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CREPÚSCULO
O
Por
Lord Roy Thaenòri
Desde que por primera vez escuché alusiones a esta apasionante cadena de
destrucción, me sentí impulsado a cavilar y escribir sobre ella. Sin embargo mis
intereses primeros me llevaron por otros derroteros. Mis compañeros y yo buscábamos
la exuberancia literaria, la fantasía, lo lejano, lo indescriptible, lo místico y lo divino.
Ahora, tanto tiempo después, y tras haber cumplido en buena medida aquella meta,
aquella voluntad de estilo, me permito apartarme de ella y ejercer esta humilde tarea
de adaptarme a la realidad histórica, a unos hechos concretos vividos y narrados por
una persona concreta y muy diferente a mí, en cuyos textos me baso. Mi deseo esta vez
consiste en tratar de hacer el trabajo tal y como él lo hubiese hecho, rindiéndole así un
pequeño homenaje. Mi originalidad será parcialmente sacrificada, pero por una buena
causa.
Al mismo tiempo, los pensamientos del personaje pueden servir de hermoso faro en los
tiempos actuales. En verdad nada ha cambiado desde que mis compañeros y yo
comenzamos a escribir. Desde siempre hemos buscado, de un modo u otro, el elevar y
bruñir el espíritu humano, el dar con la verdadera guía del saber y la grandeza, el
otorgar sentido a nuestra existencia actual y futura. Jamás fuimos inconscientes de la
decadencia y la inestabilidad de nuestro tiempo, de las debacles e injusticias que se
producían a nuestro alrededor, pero insistimos en el poder humano para superarlas y
llegar más allá. Al principio se nos escuchó, y, cuanto menos, se valoraron nuestros
esfuerzos. Fertilizamos la cultura de nuestra civilización, e impulsamos a muchas
almas a la búsqueda de la excelencia y al goce de la vida. Pero luego vinieron tiempos
más oscuros, y se nos dio la espalda, en favor de aquellos que, por solidarizarse con
los que sufren la podredumbre, se identifican con ella. En favor de aquellos que apagan
la llama de su espíritu, que renuncian a su luz y prefieren caminar ciegos, para
igualarse con los que aún no la han tenido a su alcance. No cejaron nuestros esfuerzos
vitalistas, pero el valor necesario para unirse a nosotros escaseaba. Y los únicos que
nos acompañaron resultaron ser –vergonzosamente- los perseguidores del placer
grosero.
A día de hoy, nuestro mensaje sigue vigente, y tanto la teoría filosófica como la praxis
artística y política continúan por senderos de madurez, mejora y superación. Hemos
evolucionado, pero el fin es el mismo. Y, más que nunca, se sigue prefiriendo la
autocomplacencia en lo sucio y banal con retazos de verdad antes que el holocausto de
sangre ante el altar de lo sublime. Pero este es el camino de la perdición. Y aún
muchas almas nobles, que pretenden enrolarse en la expedición dificultosa, se topan
con la incertidumbre y el miedo. Ese estado, llevado a su máxima expresión, es el que
representa el joven Lloyd Burshof al principio de la novela. Mucho me habló de
aquellos tiempos, y yo me sentí fascinado e incluso identificado, recordando mis
momentos más tenebrosos. Así pues, la lucha del personaje por abrirse paso en busca
de lo auténtico, de lo verdadero, junto a sus diálogos con la más aguda de las mentes
de la Catora del momento, mostrarán lo que realmente es la enfermedad, y la
potencialidad que hay de curarla, y la necesidad moral y estética de llevar tal proyecto
a cabo.
Roy Thaenóri,
a día 14 del segundo mes
del año 1467 de muestra era
IN
MEMORIAM
Mi gesta había sido la huida triunfante de las lejanas tierras del enemigo, más allá del
mar. Y en mi bolsa portaba un moderno volumen de hechizos elaborado por la raza de
la magia, que posiblemente podría impregnar de grandeza la nación imperial que me
había acogido y a la que debía lealtad. No obstante me negué a favorecerla. Y es cierto
que también tenía una disculpa válida: quizá los magos académicos, los racionalistas
imperiales, no lograrían sumergirse en los abismos de esa sabiduría tan prístina. Quizá
los intuitivos brujos del norte fuesen más aptos para la tarea. Y yo tenía todavía una
deuda con su guía, el consejero Vicenzo.
Sea como fuere, poco después de mi regreso del continente oscuro me puse de nuevo en
marcha, sin apenas pisar el Imperio más que para dar parte y recibir el boato oficial.
Embarqué hacia el norte en verano, de caos en caos, huyendo y persiguiendo el dolor y
el misterio.
En mi estado enajenado, pero consciente, y contenido, casi cualquier cosa que se me
expusiese durante demasiado tiempo, fuese un paisaje, una obra de arte o una persona,
aunque al principio me otorgase algo de distracción, acababa mereciendo mi hastío,
odio y repugnancia. Sin embargo, la visión del horizonte y del mar infinito jamás logró
desagradarme. Tampoco me daba paz ni tipo alguno de catarsis, pero me permitía
diluirme un poco en su contemplación ininterrumpida. Una imagen de inmensidad y
serenidad tan poderosa no puede dejar de tener efecto cuanto menos sobre todo ser
humano.
Durante las varias semanas que duró el viaje, yo me mantenía siempre indiferente,
exceptuando al mar y al sol, y casi sin percatarme de cuanto ocurría a mi alrededor.
Empecé entonces a recordar y asimilar toda la aventura anterior. Por aquel tiempo jamás
vivía al instante, sino como con retraso: al actuar, nada sentía, apenas si me percataba, y
nada más que en la memoria los hechos cobraban forma, propiedades y realidad. Se
volvían consistentes y auténticos, y yo los añoraba, siempre lo pasado era al menos
cierto y concreto, lo inmediato lo vivía como un sueño, una vaguedad, una sucesión de
trámites contingentes y prescindibles.
¡Qué emocionante tenía que haber sido para mis compañeros! Nuestra batalla naval en
los mares del oeste, bajo las banderas del Imperio, los conjuros de los Guado, su
superarnos y adormecernos… ¡Largo tiempo en el cautiverio de aquella temible raza! Y
la fuga, accidentada, pero magistral y heroica, el robo de una de sus naves, los
enfrentamientos,… y nuestro rescate, cuando no quedábamos más que cinco soldados…
Yo había actuado casi mecánicamente, sin apenas momentos enardecidos, dejándome
llevar por los acontecimientos. Y en esos momentos de calma los destellos y recuerdos
se volvían bellos y grandiosos, creándome un pasado del que estar orgulloso y al que
deseaba volver, de pronto. Y recordaba también la manera en que lo había vivido,
reprochándome después el no haber sabido disfrutar las aventuras que siempre amé
tanto.
¡Pero cómo es posible estar uno fuera de sí percatándose de ello y anhelando con todas
las fuerzas el regresar a sí! Tal vez en los primeros tiempos, cuando no pensaba más que
en Marie, y perseguía su rastro como si ella llevase enjaulados mis ojos, era explicable
mi estado. Y sin embargo después, cuando cejé en la búsqueda, deseaba volver a la
anterior tortura. Si es que mi alma me abandonaba por ir tras ella, ¿Por qué cuado dejé
de amarla no regresó? ¿La mantenía ella todavía? ¿Me habría abandonado mi ser del
todo para volar hacia aquella que le era tan afín? Pero, entonces, ¿Qué quedaba en mí de
mí?
La danza de las olas me hipnotizaba, y algunas mañanas parecía traerme algún rastro,
algún indicio del goce tan inocente que deseé siempre, el goce de la paz, la alegría de la
vida. No duraba más que unos instantes, y se desvanecía, como un espejismo. Y así se
deslizó todo el tránsito, el mes de agosto con su plácido ardor, el navío sobre las celestes
bailarinas.
La costa de Asensin se perfilaba nebulosa, generando ya un sentimiento intrigante. El
colorido y la densidad del ambiente tenían una vitalidad extraña y electrizante, que me
dieron un cierto impulso de interés en explorar aquellas tierras. El promontorio de
Sigere, con su antigua fortificación silenciosa y sus temblorosos estandartes, era un
pórtico poderoso y acogedor. Fondeamos allí, en una pequeña cala, y unos guardianes
adustos y harapientos nos adentraron y dieron alojo en un salón destartalado. Nos
acostamos en el suelo, y comimos pan y vino.
Las profecías de desastre se reproducen con facilidad, proliferando en las más grandes
naciones: un mínimo rumor es extendido locamente por gentes histéricas. Aquí, sin
embargo, las personas reflejaban su conocimiento de la catástrofe inminente sin darle
forma verbal. Uno de los guardianes nos prestó un rato su parca compañía, con un gorro
morado que le ensombrecía el rostro. Era mayor, y se movía pesadamente, pero más
pesada era su voz, que conservaba un hechizo de adagio. Y así me advirtió:
-Cuide usted las piernas, señoría, que aquí se ataca por lo bajo y para cortar la
huida. Su misión sigue secreta, pero, sea como sea, el peligro está cerca. ¡Son tiempos
peligrosos estos!
-Gracias por el aviso, buen hombre-dije yo-. Pero, ¿Qué decís de la protección
del poder estatal?
-En el centro se une todo-contestó- pero se dice por aquí que él mismo no está
unido. ¡Id con ojo de búho!
Después entonó una canción antigua. Aquel día comencé mi recopilación de música y
poesía de aquel lugar, que transcribo y traduzco como puedo, destruyendo su riqueza
misteriosa.
¿De dónde provenía toda aquella tiniebla? ¡La mía y la de fuera! ¿La mía de fuera, la de
fuera, de mí? Entonces apenas vislumbraba otra cosa que la tal capa de negrura, pero,
puesto que continué, no queda sino admitir que estaba en posesión de esa vanidad de la
esperanza.
Los que se detienen sólo pueden ser los que habían centrado sus anhelos en un punto, el
cual hubo de desaparecer sin dejar rastro. Pero nosotros, los que nos hemos vaciado de
anhelos, y de tal manera cruzamos un espacio desierto siguiendo un impulso anterior,
¿De qué manera habíamos de abortar el paseo? No podemos sino continuar y guardar la
esperanza de encontrar algo, lo que fuere.
A partir del fuerte debía dirigirme por mi cuenta al Castillo, que de todos modos no
estaba más que a unas decenas de millas. Se me proporcionó un caballo, junto con
avituallamiento y algunas indicaciones, y marché en buena hora, adentrándome en el
nuevo país. Un camino de piedras me llevaba al centro del condado, por entre álamos y
humedad de sacro rocío.
Vagué varios días con mi montura, y, cuando salí de entre las sombras boscosas y me
encontré entre campos y aldeas, incluso me permití un camino parabólico. Y es que los
bosques, aún siendo diferentes de cuanto había visto, conservaban una misma atmósfera
de santuario cerrado sobre sí mismo; en cambio, los exóticos cultivos, el afanoso
trabajar de los campesinos, la suave ondulación del terreno, me causaban más bien una
agradable sensación de laxitud.
Así era que llevaba para el Condado dos artefactos que parecían superar la ciencia de
nuestros magos, de todos ellos los más afamados y victoriosos…
2
Al fin, tras unos días, me dirigí a la fortaleza capital. Llevaba un tiempo viéndola a lo
lejos, ocupando toda una colina, sus murallas poderosas y sus torres como garras. Un
camino de sauces llevaba hasta ella, y la rodeaba un jardín de orquídeas ardientes,
formando una V de líneas onduladas y sinuosas. Las arboledas más cercanas habían sido
talladas, y los troncos y maderos apilados completaban un acorde de tristeza rodeada de
vida.
Al frente estaban los condes: Viviana Cálcero, con túnica de oro y de negrura, y báculo
en mano. Su mirada era como un buitre excavando en mi pecho… Y Orfredo Cálcero,
torpe y orondo, cuyo uniforme de azur no conseguía darle apenas mínimo porte
amenazante, con aquellos ojos blandos y acuosos. Los rodeaban sus cuatro hijos:
Casiano, que era el más joven, dedicado al estudio, se veía de todos modos sano y
apuesto, con su delicada palidez y su ancha frente. Vestía una túnica roja sobre los
miembros delgados.
Aníbal, muchacho dulce y vigoroso, con vestido celeste y musculatura exuberante, sería
luego mi alumno. Me miraba con interés y todo pura y firme bondad.
Y Olivia, que flotaba hacia fuera del cuadro, con una presencia tan perturbadora como
había descrito mi príncipe, me estremeció. Su cabello caía suelto y ondulado, y unas
perdidas violetas descansaban junto a sus angulosos pies, que iban descalzos.
<< ¿Qué dios te envía esas palabras para mí, amigo visionario? ¿Y cuál es el sentido
que encierran? >>
Pero él sonrió y se retiró con una reverencia para dejar paso, al fin, a los condes, que
habían considerado adecuado atender ya a mi presencia.
<<Joven maestro -habló el señor- disculpa a nuestro loco, pero medita sus palabras. Y
sé bienvenido en nuestra corte, donde espero que tengas una agradable estancia. Creo
que nos traes un sacro presente, y por ello obtendrás el pago que se requiere a nuestra
dignidad. >>
<<Conde –respondí- nada me debéis, dado que se trata de devolver un viejo favor
personal al consejero Vicenzo. No obstante agradezco mucho vuestra hospitalidad, y me
gustaría aprovecharla para conocer más a fondo estas tierras. >>
<<Te quedarás, al menos, hasta que la sabiduría sea descifrada y se haya visto, en lo
general, el alcance de tu hallazgo. Mientras tanto, explorarás cuanto gustes, te sentarás
con nos a la mesa y serás presentado a los más privilegiados de entre los nuestros. Por lo
pronto, debes visitar a tu amigo, que te ama, pero se encuentra postrado en su lecho por
causa de una enfermedad. >>
Mi amigo Vicenzo, como tantos hechiceros, tenía la dolencia en la médula, pero nunca
antes había llegado a la inmovilidad. Me conmovió la noticia, inquietándome un poco,
porque era el único que podía proporcionarme seguridad allí. El conde continuó
dictando, hablando de otros asuntos, y presentándome a sus hijos, y yo a la menor
oportunidad regresé adonde me había quedado:
<< ¿Está muy grave mi amigo? ¿Se me concede el ir a verlo de inmediato? >>
Y esta vez intervino la señora, con su mueca cruel, antes de que su marido pudiese
responder.
<< Primero habéis de descansar y sacudir el ímpetu embotado del viaje. Luego os
llevarán de inmediato. No os preocupéis, está débil, pero a salvo. >>
Su disposición era seca y tajante, a diferencia de lo viscoso, grasiento, del conde. Ella
cortó con gélida tenaza el ambiente, y sus órdenes eran irrevocables. Así que entregué el
paquete con el códice, mi tesoro, a otro ayudante brujo, y dejé que me guiaran a una
alcoba en lo alto.
Era mi amigo como un indígena civilizado en su madurez, un anciano vigoroso y de piel
reluciente, que frente a aquellos que llegaron a su misma edad entre las comodidades
del sedentarismo resaltaba por lo intenso de su llama interior. Era de aquellos que
conocían los distintos órdenes del mundo y la realidad, pero no de los que los han
vislumbrado todos y no contemplado ninguno, no de los cosmopolitas siempre
extranjeros: en cualquier lugar o acción era Vizenzo un maestro desenvuelto. Había
dedicado su vida a la actividad, usando el saber como combustible, y jamás el espíritu
de la pesadez le había vencido una batalla, ni aún aliado con la dolencia y la peste.
Sin embargo, ahí yacía postrado, con su rostro consumido - casi una calavera -,
ardientes llagas a lo largo del cuerpo, y violentos temblores, por alguna voluntad
superior. De modo semejante, recordé, había fallecido hacía poco la condesa Tarissa,
otra gran hechicera.
Varias horas estuve sentado junto a su lecho, en su dormitorio, tras haber aguardado un
rato en el mío. No quise despertarlo, y no sé si habría podido. Lo poseían los demonios.
Y me afligía el no poder ayudarle, porque en el pasado, como tantas veces ocurre, él
había sabido sanarme.
>> Fue cuando yo aún no llevaba de peregrino mucho más de dos años.
Siguiendo el rastro de flores flameadas que dejaba Marie, me había alistado en una
expedición al noroeste de Barbaria, a un macizo que albergaba un nuevo tipo de metal.
Iba mi cuadrilla al amparo de la Orden sectaria de mi amada, y ella, según mis cálculos,
no podía andar lejos.
¡Marie! ¡Por qué purgatorios navegaba para salvarte! No te encontré allí, tal vez
aturdido por el hedor de los hombres bestiales que me circunvalaban. Y los Inquisidores
que nos pasaron revista, los rubíes de sus armaduras, me escrutaban como látigos. Unos
y otros desconfiaron de mí desde el primer momento.
Tuvimos varias escaramuzas contra los pobladores autóctonos, a los que tampoco
profesé simpatía, pero hube de defender a la vista de la crueldad sin límites de mis
compañeros. Y ello me llevó a batirme con alguno y a darle muerte, abriendo la puerta
al peligro: el encararme con uno de los paladines rojos. En la locura desesperada que
entonces gobernaba mis actos, poco temía, poco me importaba, presentarle mi espada.
Y hoy debo dar gracias por mi elección, pues sólo de ese modo alcancé a palpar la
verdadera naturaleza de los adalides del mal. Sólo enfrentándolo directamente, y
sintiendo su garra de lava rozando mi corazón, tuve una profunda visión de lo que
significaban la violencia y el miedo, esas fuerzas que siempre tuvieron tan vasto imperio
en nuestro mundo. Tal pieza había de serme imprescindible luego, en Catora.
No morí entonces, porque algo en mí les inquietaba y querían estudiarlo más a fondo. Y
el hechicero Vicenzo, que venía de un largo viaje desde el sur del continente, estaba a la
sazón en el lugar, y había sido partícipe de algunos hechos. Me libró con su habilidad,
sacándome de las celdas, y, después de transportarme hasta su barco, empeñó días en
curarme y atraerme de nuevo a la vida. No arriesgó su vida por mí, nada tenía él que
temer. Pero su gesto se ganó mi eterna fidelidad, mucho más auténtica que la que con
tanta devoción profesaba a mi querido príncipe
- Amigo Lloyd, te esperaba, y llegas en hora propicia. Como ves, estoy más
cerca que nunca del centro celeste.
- Pero querido Vicenzo, ¿De verdad te parece que este castigo no proviene de
corrientes adversas?
- Si así fuera, estarían igualmente haciendo lo que deseo. De todos modos, me
parece que el ardor nace en mí mismo. A mi cuerpo ya no le restan muchas energías
para continuar, y por eso, después de combustir, ha de ser el combustible. Mi vista se
eleva como la de un rey del azul, como la de un conquistador orgulloso que navega
entre las nubes espumosas. Y en mis sueños anticipo el lecho en el que al fin he de
cobijarme por un tiempo. ¿No se sucede todo según el orden esperado? ¿No estoy más
dispuesto que nunca para desvelar los poderes del códice que traes?
- Confío en tu juicio, amigo. Y me mantendré preocupado, porque la tarea te
hará balancearte alrededor de extremos confines, y acaso no lograses completarla
conforme a las leyes que tú conoces y yo venero.
- Y a pesar de todo tal vez tengas razón. ¡Pero me siento pleno! Y tú mientes,
pues ni yo conozco ley alguna, ni tú la veneras.
- Lo que tú conoces no tiene nombre.
- Sigues mintiendo. No crees en nada que no tenga nombre, y por ello bautizas
sin atino.
- Durante mi estancia en las prisiones de los Guado pude entrever curiosos
destellos. Esa raza maligna tiene muy avanzado el desarrollo de los enigmas.
- Entonces tu mirada está más abierta. Los Guado son nuestra mayor bendición.
No obstante te encuentro todavía más desencajado.
Asentí. Pero él no dijo más, ni yo se lo exigí. Al igual que yo no podía ayudarlo, sabía
que él no tendría el viático que yo necesitaba. Pero su mirada pretendía transmitirme
esperanza y paciencia de soldado.