exagerados.
En ninguno de estos casos el amor es recto. Más aún, y yendo al fondo, diré que
tales personas muestran no amarse siquiera a sí mismas de verdad. Cada cosa es,
ante todo, lo que en ella tiene primacía. Por este motivo decimos que la ciudad
hace lo que hace el príncipe. Evidentemente, en el hombre lo principal es el
alma; y, entre las facultades, la razón o entendimiento. Quien desecha el bien del
alma racional por apego al bien del cuerpo o de la sensibilidad, da evidente
prueba de que no se ama de verdad a sí mismo. Por ello se dice en un salmo
(10,6): quien ama la iniquidad aborrece su propia alma.
Así, pues, la rectitud del amor al prójimo queda establecida por el hecho
de que lo mandado es amar al prójimo como a uno mismo; el orden en el deseo
de bienes para el prójimo es el mismo con que cada uno debe desearlos para sí:
en primer lugar, los bienes espirituales, después los bienes del cuerpo y,
finalmente, los que consisten en cosas exteriores. Si alguien, por tanto, desea
para el prójimo bienes contra la salud del cuerpo, o bienes del cuerpo con
detrimento del alma, no lo ama como a sí mismo.
El modo de amor al prójimo requiere, en tercer lugar, que ese amor sea
santo. De una cosa se dice que es santa por estar ordenada a Dios. Decimos que
el altar es santo por estar dedicado a Dios; esto mismo se aplica a cosas
semejantes consagradas al culto divino. El motivo de que uno ame a otro como a
sí mismo es que entre ambos existe alguna comunión, en virtud de la cual la
caridad entre uno y otro es semejante a la que cada uno tiene consigo mismo.
Dos cosas pueden convenir entre sí de muchas maneras. Se da
conveniencia en naturaleza, fundada en la generación corpórea, como es el caso
de quienes nacen de los mismos padres. En otros casos la conveniencia es cívica
o consiguiente al hecho de estar domiciliados en la misma ciudad, vivir bajo el
mismo príncipe y estar gobernados por unas mismas leyes. Cualquier oficio o
profesión establece alguna comunión entre quienes lo practican, los cuales se
asocian para el comercio, para la vida militar, para una forma de artesanía o para
cualquier cosa semejante. Todas estas expresiones de amor al prójimo pueden
ser rectas. Pero el motivo de llamarlas santas no es ése. Las expresiones de amor
son santas solamente cuando el amor al prójimo está ordenado a Dios. Los
hombres que son miembros de una misma ciudad convienen entre sí por ser
súbditos de un mismo príncipe con cuyas leyes son gobernados. De modo
semejante, todos los hombres, por estar naturalmente orientados a la
bienaventuranza, tienen entre sí universal unidad, en cuanto dicen orden a Dios
como al supremo soberano de todos, como a la fuente de bienaventuranza y al
legislador de toda justicia.
Sobre esta base, la recta razón muestra que el bien común debe ser
antepuesto al bien propio. De aquí procede que cualquier parte de algo, por un
cierto instinto natural se ordena al bien del todo: una señal es que cualquiera
expone su mano al golpe para conservar el corazón o la cabeza, de los que
depende la vida humana. En la susodicha comunión, por la que todos tienden a
una misma bienaventuranza, cada hombre viene a ser como una parte. El bien
común del todo es Dios mismo, en quien está la bienaventuranza de todos. Así,
pues, la recta razón y el instinto natural requieren que cada uno se ordene a Dios
de modo semejante a como la parte está ordenada al bien del todo. Esto es obra
de la caridad, mediante la cual el hombre se ama a sí mismo por Dios. Por
consiguiente, cuando alguien ama al prójimo por Dios, lo ama como a sí mismo.
Y con esto, el amor queda santificado, de acuerdo con lo que está
escrito: Hemos recibido de Dios este mandamiento, que quien ama a Dios ame
también a su hermano (1 Jn 4,21).
El modo del precepto requiere, en cuarto lugar, que el amor al prójimo sea
operante. Evidentemente, cuando uno se ama a sí mismo, no sólo desea alcanzar
algún bien y evitar algún mal, sino que también cada uno, en cuanto puede, se
procura el bien y evita el mal. Por tanto, uno ama al prójimo como a sí mismo,
cuando respecto de él tiene no solamente afecto para desearle el bien, sino que
muestra ese afecto con la obra realizada, de acuerdo con la sentencia: No
amemos de palabra y con la lengua, sino con obras y de verdad (1 Jn 3,18).

CAPÍTULO 15:
Perfección de amor al prójimo que cae bajo consejo.

Ha sido expuesto lo relativo a una perfección de amor al prójimo que se


requiere para la salvación. Ahora hay que exponer otra forma de perfecto amor
al prójimo que va más allá de la perfección común y que cae bajo consejo. En
esta perfección hay que tener en cuenta tres cosas. La primera es la extensión.
Cuanto mayor es el número de personas a que se extiende el amor, tanto
éste muestra ser más perfecto.
En la extensión del amor hay que señalar tres grados. Hay quienes aman a
otros o por los beneficios que les prestaron, o por vínculos de parentesco natural
o cívico. Y este grado de amor queda incluido dentro de los límites de la amistad
civil. Por lo cual, dice el Señor: Si amáis a quienes os aman, ¿qué recompensa
tendréis? ¿Acaso los publicanos no hacen eso también? Y si saludáis solamente
a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de más? ¿Acaso los paganos no hacen eso
también? (Mt 5,46-47).
Hay quienes extienden el afecto también a los extraños, a condición de no
encontrar en éstos cosa alguna contraria. Este grado de amor se queda, en cierto
sentido, dentro de los límites de la naturaleza. Dado que todos los hombres se
unifican en la naturaleza específica, todo hombre es naturalmente amigo de
todos. Y esto se manifiesta en que cualquier hombre orienta a cualquier otro
cuando yerra el camino y lo levanta de una caída y tiene para con él otras
análogas expresiones de amor. Pero hay que tener en cuenta una cosa. Por
naturaleza, el hombre se ama a sí mismo más que a otro. Ahora bien, una misma
es la razón de que algo sea amado y de que su contrario sea aborrecido. De ello
por tanto se sigue que, dentro de los límites de la naturaleza, no cabe el amor a
los enemigos.
El tercer grado de amor al prójimo consiste en que el amor se extienda
también a los enemigos. Es el Señor quien enseña este grado de amor, cuando
dice: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a quienes os aborrecen (Mt
5,44). Y deja claro que la perfección del amor consiste en esto, añadiendo a
manera de conclusión: Sed, pues, perfectos, como también vuestro Padre
celestial es perfecto (v.48). Esto va más allá de la perfección común, como se ve
por las palabras de Agustín, el cual dice así: Éstas son cosas de los hijos de Dios
perfectos, hacia las cuales debe tender todo fiel cristiano, tratando de conducir
hasta aquí su espíritu mediante la oración dirigida a Dios y la lucha consigo
mismo. Pero este grandísimo bien no se realiza en una multitud tan numerosa
como la que creemos que es escuchada cuando, en la oración, decimos:
Perdona nuestras deudas como también nosotros perdonamos a nuestros
deudores.
Se nos presenta aquí una cuestión. Bajo el nombre de prójimo está
comprendido todo hombre. En el precepto amarás al prójimo como a ti
mismo no se hace excepción alguna. Parece, por tanto, que en lo necesario por
precepto entra también el amor a los enemigos.
La solución es fácil con sólo recordar lo que fue dicho anteriormente
acerca de la perfección del amor a Dios. Se dijo, efectivamente, que en el
mandamiento amarás al Señor tu Dios con todo el corazón se puede tomar en
consideración lo que es necesario en virtud del precepto mismo, lo que cae bajo
consejo y lo que pertenece a la perfección de los comprehensores. Si el ‘amarás
al Señor tu Dios con todo el corazón’ es entendido sobre la base de que el
corazón del hombre esté dirigido siempre a Dios mediante un acto, entonces
expresa lo que pertenece a la perfección de los comprehensores. Si es tomado en
el sentido de que excluye del corazón del hombre todo lo que es contrario al
amor de Dios, entonces expresa lo obligatorio en virtud del precepto. A la
perfección del consejo pertenece el hecho de que, para una dedicación más libre
a Dios, alguien renuncie a cosas que podría usar libremente.
De manera semejante, aquí es preciso decir que el precepto obliga
concretamente a esto: el precepto del amor al prójimo es universal; de esta
universalidad no puede ser excluido el enemigo, ni cabe aceptar cosa alguna
contraria a este amor. Sin embargo, es de consejo realizar actos de amor al
enemigo, cuando éste no es obligatorio. La obligación de amar a los enemigos y
hacerles bien con un acto especial urge tan sólo en algún caso también especial,
como cuando, de no prestarles ayuda, podría sobrevenir la muerte por hambre, o
cuando ocurre alguna otra cosa parecida. Fuera de estos casos de necesidad, el
precepto no impone obligación de amar con un acto especial y de servicio a los
enemigos, porque ni siquiera hay obligación de hacerlo con todos en virtud del
precepto.
El amor a los enemigos se deriva directamente del amor a Dios y sólo de
ese amor. En otras formas de amor lo que mueve a amar es algún otro bien, por
ejemplo el beneficio recibido, o la comunión de sangre, la unidad cívica, o
alguna cosa semejante. Pero al amor de los enemigos sólo Dios puede mover.
Son amados, porque pertenecen a Dios, por cuanto han sido hechos a su imagen
y tienen capacidad de acogerlo. Ahora bien, la caridad da preferencia a Dios
sobre todos los demás bienes, por lo cual no toma en consideración el daño que
recibe de los enemigos para odiarlos por ese motivo; centra la atención en el
bien divino para amar a esos enemigos. Por lo tanto, cuanto más perfectamente
está asentado el amor de Dios en el hombre, tanto más perfectamente su ánimo
se doblega para amar a los enemigos.

CAPÍTULO 16:
Perfección intensiva del amor al prójimo.

En segundo lugar, hay que exponer la perfección intensiva del amor al


prójimo. Es cosa bien sabida que cuanto una cosa es amada más intensamente,
tanto más fácil es desprenderse de los demás en atención a ella. Las cosas de que
uno se desprende por amor al prójimo permiten valorar la perfección de este
amor.
En esta perfección se distinguen tres grados. Hay quienes, por amor al
prójimo, se desprenden de los bienes exteriores, distribuyéndolos entre personas
determinadas o entregando su totalidad para atender las necesidades del prójimo.
El Apóstol parece aludir al tema, cuando dice: Aunque entregara todos mis
bienes para alimento de los pobres… (1 Cor 13,3). Y en otra parte se
lee: Aunque el hombre diese todas las riquezas de su casa por el amor, juzgaría
que no había hecho nada (Cant 8,7). El Señor parece asumir unitariamente
ambas cosas cuando, a la hora de dar a determinada persona un consejo sobre
perfecto seguimiento, dice: Si quieres ser perfecto, ve, vende todo lo que tienes
y dalo a los pobres, y luego ven y sígueme (Mt 19,21). En estas palabras, la
renuncia a la totalidad de los bienes exteriores se orienta en dos direcciones:
hacia el amor al prójimo, cuando dice: ‘dalo a los pobres’, y hacia el amor a
Dios, diciendo: ‘sígueme’.
Dentro de este nivel entra también el soportar, por amor a Dios y al
prójimo, pérdidas en los bienes exteriores. Por lo cual el Apóstol, haciendo
encomio de algunos, dice: Aceptasteis con gozo el ser despojados de vuestros
bienes (Heb 10,34). Y en los Proverbios se lee: Quien por amor al amigo no
desecha el sufrir perjuicio, es justo (12,26).
No cumplen este grado de perfección quienes, con los bienes que poseen,
no socorren al prójimo necesitado. Por lo cual ha sido escrito: Si
alguien, teniendo bienes de este mundo y viendo al prójimo en
necesidad, cierra sus entrañas, ¿cómo es posible que el amor de Dios more en
él? (1 Jn 3,17).
El segundo grado de perfección consiste en que alguien, por amor al
prójimo, exponga su cuerpo a trabajos. El Apóstol ofrece en sí mismo ejemplo
de ello, cuando dice: Día y noche trabajamos con esfuerzo y cansancio, para no
ser gravoso a ninguno de vosotros (2 Tes 3,8). Aquí entra también el no
rechazar sufrimientos ni persecuciones por amor al prójimo. A este propósito
dice el Apóstol: Dado que sufrimos tribulación, la sufrimos para estímulo
vuestro, para salvación vuestra (2 Cor 1,6). Y en otro lugar dice: Sufro el estar
encadenado como un malhechor, pero la palabra de Dios no está encadenada.
Así, pues, lo soporto todo por amor a los elegidos, para que también ellos
alcancen la salvación (2 Tim 2,9-10).
No cumplen lo que este grado requiere quienes, por amor al prójimo, ni
renuncian a deleites ni soportan incomodidades, cualesquiera que sean. Contra
ellos está escrito: Vosotros que dormís en lecho de marfil y os regocijáis en
vuestros lechos elegantes, vosotros que coméis corderos del rebaño y terneros
escogidos de entre la vacada. Vosotros que cantáis al son del salterio, como
David, pensando tener los instrumentos musicales, vosotros que bebéis el vino
en copas grandes y disfrutáis de los más exquisitos perfumes: Vosotros no
tuvisteis pena alguna por las desgracias de José (Am 6,4-6). Se dice
también: No salisteis para resistir al adversario, ni os pusisteis como muro a
favor de la casa de Israel, para sostener el combate en el día del Señor (Ez
13,5).
El tercer grado de amor consiste en dar la vida por los hermanos. Por lo
cual dice la Escritura: En esto hemos conocido el amor de Dios, en que él dio la
vida por nosotros, y nosotros también debemos dar la vida por los hermanos (1
Jn 3,16). El amor no puede llegar a un grado de mayor intensidad. El Señor
mismo lo dice: No hay amor más grande que el de dar la vida por los
amigos (Jn 15,13). Por lo cual la perfección del amor fraterno consiste en esto.
El alma puede ser considerada bajo dos aspectos. Primero, en cuanto
vivificada por Dios y, desde este punto de vista, no debe dar la vida por los
hermanos. El hombre ama la vida del alma en la medida en que ama a Dios.
Ahora bien, es evidente que cualquiera debe amar a Dios más que al prójimo.
Nadie, por tanto, puede renunciar a la vida del alma, pecando, para salvar al
prójimo.
El alma puede ser considerada también bajo un segundo aspecto o en
cuanto vivifica el cuerpo y es principio de la vida humana. Y, desde este punto
de vista, debemos dar la vida por los hermanos, porque al prójimo le debemos
un amor más grande que a nuestro cuerpo. Así, pues, dar la vida corporal por la
salvación espiritual del prójimo es legítimo, y cae bajo precepto, en caso de
necesidad. Si alguien ve, por ejemplo, que otro es seducido por infieles [es
arrastrado hacia la infidelidad], debería exponerse al peligro de muerte por
liberarlo de la seducción.
Fuera de los casos de necesidad, el exponerse a peligro de muerte por la
salvación de otros pertenece a la perfecta justicia o perfección de consejo.
Podemos tomar ejemplo del Apóstol, el cual dice: Con mucho gusto me gastaré
y me desgastaré por vuestras almas (2 Cor 12,15). Acerca de lo cual dice la
Glosa: La caridad perfecta consiste en que uno esté dispuesto a morir por los
hermanos.
La condición servil tiene cierta semejanza con la muerte, y por este
motivo es llamada muerte civil. La vida se manifiesta sobre todo en el poder de
moverse a sí mismo. Cuando el movimiento viene sólo del impulso recibido, la
situación tiene mucha semejanza con la muerte. Es lo que ocurre a quien se
encuentra en condición servil. El siervo no se mueve a sí mismo; está sometido
al mandato del amo. Por consiguiente, hay la misma perfección en que alguien
se someta a servidumbre por amor al prójimo, y en que se exponga al peligro de
muerte. Esto último, sin embargo, es valorado como más perfecto, porque el
hombre naturalmente rehúye la muerte más que la condición servil.

CAPÍTULO 17:
Perfección del amor al prójimo: sus efectos.

Una tercera perspectiva para analizar la perfección del amor fraterno es la


de los efectos: cuanto mayor es el bien dado al prójimo, tanto el amor muestra
ser más perfecto. Acerca de esto hay que tener en cuenta tres grados.
Hay quienes sirven al prójimo con bienes temporales: visten al desnudo,
dan de comer al hambriento, sirven a los enfermos y hacen otras cosas
semejantes, las cuales son consideradas por el Señor como hechas a él mismo
(cf. Mt 25,40).
Otros proporcionan bienes espirituales que, sin embargo, no rebasan la
condición humana, como quien enseña al ignorante, da consejo a quien está
dudoso, hace volver a quien erró el camino. A base de esto se hace el encomio
de Job: Instruiste a muchos, diste vigor a manos cansadas, tus palabras fueron
sostén de los vacilantes, fortaleciste rodillas que temblaban (Job 4,3).
Hay también quienes proporcionan al prójimo bienes superiores a la
naturaleza y a la razón; son bienes espirituales y divinos. Es la obra de quienes
enseñan los misterios divinos, guían hacia Dios, administran los sacramentos
espirituales. De estos dones hace mención el Apóstol diciendo: El que os da el
Espíritu y realiza grandes obras entre vosotros (Gál 3,5). Cuando recibisteis la
palabra de Dios que recibisteis de mí, la acogisteis no como palabra de
hombre, sino cual es en verdad, como palabra de Dios (1 Tes 2,13).
Escribiendo a los Corintios, dice: De todos vosotros, como de casta virgen, hice
entrega a un solo marido, que es Cristo (2 Cor 11,2). Y poco después añade: Si
el primero que venga predica otro Cristo distinto, no predicado por mí, o
recibís un espíritu distinto del que habéis recibido u otro evangelio distinto del
que acogisteis, lo soportaríais (11,4).
El otorgamiento de estos bienes pertenece propiamente a un nivel de
perfecta caridad fraterna, porque mediante estos bienes el hombre se une a su fin
último en el que se encuentra la suma perfección humana. En prueba de esta
perfección está dicho: ¿Has conocido tú las sendas de las nubes, posees tú la
grande y perfecta sabiduría? (Job 37,16). Según Gregorio, nubes son los santos
predicadores. Estas nubes recorren sendas casi imperceptibles, esto es, los
caminos de la santa predicación, y poseen altísima sabiduría, sabiendo que no
tienen nada por mérito propio, pues tienen el convencimiento de que lo que
proporcionan al prójimo los trasciende a ellos [a los predicadores].
A esta perfección se añade un complemento si estos bienes espirituales
son proporcionados no a uno o dos, sino a la entera multitud [de los fieles
cristianos]. Incluso para los filósofos, el bien común de una nación es más
perfecto y más divino que el de uno solo. Por este motivo dice el Apóstol: A
otros los constituyó pastores y doctores para la consumada perfección de los
santos, mediante la obra del ministerio que se ejercita en la edificación del
cuerpo de Cristo (Ef 4,11): es decir, de toda la Iglesia. Se dice también: Puesto
que tenéis intenso deseo de dones espirituales, abundad en ellos para
edificación de la Iglesia (1 Cor 14,12).
CAPÍTULO 18:
Requisitos del estado de perfección.

Como ha sido dicho ya, la perfección no es sólo hacer lo perfecto, sino


también prometerlo con voto. De ambas cosas se da consejo, como ha sido dicho
también. Quien practica una obra por voto alcanza una doble perfección. Se ve,
por ejemplo, en la continencia. Quien se limita a guardarla, se ejercita en una
sola forma de perfección; en cambio, quien se obliga a ella por voto y lo cumple,
consigue la perfección de la continencia y la del voto.
La perfección derivada del voto cambia la condición de la persona, por
cuanto se dice que la libertad y la servidumbre son condiciones o estados
diversificados de vida. En este sentido hay que entender las palabras del Papa
Adriano, cuando dice: Si surge la necesidad de hacer interpelación por causa
capital o relativa al estado, no se ha de actuar por medio de terceros sino
personalmente.
Cuando uno promete guardar continencia, se quita a sí mismo la libertad
de casarse. Quien sin voto guarda castidad, no se priva de aquella libertad. Por
consiguiente, su condición eclesial no sufre cambio, como de hecho lo sufre la
de quien hace voto. En el orden humano, ocurre algo semejante. Si uno presta
servicios a otro, no introduce cambio alguno en su condición; pero si se obliga a
servir, su condición cambia.
La libertad puede uno quitársela totalmente, o sólo respecto a alguna cosa.
Si alguien, ante Dios o ante otro hombre, se obliga a hacer alguna cosa especial
por algún tiempo, no se quita la libertad más que en relación con aquello a que
se obligó. En cambio, si alguien se pone por completo bajo la potestad de otro,
sin reservarse libertad para nada, esa persona cambió condición y se sometió a
servidumbre total.
Ahora basta hacer la aplicación. Si alguien hace a Dios voto de una obra
particular, como, por ejemplo, una peregrinación, un ayuno, o cosa semejante,
no cambió su condición ni su estado más que en relación con aquello a que se
obligó. Pero quien, con voto, se obliga ante Dios para servirle durante toda la
vida en obras de perfección, hizo un cambio total en su condición o estado de
vida: asumió la condición y estado de perfección.
Puede ocurrir que alguien practique obras de perfección sin haber hecho
voto de ellas, como puede ocurrir también que quienes se obligan para toda la
vida a obras de perfección no las cumplan. Queda, pues, claro que hay cristianos
perfectos que no tienen estado de perfección, y que hay también quienes,
teniendo estado de perfección, no son perfectos.

CAPÍTULO 19:
Estado de perfección: obispos y religiosos.

Teniendo en cuenta todo lo que ha sido dicho, es fácil determinar quiénes


se encuentran en estado de perfección.
Quedó dicho que a la perfección del amor de Dios se llega por tres vías,
que son renuncia a los bienes exteriores, renuncia a mujer y a parentescos de
sangre, negación de uno mismo o mediante la muerte soportada por Cristo
[martirio] o por renuncia a la propia voluntad. Quienes hacen a Dios voto de
practicar durante toda la vida estas obras perfectas, manifiestamente asumen
estado de perfección. Ahora bien, puesto que en toda religión [en todo instituto
religioso] se hace voto de estas tres cosas, es evidente que toda religión es
estado de perfección.
Fue explicado también que a la perfección del amor fraterno pertenecen
estas tres cosas, a saber: amar y servir a los enemigos, dar la vida por los
hermanos, o arriesgándola con peligro de muerte o poniéndola totalmente al
servicio del prójimo, y ocuparse en que sean proporcionados al prójimo los
bienes espirituales. Manifiestamente, los obispos están obligados a estas tres
cosas.
Los obispos asumen la cura [pastoral] de la Iglesia universal, en la cual
frecuentemente hay quienes los odian, blasfeman de ellos y los persiguen. A
todo esto [los obispos] tienen obligación de corresponder con muestras de amor.
Ejemplo de ello dan los apóstoles, de quienes los obispos son sucesores. Los
apóstoles, en efecto, viviendo entre los perseguidores, procuraban su salvación.
Por este motivo el Señor les dice: Os envío como ovejas en medio de lobos (Mt
10,16), de modo que, recibiendo de ellos muchas mordeduras, no sólo no sean
destrozados, sino que los conviertan.
Agustín, en el libro De sermone Domini in monte, a la hora de exponer las
palabras Si alguien te hiere en la mejilla derecha, ofrécele la otra (Mt 5,39),
dice lo siguiente: Que todo es misericordia lo experimentan principalmente
quienes están al servicio de aquellos a quienes aman con intensidad, como a los
niños y a los privados de razón, de quienes con frecuencia tienen mucho que
padecer. Y si su salvación lo requiere, se ofrecen incluso a sufrir más. El
Señor, médico de las almas, enseña que sus discípulos deben soportar con
igualdad de ánimo las debilidades de aquellos a cuyo servicio están; cualquier
forma de perversidad proviene de flaqueza de espíritu, porque nadie es más
inocente que aquel que es perfecto en la virtud. Por esto el Apóstol podía
decir: Somos maldecidos y bendecimos, somos perseguidos y lo soportamos
pacientemente, somos blasfemados y correspondemos orando (1 Cor 4,12).
Los obispos están obligados también a dar la vida por la salvación de sus
subordinados. Dice, en efecto, el Señor: Yo soy el buen pastor. El buen pastor
da la vida por las ovejas (Jn 10,11). Gregorio, exponiendo este pasaje,
dice: Habéis oído, queridos, lo que para vosotros es instrucción y para
nosotros peligro. Un poco después añade: A nosotros nos es puesta delante una
senda que debemos recorrer, la senda del no temer la muerte. Debemos
comenzar distribuyendo misericordiosamente entre las ovejas los bienes
exteriores. Como último paso, si la necesidad lo requiere, debemos también
servirles con la muerte. Y añade todavía: Cae el lobo sobre las ovejas, cuando
un perverso y salteador oprime a los fieles y humildes. Quien parecía pastor, y
no lo era, abandona las ovejas y huye, porque, temiendo el peligro que le viene
del salteador, no se atreve a enfrentarse con su injusticia. Por todas estas
palabras se ve que el ministerio pastoral impone el deber de no rehuir el peligro
de muerte si, para salvación de la grey encomendada, es preciso correrlo. El
oficio que le ha sido encomendado reclama este perfecto amor de dar la vida por
los hermanos.
Igualmente, el pontífice [el obispo], en virtud del oficio, tiene obligación
de proporcionar al prójimo los bienes espirituales, por haber sido establecido
como un cierto mediador entre Dios y los hombres, haciendo las veces de aquel
que es mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo, como se dice en 1 Tim
2,5. Ya Moisés fue figura suya y decía: Durante aquel tiempo fui defensor y
mediador entre el Señor y vosotros (Dt 5,5). Por este motivo dirige a Dios
oraciones en nombre del pueblo. En efecto, todo pontífice, tomado de entre los
hombres, está puesto al servicio de los hombres en lo que se refiere a
Dios, ofreciendo a Dios dones y sacrificios por los pecados (Heb 5,1). Es
también representante de Dios ante el pueblo, de modo que, actuando como en
vez de Dios, hace entrega al pueblo de sus designios, enseñanzas, misterios, y
administra los sacramentos. Por este motivo, el Apóstol dice: Si yo suministro
algo, lo hago por vosotros, actuando en persona de Cristo (2 Cor 2,10). En la
misma carta dice también: ¿Buscáis, acaso, alguna experiencia de que Cristo
habla por medio de mí? (2 Cor 13,3). Y, en otra parte, añade: Si nosotros os
hemos proporcionado los bienes espirituales, no es mucho que recibamos de
vosotros lo necesario para el cuerpo (1 Cor 9,10).
A todo esto se obligan los obispos en virtud de su ordenación, como los
religiosos en virtud de su profesión. En relación con esto, el Apóstol
dice: Combate el buen combate de la fe, asegura la vida eterna a la cual fuiste
llamado y de la cual hiciste hermosa confesión ante muchos testigos (1 Tim
6,12). Es la confesión inherente a la ordenación, según explicación dada por la
Glosa. Por consiguiente, los obispos se encuentran en estado de perfección,
como también los religiosos.
A la manera como en los contratos de índole humana se usan ciertas
solemnidades para dar al contrato mayor firmeza, así también el episcopado es
recibido y la profesión religiosa celebrada con una especial solemnidad y
bendición. Por este motivo, Dionisio, hablando de los monjes, dice: Una santa
legislación les otorga una gracia perfecta y los considera dignos de una santa
invocación.

CAPÍTULO 20:
Preeminencia del estado episcopal sobre el religioso.

A quien juzgase con una cierta precipitación podría parecerle que el


estado de perfección religiosa supera al estado de perfección pontifical
[episcopal]. A la manera como el amor de Dios, en orden al cual se hace la
profesión religiosa, es superior al amor del prójimo, a cuya perfecta realización
está ordenado el estado pontifical. Otro punto de referencia es que la vida activa,
en la cual los pontífices se ejercitan, es inferior a la contemplativa, a la cual está
ordenado el estado religioso. Dice Dionisio: Los religiosos, por unos son
llamados fámulos; por otros, en cambio, monjes. Siervos, por razón de ser
puramente siervos y familiares de Dios. Monjes, por razón de la vida sencilla e
indivisible que mediante santas reflexiones, o sea, la contemplación, les da
unidad y atrayente perfección, análoga a la unidad y perfección divina.
Se puede pensar que el estado de prelacía [el episcopado] no es perfecto,
porque [a los obispos] les está permitido poseer riquezas. El Señor, en cambio,
dice: Si quieres ser perfecto, ve, vende todo lo que tienes y dalo a los
pobres (Mt 19,21).
Pero estos enfoques son contrarios a la verdad. Como dice Dionisio, el
orden de los obispos es perfectivo; y un poco más adelante dice de los monjes
que son los perfeccionados. Ahora bien, es evidente que, para comunicar
perfección a otro, se requiere más que para ser uno perfecto en sí mismo; de
manera semejante a como el producir calor supera al solo hecho de estar
caliente, o como, hablando en general, la causa rebasa al efecto. Resta, por tanto,
que el estado episcopal es de mayor perfección que el estado de cualquier
religión.
Esto mismo se ve pensando en las cosas a que unos y otros se obligan.
Los religiosos se obligan a desprenderse de lo terreno, a conservar la castidad y
a vivir bajo obediencia. Pero mucho más importante y mucho más difícil es dar
la vida por el prójimo, a lo cual se obligan los obispos, como ya se dijo. Queda,
pues, claro que las obligaciones de los obispos son más graves que las de los
religiosos.
Más aún, aquellas mismas cosas a que los religiosos se obligan, son
también obligatorias, en cierto modo, para los obispos. En efecto, los obispos, si
poseen bienes temporales, están obligados, en casos de necesidad, a repartirlos
entre los fieles que les están subordinados; deben apacentarlos no solamente con
la palabra y el ejemplo, sino también con ayudas temporales. Este fue el motivo
de que a Pedro le haya sido dicho tres veces que apacentara la grey; y él mismo,
practicándolo, exhorta a los demás a que lo cumplan también,
diciendo: Apacentad la grey de Dios que os está encomendada (1 Pe 5,2).
Gregorio, en el pasaje antes citado y hablando en persona de los obispos,
dice: Debemos ofrecer misericordiosamente a las ovejas nuestros bienes
exteriores, añadiendo poco después: Quien por las ovejas no da sus
bienes, ¿dará por ellas la vida?
Los obispos se obligan también a la castidad. Puesto que deben hacer
puros a los demás, han de serlo ellos mismos principalmente. Por este motivo,
Dionisio, hablando de los ministros, dice: Quienes ejercen el ministerio de
purificar deben poseer la pureza con tanta plenitud que hagan a los demás
partícipes de ella.
En tema de obediencia, los religiosos se someten a un único superior. El
obispo, en cambio, se hace siervo de todos aquellos cuya cura pastoral asume,
pues por ella queda obligado a buscar no lo suyo, sino lo que es útil a los
demás, para que se salven (1 Cor 10,33). Es el Apóstol mismo quien dice de sí
en aquella carta: Siendo libre de todos, de todos me hice siervo (9,19). Y en otra
de sus cartas, dice: No nos predicamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo
Señor nuestro; por Jesús nosotros somos siervos vuestros (2 Cor 4,5). De aquí
surgió la costumbre de que el Sumo Pontífice se firme siervo de los siervos de
Dios. Queda, pues, claro que el estado pontifical es de mayor perfección que el
religioso.
Dice Dionisio: El estado de los monjes no tiene competencia para guiar a
los demás, sino que se queda en sí mismo, en un estado particular y santo. A
los obispos, en cambio, les incumbe por obligación del voto guiar a los demás
hacia Dios. Es Gregorio quien dice que ningún sacrificio es tan agradable a Dios
como el celo por la salvación de las almas. Por consiguiente el orden de los
obispos es perfectísimo.
Esto mismo se manifiesta con evidencia en la costumbre de la Iglesia, en
virtud de la cual los religiosos quedan exentos de la obediencia a sus superiores
cuando son asumidos al orden episcopal: lo cual no sería lícito si el estado
episcopal no fuese más perfecto. La Iglesia de Dios se comporta en coherencia
con el dicho de Pablo: Apeteced los carismas mejores (1 Cor 12,31).

CAPÍTULO 21:
Respuesta a los argumentos contrarios.

No es difícil responder a los argumentos. Como se ha dicho ya, la


perfección del amor al prójimo se deriva de la perfección del amor a Dios. En el
corazón de algunos, el amor a Dios tiene tal primacía que desean no sólo gozar
de Dios y servirle, sino que, por amor a Dios, sirven también al prójimo. En
relación con esto dice el Apóstol: Si nos trascendemos, por medio de la
contemplación, esto es para Dios, o sea, para tributar honor a Dios. Si nos
mostramos comedidos, como sintonizando con vosotros, esto es para vosotros, o
sea, para provecho vuestro. La caridad de Cristo es la que nos apremia (2 Cor
5,13-14), para hacerlo todo por vosotros, según explicación dada por la Glosa.
Evidentemente, es signo de amor más grande querer servir a alguien por amor al
amigo que servir únicamente al amigo.
Lo que se dice acerca de la perfección de la vida contemplativa no hace al
caso. Dado que el obispo está constituido mediador entre Dios y los hombres, es
necesario que sobresalga en la actividad, por cuanto servidor de los hombres, y
que se distinga por la contemplación, para recibir de Dios lo que ha de
comunicar a los hombres. A este propósito escribe Gregorio: El prelado sea el
primero en la acción y supere a todos por la inmersión en la contemplación; un
hombre de gobierno que no descuida la atención a la intimidad cuando se
ocupa de las cosas exteriores, ni en la solicitud por lo íntimo se desentiende de
la preocupación por lo externo.
Si sufren algún detrimento en la dulzura de la contemplación por ocuparse
en las cosas exteriores de servicio al prójimo, esto mismo es un testimonio de
que el amor a Dios es perfecto. Debe uno aceptar, hasta quedar convencido, que
ama más a otro quien, por amor a él, prefiere carecer transitoriamente del deleite
de su presencia, empleándose en cosa de su servicio, a estar disfrutando siempre
de su presencia. Por lo cual el Apóstol, después de haber dicho ni la muerte ni la
vida podrá separarnos del amor de Cristo (Rom 8,38s), añade: Por mis
hermanos estaría dispuesto a ser separado de Cristo (Rom 9,3). En relación con
esto, dice el Crisóstomo: El amor de Cristo se había adueñado de tal manera de
todo su espíritu que incluso la cosa más querida para él, o sea, el amor de
Cristo, estaba dispuesto a sacrificarla, si de este modo le daba gusto a él.
A la tercera dificultad caben dos respuestas. En primer lugar, los obispos
no poseen como propios los bienes de la Iglesia que custodian y que han de
distribuir como comunes. Y esto no merma en nada la perfección evangélica.
Por este motivo, dice Próspero –y pasó al Decreto– lo siguiente: Está bien
poseer los bienes de la Iglesia y, por amor a la perfección, renunciar a los
propios. Y poco después, una vez propuesto el ejemplo de San Paulino,
añade: Con este hecho queda claro que los bienes propios deben ser
abandonados por amor a la perfección y que los de la Iglesia, por ser
comunes, pueden ser poseídos sin mengua de perfección.
En esto, una cosa hay que tener en cuenta. Si alguien posee los bienes de
la Iglesia sin lucrarse, sino tan sólo para repartirlos, es evidente que esto no
mengua en nada la perfección evangélica. De otro modo, los abades y los
superiores de los monasterios se apartarían de la perfección religiosa, como
quien actúa contra el voto de pobreza: lo cual es totalmente absurdo (omnino
absurdum). Si alguien, en cambio, no se limita a repartir los beneficios de
riquezas comunes, sino que actúa como dueño y se lucra, es evidente que posee
algo como propio y, por lo mismo, queda en inferioridad respecto de quienes,
renunciando a todo, viven sin propiedad alguna.
Aparte de esto, puede darse otra situación. Los obispos, además de poseer
los bienes de la Iglesia, pueden tener también bienes patrimoniales, de los cuales
pueden hacer testamento. Esto puede parecer mengua en la perfección a la que
invitó el Señor cuando dijo: Si quieres ser perfecto, ve, vende todo lo que tienes
y dalo a los pobres (Mt 19,21).
El problema tiene fácil solución, recordando lo que ha sido dicho ya. Se
dijo, en efecto, que la renuncia a los bienes propios no es la perfección, sino un
medio para conseguirla, y es posible que alguien alcance la perfección sin haber
realizado acto de renuncia a sus bienes.
Para comprender esto será bueno ampliar el horizonte y tener en cuenta
una cosa. El Señor, señalando medios de santificación, dice: Si alguien te hiere
en la mejilla derecha, preséntale la otra; a quien te ponga pleito para quitarte
la túnica, dale también el manto; a quien te fuerce a caminar mil
pasos, acompáñale otros dos mil (Mt 5,39-41), y, sin embargo, ni siquiera los
perfectos cumplen esto. El Señor mismo se quedó por debajo de esta perfección,
porque, al recibir una bofetada, no presentó la otra mejilla, sino que dijo: Si he
hablado mal, muéstrame en qué; y si bien, ¿por qué me pegas? (Jn 18,32).
Tampoco Pablo presentó la mejilla cuando era golpeado, sino que dijo: Dios te
herirá a ti, pared blanqueada (Hch 23,3).
La perfección no requiere necesariamente el cumplimiento de estas cosas.
Ha de ser entendido todo en cuanto a la disposición de ánimo, como explica
Agustín en el libro sobre el sermón de la montaña. La perfección consiste en que
el hombre tenga el ánimo dispuesto a cumplir estas cosas siempre que sea
necesario. Igualmente, como dice también Agustín y pasó al Decreto: Lo que el
Señor dice en el evangelio, a saber, la sabiduría ha sido justificada por sus
hijos (Mt 11,1), muestra que los hijos de la sabiduría comprenden que la
perfección no está en comer o en ayunar, sino en soportar la indigencia con
igualdad de ánimo. Por lo cual dice el Apóstol: Sé tener y sé pasar
necesidad (Flp 4,12).
Los religiosos logran imperturbable igualdad de ánimo para soportar la
indigencia mediante la práctica de la pobreza. Los obispos, en cambio, pueden
alcanzarla mediante el ministerio de la cura pastoral de la Iglesia y el ejercicio
de la caridad fraterna, la cual requiere de ellos que acepten el riesgo de entregar
y sacrificar por la salvación del prójimo no sólo las propias riquezas, cuando las
circunstancias lo pidan, sino también el propio cuerpo, como fue dicho ya. A
este propósito dice el Crisóstomo: Grande, ciertamente, es el combate de los
monjes. Y añade: Allí, o sea, en la vida monástica, es riguroso el ayuno, el
cual junto con las vigilias y con todo el resto contribuye a dominar el cuerpo.
Aquí, en cambio, o sea en el estado pontifical, todo el trabajo se orienta hacia
el alma. Pone el ejemplo de quienes mediante la artesanía hacen cosas
maravillosas para las cuales se sirven de variados instrumentos; el filósofo, en
cambio, sin ocuparse para nada de esto, pone todo su esfuerzo en las obras del
espíritu solamente.
Alguien podría pensar que los obispos están obligados a la perfección de
abandonar las riquezas no sólo en la disposición de ánimo, sino también de
hecho. En efecto, el Señor mandó a los apóstoles: No poseáis oro ni plata; no
llevéis dinero en vuestros ceñidores, ni alforja para el camino, ni dos
túnicas, ni bastón (Mt 10,9-10). Ahora bien, los obispos son sucesores de los
apóstoles. Por consiguiente, están obligados a cumplir estos mandatos dados a
los apóstoles.
Evidentemente, la conclusión a que se llega no es verdadera. Hubo en la
Iglesia muchos obispos de cuya santidad no se puede dudar y que, sin embargo,
no cumplieron esto, como Atanasio, Hilario y otros muchos. Como dice Agustín
en el libro sobre la mentira es necesario prestar atención no sólo a los preceptos
de Dios, sino también a la vida y al comportamiento de los justos; muchas
cosas que no logramos entender por las solas palabras, vemos cómo deben ser
entendidas fijándonos en el comportamiento de los santos, o en lo que ellos
practicaron. La razón es que el mismo Espíritu que habla en las Escrituras es el
que mueve a los santos en cuanto al modo de actuar. Los que son movidos por el
Espíritu de Dios son hijos de Dios (Rom 8,14). Por lo cual no se puede pensar
que lo que los santos practican de modo habitual sea contrario a los preceptos de
Dios. Como Agustín dice en el pasaje citado, y lo propone también en otro libro,
el sentido de lo mandado por el Señor a los apóstoles, o sea, que no poseyeran
nada y nada llevasen para el camino, él mismo lo da a entender suficientemente
cuando añade: El obrero merece su salario (Lc 10,7). Claramente da a entender
que esto está permitido, no mandado. Quien no quiere servirse de lo permitido,
es decir, quien no recibe de otro lo necesario para vivir y vive de lo suyo propio,
no quebranta un mandamiento del Señor. Una cosa es no servirse del permiso,
cosa que hizo Pablo (1 Cor 9,12), y otra obrar contra lo mandado.
Se podría dar otra solución, entendiendo que el Señor mandó esto porque
se trataba de la primera misión, por la que eran enviados para predicar solamente
a los judíos, entre los cuales era corriente que los maestros vivieran de los
estipendios ofrecidos por los alumnos. Como dice el Crisóstomo, el Señor quiso
como primer punto que sus discípulos evitasen toda sospecha de predicar para
ganar dinero; quiso también que estuviesen libres de preocupaciones y que
experimentasen su personal poder que sin recursos provee de lo necesario. Pero
posteriormente, en la inminencia de la pasión, cuando habían de ser enviados al
mundo, cambió el mandato. Les preguntó: Cuando os envié sin bolsa y sin
alforja, ¿os faltó algo? Sólo cuando respondieron que no les había faltado
nada, añadió: Pues ahora el que tenga bolsa, tómela, e igualmente las
alforjas (Lc 22,35-36).
Por consiguiente, los obispos, que son sucesores de los apóstoles, no están
obligados a no tener posesiones, ni a estar desprovistos de lo necesario para el
camino.

CAPÍTULO 22:
El estado episcopal, aunque más perfecto, no debe ser apetecido.

El Apóstol dice: Aspirad a los carismas mejores (1 Cor 12,31). Por


consiguiente, dado que el estado episcopal es más perfecto que el religioso,
debería uno tener mayor deseo de conseguir el estado prelaticio que de entrar en
el estado religioso.
Pero quien reflexione con diligente serenidad, se dará cuenta de que el
estado religioso puede ser apetecido meritoriamente y que el estado pontifical no
es buscado sino con riesgo de ambición. Quien asume el estado religioso,
renunciando a sí mismo y a sus cosas, se somete a otros por amor a Cristo. En
cambio, el que es promovido al estado pontifical queda honoríficamente
sublimado en lo relativo a las realidades cristianas. Ahora bien, la apetencia de
lo honorífico parece indicio de presunción, porque el honor y la autoridad son
cosas debidas a los mejores.
Por tal motivo dice Agustín: El Apóstol quiso explicar en qué consiste el
episcopado. Es nombre o título de trabajo, no de honor. La palabra está
tomada del griego y significa que quien está puesto al frente debe estar atento
al trabajo, es decir, al servicio de aquellos a quienes preside. `Scopos’, en
efecto, significa diligente atención. Por consiguiente, si el `episcopin’ lo
hacemos equivalente al verbo latino superintendere’, damos a entender que no
es obispo quien desea presidir pero no pone empeño en prestar servicio. A
nadie se le prohíbe buscar el conocimiento de la verdad, lo cual pertenece a un
laudable ocio. En cambio, el puesto más alto sin el cual es imposible ejercer el
gobierno del pueblo, aunque alguien lo tenga y lo ejercite como es
debido, sería indecoroso buscarlo. La caridad de la verdad apetece el ocio
santo; a ocuparse en ‘negocio justo’ sólo impulsa una caridad que urge
practicar. Y si nadie impone esta carga, lo adecuado es dedicarse al estudio y
contemplación de la verdad. Si la carga es impuesta, ha de ser asumida por
deber de caridad.
El Crisóstomo, exponiendo las palabras sus gobernantes los oprimen (Mt
20,25), dice: Cosa buena es desear el trabajo, porque es un acto de nuestra
voluntad y a la vez nos proporciona lo que necesitamos. En cambio apetecer
primacías en el honor es nuestra vanidad. El Apóstol, en efecto, no merece
encomio ante Dios por haber sido apóstol; se requiere haber cumplido bien el
trabajo del propio apostolado. Hay que desear un comportamiento mejor, no un
grado de mayor dignidad.
Es preciso tener en cuenta otro dato. El estado religioso no presupone
perfección, sino que guía hacia la perfección. En cambio, la dignidad pontifical
presupone la perfección, porque quien recibe el honor del pontificado, asume el
magisterio espiritual. Por ello decía el Apóstol: Digo la verdad y no miento, que
he sido hecho heraldo, maestro de los gentiles en la fe y en la verdad (1 Tim
2,7). Pero sería ridículo que alguien, sin conocer experimentalmente la
perfección, fuese constituido maestro de perfección. Como dice Gregorio, el
comportamiento de quien preside debe ser tan superior al del pueblo cuanto
dista, por lo común, la vida del rebaño de la del pastor.
La diversidad se deduce claramente de las palabras del Señor. A la hora
de dar el consejo de pobreza, el Señor usó estas palabras: Si quieres ser
perfecto, ve, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres (Mt 19,21). Por donde
se ve que el hecho de asumir la pobreza no presupone la perfección, sino que
guía hacia ella. En cambio, el Señor, al encomendar a Pedro el oficio de
presidencia, le preguntó: Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos? Y sólo
cuando Pedro respondió Tú sabes que te amo, el Señor añadió Apacienta mis
ovejas (Jn 21,15-17). Con lo cual claramente se da a entender que la asunción de
la presidencia presupone caridad perfecta.
Ahora bien, parece ser presuntuoso que alguien se considere perfecto; por
ello dice el Apóstol: No es que lo haya alcanzado o que sea ya perfecto (Flp
3,12). Y después añade: Todos cuantos somos perfectos, pensemos
así (v.15). En cambio, el hecho de que alguien desee la perfección y se ejercite
en alcanzarla no es indicio de presunción, sino de aquella santa emulación a la
que el Apóstol invita, diciendo: Aspirad a los carismas mejores (1 Cor 12,31).
Es, por tanto, laudable asumir el estado religioso; pero apetecer la altura
de la presidencia es indicio de excesiva presunción. Por este motivo dice
Gregorio: Quien recusó el oficio de presidencia, no se opuso por entero; quien
deseó ser enviado, comenzó viéndose purificado por una brasa tomada del
altar. Esto tiene la finalidad de enseñarnos que quien no ha sido purificado no
debe tener el atrevimiento de ocuparse en los ministerios cristianos; y que
quien ha sido escogido por gracia de lo alto no debe incurrir, bajo apariencia
de humildad, en el orgullo de oponerse. Dado que es difícil tener conciencia de
haber sido purificado, lo más seguro es rehuir el oficio de prelación.
Otra cosa hay que tener en cuenta también. El estado religioso da
impresión de vileza en lo temporal; en cambio al estado de prelacía van unidos
muchos bienes temporales. Así, pues, quienes asumen el estado religioso dan
muestra de que no buscan bienes temporales y de que, desechándolos, apetecen
los espirituales. En cambio, quienes asumen la dignidad pontifical no rara vez
prestan mayor atención a los bienes temporales que a los eternos. Por este
motivo dice Gregorio: Recibir el episcopado fue laudable cuando no cabía la
menor duda que, asumiéndolo, la persona habría de soportar los tormentos
más graves. Y añade: No pone amor en el ministerio, sino que desconoce
totalmente sus exigencias quien, aspirando a la altura de la autoridad de
gobierno, internamente se deleita en que otros le estén sometidos y en que él
sea encomiado; se deja llevar de envanecimiento y se gloría con la posesión de
bienes copiosos. Se busca lucro mundano, encubriéndolo con la dignidad en
virtud de la cual los humanos lucros deben ser desechados.
Un último punto debe ser tenido en consideración. Quien aspira al estado
de prelación se expone a muchos peligros. Dice, en efecto,
Gregorio: Frecuentemente la ocupación de gobierno nos hace perder la
práctica del bien que se mantenía con la vida tranquila. En un mar
tranquilo, incluso el inexperto es capaz de guiar la embarcación; cuando, en
cambio, está agitado por el oleaje, incluso un diestro timonel se siente
desorientado. Ahora bien, ¿qué es la altura de la autoridad sino una tormenta
espiritual que permanentemente golpea con sus olas la nave del corazón, como
para que con imprevistos excesos de obra o de palabra encalle en las rocas con
que tropieza?
De este peligro da ejemplo David, quien, como dice Gregorio en los
pasajes ya varias veces señalados, aunque, a juicio del hagiógrafo, agradó a
Dios en casi todos sus actos, cuando se vio libre de toda sujeción, cayó en
delito y vino a ser fríamente cruel cuando la apariencia de una mujer lo hizo ser
caprichosamente flojo. En tiempo anterior no había querido dar muerte al
perseguidor que había caído en sus manos; después, sin embargo, hizo
desaparecer un fiel soldado, con perjuicio del ejército.
Quien abraza el estado religioso evita los peligros de pecado. Por lo cual
Jerónimo, hablando en calidad de monje, dice en su carta contra
Vigilancio: Habiendo huido del mundo no soy vencido por aquel del que
huyo; pero huyo precisamente para no ser vencido. No hay seguridad alguna
cuando uno duerme cerca de la serpiente. Puede ocurrir que la serpiente no me
muerda. Pero también es posible que alguna vez me muerda.
Por consiguiente, abrazar el estado religioso para evitar peligros de
pecado es acto de prudencia. En cambio, aspirar por propio gusto al estado de
prelacía, o presupone grande presunción, si uno se considera fuerte para
permanecer seguro entre tantos peligros, o puede ser indicio de total
despreocupación respecto de la propia salvación, si uno no cuida de evitar los
pecados.
En conclusión: El estado de prelacía, aunque es más perfecto, no puede
ser apetecido.

CAPÍTULO 23:
Sobre el estado de presbítero y arcediano:
¿Es más perfecto que el religioso?

Hay quienes no están contentos con anteponer el estado de los obispos al


de los religiosos, sino que anteponen también el de los arciprestes, de los
párrocos rurales, de los arcedianos y el de cualesquiera otros que cumplen algún
ministerio pastoral. Creen tenerlo seguro por múltiples razones.
El Crisóstomo, en el libro sexto de su diálogo, dice: Si me presentas un
monje que, hablando exageradamente, sea un Elías, mientras vive solitario y
no se turba por nada, ni peca gravemente, puesto que nada lo seduce ni lo
exaspera, de ningún modo puede ser comparado a quien, puesto al servicio del
pueblo y obligado a soportar los pecados de muchos, se mantiene irreductible y
fuerte. Por donde parece claro que el monje, aun siendo perfecto, no puede ser
igualado a nadie que tenga cura pastoral y la desempeñe bien.
En el mismo libro, poco después se añade: Si, supuesta mi voluntad de
hacer lo que más agrada [al Señor], alguien me diese a escoger entre el
ministerio sacerdotal y la soledad de los monjes, sin posible duda, escogería lo
primero. Por lo tanto, sin posible comparación, el estado de quienes tienen cura
de almas ha de ser preferido al de la soledad monacal, que es considerado el más
perfecto entre religiosos.
En carta a Valerio dice Agustín: Con ese tu sentido cristiano date cuenta
que en esta vida y, sobre todo, en este tiempo, nada hay más fácil, más
letificante, más gratificante ante los hombres que el ministerio del obispo, del
presbítero o del diácono; pero si esto es realizado como para cumplir o para
recibir adulación, nada, ante Dios, más peligroso que el ministerio del
obispo, del presbítero o del diácono. Ante Dios, sin embargo, no hay cosa
alguna más beatificante, a condición de practicar la milicia como nuestro
emperador nos manda. Por consiguiente, el estado de los religiosos no es más
perfecto que el de los presbíteros o diáconos con cura de almas, en cuyo
ministerio se incluye el trato con los hombres.
Agustín, además, escribiendo a Aurelio, dice: Es muy lamentable exaltar
a los monjes hasta una tan ruinosa soberbia y juzgar merecedores de tan gran
reproche a los clérigos, entre los que nos contamos, si la gente
dice, bromeando: un mal monje sería un buen clérigo, cuando, en realidad, a
veces un buen monje con dificultad sería un buen clérigo. Por tanto es mayor la
perfección del buen clérigo que la del buen monje.
En el mismo lugar citado, dice poco antes: A los siervos de Dios, es
decir, a los monjes, no se les debe dar pretexto para que piensen con ligereza
que podrán ser escogidos para cosa mejor, o sea, para el ministerio clerical, si
se perjudican a sí mismos, como ocurriría si abandonasen el monasterio. Por
consiguiente es mejor el ministerio de clérigo que el estado monástico.
Jerónimo, por su parte, dice al monje Rústico: Vive en el monasterio de
manera que merezcas ser clérigo. Por consiguiente, es mejor el ministerio de
clérigo que el modo monástico de vida.
Por último, no está permitido pasar de lo que es más a lo que es menos.
Ahora bien, está permitido pasar del estado monástico al ministerio de presbítero
con cura pastoral. Así lo dice el papa Gelasio y se encuentra en el Decreto, que
dice: Si se prevé que algún monje de santa vida es merecedor del sacerdocio, y
si el abad bajo cuya autoridad milita al servicio de Cristo pide al obispo que lo
ordene, debe ser elegido y ordenado en el lugar conveniente, para que
desempeñe fructuosamente el ministerio sacerdotal, de acuerdo con la decisión
del pueblo o del obispo. Se añaden también otras muchas cosas. De todo esto se
deduce que el estado de cualesquiera clérigos con cura pastoral tiene preferencia
sobre el estado religioso.
Pero si se trae a la memoria lo dicho anteriormente, es fácil comprender el
modo de hablar que se encuentra en los pasajes citados. Se dijo, en efecto: una
cosa es realizar obras de perfección; otra, encontrarse en estado de perfección.
No se entra en el estado de perfección, si no se asume para toda la vida el deber
de ocuparse en obras de perfección. Hay muchísimos (plurimi), sin embargo,
que, sin asumir el deber, practican obras de perfección, como quien guarda
continencia, o vive en pobreza, sin hacer voto alguno.
Hay que tener en cuenta también que, en los presbíteros y diáconos con
cura pastoral, es preciso distinguir dos cosas, a saber: la cura pastoral y la
dignidad del orden. Es evidente que, asumiendo la cura pastoral, no contraen
obligación perpetua, puesto que muchas veces abandonan la cura asumida, como
se ve en quienes dejan las parroquias o arcedianatos y abrazan vida religiosa.
Con lo dicho anteriormente queda claro que sin obligación de por vida no hay
estado de perfección. Ahora bien, es evidente que los arcedianos, los párrocos y
también los preconizados [obispos] antes de su consagración no han entrado en
estado de perfección, como tampoco los novicios religiosos antes de la
profesión.
Ocurre, sin embargo, como se dijo antes, que alguien, no hallándose en
estado de perfección, practica obras de perfección y es perfecto en la caridad.
Signo evidente de esto es la peculiar solemnidad eclesial que acompaña al acto
por el que algunos son consagrados o se obligan de por vida a una cosa
determinada; es lo que se hace con quienes son consagrados obispos o reciben la
bendición de la profesión religiosa, de que hay ya comprobación en antiguo rito
de la Iglesia, testimoniado ya por Dionisio. Ahora bien, nada de esto se realiza al
encomendar el arcedianato o la parroquia. La investidura consiste en poner un
anillo o en cosa parecida. Queda, pues claro que, recibiendo el arcedianato o la
parroquia, nadie entra en un estado al cual se obligue de por vida.
Teniendo esto en cuenta, es fácil responder a los argumentos contrarios.
El Crisóstomo, con las palabras aunque presentes un monje como
Elías, no puede ser comparado a quien se ve en la necesidad de soportar el
pecado de muchos, no pretende comparar estado con estado; claramente se ve
que su intención es mostrar que la dificultad para perseverar en el bien es mayor
en quien preside el pueblo que en quien hace vida solitaria: basta leer lo que
dice. No dice que el monje no puede ser comparado con quien se ve en la
necesidad de soportar los pecados del pueblo; él dice esto otro: El monje, si no
se turba por nada ni peca gravemente mientras vive en soledad, no se
puede comparar con quien se mantiene irreductible y fuerte en medio del
pueblo. Es de mayor virtud conservarse ileso donde amenazan peligros más
graves. Por lo cual inmediatamente antes de las palabras citadas dice: Cuando
alguien, envuelto en el oleaje, consigue librar la embarcación de las olas y de
la tempestad, entonces merece con toda razón recibir de todos el testimonio de
perfecto timonel.
De manera semejante podría decirse que quien se comporta bien, viviendo
entre gente perversa, muestra mayor virtud que quien se comporta virtuosamente
entre los buenos. Por lo cual de Lot se dice: Este justo que habitaba en medio de
ellos, sentía atormentada su alma un día y otro (2 Pe 2,8). Pero nadie puede
decir que vivir entre gente perversa sea un estado de perfección; antes bien,
según la enseñanza de la Escritura, es más prudente evitar semejante compañía.
En conclusión de todo, se sigue que el estado de quienes tienen cura pastoral es
más peligroso, no que sea más perfecto.
Esto permite dar clara respuesta a las palabras del mismo [San Juan
Crisóstomo] que se añaden a las ya explicadas y dicen así: Si alguien, supuesta
mi voluntad de hacer lo que más le agrade, me diese a escoger entre el
ministerio sacerdotal y la soledad del monje, sin posible duda, escogería lo
primero. Mi opción, pues, sería complacer al Señor en el ministerio sacerdotal.
Para comprender, es preciso fijarse bien en lo que dice. No dice que
preferiría el ministerio sacerdotal a la soledad de los monjes. Lo que él prefiere
es complacer al Señor en el sacerdocio, perseverando en su desempeño sin
pecado: lo cual, como ya se dijo, es más difícil que en la soledad monástica.
Donde el peligro es mayor, en evitarlo se muestra una virtud mayor. Todo sabio
optaría por tener una virtud tan perfecta que capacitase para perseverar, sin daño
alguno, en cualesquiera peligros. Pero nadie, a no ser el necio, antepondría el
estado más peligroso, precisamente por peligroso, al estado más seguro.
Con lo dicho es fácil comprender las palabras de Agustín, en las que se
afirma que nada más peligroso ni laborioso que el ministerio del obispo, del
presbítero o del diácono, si es cumplido con fidelidad, y que nada tampoco es
más agradable a Dios. Por lo mismo que es difícil perseverar sin pecado en el
desempeño de este ministerio, se hace ver que la virtud es mayor y, por lo
mismo, Dios lo acoge con mayor agrado. Pero de aquí no se sigue que el estado
de los párrocos o de los arcedianos sea más perfecto que el estado religioso.
A los argumentos que siguen y a cualquiera otro semejante, hay una sola y
la misma respuesta. Las ‘autoridades’ citadas comparan no el estado religioso
con el de quienes tienen cura pastoral, sino el estado de monjes, en cuanto
monjes, con el estado de los clérigos. Los monjes, por sólo monjes, no son
clérigos, puesto que muchos monjes son laicos. Y antiguamente casi todos los
monjes eran laicos, como consta en el Decreto. Ahora bien, es evidente que en la
Iglesia de Dios los clérigos están dentro de un orden superior al de los laicos: se
muestra en el hecho de que los laicos son promovidos a la clericatura como cosa
mejor. Y porque el grado es más alto, es también mayor la virtud que se requiere
para ser buen clérigo que para ser buen laico, aunque este laico sea monje.
En el monje clérigo se juntan dos cosas: la clericatura y el estado
religioso. En el clérigo con cura de almas hay también dos cosas: la cura
pastoral y la clericatura. El hecho de que los clérigos tengan preferencia sobre
los monjes no implica en absoluto que quienes tienen cura, por tenerla, sean
antepuestos a los monjes. Es verdad, sin embargo, que si cumplen bien y sin
pecado su ministerio, muestran una virtud mucho mayor que la del monje que
persevera sin pecado: como fue dicho ya.
El hecho de que el monje es asumido para desempeñar la cura de almas en
las parroquias no significa que el estado de cura en cuanto cura sea más
perfecto, puesto que el monje asumido para el servicio de la parroquia no pierde
su prístino estado. Está determinado en el Decreto. Dice así: Establecemos que
los monjes, si viven un tiempo prolongado fuera del monasterio y después
obtienen las órdenes de la clericatura, no deben apartarse de su primer
propósito. Por consiguiente, no se dice que el estado de clérigo con cura de
almas sea más perfecto que el estado religioso, aunque los religiosos puedan
recibir cura de almas, permaneciendo en su primer estado y propósito. Quienes
son promovidos al episcopado asumen un estado de vida más alto.

CAPÍTULO 24:
Razones alegadas a favor del estado de mayor perfección de los párrocos
que el estado religioso.

Hay quienes obcecados por el afán de contradecir, sin reflexionar ni sobre


lo que dicen ni sobre lo que oyen, persisten en oponerse a lo que ha sido
explicado. He llegado a conocer sus puntos de vista después de haber escrito lo
anterior. Ahora, para dar alguna respuesta a todo eso, es inevitable repetir
algunas cosas ya dichas.
Pretenden demostrar, sobre todo y con multitud de argumentos, que los
arcedianos y los párrocos se encuentran en estado de perfección: de una
perfección superior a la de los religiosos. [He aquí sus argumentos].
Si un presbítero comete un delito, está mandado que sea removido de su
estado, de acuerdo con lo establecido por los cánones. Se encontraba, por
consiguiente, en un estado; de otro modo, no podría ser removido de él.
El estado tiene muchas acepciones. En primer lugar, significa postura
recta. Cuando el hombre está erguido, se dice que está. De modo semejante a
como dice Gregorio: Se apartan de toda forma de rectitud quienes sólo saben
hablar con palabras dañinas. Significa también permanencia y fijeza, como se
puede ver en Gregorio, cuando dice: A la protección y guarda del Creador se
debe que permanezcamos firmes. El estar y estado puede proceder de tamaño
junto con longitud. Como dice también Gregorio 158, la piedra sillar es
cuadrada y puede mantener su posición en cualquiera de sus lados, de modo
que no cae por el hecho de un cambio. Ahora bien, los arcedianos y párrocos
tienen magnitud o tamaño espiritual por cuanto asumen la cura pastoral celosos
del bien de las almas. Tienen también fijeza, por cuanto en medio de los
peligros, perseveran haciéndose fuertes. Tienen también rectitud de intención y
de justicia. Por consiguiente, no se puede decir que no tengan estado.
La institución de las religiones no pudo ocasionar detrimento ni a
diáconos ni a presbíteros con cura pastoral. Ahora bien, antes de haber sido
instituidas las religiones, los susodichos ministros con cura pastoral se
encontraban en estado de perfección. Está, en efecto, escrito: Los presbíteros
que gobiernan bien, con los ejemplos de su vida y con la doctrina sana, sean
considerados dignos de doble honor (1 Tim 5,17), de modo que sus
subordinados se mantengan en espíritu de obediencia para con ellos y los
socorran con sus bienes. Por consiguiente, también después de haber sido
instituidas las religiones viven en estado de perfección.
Dicen que en tiempo de Jerónimo, presbítero y obispo, significaban lo
mismo. Así se ve, efectivamente, por lo que dice Jerónimo: Antiguamente
presbítero y obispo eran lo mismo. Después fue dado mandato de que en todas
partes uno solo fuese puesto al frente de los presbíteros, para evitar gérmenes
de división. Por consiguiente, si los obispos se hallan en estado más perfecto que
los religiosos, también habrán de estar los presbíteros.
Quien es asumido para desempeñar un ministerio de nivel más alto, de
mayor dignidad y más fructuoso, se encuentra en un estado superior. Ahora
bien, los arcedianos y los párrocos son asumidos para un ministerio de mayor
dignidad que el de los religiosos, porque, si bien la vida contemplativa es más
segura, sin embargo la vida activa produce mayor fruto, como se dice en el
derecho. Por consiguiente, los párrocos se encuentran en un estado de perfección
más alto que los religiosos.
No hay caridad superior a la de dar la vida por los amigos (Jn 15,13).
Ahora bien, los buenos párrocos dan la vida por sus subordinados, de quienes se
hacen siervos, realizando las palabras del Apóstol: Siendo libre de todos, me
hice siervo de todos (1 Cor 9,19). Merecen más, porque trabajan más. Cumplen
lo que dice el Apóstol: Trabajé más que todos (1 Cor 15,10). Cada uno recibirá
la paga según su trabajo (1 Cor 3,8). Así, pues, los párrocos se encuentran en
estado más perfecto que los religiosos.
Esto mismo es aplicable a los arcedianos. Los siete diáconos que los
apóstoles eligieron se encontraban en alto estado de perfección. La norma para
seleccionarlos fue ésta: Buscad, hermanos, de entre vosotros a siete varones, de
comportamiento ejemplar, llenos del Espíritu Santo y de sabiduría, a quienes
encarguemos este servicio (Hch 6,3). La Glosa, con palabras de Beda, lo explica
así: Con esto los apóstoles tomaban la decisión de establecer siete diáconos, de
un nivel más alto y que estuviesen, como columnas, cercanos al altar. Se da a
entender que se encontraban en estado de perfección, puesto que pertenecían a
un nivel más alto y soportaban, a manera de columnas, el peso de la Iglesia. El
grado de aquellos siete lo representan ahora, en la Iglesia, los arcedianos, los
cuales prestan servicio y presiden a quienes los prestan, como, en relación con
el pasaje citado, dice también una Glosa. Según esto, los arcedianos pertenecen
a un estado de perfección superior al de los párrocos, al frente de los cuales
están puestos. Por consiguiente, tienen también superioridad respecto de los
religiosos.
Sería necedad decir que los santos arcedianos Esteban, Lorenzo y Vicente,
que merecieron la palma del martirio, no vivieron en estado de perfección.
Los párrocos y los arcedianos son más semejantes a los obispos que
cualesquiera monjes o religiosos, cuyo puesto jerárquico es el ínfimo, mientras
que los presbíteros llegan a ser llamados obispos; se lee, en efecto: Mirad por
vosotros y por toda la grey, en la cual el Espíritu Santo os ha puesto para
apacentar la Iglesia de Dios (Hch 20,28). La Glosa aplica esto a los presbíteros
de Éfeso. Por consiguiente, con mucho mayor motivo, los párrocos se
encuentran en estado de perfección.
La administración de bienes de la Iglesia no rebaja el estado de
perfección, puesto que se trata de bienes comunes, como el derecho mismo
acredita. Por consiguiente, los arcedianos y los párrocos no están en inferioridad
respecto del estado de perfección por el hecho de administrar bienes de la
Iglesia.
Los párrocos y los arcedianos están obligados a ofrecer hospitalidad
mediante bienes temporales, como consta en el derecho. El monje, en cambio,
no puede hacer esto, porque no tiene bienes propios. Por lo tanto, tiene mayor
mérito el párroco que el religioso.
Como dice Gregorio no hay sacrificio alguno que agrade a Dios tanto
como el celo de las almas. Y Bernardo, hablando del amor de Dios, dice que
atrae a mayor número al amor de Dios quien sobresale en el amor. Esto
pertenece al arcediano y al párroco, pero no al monje, el cual no tiene ministerio
con que atraer a alguien.
A la manera como el patriarca preside en su patriarcado y el obispo en su
obispado, así, análogamente, el arcediano en su arcedianato y el párroco en su
parroquia. Dice el Decreto: Si se exceptúa el conferir la ordenación, ¿qué hace
el obispo que no pueda hacer el presbítero con cura pastoral? Todo lo que,
según los trece capítulos de la Regla Apostólica, se dice del obispo o del que ha
de ser ordenado obispo, todo ello es válido en relación con cualquier elegido
para cualquier grado de prelacía y, por consiguiente, en relación con el párroco y
con el arcediano. Es lo que consta en el derecho. Por consiguiente, si el obispo
se encuentra en un estado más perfecto que el monje, por la misma razón,
también el párroco y el arcediano [se encuentran en ese estado más perfecto].
En relación con el presbítero o el diácono que comete un delito, está
preceptuado que sea removido de su estado y recluido en un monasterio para
que haga penitencia m. Por donde se ve que el arcedianato y la cura pastoral
constituyen de verdad un estado; en cambio, la entrada en religión es, más bien,
descenso o caída.
Éstos son los argumentos que se encuentran en los escritos de ellos,
aunque no los proponen en el mismo orden que tienen aquí.

CAPÍTULO 25:
Razones que pretenden demostrar el estado de perfección de arcedianos y
párrocos, aunque no se constituyan mediante alguna bendición o
consagración.

Anteriormente se demostró que ni arcedianos ni párrocos se encuentran en


estado de perfección. Veamos ahora cómo intentan eludir estas pruebas. Se dijo
anteriormente que lo que en la Iglesia constituye estado es conferido con alguna
consagración o bendición: lo cual no se cumple en la encomienda de la
parroquia o del arcedianato. Esta prueba intentan desvirtuarla de muchos modos.
Lo primero que se alega es que en la consagración tanto del obispo como
del sacerdote, las palabras empleadas son las mismas: Sean consagradas y
santificadas, Señor, estas manos…
Si se dice que al obispo le es dada la unción en la cabeza y al sacerdote
no, esto no viene a propósito: Antiguamente también eran ungidos en la cabeza
los reyes, los cuales no pueden reclamar para sí un estado de perfección. Por
consiguiente, la unción en la cabeza no da motivo para decir que el obispo se
halla en un estado de perfección superior al del presbítero con cura pastoral.
El mérito se adquiere no por la consagración, sino por las buenas obras. A
veces es consagrado un mal obispo; y esto, más bien, hace desmerecer. A este
respecto, el derecho dice: El que vive en estado más honorífico, no por eso es
más justo; antes bien, el más justo merece un honor más alto. Se dice
también: No es el lugar ni la ordenación recibida lo que nos hace estar
cercanos a Dios. Lo que nos acerca o nos aparta de él son nuestros méritos
buenos o malos. Por último: Ocupan el lugar de los santos no los hijos de los
santos, sino aquellos que practican las obras de los santos. Por consiguiente, el
hecho de que los obispos hayan recibido una consagración de nivel más alto no
implica que se encuentren en un estado más perfecto que el de los párrocos.
La consagración en la cabeza es más bien un signo y grado de sacerdocio.
Ahora bien, el episcopado no es un orden nuevo, sino un grado en el orden: de
otro modo habría más de siete órdenes. Ahora bien, la perfección de la caridad
pertenece al mérito de la santidad, no a un grado del orden. Por consiguiente, la
unción en la cabeza que confiere a los obispos un grado superior de sacerdocio
en el orden, no los coloca en un estado más perfecto.
El obispo instituye al arcediano, al sacerdote rural, al párroco mediante un
libro o con un anillo, como consta en el derecho. Cuando el Papa manda que en
una iglesia alguien sea instituido canónigo, o hermano, o servidor rural, o
párroco, manda que sea instituido con todos los honores. Así, pues, arcedianos
y párrocos poseen un estado del que no pueden ser removidos.

CAPÍTULO 26:
¿El cese legítimo en la dedicación pastoral es incompatible con el estado de
perfección?

El arcediano y el párroco pueden, sin cometer pecado, abandonar la


dedicación pastoral. Por este motivo, según se dijo, no están en estado de
perfección. Pues bien, contra este punto alegan igualmente múltiples
argumentos.
Dicen, en primer lugar, que el párroco, a pesar de que su estado sea más
perfecto y produzca mayor fruto, puede entrar en religión, porque el estado
religioso es más seguro. Esto es afirmado en nombre del derecho.
El marido no puede abandonar a su mujer, entrando en religión contra la
voluntad de ella. Así lo establece el derecho. Pero esto no es debido a que el
estado matrimonial sea más perfecto que el estado religioso o lo iguale, sino a
que, por el matrimonio, se vinculó irrevocablemente con su mujer. De manera
semejante, por consiguiente, aunque el párroco pueda pasar a religión, de aquí
no se sigue que el estado religioso sea más perfecto o igualmente perfecto.
Se pone también el ejemplo de David, el cual, según se dice en 1 Sam 17,
no pudiendo pelear con las armas de Saúl cuyo uso exigía una fuerza mayor,
recurrió a unas armas de mayor humildad, inferiores, sin embargo, en vigor y
fuerza, esto es, a la honda y a la piedra; con ellas, un jovencillo rechazó y
derribó por tierra al filisteo gigante, hombre entrenado en la guerra desde su
adolescencia. Por consiguiente, a ejemplo de David, puede el párroco pasar al
uso de armas más humildes, o sea, a las propias del estado religioso, aunque él
se encontrase ya en estado más perfecto.
Si la inseparabilidad fuese causa del estado, a nadie estaría permitido
pasar de estado a estado. Ahora bien, el paso está permitido. Luego la
inseparabilidad no entra en la constitución de estado.
Textos jurídicos permiten que el prelado [el obispo] haga salir de religión
y devuelva a su iglesia a un párroco súbdito suyo, si sabe que realizará un
ministerio útil y provechoso para su iglesia. Más aún, el párroco no puede
abandonar su iglesia sin el consentimiento y la autorización del obispo; si lo
hiciese, el obispo puede imponerle sanción canónica. En consecuencia, no se
puede decir con verdad que el estado religioso sea más perfecto por el hecho de
que los párrocos pueden entrar en religión.
A la inversa, en caso de necesidad para una iglesia y para la cura pastoral,
un monje puede pasar de su religión a una iglesia de clero secular con cura de
almas. Es lo establecido por el derecho. Porque, en razón también del
derecho, la utilidad común ha de ser preferida a la de uno solo.
De que alguien pueda perder la perfección de la caridad, no se sigue que
no haya poseído nunca esa perfección, sino, al contrario, que la tuvo. Por
consiguiente, aunque un párroco, por algún motivo, decaiga del nivel o modo de
vida que le corresponde, no se sigue que no haya vivido en estado de perfección.
El hecho de que los prelados mayores, o sea, los obispos, no puedan pasar
a religión sin licencia del Sumo Pontífice, se debe a una norma establecida por
la Iglesia, promulgada en tiempo de Inocencio [III], como consta en derecho.
Antes de esa norma, estaba permitido a todos, a los mayores y a los menores.
Los mayores, sin embargo, se encuentran en un estado más perfecto [que los
religiosos]. Esto, por consiguiente, no impide que los párrocos se encuentren en
estado más perfecto que los religiosos, aunque puedan pasar a vida religiosa sin
licencia del Sumo Pontífice.
Nadie debe ser elegido para obispo si antes no ha recibido ordenación
[sacramental]. Así lo establece el derecho. Ahora bien, el que ha recibido las
órdenes sagradas no puede contraer matrimonio. Por consiguiente, no es verdad
que el elegido pueda casarse.

CAPÍTULO 27:
Respuesta a los argumentos sobre el estado de mayor perfección de
párrocos y de arcedianos que el de los religiosos.
Ha llegado el momento de examinar cuidadosamente cada uno de los
argumentos propuestos. Haciendo esto, quedará claro que son frívolos, que casi
dan risa, que en buena parte contienen error. Carecen de eficacia para lo que
intentan.
Alegar textos canónicos para decir que párrocos y arcedianos viven en un
estado no viene a propósito. Los capítulos alegados no dicen nada sobre estado;
hablan del grado. El primero dice literalmente: Si un obispo, presbítero o
diácono toma mujer o retiene la que había tomado, sea depuesto de su
grado. El segundo dice: Si alguien, falto de temor de Dios y de las Santas
Escrituras, practica la usura, sea depuesto de su grado y no forme parte del
clero. Esto no sirve para mostrar, mediante proceso inverso, que alguien posea
estado; se habla sólo de grado. Y así tiene que ser, porque donde hay orden o
cualquier forma de superioridad, allí tiene que haber algún grado.
La frivolidad del segundo argumento es cosa que advierte cualquier
persona inteligente. Nadie duda de que el vocablo estado tiene múltiples
acepciones. Cuando uno se yergue, se dice que está [de pie]. La magnitud da
origen a estado, en cuanto se hace distinción entre estado de principiantes, de
proficientes y de perfectos. El estar implica también firmeza. En este sentido
dice el Apóstol: Estad firmes e inconmovibles (1 Cor 15,58) en la práctica del
bien. Pero no hablamos de estado en este sentido; el concepto hace referencia a
que hay estado de servidumbre y estado de libertad. Así lo entiende el derecho
cuando, por ejemplo, dice: Tratándose de causa capital o relativa al estado, si
es preciso hacer alguna interpelación, háganla ellos mismos, no por
intermediarios. Tomando en este sentido el vocablo estado, tienen estado de
perfección aquellos que se hacen siervos en orden a practicar obras de
perfección: como se dijo anteriormente. Para esto se requiere un voto vinculante
de por vida, puesto que la servidumbre [de que se trata] se contrapone a la
libertad. Siempre que alguien permanece libre para dejar de practicar obras de
perfección, no se encuentra en estado de perfección: como quedó dicho ya.
Lo del tercer argumento es una frivolidad tan grande que no necesita
respuesta. Cuando se dice: Los presbíteros que ejercen bien el gobierno…, la
perfección ni siquiera es mencionada. El presidir no constituye estado, sino
grado. Por su parte, el honor no es debido solamente a la perfección, sino, de
manera universal, a la virtud, la cual está expresada en las palabras presiden
bien. Está escrito: Gloria, honor y paz a todo el que obre bien (Rom 2,10).
El cuarto argumento contiene evidente falsedad, diciendo que en tiempo
de Jerónimo y de Agustín no se hacía distinción entre obispo y presbítero. En
carta a Jerónimo, Agustín dice expresamente lo contrario: Aunque, por lo que se
refiere a las palabras que son ya de uso común en la Iglesia, el episcopado sea
superior al presbiterio, en muchas cosas, sin embargo, Agustín es inferior a
Jerónimo.
Para que nadie piense que fue en tiempo de Jerónimo cuando se introdujo
la práctica de considerar el episcopado superior al presbiterado, hay que referirse
a la autoridad de Dionisio, el cual describió la jerarquía eclesiástica, tal como se
encontraba en los comienzos de la Iglesia. Dice, en efecto: En la jerarquía de la
Iglesia hay tres órdenes, a saber: el de los obispos, el de los presbíteros y el de
los diáconos. Donde es de notar que, según dice, el orden de los diáconos tiene
la función de purgar; el de los sacerdotes, de iluminar, y el de los obispos, de
perfeccionar. El mismo, en el capítulo 6 del citado libro, dice que a estos tres
órdenes [de ministros] corresponden tres órdenes [de fieles]. Al orden de los
diáconos tiene que someterse el orden de los impuros o de los que necesitan ser
purificados. Al orden de los presbíteros se subordina el de los que han de ser
iluminados, o sea, el pueblo santo que es iluminado por los presbíteros
recibiendo los sacramentos. Al orden de los obispos corresponde el de los
perfeccionados, o sea, el de los monjes, que mediante las enseñanzas de ellos es
instruido acerca de la perfectísima perfección de actuar mirando hacia lo
alto. Por todo esto, es evidente que, según Dionisio perfección es atribuida
solamente a los obispos y a los monjes: a los obispos como a perfeccionadores, a
los monjes, en cambio, como a perfeccionados.
Nadie diga que Dionisio transmite un orden de la jerarquía eclesiástica
instituido por los apóstoles, mientras que, por institución del Señor, presbíteros y
obispos serían una misma cosa. Esto es manifiestamente falso, como se ve por
Lc 10,1, donde se lee: Después de estas cosas, designó el Señor a otros setenta
y dos… A propósito de estas palabras, la Glosa dice: Así como en los apóstoles
tenemos lo típico de los obispos, así en los setenta y dos, lo propio de los
presbíteros de segundo orden. Bien de admirar es hasta qué punto ellos mismos
no se dan cuenta de lo que dicen; después de haber citado este pasaje, ellos
mismos afirman que la distinción entre presbíteros y obispos tuvo lugar en
tiempo de Jerónimo.
Y si alguien quiere retroceder hasta los tiempos antiguos, encontrará que
en la ley antigua hay distinción entre los pontífices y los sacerdotes menores.
Durante la vigencia de aquella ley, el sacerdocio era simple figura. En el
derecho mismo está escrito: Los sumos pontífices y los sacerdotes inferiores
fueron instituidos por Dios a través del ministerio de Moisés, el cual, por
mandato del Señor, ungió a Aarón como sumo pontífice, mientras que a sus
hijos los ungió para sacerdotes inferiores.
Por consiguiente, entiende mal lo que dice Jerónimo. No es intención de
Jerónimo afirmar que en la Iglesia el orden y estado de los obispos era el mismo
que el de los presbíteros. Lo que él dice es que el uso de vocablos no estaba
diversificado: los presbíteros eran llamados obispos por el deber de estar alerta;
los obispos eran llamados presbíteros por razón de la dignidad. Por lo cual, en
un texto que ha pasado al Decreto dice Isidoro: Los presbíteros
inferiores, aunque son sacerdotes, no tienen la plenitud pontifical; éste es el
motivo por el que no signan con crisma en la frente, ni dan el Espíritu
Paráclito; estas unciones, como dicen los Hechos de los Apóstoles, son propias
de los obispos. Y termina diciendo: Entre los antiguos, obispos y presbíteros
fueron la misma cosa, porque éste es nombre de dignidad, no de edad. Por
donde se ve que había diferencia en la realidad y, al mismo tiempo, identidad en
el nombre, por razón de la dignidad implicada en el nombre de presbiterado.
Posteriormente, para evitar el error de posible cisma consiguiente a la
indeterminación de los vocablos, los presbíteros mayores fueron llamados
obispos; el nombre de presbíteros quedó reservado para los menores.
El quinto argumento carece de valor. La vida contemplativa tiene
preferencia sobre la activa, no sólo porque da mayor seguridad, sino
sencillamente porque es mejor. Es el Señor quien lo ha dicho: María escogió la
mejor parte (Lc 10,42). En la medida en que la contemplación es superior a la
acción, en esa misma permite comprender que hace más por Dios quien, por
amor a él, sufre algún detrimento de la preferida contemplación con el fin de
atender a la salvación del prójimo.
Atender a la salvación del prójimo con algún detrimento de la
contemplación, aceptado por amor a Dios y al prójimo, implica una perfección
de caridad mayor que el tener una tal adhesión a la contemplación que, ni por
trabajar en la salvación del prójimo, se acepte recorte alguno. Por atender a la
salvación del prójimo, el Apóstol aceptó sufrir retraso no sólo en la
contemplación de la vida presente, sino también en la de la gloria del cielo. Me
siento en aprieto entre dos cosas, con deseo de partir y estar con Cristo, que es
muchísimo mejor; pero permanecer en esta vida es más necesario por causa de
vosotros (Flp 1,23-24).
Cuando se trata de la caridad que, según se dijo con palabras de Agustín,
consiste ante todo en la disposición de ánimo, muchos de quienes practican vida
contemplativa tienen también esta perfección: la de estar dispuestos a aceptar
ocasionalmente, según el beneplácito de Dios, alguna merma en el ocio de la
preferida contemplación, a fin de ocuparse en la salvación del prójimo. Ocurre,
sin embargo, que esa perfección de caridad no existe en muchos de los que se
dedican al servicio del prójimo; la contemplación les inspira un tedio que
empuja a centrar el deseo en lo exterior. Ante hechos de esta índole se
comprueba que pertenece a la perfección del amor el posponer ocasionalmente
el bien preferido por atender a la obra de salvación. Pero el defecto de algunos
no puede motivar perjuicio al estado o ministerio en cuanto tal. El solo hecho de
tener solicitud por el prójimo para prestarle servicio debe ser juzgado acto de
perfección, puesto que pertenece al perfecto amor a Dios y al prójimo.
Aquí es preciso tener en cuenta una cosa importante: No todo el que tiene
lo que es más perfecto se encuentra en estado más perfecto. Nadie puede dudar
que la guarda de la virginidad pertenece a la perfección; de ella dice el Señor: El
que pueda entender, entienda (Mt 19,12). El Apóstol, por su parte, dice: Acerca
de las vírgenes, no tengo precepto del Señor. Pero doy un consejo (1 Cor 7,25).
Los consejos se refieren a obras de perfección. Sin embargo, la virginidad
practicada sin voto no introduce en estado de perfección. Hablando de la
virginidad, dice Agustín: La virginidad misma no es encomiada por ser
virginidad, sino por estar consagrada a Dios; por este motivo, aunque
practicada corporalmente, se hace espiritual, en cuanto prometida y
custodiada a impulsos de una continencia que nace de la piedad [para con
Dios]. Y añade poco después: Entre los bienes del alma ha de ser contada como
merecedora de mayor encomio aquella continencia en virtud de la cual la
integridad misma del cuerpo es prometida, consagrada y vivida para el
Creador del alma.
Es evidente que los arcedianos y los párrocos, aunque tengan cura
pastoral, no están comprometidos por voto a mantenerla; de otro modo, sin
autorización de quien puede dispensar el voto perpetuo, no podrían abandonar la
cura pastoral del arcedianato o de la parroquia. Aunque el arcediano o el párroco
realicen algún acto o cumplan algún ministerio de perfección, ellos mismos no
se encuentran en estado de perfección. Bien pensadas las cosas, el estado de
perfección lo tienen, más que los arcedianos y párrocos mismos, aquellos
religiosos que por voto de su orden están obligados a esto, es decir, por vocación
deben prestar servicio a los obispos, en lo relativo a la cura de almas, predicando
y oyendo confesiones.
Dentro del argumento sexto hay también falsedad por lo dicho. Es falso,
efectivamente, decir que el aumento de caridad no es posible en persona que no
tenga estado de perfección. En el estado de perfección hay quienes tienen una
caridad imperfecta o nula: es el caso de muchos obispos y religiosos que viven
en pecado mortal. Aunque muchos buenos párrocos tengan caridad perfecta de
modo que estén dispuestos a dar su vida por el prójimo, no por esto se
encuentran en estado de perfección. No faltan muchos laicos incluso casados
que tienen caridad perfecta y están dispuestos a dar la vida por el prójimo. Sin
embargo, no se puede decir que se hallen en estado de perfección.
Si los siete diáconos instituidos por los apóstoles se hallaban en estado de
perfección, no se puede saber ni por el texto ni por la Glosa. Diciendo que
estaban llenos del Espíritu Santo y de sabiduría, se da a entender su perfección,
la cual es posible también en quienes no viven en estado de perfección. Lo que
se dice en la Glosa de Beda, o sea, que pertenecían a un nivel más alto y que
estaban cercanos al altar, significa la eminencia de su grado o ministerio. Pero
una cosa es poseer un grado; otra, vivir en estado de perfección, como ha sido
dicho ya. Es verdad, sin embargo, que aquellos siete diáconos vivieron en estado
de perfección, de aquella perfección acerca de la cual el Señor dice: Si quieres
ser perfecto, ve, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres (Mt 19,12).
Dejadas todas las cosas, siguieron a Cristo, sin tener nada propio, pues todas las
cosas les eran comunes, como se dice en Hch 4,32. En su ejemplo han tenido
origen todas las religiones.
En relación con el octavo argumento, concedemos que los arcedianos
Esteban y Lorenzo vivieron en estado de perfección, pero no por el arcedianato,
sino por el martirio, el cual tiene preferencia respecto de cualquier perfección
religiosa. A este propósito dice Agustín: De esta realidad da clamoroso
testimonio la autoridad de la Iglesia en la cual los fieles no pueden menos de
ver dónde, al celebrar el misterio del altar [el sacrificio eucarístico], son
recitados los nombres de los mártires y dónde el de las santas religiosas. En
este sentido digo también que Sebastián vivió en estado de perfección, y lo
mismo Jorge. Pero, por este motivo, nunca diremos que los soldados se
encuentren en estado de perfección.
Decir que los párrocos y los arcedianos son más semejantes a los obispos
que los religiosos, es verdad en cuanto a una parte, o sea, en cuanto a la solicitud
por los subordinados; pero en cuanto a la perpetua obligación, que es
indispensable para que haya estado de perfección, los religiosos son más
semejantes al obispo que los arcedianos y los párrocos: como ha sido
demostrado ya.
Sin la menor duda, la administración de bienes de la Iglesia no causa
merma en el estado de perfección. De lo contrario, en los institutos religiosos
mismos los superiores y quienes deben cuidarse de lo temporal quedarían por
debajo del grado de perfección. Lo que en ellos [en quienes administran bienes
de la Iglesia] introduce alguna merma en el estado de perfección, es que no
renuncian a lo propio, abandonándolo todo por Cristo. Antes bien, se apropian el
producto de los bienes de la Iglesia.
Se hace una propuesta sin sentido que viene a renovar el error de
Vigilancio; escribiendo contra él, dice Jerónimo: A la afirmación de que quienes
usan sus cosas y poco a poco reparten los frutos entre los pobres hacen mejor
que quienes, vendidas las posesiones, lo entregan todo junto, les será dada
respuesta no por mí, sino por Dios, que dice: «Si quieres ser
perfecto, ve, vende todo lo que tienes…» (Mt 19,21). Está hablando a quien
desea ser perfecto. Esto que tú encomias es el segundo o tercer grado. Los
arcedianos y los párrocos no son más perfectos por el hecho de practicar una
hospitalidad que los monjes, careciendo de bienes propios, no pueden ofrecer.
No hay duda de que el sacrificio más grato a Dios es el celo de las almas.
Pero en el celo de las almas hay que guardar un orden, de manera que, en primer
lugar, el hombre debe tener celo de su propia alma, liberándola de todo apego
terreno, de acuerdo con la sentencia del Sabio: Ten compasión de tu alma para
agradar a Dios (Eclo 30,24), sobre lo cual trata Agustín. Si alguien, una vez
desechado el apego a las cosas terrenas y a sí mismo, avanza más y tiene celo de
la salvación de otras almas, el sacrificio será más perfecto; será perfectísimo
cuando, con voto o profesión, se obligue al celo de las almas, como el obispo o
también los religiosos que estén obligados a esto por voto.
No se puede aceptar el punto de partida. Decir que el arcediano preside en
su arcedianato y el párroco en su parroquia, a la manera como el patriarca
preside en su patriarcado y el obispo en su obispado: es manifiestamente falso.
Son los obispos quienes principalmente tienen la responsabilidad pastoral de
todo lo perteneciente a su diócesis. Los párrocos y también los arcedianos
cumplen algunos servicios en dependencia del obispo: se relacionan con el
obispo a la manera como el valido o el prefecto con el rey. Por este motivo y en
relación con las palabras del Apóstol unos ayudan, otros administran (1 Cor
12,28), dice la Glosa: el ayudar se cumple en quienes ofrecen recursos a otros
mayores, como Tito al Apóstol o los arcedianos a los obispos; el administrar
remite a presidencias que, siendo de inferior rango, como la del presbítero, son
desempeñadas con edificación del pueblo. Esto mismo se manifiesta en la
ordenación de los sacerdotes, de quienes el obispo, cuando la celebración llega
al prefacio, dice: Por cuanto somos más frágiles, esto es, que los
apóstoles, tanto tenemos de éstos mayor necesidad. Por eso está
mandado: Todos los presbíteros, diáconos y demás clérigos han de ser
cuidadosos de no hacer nada sin licencia del obispo propio. Ningún presbítero
celebre la misa en su parroquia sin mandato de él. No bautice tampoco, ni haga
cosa alguna sin su permiso. Se dice también: Los presbíteros no hagan nada sin
mandato o consejo del obispo.
Presentar el caso de clérigos que por delitos enormes son recluidos en
monasterios, pone de manifiesto cuál es su estado de ánimo y su intención. A
este respecto, dice Gregorio: Es muy difícil que cuando los perversos predican
cosas rectas, no hagan salir también aquello que, guardado en
silencio, ambicionan. Piensan que los clérigos por la aspereza de la penitencia
se hallan en estado [de perfección], y no los monjes, a pesar de que, siendo
inocentes, la asumen voluntariamente, mientras que los clérigos delincuentes
son forzados a practicarla. Este estado, el de los monjes, es ante Dios tanto más
alto cuanto para el mundo es más abyecto. Por este motivo está escrito: El que
se humilla, será enaltecido (Mt 23,12). Dios escogió a los pobres de este
mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del reino (Sant 2,5). Pero
quienes ambicionan la gloria humana piensan que lo que se mantiene alto es lo
perteneciente a la gloria y que las cosas humildes vienen al suelo.
CAPÍTULO 28:
Respuesta a los argumentos que pretendían que la carencia de bendición
solemne o consagración obstara al estado de perfección de párrocos y
arcedianos.

Quedó demostrada la frivolidad de las razones alegadas para defender que


los arcedianos y los párrocos se encuentran en estado más perfecto que los
religiosos. Ahora hay que poner de manifiesto otra frivolidad: la de los
argumentos con que pretenden impugnar que la instalación de alguien en estado
de perfección se realiza mediante solemne consagración o bendición.
Ante todo hay que tener en cuenta que la solemne consagración o
bendición no es la causa de que alguien se encuentre en estado de perfección; es
practicada como signo. Se trata de una práctica que afecta solamente a aquellas
personas que son puestas en algún estado, aunque no sea siempre el estado de
perfección. Quienes se unen en matrimonio, son puestos en un concreto estado,
porque, a partir de entonces, el marido ya no tiene potestad sobre su cuerpo, ni la
tiene tampoco la mujer. Es lo que está dicho en 1 Cor 7,4. El matrimonio origina
perpetua obligación de un cónyuge para con el otro. Para simbolizarla, la Iglesia
practica la solemne bendición nupcial. Los cónyuges, sin embargo, son puestos
no en estado de perfección, sino en estado de matrimonio. Respecto a las
personas que son puestas en estado de perfección, la solemne consagración o
bendición significa el compromiso perpetuo. Así se establece una cierta
semejanza con la práctica civil, en la cual cuando alguien cambia estado, por
ejemplo, cuando el siervo es manumitido, se practica alguna solemnidad civil.
Esto no es dicho de manera superficial; está confirmado por la autoridad
de Dionisio, el cual dice: Nuestros divinos guías, o sea, los apóstoles, los
dignificaron con nombres santos, que se aplican a quienes viven en estado de
perfectos, dando a unos el nombre de fámulos, a otros llamándolos monjes por
su dedicación al solo servicio de Dios, con una vida de indivisible unidad que
los hace semejantes a la santa unidad y perfección de Dios. Este es el motivo
por el que una santa legislación les reconoce el don de perfección, y les otorga
como dignidad el ser nombrados con alguna expresión santa. Queda, pues,
comprobado que a los monjes, de acuerdo con la tradición apostólica, se les da
la bendición solemne, porque asumen estado de perfección.
La primera dificultad consiste en que para la consagración tanto del
obispo como del sacerdote se dicen unas mismas palabras, a saber: Sean
consagradas y santificadas estas manos… Pero no viene a propósito. Ahora no
tratamos del sacerdote en cuanto sacerdote. Por lo que se refiere a esta
modalidad, es puesto en estado mediante la solemne consagración; no es el
estado de perfección activo o pasivo, sino el estado que Dionisio llama
iluminativo. Ahora se trata del sacerdote en cuanto recibe cura pastoral; le es
comunicada sin solemnidad alguna. No recibe estado; le es dada encomienda de
un ministerio. El obispo queda consagrado a la cura pastoral por medio de la
perpetua obligación con que se compromete: como fue dicho ya.
La unción de los reyes en la cabeza significa el estado de vida de quien
tiene la solicitud principal por el reino; los oficiales del reino, por no ser
responsables principales, no eran ungidos. De modo semejante, en el reino de la
Iglesia, el obispo es ungido como el responsable principal de toda la cura
pastoral. Los arcedianos y los párrocos no son ungidos al recibir cura, porque no
la reciben al nivel de principalidad, sino tan sólo desempeñan algún ministerio
en dependencia de la cura episcopal: como los validos o los prefectos bajo la
dependencia del rey. De aquí no se sigue que el rey viva en estado de
perfección, porque su solicitud recae sobre lo temporal, no sobre lo espiritual
como la cura del obispo. La caridad, de suyo, dice orden al bien espiritual. Por
eso la cura espiritual pertenece a la perfección, lo cual no es aplicable a la cura
temporal, aunque ésta puede ser ejercida a impulso de caridad perfecta.
La tercera dificultad está muy lejos del tema. Ahora no se trata acerca de
la perfección del mérito; éste puede ser más perfecto no sólo en el párroco que
en el obispo o el religioso, sino también en el laico casado. De lo que ahora se
trata es del estado de perfección. Una vez más el objetante parece no advertir el
alcance de lo que dice. A tenor de la objeción, ni siquiera los obispos se
hallarían en estado superior al de los religiosos, pues a veces el mérito de ellos
es menor.
La cuarta objeción, o sea, que el episcopado no es orden, dice, si se
entiende en rigor, una manifiesta falsedad. Dionisio dice expresamente que son
tres los órdenes de la jerarquía eclesiástica, a saber: episcopado, presbiterado y
diaconado. En el derecho se hace constar esto: El orden de los obispos es
cuatripartito. En el obispo hay orden por comparación al cuerpo de Cristo, que
es la Iglesia, sobre la cual asume la responsabilidad principal y, en cierto
sentido, regia. En cuanto al cuerpo verdadero de Cristo que se contiene en el
sacramento, no posee un orden superior al del presbítero. El obispo posee algo
perteneciente al orden y no a la sola jurisdicción, como el arcediano o el
párroco; esto se manifiesta en que puede hacer muchas cosas que no puede
encomendar a otros, por ejemplo, conferir las órdenes, consagrar basílicas y
cosas parecidas. Lo que pertenece a la jurisdicción puede encomendarlo a otro.
Se ve esto mismo en el caso de un obispo destituido; si es repuesto, no es
consagrado de nuevo por permanecer su potestad de orden: como ocurre en
quienes recibieron otras ordenaciones.
Es ridículo decir que el arcediano o el sacerdote rural son instituidos
solemnemente por medio del anillo o de cosas semejantes. Esta solemnidad tiene
más bien semejanza con las civiles, entre las cuales está la investidura de señor
feudal mediante báculo y anillo. Pero no tiene analogía con las solemnidades
eclesiales que consisten en consagración y bendición.

CAPÍTULO 29:
Respuesta a los argumentos que argüían que el posible cese de la cura
pastoral es incompatible con el estado de perfección de sacerdotes y
arcedianos.

Ahora, finalmente, hay que mostrar la frivolidad de los argumentos


alegados contra nuestra exposición. Hemos dicho, en efecto, que párrocos y
arcedianos pueden abandonar la cura pastoral, mientras que el obispo no puede
abandonar el obispado ni los religiosos la religión.
Como punto de partida, hay que tener en cuenta que quien, apartándose de
un estado más perfecto, desciende a un estado que no es de perfección, es
juzgado apóstata, de acuerdo con lo que dice el Apóstol acerca de las viudas, a
saber: Impulsadas por sus deseos, se rebelan contra Cristo; quieren casarse, y
así incurren en condenación, por haber quebrantado la primera fe (1 Tim 5,11-
12). Lo que se condena, como dice la Glosa, es el engaño de un voto
quebrantado. Quienes obran así, se asemejan a la mujer de Lot que miró hacia
atrás. Mirar atrás: esto es lo que se llama apostatar. Si los arcedianos y los
párrocos estuviesen en estado de perfección, al abandonar el arcedianato o la
cura parroquial, incurrirían en reprobable apostasía.
Es falso lo que se dice en primer lugar, o sea, que los arcedianos y
párrocos pueden pasar a religión no porque el estado religioso sea más perfecto,
sino porque es más seguro. El derecho establece lo siguiente: A los clérigos
deseosos de vida monástica, por el hecho de que desean una vida
mejor, liberándolos de la sujeción al obispo, concédaseles libre entrada en
monasterio. Donde está claro que la posibilidad del paso se fundamenta en lo
que es mejor, no simplemente en lo más seguro. Además, los arcedianos y
párrocos que abandonan la cura pueden no sólo entrar en religión, sino también
permanecer en la vida ‘secular’: es el caso de quien abandona la parroquia y
recibe una prebenda en la iglesia catedral; pueden también recuperar la consorte
si no habían recibido órdenes sagradas. De todo ello se deduce con evidencia
que no vivían en estado de perfección.
Lo que se dice en segundo lugar carece de valor. Decir que el religioso no
puede abandonar la religión, no porque ésta sea un estado más perfecto, sino por
la analogía de su condición con la del casado, el cual no puede abandonar a su
mujer, aunque el matrimonio no es un estado de perfección: es pura frivolidad.
Ambos estados, el religioso y el matrimonial, tienen algo semejante, que es el
vínculo perpetuo. Por lo cual ambos implican una cierta servidumbre. Pero el
vínculo matrimonial no se refiere a obras de perfección sino a la fidelidad en el
débito; es un estado, pero no de perfección. El estado religioso vincula con obras
de perfección que son la pobreza, la continencia y la obediencia. Por este motivo
es un estado de perfección.
La tercera objeción, la cual se funda sobre el hecho de que, por humildad
o por escasez de fuerzas, se puede pasar de un estado más perfecto a otro menos
perfecto, según el ejemplo de David, el cual, dejadas las armas de Saúl, recurrió
a la honda y a las piedras: en parte es verdadera y en parte falsa. Por debilidad
de salud puede alguien pasar de una religión más rigurosa a otra más blanda,
pero no sin haber recibido dispensa. La Iglesia, sin embargo, nunca concede
dispensa para pasar de la religión al estado secular, aunque se trate de párrocos o
de arcedianos. Por donde se ve que el estado religioso supera cualquier estado de
arcediano o de párroco, si es que puede ser llamado estado, en medida mucho
mayor que la religión de máximo rigor a la de mínimo.
De nuevo se incurre en frivolidad, cuando se dice que la inmutabilidad es
constitutiva del estado y que, por lo mismo, nunca es lícito pasar de estado a
estado. Está permitido pasar a un estado más alto, aunque no descender a uno
más bajo. Así está regulado por el derecho. En lo que es más está incluido lo que
es menos, pero no a la inversa. Y quien se obliga a dar lo que es menos, no es
conceptuado como reo si da más.
En relación con el quinto argumento, es preciso decir que contiene una
completa falsedad, o sea, que el obispo puede hacer volver a la respectiva iglesia
a un párroco que había sido súbdito suyo, haciéndolo salir de religión. El
derecho establece lo siguiente: Prohibimos severamente a todas las personas de
tu obispado que en relación con las iglesias de tu diócesis están bajo tu
jurisdicción que sin tu asentimiento no se atrevan ni a entrar, ni a retenerlas, ni
a abandonarlas, sin contar contigo. Y si alguien tiene el atrevimiento de
oponerse a tu prohibición, puedes aplicarle la sanción canónica. En otro texto
canónico se dice: Los religiosos, en sus iglesias que no les pertenecen en
plenitud de derecho, presenten a los obispos aquellos para quienes desean la
institución en calidad de presbíteros para que se responsabilicen de la cura
pastoral del pueblo. Y una vez instituidos, no tenga el atrevimiento de
removerlos sin consultar con el obispo.
De todo ello, lo único que se sigue es que los párrocos no pueden
abandonar las iglesias sin contar con el obispo, y que, si las abandonan, pueden
ser sancionados. Pero esta norma general es aplicada incorrectamente a este caso
particular, como si, abandonada la cura pastoral, no pudieran entrar en religión
sin licencia del obispo. El derecho determina expresamente lo siguiente: Aunque
el obispo se oponga, los clérigos seculares, después de abandonadas sus
iglesias, pueden entrar en religión. Lo que se dice en otra parte, se refiere
expresamente al paso a otra iglesia, no a otra religión.
Lo que se dice en la sexta objeción, o sea, que los monjes pueden pasar de
la religión a una iglesia secular con cura pastoral, representa un caso diferente,
porque, pasando, no abandonan el estado religioso. Así está contemplado en el
derecho que dice: Establecemos que quienes llevan vida monástica desde
tiempo prolongado, si después reciben las ordenaciones clericales, no deben
abandonar su primer propósito. Pero el arcediano y el párroco, una vez
abandonada la cura pastoral, pueden entrar en religión, como quien, guiado por
el Espíritu de Dios, pasa de un estado más imperfecto a la perfección. Lo dice
también el derecho.
Lo que se dice en la séptima dificultad, es una frivolidad. Se lee, en
efecto: quien vivió en caridad puede apartarse de la caridad. De aquí se saca la
conclusión de que el apartarse del estado de perfección no presupone el haber
vivido en estado de perfección. No hay necesidad de respuesta. Nadie se aparta
de la caridad, a no ser pecando. Puede ocurrir también que alguien, pecando,
pierda el estado de perfección. Y esto acontece porque, así como uno está
obligado al amor de caridad por ley común, de manera semejante al estado de
perfección alguien está vinculado por un voto especial.
Es falso decir que se deba a una decisión de la Iglesia el que los obispos
no puedan entrar en religión sin licencia del Papa. Esto depende de que los
obispos se obligan a perpetua cura pastoral del pueblo. Por eso dice el
Apóstol: Es para mí un deber. ¡Ay de mí, si no anunciase el evangelio! (1 Cor
9,16). Indica la causa, diciendo: Cuando era libre respecto de todos, me hice
siervo de todos, asumiendo una obligación perpetua. Las palabras de la Decretal
no son una constitución normativa, sino la conclusión de un razonamiento.
Lo que se dice en la novena dificultad, no tiene valor alguno. Es verdad
que, según lo establecido por la Iglesia, nadie debe ser elegido para el
episcopado, nadie debe recibir cura pastoral de arcedianato o parroquia, si no ha
recibido las órdenes sagradas. Pero en esto, el Papa puede dispensar y a veces
dispensa. Y entonces, quienes tienen la cura pastoral del arcedianato o de la
parroquia, o quienes han sido elegidos para obispos, pueden, abandonado el
pastoreo, contraer matrimonio, el cual con aquellos nombramientos no se
dirime, si se había contraído ya antes. Nada de esto es aplicable a los religiosos.

CAPÍTULO 30:
Dedicaciones propias de los religiosos.

Es preciso exponer cuáles son las obras en que deben ejercitarse quienes
viven en el estado religioso. Pero, como de esto hemos tratado detalladamente
en otra parte, ahora basta añadir algunas cosas por causa de quienes se obstinan
en criticar.
Alegan unas palabras de Jerónimo que están en el Decreto y dicen
así: Antes que, por instigación del diablo, se practicasen estudios entre
religiosos. Me admiro de que aleguen esta ‘autoridad’, como si los religiosos no
debieran dedicarse al estudio, siendo así que el estudio, principalmente el de la
Sagrada Escritura, pertenece en sumo grado a quienes optaron por la vida
contemplativa. Lo extraño de semejante pretensión resalta ante unas palabras de
Agustín, el cual dice: A nadie se prohíbe el estudio de la verdad; es un estudio
perteneciente al ocio laudable. Si quisieran demostrar sus afirmaciones con
aquellas palabras de Jerónimo, serían rebatidos por lo que Jerónimo sigue
diciendo en aquel mismo capítulo, a saber: Y se llegase a decir ‘yo soy de
Pablo’, ‘yo soy de Apolo’. Por donde se ve claro cuál era el sentido de las
palabras citadas Antes que, por instigación del diablo, los estudios, o sea, las
divisiones, saliesen a la luz en la religión: en la religión cristiana.
Dicen también que la potestad de atar y desatar, en cuanto al ejercicio y al
modo de ejercitarla, no está concedida a los sacerdotes religiosos. Me maravillo
de lo que se pretende. Si quieren decir que los monjes, por el solo hecho de ser
ordenados sacerdotes, no pueden ejercer el poder de las llaves, es verdad. Pero
eso mismo hay que decirlo de los sacerdotes seculares: por el solo hecho de que
el secular sea ordenado sacerdote, no recibe el ejercicio de las llaves; lo recibe
cuando asume algún ministerio pastoral.
Pero si pretenden que el religioso, por serlo, no puede recibir el ejercicio
de las llaves, dicen una falsedad, la cual, además, es contraria a lo establecido
por el derecho, en el que se dice lo siguiente: Hay algunos que, sin apoyo de
autoridad dogmática alguna, arrastrados por un celo más de amargor que de
amor, afirman que los monjes, porque están muertos al mundo y viven para
Dios, son indignos de recibir la potestad del ministerio sacerdotal y que no
pueden ni absolver, ni administrar la penitencia, ni el bautismo, con la
potestad del oficio que divinamente les ha sido conferido. Pero están
completamente equivocados. Y San Benito, de ningún modo prohibió esto. A
propósito de todo esto, es de notar que ilícito para los religiosos es solamente
aquello que les está prohibido por las prescripciones de su regla.
Alegan también el texto jurídico que dice: El monje tiene oficio no de
doctor, sino de penitente. Si con esto se quiere decir que el monje, por ser
monje, no tiene ministerio de enseñar, es verdad. De otro modo, todo monje
sería doctor. Pero si se pretende que el monje, por ser monje, tiene algo que se
contrapone al ministerio de enseñar: eso es falso. Hay que decir que el
ministerio de enseñar, sobre todo la Sagrada Escritura, está muy en armonía con
lo propio de los religiosos. Por este motivo, y a propósito de las palabras la
mujer dejó el cántaro… (Jn 4,28), dice Agustín: Quienes han de anunciar el
evangelio aprendan de este ejemplo que primero deben desprenderse de todas
las preocupaciones y lastres mundanos. Por eso el Señor encomendó el
ministerio de la enseñanza universal a quienes le siguieron a él, después de
haberlo abandonado todo. En efecto, dijo a sus discípulos: Id y enseñad a todos
los pueblos (Mt 28,19).
A todo lo demás hay que dar una respuesta semejante. En variados textos
jurídicos se encuentran sentencias como las siguientes: Una es la situación del
clérigo, otra la del monje. El clérigo, o sea, quien tiene cura pastoral, dice: yo
apaciento; el monje, yo soy apacentado. O también: El monje tome asiento y
guarde silencio en su soledad. Con estos pasajes y otros análogos se proclama
lo que compete al monje por ser monje. Pero con esto no se le prohíbe asumir
aquellas dedicaciones superiores, si le son encomendadas. Tampoco el clérigo
puede excomulgar por ser clérigo; pero puede, si el obispo le da encomienda.
Alegan también otro punto. El Señor instituyó solamente dos órdenes, a
saber: el de los doce apóstoles que perviven en los obispos, y el de los setenta y
dos discípulos que perviven en los presbíteros con cura pastoral. Si con esto se
quiere decir que los religiosos no tienen la ordinaria cura pastoral si no son
obispos o párrocos, nadie puede negarlo. Pero si pretenden que los religiosos no
pueden ni predicar ni oír confesiones por comisión de los prelados superiores
[de los obispos]: esto es falso con toda evidencia. Como se dice en el
Decreto, cuanto uno vive en estado más excelente, tanto puede actuar con
mayor eficacia. Por consiguiente, si los sacerdotes seculares que no tienen cura
pastoral pueden hacer esto por comisión de los prelados, con mayor razón
pueden hacerlo también los religiosos, si les es dada comisión.
Éstas son las respuestas que pueden ser dadas a quienes intentan
desacreditar la perfección del estado religioso, sin entrar en recriminaciones.
Está escrito: Quien lanza reproches es un necio (Prov 10,18). Todos los necios
se meten en reproches (20,3).
Si alguien quiere escribir contra esto, será cosa para mí muy agradable. El
mejor modo de exponer la verdad y de rechazar la falsedad consiste en resistir a
quienes contradicen, de acuerdo con el dicho de Salomón: El hierro es afilado
con hierro y un hombre afina el rostro de su amigo (Prov 27,17).

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