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Fenomenología de la escuela
Primero de todo, definamos bien lo que nos referimos cuando hablamos de escuela
para desengranar los elementos que forman y legitiman su poder. Entenderemos
aquí por escuela, tomando la definición del pensador Iván Illich, (en otro tiempo
famoso por su ensayo titulado La sociedad desescolarizada) “el proceso que
especifica edad, se relaciona con maestros y exige asistencia de tiempo completo y
un currículum obligatorio” (Illich, 2006:214). La escuela implica una clasificación (por
edad), una autoridad (el maestro) que goza de un triple poder (ver siguiente página),
un encierro a tiempo completo (en la escuela-edifico [Foucault, 1978:177]) y un
ticket obligatorio (el currículum) para acceder al siguiente nivel del saber
institucionalizado.
Vamos a analizar ahora, uno por uno, éstos instrumentos específicos de poder que
utiliza la institución escolar a través de su lógica propia (su sistema de valores) para
poder realizar su función, de la cual nos ocuparemos más adelante en el texto.
El
profesor custodiante funda su autoridad a través de su rol específico de
“maestro de ceremonias que guía a sus alumnos a lo largo de un ritual dilatado y
laberíntico. Es árbitro del cumplimiento de las normas y administra las intrincadas
rúbricas de iniciación a la vida” (Illich, 2006:219). Su “papel” custodiante es el
encargado de vigilar y asegurar el cumplimiento de las normas y el establecimiento
de una rutina, a la cual los alumnos deben incorporarse para ser aceptados en el
“útero mágico [el aula]” (Illich, 2006: 220).
El
profesor moralizante es el que “reemplaza a los padres, a Dios, al Estado”
(Illich, 2006:219). Es, en suma, el que se encarga de construir, según su criterio
personal, una cosmovisión del bien y del mal, definiendo así lo que es correcto y lo
que no lo es, lo premiabley lo castigable.
El
profesor terapeuta g oza del poder y la autorización para entrometerse en el
ámbito estrictamente privado de la vida de los alumnos, alcanzando así su
enseñanza y sus ideales el desarrollo de la personalidad del alumno. Pero cuando
tal autoridad “la desempeña un custodio y predicador, significa por lo común que
persuade al alumno a someterse a una domesticación de su visión de la verdad y de
su sentido de lo justo” (Illich, 2006:219).
Ésta definición “biológica” del mal se justifica a través de la lógica higiénica propia
del poder biopolítico. Refiriéndose a este tipo de poder, Foucault afirma que “La
muerte del otro, la muerte de la mala raza, de la raza inferior (o del degenerado o
del anormal) es lo que hará la vida más sana y más pura” (Foucault, 1992:265). En
este caso, la raza inferior son los desescolarizados, aquellos residuos sociales que
no quieren o no pueden someterse a los intrincados rituales y a la lógica propia de la
institución escolar. En otras palabras, son los que no consumen el saber
(prefabricado, envasado y distribuido a los alumnos de forma ritualizada) que ofrece
la institución-escuela.
Así, la felicidad sólo se vuelve alcanzable cuando se realiza a través del consumo,
regido por leyes de costes y beneficios, leyes de mercado. La institución escolar
crea la necesidad de una acumulación obsesiva de saber prefabricado en toda la
sociedad, una sociedad donde, según Martí Peran, el significado de libertad ha sido
banalmente pervertido, convirtiéndola en un “estado de ánimo” que se puede
adquirir a través del consumo: “la idea de libertad ha sido subvertida mediante una
banal ecuación que la identifica con la mera emotividad (...) A fin de cuentas, todas
las emociones son susceptibles de un consumo infinito: la libertad se consuma así
como libre mercado” (Peran, 2016:31. Las cursivas son mías).
Éste
orden del deseo implica una más o menos explícita desvalorización de todo
aquel aprendizaje que no ha sido previamente fabricado por una institución, un
menosprecio a todo aprendizaje adquirido fuera de la escuela, y más
concretamente, a todo aprendizaje que no puede medirse, un aprendizaje que voy a
llamar
espiritual, es decir, personal y no tangible, o al menos no en leyes de coste y
beneficio.
Éste sistema de valores da lugar -en los que no pueden alcanzar el consumo
mínimo para adquirir la “felicidad embotellada”- a un sentimiento de culpa
relacionado con una inversión de la responsabilidad: El fracaso institucional pasa a
ser fracaso personal. El sociólogo Richard Sennett nos da una definición similar de
la
subversión del sentimiento de responsabilidad cuando habla del capitalismo tardío
como un “sistema” que “aún entraba en la experiencia cotidiana de la gente (...) por
medio del éxito y del fracaso, de la dominación y la sumisión, la alienación y el
consumo”(Sennett, 2000:26. Las cursivas son mías).
Mika Franganillo
Bibliografia
-Sennett, R. (2000). La corrosión del carácter. Las consecuencias personales del
trabajo en el nuevo capitalismo. Barcelona: Anagrama.