Y el verso dónde terminar. La épica que te mantiene atado a una silla de ruedas no opaca lo mejor
de esas playas donde se forjó el que mejor
de todos sabía que la lluvia lo esperaba una vez alcanzara el final del surco
arado bajo el yugo por los bueyes.
No fue perjudicial reconocerte entre los que estaban en aquella
fiesta. Si un anciano y venerado extranjero
podía escapar de la veneración que lo rodeaba, la puerta estaba abierta de par en par
y entramos a la que no era nuestra casa.
Dicen que estás muerto, pero no se me olvida la bronca que te mandaste entre ese montón
de aspirantes que te escuchábamos
como esas noches en que subíamos hasta la Virgen y jurábamos de guata haberla oído: Kalafquén
y la Daniela amanecían en el pasto del Santa Lucía
tres días después de haber abandonado sus aposentos. Los usuarios del transporte público no pueden apartar
su mirada: una pareja se está besando el mismo día
de tu muerte. Una pareja se está besando a los pies de Gabriela Mistral y los indios involuntarios
que la rodean. Una veneración cayendo
con lo que sea que ilumina aquellas playas donde la mitología reemplazó a los pescadores
y la pobreza no fue menos pobre. Cada uno se siente
libre de encerrarse como monjes de clausura al interior de su propia celda. Orar está fuera de discusión. Pareciera que estoy escribiendo en inglés. Te pido disculpas por no haberlo comprendido, pero
el día de acción de gracias otra vez nos
pilló lejos de nuestro hogar y las luces de aquellos edificios eran incapaces
de calmar el frío de aquellos meses.
Los botes varados en la arena no son parte de un ejército que no ha sido nunca
derrotado. Pero sí están a la espera
de que alguien los empuje mar adentro para echar las redes en el agua y pescar
un par de zapatos que nadie se quiere
poner. Eso tampoco es una derrota. Ni tuya ni de los pescadores. El día
que vuelvan con los peces alguien
los habrá multiplicado y habrán navegado sobre el vino porque
alguien tenía que casarse y
alguien tenía que beberlo. La silla de ruedas seguirá