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La Soga Esteban Valentino
La Soga Esteban Valentino
Castilla, 1226
Uno
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César miraba por la ventana cómo la nieve iba cayendo, de a poco,
sobre los autos que descansaban en la calle y sobre la calle misma. A lo
lejos, apenas se adivinaban las moles ligeramente aterradoras de la
cordillera, y sintió el suave estremecimiento que lo golpeaba siempre
que se animaba a llevar sus ojos más allá del pueblo. Aunque hacía casi
nueve años que transitaba aquel paisaje de montañas, silencio y
soledad, no terminaba de acostumbrarse a las sombras que lo
rodeaban. “Claustrofobia del aire libre”, pensó con una sonrisa. Con
casi catorce años, César se permitía juegos de ingenio que no eran
habituales en los chicos de su edad. Los granos estaban allí, las
escapadas a las tareas que le imponía su padre también; pero tal vez la
ausencia de madre le había hecho nacer una especie de apuro de la
inteligencia que no necesitaban los demás chicos del pueblo. El pelo
castaño con reflejos rubios cayéndole desordenado sobre la frente
funcionó como recordatorio, porque lo volvió al universo de lo cotidiano.
Si tenía que pasarse la palma de la mano para despejar la cara, sería
también que su padre estaba por volver. Carmelita ya tendría preparado
el café con leche. El olor a tostadas subía al primer piso, en donde la
nariz de César lo esperaba con placer.
El doctor Nardioni estacionó su camioneta frente a la casa y miró
para arriba adivinando la figura de su hijo detrás de los vidrios dobles,
puestos para que el frío del invierno fuera algo más amable cuando
cerraran la puerta. Las botas del hombre se hundieron en la nieve, pero
no dejó de sonreír mientras miraba hacia el piso superior y se esforzaba
por alcanzar la entrada. César escuchó la llave girar en la puerta y supo
que debía bajar. Pocas cosas le exigía ese hombre de pelo escaso y
hombros ya algo vencidos dentro del perpetuo delantal blanco; su
presencia por la tarde, cuando llegaba a la casa, era una de ellas. Y no
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le costaba al chico cumplir con ese ritual. Su historia de soledad había
forjado una cercanía que los dos apreciaban. Así es que el doctor
encontró, como siempre, como todos los días, la sonrisa de su hijo
cuando se sacó el delantal y lo colgó en el perchero.
--Hola, pa.
--Hola, hijo— respondió el hombre. Un brazo adulto rodeó unos hombros
adolescentes, un brazo adolescente atravesó una cintura algo abultada;
y así, entrelazados, entraron al comedor donde Carmelita ya había
dispuesto la merienda de siempre: dos cafés con leche, tostadas de pan
francés, mermelada de moras y manteca.
--Buenas tardes, Carmelita.
--Buenas tardes, don Atilio— respondió la muchacha.
No, no era mala idea; y fuera por lo que fuese, funcionó. Ahora,
dos años más tarde, las cajas llegaban puntualmente a Aluminé. El
doctor había dispuesto que para el uso de los medicamentos tuvieran
prioridad los que llegaban desde los alrededores y el sobrante se
destinara a los habitantes del pueblo; y todos habían aceptado la
decisión.
Dos años más tarde, el hijo no tenía ideas que aportar; solo la
pasaba bien con su padre. Afuera había dejado de nevar. Sin embargo,
el frío seguía allí, como un derecho del aire.
HABÍA UNA VEZ UNA MUCHACHA QUE TEMÍA SUEÑOS. Y UNA VIDA
ADENTRO. ELLA ESPERABA QUE SUS SUEÑOS Y SU VIDA DE ADENTRO FUERAN
UNA SOLA COSA. QUERÍA CONSTRUIRLOS A LOS DOS. SU NOMBRE NO IMPORTA.
ERA UNA MUCHACHA QUE SOÑABA, decía en la pared.
Sonó el timbre. César fue a abrir sabiendo que a esa hora sólo podía
ser su sueño más soleado. Era.
--Hola, Celi -dijo, con cierto pudor.
--Hola, amor saludó ella-. Hola, don Atilio —dijo entrando al comedor.
--Sentate -le pidió César-. Estábamos hablando de los graffitis.
--Ah, sí. Gracioso que alguien se tome el trabajo de taparlos enseguida.
Parece que no le gusta lo que dicen. Bueno, hablando de otra cosa,
quedó muy lindo el frente pintado, don Atilio.
--Sí, ya iba siendo hora de darle una lavada de cara, ¿no? Ah, César,
me olvidé de avisarte. Pasado mañana me voy a Buenos Aires a hacer
unos trámites. Voy a quedarme varios días.
--Bueno, viejo.
--Chicos, me voy a dormir. No se acuesten tarde, que mañana no saben
de qué les hablan.
Unos días más tarde, cuando César y Celina se preparaban para la fiesta
de egresados, cuando se quedaron hasta el amanecer discutiendo sobre
qué carrera seguir, cuando empezaron a discutir hasta el nombre de los
hijos que tendrían, en esos tiempos de ligereza, unas manos tomaron la
soga y le hablaron como si pudiera escuchar. O mejor aún, como si la
soga hablara. Esto decían las manos:
--Hablame, soga. Cómame de tus historias. Convénceme.
Y estas cosas dijo la soga:
-- Los padres se fueron a vivir a México. Los viejos eran exiliados, pa.
Se escaparon con la dictadura militar a México, pero enseguida se
fueron para Mozambique, que recién se había independizado de
Portugal. Y ahí nació él.
---¿Y por qué nunca supimos nada de Américo? -quiso saber don Atilio.
---Porque estaba en el resort de arriba y casi nunca bajaba al pueblo.
Ahora está de encargado en el restorán nuevo.
--¿Y dicen que vino hace unos dos años?
--Sí, dos o tres —interrumpió Celina.
Don Atilio no dijo más nada, pero se metió en un pensamiento que
empezaba en un chico fortuitamente africano y terminaba en una pared
que le hablaba a él y a su historia.
Una semana más tarde, el nuevo restaurante vio entrar a la pequeña
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familia de tres, que habían formado el médico, su hijo y Celina. Los
padres de la muchacha seguían considerándola una especie de adulta
muy joven y no ponían reparos en la vida de su hija, ya casi totalmente
pegada al territorio de César. El sitio se distanciaba del entorno casi
desde que se entraba en él. Demasiado lujo para la sencillez terrosa de
Aluminé. Los cristales de la iluminación nada tenían que ver con la mole
pétrea de la cordillera. La mantelería, la loza, todo era amigo de la
apariencia, en un lugar donde el paisaje es dolorosamente verdadero.
Américo salió a recibirlos.
--Hola, don Atilio —le dijo al doctor mirándolo a los ojos—. Los chicos
me hablaron de usted.
--¿Sí? También a mí me hablaron de vos.
--Espero que bien... Pero pasen, pasen. Les reservé el mejor lugar,
junto a la ventana.
--Lindo rincón, ¿eh? -comentó don Atilio mientras caminaba hacia la
mesa con vista a la calle-. Lo hicieron con todo.
--Sí, la verdad que sí. Aunque para serle sincero, a mí no me gusta
mucho. Me hubiera caído mejor más madera y menos brillo.
--¿Y vos dónde vivís? -preguntó el médico.
--Aquí mismo, en un departamentito que hay en el fondo. Así que ya
sabe, si alguna vez necesita un chef, nomás me viene a buscar y yo le
preparo una cena especial en unos minutos.
--Lo voy a tener en cuenta.
Fue una buena noche, con buena comida, buen vino, buena charla
y las visitas frecuentes de Américo, que quiso lucirse ante el vecino más
respetado del pueblo. Ya no quedaba nadie en el salón, cuando el
muchacho pudo sentarse con sus tres invitados.
--¡Ah, por fin! Este es el momento que más disfruto del día.
--¿No te gusta mucho tu trabajo? -quiso saber Celina.
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--No, no es eso. Me encanta. Preparar comidas distintas me hace vivir.
Es como si yo me volviera una prolongación de lo que preparo.
No me imagino cómo será ser una prolongación de un guiso de fideos —
se rió César.
Todos, hasta Américo, compartieron la carcajada, pero el cocinero
siguió con su idea.
--Y sin embargo es así. Un guiso de fideos puede ser eso solamente, un
guiso de fideos, o puede ser una forma de decirle a Celina todo lo que la
amas. Y entonces es mucho más que fideos, carne, cebolla, ajíes y
tomate con un toque de ajo. Es un mensaje.
--Y vos haces mensajes, no comidas —comentó don Atilio.
--No siempre, no siempre. Muchas veces hago comidas. Que trato que
sean lo más ricas posible. Pero cuando puedo decir cosas con los
ingredientes que tengo, me siento, no sé... casi Dios.
---¿Y esto que nos preparaste qué fue?
--Lo hice especialmente yo. Nadie más intervino.
--¿No entendiste, pa?, ¿no sabes leer en un lomo con pimienta?
--No, si se leía muy bien. ¿Y cómo es eso de que sos africano?
--¿No le contaron los chicos?
--Sí, pero los jóvenes de ahora cuentan todo en dos palabras.
--Ah, y yo no soy un joven de ahora.
--Sí, claro, pero si contás tan bien con la cebolla, debes contar mejor
con las palabras.
---No crea, eh. En realidad, no hay mucho más que decir, porque mis
viejos nunca me hablaron demasiado sobre ellos. Sé que tuvieron que
irse durante la dictadura. Ellos eran profesionales y en Mozambique,
cuando se fueron los portugueses, necesitaban de todo. ¿Usted sabe
cuántas personas sabían manejar después de la independencia?
--No.
--Siete. Solamente siete tipos sabían hacer andar un auto. Así que esos
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eran casi ministros. Mi viejo es un “semi-colega” suyo. Es veterinario. Y
mi mamá es arquitecta. Mandaron los curriculum y los contrataron
enseguida. Estuvieron cuatro años allá. Y bue, ahí nací yo, en la capital
de Mozambique. Y no le digo el nombre de la ciudad para que no me
cargue cada vez que me vea.
--¿Por qué, cómo se llama?
-- Maputo.
“Gracias, soga. Gracias otra vez por la información sobre la crueldad que
preparaban. No hemos de tener vergüenza, soga. No hemos de tenerla.
Ellos jamás la tuvieron. Háblame, soga. Contame de tus historias.
Decime de ellas, que hoy las necesito más que nunca. Háblame.”
Y esto dijo la soga:
Y ordenó otro buen tazón de arroz con leche para el hijo de su hermana.
Se marchó de nuevo.
Regresó luego de un instante, solo para acariciar la cabeza del chico y
pedirle a la negra que sirviera un tercer tazón de arroz con leche,
porque los jóvenes debían estar bien alimentados para crecer con
armonía. Siete veces dio la misma orden. Siete tazones bien cargados
de arroz con leche debió comer el muchacho antes de que el
Restaurador le permitiera marcharse de regreso a su hogar. Entendió el
reto sin palabras y nunca más marchó a ningún lado sin despedirse de
su tío. Así hacía con los más cercanos a su corazón.
Con los que le eran indiferentes era más frío. Y con los que le creaban
dificultades, lo era más aún.
Camila le creó dificultades.
Ella era poco más que una adolescente cuando conoció al padre
Uladislao Gutiérrez, un presbítero español que vino a hacerse cargo de
un rebaño de fieles, en tiempos en que el mayorazgo del Restaurador no
conocía limitaciones humanas y, tal vez, tampoco divinas. De hecho,
hasta la propia Federación que dirigía era santa. Nada se hubiera
alterado demasiado en los calmos días de aquellos tiempos si Camila
hubiera sido opaca, insignificante, fea a los ojos varoniles. Pero no era
así. Camila tenía una luz que la acompañaba hasta en los paseos más
triviales, su risa daba nostalgia de la alegría y no había hombre que no
se diera vuelta a su paso. O si el padre Uladislao hubiera sido un
anciano venerable en los últimos años de su labor predicadora... Pero
tampoco. Era un joven en la cima de su fortaleza, de pelo oscuro como
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de cuervo y mirada llena de energía. Cuando se vieron por primera vez,
se supieron juntos en cada segundo del porvenir y ya no pudieron verse
de ninguna otra forma. Pero ella era una muchachita de una familia que
llevaba sus raíces hasta las orillas del río Shannon, en Irlanda, y él, un
sacerdote que oficiaba sus comuniones en la Iglesia del Socorro. Nada
sino la huida les permitirá vivir de acuerdo a como sienten. Saben del
castigo que les llegará si los encuentran. Tamaña afrenta sólo se puede
lavar con la propia sangre. Pero saben también que un fin lento y
progresivo, una especie de cáncer del alma les aguarda si no tratan de
vivir como lo sienten. Tal vez, los dos caminos lleven al mismo sitio,
pero uno de ellos puede permitir una breve dicha. Eligen ese: huyen
juntos.
Y eso fue todo. Yo estaba allí, yo supe. Otras manos me habían traído
hasta estas tierras. Y aquí me quedé, con mis hilos cada vez más
gastados y más viejos y más débiles. Con mi alma como mis hilos.
Fue la penúltima vez que la soga le contó una historia a las manos
que la tomaban.
Diez días después de la cena que Américo dio en honor del doctor
Nardioni por su iniciativa del hospital viajero, Aluminé se encontró con
su primera pintada de largo aliento. En la letra más chica que permitía
el aerosol, estaba escrita una historia que empezaba en el muro de
atrás del hospital, bien arriba, y que lo recorría íntegro, hasta terminar
con un anuncio. El texto del hospital decía:
EL DOCTOR ERA UN HOMBRE RESPETADO ENTRE LOS MÉDICOS Y ENTRE SUS
PACIENTES. TODAVÍA ERA JOVEN. PERO YA HABÍA CONSEGUIDO
RECONOCIMIENTOS IMPORTANTES EN SU PROFESIÓN. SEGURAMENTE TEMÍA
UNAS GRANDES GANAS DE QUE TODO LO QUE CONSIGUIERA LO CONTINUARAN
ALGUNA VEZ SUS HIJOS. YA SE CASARÍA. YA LLEGARÍA ESE CONTINUADOR QUE
LO JUSTIFICARÍA. PERO A VECES PASAN COSAS QUE ARRUINAN LOS MEJORES
PLANES.
UNA TARDE. SE SINTIÓ MAL. NADA SERIO, SIN DUDA, PERO IGUAL CONSULTÓ
CON UN COLEGA AMIGO. YA SOS... (CONTINÚA EN LA PARED DE LA POLICÍA).
--¿Pero qué carajo quiere este tipo de los mensajes? ¿Nada, no quiere
nada? ¿Quiere solamente terminarme, mandarme a la nada, como yo
mandé a esa chica hace ya años? Pero, ¿quién es?
Sólo una vez más hablaré —dijo la soga—. Ahora quiero callar. Estoy
cansada.
Epílogo
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