Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Antologia Logoterapia
Antologia Logoterapia
LOGOTERAPIA
Antología
2012
Elaboración de Antología para IUCR.
Este material ha sido elaborado con propósitos didácticos, sin fines lucrativos.
Criterios de evaluación
Presentación
Capítulo 1
Viktor Frankl 1
Capítulo 2
Introducción a la Logoterapia 93
2.1 El ser humano en la Logoterapia
2.2 La libertad y la responsabilidad 95
2.3 Los valores 98
2.4 La intencionalidad 99
2.5 La transitoriedad de la vida 100
101
2.6 La voluntad de sentido 102
Capítulo 3
El sufrimiento en la Logoterapia 104
3.1 Sufrimiento con sentido y sin sentido
3.2 Sufrimiento necesario e innecesario 107
111
Capítulo 4
Escuela Vienesa
113
4.1 Frankl y Sigmund Freud (1856-1939)
4.2 Frankl y Alfred Adler (1870-1937) 113
4.3 Síntesis 120
122
Capítulo 5
Los métodos de la Logoterapia 125
Capítulo 6
Conceptos básicos de logoterapia 255
Capítulo 7
Grupos compartidos 290
7.1 Lineamientos generales 291
7.2 Responsabilidades de los miembros del grupo 291
7.3 Responsabilidades de los facilitadotes 292
7.4 La sesión de apertura 296
7.5 El proceso del grupo 297
7.6 Logodrama 299
7.7 Efecto de retroalimentación. 303
7. 8 El sentido a través de los libros 304
7. 9 Grupos de derreflexion 305
7.10 Grupos de meditación 306
7. 11 Ejercicios finales 307
Adentrarse en las bases conceptuales en las que se fundamenta la Logoterapia, así como
en las herramientas psicoterapéuticas que propone; para que mediante su conocimiento,
estudio y manejo, se enriquezca tanto la parte personal como profesional de los alumnos
y se posibilite a los alumnos al manejo y práctica de los mismos, tanto en la parte teórica
como en la vivencia para fortalecer y potencializar su personalidad y decisiones
trascendentes de vida.
Grandes Temas
Libertad
Tomar conciencia de que somos libres de elegir, a pesar de nuestras circunstancias de
que no estamos determinados, y que la última de nuestras libertades es el “cómo vamos
a vivir” lo que se nos presente en nuestra vida.
Responsabilidad
Asumir que la libertad va de la mano de la responsabilidad y que esta última no es
necesariamente una obligatoriedad, es decir, que vamos a responder desde donde
podemos y no desde donde debemos.
Conciencia
Descubrir que la conciencia o el “darse cuenta” es el órgano del sentido, es decir es la
brújula que guía nuestros pasos y decisiones.
6. Conciencia
Descubrir que la conciencia o el “darse cuenta” es el órgano del sentido, es decir es la
brújula que guía nuestros pasos y decisiones
o Definición de conciencia
o Conciencia –me doy cuenta
o Pérdida de instintos
o Pérdida de tradiciones
o Película: “Equilibrio”
o Elaboración de relatoría
7. La tridimensionalidad
Reconocer que nuestras respuestas ante la vida pueden darse desde los tres niveles del
ser humano
o Definición de tridimensionalidad
o Dimensión física
o Dimensión psíquica
o Dimensión espiritual
o Ubicación dentro de la noodinámica
o Análisis y discusión de casos
o Elaboración de la relatoría
Criterios de evaluación
Asistencia: 15%
Tareas: 20%
“Sí a la vida a pesar de todo”, una máxima de Frankl, que invita a los
lectores a introducirse en esta antología para conocer a fondo, los planteamientos
de este gran autor.
CAPÍTULO 1
Por cierto, el curso de una vida muestra mejor a la persona en relación con su
realidad y su destino (el destino que ella debe conquistar), porque sus rasgos
característicos se destacan como generales y la situación particular del modelo que
perdura contrasta más claramente con el trasfondo cambiante de los
acontecimientos. Por todo ello, Frankl prefería representar su vida como una
narración. No se atiene necesariamente al transcurso de los acontecimientos. Pasa
por alto grandes períodos de su vida y enlaza recuerdos de la niñez con sucesos de
los años de madurez o experiencias de la vejez. Le interesa, principalmente, poner
de manifiesto a la persona: cómo piensa, decide, sufre, siente y actúa; cómo fue,
creció, maduró y adoptó una posición.
Estos textos nos han servido como auténtico material de datos, aunque no fueron
sometidos a posteriores revisiones biográficas ni históricas. Se completan con
informaciones, relatos y acontecimientos que me eran accesibles a través de otras
fuentes, en especial sus libros y conferencias, o que conocí por boca del propio
Frankl.
la duodécima generación. Todo ello se desprende del árbol genealógico que alguna
vez tuve oportunidad de consultar.»
En ocasiones, Frankl decía irónicamente que parecía increíble que él como persona
también hubiera heredado algo de su madre, puesto que a primera vista nadie se
daría cuenta de su profunda emocionalidad. Lo cierto es que en las relaciones
personales —tal como yo las experimenté— sus sentimientos quedaban mucho más
escondidos que en las conversaciones con sus pacientes. Cuando se veía
enfrentado al dolor de otros se despertaban en él sentimientos de compasión. Esta
tendencia estaba en consonancia con el espíritu tan admirado por él del filósofo
Arthur Schopenhauer y con su Ética de la compasión. Desde luego, también en el
ámbito privado había determinadas oportunidades, situaciones o encuentros en los
que su emocionalidad desempeñaba un papel. Sin embargo, prefería mantener sus
sentimientos en la intimidad. Por eso, los vivió especialmente en relación con su
religiosidad, que se caracterizaba por la misma afectuosidad que conocía de su
madre. Cuando hablaba de sus creencias personales, lo cual ocurría muy raras
veces y siempre en pequeños círculos íntimos o más bien en el diálogo a solas, su
voz adquiría la misma suavidad y el mismo timbre que tenía cuando hablaba de su
madre, lo que mostraba su profunda emoción interior, que buscaba temerosa
resguardarse en la intimidad. ¿Habría calificado Frankl este rasgo de sí mismo
también como «alma piadosa y corazón bondadoso»?
¿Acaso Frankl no estaba seguro del amor de su madre? De acuerdo con sus propias
afirmaciones, no cabe ninguna duda de que el amor de su madre era duradero,
profundo, genuino y cálido. Frankl consideraba este amor como un valor de especial
significado en su vida. ¿Por qué entonces ese temor? ¿Por qué un hombre de casi
cuarenta años que estaba casado y convivía con su mujer necesitaba una seguridad
aún mayor, en realidad una garantía, que buscaba en la constante repetición del
beso de despedida? No lo sabemos. Desde luego, uno podría preguntarse si no
habría sido suficiente el amor que recibió de su madre. ¿Sería por eso que no la
describe como «corazón bondadoso» sino como «alma bondadosa»? ¿O tal vez no
se trataría tanto de su madre como de la personalidad «testaruda>, más bien
complicada, del pequeño Viktor, que le impedía vivir plenamente el amor de su
madre? Dado su carácter tozudo, parece verosímil que el hijo se mantuviera a
menudo «al margen» y creara «innecesarias» tensiones y confrontaciones que la
madre no podía resolver y ante las cuales se sentía impotente a causa de su propio
carácter. Viktor podría haber experimentado entonces una distancia con respecto a
ella —creada por él mismo— que le impidió sentirse rodeado de su amor y calor.
¿Surgiría de ahí el temor de que algo pudiera interponerse entre ellos
imperceptiblemente?
Aunque vivió encerrado en esta soledad, creada por él mismo debido a los rasgos
defensivos e inaccesibles de su personalidad, experimentó el continuo y amoroso
Hay que ver también una vertiente religiosa en la relación de Frankl con su madre.
Cuando se despidió de ella con malos presentimientos y previsiblemente por última
vez, le pidió su bendición y ella se la dio inmediatamente. Fue en el campo de
concentración de Theresienstadt en el momento en que él iba a ser deportado a
Auschwitz junto con su mujer, mientras que su madre tuvo que permanecer allí.
(Nadie lo sabía en ese momento, pero una semana más tarde ella también sería
deportada a Auschwitz, donde fue asesinada inmediatamente en la cámara de gas).
En el campo de concentración, debió de pensar a menudo en su madre. No sabía
que ya estaba muerta, pero siempre que pensaba en ella se le imponía
«inevitablemente la idea de que lo único apropiado hubiera sido, como suele decirse,
ponerse de rodillas y besar la orla de su vestido». Frankl manifiesta aquí la
Dada la desigualdad entre las vivencias del autor y del lector, es necesario
preguntarse cómo hay que entender el gesto y el sentimiento de Frankl. Sin duda se
trata de una expresión de la mayor veneración. Este gesto de un hombre que creció
«todavía bajo el imperio austro-húngaro» y que pudo haber sentido la subordinación
como algo natural y por tanto apropiado, ¿le era desde pequeño usual y evidente?
¿Era Frankl, en su comportamiento social, un niño del siglo XIX atento a respetar la
etiqueta? Indudablemente incidía en él la influencia de su propia época, que se
Sea como fuere, la madre también tenía apego por Frankl. Según su relato, cuando
se despidió de ella en Theresienstadt: «le pedí en el último momento: “Por favor,
dame tu bendición”. Y jamás olvidaré cómo —casi con un grito que surgía de lo más
profundo y que sólo puedo calificar de ardiente— dijo: “Sí, sí, te bendigo” y me dio su
bendición». La madre, visiblemente, conmovida y afectada, accedió al deseo del hijo.
Fue un aullido, un profundo y «ardiente» aullido, con el que pudo vivir por última vez
su maternidad frente a Viktor. Todos los detenidos en Theresienstadt sabían que la
deportación a Auschwitz significaba la muerte, porque allí estaban las cámaras de
gas, que no existían en Theresienstadt. Durante su internamiento en este campo
Frankl lo sabía. Lo que describe aquí es una imagen que corresponde al tipo del
stabat mater, ver al hijo partir hacia la muerte es probablemente la experiencia más
terrible que pueda atravesar una madre. En el primer borrador del texto, Frankl
apunta su impresión de ese grito de su madre con una precisión aún mayor: «He
llamado ardiente a ese grito, pero quiero ir más lejos: fue animal, como de un animal
en celo». Y añade que si la palabra no estuviese tan desgastada por cierto método
psicoterapéutico, diría que se trató de un grito «primario».
Una vez Frankl me contó personalmente esta escena de despedida con su madre
casi con las mismas palabras. Su voz se volvió muy baja, opaca, quebrada, como si
se avergonzara de lo que decía. Sin embargo, había en él una fuerte determinación,
una voluntad de veracidad, una convicción de que no debía avergonzarse. Pues en
lo que decía precisamente no había enjuiciamiento alguno ni clasificación ni
distanciamiento científico e impersonal, sino una profundísima y dolorosa impresión.
A pesar de la relación de veneración que sentía y de lo trágico de la situación de ser
deportado hacia una muerte casi segura en Auschwitz, la emoción de su madre fue
para él una percepción inesperada. Por eso, este aullido le llegó con todo el impacto
de la amenaza que la madre sentía por su hijo en aquel momento. En este aullido
percibió la indescriptible e insondable profundidad de la relación de una madre con
su hijo, una profundidad que a través de lo espiritual y mental está como corporizada
en ella y fundida con su carne. La pérdida de un hijo daña a una madre a un nivel
aún más profundo que el inconsciente individual o el inconsciente colectivo
arquetípico, precisamente por fundarse en la existencia corporal y física que tenemos
en común con los animales. Frankl reconocía y respetaba personalmente el profundo
anclaje del hombre en la naturaleza, aunque no lo desarrollara en su teoría (hay
pocas observaciones suyas en este sentido). Por eso, en discusiones no tenía
reparos en afirmar que al ser humano no le faltaba nada del animal, si bien al animal
le faltaba todo lo que constituye al ser humano.
Frankl creía con razón que salía más al padre que a la madre, cuyas personalidades
eran opuestas. Mientras que ella era la bondad en persona; suave, compasiva,
afectuosa, con un corazón piadoso; al padre le describe como espartano en su estilo
de vida, ahorrativo —aunque no avaro—, con una estricta conciencia del deber y
rígidos principios, «dogmático hasta la pedantería, pero sobre todo hasta la
terquedad». Frankl admiraba en su padre el alto sentido de justicia, a pesar de que
sus sentimientos abarcaban un amplio espectro y podían oscilar entre el estoicismo y
el mal genio. Una vez quebró un bastón de paseo o de alpinismo aporreando a Viktor
en un arrebato de cólera.
Los viernes por la noche el padre «obligaba» a sus dos hijos, Walter y Viktor, a leer
en voz alta una oración en hebreo. Dado que ninguno de los dos había asistido
nunca a una escuela de Torá ni había aprendido hebreo más que en casa con el
padre, en raras ocasiones les era posible leer las oraciones sin errores, cosa que, sin
embargo, el estricto padre consideraba muy importante. Sabiamente, no impartía
castigos a sus hijos para motivarles al máximo rendimiento, sino que les privaba de
la paga prometida. Sólo les daba los diez céntimos, relata Frankl, «si podíamos leer
el texto con total y absoluta fluidez», lo cual no ocurría más que un par de veces al
año.
Al igual que la madre el padre era muy religioso. Pero mientras que Frankl destacaba
en ella la actitud de «corazón piadoso» de su religiosidad, en el padre describe el
modo estricto en que se atenía a los preceptos rituales. Rehusaba, por ejemplo, toda
comida que no fuera koscher* —hasta la primera guerra mundial—, observaba las
fiestas judías con la mayor precisión y prefería arriesgarse a una sanción disciplinaria
(a pesar de su férrea conciencia del deber) antes que obedecer a su jefe de sección
en el Ministerio, que le ordenaba presentarse a servicio y trabajar el día de la mayor
fiesta judía, Jom Kippur. La fe era lo más importante para él, seguida de sus
principios.
Casi no es posible hablar de una idealización del padre, tal como la que veíamos en
el caso de la madre, con excepción tal vez de las afirmaciones del rabino que le
califica de «hombre justo» durante la conversación de pésame con la madre. Sin
embargo, Frankl anula pronto este pequeño principio de idealización, al poner junto a
las grandes palabras del rabino su propia impresión infantil.
El padre era para el hijo una autoridad que podía servirse de él para cumplir su
propia voluntad. Imponía pautas claras a sus hijos y a su mujer —mucho menor que
él— en cuanto al modo de vida y la actitud religiosa. Dicha conducta paterna
concuerda con la visión del mundo que tuvieron después el muchacho adolescente y
el hombre joven (aunque es cierto que esa visión proviene también de un espíritu de
la época caracterizado por el sometimiento a las autoridades, la disciplina, el dominio
de sí mismo, la lealtad hasta la muerte a Dios y a la patria). Así se explica que Viktor,
a pesar de la similitud de caracteres, haya sentido por su padre una veneración que
le llevó a emularle más que a rebelarse contra él. Se supone, pues, que Frankl
asumió estos «rasgos paternos de sí mismo», aprendió a vivir con ellos y logró
volverlos fructíferos en su propio provecho. De este modo, ya no debió disputárselos
al padre. Sin embargo, hasta la vejez habrá permanecido dolorosamente grabado en
su memoria cierto rigor de la conducta paterna. De allí se deriva cierta actitud de
confrontación hacia el padre que es posible percibir en su autobiografía.
Si la relación fue tal como yo me la figuro, dudo que el padre —dada su observancia
de la lealtad de principios, de la conciencia del deber y de la perfección— haya
reconocido la genialidad de su hijo adolescente y haya podido estar a su altura. Ya
desde el instituto, una tendencia a la autonomía impelía al joven Viktor a estar fuera
de casa. Tomaba clases en la Universidad popular y se empleó como funcionario al
servicio de los estudiantes socialistas de bachillerato. Esta circunstancia llegó a ser
determinante para su desarrollo intelectual, dado que por aquel entonces conoció a
muchas personalidades interesantes, algunas de las cuales desempeñaron altos
cargos políticos después de la segunda guerra mundial. Con ellos podía «discutir
sobre Dios y sobre el mundo», según dijo más tarde. Encontró interlocutores para
tratar cuestiones políticas, sociales, psicológicas, médicas, filosóficas y teológicas. El
tema sobre el que más se discutía era el psicoanálisis que, al estar mirado con malos
ojos por el mundo académico de ese momento, traía aparejado un cierto aire
subversivo y, por eso mismo, particularmente interesante para la juventud. Como es
lógico, esta forma de pensar «subversiva» halló mayor difusión y aceptación entre la
intelectualidad de izquierda que entre la de derecha. Frankl no debe haber
encontrado en su padre un oído abierto a estas ideas —si es que alguna vez le habló
de ellas—. No sé si este hecho se relacionará con el trato distante que predominaba
por aquel entonces entre padres e hijos (algunos niños hasta debían dirigirse de
«usted» a sus padres). También es posible que el padre estuviera tan ocupado con
sus deberes y obligaciones que permitiera al hijo continuar libremente su desarrollo
intelectual sin preocuparse más al respecto. Por supuesto, podía darse por
satisfecho con el progreso y el éxito escolares de su hijo: Frankl fue un alumno
aventajado desde el primer curso de primaria. Ésta podría ser la razón de que nunca
llegaran a la ruptura ni a las tensiones típicas entre dos temperamentos explosivos. A
su vez, a Viktor tampoco le interesaba mucho lo que hacía su padre. Incluso cuando
éste trabajaba bajo la dirección del ministro Josef Maria von Brnreither en asistencia
a la juventud —donde Frankl participó activamente unos años más tarde, para el hijo
no había «nada más aburrido que esta materia».
¿De dónde provenía entonces su estima por el padre? ¿Será que la dificultad de
Frankl para poder construir y mantener una proximidad real hasta con los parientes
cercanos halló luego su compensación en un plano más espiritual (estima, respeto,
veneración)? ¿Será esta característica de la personalidad de Frankl la causa que le
llevó, como contrapartida, a ambicionar veneración también para sí mismo? Aun
cuando esto pueda ser cierto, difícilmente bastaría para que estas dos
personalidades superaran su predisposición al conflicto. Menos aún puede explicarse
de este modo el hecho de que Frankl dejara vencer su visado de salida en la época
nazi a causa de sus padres o que acompañara a su padre con tanta solicitud hasta la
Existen otros motivos que permiten profundizar en la relación con el padre. En primer
lugar, hay que tener presente que el padre le brindó —a él y a toda su familia—
«siempre seguridad>. Fue el padre quien proporcionó al niño Viktor una experiencia
primaria de seguridad que le sirvió de modelo para toda su vida.
Una experiencia arcaica de este tipo no se puede olvidar nunca. Había embargado al
niño y aún seguía vívida en el recuerdo del anciano. Viktor quedó unido de por vida a
su padre en agradecimiento. Con la lucidez fenomenológica que le caracterizaba,
percibió que ese hombre estricto, justo y probablemente poco accesible le quería de
corazón y se alegraba de su existencia. En ese momento fluyó hacia el niño algo que
tal vez sólo pueda definirse como genuino amor paternal. El pequeño fue capaz de
percibir y experimentar que lo que fluía hacia él era un amor lleno de vida y se
mantuvo consciente en su lucidez. Viktor siempre podía volver a recurrir a este
recuerdo para mantener viva la experiencia. La posibilidad de albergar en sí mismo y
Otro motivo que marcó la relación real con el padre fue el profundo amor y
dependencia que sentía por él. Fue durante una conversación con el padre cuando
decidió no dejarles solos a él y a su madre en la época nazi, y quedarse en Viena
para protegerles.
Este amor hacia el padre —vivido, por cierto, de un modo objetivo, pero sustentado
en una profunda unión— se pone de manifiesto con una nitidez aún mayor en la
escena de despedida en que Frankl se separa de su padre moribundo en el campo
de concentración de Theresienstadt. El padre, medio hambriento y con ochenta y un
años, había sufrido dos neumonías y tenía un edema pulmonar terminal. Mientras
luchaba con la muerte, Frankl le inyectó una ampolleta de morfina que había
conseguido de contrabando en el campo de concentración, para aliviar y acortar sus
dolores y su lucha. Después le preguntó: « ¿Todavía sientes dolor? No. ¿Tienes
algún otro deseo? No. ¿Quieres decirme algo más? No. Luego le besé y me fui.
Sabía que no volvería a verle con vida. Pero tenía el sentimiento más maravilloso
que pueda imaginarse: había hecho todo lo posible. Antes me había quedado en
Viena por mis padres y ahora había acompañado a mi padre en su última hora y le
había ahorrado las innecesarias angustias de la muerte.»
Lo que siempre me conmueve más de esta escena es que Frankl nos deje participar
personalmente en la despedida con su padre. Así se percibe de un modo inmediato
lo trágica que debió de resultar esa última convivencia en la miseria y en el frío e
inhumano ambiente del campo de concentración donde era imposible una asistencia
adecuada o siquiera una mínima atención médica. Me conmueve que Frankl se haya
«procurado» una ampolleta de morfina para su padre (arriesgando quizá su propia
vida). Me conmueve la feliz circunstancia de que fuera médico y pudiera
administrársela él mismo. Pero, sobre todo, me emociona que Frankl reproduzca
textualmente la última conversación con su padre. De esa manera, nos permite
participar de uno de los momentos más íntimos que puedan tenerse con otro ser
humano. Ser admitido tan cerca del suceso y poder sentir a Frankl de un modo tan
personal es extraordinario.
Sin embargo, el tema que nos debe ocupar aquí es la persona de Frankl. Por eso
queremos volver a dirigir hacia él la mirada. ¿Qué se desprende de esta escena y de
la relación con su padre en cuanto a su persona? ¿Qué motivó su proceder? ¿Que
era lo que estaba en primer término para él? ¿Cómo era la relación con su padre?
En definitiva, Frankl escribe poco sobre su padre y mucho más sobre sí mismo,
sobre su tarea, sobre el «cometido de sentido» de la situación. «La sensación de
haber hecho todo lo posible» eclipsa el dolor de la pérdida. A pesar de que pueda
verse una unión amorosa y personal como resonancia general de la relación con sus
padres, el amor está marcado por el sentido del deber, tal vez también por la cortesía
y la gratitud hacia sus progenitores. Los tres conceptos (deber —moral—, cortesía y,
en menor medida, gratitud) eran corrientes en el vocabulario de Frankl y le gustaba
emplearlos en conversaciones y discusiones. Creo que también en la relación con los
padres desempeñan un papel considerable. Por el contrario, la proximidad, la
Si uno se atiene estrictamente al relato, no fue sólo el amor personal y la unión con
sus padres —o especialmente con el padre—, lo que retuvo a Frankl en Viena
durante la época nazi. Fue precisa también una peculiar señal del cielo, como él
mismo llamaba siempre al suceso que le hizo atender el deber religioso y humano
del amor filial. Si la única causa hubiera sido el amor hacia los padres, quizá no
había sido necesaria ninguna «señal del cielo». Es verdad que no cuesta mucho
imaginar lo difícil que hubiera sido para un hombre joven semejante decisión:
abandonar su hogar, irse a vivir a un país extraño —cuya lengua Frankl aún no
dominaba—, dejar un puesto de médico jefe y volver a empezar de cero con su
profesión, en un país donde no conocía a nadie. Hubiera tenido que abandonar su
carrera científica por tiempo indeterminado (en efecto, ya había empezado a publicar
sobre logoterapia), hubiera negado a su familia un resguardo de deportación — ¡con
el afecto que él sentía por la casa paterna!—, y hubiera puesto en peligro su vida. Si
examinamos atentamente el relato de Frankl, veremos que no debió de tomar la
decisión por amor a sus padres, sino más bien por recordar una obligación filial
religioso-moral. A eso habría que añadir que ya había puesto su mirada en la bonita
Tilly Grosser, que trabajaba como enfermera del mismo hospital en el departamento
de internos, y con la que se casó poco después de la extinción de la visa. Pero de
eso no hablaremos todavía.
gratitud, amor, emoción. Ninguna queja por no poder velarle durante la noche, tal vez
porque debía volver a tiempo para dormir en su habitación. Ninguna palabra de dolor
cuando a la mañana siguiente fue a ver el lecho para constatar que su padre seguía
allí, y lo halló vacío, aunque todavía caliente, según me contó (Frankl suponía que el
padre tal vez no estaba del todo muerto o acababa de morir, cuando el comando del
campo de concentración le hizo transportar).
El relato muestra a un hombre que se ha hecho famoso en primer término por una
conciencia pura, personal. Esto fue lo único que reclamó de la situación para sí (y
que la situación exigía de si). Por eso mismo, no exigía nada de los otros. ¡Como si a
él no le incumbiera que su padre muriera! ¿Tuvo Frankl un punto ciego emocional?
¿O se trata de la grandeza madura de un hombre consciente como pocos del sentido
último de la existencia? En lugar del esperable dolor y del pesar de un hombre
común, a él le colma el «sentimiento más maravilloso que se pueda imaginar»: había
cumplido con su obligación, había hecho por su padre todo lo que podía hacer. No
debió hacerse o «consentirse» ningún reproche, como se encargaba de decir; no
En todo esto veo un sentido del deber tradicional, el mismo que determinó a la
generación de Frankl. Se exigía a los individuos limitarse y consagrarse al asunto o
tarea en cuestión, lo cual frecuentemente iba asociado con un dificultoso trato
consigo mismo. Hacia fines de siglo esto era lo usual y corriente, e incluso en las
décadas de los veinte y treinta seguía siendo el tenor imperante tanto en el este
como en el oeste, así en el comunismo como en el occidente burgués. ¿Acaso se
hubiera podido difundir tanto la ideología nazi, si la obediencia y la conciencia del
deber no hubieran estado tan profundamente arraigadas en la gente? Las
comunidades religiosas también fomentaban y exigían esta actitud. Frankl fue
educado en esta disciplina espartano-ascética propia de la época de finales de
«Cacania»* que, durante la hambruna de las décadas de los veinte y treinta, todavía
siguió siendo el ideal de una empobrecida Austria. Aún en las décadas de los
cincuenta y sesenta, la idea del cumplimiento del deber seguía siendo habitual. La
mayor parte de la vida de Frankl transcurrió en esta época. Las influencias
socioculturales marcan la mentalidad y el comportamiento y, a veces, afectan a las
características de personalidad y a las predilecciones, reforzándolas. Sería
interesante saber cómo había vivido Frankl su emocionalidad si hubiera sido un niño
de nuestro tiempo y cómo se vería hoy en día su relación con los padres.
Recuerdo una pequeña historia sobre el amor y el apego que Frankl sentía por su
padre. Hacia 1984 asaltaron el piso de Frankl en Mariannengasse. Hasta donde yo
recuerdo, los ladrones no habían podido encontrar ni llevarse consigo casi nada
valioso, pero habían hecho algunos estragos en el piso. El escritorio de Frankl estaba
todo revuelto. No sé qué fue lo que robaron, pero sí hay una cosa de la que no me
puedo olvidar. Unos días después, de pie detrás de su escritorio, Frankl me describió
cómo había encontrado el piso. Se sintió desconcertado al ver su escritorio. Para su
alivio, haciendo orden volvió a encontrar todos sus documentos. Sin embargo,
cuando empezaba a tranquilizarse, notó que los ladrones habían sustraído un cofre
de madera. Me señaló entonces un cajón en la mitad izquierda de su escritorio. Allí
era donde había estado el cofre desde que llegó al piso. Él veneraba ese cofrecillo y
por eso lo tenía muy cerca. Lo que más le dolía era que precisamente fuera eso lo
que faltaba. No se trataba de ningún valor material, sólo de un cofrecillo de madera
con algunos lápices de taquigrafía impecablemente afilados. Con ellos había escrito
su padre en su época de taquígrafo en el Parlamento (siempre debía tener varios
lápices listos, ya que no había tiempo para sacar punta). Con visible dolor por la
pérdida y un deje de enfado por la crueldad de los ladrones, Frankl me dijo que esos
lápices a lo sumo podían producir a los ladrones un par de chelines en el mercadillo
de viejo, ya que no estaban barnizados —lo cual les confería un carácter de rareza
en 1984—. Para él, no obstante, tenían un valor excesivamente alto. Le parecía un
absurdo manifiesto que algo valioso fuera víctima de una pequeña codicia —y no
había nadie en el mundo para quien los lápices tuvieran tanto valor como para él.
sometimiento ante una señal del cielo, que le hizo obrar finalmente en el sentido de
la religiosidad paterna. Admiraba el hecho de que alguien pudiera creer de un modo
tan profundo e inquebrantable. Al final de su libro sobre el campo de concentración,
Frankl escribe que después de esta prueba de fuego ya no le temió a nada «excepto
a su Dios». Cuando uno sabe de esta profunda búsqueda y lucha por la propia
religiosidad, puede entender en buena parte el respeto por su padre, así como por su
madre, y el deber de raíces religiosas de honrar a los padres, «para que tus días se
prolonguen sobre la tierra».
acercárnoslo, volverlo comprensible, crear medios para acceder a él, pero en todo
caso se imponen la contención y el respeto por lo que el hombre tiene de más
impenetrable. Siempre hablaremos de abismos personales a la hora de describir la
vida de Frankl, pero podemos enfrentarnos a ellos humanamente, con cuidado,
tomarlos simplemente por lo que son, verlos y entenderlos como válidos por sí
mismos. También en los diversos modos de pensar y actuar, y en la reflexión crítica
sobre las circunstancias de vida y las posibilidades de elección es ésta una condición
para un procedimiento que quiera encontrar —y situar— a la persona. Llegado a este
punto, quiero comentar brevemente un fenómeno que ya ha sido descrito y que tal
vez a alguien le haya resultado molesto: las parcialidades, contrastes y
contradicciones en la personalidad de Frankl. Seguramente, en parte son atribuibles
a mi propia visión unilateral. Otro observador habría experimentado y antepuesto
otros rasgos de Frankl. Sobre ciertas características hubiéramos estado de acuerdo y
las hubiéramos percibido de modo similar. En cualquier caso, tanto mi subjetividad
como lo incompleto del relato y mi conocimiento personal de Frankl deben ser
tenidos en cuenta.
pesar de nuestras limitaciones. Pues no se trata de que podamos hacerlo todo solos,
sino, mucho más, de hacer lo que podemos con todo el corazón, cabalmente y con
compromiso —esforzándonos por alcanzar el complemento y la expansión dialógicos
a través de los otros.
Viktor Frankl vivió con buena conciencia las características de su personalidad, las
instituyó en su propio provecho y en el de otros hombres, y permitió que influyeran en
su doctrina, prestando así una valiosa contribución a la psicoterapia. Fue gracias a
sus experiencias, pero quizá más aún gracias a la estructura de su personalidad, que
Frankl aportó algo que otros en cierta medida no percibían ni experimentaban, pero
que para él era natural por ser como era: la pregunta del sentido. Así pues, en Frankl
la vida personal y profesional están fundidas en una unidad y totalidad, y fue esto lo
que confirió grandeza a su persona.
distrito 1 (posteriormente barrio textil) y, por el otro lado, hasta Alsergrund (distrito 9).
Allí, en Mariannengasse 1, junto al Hospital General de Viena, vivió Frankl desde el
final de la guerra hasta su muerte. Los hijos de judíos del distrito 2 que habían
alcanzado un cierto progreso material o intelectual se trasladaban, o bien al distrito 1
para vivir cerca de la zona comercial, o bien al distrito 9 donde la vecindad con la
universidad y el hospital era decisiva para tener posibilidades de ascenso.
Los padres de Frankl siempre vivieron en el distrito 2. Entre el nacimiento del primer
hijo y del segundo se mudaron un par de calles más allá, de Rotensterngasse 14 a
Czerningasse 6, donde ocupaban el piso número 25 en la última planta. Tenía
habitaciones luminosas y amplias, que daban a la calle por el norte y a un patio
interior por el sur. La estrecha y bastante oscura Czerningasse desemboca a través
de un sencillo arco en el paseo principal Prater y no está lejos de Urania y del
Donaukanal.
Mientras que Frankl sólo tuvo que padecer la miseria dos veces en su vida, el
hambre fue el destino de la vida de su padre. Como no tenía recursos, «pasó
hambre» durante sus estudios de medicina. Finalmente, tuvo que abandonarlos por
razones económicas y entrar en el servicio público para sobrevivir. Después, con la
miseria de la primera guerra mundial, llegó la preocupación por no poder alimentar a
su familia. Por último, este hombre también tuvo que terminar su vida medio
hambriento. Refiriéndose al padre, Frankl escribe con una mezcla de compasión y
amargura: «Antes de acabar muriendo de hambre en el campo de concentración de
Theresienstadt, una vez se vio al señor director arañando restos de peladuras de
patatas en un barril vacío». Pero también el propio Frankl padeció el hambre de una
manera brutal: «Más tarde llegué a entender a mi padre, cuando —después de haber
estado en los campos de concentración de Theresienstadt y Auschwitz— fui a
Kaufering, donde pasamos un hambre terrible: allí era yo mismo quien una vez
rascaba con las uñas un diminuto trozo de zanahoria del suelo helado>.
Detrás del respeto por la alta burguesía y la riqueza, podía percibirse una cierta
inseguridad. Es verdad que para Frankl no era un problema tener que disimular esta
inseguridad en el lapso de una breve visita, pero podía tratar mejor y con más
seguridad a las personas que habían padecido la miseria en carne propia y no tenían
pretensiones. Con ellas trataba como con sus iguales. Habiendo conocido a Frankl,
puedo decir que su preferencia por la gente sin pretensiones tenía un trasfondo más
amplio y espiritual que también influyó en su teoría. No sólo el estrato social y la
experiencia vital impregnaban sus sentimientos, sino también su propia actitud
espiritual.
Frankl sabía por experiencia que los hombres humildes conocían el valor de las
cosas de un modo más directo que los pretenciosos. Además, de ellos se podía
esperar una mayor sinceridad, a causa de su naturaleza «simple» (un concepto
favorito de Frankl) y de su sencilla franqueza que no estaba limitada por ninguna
convención ni consideración social. La sencillez, la modestia, la humildad y la
«conducta no presuntuosa», como él decía, parecían corresponder mejor a su actitud
existencial básica: no exigir nada para sí y, en cambio, estar dispuesto para
responder a las exigencias (la llamada) de la situación y postergarse, olvidarse de sí
mismo —ésta es, dicha de manera simple, la actitud básica de la logoterapia que
puede ser reconocida y captada, como por una antena, a través del sentido. De
acuerdo con la logoterapia, el hombre sólo puede realizarse cuando se «desatiende y
olvida» a sí mismo en la entrega a un valor o a una tarea. Esto es lo que Frankl
denomina en su obra «autotrascendencia». Cuánto más alta es la posición social,
más peligra la disponibilidad existencial (según Gabriel Marcel, «disponibilité», otro
concepto favorito de Frankl), menos frecuente es la actitud servicial: la disposición
«para servir al asunto», para servir a la vida. Pues, según la experiencia de Frankl, el
bienestar y la posición social elevada van asociados a menudo con una actitud
pretenciosa que impide a los hombres abocarse al asunto, abstenerse de sí mismos
y dar sin exigir nada a cambio.
Creo que ésta es una de las causas de que Frankl haya estado ligado al socialismo
en sus años de juventud. Aunque no haya desarrollado más tarde ese principio de
crítica social, quedó en él una preferencia por lo humilde, lo frugal, a veces, incluso
espartano. Tanto es así que en la vejez Frankl llegó a añorar los primeros años de la
posguerra. No era fácil creerle la primera vez que le contaba a uno con cierta
melancolía lo bonito que era entonces cuando, con los zapatos desiguales y un
abrigo demasiado largo, se sentaban en la habitación alrededor de una estufa, con lo
mínimo para sobrevivir; pero las conversaciones y los encuentros con otros seres
humanos, la atmósfera de la convivencia se vivían con profunda intensidad, tenían
una autenticidad legítima y viva que casi no se pudo volver a alcanzar más tarde.
Algo similar relata la catedrática del Instituto de Múnich y logoterapeuta Wasiliki
Winklhofer en su necrológica sobre Frankl: «Incluso llegó a decirme en una
conversación personal posterior que a veces simplemente sentía nostalgia por el
campo de concentración a causa de esta humanidad» que se daba en los encuentros
personales bajo esas condiciones extremas. El hombre parece volverse más
propenso a la autenticidad en condiciones externas dificultosas que en el bienestar y
la abundancia.
Así pues, la posición de su familia de origen fue determinante para el estilo de vida
de Frankl, pero no —al menos no solamente— en el sentido de hábito o
condicionamiento, sino también de decisión. Esta modestia de su forma de vida le
mantenía más cerca de sí mismo y le permitía seguir teniendo las experiencias que
quería. Mantener este estilo de vida le permitía sobre todo crearse las condiciones
necesarias para no distraerse de su trabajo y de su determinación de no ceder a
ninguna vanidad ni a nada que hubiera podido absorber sus fuerzas. El
inconformismo social le hubiera obligado a luchar por mejorar su posición. Por
supuesto, existen otras circunstancias que pueden haber desempeñado también un
papel. Probablemente, no se creía capaz en absoluto de una gran habilidad
comercial, a la vez que personalmente la detestaba. Probablemente, llevar un estilo
de vida más elevado tampoco le hubiera sido posible, y quizá temiera tener que
recibir gente con el estado en que se encontraba el parquet de su piso. Pero,
seguramente, también era un hombre ascético por naturaleza, a quien el lujo y la
abundancia no producían ningún placer. Realmente no hubiera podido llevar una vida
social más lujosa. Pero tenía la capacidad de percibirlo y reconocerlo, y reafirmarlo
sin amargura ni discordia aun en épocas de gran prosperidad. Aparte, me parece que
tiene una influencia fundamental en este contexto el gran sentido de la tradición que
tenía Frankl como veremos más adelante en el capítulo sobre religión. Así pues,
manteniendo el mismo estilo de vida que sus padres, quedó unido a ellos por la
devoción ya descrita; porque de este modo siguió viviendo según su tradición y su
espíritu, sintiendo respeto y estima por todo lo que ellos habían logrado. Podría
definirse esta actitud como una especie de «nobleza espiritual» de familia,
independiente de su clase social.
Viktor Frankl fue el segundo de tres hijos. Su hermano Walter era tres años mayor
que él y su hermana Stella, cuatro años menor. En el momento de su nacimiento el
padre tenía ya 44 años; su madre, apenas 26.
Viktor creció en una atmósfera de protección y ternura. Tal como hemos visto, el
padre era estricto, consciente del deber, ahorrativo, espartano y muy religioso.
Infundía a su hijo un amor que estaba basado en la fe en Dios y que llegó a sentir
profundamente en su corazón.
Frankl no comenta nada más íntimo acerca de la relación con sus padres. Es
sorprendente que tampoco haya escrito ni contado prácticamente nada sobre sus
hermanos. De su hermano mayor sólo sabemos que «era un gran experto en
Otro tanto sucede con su hermana Stella. Lo único que sabemos de ella es que
Viktor le sacaba el dinero de su paga jugando a las «operaciones de amígdalas».
Siempre que ella tenía unos peniques, jugaban al doctor: él miraba su garganta y
dictaminaba que había que operarla, porque sus amígdalas estaban muy hinchadas.
Luego cogía subrepticiamente una pequeña bola roja, le «operaba» las amígdalas y
después le mostraba la bola roja en su mano. Entonces le exigía un penique como
los honorarios que honestamente se había ganado.
bromas. Pero supongo que el resto del tiempo su carácter le habrá resultado
demasiado superficial.
El propio relato de Frankl pone de manifiesto que Viktor ya desde pequeño fue un
niño difícil, «tozudo». Él y su hermana me contaron que de pequeño a Viktor le
apodaban «Bocki» (cabezota), a causa de su testarudez y obstinación. Además,
resulta claramente evidente que estas características de su personalidad influyeron
en su modo de ver y en su descripción teórica de la «persona» y rigieron la creación
de su concepto de «poder de obstinación del espíritu».
Desde muy temprano, Viktor sintió deseos de ser médico. El mismo Frankl decía que
a los tres años ya lo «había decidido». ¿Habrá estado influido por los estudios de
medicina interrumpidos por el padre? ¿O llevaba de tal modo la profesión médica en
la sangre, que se sentía atraído hacia ella con sólo ver a los médicos o incluso, tal
vez, con sólo oír hablar de ellos? Su vocación profesional no fue de ningún modo tan
terminante. El pequeño Viktor también sentía otras tendencias dentro de sí. La
añoranza de países lejanos, los deseos de viajar y la curiosidad por el mundo
hicieron crecer en él, el deseo de ser grumete. El honor, la estima, el poder y la
autoridad le impulsaban a ser oficial 63. Luego volvió a unir estas dos cosas con la
profesión médica, pues en algún momento pensó en ser médico naval, y otra vez,
médico militar.
Supongo que Frankl a los cuatro años tuvo una experiencia cuyo contenido
efectivamente se correspondía con esta descripción, pero sólo en los años de mayor
madurez pudo ponerla en palabras. Tal vez haya reconocido y percibido de pronto
que a causa de la muerte (a la que los niños suelen ser capaces de mirar a los ojos
sin asustarse) podía quebrarse su natural inclusión en un contexto de seguridad
como el que él tenía en su familia. Una percepción tal —completamente verosímil en
un niño de cuatro años— puede plantear la pregunta de si no es demasiado doloroso
estar en el mundo cuando puede pasar algo que queda tan grabado y nos deja tan
perplejos: ¿sigue siendo bueno existir y vivir bajo tales condiciones? A través del
pensamiento en una gran pérdida, la pregunta del sentido puede irrumpir sin
mediación y percibirse profundamente, aunque todavía no haya sido nombrada.
Así pues, entiendo este episodio, no como un signo de temprano filosofar, sino como
expresión de su íntima unión con la casa paterna. Como ya sabemos, Frankl se crió
en una atmósfera de protección y amor, y hasta bien entrado en la madurez, siguió
sintiendo apego y añoranza por esa seguridad. La pérdida de ese paraíso, la
perspectiva de llegar a tener que decirle adiós en algún momento, se representó ante
sus ojos por primera vez bajo la forma de la muerte. Estaba tan seguro de la relación
con sus padres, que seguramente no contaba con la posibilidad de una ruptura por
causas humanas. Pero la muerte sí que podía arrebatarle a sus padres, destruir el
paraíso. La conciencia de la transitoriedad de repente le puso esta verdad delante de
los ojos y le asustó. El miedo de quedarse sin la protección de la familia, de perder el
calor de los padres, de ser arrojado desnudo al frío de la existencia, la conciencia de
que este cielo aún no es el cielo, contiene per se la pregunta por el valor de la vida.
La percepción de la fragilidad de la vida lleva a pensar si esta carencia no invalida
por sí misma el sentido de la existencia, pues su valor y su belleza no son duraderos,
su naturaleza es efímera. ¿Merece la pena entonces encontrar alegría en la vida, si
ésta puede acabar en cualquier momento así como así? ¿Acaso esta vida no nos
engaña con algo que no puede mantener? El dolor por no poder retener este bien
maravilloso puede empañar la alegría de vivir hasta hacer que la vida pierda incluso
su sentido, su dicha, su valor, su contexto más amplio.
Algo así le sucedió a Frankl. Puedo entender muy bien ese sentimiento, porque yo
mismo he tenido percepciones semejantes y he sufrido por su causa. En el libro
Árztlíche Seelsorge de Frankl (vers. cast.: Psicoanálisis y existencialismo, FCE,
México, 1978) encontré una respuesta de gran ayuda. Luego, también lo comenté
personalmente con él por extenso. Los dos experimentábamos una gran coincidencia
en nuestras sensaciones ante la posibilidad de perder la cálida seguridad en la vida.
Por aquel entonces también me di cuenta claramente de que para Frankl ese
sentimiento de seguridad inextinguible siguió estando presente en su religiosidad.
A esa misma época corresponden las experiencias sexuales infantiles que relata
Frankl. Una vez él y su hermano encontraron en Wienerwald un paquete de postales
con «fotos altamente pornográficas». Los niños no estaban «ni sorprendidos ni
desconcertados», tomaron las imágenes con total naturalidad. Frankl tuvo sus
primeras experiencias sexuales a los ochos años. La familia tenía, dice, una «guapa,
incluso espléndida criada» que (a él y a su hermano) «se nos ofrecía sexualmente, a
veces juntos, a veces por separado —nosotros podíamos desnudar su bajo vientre,
desvestirla y jugar con sus genitales—. Con este objetivo, por ejemplo, ella se
La pregunta por el sentido también era un tema central para el joven Frankl. Podía
«sencillamente sobrecogerle... en toda su radicalidad». Si a los cuatro años ya había
entrado en su conciencia asustándole, en la pubertad volvió a aparecer, escribe
Frankl, «en el momento, pues, en que la problemática esencial de la existencia
humana se abre al hombre joven que está madurando y luchando espiritualmente».
Cuenta que una vez había reaccionado violentamente en el instituto, cuando su
profesor de historia natural dijo que la vida de los organismos y de los hombres no
era al fin y al cabo «nada más que un proceso de oxidación», de combustión. Frankl
se levantó de un salto y le espetó «la impetuosa pregunta: ¿qué sentido tiene
Frankl ya desde niño era un indagador, un eterno preguntón, que siempre quería
saber algo, que quería «saber siempre más», según él mismo dijo. Creía que su
fuerza no residía tanto en crear nuevas versiones de pensamientos como en «pensar
consecuentemente hasta el final». Llevar los pensamientos hasta sus últimas
consecuencias. También era un buen observador, un experimentador lúdico y un
joven científico con intereses. Hizo experimentos con el reflejo psicogalvánico
delante de toda la clase y luego trabajó bajo la dirección de Rudolf Allers en el
laboratorio de fisiología de los sentidos. Ya desde joven se interesó por los filósofos
naturalistas y, a modo de ejemplo, cita a Wilhelm Ostwald y Gustav Theodor
Fechner. Hacía observaciones muy agudas a los pacientes, desarrolló una teoría
propia sobre el «fenómeno de corrugación», tal como él mismo lo designó (basado
en la contracción involuntaria de las cejas como síntoma de esquizofrenia activa) e
«intentaba aprender de los pacientes» y olvidar lo que «había aprendido de
psicoanálisis y psicología individual». Por aquel entonces, Frankl tomó partido por la
fenomenología y «quiso averiguar cómo se comportaba el paciente cuando su estado
mejoraba. Intentaba aprender de los pacientes: escucharles». Por aquellos años,
Frankl se fue afirmando en la objetividad. La consideraba la mayor virtud humana, ya
que podía dar a cada cosa, y especialmente a cada hombre, su máximo valor
intrínseco. Veía en la objetividad el único método que se acercaba al objetivo mayor
de la justicia. Se trata, pues, de una etapa en la que Frankl se emancipó
espiritualmente, se desprendió de los modelos tradicionales de pensamiento e
intentó encontrar su propio camino. Este camino era arduo e iba asociado con
A esta edad, sin embargo, Frankl era todavía «demasiado inmaduro» para oponerse
a estas tentaciones intelectuales y racionalistas: se volvió nihilista. Su fe en Dios
pasó a segundo plano y finalmente le abandonó por completo durante un tiempo.
Ocuparon su lugar la creencia en la ciencia y la actividad política, alimentadas ambas
por la creencia revolucionaria en el futuro. El mundo estaba cambiando por completo
y el estudiante con inquietudes espirituales que era Frankl quería participar
activamente de ese cambio. Unos pocos años atrás había tenido lugar la revolución
socialista en Rusia y el socialismo se había conformado en Austria como movimiento
joven. Una atmósfera de resurgimiento empezó a difundirse en la década del veinte,
especialmente entre la juventud. Derrumbado el antiguo imperio, la restaurada
Austria —que la vieja generación dudó durante años que fuera capaz de sobrevivir—
se volvió democrática. La yeta socialista de Frankl le llevó, desde su actividad
estudiantil en la juventud obrera socialista (en cuyo marco pronunció cientos de
conferencias) y como funcionario de los estudiantes socialistas de enseñanza media,
directamente hasta el grupo de los seguidores del psicoterapeuta Alfred Adler. Adler
estaba casado con una mujer rusa y por eso estaba cerca del círculo de emigrantes
rusos socialistas. Era un simpatizante de la revolución rusa y un partidario de Trotski,
quien de 1907 a 1917 vivió, entre otros sitios, en Viena. En el grupo de Adler, Frankl
se puso finalmente en contacto con el pensamiento humanista, existencial y religioso
de Max Scheler que, sólo después de los difíciles años siguientes, le conduciría al
desarrollo de su logoterapia. Frankl le quedó eternamente agradecido a su maestro
Allers por esta contribución espiritual y permaneció siempre ligado a él.
Posteriormente, la mediación de Allers volvería a desempeñar un papel fundamental
para hacer posible el éxito de Frankl en los Estados Unidos de América.
Pero primero vienen los años de Sturm und Drang. En el afán de su incipiente
intelectualidad, Frankl se interesaba cada vez más por el psicoanálisis, esperaba que
fuera capaz de explicar al hombre por completo, en la medida de su curiosidad.
Siendo aún estudiante, asistía a las clases de los discípulos de Freud, Eduard
Hitschman y Paul Schilder, y compartía con sus compañeros sus conocimientos
sobre este punto). Pero sí se trata del momento en que se engendró la logoterapia,
como yo solía decir en presencia de Frankl. He aquí la historia:
Cuando planeaba qué hacer después del examen final de bachillerato, Frankl pensó
en hacer una formación psicoanalítica para ejercer en algún momento como
psicoanalista. Por este motivo, en una de sus cartas le preguntó a Freud a quién
podía dirigirse por el tema de su formación psicoanalítica y de su ingreso en la
Asociación psicoanalítica. Freud le contestó que debía ir a ver a Paul Federn, su
discípulo y entonces secretario de la Asociación. Frankl convino una cita de
presentación con Federn y llegó puntual. Una mujer le condujo a su estudio. Federn
estaba sentado detrás de su escritorio. Era un hombre alto y robusto, de cabello y
barba morenos. Sin levantar la vista y sin decir palabra, le ofreció a Frankl una silla
con un movimiento de la mano y Frankl tomó asiento. Después de un buen rato —
habrán pasado unos tres, cuatro minutos o incluso más—, Federn levantó la vista, se
reclinó y, con una voz aguda que no se correspondía en nada con su aspecto
poderoso, preguntó: «Pues bien, señor Frankl, ¿cuál es su neurosis?». A Frankl esta
pregunta no le cogió totalmente desprevenido, pero sí le sorprendió su inmediatez.
Balbuceó algo sobre su «carácter anal» y sus «rasgos fóbico-anancásticos>.
Después de aproximadamente un cuarto de hora, Federn dio por concluida la
conversación y le recomendó esperar a finalizar sus estudios antes de emprender
una formación analítica, para que una cosa no interfiriera en la otra. Sólo después
podría «intentar ingresar en la Asociación psicoanalítica».
una explicación ni una disculpa. ¿Acaso estaba poniendo a prueba su tolerancia ante
la frustración, o bien su sentido de la realidad? En segundo lugar, le molestó el hecho
de que Federn sin mediar comentario alguno le hubiera achacado una neurosis,
dándola por supuesta, y que le hubiera hablado de ella sin más. ¿El psicoanálisis no
permitía ninguna conversación personal, ninguna incursión en preguntas humanas
acerca de sus intereses y motivaciones con respecto al psicoanálisis, acerca de sus
capacidades y aficiones? Cuanto más pensaba en la idea de hacer un curso de
formación psicoanalítica en este contexto, menos conveniente le parecía. El grotesco
de la voz de falsete de Federn surgiendo de su barba oscura también habrá hecho lo
suyo. Frankl decidió no comenzar la formación psicoanalítica y unas semanas más
tarde se pasó al grupo de Adler.
Lo que Frankl sintió en el episodio con Federn fue exactamente aquello contra lo cual
se enfrentaría más tarde con la logoterapia. Interpretó su propia experiencia como
una confrontación personal con el psicologismo. Y descubrió que no quería sostener
en su vida semejante visión del hombre. El encuentro con Federn contenía para él un
doble reduccionismo: el primero, la gradual extinción de la dimensión humana que
pormenor de la metodología impide el encuentro de las personas, o bien hace caso
omiso de él. No hubo saludos, ni disculpas, ni explicaciones, ni palabras
preliminares, ni acuerdos, ni apretón de manos en la despedida. Por culpa del corsé
metodológico, Frankl se sintió reducido a una cosa. El segundo reduccionismo puede
definirse como patologismo. Residía en la circunstancia de ver la esencia del hombre
en su neurosis, a partir de la cual todo comportamiento humano se define como
defensa o represión. Frankl sintió que Federn le veía exclusivamente en su neurosis
y no como hombre, no como algo más que una limitación y fijación psíquica.
Siguiendo un profundo impulso, Frankl rechazó el psicoanálisis a partir de entonces y
se distanció de él cada vez más. Quizás habría que añadir que alguna vez también
se ha considerado que fue Federn quien rechazó a Frankl cuando éste se postuló en
1924 para una formación analítica. Es lo que escribe, por ejemplo, Timothy Pytell —
aunque sin mencionar sus fuentes”.
Durante el bachillerato, cuando aún estaba bajo la influencia del psicoanálisis, Frankl
había decidido ser psiquiatra. Después de la ruptura con el psicoanálisis jugó durante
un tiempo con la idea de ser dermatólogo, o bien inclinarse por la obstetricia. En esa
época, Frankl se encontraba como a la deriva y vagaba sin rumbo. Una «observación
hecha al pasar por otro estudiante de medicina» con respecto a su deseo vocacional
provocó «un giro decisivo» en su vida. Su compañero le dijo que lo que Sóren
Kierkegaard” decía acerca de «no querer ser desesperadamente uno mismo» podía
aplicarse a su «coqueteo con otras especialidades no psiquiátricas». Se refería a que
Frankl tenía un talento declarado para la psiquiatría y debía reconocerlo. Aunque
este comentario fuera muy escueto, pudo haber sido la causa de que Frankl volviera
a estar seguro de su capacidad para la psiquiatría y en lo sucesivo se identificara con
esa vocación. A pesar de eso, no tenía clara su motivación por la psiquiatría. Es
decir, notaba que su deseo profesional implicaba una tentación muy fuerte para él.
La tentación de la psiquiatría residía en la posibilidad de «adquirir poder sobre los
otros, dominarles, manipularles. El saber es poder. Así pues, nuestro conocimiento
de mecanismos, acerca de los cuales nosotros tenemos plena conciencia y los
demás ninguna, nos confiere ante todo una cosa: poder sobre los otros»”. Similar
fascinación experimentó Frankl por la hipnosis. Por ese motivo, ya podía «a los
quince años hipnotizar perfectamente»
Después de haberse dedicado a estudiar los impulsos libidinosos del hombre durante
su etapa psicoanalítica, Frankl experimentaba fuertes impulsos hacia el poder
justamente en el momento en que se hallaba en el campo de influencia de Adler,
donde el poder y la superación del complejo de inferioridad eran los temas centrales.
Frankl no dice cómo resolvió su necesidad de poder ni cómo hizo para superar esa
actitud En ese punto de su biografía, realiza una asociación con el empleo de la
hipnosis y empieza a contar anécdotas entretenidas. Luego vuelve a hablar una vez
más del poder. Describe cómo había experimentado el poder en dos ocasiones:
durante una conferencia y durante el tratamiento de una paciente. Tuvo la sensación
de que los oyentes «eran barro en manos del alfarero» y de que la paciente, que
padecía una fuerte neurosis obsesiva, se iba tranquilizando cada vez más con su
discurso persuasivo, «. . .y cada palabra [...caía] visiblemente en suelo fértil. Y volví a
sentir lo mismo con ella: era barro en manos del alfarero...». Las dos veces, una
como orador y otra como médico y psicoterapeuta, empleó el poder que tenía en sus
manos para ayudar, incluso, según sus propias palabras, para «salvar». Si bien en
un principio el poder fue importante para sus propios sentimientos de autoestima,
pronto dejó de tener importancia para sí mismo y alcanzó una función de servicio.
Pero volvamos al comienzo de estos años de crisis. Apenas Frankl hubo conocido a
sus dos maestros y se hubo acercado a ellos, se desencadenó, por su culpa, la
primera crisis. Tanto Allers y Schwarz como Fritz Kündel, en tanto que
representantes de la posición antropológica, ya se habían apartado hacía algún
tiempo de la línea de Adler y en 1927 dieron a conocer su abandono de la Asociación
de psicología individual en una sesión pública. Pertenecían al grupo de los
colaboradores de Adler que tenían motivaciones religiosas por lo tanto, la
discrepancia no tenía relación con diferencias en su visión del mundo. Para Frankl, el
abandono de la Asociación por parte de sus maestros tuvo consecuencias
duraderas, ya que él se consideraba más un discípulo de Allers y de Schwarz antes
que del propio Adler. Entendí este hecho con particular claridad cuando una vez
pretendí describir a Frankl como «discípulo de A. Adler» en un artículo que escribí a
Prácticamente nadie lo sabe, pero Frankl incluso le debe a Adler la idea central de la
logoterapia. Frankl consideraba que esta idea constituía un «giro copernicano» y bajo
Frankl perdió algo mis que su comunidad científica. Muy pronto, el contacto con sus
maestros empezó a disminuir hasta acabar interrumpiéndose del todo. Otra vez se
encontró solo para salir adelante. De ahí que sus proyectos quedaran detenidos: no
se pudo imprimir el libro que había escrito para la editorial de psicología individual
Hirzel con sus nuevas ideas, y para el cual su maestro Schwarz había escrito un
entusiasta prólogo (recién en 1939 apareció una síntesis en la Schweizeríschen
Medizinischen Wochenschrift146); también fue preciso suspender la publicación de la
revista de psicología individual Der Mensch im Alltag que editaba. Así fue como
Frankl perdió, según él mismo dijo, su foro científico. Estaba profundamente herido y
se quedó aislado. La herida aún seguía resonando en la vejez, cuando escribe en su
autobiografía que ya nadie le «diría que la logoterapia era únicamente una “Adlarien
psychology at its best”» y que no representaba una «línea de investigación sui
generis». Pues, ciertamente, nadie más autorizado que el propio Adler para
determinar «si la logoterapia en verdad seguía siendo psicología individual o si por el
contrario hacía tiempo que ya no lo era». Como quien tajantemente dice «bastal»,
Frankl escribe al final del capítulo de Adler la frase: Roma locuta, causa finita.
en él con todas sus fuerzas. En mi opinión, esto se relaciona sobre todo con la
pérdida de su ámbito científico. No es que Frankl hubiera pensado en fundar su
propia escuela a partir de sus ideas sobre psicoterapia. Las veía como un elemento
importante que hubiera sido apropiado «incluir en los fundamentos antropológicos de
la sic o individual». Quería superar el psicologismo es de entro de la psicología
individual, pero le impedían llevar a cabo esa tarea. Él sabía que sus ideas sobre la
superación del psicologismo no representaban por sí mismas una dirección de la
psicoterapia, sino que tenían valor en tanto «corrección» de las escuelas existentes.
En efecto, Frankl defendió toda su vida en sus libros la opinión de que había «dado a
conocer siempre la logoterapia como un complemento y no como un sustituto de la
psicoterapia» Tal vez, ese «cordón umbilical jamás cortado con la psicología
individual» también haya contribuido a que siempre caracterizara la logoterapia como
un suplemento de la psicoterapia y sólo se animara a definirla como una tendencia
autónoma «hacia adentro», es decir, en presencia de los mismos logoterapéutas.
Creo que Frankl supo hasta en la vejez lo que le faltaba a la logoterapia para poder
ser declarada psicoterapia autónoma también «hacia afuera». Además de razones
objetivas (cf el capítulo sobre su obra, pp. 222s.), intuyo cierto miedo a causar un
efecto de soberbia.
Después de ser excluido de la psicología individual, echado a la calle, por así decirlo,
Frankl empezó sus «años de aprendizaje y peregrinaje». El germen logoterapéutico
siguió creciendo muy lentamente a la sombra de las circunstancias. Aunque es
verdad que Frankl leía a Scheler, le faltaba el «efecto de invernadero» que
generaban sus maestros y la comunidad terapéutica. En consecuencia, durante los
años siguientes se consagró a la praxis; trabajó sobre todo en el campo científico de
la neurología.
Acaso sea tarea de posteriores investigaciones descubrir cómo llegó Frankl a fundar
los centros de asesoramiento para la juventud. De sus propias afirmaciones en su
autobiografía, puede inferirse que la idea, el programa, la iniciativa y la ejecución
partieron de él. En otro sitio escribe que le «tocó atender psiquiátricamente a los
jóvenes parados en el marco de la campaña “Juventud necesitada”, promovida por la
Frankl dio su primera conferencia sobre la pregunta del sentido a los 16 años. A
partir de 1927, se sucedieron regularmente dichas conferencias. El punto esencial de
ayuda necesaria por falta de dinero. Él mismo había conocido la miseria y sabía por
relatos de su padre lo que significaba ser pobre. ¿Cómo podían los jóvenes —que ya
de por sí encontraban poca comprensión en casa— reunir además los medios
financieros para proporcionarse ayuda externa? ¡Y cuánto más difícil resultaba esto
en el período de entreguerras marcado por un desempleo tan masivo! Frankl estaba
cumpliendo el cometido que le requería la situación económica imperante. En ella
tenía que actuar. Experimentó la presión de la miseria y por eso quiso hacer todo lo
posible para que la pobreza no la hiciera aún mayor.
(hasta 1937) en el hospital psiquiátrico Steinhof. Allí tuvo contacto con un gran
número de pacientes mujeres con riesgo de suicidio. El mismo Frankl señala la cifra
de tres mil en cuatro años, lo cual corresponde a un registro diario de dos a tres
pacientes. En ese contexto, no habrá quedado mucho tiempo para conversaciones.
Debía limitarse a intervenciones breves, que de todos modos era lo que más le
interesaba.
¿De qué quería evadirse en esos años? ¿Qué le faltaba? ¿Por qué quería «matar el
tiempo»?
¿Era la expulsión de la sociedad de los adlerianos que incluso años más tarde
todavía le haría sentirse excluido?
Rohrschach algo que él ya sabía desde hacía tiempo: que estaba sometido a una
«tensión infrecuentemente grande entre una extrema racionalidad y una profunda
emocionalidad».
Existen claros indicios de que por aquel entonces Frankl padecía sentimientos de
vacío (apatía) y aburrimiento, unidos a una falta de interés y carencia de iniciativa,
que le llevaban a padecer «insondables sentimientos de falta de sentido» —más
tarde definió aquel mismo estado como «vacío existencial»—. Y en ese vacío
existencial «prolifera la libido sexual», escribió en 1946 en su Árztliche Seelsorge.
Este vacío y aburrimiento era lo que quería adormecer. Debió de experimentar en sí
mismo, en cierta medida, este síntoma que tan a menudo conjuró posteriormente. De
manera análoga, debió de sufrir en los años de bachillerato el nihilismo contra el cual
después luchó toda su vida. Todo esto puede concluirse a partir del presente material
y de sus relatos, así como de la vehemencia de su lucha contra el vacío existencial.
Pues también en el contacto personal Frankl hablaba poco sobre estos años.
Si quisiéramos sintetizar lo que llevó a Frankl a esta prolongada crisis que duró unos
diez años, hasta el comienzo de la época nacionalsocialista, entonces lo mejor que
podríamos hacer es describirla en términos logoterapéuticos. Y me parece
interesante —en vista también de una posterior descripción de la logoterapia—
utilizar las propias clasificaciones de Frankl, pues por aquellos años debió de
experimentar en carne propia su futura teoría como déficit.
Esto es, para aquello que más tarde habría de convertirse en la obra de su vida.
Luego de la exclusión de la Asociación de psicología individual, le faltaba aquel
medio que constituía para él un impulso espiritual y que le había proporcionado una
guía gracias a sus maestros para seguir trabajando en el desarrollo de la logoterapia.
Tengo la impresión de que Frankl en esos años estaba afectado por ese «embarazo
psicoterapéutico» en el que quedó detenido durante años. Trabajaba como médico,
pero su obra vital como psicoterapeuta quedaba relegada. Lo pasaba bien durante
sus conferencias, eran buenas para su autoestima, pero no le hacían experimentar
ninguna satisfacción real. Al fin y al cabo, pese a las múltiples actividades, sus
propios «valores creadores» quedaban en el camino.
Con todo, si se lo mira desde fuera, por aquellos años le iba bien: tenía trabajo,
proyectos, prestigio e interesantes actividades. No hubiera tenido de qué quejarse.
Pero justamente ese relativo bienestar le cerraba el tercer camino para una vida
plena de sentido, el camino que él designó como valores de actitud. Su sufrimiento
no tenía nombre, no se relacionaba con ninguna otra persona, no podía
transformarse en un «servicio» como sucede con los valores de actitud. Sufría, pero
su sufrimiento no tenía un «para qué». Todo esto cambió bruscamente con la
irrupción del nacionalsocialismo, cuando pudo salvar a sus pacientes de la eutanasia
y proteger a sus padres ante la deportación al campo de concentración.
Para Frankl, la era del nacionalsocialismo fue una época que cambió radicalmente su
vida en múltiples aspectos. Al comienzo, la transición hacia su etapa ilegal fue
relativamente leve. Puede interpretarse como una ironía del destino el hecho de que
Frankl, en la noche de la entrada de Hitler, «sin sospechar nada», reemplazara a un
colega en una conferencia que trataba sobre el tema «El nerviosismo como
fenómeno de nuestra época». Fue durante esta conferencia que Frankl tuvo su
primer contacto con el nuevo régimen. De pronto, un hombre con el uniforme
completo de las SA abrió bruscamente la puerta de la sala de conferencias, se
apostó en ella y pretendió impedir el acto obligando a Frankl a interrumpir la
conferencia. Frankl aún no sabía nada del derrocamiento político triunfante y, por
tanto, estaba completamente sorprendido de ver una persona que llevaba
Frankl entendió rápidamente que bajo el nuevo régimen no iba a poder desarrollarse
libremente. Por eso, quiso emigrar a los Estados Unidos. Todos sus esfuerzos por
obtener un visado resultaron en un primer momento infructuosos. Sentía que su
situación estaba «como embrujada». Si Frankl usa un concepto semejante es porque
quiere poner de manifiesto que experimentaba sentimientos de impotencia y
desesperación. Pero el destino le deparaba algo diferente y pronto volvió a tornarse
propicio. Debía quedarse en Viena. En 1940, le ofrecieron la dirección del
departamento de Neurología del hospital judío Rothschild. Esta posición no sólo le
proporcionó trabajo y sustento, sino también cierto resguardo para sí mismo y para
sus parientes más cercanos frente a la deportación al campo de concentración.
Aunque, como ya se temía, bajo el dominio de los nacionalsocialistas no
desempeñaría ninguna actividad científica, se le dio libertad de acción para el trabajo
médico y científico con pacientes judíos. Solamente las conferencias y publicaciones
le fueron negadas. Sin embargo, mediante la aprobación «de los ponentes judíos del
Colegio de médicos nacionalsocialistas» logró pasar dos publicaciones a Suiza.
Durante los años en el hospital Rothschild, Frankl encontró una tarea a la que
abocarse con todas sus fuerzas: salvar vidas humanas e intentar salvarlas, cosa que
también valía la pena. Servían para ese fin tanto sus ensayos neurológicos como su
gran compromiso personal y social. Hablemos en primer lugar de sus experimentos
neurológicos y de su ayuda médica a pacientes que habían intentado suicidarse.
Animado por un ethos humanitario, pero también movido por la ambición y la fuerza
de capacidades que se hallaban improductivas ante el trasfondo de un vacío interior
cada vez más acuciante y manifiesto, Frankl se interesó también por aquellos
pacientes suicidas que los médicos internistas abandonaban por no tener esperanza.
A diario llegaban al hospital hasta diez pacientes judíos que habían intentado
suicidarse ante la situación catastrófica del nacionalsocialismo y que —
desafortunadamente tal vez?— habían sobrevivido. Muchos de ellos no tenían
salvación. No obstante, Frankl los recibía en su departamento e intentaba traerlos de
vuelta a la vida con distintos medicamentos. Primero les daba estimulantes
intravenosos para intentar excitar la actividad nerviosa en el cerebro (empleaba
sobre todo la anfetamina «Pervitin»). Si esta forma de aplicación no funcionaba, se
los inyectaba en el occipucio, directamente en el tronco encefálico. Desarrolló así
una técnica especial de punción suboccipital del cerebro, mediante la cual podía
eliminar una fuente de peligros muy típica de este método de punción. Frankl escribe
que incluso fue el primero en indicar la existencia de esta fuente de peligros. La
técnica de Frankl se tornaba cada vez más invasiva. Es decir, si esta «inyección
intracisternal» no conducía al éxito deseado, procedía a abrir el cráneo y a instilar el
medicamento en un ventrículo lateral del cerebro succionando al mismo tiempo fluido
cerebral mediante una punción en el occipucio (suboccipital) para llevar el
medicamento lo más rápidamente posible a los principales centros vitales del tronco
encefálico. De esta manera, podía hacer que pacientes que ya estaban casi muertos,
sin pulso ni respiración, «siguieran aún con vida hasta dos días más». En realidad,
se desconoce si algún paciente sobrevivió más tiempo después de esta intervención.
Sin embargo, Frankl añade a continuación que se debe «poner en evidencia esta
posibilidad básica con extrema cautela». Es entonces cuando toma la palabra el
psiquiatra experimentado que ya no defiende posiciones filosóficas ni implicaciones
antropológicas, sino que quiere acceder a los hombres y ofrecerles una ayuda para
la decisión práctica. Y es evidente que Frankl, en tanto logoterapeuta, tiene la
convicción —además de probadas experiencias— de que realmente es posible
hacerles ver a los hombres esta posibilidad de sobrellevar la vida hasta el final y
«completarla» como la oportunidad y el sentido último de su existencia. Ésta es la
Creo que, desde una perspectiva que viera más allá de la apremiante situación vital,
podría decirse que la convicción de Frankl acerca del carácter sagrado de la vida
humana le permitía defender vehementemente la posición del hombre doliente y
pretendía protegerle de una imprudente «ligereza metafísica» (Scheler). En tanto
médico, lo importante para Frankl era el principio representado por Hipócrates: hacer
todo lo que estuviera en sus manos para salvar vidas humanas. Para la tradición
médica, este principio tiene vigencia independientemente de cualquier contexto
político o religioso. Sin embargo, el modo en que un hombre decide por sí mismo
situarse a favor o en contra de la vida queda librado en última instancia a su
responsabilidad y ya no es asunto del médico. Éste cumple con su deber prestando
asistencia al paciente e intentando brindarle una ayuda psíquico-espiritual para
afrontar su vida. De ninguna manera, el médico puede exigir al paciente que
permanezca vivo, si no quiere o no puede. Por tanto, una persona que ha sido
salvada del suicidio puede y debe decidir una vez más a favor o en contra de la vida.
De ahí, que se muestre «extrema cautela». Requiere coraje hacer frente a una
situación vital difícil y alcanzar tal vez así la autorrealización, y Frankl no pretende
exigir tal coraje —o bien tal «heroísmo»— ni a ningún paciente ni a nadie (excepto a
sí mismo). Frankl considera que requerir semejante «heroísmo» es tan problemático
«como pedirle a alguien que prefiera ir al campo de concentración antes que
someterse a los nazis». A la postre, dice Frankl, es fácil juzgar a los otros. Es fácil
emitir un juicio de valor sobre las personas que intentan suicidarse, desde la segura
posición de una vida feliz. Pero eso es exactamente lo que no debe hacerse. Pues
abstenerse de juzgar a la persona y a su evaluación de los motivos que determinaron
médico. También era el ideal que regía sus conferencias. Para ella encontró un
campo de acción adicional en la fundación de los centros de asesoramiento para la
juventud. Realizaba esta idea siempre que podía: intentando salvar la vida de
pacientes suicidas o saboteando la eutanasia. Pero pronto se le presentaría una
nueva oportunidad de vivir esta actitud en una dimensión completamente
extraordinaria. La exigencia fue tan alta que él mismo vaciló y, en un primer
momento, no tuvo confianza en poder cumplirla. Hablamos de aquel fatal día de
octubre o noviembre de 1941 que Frankl recibió la noticia que debía presentarse en
el consulado de los Estados Unidos de América donde le sería extendido un visado.
Por fin, tenía una oportunidad para escapar de la amenaza y vejación de los
dirigentes nacionalsocialistas. Se anunciaba un nuevo futuro en el que podría
desarrollar la logoterapia.
Pero fue entonces que titubeó: « ¿Debería dejar solos a mis padres? Ya sabía cuál
era el destino que les esperaba: ser deportados a un campo de concentración.
¿Debería, pues, decirles adiós y sencillamente dejarles librados a ese destino? El
visado, claro está, era válido exclusivamente para mí». Frankl no podía decidirse.
¿Debía arriesgar su vida, su futuro y su obra por brindar a sus padres una dudosa
protección y un auxilio que quizá resultara impotente? ¿Tenía alguna responsabilidad
en este caso? «¿O —se pregunta— debería sacrificar a mi familia por el desarrollo
de la obra a la que había dedicado mi vida?» Por aquella época, Frankl tuvo un
extraño sueño que nos da una idea muy clara de la dificultad de su decisión sumada
al trasfondo profesional: «Soñé con personas, pacientes psicóticos, que eran
reunidos para ir a la cámara de gas. Experimenté una compasión tan grande que
decidí unirme a ellos. Pero sentí que yo debía hacer algo distinto; a saber, trabajar
como psicoterapeuta en un campo de concentración para brindar apoyo espiritual a
los prisioneros, lo cual tendría incomparablemente más sentido que ser sólo un
psiquiatra en Manhattan». Frankl tenía la sensación de que en ese momento le era
necesaria una señal del cielo, pues el horizonte que le hubiera permitido tomar una
decisión concienzuda permanecía cubierto para él. Para favorecer tal decisión,
buscaba la calma. Una vez, dando un paseo con este fin, pasó delante de la catedral
Stephandom y escuchó el sonido de órgano que venía de dentro. Sin vacilar, cubrió
con su portafolio la estrella amarilla judía —que como todo buen judío siempre debía
llevar—y entró en la catedral. Se sentó en un rincón oscuro, atormentado por la
decisión que pronto habría de tomar. Intentó tranquilizarse, escuchar la música, dejar
de pensar, meditar. Sintió cómo, ante una pregunta de tal magnitud, él, o mejor
dicho, «uno» anhelaba la llegada de una señal del cielo.
Así, abierto a todo signo metafísico, Frankl regresó a su casa después de este
paseo. Fue entonces que su mirada se posó sobre una pequeña pieza de mármol
que estaba sobre la mesa. Le preguntó al padre qué era. Éste le respondió que había
recogido esa pieza aquel mismo día de un montón de escombros que había donde
antes se erigía la mayor de las seis sinagogas de Viena, reducida a cenizas la Noche
de los cristales rotos. «“La pieza de mármol es una parte de las Tablas de la Ley. Si
te interesa, puedo decirte también a cuál de los diez mandamientos se refiere la letra
hebrea esculpida, puesto que sólo hay un mandamiento con esta inicial.” “Y bien?”,
insté a mi padre. Entonces me respondió: “Honra a tu padre y a tu madre para que
tus días se prolonguen sobre la tierra...” Y así fue que me quedé “sobre la tierra”
junto a mis padres y dejé que caducara el visado.»
Una tremenda decisión: exponerse al riesgo de la propia muerte por causa de otros.
Un paso gigantesco: renunciar al propio futuro y desarrollo, dejarse de lado y
olvidarse tanto a sí mismo, relegarse de ese modo y dar preferencia al bienestar de
otros. ¿Puede uno hacerse responsable de tal autorrenuncia y altruismo? ¿Puede un
hombre realmente disponer así de su vida? El mismo Frankl tenía dudas. Invocaba al
cielo. No podía tomar por sí solo una decisión semejante sobre la vida y la muerte.
Necesitaba una justificación metafísica, una fundamentación religiosa, un mandato
divino. De lo contrario, para el espíritu crítico que él era, hubiera podido ser una
unión patológica la que le movía a quedarse y le hacía preferir su propia muerte
antes que separarse de sus padres. O quizá lo hubiera debido interpretar como la
¿Qué hubieran opinado los padres? ¿Cómo hubieran tomado la decisión del hijo?
¿Cómo hubieran podido tomarla, si no provenía de una señal divina? Sus padres
estaban contentísimos con el visado y se habían alegrado tanto como él de su
posibilidad de salida. Instaban al hijo a abandonar el país y querían saberle seguro.
Resulta llamativo que Frankl nunca haya mencionado ni escrito que compartió con
sus padres la carga de la decisión. Es evidente que la soportó solo, a pesar de que la
decisión también afectaba a los padres en altísima medida. Esto tiene que ver con un
rasgo esencial de Frankl. Soportaba sus decisiones preferentemente solo, sin buscar
el diálogo ni el intercambio con otros, aun cuando éstos estuvieran implicados. En
lugar de hablar con otros, prefería hablar consigo mismo, con su conciencia: hablar,
en realidad, con el «Dios inconsciente» pero presente, por medio del «monólogo
íntimo».
La idea de que tal vez pudo haber «rehuido» emigrar a América sólo se le ocurrió a
Frankl mucho después, en relación con la imagen de la ballena y el profeta Jonás.
Presentamos este punto de vista en el capítulo «Frankl y la religión» (p. 174). Pero,
de todos modos, ¿cómo puede entenderse que Frankl pensara posteriormente en la
posibilidad de haber rehuido una obligación (la de desarrollar la logoterapia en un
contexto de seguridad)? ¿Percibió en un momento posterior que tal vez había
cedido, en efecto, al apego que sentía por sus padres o faltado a su cometido
existencial, sea por su amor a Tilly, sea por su miedo a la soledad en un país
extranjero donde se hablaba una lengua extraña?
Sin embargo, además de todo lo que hace un momento argumentamos, hay que
mencionar otro hecho importante: el haber conocido a Tilly, su primera mujer. Frankl
alegó que había tenido la oportunidad de conocerla luego, a modo de recompensa
por su decisión de quedarse en Viena. Pero le informaron de su visado de salida
«poco antes de la entrada de los Estados Unidos en la guerra», que ocurrió el 11 de
diciembre de 1941. Y se casó con Tilly Grosse el 17 de Diciembre en el registro civil
de Leopoldstadt. La proximidad de ambas fechas es curiosa y permite plantearse la
pregunta de si Frankl no habría conocido ya antes a la enfermera Tilly. Lo que
también era lógico, dado que ella trabajaba en el mismo hospital que él en el
departamento de internos. No está claro que Frankl se haya equivocado en la fecha
de aviso del visado. ¿O habrá querido mantener separada de su amor hacia Tilly la
decisión de quedarse en Viena por sus padres para no tener que poner, por así
decirlo, ningún manto mundano sobre una decisión fundada en motivos divinos? Aun
cuando éste hubiera sido el caso, de ninguna manera Frankl habría dicho una
falsedad, sino sólo confundido la fecha de la entrada en guerra de los Estados
Unidos para que la proximidad temporal con la boda no saltara a la vista.
En su biografía, Frankl habla del comienzo de la relación con Tilly. De ahí sabemos
que él trabajaba desde hacía mucho tiempo en colaboración con el departamento de
internos del hospital, de donde provenían los suicidas, abandonados por los
internistas, que él tomaba a su cargo para sus experimentos de tratamientos
neurológicos. Frankl escribe que la enfermera del departamento de internos le llamó
la atención desde un primer momento, porque tenía aspecto de bailarina española.
Un poco más adelante en su autobiografía, nos enteramos de que Frankl mantuvo
relaciones con la mejor amiga de Tilly, pero luego le abandonó. Ésta fue, en verdad,
la razón de que Tilly empezara una relación con él. Quería enamorarle, con la
intención de abandonarle luego, para vengar a su mejor amiga. Así pues, la relación
contaba ya con un prolongado preludio antes de que de allí surgiera un amor serio.
Cuando se casaron, Tilly tenía tan sólo veintiún años. Fue la última boda de una
pareja judía que permitieron las autoridades nacionalistas nacionalsocialistas en
Viena: Luego se cerró el registro civil judío.
Poco después de la boda, las circunstancias políticas se agudizaron tanto para los
Frankl que «de un día para otro debía contar con la posibilidad de ser deportado
junto con mis padres». Bajo esta presión, Frankl finalmente se sentó a escribir el
primer libro sobre logoterapia, la primera versión de Arztliche Seelsorge. En caso de
que él no sobreviviera, sí le sobreviviría al menos su obra. Apenas hubo terminado el
libro, llegó el momento de la deportación. El hospital Rothschild fue cerrado y, de
este modo, él y su familia quedaban sin resguardo alguno contra la deportación.
Frankl tuvo que dejarlo todo: sus libros, sus artículos y borradores, la
correspondencia con Freud, la historia clínica de un paciente escrita de puño y letra
de Freud, etcétera. Con la esperanza de poder salvar cuando menos el manuscrito
de su libro, cosió una copia dentro del forro de su abrigo. En octubre de 1944,
cuando Frankl pasó de Theresienstadt a Auschwitz, el manuscrito se perdió: al
ingresar en el campo, los nuevos prisioneros debían despojarse de todas sus ropas y
recibían unas nuevas. Sólo es posible hacerse una idea de su dolor si se piensa en
todos los años que Frankl dejó pasar, afligido, siempre con remordimientos de
conciencia por no decidirse de una vez por todas a poner sus ideas por escrito, si se
piensa en que subspecie aeternitatis finalmente había logrado redactar un borrador
ante la perspectiva de una muerte cercana y que ahora perdía el manuscrito mientras
veía la chimenea humeante del crematorio.
tiempo a México, de donde pasó a Australia. Pero ellos fueron trasladados al campo
de Theresienstadt, a unos 70 kilómetros al norte de Praga, en la confluencia de los
ríos Eger y Elba, donde Frankl permaneció junto a Tilly 25 meses, hasta octubre de
1944. Todavía estaban allí cuando Tilly cumplió 23 años.
Tilly trabajaba en una fábrica de mica, que era importante para la provisión de
municiones. Por eso, ella tenía resguardo de deportación.
Y fue en Theresienstadt donde Frankl vivió una «situación límite» de la que nunca
escribió nada, pero que me contó cierta vez a altas horas de la noche. Quiero escribir
y reproducir aquí esta vivencia. Para mí, es una joya de mi relación con Frankl y la he
caracterizado como la experiencia más hondamente sentida del «fundamento de su
ser». Transmite una actitud hacia la vida que hace surgir la calma más absoluta
justamente en las situaciones más desesperadas. A menudo me ha ayudado a mí
mismo y a muchos otros a quienes la he contado. He aquí la historia de una
experiencia plenamente conciente, rayana con la muerte: Un día, durante una
llamada nocturna, Frankl fue destinado para un transporte especial por razones
¿Qué debía hacer? ¿Correr hacia la alambrada para escapar de su destino por
medio del suicidio? ¿Él, que había luchado siempre contra la idea de arrebatarle a la
vida la última oportunidad de desarrollo? Incluso tales pensamientos llegó a tener en
ese momento. ¿Qué otra cosa podía hacer? Lo primero, fue ir a ver a su madre para
despedirse de ella. Después, a su mujer. El padre ya estaba muerto.
Cuando llegó el momento de separarse (pues existía una estricta ordenanza que
prohibía la convivencia de las familias; hombres y mujeres debían vivir en sectores
separados), fue andando lentamente con el corazón en un puño hacia el fuerte para
poder ver desde allí una vez más la puesta de sol. Y mientras así andaba, tomó
conciencia de que en realidad ya había hecho todo lo posible en esta vida. Por
primera vez ya no había más responsabilidades, ni obligaciones, ni necesidad de
decisiones. El peso de la vida y el deber de su cuidado le abandonaron. Lentamente
comenzó a disolverse su talante sombrío y apareció en su lugar un sentimiento de
ligereza. Era un sentimiento de vida hasta entonces desconocido, como si su
existencia flotara sobre él. Como si le hubiera tocado un soplo del más allá. Como si
la vida en lo que a él respecta hubiera acabado y ahora pudiera observarla desde las
gradas de lo pecadores. Lo que fuera a traer después ya no le afectaba, ya no podía
conformarse a través de él. Es difícil describir las profundas emociones que
despertaron en Frankl estos pensamientos, esta conciencia. Era una sensación de
felicidad, de gratitud, una sensación de alegría y satisfacción por la vida cumplida,
una sensación de apego y de ser-uno-solo consigo mismo y con el mundo, que le
hacía sentir al mismo tiempo cierto éxtasis.
En este punto del relato, la voz de Frankl se volvió indescriptiblemente suave, cálida,
cercana a las lágrimas. Hablaba despacio, emocionado otra vez por la inolvidable
sensación para la que no tenía palabras. Luchaba por expresarse. Su voz, sus
gestos y la expresión de su rostro decían más que las palabras. Una luz se extendió
por su rostro y lo tomó claro, como si le iluminaran desde lejos. Pese a las frases
balbuceadas, vacilantes, su semblante era bueno. Yo sentí como la misma ligereza
invadía mi emoción. Como médicos, los dos sabíamos claramente —y así lo
dijimos— que se trataba de una sensación eufórica como la que se puede observar
en los pacientes en fase terminal o también en enfermos graves de tuberculosis. Sin
embargo, ambos también sabíamos y sentíamos que se trataba de algo más que de
una reacción psicofísica. Ante esa proximidad con la muerte experimentada
intuitivamente —que no debe ser consciente como lo es en el caso de muchos
pacientes—, ¿será capaz el hombre de presentir algo que ya no tiene que ver con
este mundo?
Frankl señaló que durante este paseo había dado por concluida su vida. No porque
todavía pensara en matarse. Todo lo contrario: surgió en él un interés por aquello
que «esta vida aún se proponía hacer conmigo», tal como dijo una vez durante una
conversación. Igual que al espectador en el cine, le interesaba cómo sería el final de
la película y qué otros imprevistos le depararía el destino al situarlo en aquella
posición que en su obra designó como «autodistanciamiento» La experimentaba de
una forma particularmente intensa, en una suerte de éxtasis que permite a los
hombres retirarse un poco de los acontecimientos, ponerse al margen y sentir la
indestructibilidad del yo. Pues, como persona espiritual, el hombre está siempre un
poco más allá de la vida que en cada momento le toca vivir.
Posteriormente, Frankl reflejó este interés que surge por lo que la vida todavía se
propone hacer con uno, como una especie de «actitud científica básica ante la vida».
Esta actitud proviene de aquella «objetividad» que consideraba —siguiendo el
ejemplo del Antiguo Testamento— la mayor virtud personal (cf el capítulo «Frankl y la
religión», pp. 159s.). Pues mientras no estuviera comprobado que el traslado
efectivamente iba a producirse y que conducía a la cámara de gas, la vida seguía
básicamente abierta para todo, incluso para lo más improbable. Aunque el hombre ya
no pueda esperar nada, porque sólo ve ante sí la desesperación, esa actitud objetiva
puede ayudarle a tener una «esperanza contra toda esperanza». Es una suerte de
sosiego por saber que lo supuestamente imposible nunca lo es totalmente, aun si
nosotros mismos no podemos ver cómo ha de ocurrir el «milagro».
Frankl: «En cualquier otro caso, estoy absolutamente en contra de esperar contra
toda esperanza... ciertamente, nada hay más atroz que darle un golpecito en el
hombro a un enfermo incurable o a un moribundo y decirle: “...todo irá mejor, todo irá
mejor”. »Pero en un caso como el mencionado, seguramente la única manera que
tiene uno de cargar con su destino es encogiéndose de hombros (en lugar de
pretender reñir con él). Con esto no me refiero a encogerse de hombros cerrándose
a cualquier otra posibilidad, sino incluyendo en principio todas las posibilidades y sin
dejar de creer que todo es posible —aunque sin entrar en explicaciones religiosas,
¿me entiende? Estas son cosas que no se pueden verbalizar, pero que deben
resonar en una buena psicoterapia.
color de rosa, sino simplemente decirse: “ya veremos ahora qué se propone esta
vida de mierda conmigo»».
Liingle: «a pero debería seguir admitiendo siempre ante mí mismo que existe la
posibilidad puramente teórica de sobrevivir. Debo seguir admitiéndolo».
Frankl creía que esta actitud concordaba con el principio epistemológico de Karl
Popper. Según este principio, una teoría científica se legitima cuando es
básicamente «falsable». Igualmente abierta debe ser nuestra actitud hacia la vida,
para que también nosotros podamos dejarnos sorprender siempre por ella. Nuestra
«teoría de la vida», nuestras ideas acerca de cómo ha de transcurrir la vida, deben
ser básicamente «falsables», es decir, deben poder ser refutadas por la vida misma.
Aun antes de enterarse de que su mujer había muerto, Frankl recibió, por así decirlo,
una última señal de vida de su parte. Antes de ser deportados al campo de
concentración, él le había comprado en una tienda de Viena un dije en forma de
pequeño globo terráqueo. Los mares estaban pintados con esmalte azul y en letras
doradas sobre el Ecuador ponía: «Todo el mundo ira en torno al amor». Poco
después de ser liberado en Türkheim, Baviera, andando por una campiña, Frankl se
encontró con otro prisionero liberado y se puso hablar con él. Mientras hablaba, el
otro jugaba con un objeto pequeño que tenía en la mano. Frankl le preguntó qué era.
¿Y qué era? Pues, precisamente el pequeño globo terráqueo dorado. Era muy
probable que incluso se tratara de la misma pieza que él le había regalado a Tilly.
Pues, como más tarde supo, en toda Viena sólo había dos iguales, y en Bad
Wórishofen, Türkheim, acababan de desmantelar un almacén con los cargamentos
de alhajas de Auschwitz...
Auschwitz fue el único campo de concentración con cámaras de gas donde estuvo
Frankl. Tuvo la suerte de ser transportado Kauferinhg III en octubre de 1944, y al
llamado <<(campo de reposo» en Türkheim en noviembre de 1944. Estos dos
campos filiales del de Dachaiial al menos eran seguros porque no poseían cámaras
de gas. En el campo destinado a enfermos de tifus de Türkheim, Frankl se ofreció
como médico voluntario para escapar de una muerte segura como excavador. «Para
mí era una cuestión de matemáticas sencillas y no de sacrificio heroico.» Existía sólo
una mínima probabilidad de que el traslado realmente condujera al campo de
enfermos de tifus y no «al gas» —como suele decirse—, o de que no se tratara una
vez más de un truco para conseguir «voluntarios» para el mortal turno de noche. En
el último momento, un bienintencionado médico jefe le recomendó imperiosamente
borrarse de la lista de ayudantes voluntarios. Le dijo que ya había arreglado la
anulación de su inscripción. Pero Frankl se quedó: quería «seguir el camino recto o
—si se prefiere expresarlo así— dejar que el destino siguiera su curso». Frankl tuvo
suerte. En este último campo de concentración pudo desempeñarse como médico un
par de semanas —y salvó así su vida—. Tuvo suerte porque permaneció fiel a su
huella de sentido por sobre cualquier azar. En verdad, ofrecerse para este traslado
altamente dudoso y arriesgado no fue sólo cuestión de «sencillas matemáticas» por
una probabilidad cierta de sobrevivir, sino que también, dice, «tenía más sentido
intentar ayudar a mis camaradas como médico que vegetar o perder la vida
trabajando de forma improductiva como hacía entonces»
En el siguiente campo, Kaufering III, le salvó la vida un actor al que le había dado un
cigarrillo a cambio de una sopa. «Mientras yo tragaba la sopa —relata— él me
hablaba y me suplicaba que superara mi actitud pesimista de aquella época (una
actitud básica que, como pude observar en otros prisioneros, inevitablemente me
habría conducido al suicidio moral y, tarde o temprano, a la muerte).»
Durante su primera selección en Chwitz tuvo lugar un episodio peculiar. Fue llevado
en presencia del Dr. Menge con los otros recién llegados. Todos debían ir
dirigiéndose hacia él en Mengele, mediante una pequeña indicación del dedo, hacia
la izquierda o hacia la derecha, separaba los prisioneros sanos y fuertes de los
débiles y enfermos. Unos iban a las barracas; los otros, directamente a la cámara de
gas. Posiblemente, también en esta ocasión Frankl se salvó la vida a sí mismo. Me
contó que al ir acercándose descubrió, con su ojo clínico de médico, lo que allí
ocurría. Cuando le tocó su turno, respiró profundamente, se puso bien derecho, para
dar la impresión de ser lo más fuerte posible. Mengele titubeó un poco con su dedo,
pero luego señaló el lado salvador. Sin embargo, Frankl no estaba totalmente seguro
de este incidente, pues él mismo tenía también otra versión, según la cual el dedo de
Mengele había señalado la dirección de los enfermos y débiles. Como Frankl no veía
ningún conocido en el lado de los débiles y, en cambio, sí había reconocido un par
de colegas jóvenes en el otro lado, también es posible que se colocara del lado
salvador a espaldas de Mengele. Se mezclan aquí idea, opinión, pesadilla y realidad.
Frankl ya no sabía a ciencia cierta qué había ocurrido realmente en ese momento, el
más peligroso probablemente de toda la, época del campo de concentración.
Supuestamente, de las 1,500 personas de su convoy, sólo 150 sobrevivieron a la «
primera selección».
Hubo algo que fue para él un objetivo principal en el campo de concentración: quería
que su mujer, Tilly, sobreviviera a cualquier precio. Cuando pensaba que quizás ella,
en tanto mujer, podía salvarse la vida en alguna situación con la ayuda de una
complacencia sexual, no quería que por consideración a él se viera obstaculizada. Le
concedía una «absolución casi a priori». No quería que en un caso así ella se
detuviera por la unión matrimonial y tal vez perdiera la vida por su culpa. No quería,
escribe, ser «cómplice» de su muerte. Este «permanecer con vida a cualquier
precio» recuerda cuando en Theresienstadt «siguió el principio» de darle un beso a
la madre en cada despedida para tener la garantía de no romper el vínculo. Todo
cuanto contribuyera a mantener estas dos relaciones le parecía bien.
El 27 de abril de 1945 Frankl fue liberado por tropas americanas del campo de
trabajo de Turkheim, del campo de concentración de Dachau. (Duchau contaba con
más de 125 campos filiales y lugares de trabajo). Poco después, las tropas
americanas le destinaron como médico del campo, si no recuerdo mal, en Türkheim
mismo o en los alrededores. No fue hasta agosto de 1945 que volvió a su ciudad
natal con uno de los primeros camiones todavía ilegales que iban por Exelderg y
llegaban hasta Viena. El mundo al que ahora regresaba había cambiado. También él
venía de otro mundo: había escapado de un infierno. Y otra vez le tocó vivir una
época difícil. Durante su primer día en Viena se enteró de la muerte de su mujer.
Supongo que ella se encontraba entre las personas que murieron en el momento en
que los ingleses liberaron el campo de concentración de Bergen-Belsen. Y también le
dijeron que unos gitanos que vagabundeaban por allí habían guisado por la noche
algunas partes de los cuerpos en sus hogueras, en especial los hígados. «Durante
semanas me persiguió la idea obsesiva de los gitanos comiéndose el hígado de Tilly.
»
Un par de días después supo de la muerte de la madre y del hermano. La madre fue
enviada a la cámara de gas en Auschwitz; el hermano murió en una mina de un
campo filial de Auschwitz. Bajo el peso de las noticias de estas muertes —a las que
se sumaban, por supuesto, las de muchos conocidos y amigos—, Frankl se
derrumbó mentalmente. En especial, le afectó mucho la noticia de la muerte de un
buen amigo que el 5 de diciembre de 1944 fue ejecutado en la guillotina (se trataba
de Hubert Gsur, a quien dedicó en 1947 el libro El análisis existencia/ y los
problemas de la época). Los amigos temían por su vida, tenían miedo de que
cometiera un suicidio. Se trataba de una situación en la que es difícil mantenerse con
vida, incluso para un hombre de fuerte voluntad, imbuido de fe y sentido como
Frankl. En la vida de todo hombre pueden darse circunstancias tales que ya no
pueda tenerse en pie sin la ayuda y el apoyo de otros. Los amigos de Frankl le
asistieron activamente. Junto a ellos encontró comprensión, pudo llorar, halló
compasión sin palabras y consuelo humano. Además, tomaron enérgicas medidas y
le aliviaron de decisiones. El abogado, y más tarde vicecanciller de Austria, Bruno
Pittermann le «obligó» a poner una firma al pie de un formulario en blanco que
después presentó como solicitud para un puesto de médico jefe. De este modo, en
1945 Frankl ya era jefe del departamento neurológico del Hospital Policlínico de
Viena, del que luego fue director durante 25 años hasta su jubilación. El mismo
Pitterman le consiguió una máquina de escribir y le instó a poner por escrito sus
experiencias en el campo. Otto Kauders, el nuevo catedrático de psiquiatría y
Durante una conversación con su mejor amigo, el psiquiatría, Frankl expresó entre
lágrimas su sentimiento más profundo sobre los múltiples sufrimientos y desgracias
que había tenido que padecer: «Algún sentido debe de tener el hecho de que uno
sea puesto a prueba de tal manera. Sólo puedo decir que siento como si se esperara
algo de mí, como si se me requiriera algo, como si estuviera predestinado para
algo».
De este modo, Frankl entendió que podía superar la parálisis que le habían
provocado su depresión y su desesperación, su cansancio de la vida y su debilidad: y
empezó a escribir. Todo lo que creó en los siguientes dos años fue el fundamento de
la obra científica. En nueve días dictó el libro sobre el campo de concentración (vers.
cast.: El hombre en busca del sentido, Herder, Barcelona, 1979): literalmente, lo
vomitó. Mientras dictaba, muchas veces se hundía exangüe en un sillón y estallaba
en lágrimas. «Tan emocionado estaba por mis propios pensamientos que a menudo
me invadían con dolorosa claridad. Las esclusas estaban abiertas.. » y Árztliche
Seelsorge lo dictó a tres mecanógrafos que se iban turnando. Empleó como ayuda
mnemotécnica los trocitos de papel que se había arrancado a sí mismo en el límite
de la inconsciencia durante la fiebre del tifus en el campo de concentración (tiempo
después se encontró una copia del manuscrito original).
del sufrimiento la que hacía resplandecer el sentido como una luz en la oscuridad:
«Pero entonces tomé conciencia de que no alguien, pero sí algo me esperaba: en
Auschwitz perdí el manuscrito listo para la imprenta de mi primer libro, después de
haber deseado que al menos me sobreviviera ese “hijo espiritual” Y eso era este libro
para mí: un porqué para sobrevivir. Ahora había que reconstruir el manuscrito. Y me
metí de lleno en el trabajo. Sería mi tesis habilitante». Por medio del trabajo, Frankl
pudo liberar la presión del sufrimiento. Ahora la presión fluía en la tarea, en el
objetivo, en el «ser-requerido» (Gebraucht-Werden) y «ser-inquirido» (Gefragt-Sein),
como siempre se dice de su actitud existencial básica ante la vida. Era el sentimiento
de una apelación que le arrancó de su estado interior de crisálida y le abrió de vuelta
el mundo. Al mismo tiempo, la escritura también era saludable y protectora. A través
de la representación del sufrimiento pasado en el campo de concentración y de la
dedicación al contenido de la logoterapia pudo elaborar sus traumas, tratarlos,
«repadecerlos», tal como una vez dijo.
La historia del libro sobre el campo de concentración fue diferente. Frankl quería que
apareciera en forma anónima, es decir, como documento de lo que es capaz el
hombre en situaciones extremas. No perseguía ninguna ambición de adornarse
personalmente con un eventual éxito del libro. Naturalmente, también podía llegar a
ser un fracaso, lo cual no hubiera resultado tan bueno para el ambicioso psiquiatra.
En todo caso, estaba decidido a «que apareciera anónimamente, para poder
explayarme con mayor franqueza». El libro ya se encontraba en imprenta cuando sus
amigos le persuadieron, dice, «de responder de su contenido con mi nombre». Pero
como la portada para ese entonces ya estaba lista, su nombre no figura ahí. El libro
apareció por primera vez en Viena en la editorial Jugend and Volk con el título Ein
Psycholog erlebtdas KZ (Un psicólogo en el campo de concentración) la venta fue
lenta. Con todo, en 1947 se hizo una segunda edición, cuyo resto finalmente fue
destruido. Por recomendación de Gordon Allport, psicólogo de Harvard, se tradujo al
inglés y apareció publicada en 1959 por Beacon Press, en Boston, con el título From
Death Camp tú Existencialism. En inglés tuvo más éxito desde un comienzo.
A pesar del lánguido comienzo, el libro también tuvo gran eco en los países de
lengua alemana. Frankl relata en su biografía muchas historias que reflejan de modo
folletinesco la resonancia que halló el libro entre sus lectores. Karl Jaspers se
conmovió hondamente con él y lo describió como un «documento humano», incluido
entre «los pocos grandes libros de la humano testimonial de lo que es capaz en
situaciones límite. También Martín Heidegger alabó este libro y lo definió como el
mejor de Frankl según éste me contó. Gabriel Marcel escribió incluso un prólogo para
la edición francesa.
extrema. El libro no culpa, no juzga ni acusa. Se queda por completo dentro de los
límites de la vivencia y de la superación de lo que es insoportable. Revela y a la vez
advierte de lo que el hombre es capaz (tanto por las atrocidades que podemos
infligimos unos a otros como por el sufrimiento firme e inquebrantable, por cómo
podemos soportarlo y finalmente, incluso, acabar con él). Es un documento sobre la
fuerza de espiritualidad humano para afrontarse a sí mismo y a la vida, para poder
configurarla sobreponiéndose a una situación momentánea.
En otros casos, Frankl pudo prestar más ayuda que en el de Pótzl y también evitar
algo peor. Ocultó en su piso a un colega psiquiatra, cuando supo que le buscaba la
policía del Estado para someterle a un proceso ante el tribunal popular porque
«poseía una insignia de las juventudes hitlerianas». Tales procesos eran sumamente
peligrosos, pues sólo dictaban sentencias absolutorias o de muerte, y las ejecutaban
de inmediato. Frankl salvó de la sentencia de muerte a una colega especialista,
logrando «reunir todas las pruebas positivas concebibles» como testimonio sobre
ella, y exponiéndolas en su declaración. Pero lo que a Frankl le desconcertaba y
enfadaba era que con esta actitud se ganaba cada vez más enemigos, en especial
dentro de la comunidad judía. Así es que, a raíz de este caso, cuenta Frankl que al
día siguiente le «citaron de la Asociación campo de concentración y me preguntaron
qué tenía yo que decir sobre ese escandaloso comportamiento por medio del cual
había salvado la vida a una nacionalsocialista. Les recordé que yo había sido
interrogado como testigo y que mi deber como tal era decir toda la verdad. Y
agregué: “Por tanto, señores, como ustedes comprenderán, no tengo ni una sola
palabra más que añadir”. Di media vuelta y abandoné el local de la Asociación
campo de concentración y a sus perplejos funcionarios. No me gusta pensar que
actuar como yo lo hice sea algo especial. Pero, aunque el hecho de haber actuado
así no diga mucho a mi favor, debo admitir que sí dice mucho en contra de otros: en
contra de una mayoría, para la cual, lamentablemente, lo que supuestamente es un
deber parece quedarse sólo en eso, en mera suposición»
Luego todo quedó detenido durante algunos años. Hasta que en 1938 finalmente
publicó en la revista alemana Zentralblattfi. Psychotherapie und ihre Grenzgebiete su
primer artículo importante sobre la problemática espiritual de la psicoterapia (<Zur
geistigen Problematik der Psychotherapie>). En este artículo, se mencionan por
primera vez tanto el concepto de logoterapia como el de análisis existencial. Al poco
tiempo, publicó dos artículos en dos revistas médicas especializadas suizas, Zur
medikamentosen Unterstützung der Psychotherapie bei Neurosen y Philosophie und
Psychotherapie. Zur Grundlegung einer Existenzanalyse. Por aquel entonces,
ninguno de los dos artículos podía aparecer ya en el Reich, porque a Frankl le estaba
prohibido publicar por ser judío. Sin embargo, logró pasarlos al extranjero.
CAPÍTULO 2
INTRODUCCION A LA LOGOTERAPIA
Para Frankl, la Logoterapia y el Análisis Existencial son las dos caras de una misma
teoría. Es decir, la Logoterapia es un método de tratamiento psicoterapéutico,
mientras que el Análisis Existencial representa una orientación antropológica de
investigación.
El “logos” hace referencia al “sentido”, al “significado”: algo que el ser humano busca
siempre frente a las circunstancias del destino, la vida, la muerte, el amor, el dolor.
El “logos”, según Frankl, tiene que ver con la parte noética, espiritual, que se
distingue de lo “psíquico”. De esta forma, Logoterapia quiere indicar terapia por
medio del “sentido” o del “significado”.
Para terminar esta primera parte que trata de las características generales de la
Logoterapia, es importante recordar la síntesis que Fabry plantea al decir que la
Logoterapia se funda en tres principios:
En Frankl está presente una de las problemáticas que más influencia tiene en el
pensamiento académico occidental: holismo-reduccionismo y globalidad-
particularidad.
El ser humano vive una unidad y una distinción: es uno y múltiple. Tiene tres
dimensiones: lo físico, lo psíquico y lo espiritual. Cada una de éstas tiene una relativa
autonomía al interior de una unidad.
El ser humano tiene una unidad de fondo. En este sentido, Frankl plantea una
posición holista: al ser humano hay que tomarlo como un todo y no por partes. El
psicoterapeuta habla a una persona que tiene cuerpo, psique y espíritu. Una
enfermedad en una de las tres dimensiones afecta a las otras dos. Frankl llama a
esta característica una “unidad antropológica en la multiplicidad ontológica”. La
alegría, por ejemplo, no se reducirá solamente a la parte psicológica sino que influirá
en la parte espiritual y en la física.
Frankl plantea que “el ser humano es un ser completamente diferente a los otros
seres”.
Frankl escribe que “necesariamente, la unidad del hombre, una unidad no obstante la
multiplicidad de cuerpo y de psique, no puede encontrarse en la dimensión biológica
o psicológica, sino debe ser buscada en aquella dimensión noética, partiendo de la
cual, el hombre es proyectado al primer puesto”.
Para aclarar las tres dimensiones que distingue la Logoterapia tendremos presente
los planteamientos de Elisabeth Lukas:
Es el nivel de la “vida” de las plantas, de los animales y del ser humano. Aquí se
desarrollan los procesos vitales electroquímicos y físicos. No hay mucha plasticidad.
Se pueden verificar tesis siguiendo principios experimentales de causa-efecto.
Lersch, con quien Frankl está de acuerdo, afirma que el pensamiento en su función
espiritual transforma la realidad dolorosa, oscura, en una vivencia con significado que
produce una claridad interior. En consecuencia, para comprender a la persona es
necesario tener en cuenta sus valores de significado existencial.
El ser humano es libre (no obstante sus normales condicionamientos), y este hecho
le produce angustia y alegría. Angustia porque, por ejemplo, en el caso de una
elección nunca tendrá la certeza absoluta de que ha escogido la mejor y quedará la
angustia de que las otras opciones no elegidas las destinó al “no ser”: “Aquello que
pudo haber sido y no fue”. “La angustia y la nada se correlacionan continuamente”
(Kierkegaard).
La libertad también se relaciona con el “ser y el deber ser”, en alguna forma tiene
relación con el futuro, con la proyección. “Ahora soy esto pero quisiera ser...”.
“Ser decisivo”, es decir, que nunca “es” sino que en cada momento decide lo que es.
Al decidir aquello que es, se decide a sí mismo: hay autoconfiguración.
La conciencia como “órgano de significado” tiene una función intuitiva para reconocer
el deber-ser. El hombre como ser único, irrepetible y original puede, por medio de la
conciencia, conciliar la ley moral general con las circunstancias personales y
específicas de una situación. La conciencia plantea significados por realizar.
Frankl está de acuerdo en varios aspectos de la teoría de los valores con Scheler y
Husserl. La persona vive en tensión, buscando valores y es aquí donde encuentra
significados existenciales. Por el hecho de que el ser humano es contingente,
limitado, sólo puede actuar ciertos valores que se concretan en tareas, objetivos,
deberes personales.
Frankl dice que “quien se juzga ha percibido un valor.., en el momento mismo, pues
en el mismo instante alcanza un nivel que lo salva”. El encuentro con valores
1. Valores de creación
Son aquellas actividades que el ser humano realiza como el trabajo, pasatiempos,
ayuda a otras personas. Normalmente, las ocupaciones diarias de una persona: su
oficio, profesión. De alguna manera, Frankl dice que son cosas que el hombre le da
al mundo.
2. Valores de experiencia
Tienen que ver con la belleza, el amor, la verdad, la experiencia religiosa, el arte.
3. Valores de actitud
Son los que la persona puede realizar cuando se encuentra ante situaciones
dolorosas y absurdas inevitables: la enfermedad, la muerte, el sufrimiento. Según
Frankl, son los que le permiten al ser humano alcanzar el grado máximo de
significado de la vida. Mediante éstos el hombre puede en cualquier situación
encontrar un significado.
2.4 La intencionalidad
Frankl sostiene que el ser humano se define en cuanto está en una tensión hacia el
“mundo”, hacia afuera. Aquí, como se decía anteriormente, se plantea la distancia
entre el ser y el deber-ser; el hombre se siente insatisfecho con lo que es. Para
algunos autores es la búsqueda o nostalgia del trascendente lo que inspira esta
insatisfacción.
Y continúa “ser hombre quiere decir dirigirse hacia algo que está más allá de sí
mismo, que es diferente a sí mismo; a alguna cosa o a alguien: un significado por
realizar o una persona por encontrar. Solamente en la medida en que el hombre
trasciende de esta manera, se realiza a sí mismo: en el servir a una cosa o en el
amar una persona” .
El hombre debe ser alguien que tiende más hacia el otro; no hacia el individualismo.
Esta característica de la intencionalidad forma la base de la técnica de la Derreflexión
que, como se verá más adelante, se utiliza para afrontar algunas patologías en las
cuales la persona está muy “centrada en sí misma”. Para utilizar una metáfora “el
observarse mucho el ombligo”, puede ser causa de enfermedad, dado que en la
medida en que observo y dirijo mi atención hacia fuera de mí mismo, por lo menos
tengo la posibilidad de replantear o ver desde otra perspectiva, mi situación personal.
La persona humana busca siempre el diálogo, el encuentro de un tú; es un ser
eminentemente relacional. El yo se crea en la relación con el tú. Según Mounier “el tú
y el él en el nosotros precede al yo, o al menos lo acompaña”. Frankl considera que
el amor sería un encuentro entre un yo y un tú en un nosotros, donde las
singularidades no desaparecen.
Frankl afirma”, que el pensamiento de la muerte debe hacer al ser humano activista,
optimista y no pesimista. El hecho de saber que algún día morirá debe ayudarle a
encontrar sentido y significado a las actividades y vivencias. También debe animarlo
a construir algo que permanezca después de la muerte.
Frankl expresa, así mismo, que el hombre debe ser responsable y consciente de sus
propios límites y aceptar que es un ser histórico y que, como tal, tiene que pasar por
la tierra. Esta humildad salva a la persona de la desesperación.
En la ontología del tiempo frankliano “haber sido es la forma más segura de ser”,
tomada esta idea, “más desde un punto de vista ontológico que psicológico”. Las
acciones o vivencias que el ser humano haya experimentado no se pueden eliminar,
La persona tiene una fuerza primaria para buscarle sentido a su vida. Cuando no lo
encuentra cae en la “crisis existencial”.
Esta búsqueda de sentido y significado ayuda a la salud mental. Frankl retorna las
palabras de Nietzsche cuando dice: “Quien tiene un por qué para vivir puede soportar
casi cualquier cómo”.
CAPÍTULO 3
EL SUFRIMIENTO EN LA LOGOTERAPIA
La Logoterapia es una de las psicoterapias que mayor aporte ha dado al análisis del
sufrimiento humano. Viktor Frankl, en primera persona, con sus vivencias en los
campos de concentración nazi, es la base sobre la cual se ha hecho la reflexión
teórica y la práctica clínica.
Frankl y Lukas, en dos textos fundamentales, consideran que el ser humano no nace
con la capacidad de sufrimiento. Al contrario, debe adquirirla, debe aprender a sufrir.
Pero aquí surge un impedimento que plantea la sociedad para aprender a asumir el
sufrimiento: la ilusión de poder corregir todo, conseguir todo. Se piensa que todo en
la vida puede ser corregido, no se aceptan las limitaciones. La mujer que no tiene
una bella nariz o unos senos armoniosos quiere mejorar su físico, el hombre que no
tiene una gran musculatura quiere, aun por medio de esteroides, aumentar su masa
muscular. Se aspira a encontrar por medio de las más variadas fórmulas la clave
para no envejecer, no morir.
“Señor, concédeme la serenidad para aceptar aquellas cosas que no puedo cambiar.
Valor para cambiar aquellas que puedo y sabiduría para reconocer la diferencia”.
Frankl sostiene que “sufrir significa obrar y crecer, pero también madurar. En efecto,
el ser humano que se supera, madura hacia su mismidad”.
La frase paradójica que se le podría aconsejar a una persona que sufre por
pensamientos obsesivos de tristeza, sería repetir mentalmente: “Bienvenida tristeza
cansona, ya estás aquí de nuevo para molestarme. Está bien, ¡adelante!, pero no
tengo mucho tiempo disponible”.
La otra idea tiene que ver con los mensajes que nos llegan a diario en nuestra
sociedad consumista: la búsqueda del placer como objetivo máximo.
Aquí también la Logoterapia plantea que la exagerada búsqueda del placer puede
aumentar las posibilidades de perderlo.
La persona no debe olvidar que el sufrimiento es una de las más grandes preguntas
que la vida le plantea. De acuerdo con la clase de respuesta que dé, sufre más o
sufre menos. ¿Por qué?
La vida transcurre normal por algunas semanas o meses, hasta la fase depresiva
siguiente que la empuja de nuevo a la fármacodependencia. No son solamente las
recaídas lo que la desesperan, sino sobre todo la impresión de que su vida no tiene
sentido ya que no logra interrumpir el círculo vicioso.
-- ¿Por qué no me dejan morir, qué sentido tiene todo esto? Esta no es vida, caer
siempre en una tristeza sin fin y no ver una alternativa diferente a aquélla de tomar
pastillas que al final vuelven todo más triste...
-- (Sorprendida) Yo... pero no, mi hijo va a la escuela aquí, mi marido también trabaja
aquí... ¡no estoy sola en el mundo!
-- Muy justo señora, esta es la frase clave que no debería olvidar jamás, por más de
que sucedan muchas cosas. Usted no está sola en el mundo, su vida y sus acciones
hacen parte y afectan la existencia de otras personas. Por esta razón usted no se va
improvisadamente, de un momento a otro para Hamburgo y, por lo tanto, no debe
tratar de quitarse la vida, ni siquiera cuando le parezca que no tiene sentido, porque
por lo menos, su vida tiene un sentido fundamental para sus familiares. Usted no
está sola en el mundo, ¿quiere recordar siempre esta frase que usted misma ha
pronunciado?
-- Siendo sincera, no pienso en mi familia cuando estoy deprimida, sino sólo ena..
-- ¡Sus problemas son el centro de sus pensamientos! Quiere poner fin a este tipo de
pensamientos, olvidando que le está creando problemas a las personas cercanas a
usted. Trate en cambio de razonar de manera diferente, es decir, haciéndose cargo
espontáneamente del dolor y de los problemas para ahorrárselos a los demás...
-- También su familia sufre y sufre por usted. Su marido y su hijo no pueden reducir
su dolor pero usted sí puede reducir el de ellos.
No todos los problemas psíquicos ni todos los dolores pueden ser eliminados
terapéuticamente. Algunos deben ser soportados y cuanto más uno sabe por qué,
tanto mejor se pueden soportar. Para hacer esto es necesario que exista alguna
cosa, una persona amada o un empeño o tarea para cumplir, que tienen necesidad
de uno y por amor a él se puede aceptar un gran dolor. Aquí un método terapéutico
se encuentra con un principio ético antiguo, es decir, corno la paciente lo ha dicho
justamente, “la persona no está sola en el mundo” y su bienestar no puede ser el
único motivo en su vida, pues, el bienestar solitario, separado de la relación con
nuestros semejantes no es suficiente.
todo se les evitarían frustraciones. Total: se han formado niños y jóvenes “dictadores”
que quieren obtener todo de una manera fácil y si no lo obtienen, sufren
desmesuradamente y es fácil que huyan de la frustración, por medio del consumo de
sustancias psicoactivas: alcohol, cocaína, etc. Una buena dosis de sacrificio y de
esfuerzo para que el niño y el joven conquisten las cosas, es una acertada estrategia
para aumentar la tolerancia a la frustración; es “preparar” a los jóvenes para el futuro,
donde tendrán que atravesar momentos difíciles, seguramente sin la presencia de
sus padres.
CAPÍTULO 4
ESCUELA VIENESA
Los recuerdos guardados por Frankl de esta amistad son claros y muestran su
aprecio por la persona y significación de la obra revolucionaria de Freud. Pero Frankl
no se detiene en esta actitud y ofrece, al mismo tiempo, una postura crítica y
dialéctica ante los principales enunciados del Psicoanálisis.
1. Un inconsciente espiritual.
2. Una espiritualidad y religiosidad inconscientes.
Sin embargo, no teniendo el punto de partida de Freud hubieran sido muy difíciles los
desarrollos posteriores.
El giro cosmológico: que nos trasladó con Copérnico de una visión geocentrista a
una visión en donde la Tierra es una parte de un ordenamiento supraterrestre. Este
giro sigue teniendo repercusiones científicas y filosóficas.
En contraste con los giros cosmológicos y etno-antropológicos que nos dan una idea
de las colosales dimensiones del tiempo, de la evolución, del lugar y significación de
la vida humana en el cosmos, tenemos otros dos grandes giros que inciden más
directamente en la vivencia humana:
Así, pues, sintetizando, vemos que estos giros han aportado elementos nuevos que
explican más claramente algunos aspectos de la vida humana. Sin embargo estos
mismos giros incluyen elementos deterministas y relativistas que de una forma
específica repercuten en la vida humana. Así pues se puede hablar de:
1. Un determinismo genético.
En contra del mal llamado pan sexualismo del que injustamente se ataca a Freud, se
ha de decir que lo sexual se entiende como una dimensión mayor que lo genital y
que lo sexual se entiende como una dimensión menor que la libido.
Freud padeció los límites de su propio método científico y así se explica su visión
reductiva y psicologista de su análisis. Los fenómenos se toman únicamente en el
nivel de lo psicológico y por ese motivo ya resultan ambiguos. Todo fenómeno tiene
necesariamente un origen y un contenido. El reduccionismo ignora esa dimensión y
se queda con el simple hecho psíquico.
Con este punto de partida reduccionista es muy difícil saber cuándo estoy ante una
manifestación cultural o ante una manifestación neurótica. Una de las consecuencias
inmediatas de esta concepción se manifiesta en la axiología o el problema de los
valores en la vida humana. Si ya no hay validez en la búsqueda de aquello que tiene
valor para mi, ni para-el-nosotros, pues todo es manifestación de una psicogenética
instintiva, se concluye que los mismos valores dejan de tener vigencia porque no-
son-mas-que derivaciones de necesidades impulsivas, sublimaciones, formas
reactivas o racionalizaciones.
Con esto no quiere Frankl negar el valor y la realidad del placer pero como veremos
más adelante, el placer en el pensamiento frankliano no es un fin sino la
consecuencia de haber dirigido nuestra intencionalidad hacia algo, una actividad o
hacia el encuentro humano–persona, personas que son distintas de nosotros
mismos.
Max Scheler ha sido la primera persona que, agudamente, señaló una aporía en la
formulación psicoanalítica de lo onírico. La inhibición, censura y sublimación operada
por la censura no vienen de los instintos pues éstos son el objeto de la inhibición y no
pueden ser al mismo tiempo el sujeto o autor de la inhibición. Según Frankl, “aaún
no se conoce el caso de un río que haya construido su propia represa”.
Cuando yo creo una obra de arte, investigo científicamente, ubico y produzco una
realidad que concibo como positiva, mientras que mantener el equilibrio y
acomodarse continuamente es una concepción negativa de la realidad.
Después de esto, Alfred Adler bien puede ser considerado como un pensador
existencial y como un mensajero anterior del movimiento existencial-psiquiátrico”
1. El medio ambiente
2. El mundo en torno
3. El proceso de educación-aprendizaje
Sin embargo, esto no lo hará de modo absoluto pues en algunos casos de neurosis
se remontará a la historia de la infancia del paciente para encontrar ahí un complejo
de inferioridad derivado de carencias físicas.
Pero el punto más claramente distinto entre Frankl y Adler se sitúa en su concepto de
una teoría de la personalidad. Para Adler la voluntad del poder o Voluntad dirigida al
Poder, es la primera y más fuerte emocional de la conducta humana. En cambio,
para Frankl, la fuerza motivadora es la búsqueda de significado o la Voluntad que
busca el sentido.
En todo caso lo más que se puede decir del postulado adleriano es algo análogo al
principio del placer del psicoanálisis freudiano: el placer del poder no son fines en si
mismo de la conducta humana ni las consecuencias de la búsqueda del significado
protagonizado por el ser humano.
4.3 Síntesis
Adelantándome al contenido que desarrollaré más adelante podemos ver que esta
dimensión ontológica y específicamente humana (noética o existencial), ha de estar
presente en la terapéutica moderna por una sencilla razón; que no todos los
padecimientos son ni explican por medio del “complejo de Edipo” o los “sentimientos
de inferioridad” sino parten también de un nivel noológico (noético o existencial),
donde se pone en juego la vida total de la persona confrontando ante decisiones que
ha de tomar, ante problemas éticos y de orden moral que presentan con frecuencia
CAPÍTULO 5
La tabla de la página siguiente reúne en una lista los cinco grupos de neurosis
contemplados por la logoterapia: las neurosis psicógenas, las (pseudo) neurosis
somatógenas, las enfermedades psicosomáticas, las neurosis reactivas y las
neurosis noógenas.
Las causas se
Clasificación de las neurosis según Frankl hallan en el
ámbito:
noético
noógeno
psíquico
Dominio adecuado
Represión
Hiperreflexión
del problema
Aún más complicado resulta conseguir una actitud interior positiva ante una
circunstancia negativa. Determinadas situaciones sólo se pueden modificar
desarrollando una actitud nueva con respecto a ellas. Pero también hay casos en los
que bajo ningún concepto se cuestionará la circunstancia negativa, como sucede con
las enfermedades corporales graves, las parálisis, las amputaciones, las pérdidas
dolorosas (de un familiar, por ejemplo) o los problemas de culpabilidad. Sin embargo,
cuando ya no se puede cambiar nada, siempre se está a tiempo para elegir
libremente la actitud frente a lo inmutable, y de dicha actitud volverá a depender la
manera de soportar esa circunstancia inalterable. Nadie debe romperse por el
sufrimiento. Cada persona dispone de un «poder de obstinación del espíritu» que le
permite transformar un sufrimiento inevitable en un acto humano, es decir, en un
triunfo interior, tal como el propio Frankl experimentó durante sus amargas vivencias
Intención Desreflexión
paradójica
Se aplica
Se aplica
en en
neurosis enfermedades
en psicógenas psicosomáticas
neurosis (disfunciones y trastornos
psicógenas sexuales) del sueño
(ansiedad,
obsesión)
Modulación de la actitud
Se aplica Se aplica
Para dominar el
sufrimiento en
en neurosis
neurosis noógenas y
reactivas depresiones
(histeria, noógenas
adicción, en en
neurosis (pseudo) golpes
iatrógenas) neurosis inevitables del
somatógenas, destino
enfermedades
corporales
graves y
psicosis
Como vemos, en este esquema se integran los cinco grupos de neurosis definidos
por Frankl: las neurosis psicógenas, somatógenas, psicosomáticas y reactivas, y los
trastornos noógenos. En las secciones siguientes describiremos con más detalle
estos trastornos y expondremos las correspondientes directrices que marca la
práctica logoterapéutica para que el lector que lo desee pueda extraer uno u otro
estímulo de reflexión, tanto para él como para las personas confiadas a su cuidado.
Como bien sabe el médico clínico, la ansiedad ante la expectativa es, con
frecuencia, lo principalmente patógeno dentro de la etiología de las neurosis.
Tanto es así, que fija un síntoma (pasajero por sí mismo y, hasta cierto punto,
inocuo) focalizando la atención del paciente en torno a este síntoma.
tan inseguro al afectado, o le hace actuar de forma tan forzada, que el suceso temido
vuelve inmediatamente. Con ello ya se cierra el círculo, porque tras el retorno del
suceso («síntoma»), la angustia ante la expectativa aumenta a niveles altísimos (va
creciendo hacia la «fobia») y vuelve a producir el síntoma cada vez que aparece la
situación ocupada por la angustia. El afectado., preso en el círculo vicioso, piensa
que sólo puede salvarse evitando la situación ocupada por la angustia, pero ello lo
entrega definitivamente a la neurosis de ansiedad, porque la angustia acostumbra a
extenderse (a generalizarse) a ámbitos de la vida no invadidos. Cuanto más
evitemos las situaciones angustiosas, menos capacidad de resistencia tendremos
frente a nuestras angustias.
Cuando se establece este proceso cíclico neurótico, en el paciente se dan cita cuatro
factores:
2. Labilidad vegetativa.
3. Suceso traumático.
¿En qué punto se puede hacer estallar convenientemente este círculo vicioso? Las
predisposiciones de carácter innatas y el «destino», entendido como las experiencias
pasadas desagradables, no se pueden cambiar. Aunque pongamos ambas cosas
bajo la deslumbrante luz de la conciencia de un paciente, ya sea en forma de un
análisis de carácter o en forma de reconstrucciones de la psicología profunda, el
trastorno no desaparece porque el círculo vicioso, entre la expectativa negativa y la
llegada de lo esperado, ya hace tiempo que se ha independizado.
Con la labilidad vegetativa parece que hay más esperanzas, porque se puede
atenuar mediante una práctica regular de deporte, alimentación sana y (en casos de
extrema necesidad) medicación. Pero lo mejor es reforzar la autotrascendencia de la
persona, la cual, en tanto que potencial espiritual, no se ve afectada por la patología.
La autotrascendencia y la capacidad humana de autodistanciamiento son los lugares
donde se aplica la logoterapia.
Ciertamente, no es fácil desear algo que atemorice. Esto sólo se consigue mediante
una robusta movilización de fuerzas en la que, a partir de las reservas del «poder de
obstinación del espíritu», se genera la capacidad de autodistanciamiento y de humor.
Pensemos en el paciente de la fobia al metro. Al subir al tren, tiembla a causa de
unas náuseas que le podrían entrar y, al instante, le entran. Demos ahora la vuelta a
la situación: a partir de hoy, el pasajero deseará viajar en metro sin ningún tipo de
problemas. Al contrario que antes, nada más entrar en la estación, se dirá a sí
mismo:
“Lo ideal sería que me desmayara y me cayera al suelo, así alguien me cedería su
asiento y podría recuperar el sueño de la mañana que me ha faltado; es que me he
despertado demasiado pronto. Bueno, espero empezar a notar ya algo...»”. ¿Qué
sucede bajo la «protección» de esta paradoja? Efectivamente, si el paciente reúne la
fuerza necesaria para desear algo tan equivocado como chistoso, no ocurrirá
absolutamente nada. ¡No se llega a producir el más mínimo atisbo de náusea! Es
decir, si quiere que algo le vaya mal, no le será tan fácil conseguir que así sea. Por lo
tanto, no se producen las tensiones y convulsiones que podría generar
eventualmente una anemia transitoria en el cerebro. Y si, encima, se ríe de la
absurda idea de «un pequeño y placentero desmayo acompañado de un agradable
sueño», y lo encuentra cómico por lo absurdo que resulta, entonces el sistema
circulatorio estará más estable que nunca, porque el paciente está relajado y liberado
humorísticamente, y muy lejos de padecer una náusea de origen psíquico.
hasta que el paciente ha comprobado varias veces que no pasa nada y que es capaz
él solo de vencer su «tontería».
A veces hasta se dan casos en los que, siguiendo este método, la persona afectada
consigue desembarazarse de una neurosis de ansiedad por sus propios medios, sin
el acompañamiento del terapeuta. Una de mis alumnas, que durante la carrera de
psicología había oído hablar de la intención paradójica, me explicó lo siguiente. De
niña le había mordido un perro, y desde entonces anidaba en ella un miedo atroz a
estos animales. Este temor le hacía cruzar al otro lado de la calle cada vez que veía
acercarse de lejos a un peatón con un perro por la acera. Muchas veces se habían
burlado de ella por este motivo y casi no se atrevía a salir con amigos porque no
sabía cómo explicarles su continuo zigzagueo de una acera a otra. Pero tras conocer
la intención paradójica, decidió aplicarla. Se propuso de firme caminar lentamente y
con arrojo junto al primer perro que se le acercase y hablar interiormente con él.
«Venga! —le diría— ¡gruñe y muestra tus dientes, que unas piernas tan jugosas
como éstas no te las sirven cada día!» Lo probó con un pequeño teckel, y siguió
hablando mentalmente con él cuando éste ya había pasado de largo:
«¡Me has decepcionado profundamente! No te has llevado nada, gallina, ni el más
mínimo bocado...». A continuación, la estudiante se fue atreviendo con perros cada
vez más grandes, hasta que, finalmente, pasó la prueba de fuego al tratar con un
dogo. La chica me explicó que, entretanto, su miedo había desaparecido por
completo y que ya no pensaba en perros cuando iba por la calle.
Reflexionemos ahora acerca del mecanismo que asegura que la intención paradójica
no influya sobre la realidad. El enfrentamiento interior del paciente consigo mismo
(con la «tontería» que lo martiriza) se asemeja a una especie de «efecto de sombra
por debajo de la realidad». Por un lado, tenemos un miedo irracional que no se
adecua a la situación. Aunque sea perfectamente posible desmayarse o sufrir el
ataque de un perro, tales desgracias resultan poco frecuentes en la vida cotidiana y
no tienen por qué afectar continuamente al estado de ánimo de una persona. (A
Las fórmulas paradójicas nunca dirán «me van a entrar náuseas», o «seguro que me
muerde un perro», lo cual sería psicohigiénicamente peligroso. Al contrario, la
intención paradójica contiene una conformidad irónico intrépida con el peor medio
amenazador, un contundente acto de decisión del espíritu consistente en no ceder
más a las angustias del alma desplazadas y engañarlas por medio del humor.
Pero si decidiéramos repetir un test bajo estrés, nos llevaríamos más de una
sorpresa. Por lo menos, así nos sucedió hace más de diez años en el Instituto de
Para acabar, analicemos una cuestión general: hemos visto que, al aplicar la
intención paradójica, el paciente supera su miedo irracional durante cierto tiempo, el
suficiente para suprimir el síntoma. ¿Se trata, por tanto, de un método de reducción
de síntomas? Y si es así, ¿no se corre el riesgo de que se desarrollen síntomas
sustitutivos?
Para hacernos una idea del «reposicionamiento existencial» al que se puede llegar
en el transcurso de un tratamiento logoterapéutico, reproducimos a continuación un
dibujo de uno de mis pacientes, quien me ha autorizado su publicación. Este
paciente había padecido durante años una serie de neurosis obsesivas y de
ansiedad de carácter agudo que le impedían llevar una vida con un mínimo de
libertad, hasta que consiguió —mediante la intención paradójica— enfrentarse a sus
angustias, tal como él mismo representó en el dibujo:
obsesivos. Cuando uno de los padres tiene un carácter parecido, las taras innatas se
juntan con las adquiridas.
resultaría que alguien que teme obsesivamente herir a otras personas recibiera el
consejo de «perpetrar un gigantesco baño de sangre» si detrás de esta obsesión
anidara una intención asesina real. Pero éste no es el caso.
Pero volvamos al círculo vicioso. Si una persona que lleva la tara de esta
predisposición de carácter anancástica consigue no tomar en serio sus ocurrencias
obsesivas, todo estará bajo control. Sin embargo, si a pesar de la inverosimilitud de
tales ideas, se deja llevar por ellas y las contempla como una amenaza que debe
tomar en serio, el proceso no irá bien. En este caso, la persona luchará contra la
presunta amenaza intentando impedirla a cualquier precio: dejará de tocar a su bebé,
vaciará la casa de cuchillos, ya no utilizará el autobús, se lavará las manos cien
veces al día, etc., sólo por no infligir dolor a nadie. Pero como la «película de terror»
continúa, tales medidas preventivas tampoco le tranquilizarán. La persona empieza a
controlar si hay algún objeto punzante en la vivienda o si la vecina está sana y salva
en su casa, medita durante horas acerca de los caminos que ha tomado
recientemente y si en ellos ha pasado por la parada de autobús, o si el jabón que ha
utilizado el mes pasado ha desinfectado realmente. El neurótico obsesivo busca de
Jacto una seguridad al cien por cien en un mundo donde nada es seguro al cien por
cien.
realidad del mundo exterior Pero el mundo exterior es tan incuestionable como
indemostrable. (Frankl, 30).
Por lo tanto, el intento de asegurarse al cien por cien está condenado al fracaso,
mientras que, con la conducta de evitación, lo único que consigue el neurótico
obsesivo es no vivir la evidencia de que sus absurdas ocurrencias son,
precisamente, absurdas (al ser altamente improbables). Si no tiene ningún cuchillo
en casa, la incertidumbre de si degollaría a alguien si tuviera un cuchillo a mano sería
aún mayor. Efectivamente, el hecho de quitar de en medio todos los cuchillos no le
garantiza que, en un ataque de locura, no pudiera utilizar cualquier otra «herramienta
homicida». Así, la angustia ante lo temido estará a la orden del día a pesar de que
esa cosa temida (a diferencia de la reacción corporal vegetativa en la neurosis de
ansiedad) nunca llegue.
En cierta ocasión tuve un paciente que cada vez que su hija pequeña traía a sus
amigas a jugar a casa, se veía atormentado por la idea de que podría tocar a
aquellas niñas desconocidas de manera deshonesta e, incluso, llegar a abusar de
ellas cuando no hubiera nadie vigilando. Aunque era un hombre profundamente
honesto y creyente, aquella terrible visión le acechaba de tal manera que se
encerraba en su despacho siempre que había visita infantil. Ni la hija ni la esposa
podían comprender aquella extraña conducta, cuya explicación el paciente se
guardaba avergonzado. La hija decía que su padre era malo porque no le gustaban
sus amigas, y la mujer le reprochaba el haber abandonado sus obligaciones
paternas. Las desavenencias entre la pareja no tardaron en llegar y la hija
experimentó una disminución de su rendimiento escolar.
volvió para quedarse lo que el hombre ya había sido antes: un padre y un marido
cariñoso.
El lector especializado habrá notado que se dan ciertos paralelismos entre el método
de la intención paradójica, de Viktor E. Frankl, y el de la prescripción sintomática, de
Paul Watzlawick. Sin embargo (y sin tener en cuenta que Frankl desarrolló su
método en la década de 1920, mientras que el grupo de Palo Alto, en torno a
Watzlawick, desarrolló su Sistema en el Mental Research Institute de California en la
década de 1960), existe una diferencia de procedimiento que se hace especialmente
clara en el tratamiento de las neurosis obsesivo-compulsivas. Por ejemplo, ante una
compulsión de limpieza, la prescripción sintomática solicita al paciente que se lave
las manos por lo menos el doble de veces que antes. Con ello se espera un efecto
de fatiga y saciedad que «amargue» al paciente su acto higiénico, de tal manera que
sea capaz de dejarlo. En cambio, la intención paradójica instruye al paciente para
que, en un juego conceptual lleno de humor, «invite amablemente a todas las
bacterias de su entorno a tomar asiento en sus manos e instalarse en ellas como en
casa». En opinión de Frankl, de esta manera se echan por tierra los argumentos del
miedo exagerado del paciente a una posible infección, y con la superación del miedo,
el lavado de manos anormalmente frecuente se convierte en algo inútil.
En este contexto, suelo explicar a mis pacientes la metáfora del jardinero que tiene
que arrancar los pequeños brotes de mala hierba si quiere conseguir un hermoso
bancal de rosas. Si se descuida y deja crecer la mala hierba, se encontrará pronto
Se podría decir que toda modulación de la actitud conlleva otra actitud hacia el
objetivo más sana, mejor, más llena de valores éticos, más llena de esperanza. Pero
todo esto no son más que descripciones que no tienen validez general y que sólo se
hacen evidentes en cada caso concreto. Por ejemplo, cuando un paciente dice sobre
él mismo: «Nunca consigo nada. ¡Soy un completo fracasado!», cualquiera se da
cuenta de que aquí no hay ninguna actitud óptima. A grandes rasgos se podría
expresar así: una actitud psicohigiénicamente ventajosa está «a favor de la vida», o
sea, al contrario que todo lo destructivo, peyorativo y mortificante. O aún más
preciso: las actitudes sanas proporcionan una elevada protección contra las
afecciones mentales, así como una capacidad de resistencia enorme en situaciones
críticas (la protección no se refiere a las afecciones endógenas, sino a la capacidad
de resistencia en tales casos). Otra forma de verlo es que las actitudes positivas
aportan una consonancia con la conciencia de la persona.
Ejemplo 1
La idea de que todavía tenía la posibilidad de ser un ejemplo digno de ser imitado por
su hija la impresionaba y la movía a abandonar la exagerada ansiedad por ésta, así
como a dirigir su propia conducta hacia una escala más positiva.
Ejemplo 2
Una mujer mayor tenía que ingresar en una clínica especial para someterse a una
sencilla intervención quirúrgica. Causalmente, su marido había estado dos años
antes en el mismo centro, donde falleció tras una difícil lucha contra la muerte, hecho
que dejó a la mujer profundamente abatida. Debido a ello, la anciana se negaba a
realizar una estancia en un lugar que tan malos recuerdos le traía, pero tampoco
podía trasladarse a ningún otro hospital, dado que aquel era el único en la zona que
podía tratar su dolencia. Sumida en aquel dilema, se le propuso una modulación de
la actitud. Utilizando un vocabulario cuidadoso, se le argumentó que precisamente el
retorno al lugar de la despedida de su marido le ofrecía la oportunidad de
reconciliarse en el mismo recinto con aquel adiós y, de una vez por todas, hacer
desaparecer el dolor padecido, dando las gracias por haberle sido permitido
acompañar a su amado esposo hasta el final de sus días y haberle dejado estar a su
lado hasta en los momentos más tristes. También se le dijo que no era posible
demostrar verdadero amor con mayor tenacidad y que, visto así, el hospital era en
cierto modo un monumento al gran amor de su vida, un monumento al que ella podía
entrar siempre con valentía y con la conciencia tranquila.
Ejemplo 3
Ejemplo 4
Una mujer creció junto a una hermana gravemente discapacitada. Debido a esta
circunstancia, ella estuvo siempre un poco «en la sombra» durante la educación,
porque la mayor parte de la dedicación de los padres tuvo que concentrarse en la
hermana. A pesar de todo, ella la quiso mucho y sufrió un duro trastorno cuando
murió, a la edad de 14 años. «¡Pusimos tantos cuidados y nos sacrificamos tanto por
ella, y todo ha sido en vano! —se quejaba—. Pero ¿por qué? ¿Por qué?»
Pasemos ahora a las neurosis reactivas, que se cuentan entre las más difíciles de
todas y encuentran su mayor desafío en la histeria. Por desgracia, la palabra
«histeria» se ha convertido casi en un insulto y, debido a ello, ha sido arrinconada
por la psicoterapia. La expresión «neurosis de conversión>’ (en la sintomatología
corporal) también está anticuada. Ambas formas han sido sustituidas por los
términos «trastorno disociativo» y «trastorno somatomorfo», o bien se subordinan al
concepto de trastorno histriónico (que llama la atención) de la personalidad. Sin
embargo, y para coincidir con la obra de Frankl, mantendremos aquí la palabra
«histeria» en su sentido clínico.
¿Cuáles son, por tanto, las cualidades de carácter del histérico? Si en el caso del
neurótico ansioso nos hemos referido a una insuficiencia del sentimiento de
evidencia, en el caso del histérico podemos hablar de una insuficiencia de la
sensación ética. En la Edad Media, la creencia de que los histéricos estaban
«poseídos por el demonio» no era más que una descripción exagerada de un estado,
pero contenía simbólicamente un ápice de verdad: en el histérico hay una cierta
fascinación por el mal, una alegría por lo negativo, un impedimento para tolerar lo
positivo.
Frankl enumeró los tres rasgos típicos del carácter histérico: falsedad, egoísmo
enfermizo y naturaleza calculadora.
experiencia triste a ninguna. Estas personas apenas son capaces de vivir una
verdadera alegría, un verdadero amor, ni siquiera un verdadero dolor. Todo es una
puesta en escena para experimentar o conseguir algo; hasta los síntomas forman
parte de la estenografía.
Egoísmo enfermizo significa que si hay que llevarse a alguien por delante, se hace,
incluso a uno mismo. Las personas histéricas quieren manipular constantemente su
entorno, ser el centro de atención o vengarse de los demás por el desprecio que les
profesan, cuando la venganza sería su propia autodestrucción. Su capacidad de
compenetración con sus semejantes es nula.
Naturaleza calculadora significa que hacen mucho teatro, gustan de las apariciones
dramáticas y siempre denotan algo de artificialidad. Piensan exclusivamente
personalizando y nunca de manera objetiva, y disfrutan con el triste placer de
endosar sentimientos de culpa al prójimo o de obligarle a asumir determinados
papeles (encaminados no pocas veces a la autolesión).
puede renunciar) y quiere conseguir la dedicación del prójimo también a toda costa,
pagando «precios» completamente desajustados.
Pero en la vida son necesarias ambas cosas, tanto el poder aceptar lo inseguro,
porque no todo se puede asegurar, como el poder soltarse y quedarse atrás, porque
no todo se puede obtener por la fuerza. Así, en ambas patologías de trastorno mental
entran en juego momentos dictatoriales. La angustia y la idea compulsiva fuerzan al
ansioso y al obsesivo, respectivamente, a demostrar conductas que no desean,
mientras que el histérico, a través de sus síntomas («ataques»), fuerza a otras
personas a demostrar conductas que no desean.
Una noche llamó una mujer que describió una situación imposible de solucionar.
Estaba enferma de cáncer, sufría unos dolores atroces, su marido la había dejado,
ya no tenía ganas de vivir, etc. La joven telefonista intentó consolar a la mujer lo
mejor que pudo. La noche siguiente llamó otra mujer con una voz distinta y se
presentó como la madre de la comunicante de la noche anterior. La señora empezó a
sollozar y a gritar entre lágrimas: «¿De qué estuvo hablando anoche con mi hija?
¡Nada más acabar de hablar con usted, se pegó un tiro!». La consejera telefónica
cayó presa de una crisis nerviosa y tuvo que ser atendida por un médico de
urgencias porque no conseguía tranquilizarse. Posteriormente, otros empleados del
teléfono de la esperanza descubrieron que fue una única mujer la que, con diferentes
voces, interpretó distintos papeles dramáticos. Era una mujer que ni estaba enferma,
ni tenía ninguna hija, sino que, simplemente, se aburría en casa y se divertía
haciendo llamadas...
Hemos dicho que el histérico debía desarrollar básicamente una disposición para
asumir pequeñas renuncias. Naturalmente, sólo lo hará si sabe para qué lo hace. Y
este «para qué» también se le puede mostrar, dado que existe una estrecha relación
entre las pequeñas renuncias y los grandes sentidos en la vida. Sólo mediante
pequeñas renuncias se pueden satisfacer los grandes contenidos de sentido, y éstos
posibilitan a su vez, como un efecto secundario no perseguido, lo que conocemos
con el nombre de felicidad. Y viceversa: las muchas y pequeñas satisfacciones
momentáneas que resultan de no querer renunciar dejan insatisfechos los grandes
sentidos, acarreando así el inevitable efecto secundario de la infelicidad.
Si, por ejemplo, una persona está cursando una formación profesional, deberá hacer
una serie de pequeños sacrificios, tales como seguir estudiando por las noches o
prepararse para los exámenes, en lugar de disfrutar de su tiempo libre. Pero con todo
esto podrá hacer realidad un sentido ocupando un día un puesto en un área
profesional de responsabilidad. En cambio, si esta persona no está dispuesta a hacer
esos pequeños sacrificios en su época de formación, sino que se decanta por el
placer momentáneo (hoy salir a bailar, mañana a esquiar, pasado mañana de
viaje...), sus objetivos profesionales se quedarán muy atrás y deberá dedicarse algún
día a un trabajo que no le gusta.
Poder efectuar renuncias llenas de sentido es, por lo tanto, la clave de la felicidad, y
en algunas enfermedades como la histeria —así como en las problemáticas de la
adicción o el desamparo—, es, además, la clave de la salud. Un alcohólico que
renuncia al siguiente vaso de vino está tan salvado como un criminal que renuncia a
su siguiente acto delictivo.
La libertad no se «tiene» —como algo que también se puede perder—, sino que la
libertad «soy yo». (Frankl, 35).
¿Qué obtiene entonces la madre de nuestro ejemplo con la neurosis cardiaca? Como
mucho, algunas horas de atención familiar arrebatada por la fuerza, y que va a
perder. ¿Y quién es ella? Una mujer enferma en cuya compañía nadie quiere estar
por miedo a la próxima escena histérica. Y esto seguirá así hasta el final de sus días,
cuando ya no haya tiempo para corregir radicalmente la actitud. Incluso cuando esté
muerta seguirá siendo aquella mujer enferma a la que nadie quiere ver cerca, porque
la cualidad del ser no cambia cuando dejamos de ser [existir].
Sin embargo, ¿quién es la persona que esta mujer también podría ser? Sobre esto
hay que hablar con ella en la terapia. Podría ser una mujer y una madre digna de ser
amada, a quien todos los miembros de la familia les gusta ir a visitar, con quien todo
el mundo se siente a gusto. ¿Acaso no será esto lo que desea en el fondo de su
Pero lo que no es tarea del terapeuta es tomar parte en la escena montada por el
paciente. Las personas histéricas aman la terapia de larga duración porque en ella
obtienen todo lo que necesitan: están en el centro de atención y tienen un espectador
«incondicionalmente» comprensivo. Una vez que han roto con todo su entorno, el
terapeuta es la última persona que todavía permanece intensamente entregada a
ellas. Por ello, no sólo le dan dinero, sino también todo aquello por lo que él muestre
interés, empezando por las más espantosas experiencias infantiles y acabando con
los sueños o fantasías sexuales más salvajes. Pero esto no soluciona el problema. Si
un terapeuta registra que, como persona que ayuda, no le toman en serio, que no
consigue hacerse valer con sus argumentos del papel positivo, del desplazamiento
del tener al ser y de la renuncia con sentido en aras de una realización de valores
reales, debería notar que él mismo está siendo utilizado como medio para un fin y
que su paciente está convirtiendo la terapia en una ocupación ociosa, por no decir en
un «sucedáneo del sentido». En tal caso, el terapeuta debería finalizar la terapia. No
se puede ayudar a todo el mundo, pero tampoco está permitido hacer daño a nadie,
y seguir el juego en una patología histérica supondría una lesión. En concreto, esto
significa que un mantenimiento persistente del comportamiento histérico por parte del
paciente constituye un motivo para cortar la terapia por parte del terapeuta. (Aquí nos
adentramos en el terreno de la «adicción a la terapia», y nunca hay que poner la
droga al alcance del adicto.)
Para acabar, unas palabras sobre las amenazas suicidas en las personas histéricas.
Muchas veces, bajo tales amenazas no se halla ninguna creencia en el sentido que
pueda tener la muerte, sino más bien la creencia en la conveniencia del deseo de
morir. Sin embargo, hay que ir con cuidado, porque el paciente histérico tampoco
puede evitar plantearse la cuestión del sentido, y si la conveniencia de su conducta
patológica resulta ser engañosa, la pobreza de sentido de toda su vida anterior se
desatará seriamente sobre él.
Recomiendo a todo aquel, terapeuta o familiar, que se enfrente a una situación así,
que responda al paciente del siguiente modo:
Esta combinación es, a mi entender, la mejor prevención contra las autolesiones del
histérico, porque atiende a la «demanda desesperada de amor» sin ignorar la libertad
y la madurez espirituales del demandante.
Toda adicción es, tanto por su génesis como por su capacidad de reacción a
síntomas de abstinencia, una patología interactiva en la que se hallan entretejidas las
tres dimensiones del ser de la persona.
1. La dimensión somática
los síntomas de abstinencia adoptan formas cada vez más graves y al poco tiempo
sólo se pueden dominar readministrando la sustancia adictiva. Si tal readministración
no existe, la persona cae en un abismo, su rendimiento disminuye y fracasa en todos
los frentes. Si el afectado se vuelve a enganchar a la sustancia adictiva (cuya dosis
deberá aumentar paulatinamente), cae en una dependencia mortal. Estas son las
alternativas que el organismo ofrece, ninguna más.
Pero cuando la persona sale victoriosa del abismo de la dependencia, aún sigue
durante mucho tiempo presa de las garras de la adicción. El organismo del exadicto
reacciona a la sustancia adictiva de manera distinta que el del no adicto. Cuando su
organismo vuelve a entrar en contacto con la sustancia, «recuerda» el antiguo
modelo y hace empeorar inevitablemente el «nivel de bienestar», con la esperanza
de que la readministración vuelva a levantarlo. Esto hace arrodillarse hasta al más
fuerte.
2. La dimensión psíquica
La dimensión noética
Por tanto, la complejidad de la patología adictiva está formada por una constitución
corporal de riesgo (probablemente predispuesta y seguramente autogenerada), un
componente reactivamente neurótico que oscila entre la hipersensibilidad y la
desmesura, y, con ello, un opresivo sentimiento de falta de sentido (o incluso una
neurosis noógena o depresión) que lleva al adicto a un punto en el que, simplemente,
deja de esforzarse porque ya no ve ningún sentido. El resto es pura autodestrucción.
Una alumna mía de la United States International University de San Diego pudo
comprobar en el transcurso de sus investigaciones, cuyos resultados aparecen
descritos en forma de tesis de doctorado, que en el 90 % de los casos crónicos
de alcoholismo grave analizados por ella subyacía un pronunciado sentimiento
de falta de sentido. Sólo así se explica que James Crumbaugh, con una
logoterapia de grupo centrada en la frustración existencial en casos de
alcoholismo, pudiera registrar unos resultados mejores que en los grupos de
control tratados con métodos terapéuticos convencionales.
Pero esta persona se desploma con los demás en la fosa que ella misma ha cavado
para ellos: la raíz de la adicción la atrapa. El ayuno prolongado tiene consecuencias
somáticas y psíquicas. Psíquicas en tanto que, tras el tiempo de hambre atroz,
para algo o para alguien», tal como Frankl describió la capacidad humana de
autotrascendencia, podría arrancar a las anoréxicas de los brazos de la muerte.
Pero de este modo no retornan automáticamente a la vida normal, porque los centros
del hambre y de la saciedad alterados en el cerebro no se recuperan o, en cualquier
caso, no lo hacen rápidamente. Antes, las anoréxicas deberán pasar unos años
comiendo como un despertador, es decir, poniéndose algo en el plato por la mañana,
al mediodía y por la noche y comerlo sin tener ganas o sin experimentar ningún tipo
de satisfacción. La regulación hormonal también exigirá un elevado esfuerzo para
estabilizarse.
decide cada vez entre la salud y la enfermedad. Piénselo cada vez que se meta el
dedo en la boca», le aconsejé. Todavía pasaron unas semanas de lucha interna,
pero la paciente salió victoriosa y descolgó el cartel...
Una chispa de amor y perdón hacia los padres sofocaría la anorexia desde su origen.
Una pizca de lástima por los que se mueren de hambre en este mundo atajaría la
bulimia. Un soplo de agradecimiento al Creador por un cuerpo sano podría hacer
arrancar de cuajo dos raíces patológicas al mismo tiempo.
¿Cómo puede llegar a formarse un cuadro tan particular como la neurosis iatrógena,
desencadenada por una conducta terapéutica fallida? El punto de partida es la ya
mencionada propensión de los amenazados por una neurosis a mostrarse inseguros
con facilidad. El resultado es una alta necesidad de apoyo y, a menudo, una cierta
creencia de autoridad que, a pesar de que hoy en día está en retroceso, pone al
descubierto la misma «falta de ego» en relación con su influenciabilidad y la falta de
opinión personal. Es como un cable eléctrico cuyo aislante es tan fino que el propio
alambre queda al descubierto en ciertos puntos. Por aquí se introduce la apreciación
descuidada y desafortunada del médico o terapeuta, quien puede esconder una
concepción del hombre algo dudosa, a lo cual el neurótico reacciona y se produce el
«cortocircuito».
1. Demostrar más interés por los trastornos del paciente que por sus áreas
vitales intactas
Un interés prioritario del terapeuta por los distintos trastornos de su paciente hace
que éste se identifique todavía más a sí mismo como una persona enferma. De este
modo, se corre el serio peligro de que el paciente, a partir de esta apreciación de «no
ser normal», desarrolle más trastornos mentales.
Imaginemos a una madre que va a ver a un psicólogo porque su hijo hace los
deberes de mala gana y porque tiene otras dudas sobre su educación. El psicólogo
se informa sobre el pasado del hijo desde su nacimiento y busca sucesos llamativos
que puedan ser causantes de alguna patología. La madre le dice que el niño lloraba
mucho cuando era bebé, y el terapeuta hace un gesto significativo con la cabeza;
una caída sufrida a los cuatro años le interesa particularmente y cuando escucha que
el niño se pelea a todas horas con sus hermanas, empieza a tomar notas
celosamente. Esta conducta del terapeuta hace que la madre considere que su hijo
es un «caso problemático». Al final, la mujer se va a casa con más preocupaciones
o, incluso, rechazo hacia el hijo, que antes de entrar a la consulta.
Por supuesto, en la familia pueden darse relaciones entre los datos del pasado y la
situación actual de los deberes, pero éstas deben averiguarse con cautela. Ante todo
es importante —en el sentido de un «cambio de diagnóstico»— preguntar también
por las predisposiciones positivas del hijo, por los momentos de armonía que se
viven en la familia, etc. Escudriñar solamente en lo negativo de un currículo no es
más que una encuesta deprimente, hostil y absurda, porque su parcialidad sólo saca
a la luz deficiencias y menoscaba la esperanza.
Más estrés que en Auschwitz no hubo en ninguna otra parte, y precisamente allí
desaparecieron de sopetón las típicas patologías psicosomáticas que tanto
gusta atribuir al estrés. (p. 40).
Por supuesto que a todos nos deja una huella vivir un terrible accidente; pero ¿quién
nos dice que no pueda propiciar igualmente una valiosa transformación, que no
alimente el sentimiento de haber nacido de nuevo? Por el contrario, la
autocompasión es un terreno infecundo, en él no crece nada.
El peligro de una predicción negativa reside en que pone en marcha una serie de
mecanismos de retroalimentación e intensificación que hacen realidad la predicción,
debido a que ya no se moviliza ningún «poder de obstinación del espíritu». Los
pesimistas tienen, efectivamente, motivo para el pesimismo, porque sus expectativas
negativas llaman a lo negativo. Pero el proceso inverso no funciona, es decir, un
motivo para el pesimismo no genera obligatoriamente personas pesimistas. Al
contrario, un verdadero motivo para el pesimismo acostumbra a ser el punto de
inflexión para una saludable reacción obstinada. “Si el deseo es el padre proverbial
del pensamiento, el temor es la madre del acontecimiento patológico”. (p. 41).
Un alcohólico, cuyo seguimiento tuve a mi cargo, llevaba ya dos años «sin probar
una gota», pero no podía encontrar ningún empleo. Al final le ofrecieron un puesto
mal pagado en una oficina. El médico que lo controlaba regularmente le disuadió de
aceptar la oferta argumentándole: «Si se frustra, empezará de nuevo a beber».
Esta declaración bienintencionada del médico era una lesión iatrógena para el
paciente. Porque, ¿quién es nadie para proteger a este hombre de todas las futuras
frustraciones de su vida? Todavía se enfadará, se disgustará y se preocupará cientos
de veces más en su futuro. ¿Y entonces qué? ¿Deberá (por prescripción facultativa)
volver a empinar el codo...? No. Tal regla no debió plantearse. Cualquier persona
está en disposición de soportar frustraciones sin recurrir a la droga, y un exalcohólico
tiene que dominarse de verdad, porque, de lo contrario, está perdido.
Una vez tuve ante mí a una paciente que había recibido cuatro diagnósticos distintos
de sendos terapeutas, y conmigo quería hacer un último intento para saber qué era
lo que en realidad le pasaba. Los diagnósticos que traía eran: depresión endógena,
depresión reactiva, dolencia psicosomática y neurosis. En el trasfondo de estos
diagnósticos se hallaba el malestar de la mujer por haber sido despedida del trabajo
dos veces en poco tiempo, lo que le hizo desarrollar estados nerviosos y trastornos
del sueño. Ella creía que debía haber algo en su interior que le hacía ser tan
desgraciada; que quizás «no estaba muy bien de la cabeza». Los distintos
diagnósticos tampoco contribuían a que su malestar remitiera.
Para tranquilizarla, le expliqué que tanto su infelicidad como su trastorno del sueño
eran perfectamente comprensibles a tenor de su situación. Le dije que no tenía
ninguna enfermedad mental, pero que debía procurar que su hipersensibilidad no se
Cuando mi hijo era todavía un niño, fui una vez al médico de cabecera para que le
mirase una erupción cutánea que le había salido en el pecho. Tras pasar varias
horas en la sala de espera, nos permitieron entrar. Desvestí a mi hijo y el médico
miró la erupción. A continuación, sin terciar palabra, se sentó ante su escritorio,
extendió una receta y me la dio, murmurando que tenía que aplicar la pomada
prescrita en la zona afectada por la mañana y por la noche. Entonces me enfadé,
porque yo quería saber qué era aquella erupción, cómo había salido y cuáles eran
las posibilidades de curación.
Desde entonces puedo comprender muy bien cómo se siente a veces un paciente
que, cuando va al psicólogo, tiene que responder a una cantidad de preguntas cuyo
Todo enfermo grave o discapacitado físico tiene un espacio libre perdido (por
ejemplo, ya no puede caminar) y un espacio libre todavía disponible (por ejemplo,
puede desplazarse en silla de ruedas). El decide en lo más profundo de su ser cuál
de los dos espacios se encuentra en el centro de su «percepción espiritual». Si es el
espacio perdido, estará triste, se sentirá injustamente castigado, se compara con los
sanos, lo cual le pondrá aún más triste y no tardará en considerar todo esfuerzo un
sinsentido, porque creerá que nada podrá devolverle lo perdido. Si, por el contrario,
en el centro de su «percepción espiritual» se halla lo que tiene a su disposición, se
alegrará y se mostrará abierto para hacer de ello un uso lleno de sentido.
1. El paciente debe abandonar la hipótesis del derecho, porque a menudo suele ser
más persistente de lo que se piensa.
3. Indicar las posibilidades de sentido en el espacio libre, porque allí suele haber más
de lo que se piensa.
Uno de los ejemplos más bellos de modulación de la actitud «al estilo socrático» nos
lo ha legado Frankl en la trascripción de un diálogo que mantuvo con un amputado
de una pierna quien, tras la operación, debía hacer sus primeros intentos de andar
con una sola extremidad:
Ayudado por mí, bajó de la cama y empezó a duras penas a dar saltitos por la
habitación con una sola pierna, como si fuera un gorrión. En ese instante, se le
saltaron las lágrimas. Aquel venerable anciano conocido en todo el mundo, y que
yo sostenía con mis manos, lloraba como un niño. «No podré soportarlo. ¡No
tiene sentido vivir como un inválido!», lloriqueaba. Entonces, le miré a los ojos y
le pregunté muy en serio: «Señor presidente, ¿tiene la intención de convertirse
en velocista o corredor de fondo y hacer carrera como tal?». Me miró
sorprendido. «Sólo entonces —proseguí— podría entender su malestar y sus
palabras. Pero si así fuera, ya habría fracasado, y toda la vida que le queda
carecería de sentido. Usted ya no será famoso ni como velocista ni como
corredor de fondo. Y, además, ¿cree que para alguien como usted, que se ha
labrado una vida llena de sentido, es famoso y se ha forjado un nombre en su
especialidad, cree que para un hombre así la vida ha perdido todo sentido sólo
Las psicosis son patologías psíquicas graves con base somatógena («endógena»)
que también restringen de manera considerable el espacio libre de los enfermos. Por
un lado, éstos se hallan presos de la espada de Damocles de la tara hereditaria que
cuelga sobre las cabezas de generaciones. Por otro lado, la enfermedad puede
declararse repentinamente, con o sin factores desencadenantes (como el estrés o los
cambios hormonales), y sin posibilidad de impedirlo. A todo ello se añade el peligro
de recurrencias progresivas de fases mórbidas que perjudican seriamente la
personalidad. Por último, existe también el peligro (principalmente en la
esquizofrenia) de que la patología progrese hasta la desintegración de la
personalidad y la enajenación mental total.
Además, existe una enorme diferencia con respecto a una patología puramente
corporal. En el enfermo somático o discapacitado, las dimensiones noética y psíquica
pueden responder al unísono. Así, como hemos mencionado antes, si este enfermo
tiene una esperanza de sentido en su vida, su estado psíquico también será bueno.
Sin embargo, en el enfermo psicótico, las dimensiones noética y psíquica han de
«desacoplarse» por completo. En ese caso, todavía se pueden tener esperanzas en
lo espiritual, aunque el duelo en lo psíquico es inamovible, como ocurre, por ejemplo,
en la depresión endógena; y esto es muy difícil de superar.
La logoterapia en (1) las psicosis (no existe ninguna logoterapia de las psicosis) es,
esencialmente, una terapia sobre lo que queda sano, que en realidad es el tratamiento de la
actitud de lo que queda sano en el enfermo frente a lo que ha enfermado en la persona;
porque lo que ha quedado sano no es susceptible de enfermar y lo que ha enfermado no es,
en el sentido de una psicoterapia (¡no sólo de la logoterapia!), susceptible de tratamiento
(sino que sólo es abordable por una terapia simultánea). (Frankl, 48)
5.14 La esquizofrenia
Con ello no se cambia nada desde el punto de vista médico, pero, en la práctica,
estas modulaciones de la actitud permiten al enfermo llevar una vida discreta y casi
normal en el entorno habitual.
Por lo tanto, las tres reglas para el trato con pacientes psicóticos son las siguientes:
2. Alentar al paciente para que aguante con paciencia las malas fases y desviar su
atención hacia las buenas épocas.
3. En las buenas épocas, indicar las posibilidades de sentido, las cuales podrían
incluso llegar a eclipsar de algún modo las malas fases.
Si se consigue dar los tres pasos, los episodios depresivos o la pérdida (parcial) de
realidad no se eliminarán, pero el paciente se encontrará con más fuerzas para
aceptar su vida. Como ya hemos dicho, la cura de almas médica es una propuesta
complementaria a la administración de fármacos.
Confeccioné el trabajo terapéutico con ella del siguiente modo. En primer lugar,
empezarnos a aprovechar intensamente las épocas sanas de su vida. Ella me
explicó que, en la posguerra, le había gustado mucho coser, y la alenté a que fuera a
un curso de modista en la universidad popular para refrescar sus habilidades. Al
poco tiempo, ya hacía patrones para amigas y vecinas, hecho que la llenaba de
satisfacción y le aportaba nuevos contactos sociales. Además, se apuntó a clases de
gimnasia para gente mayor, en las cuales tomó parte con reservas, al principio, pero
con ganas al final.
Lo segundo que hice con ella fue un entrenamiento preventivo para el caso (muy
probable) de recaída en un nuevo episodio depresivo. Aportando los argumentos
objetivos adecuados, le dije que, al primer indicio de llegada de «nubes depresivas»,
debía acercarse voluntariamente al hospital, donde le podrían ayudar a resistir con
entereza los peores momentos. Le comenté que no era ninguna deshonra si, de vez
en cuando, no se sentía en forma durante algunas semanas; que otras personas
tienen reuma o neurodermitis, y que ella tenía aquella dolencia. Por lo tanto, debía ir,
por así decirlo, «al balneario» para poder seguir viviendo normalmente. La adopción
de este modo de ver las cosas supuso una difícil modulación de actitud para ella,
porque en sus depresiones se había acostumbrado a quedarse en casa
consumiendo antidepresivos (sin prescripción médica), lo cual le hacía caer en un
sentimiento aún mayor de imposibilidad de hallar salidas. Pero, al final, a la paciente
le acabaron gustando las alternativas que le propuse.
¿Acaso quería la mujer que, si algún día su hijo tuviera una preocupación, éste
barajase la idea de hacerse daño? No, no lo quería. Por lo tanto, la desafié a
sacrificarse en cierta medida por él y a aguantar, a pesar de todo, «por la seguridad
Llegados a este punto, quisiera comentar al lector especializado que las crisis
suicidas en depresiones endógenas alcanzan el mayor grado de peligro cuando la
fase depresiva llega a su fin. Por un lado, los pacientes todavía se encuentran
profundamente deprimidos y, por el otro, la fuerza de decisión, que en el punto más
bajo de la fase depresiva está como paralizada, se regenera, poniendo a los
afectados en disposición de matarse.
Por ello, la aparente mejoría del paciente al final de una fase depresiva no debe
inducir a una reducción de los cuidados médico-psicológicos. Esta fase final es el
momento más peligroso de todo el desarrollo patológico, pero también es el
momento en que se puede volver a apreciar aquella abundancia de valores vitales
que permanece íntegra en las épocas sanas del paciente.
La imagen del homo patiens no se completa sólo con las patologías corporales y
psicóticas. Hay golpes del destino que no consisten en una enfermedad, sino en una
pérdida; en una pérdida de valores, para ser más exactos. Ejemplos de ello son la
ruptura de una amistad, la separación matrimonial, el fallecimiento de un ser querido,
el final de una carrera profesional, los desengaños, los errores irreparables, las
pérdidas materiales, etc. Todos estos factores acarrean frustraciones espirituales
porque, como ya sabemos, los sistemas de valores están anclados en la dimensión
noética. Sin embargo, las frustraciones espirituales tienen sus efectos en lo psíquico
y lo somático; efectos tales como una aflicción tan grande (depresión psicorreactiva)
que quita las ganas de comer (reacción psicosomática). La frustración espiritual
aporta el motivo para la aflicción, y la aflicción es un estado emocional que influye a
su vez en el proceso alimentario, es decir, en lo corporal.
Hagamos aquí una pequeña digresión para explicar la diferencia existente entre
motivos y causas. Supongamos que sobre mi mesa hay virus de la gripe, los toco y
me contagio con ellos. En este caso, los virus son la causa de que yo contraiga una
gripe. Sin embargo, mi sistema inmunológico, si fuera lo suficientemente fuerte,
podría rechazar la infección. Pero imaginemos que se ha debilitado a causa de mi
mal estado anímico, porque el estado inmunológico «baila al mismo compás» que el
estado afectivo. Supongamos, además, que últimamente me pongo de mal humor y
tengo dificultades laborales o personales. Entonces, el enfado tiene como efecto mi
propensión a contraer la gripe. ¿Y por qué me enfado por cualquier insignificancia?
¿De dónde proviene mi constante insatisfacción e irritabilidad? Quizás no estoy
satisfecha con mi vida en general, considero mi actividad como un trabajo de Sísifo,
noto que estoy en el lugar equivocado, no sintonizo con mi conciencia, etc. En
resumen, no experimento una existencia llena de sentido y, debido a ello, soy infeliz.
Por lo tanto, todo esto sería un motivo para que el estrés psicológico o los pretextos
para el enfado o la aflicción pudieran influir negativamente en mi salud. En
consecuencia, la causa de que contraiga una gripe seguirán siendo los virus que hay
encima de la mesa, pero el motivo de mi propensión a la gripe sería mi urgencia
existencial.
Las causas no son lo mismo que los motivos. Cuando cortamos una cebolla, lloramos. Las
lágrimas tienen una causa, pero nosotros no tenemos ningún motivo para llorar Y cuando
estamos tristes y nos tomamos un whisky, estaremos menos tristes y el whisky será la causa
de ello. Pero el motivo por el que estamos tristes no se elimina con el alcohol. (Frankl, 49).
En las enfermedades corporales graves se dan ambas cosas: una causa del estado
alterado del paciente por la lesión de su organismo y un motivo para no encontrarse
bien basado en la inminencia de la enfermedad y en la incapacidad de realizar las
actividades deseadas. En cambio, durante el brote psicótico o el estadio avanzado
de la enfermedad, sólo existe la causa, condicionada por factores neuroquímicos. El
enfermo psicótico no concibe ningún motivo para encontrarse mal por su
enfermedad, dado que su pensamiento está demasiado empañado por los
«espejismos».
Volvamos a los golpes del destino en los afectados. Si deseamos prestarles ayuda
psicoterapéutica, tendremos que ocuparnos de los motivos de su sufrimiento, los
cuales se basan, sin excepciones, en alguna pérdida de valores. Al principio se les
debe hacer entender que mediante la actitud adoptada ante esta pérdida de valores y
la manera de soportarla y aceptarla, podrían volver a crear valores nuevos en sus
vidas; valores que compensen en un «plano superior» la pérdida de valores sufrida.
Esto es más plausible filosóficamente de lo que en un principio parece. Recordemos
las tres «columnas» sobre las que se apoya el sistema conceptual de la logoterapia.
Sus nombres eran Libertad de voluntad, Voluntad de sentido y Sentido de la vida.
Según Frankl, a la tercera de ellas, al sentido de la vida, se accede por tres
El destino inalterable, frente al cual la persona no puede hacer otra cosa que adoptar
una actitud, también se divide, según Frankl, en la «tríada trágica» del sufrimiento, la
culpa y la muerte.
Todo ser humano sufre alguna vez, se siente culpable de alguna manera y muere
una vez. Con ello, las tres «columnas» de la logoterapia culminan en el máximo
inquisidor de la vida: la muerte.
1. Mostrar el valor
2. Mostrar el sentido
«Mostrar el sentido» significa indicar algo bueno o lleno de sentido que, a pesar de
todo, todavía se halla en el sufrimiento del enfermo. Este punto deberá manejarse
con cautela, porque este «algo bueno a pesar de todo» podría ser descubierto antes
por el no interesado que por la propia persona afectada.
Hace años hablé con una mujer joven que se había estrellado de cara contra el
parabrisas delantero de un coche en un accidente y a la que, de las heridas sufridas,
3. Mostrar el resto
limitando cada vez más y la dimensión psíquica se va haciendo cada vez más
inflexible, la dimensión espiritual todavía es capaz de seguir expandiéndose. Hay
incontables casos de personas que todavía conservan un espíritu
sorprendentemente despierto y que, incluso, llevan a cabo obras considerables. Por
ello, a las personas que envejecen hay que explicarles que de ningún modo tienen
que tropezar con límites en todos los ámbitos y que en el área espiritual todavía
puede quedar abierto un resto de oportunidades maravillosas.
4. Mostrar perspectivas
persona ante la que uno es culpable, la reparación se puede «compensar» con otras
buenas acciones y, también, gracias al arrepentimiento sincero y a la disposición del
culpable a mejorar, se puede inundar retroactivamente y con sentido todo lo pasado.
Además la reparación actualiza el perdón, que es el acto humano más elevado de
todos. Los seres humanos se superan enormemente a sí mismos en la unidad
benéfica de la disculpa y el perdón mutuos.
Pero preguntémonos sólo cuál sería el resultado si un ser humano fuera capaz de satisfacer
por completo todas las necesidades que pudiera haber en su época. ¿Cuál sería el
resultado? ¿La experiencia de la satisfacción? ¿O no sería más bien lo contrario, es decir, la
experiencia del profundo aburrimiento, de la inmensa vacuidad del vacío existencial?
Los neurólogos nos enfrentamos a diario en nuestras consultas con este vacío
[...]
Tras ser expulsado del paraíso del recogimiento y la seguridad proporcionados por
los instintos, que son propios del animal, el ser humano debería soportar con
resignación una segunda pérdida. Tras el instinto, el hombre debería perder
además la tradición: por lo tanto, no sólo una pérdida en la dimensión vital, sino
también en la dimensión social de su existencia. En el marco de la terminología
logoterapéutica, llamamos «neurosis noógena» a la reacción a este vacío interior.
(Frankl, 54).
2. Habituación a los actos fallidos. No se pone ningún reparo espiritual a los excesos
de ira irrefrenables, a las perversiones sexuales, al impulso por el consumo de
drogas, las sectas, el pasotismo, etc. ¿Para qué? Si todo se consagra a la
decadencia o merece desaparecer, ¿por qué seguir luchando?
Una vez pedí a mis estudiantes de la Universidad de Múnich que recopilaran para la
siguiente clase informaciones de periódicos relativas a actos desesperados de los
que pudiera extraerse algún indicio de depresión noógena. A la semana siguiente,
me trajeron tres noticias sobre cuatro jóvenes que se habían suicidado «por miedo al
futuro». Una pareja había saltado desde un edificio después de haber dejado escrita
una carta de despedida en la que se leía: «Queríamos vivir sin proyectiles nucleares
ni destrucción del medio ambiente, pero no veíamos ninguna otra opción...». Una
chica de 20 años había inhalado los gases de escape de un coche «porque no sabía
qué hacer con su vida». Finalmente, un estudiante de instituto se había precipitado
ante un tren en marcha, pero no por tener dificultades académicas, sino porque, a
pesar de sus buenas notas, veía que se le avecinaba una «situación desesperante al
acabar los estudios». Este balance estremecedor deja patente lo estrechamente
entretejidos que están los sentimientos de falta de sentido y falta de esperanza, pero
también los sentimientos de falta de sentido y falta de valores en la vida, con lo cual
se derriban los obstáculos que imposibilitan su destrucción.
puede suceder que una persona haya aprendido hace mucho tiempo a tocar un
instrumento musical, actividad que desempeñaba con alegría, y que en la
conversación terapéutica tome la decisión de volver a refrescar esta habilidad y
reservarle una parte de su tiempo libre en un futuro. Sólo con esto, la persona puede
lograr desprenderse del consumo pasivo de televisión y ganar una actividad —por
ejemplo, en un círculo musical— que le proporcione una experiencia de sentido
actualizada.
De aquí se pasa a la búsqueda de personas para las cuales el paciente podría ser
importante, personas que podrían necesitarlo, porque el «vacío existencial» también
es un vacío social: nadie llama a su puerta. ¿Es que no hay suficientes personas ahí
fuera, al otro lado de la puerta, que podrían necesitar a alguien? ¿Cómo sería este
alguien que podría serles útil? ¿Qué cosas emanaría de su personalidad, cómo se
comportaría, qué debería hacer? Un «retrato robot» de este alguien puede hacer que
el paciente empiece a identificarse con él.
1. ¿Cuál es mi problema?
Inciso recordatorio
El paciente lleva a cabo a solas el último paso del entrenamiento. Nadie puede
ayudarle; lo único que se puede hacer es pedirle encarecidamente que lo haga. Es
su fiat, su «hágase» lo que él mismo ha descubierto, su decisión para el sentido.
1. ¿Cuál es mi problema?
El problema del paciente es el inicio del fin de semana, durante el cual no sabe qué
hacer. Está desanimado y no muestra interés por nada (padece una «neurosis
dominical»). Su problema no son tanto los días laborables en los que está
firmemente enganchado a la dinámica laboral y con frecuencia tiene que hacer horas
extra.
Hay que dar rienda suelta a la imaginación. El paciente tiene permiso para recopilar
todo lo que se le ocurra: puede quedarse medio dormido en la cama, puede
levantarse y leer, fumar un porro, escuchar música, saltar por la ventana, ir a algún
bar, hacer una excursión en bicicleta, llamar a su madre, escribir una carta...
Sin tener ganas, el paciente admite que, en su situación, lo más sensato el fin de
semana sería escribir una carta que desde hacía tiempo había prometido a un
antiguo compañero, dado que éste ya le ha llamado varias veces y nunca ha recibido
señales de vida.
A veces, a pesar de la falta de ganas, hay que iniciar algo sin otro motivo que porque
tiene sentido, y las ganas o el placer llegan al llevar a cabo lo que tiene sentido,
porque en la corriente de todo acto lleno de sentido navega también la satisfacción.
Sin embargo, rara vez se consigue la satisfacción si, a la inversa, se espera a que a
uno le lleguen las ganas de hacer algo con sentido. La espera puede hacerse eterna.
Por lo tanto, en el caso del homo patiens habrá que proceder terapéuticamente
desplazando el ángulo de visión para que dedique toda su atención al horizonte de
sentido del que todavía dispone, mientras que en el caso del neurótico noógeno,
habrá que volver a habilitar su «capacidad de visión» espiritual.
Antes decíamos que, en los casos que correspondía, ante una pregunta no
condicionada por la enfermedad, sino absolutamente humana, el médico estaba
obligado a responder no como neurólogo, sino simplemente como ser humano. De
ser así, se plantea entonces la cuestión de si está autorizado a hacerlo —¡como
médico!—y hasta qué punto puede hacerlo, pues la amenaza que aquí se cierne
es manifiesta: la imposición de la visión del mundo personal del médico (es decir
su opinión privada) sobre el paciente... Sin embargo, en esta situación, ¿no es
deber del médico llevar al paciente sólo hasta el punto en que él, el paciente,
acceda a su propia visión del mundo e interpretación de la vida y, por tanto,
encuentre un nuevo camino espiritual de salida a partir de la propia
responsabilidad? (Frankl, 56).
5.18 Cómo se generan los trastornos del sueño y las disfunciones sexuales
Hasta ahora hemos tratado dos de los tres grupos metodológicos de la logoterapia: el
trato de la persona consigo misma (en la intención paradójica) y la actitud de la
persona con respecto a algo que le concierne (en la modulación de la actitud). Pero
el individuo no sólo está capacitado para enfrentarse a sí mismo desde una cierta
distancia y adoptar una actitud frente a él y a los demás, sino que también puede ver
mucho más allá de sí mismo, incluso pasarse a sí mismo por alto, porque está
enfrentado espiritualmente con algo que va más allá de la propia persona. Desde el
punto de vista terapéutico, esto supone la posibilidad de dejar para más tarde el
propio yo junto con todas sus debilidades e insuficiencias, por amor a un valor ideal
cuya satisfacción hace madurar al individuo más allá de sus propias debilidades.
Sobre esta base se edifica el método logoterapéutico de la desreflexión.
general, a todo lo que tenga que ver con el sí mismo. Los factores desencadenantes
pueden existir o no. A continuación, presentamos cuatro descripciones de sendos
cuadros sintomáticos provocados por la hiperreflexión.
[...] El insomne se pasa el día cansado; pero apenas llega la hora de ir a la cama, le
sobreviene la angustia de una noche más en vela. Se pone nervioso y se excita, y
esta excitación ya no le dejará conciliar el sueño. Comete el mayor error
imaginable: ¡espera impaciente la conciliación del sueño! Con toda su atención, el
insomne se empeña en perseguir lo que le está sucediendo; pero cuanta más
atención ponga, menos capaz será de relajarse hasta el punto de poder quedarse
dormido. Sueño significa relajación completa. El insomne anhela conscientemente
quedarse dormido, pero el sueño no es más que sumirse en un estado de
inconsciencia. Y todo pensamiento en él y en querer dormir es lo más adecuado
para impedir la conciliación del sueño. (Frankl, 57).
[...] El neurótico sexual lucha por algo, y lo hace desde el momento en que lucha
por el placer sexual en forma de potencia y orgasmo. Pero, desgraciadamente,
cuanto más se concentra en el placer, más rápido va desapareciendo éste. El
camino hacia la obtención de placer y la realización de sí mismo pasa únicamente
por la entrega y el olvido de sí mismo. Quien considere este camino un rodeo, se
verá inclinado a elegir un atajo e ir derecho al placer como objetivo, sólo que el
atajo se mostrará entonces como un callejón sin salida. (Frankl, 58).
Aquí también debemos incluir las distintas perversiones sexuales. La falta de entrega
cariñosa a la pareja y del olvido de sí mismo envuelve la relación sexual «normal»
con la aureola de lo problemático. De repente, se produce un estímulo sexual
cualquiera, lo suficientemente potente como para evocar un orgasmo, y el afectado
quedará «enganchado» a él: simplemente, se sentirá potente si lo encadenan, si
mete la nariz en unas bragas, si tiene a un niño delante, si una mujer se defiende con
fuerza, etc. La peligrosidad práctica de una dependencia de estímulos inadecuados
como éstos es evidente.
recordar: la lesión corporal previa sería una fisura en una teja, mientras que el
desencadenante psíquico sería un temporal. Cuando ambos coinciden, se rompe la
teja. No se puede suponer que la fisura sería la culpable de la rotura de la teja
porque, de lo contrario, ya llevaría tiempo rota, ni que el temporal sería el culpable
porque, de lo contrario, se habrían roto todas las tejas del tejado. No, la lesión previa
e inofensiva de la teja no ha resistido al temporal.
del azar. Sin duda, la mejor prevención es vivir con tranquilidad, haciendo las cosas
regularmente y utilizando la razón, aunque ello no evite los imponderables de la vida.
Sin embargo, la situación afectiva y, con ella, también la situación inmunológica, se
puede alterar utilizando medios espirituales. Del mismo modo que la hiperreflexiva
tensión persistente fijada en el yo abre las puertas a cualquier enfermedad, el hecho
de centrarse espiritualmente en elementos positivos y enriquecedores del mundo
exterior protege la salud corporal y mental. Este es precisamente el secreto de la
hiperreflexión: construye un techo protector de cristal (y volvemos a la comparación
que escuché en el congreso de médicos) a través del cual penetra la luz del sol, pero
sobre el cual rebota la tormenta.
bien que estoy despierto! Esto me proporciona un tiempo precioso en el que puedo
soñar cosas formidables. De todos modos, como nos pasamos media vida
durmiendo...». (Esto nos recuerda ligeramente a la intención paradójica.)
por ella. Deberá acariciarla con ternura, si ella así lo quiere; deberá escuchar lo que
ella le quiera confiar; deberá intentar comprenderla como una persona única e
irrepetible y expresar su compenetración con ella de la forma más creativa que se le
ocurra.
Como, por un lado, se prohíbe el coito, y, por el otro, se reclama una dedicación
amorosa y tierna hacia la compañera, es decir, una concentración espiritual hacia
otra persona y no hacia uno mismo, la capacidad sexual se regenera
automáticamente y el paciente deja de cumplir en algún momento con la prohibición
del coito. De este modo, su trastorno sexual psicógeno queda eliminado. Lo mismo
ocurre en los casos de frigidez en las mujeres. Cuanto menos se persiga el orgasmo
durante el coito, antes se producirá éste.
Pero hay otro aspecto que también es interesante destacar. Paralelamente a todo
grupo de desreflexión, siempre propongo a los participantes que me expliquen, en
sesiones individuales, los problemas que les vayan surgiendo en sus vidas. Sin
embargo, raras veces toman en consideración mi propuesta, lo que demuestra que la
necesidad de hablar de problemas disminuye a medida que transcurre la terapia de
grupo. Por otro lado, nunca he registrado «síntomas de abstinencia» de ningún tipo.
El requisito para que éstos no aparezcan consiste en procurar que no se admita en
un grupo de desreflexión a ningún paciente que se encuentre en un estado de
aflicción justificada o en el que se registren obstáculos superables o problemas con
solución, o bien factores mórbidos psíquicos que requieran antes una ayuda
terapéutica de otro tipo.
La desreflexión consiste en ignorar, pero ignorar algo que se pueda ignorar y que no
mejoraría mediante la reflexión, sino que empeoraría. Pero, al mismo tiempo,
también es más que ignorar y algo más que una «maniobra de distracción». La
desreflexión no sólo fija un rumbo para dejar de mirarse a uno mismo, sino también
para mirar más allá de uno mismo, lo que significa, al fin y al cabo, una ampliación
del horizonte espiritual, una reconstrucción de la autotrascendencia y el
descubrimiento de nuevas dimensiones de valor y de sentido para el paciente. La
logoterapia es, pues, una «psicoterapia del descubrimiento». No venera la ilusión de
un «mundo intacto», sino que busca lo que todavía se mantiene intacto, lo que está
en condiciones de ser curado en nuestro mundo imperfecto y ofrecerlo al ser humano
inquieto, desorientado, desesperado y que anhela profundamente la felicidad.
Los índices de recaídas en personas que han padecido un trastorno mental alcanzan
niveles alarmantemente elevados. Debido a ello, hay que encontrar los medios
necesarios para estabilizar a los pacientes de tal manera que puedan y quieran hacer
su vida desde la responsabilidad hacia ellos mismos, sin recaer de nuevo en su
sintomatología patológica al más mínimo suceso desagradable que se presente. Un
cuidado preventivo de este género no deberá basarse en la enfermedad superada,
sus causas y su desarrollo, sino en aquello que «protege», es decir, en una filosofía
vital positiva que proporcione al antiguo enfermo un «apoyo en lo espiritual».
Un programa terapéutico de cuatro niveles, que presenté por primera vez en 1982 en
un Congreso Mundial de Logoterapia celebrado en Hartford (Connecticut), ha dado
resultados óptimos a este respecto. Contiene tres niveles de seguimiento y pone a
los pacientes bastante a salvo de sus descontroles neuróticos en una contemplación
corregida de la vida. Por este motivo, lo describiremos brevemente a continuación.
Nivel 1
Nivel 2
Supongamos, por ejemplo, que una persona ha padecido un trastorno psicógeno del
habla y se ha sometido a tratamiento en el nivel 1. Ahora ya puede volver a hablar
con normalidad y recibe el alta de la terapia. ¿Acaso no intentará esta persona
observarse en secreto en su vida cotidiana para ver si su voz vuelve a desaparecer?
¿Acaso no caerá presa del pánico ante cualquier indicio de afonía? ¿Y no será
precisamente esta intensa concentración que acecha en el fondo de su mente la que
hará resucitar algún día el problema? El grupo de desreflexión puede ahuyentar
hasta cierto punto este peligro, porque, en él, el paciente aprende a separarse de su
concentración en sí mismo y a arrinconar en gran medida las posibilidades negativas
de su vida para dedicarse preferentemente, y con todas sus fuerzas, a las positivas.
En el Diario de un cura rural, de Bernanos, hay una bella frase que dice: «Odiarse
es más fácil de lo que creemos; la merced consiste en olvidarse». Ahora bien, si se
nos permite modificar esta afirmación, entonces podremos decir algo que tantas
personas neuróticas no son lo suficientemente capaces de recordar: mucho más
importante que despreciarse en demasía o considerarse en demasía, mucho más
importante que esto sería olvidarse completamente de uno mismo, es decir, no
pensar nunca más en uno mismo y en todas las circunstancias interiores, sino estar
interiormente entregado a una tarea concreta cuya realización está personalmente
reservada y exigida a cada uno. No nos liberamos de nuestras dificultades
personales examinándonos a nosotros mismos ni mirándonos al espejo, sino
Nivel 3
Estos diálogos versan sobre el sentido del sufrimiento, la relación entre carácter y
salud, los sistemas de valores y cuestiones de conciencia personales o el hecho
inevitable de la muerte. Son meditaciones con las que los participantes maduran,
crecen, ganan distancia con respecto a lo banal y avanzan hacia lo verdadero. La
anticipación mental a posibles situaciones críticas que, a pesar de todo, podrían
tener su sentido, les ayuda a protegerse de las mismas y a soportar posibles
frustraciones, en vez de responder a ellas con la enfermedad. Los modelos antiguos
y los presentimientos de buenas noticias procedentes de lo espiritualmente
inconsciente se hacen un poco más conscientes.
recordar que los temas introducidos son completamente asequibles para personas
con poca formación, las cuales, a menudo, tropiezan incluso con una sabiduría
intrínseca que reconoce los enunciados logoterapéuticos como algo que siempre han
llevado latente sin estar formulado. Frankl hablaba a este respecto de una
«metafísica de la vida cotidiana» que él acostumbraba a inducir en sus pacientes.
Nivel 4
El cuarto nivel consiste en una última conversación individual sobre cualquier tema,
cuyo objetivo es el de disolver definitivamente la relación terapeuta-paciente. Los
antiguos pacientes no deberán sentirse más como tales y la imagen que tienen de sí
mismos deberá ser la de una persona sana y adulta. Por ello, en este nivel hay que
adoptar una conducta totalmente «aterapéutica». Se puede charlar con los pacientes
curados de lo que ellos deseen, pero no hay que mostrar nunca el más mínimo
interés en cualquier dificultad que pudieran tener, porque ahora les toca a ellos
curarse a sí mismos. Prácticamente, es como un «examen final»: deberán demostrar
que son lo suficientemente maduros y que pueden andar por su propio pie; en
general, se suelen ver así y se muestran orgullosos de la autonomía conquistada.
Naturalmente, no se le negará la ayuda a quien esté seriamente afectado, pero,
antes, los pacientes curados deberán comprobar si la herramienta logoterapéutica
que han obtenido y su propio «poder de obstinación del espíritu» les bastan para
curarse a sí mismos. Sólo así se podrá minimizar el enorme peligro de recaída y
ayudar de una vez por todas a aquellos cuya alma ha cedido (quién sabe desde
cuándo) a la tristeza.
Hay que admitir que el sentido de un sufrimiento nunca es manifiesto; en todo caso,
lo es con posterioridad al momento en que se produce. Sin embargo, un sufrimiento
podría tener un sentido que se escapará de cualquier entendimiento humano. Viktor
E. Frankl recurrió a una deducción analógica entre el mundo animal y el mundo
humano para explicar la relación entre éste y un hipotético «más allá».
Siguiendo esta idea, de vez en cuando explico a los participantes en mis terapias de
grupo la anécdota de un gato que vivía en nuestra casa y al que habíamos cogido
mucho cariño. Un día, un matrimonio conocido nuestro nos hizo una visita y trajo a
un enorme bulldog cuya diversión preferida era cazar felinos. Debido a ello, mientras
duró la visita encerramos a nuestro gato en una habitación contigua, donde se pasó
toda la tarde maullando desesperadamente. El animal no podía comprender por qué
había sido excluido y nosotros no podíamos hacerle entender el «sentido de su
sufrimiento», que no era otro que el de no ser destrozado de un bocado en el
pescuezo. ¿Por qué no podíamos explicarle el sentido de su exclusión? No era
porque no existiera tal sentido, sino porque el gatito no habría comprendido la más
clara de nuestras explicaciones. Al finalizar este relato, pregunto a los participantes si
son capaces de imaginarse que también nosotros, los seres humanos, nos
encontramos de vez en cuando en la situación del gato, arañando una puerta cerrada
y sin comprender el motivo de nuestra exclusión de los placeres de la vida. ¿No es
posible que en nosotros también haya escondido un sentido superior que no se
manifiesta ante nuestro entendimiento?
De este modelo se derivan indicaciones útiles para la orientación familiar, pero aquí
sólo quisiera considerar un aspecto como continuación de lo dicho anteriormente. En
la formación del sistema de valores personal debería considerarse preferentemente
la función llena de sentido que una persona desempeña en su familia o que le es
requerida responsablemente en interés de la prosperidad de la misma. Nadie en
nuestra sociedad está obligado a fundar una familia; todo el mundo es libre de seguir
estando solo. Sin embargo, quien se ha decidido por formar una familia, quien ha
dado el sí a su cónyuge y quizás ha traído hijos al mundo, ha adquirido la obligación
de satisfacer aquella función llena de sentido que le corresponde en la unión familiar.
Cuando los miembros del grupo han perfeccionado su sistema personal de valores,
lo han ampliado, lo han hecho compatible con la familia, se han sometido al «sentido
del momento» y han hecho examen de conciencia, entonces aflora inevitablemente
la pregunta de si la transitoriedad de la vida no apagará su capacidad de tener
valores. Por ello, al finalizar el círculo de meditación hay que plantear la asociación
de ideas logoterapéutica según la cual la capacidad de la vida para tener valores no
depende de la duración de la propia vida, sino de su calidad. Frankl comparaba la
vida con una película que se está rodando y cuya calidad tampoco depende de su
metraje. Por ejemplo, una película de viajes que se limita a mostrar durante dos
horas una camioneta avanzando por carreteras polvorientas estará menos
conseguida que otro filme que haya captado las vistas más bonitas del territorio por
el que se ha viajado.
Esta comparación del paso de la vida con una película también sirve para
comprender que la vida —como una película— sólo se acaba y se completa con su
final. Entonces, cada una de sus escenas quedará irrevocablemente expuesta a la
luz, plasmada en el celuloide del pasado, donde ya nada podrá ser modificado ni
falseado. Lo que estuvo mal seguirá estando mal, y lo que estuvo bien seguirá
estando bien. “El tiempo pasa, pero el acontecimiento se queda estacionado en la
historia. No podemos evitar lo acontecido; no podemos quitar de en medio lo creado.
En el pasado no hay nada perdido para siempre; en el pasado todo está a salvo de la
pérdida”. (Frankl, 67).
Con la metáfora de la filmoteca del pasado donde se almacenan las películas de las
vidas humanas concluidas, la persona creyente también puede imaginarse al
archivero, esa instancia que conoce todas las películas y se sabe hasta la más
mínima escena. Entonces, el hecho de «ser consciente» en vida sería reemplazado
por el de «ser conocido» en la muerte.
Así es: no es la vida que recibimos la que es corta, sino que somos nosotros quienes
la hacemos breve; no es que recibamos poco, sino que somos derrochadores. Igual
que una regia riqueza librada a manos de un propietario inútil se desvanece a los
cuatro vientos en un abrir y cerrar de ojos, mientras que un patrimonio, siquiera
moderado, se multiplica en manos de un buen custodio por las artes que éste
emplea con aquél, del mismo modo el conjunto de nuestra vida ofrece al que sabe
manejarla un amplio campo de acción [...]. ¿Qué quejas tenemos contra la
naturaleza? Ella se ha mostrado benévola: la vida es larga si se sabe utilizar bien.
(Séneca, 68).
CAPÍTULO 6
Los lectores de mi breve relato autobiográfico me pidieron que hiciera una exposición
más directa y completa de mi doctrina terapéutica. En consecuencia, añadí a la
edición original un sucinto resumen de lo que es la logoterapia. Pero no ha sido
suficiente; me acosan pidiéndome que trate más detenidamente el tema, de modo
que en la presente edición he dado una nueva redacción a mi relato, ampliándolo con
más detalles.
«¿A qué escuela pertenece usted?» «Es mi propia teoría; se llama logoterapia», le
repliqué. «Puede definirme en una frase lo que quiere decir logoterapia?» «Sí», le
dije, «pero antes que nada, ¿puede usted definir en una sola frase la esencia del
psicoanálisis?» He aquí su respuesta: «En el psicoanálisis, el paciente se tiende en
un diván y le dice a usted cosas que, a veces, son muy desagradables de decir.»
Tras lo cual y de inmediato yo le devolví la siguiente improvisación: «Pues bien, en la
logoterapia, el paciente permanece sentado, bien derecho, pero tiene que oír cosas
que, a veces, son muy desagradables de escuchar.»
Por supuesto dije esto en tono más bien festivo y sin pretender que fuera una versión
resumida de la logoterapia. Sin embargo, tiene mucho de verdad, pues, comparada
con el psicoanálisis, la logoterapia es un método menos retrospectivo y menos
introspectivo. La logoterapia mira más bien al futuro, es decir, a los cometidos y
Qué duda cabe de que mi definición simplificaba las cosas hasta el máximo y, sin
embargo, al aplicar la logoterapia el paciente ha de enfrentarse con el sentido de su
propia vida para, a continuación, rectificar la orientación de su conducta en tal
sentido. Por consiguiente, mi definición improvisada de la logoterapia es válida en
cuanto que el neurótico trata de eludir el cabal conocimiento de su cometido en la
vida, y el hacerle sabedor de esta tarea y despertarle a una concienciación plena
puede ayudar mucho a su capacidad para sobreponerse a su neurosis.
La búsqueda por parte del hombre del sentido de la vida constituye una fuerza
primaria y no una «racionalización secundaria» de sus impulsos instintivos. Este
sentido es único y específico en cuanto es uno mismo y uno solo quien tiene que
encontrarlo; únicamente así logra alcanzar el hombre un significado que satisfaga su
propia voluntad de sentido. Algunos autores sostienen que las sensaciones y los
principios no son otra cosa que «mecanismos de defensa», «formaciones y
sublimaciones de las reacciones». Por lo que a mí toca, yo no quisiera vivir
simplemente por amor de mis «mecanismos de defensa», ni estaría dispuesto a
morir por mis «formaciones de las reacciones». El hombre, no obstante, ¡es capaz de
vivir e incluso de morir por sus ideales y principios!
Hace unos cuantos años se realizó en Francia una encuesta de opinión. Los
resultados demostraron que el 80 por ciento de la población encuestada reconocía
que el hombre necesita «algo» por qué vivir. Además, el 61 por ciento admitía que
había algo, o alguien, en su vida por cuya causa estaban dispuestos incluso a morir.
Repetí esta encuesta en mi clínica de Viena tanto entre los pacientes como entre el
personal y el resultado fue prácticamente similar al obtenido entre las miles de
personas encuestadas en Francia; la diferencia fue sólo de un 2 por ciento. En otras
palabras, la voluntad de sentido para muchas personas es cuestión de hecho, no de
fe.
Ni que decir tiene que son muchos los casos en que la insistencia de algunas
personas en los principios morales no es más que una pantalla para ocultar sus
conflictos internos; pero aun siendo esto cierto, representa la excepción a la regla y
no la mayoría. En dichos casos se justifica la interpretación psicodinámica como un
intento de analizar la dinámica inconsciente que le sirve de base. Nos encontramos
en realidad ante pseudoprincipios (buen ejemplo de ello es el caso del fanático) que,
por lo mismo, es preciso desenmascarar. El desenmascaramiento o la
desmitificación cesará, sin embargo, en cuanto uno se tope con lo que el hombre
tiene de auténtico y de genuino; por ejemplo, el deseo de una vida lo más
significativa posible. Si al llegar aquí no se detiene, el hombre que realiza el
Sin embargo, debe quedar bien claro que en el hombre no cabe hablar de eso que
suele llamarse impulso moral o impulso religioso, interpretándolo de manera idéntica
a cuando decimos que los seres humanos están determinados por los instintos
básicos. Nunca el hombre se ve impulsado a una conducta moral; en cada caso
concreto decide actuar moralmente. Y el hombre no actúa así para satisfacer un
impulso moral y tener una buena conciencia; lo hace por amor de una causa con la
que se identifica, o por la persona que ama, o por la gloria de Dios. Si obra para
tranquilizar su conciencia será un fariseo y dejará de ser una persona
verdaderamente moral. Creo que hasta los mismos santos no se preocupan de otra
cosa que no sea servir a su Dios y dudo siquiera de que piensen en ser santos. Si
así fuera serían perfeccionistas, pero no santos. Cierto que, como reza el dicho
alemán, una buena conciencia es la mejor almohada»; pero la verdadera moralidad
es algo más que un somnífero o un tranquilizante.
Las neurosis noógenas no nacen de los conflictos entre impulsos e instintos, sino
más bien de los conflictos entre principios morales distintos; en otras palabras, de los
conflictos morales o, expresándonos en términos más generales, de los problemas
espirituales, entre los que la frustración existencial suele desempeñar una función
importante.
A lo largo de un análisis que había durado cinco años, el paciente, cada vez se había
ido sintiendo más dispuesto a aceptar estas interpretaciones, hasta que al final era
incapaz de ver el bosque de la realidad a causa de los árboles de símbolos e
imágenes. Tras unas cuantas entrevistas, quedó bien patente que su voluntad de
sentido se había visto frustrada por su vocación y añoraba no estar realizando otro
trabajo distinto. Como no había ninguna razón para no abandonar su empleo y
dedicarse a otra cosa, así lo hizo y con resultados muy gratificantes. Según me ha
informado recientemente, lleva ya cinco años en su nueva profesión y está contento.
Dudo mucho de que, en este caso, yo tratara con una personalidad neurótica, ni
mucho menos, y por ello dudo de que necesitara ningún tipo de psicoterapia, ni
tampoco de logoterapia, por la sencilla razón de que ni siquiera era un paciente.
Pues no todos los conflictos son necesariamente neuróticos y, a veces, es normal y
saludable cierta dosis de conflictividad. Análogamente, el sufrimiento no es siempre
un fenómeno patológico; más que un síntoma neurótico, el sufrimiento puede muy
bien ser un logro humano, sobre todo cuando nace de la frustración existencial. Yo
niego categóricamente que la búsqueda de un sentido para la propia existencia, o
incluso la duda de que exista, proceda siempre de una enfermedad o sea resultado
de ella. La frustración existencial no es en sí misma ni patológica ni patógena. El
interés del hombre, incluso su desesperación por lo que la vida tenga de valiosa, es
una angustia espiritual pero no es en modo alguno una enfermedad mental. Muy bien
pudiera acaecer que al interpretar la primera como si fuera la segunda, el
especialista se vea inducido a enterrar la desesperación existencial de su paciente
6.4 Noodinámica
Cierto que la búsqueda humana de ese sentido y de esos principios puede nacer de
una tensión interna y no de un equilibrio interno.
que es válido para cualquier psicoterapia. Los campos de concentración nazis fueron
testigos (y ello fue confirmado más tarde por los psiquiatras norteamericanos tanto
en Japón como en Corea) de que los más aptos para la supervivencia eran aquellos
que sabían que les esperaba una tarea por realizar.
Puede verse, pues, que la salud se basa en un cierto grado de tensión, la tensión
existente entre lo que ya se ha logrado y lo que todavía no se ha conseguido; o el
vacío entre lo que se es y lo que se debería ser. Esta tensión es inherente al ser
humano y por consiguiente es indispensable al bienestar mental. No debemos, pues,
dudar en desafiar al hombre a que cumpla su sentido potencial. Sólo de este modo
despertamos del estado de latencia su voluntad de significación. Considero un
concepto falso y peligroso para la higiene mental dar por supuesto que lo que el
hombre necesita ante todo es equilibrio o, como se denomina en biología
«homeostasis»; es decir, un estado sin tensiones. Lo que el hombre realmente
necesita no es vivir sin tensiones, sino esforzarse y luchar por una meta que le
merezca la pena. Lo que precisa no es eliminar la tensión a toda costa, sino sentir la
llamada de un sentido potencial que está esperando que él lo cumpla. Lo que el
hombre necesita no es la «homeostasis», sino lo que yo llamo la «noodinámica», es
decir, la dinámica espiritual dentro de un campo de tensión bipolar en el cual un polo
viene representado por el significado que debe cumplirse y el otro polo por el hombre
que debe cumplirlo. Y no debe pensarse que esto es cierto sólo para las condiciones
Mi equipo del departamento neurológico realizó una encuesta entre los pacientes y
los enfermos del Hospital Policlínico de Viena y en ella se reveló que el 55 por ciento
de las personas encuestadas acusaban un mayor o menor grado de vacío
existencial. En otras palabras, más de la mitad de ellos habían experimentado la
pérdida del sentimiento de que la vida es significativa.
Sin contar con que el vacío existencial se manifiesta enmascarado con diversas
caretas y disfraces. A veces la frustración de la voluntad de sentido se compensa
mediante una voluntad de poder, en la que cabe su expresión más primitiva: la
voluntad de tener dinero. En otros casos en que la voluntad de sentido se frustra,
viene a ocupar su lugar la voluntad de placer. Por esta razón la frustración existencial
«Toda terapia debe ser, además, logoterapia, aunque sea en un grado mínimo.»
Dudo de que haya ningún médico que pueda contestar a esta pregunta en términos
generales, ya que el sentido de la vida difiere de un hombre a otro, de un día para
otro, de una hora a otra hora. Así pues, lo que importa no es el sentido de la vida en
términos generales, sino el significado concreto de la vida de cada individuo en un
momento dado. Plantear la cuestión en términos generales puede equipararse a la
pregunta que se hizo a un campeón de ajedrez: «Dígame, maestro, ¿cuál es la mejor
jugada que puede hacerse?» Lo que ocurre es, sencillamente, que no hay nada que
Como quiera toda situación vital representa un reto para el hombre y le plantea un
problema que sólo él debe resolver, la cuestión del significado de la vida puede en
realidad invertirse. En última instancia, el hombre no debería inquirir cuál es el
sentido de la vida, sino comprender que es a él a quien se inquiere. En una palabra,
a cada hombre se le pregunta por la vida y únicamente puede responder a la vida
respondiendo por su propia vida; sólo siendo responsable puede contestar a la vida.
De modo que la logoterapia considera que la esencia íntima de la existencia humana
está en su capacidad de ser responsable.
Esta no puede ser en sí misma una meta por la simple razón de que cuanto más se
esfuerce el hombre por conseguirla más se le escapa, pues sólo en la misma medida
en que el hombre se compromete al cumplimiento del sentido de su vida, en esa
Ya hemos dicho que el sentido de la vida siempre está cambiando, pero nunca cesa.
De acuerdo con la logoterapia, podemos descubrir este sentido de la vida de tres
modos distintos: (1) realizando una acción; (2) teniendo algún principio; y (3) por el
sufrimiento. En el primer caso el medio para el logro o cumplimiento es obvio. El
segundo y tercer medio precisan ser explicados.
El segundo medio para encontrar un sentido en la vida es sentir por algo como, por
ejemplo, la obra de la naturaleza o la cultura; y también sentir por alguien, por
ejemplo el amor.
Un tercer cauce para encontrar el sentido de la vida es por vía del sufrimiento.
Cuando uno se enfrenta con una situación inevitable, insoslayable, siempre que uno
tiene que enfrentarse a un destino que es imposible cambiar, por ejemplo, una
enfermedad incurable, un cáncer que no puede operarse, precisamente entonces se
le presenta la oportunidad de realizar el valor supremo, de cumplir el sentido más
profundo, cual es el del sufrimiento. Porque lo que más importa de todo es la actitud
que tomemos hacia el sufrimiento, nuestra actitud al cargar con ese sufrimiento.
Citaré un ejemplo muy claro: en una ocasión, un viejo doctor en medicina general me
consultó sobre la fuerte depresión que padecía. No podía sobreponerse a la pérdida
de su esposa, que había muerto hacía dos años y a quien él había amado por
encima de todas las cosas. ¿De qué forma podía ayudarle? ¿Qué decirle? Pues
bien, me abstuve de decirle nada y en vez de ello le espeté la siguiente pregunta: «
¿Qué hubiera sucedido, doctor, si usted hubiera muerto primero y su esposa le
hubiera sobrevivido?» «¡Oh!», dijo, «para ella hubiera sido terrible, habría sufrido
muchísimo!» A lo que le repliqué: «Lo ve, doctor, usted le ha ahorrado a ella todo ese
sufrimiento; pero ahora tiene que pagar por ello sobreviviendo y llorando su muerte.»
Claro está que en este caso no hubo terapia en el verdadero sentido de la palabra,
puesto que, para empezar, su sufrimiento no era una enfermedad y, además, yo no
podía dar vida a su esposa. Pero en aquel preciso momento sí acerté a modificar su
actitud hacia ese destino inalterable en cuanto a partir de ese momento al menos
podía encontrar un sentido a su sufrimiento.
Uno de los postulados básicos de la logoterapia estriba en que el interés principal del
hombre no es encontrar el placer, o evitar el dolor, sino encontrar un sentido a la
vida, razón por la cual el hombre está dispuesto incluso a sufrir a condición de que
ese sufrimiento tenga un sentido.
Ni que decir tiene que el sufrimiento no significará nada a menos que sea
absolutamente necesario; por ejemplo, el paciente no tiene por qué soportar, como si
llevara una cruz, el cáncer que puede combatirse con una operación; en tal caso
sería masoquismo, no heroísmo.
Traigo ahora a la memoria lo que tal vez constituya la experiencia más honda que
pasé en un campo de concentración. Las probabilidades de sobrevivir en uno de
estos campos no superaban la proporción de 1 a 28 como puede verificarse por las
estadísticas. No parecía posible, cuanto menos probable, que yo pudiera rescatar el
manuscrito de mi primer libro, que había escondido en mi chaqueta cuando llegué a
Auschwitz. Así pues, tuve que pasar el mal trago y sobreponerme a la pérdida de mi
hijo espiritual. Es más, parecía como si nada o nadie fuera a sobrevivirme, ni un hijo
físico, ni un hijo espiritual, nada que fuera mío. De modo que tuve que enfrentarme a
la pregunta de si en tales circunstancias mi vida no estaba huérfana de cualquier
sentido.
Un poco más tarde, según recuerdo, me pareció que no tardaría en morir. En esta
situación crítica, sin embargo, mi interés era distinto del de mis camaradas. Su
pregunta era: «¿Sobreviviremos a este campo? Pues si no, este sufrimiento no tiene
sentido.» La pregunta que yo me planteaba era algo distinta: «¿Tienen todo este
sufrimiento, estas muertes en torno mío, algún sentido? Porque si no,
definitivamente, la supervivencia no tiene sentido, pues la vida cuyo significado
depende de una casualidad —ya se sobreviva o se escape a ella— en último término
no merece ser vivida.»
Cada día que pasa, el médico se ve confrontado más y más con las preguntas: ¿Qué
es la vida? ¿Qué es el sufrimiento, después de todo? Cierto que incesante y
continuamente al psiquiatra le abordan hoy pacientes que le plantean problemas
humanos más que síntomas neuróticos. Algunas de las personas que en la
actualidad visitan al psiquiatra hubieran acudido en tiempos pasados a un pastor, un
sacerdote o un rabino, pero hoy, por lo general, se resisten a ponerse en manos de
un eclesiástico, de forma que el médico tiene que hacer frente a cuestiones
filosóficas más que a conflictos emocionales.
quedó sola con otro hijo mayor, que estaba impedido como consecuencia de la
parálisis infantil. El muchacho no podía moverse más que en una silla de ruedas. Y
su madre se rebelaba contra el destino. Ahora bien, cuando ella intentó suicidarse
junto con su hijo, fue precisamente el tullido quien le impidió hacerlo. ¡El quería vivir!
Para él, la vida seguía siendo significativa, ¿por qué no había de serlo para su
madre? ¿Cómo podría seguir teniendo sentido su vida? ¿Y cómo podíamos ayudarla
a que fuera consciente de ello?
«Oh, me casé con un millonario; tuve una vida llena de riquezas, ¡y la viví
plenamente! ¡Coqueteé con los hombres, me burlé de ellos! Pero, ahora tengo
ochenta años y ningún hijo. Al volver la vista atrás, ya vieja como soy, no puedo
comprender el sentido de todo aquello; y ahora no tengo más remedio que decir: ¡mi
vida fue un fracaso!»
Invité entonces a la madre del muchacho paralítico a que se imaginara a ella misma
en una situación semejante, considerando lo que había sido su vida. Oigamos lo que
dijo, grabado igualmente: «Yo quise tener hijos y mi deseo se cumplió; un hijo se
murió y el otro hubiera tenido que ir a alguna institución benéfica si yo no me hubiera
ocupado de él. Aunque está tullido e inválido, es mi hijo después de todo, de manera
que he hecho lo posible para que tenga una vida plena. He hecho de mi hijo un ser
humano mejor.» Al llegar a este punto rompió a llorar y, sollozando, continuó: «En
cuanto a mí, puedo contemplar en paz mi vida pasada, y puedo decir que mi vida
estuvo cargada de sentido y yo intenté cumplirlo con todas mis fuerzas. He obrado lo
mejor que he sabido; he hecho lo mejor que he podido por mi hijo. ¡Mi vida no ha
sido un fracaso!»
Pasado un rato, procedí a hacer otra pregunta; esta vez me dirigía a todo el grupo.
Les pregunté si un chimpancé al que se había utilizado para producir el suero de la
poliomielitis y, por tanto, había sido inyectado una y otra vez, sería capaz de
aprender el significado de su sufrimiento. Al unísono, todo el grupo contestó que no,
rotundamente; debido a su limitada inteligencia, el chimpancé no podía introducirse
en el mundo del hombre, que es el único mundo donde se comprendería su
sufrimiento. Entonces continué formulando la siguiente pregunta: «Y qué hay del
hombre? ¿Están ustedes seguros de que el mundo humano es un punto terminal en
la evolución del cosmos? ¿No es concebible que exista la posibilidad de otra
dimensión, de un mundo más allá del mundo del hombre, un mundo en el que la
pregunta sobre el significado último del sufrimiento humano obtenga respuesta?»
6.11 El suprasentido
El psiquiatra que vaya más allá del concepto del suprasentido, más tarde o más
temprano se sentirá desconcertado por sus pacientes, como me sentí yo cuando mi
hija de 6 años me hizo esta pregunta:
«¿Por qué hablamos del buen Dios?» A lo que le contesté: «Hace unas semanas
tenías sarampión y ahora el buen Dios te ha curado.» Pero la niña no quedó muy
contenta y replicó: «Muy bien, papá, pero no te olvides de que primero él me envió el
sarampión>>.
como viejo pecador que era, con ser destinado a un puesto tan bueno. Yo no le
contradije, pero repliqué: «¿No es concebible, rabino, que precisamente sea ésta la
finalidad de que usted sobreviviera a su familia, que usted pueda haberse purificado
a través de aquellos años de sufrimiento, de suerte que también usted, aun no
siendo inocente como lo eran sus hijos, pueda llegar a ser igualmente digno de
reunirse con ellos en el cielo? ¿No está escrito en los Salmos que Dios conserva
todas nuestras lágrimas?. Y así tal vez ninguno de sus sufrimientos haya sido en
vano.» Por primera vez en muchos años y, al amparo de aquel nuevo punto de vista
que tuve la oportunidad de presentarle, el rabino encontró alivio a sus sufrimientos.
A este tipo de cosas que parecen adquirir significado al margen de la vida humana
pertenecen no ya sólo el sufrimiento, sino la muerte, no sólo la angustia sino el fin de
ésta. Nunca me cansaré de decir que el único aspecto verdaderamente transitorio de
la vida es lo que en ella hay de potencial y que en el momento en que se realiza, se
hace realidad, se guarda y se entrega al pasado, de donde se rescata y se preserva
de la transitoriedad. Porque nada del pasado está irrecuperablemente perdido, sino
que todo se conserva irrevocablemente.
Ahora bien, la logoterapia también ha ideado una técnica que trata estos casos. Para
entender lo que sucede cuando se utiliza esta técnica, tomemos como punto de
partida una condición que suele darse en los individuos neuróticos, a saber: la
ansiedad anticipatoria. Es característico de ese temor el producir precisamente
aquello que el paciente teme. Por ejemplo, una persona que teme ponerse colorada
cuando entra en una gran sala y se encuentra con mucha gente, se ruborizará sin la
menor duda. En este sentido podría extrapolarse el dicho: «El deseo es el padre del
pensamiento» y afirmar que «el miedo es la madre del suceso». Por irónico que
parezca, de la misma forma que el miedo hace que suceda lo que uno teme, una
intención obligada hace imposible lo que uno desea a la fuerza.
El lector advertirá que este procedimiento consiste en darle la vuelta a la actitud del
paciente en la medida en que su temor se ve reemplazado por un deseo paradójico.
Mediante este tratamiento, el viento se aleja de las velas de la ansiedad.
Los informes de unos pocos casos más pueden servir para explicar mejor este
método. El paciente que cito a continuación era un contable que había sido tratado
por varios doctores en distintas clínicas sin obtener ningún avance terapéutico.
Cuando llegó a verme estaba en el límite de la desesperación y reconocía que
estaba a punto de suicidarse. Durante varios años venía padeciendo el calambre de
los escribientes, que últimamente era tan agudo que corría grave peligro de perder
su empleo. De modo que una situación tal sólo podía aliviarse por una terapia breve
e inmediata. Para iniciar el tratamiento, mi ayudante recomendó al paciente que
hiciera justamente lo contrario de lo que venía haciendo; es decir, en vez de tratar de
escribir con la mayor claridad y pulcritud posibles, que escribiera con los peores
garabatos. Se le aconsejó que se dijera para sus adentros: «Bueno, ahora voy a
mostrar a toda esa gente lo buen chupatintas que soy.» Y en el momento en que
deliberadamente trató de garrapatear, le fue imposible hacerlo. «Intenté hacer
garabatos, pero no pude, así de sencillo», nos contó al día siguiente. En 48 horas el
paciente pudo, de este modo, liberarse de su calambre de escribiente y así continuó
durante el período de observación después del tratamiento. Hoy es un hombre feliz y
puede trabajar a pleno rendimiento.
Nunca en su vida, hasta donde el tartamudo podía recordar, se había visto libre de
esta dificultad para hablar, ni por un momento, excepto una vez. Ello sucedió cuando
tenía 12 años y se había subido detrás de un coche de la calle para hacerse llevar.
Cuando el conductor le agarró, pensó que la única forma de escapar era atraerse su
simpatía, por lo cual trató de demostrarle que era un pobre muchacho tartamudo.
Desde el momento en que intentó tartamudear fue incapaz de conseguirlo. Sin darse
cuenta, había practicado la intención paradójica, si bien no con propósitos
terapéuticos.
Muy a menudo hemos visto cómo las causas de las neurosis, es decir, los complejos,
conflictos y traumas son a veces los síntomas de las neurosis y no sus causas. El
arrecife que se hace visible con la marea baja no es la causa de la marea baja, claro
está, es la marca baja lo que hace que el arrecife se muestre. Ahora bien, ¿que es la
melancolía sino una especie de marca baja anormal? Y otra vez en este caso, los
sentimientos de culpa que aparecen de manera típica en las «depresiones
endógenas» (no confundirlas con las depresiones neuróticas) no son la causa de
Cada edad tiene su propia neurosis colectiva. Y cada edad precisa su propia
psicoterapia para vencerla. El vacío existencial que es la neurosis masiva de nuestro
tiempo puede descubrirse como una forma privada y personal de nihilismo, ya que el
nihilismo puede definirse como la aseveración de que el ser carece de significación.
Por lo que a la psicoterapia se refiere, no obstante, nunca podrá vencer este estado
de cosas a escala masiva si no se mantiene libre del impacto y de la influencia de las
tendencias contemporáneas de una filosofía nihilista; de otra manera representa un
síntoma de la neurosis masiva, en vez de servir para su posible curación. La
psicoterapia no sólo será reflejo de una filosofía nihilista, sino que asimismo, aun
cuando sea involuntariamente y sin quererlo, transmitirá al paciente una caricatura
del hombre y no su’ verdadera representación.
Análogamente, todo ser humano tiene la libertad de cambiar en cada instante. Por
consiguiente, podemos predecir su futuro sólo dentro del amplio marco de la
encuesta estadística que se refiere a todo un grupo; la personalidad individual, no
obstante, sigue siendo impredecible. Las bases de toda predicción vendrán
representadas por las condiciones biológicas, psicológicas o sociológicas. No
obstante, uno de los rasgos principales de la existencia humana es la capacidad para
elevarse por encima de estas condiciones y trascenderlas. Análogamente, y en
último término, el hombre se trasciende a sí mismo; el ser humano es un ser
autotrascendente.
Esta es la historia del doctor J., el «asesino de masas de Steinhof» ¡Cómo predecir la
conducta del hombre! Se pueden predecir los movimientos de una máquina, de un
autómata; más aún, se puede incluso intentar predecir los mecanismos o
«dinámicas» de la psique humana; pero el hombre es algo más que psique.
Nada hay concebible que pueda condicionar al hombre de tal forma que le prive de la
más mínima libertad. Por consiguiente, al neurótico y aun al psicótico les queda
también un resto de libertad, por pequeño que sea. De hecho, la psicosis no roza
siquiera el núcleo central de la personalidad del paciente. Recuerdo a un hombre de
unos 60 años que me enviaron a causa de las alucinaciones auditivas que padecía
desde hacía décadas. Tenía frente a mí una personalidad totalmente derrumbada.
Cuando pasaba por algún lugar, cuantos había en su derredor le tomaban por un
idiota. Y sin embargo, ¡qué extraño encanto irradiaba aquel hombre! De niño había
querido ser sacerdote, pero tuvo que contentarse con la única alegría que podía
experimentar y que era cantar los domingos por la mañana en el coro de la iglesia.
Pues bien, la hermana que le acompañaba nos informó de que, a veces, se ponía
muy excitado; pero en el último momento era capaz de dominarse. Me interesó
sumamente la .psicodinámica que acompañaba al caso, ya que pensé que el
paciente tenía una fuerte fijación en su hermana; así que le pregunté qué hacía para
controlarse: « ¿Por quién lo hace?» A continuación siguió una pausa de unos
segundos y entonces el paciente contestó: «Lo hago por Dios.» En ese momento, lo
más profundo de su personalidad se hizo patente y en el fondo de aquella hondura
se reveló una auténtica vida religiosa a pesar de la pobreza de su formación
intelectual.
Un individuo psicótico incurable puede perder la utilidad del ser humano y conservar,
sin embargo, su dignidad. Tal es mi credo psiquiátrico. Yo pienso que sin él no vale
la pena ser un psiquiatra. ¿A santo de qué? ¿Sólo por consideración a una máquina
El ser humano no es una cosa más entre otras cosas; las cosas se determinan unas
a las otras; pero el hombre, en última instancia, es su propio determinante. Lo que
llegue a ser —dentro de los límites de sus facultades y de su entorno— lo tiene que
hacer por sí mismo. En los campos de concentración, por ejemplo, en aquel
laboratorio vivo, en aquel banco de pruebas, observábamos y éramos testigos de
que algunos de nuestros camaradas actuaban como cerdos mientras que otros se
comportaban como santos. El hombre tiene dentro de sí ambas potencias; de sus
decisiones y no de sus condiciones depende cuál de ellas se manifieste.
CAPÍTULO 7
GRUPOS COMPARTIDOS
La búsqueda de sentido debe seguir siendo personal, y debe tenerse cuidado a fin
de evitar presiones de los miembros en el seno del grupo. El diálogo socrático se
convierte en “multilogo”. El facilitador tiene que asegurarse de que los participantes
no intenten resolver problemas de los demás. El descubrimiento del significado sigue
siendo la responsabilidad del individuo. Se aceptan sugestiones, pero no en la forma
de consejo que provoque una reacción de “sí, pero...” Las experiencias de los
miembros del grupo son más efectivas cuando se presentan en forma de ejemplos,
especialmente después de que se ha percibido una logopista. Los participantes
pueden decir: “Sí, yo una vez estuve en la misma situación, e hice esto o lo otro”, la
decisión queda en manos del facilitador; los demás miembros simplemente lo han
ayudado a descubrir las alternativas.
o Crear una atmósfera de apoyo mutuo en la que pueda tener lugar una
comunicación en su más libre, desinhibido y personal significado.
o Lograr que los participantes tengan conciencia de los recursos del espíritu
humano: Autodescubrimiento, capacidad de selección, individualidad,
responsabilidad y autotrascendencia.
o Ayudarlos a descubrir en dónde están, adónde quieren ir y cómo llegar allá, paso
a paso.
o Enfocar la atención en lo que está bien en ellos, y cómo pueden aprender de algo
que piensan que está mal.
La comunicación debe ser vista a un nivel más profundo que el usual en las
relaciones sociales. Debe permanecer en un nivel personal. Cuando se hable de
libros, películas o de las experiencias de otras personas, decir cómo se siente uno
acerca de ello.
Las características más importantes de los facilitadores son empatía, calidez, tacto,
autenticidad y la voluntad de no hablar demasiado. Los facilitadores tienen ocho
funciones principales.
Fred Dejé a mi pastor alemán en el coche y debo salir de tiempo en tiempo para ver
si está bien.
Un miembro del grupo: ¿Es él más importante para ti de lo que somos nosotros?
La forma como Fred dijo lo anterior captó la atención del grupo. Era la primera vez
que había mostrado alguna emoción. En la discusión que tuvo lugar, una mujer le
dijo a Fred que ella y su esposo también tenían un perro al que querían, que
lamentaban tener que dejarlo en una perrera una vez que salían de viaje, porque
evidentemente era infeliz allí. Ellos estaban planeando salir el próximo fin de semana
—, ¿podría Fred cuidar de su perro?—. La mujer explicó que como él amaba a los
animales, seguramente le daría más atención que la que podría recibir en la perrera.
Ella y su esposo le pagarían con todo gusto la misma cantidad que a la perrera. Fred
se mostró asombrado por la proposición, pero después de un poco de insistencia
aceptó. Durante las conversaciones que tuvieron lugar en subsecuentes reuniones
del grupo, se puso en evidencia que era la primera vez en su vida que Fred había
recibido el ofrecimiento de una paga por algo que disfrutaba hacer. Desde ese día
aumentó la participación de Fred en el grupo y los demás miembros lo aceptaron ya
como uno de ellos. En la última sesión se pidió a todos que manifestaran sus
impresiones con relación a los demás. Uno de los participantes le dijo a Fred:
“Cuando te vi. por primera vez, pensé que eras un don nadie. Ahora veo que eres
una buena persona. Amas a los animales. Deseo que algún día encuentres a
alguien, quizá una mujer joven, a la que aprendas a amar”.
Fred dio al grupo un buen número de logopistas. Se le pidió que hiciera una lista de
actividades con significado para él. No resultó ninguna sorpresa que los animales
tuvieran importancia entre las que enumeró. Escogió una actividad de entre esa lista
de alternativas: ofrecerse de voluntario en un hospital de animales. Como primer
paso hacia esa meta, puso un anuncio en el periódico y consiguió un empleo sin
paga para hacer la limpieza en una tienda de mascotas. Regresó a la escuela, se
graduó y fue contratado por la misma tienda para cuidar a los animales. Más tarde
Otra mujer del grupo explotó: “Qué pasa contigo? ¿Cómo puedes ser tan estúpida?
¿Qué no has oído nada acerca del control natal?”
Sue habló diciendo al grupo cómo se sentía. “Yo por varios años he deseado
embarazarme, pero por alguna razón no lo había logrado”.
La persona que recibe la bola repite lo que el facilitador acaba de decir: “Usted es
Fred Jones, profesor de secundaria, y está feliz porque acaba de convertirse en
padre”. Enseguida se presenta a sí mismo, menciona algo positivo propio, y
manteniendo el hilo en sus manos lanza la bola a otro integrante del círculo. Este
patrón se repite una y otra vez hasta que han participado todos. La bola se achica a
medida que se forma una red de estambre que une a los participantes. Cada
persona repite lo que ha dicho la anterior. Este “juego” demuestra su
interdependencia y los motiva a escuchar con atención lo que los otros están
diciendo.
Si los participantes parecen estar nerviosos, tímidos y dicen poco o nada (tienen
derecho a hacerlo) durante la sesión introductoria, la primera sesión formal puede
principiar de manera diferente. A cada quien se le puede pedir que seleccione a un
compañero (de entre los extraños no de sus amistades) y se pide a las parejas
resultantes que conversen entre sí por unos minutos.
Durante la primera sesión los integrantes no pasan más allá de la superficie, pero se
ha iniciado el proceso de comunicación.
Las ideas que constituyen la base del enfoque logoterapéutico no deben presentarse
al grupo en forma de conferencias. Más bien deben suministrarse gradualmente,
mediante pequeñas ayudas, cuando ello parezca apropiado. La información básica
puede provenir de libros que leerán los participantes. Todas las ideas, ejercicios,
juegos y técnicas que se han discutido en este libro, podrían adaptarse al proceso
del grupo.
Preparación de listas
Se pide a los participantes que hagan una lista con las cosas que les gustan y
disgustan de ellos mismos. El autodescubrimiento que resulta de esto se acentúa
con los comentarios de los demás miembros del grupo. Aún las personas que
permanecen en silencio durante las discusiones, probablemente tengan una visión
“Ajá” dentro de ellos mismos.
7.6 Logodrama
Una manera de involucrar a los miembros del grupo en un problema expuesto por
otro, es hacerlos participar en un logodrama. El logodrama da la oportunidad de
trabajar una situación problemática representando el papel de alguna persona con la
que se tiene conflicto, (pareja, padre, hermano, jefe).
Cuando se utiliza el logodrama en grupo, no es necesario contar con una silla vacía.
Si el comportamiento de uno de los actores no coincide con el del papel que está
representando, el director detiene el juego y da instrucciones adicionales. Los que no
desempeñan ningún papel, están como observadores y pueden actuar como
“dobles”. Si alguno cree que hay algo que uno de los personajes debería decir, como
doble se coloca detrás del que está desempeñando el papel, le pone una mano en el
hombro y dice lo que esa persona debería expresar. Quien está representando al
personaje, puede entonces repetir lo que sugirió el doble.
Por ejemplo, Jack tiene un problema con su hermano, quien causa líos y luego
manipula las cosas de manera que culpen a Jack.
Jack: (Gritando): Tú, maldito mentiroso. Hipócrita. ¡Toda mi vida me has estado
poniendo en ascuas!
Durante la discusión que siguió, el miembro del grupo que hacía el papel de doble,
explicó que tenía la impresión de que el problema de Jack era que no sabía cómo
expresar su coraje. Jack convino con ello. Si no, habría dicho al doble que no podía
aceptar las palabras que había sugerido. El doble puede ayudar a la gente a que se
dé cuenta de que no es capaz de expresar amor, que lleva máscaras sobre su
verdadera personalidad, (jugando al payaso, al buen partido, al incansable sexual, al
macho). Mediante el uso de dobles puede abrirse la puerta a nuevas perspectivas.
Al poco tiempo estaba exhausta. Abandonó la escuela y dejó el club 4-H. Su tía —
hermana de su madre— quería que se fuera a vivir con ella a la ciudad. Verna y los
miembros del grupo organizaron un logodrama acerca de esa situación.
Tía: Ven a vivir conmigo. Tú estás joven y necesitas llevar una vida apropiada para
una chica de 17 años. Aunque no me quieras, ¿no te amas a ti misma?
Tía: Dices que estás demasiado cansada para aceptar una cita, o para ir al cine. El
4-H representa para ti utilizar la cabeza, el corazón, las manos y tu salud. Ahora,
todo lo que utilizas son tus manos. Estás arruinando tu salud.
Verna: Papá, yo llevo tus libros de cuentas, sé que estaremos en problemas por un
buen tiempo.
Verna: Tal vez él debería asumir una mayor responsabilidad. Pero no es egoísta. Yo
lo amo y él a mí.
El problema no ha sido resuelto —los grupos compartidos no son para eso—, pero
se han abierto las puertas para ello.
Cuando los pacientes elaboran el mapa de sus vidas, que muestra, altas y bajas,
puntos de cambio, relaciones, áreas claras y obscuras; pueden, por turnos, prender
los mapas en la pared y discutirlos. La retroalimentación de los miembros del grupo,
a partir de los mapas de la vida puede abrir nuevas perspectivas.
Una mujer con estudios profesionales que había trazado el mapa de su vida, fue
asaltada por la pregunta: “¿Dónde está tu familia en este dibujo?” Otro miembro del
grupo fue festejado por el comentario: “Me da gusto ver que en cada manchón negro
o café hay una parte verde, es como si vieras un brote de vida en cada situación
desesperada”. A un hombre del grupo que se quejaba por el caos de su vida, le
dijeron: “Mira las líneas azules en aquellos garabatos, forman una estrella”. Otro
individuo estaba sorprendido cuando le hicieron ver: “Es gracioso que use usted el
mismo color naranja para representar su divorcio, que dijo era la peor cosa que le
había sucedido y para mostrar el encuentro con su congregación religiosa, que
aseguró era lo mejor que le había pasado. ¿Qué tienen en común?”. Después de un
momento de reflexión, el hombre replicó: “Creo que ambos me hicieron crecer”.
Robert Leslie y otros logoterapeutas, utilizan libros en los grupos como indicadores
hacia el sentido. Se usa la lectura no para discusiones intelectuales, sino como
trampolín para profundizaciones personales. La historia de Job puede conducir a
Leslie, en su libro Jesús como consejero, explora siete historias tomadas de Las
Escrituras, que pueden servir de base para discusiones en grupo. Entre ellas incluye
la historia de Zacarías, Lucas 19:1-10 (movilizando el poder desafiante), la parábola
del rico y el joven soberano, Marcos, 10.17.22 (encontrando una tarea personal en la
vida) y la leyenda del joven paralítico, Marcos 2.2.12 (solución de un conflicto de
valores).
7. 9 Grupos de derreflexion
Los grupos de derreflexión tienen una regla que los diferencia de otros que son
compartidos, en donde el énfasis está puesto en los problemas. En los grupos de
derreflexión solamente pueden discutirse los aspectos positivos de la vida de cada
persona. Si un participante insiste en lo negativo, todos reiteran que eso constituye
una violación a la regla básica del grupo. Si la persona negativa tiene un problema
que requiere mayor análisis, el facilitador hará arreglos para sostener una reunión
privada.
La mayor parte de las personas pone más atención a problemas mínimos que a las
experiencias placenteras. Esperan dificultades y las hacen notar. En los grupos de
derreflexión la atención se dirige hacia acontecimientos positivos, aun a los triviales
—alguien le sonrió, escuchó el canto de un ave, contempló una bella figura en una
nube—. Se pide a cada participante que lleve un diario de sus experiencias y
encuentros placenteros, y lea sus anotaciones todas las noches antes de irse a la
cama. En el grupo, se pide a cada uno que relate tres incidentes positivos que haya
experimentado u observado desde la última sesión. Lo positivo se convierte en el
centro de atención.
verano pasado”, pensó más bien en un gato muerto. Como explicación contó al
grupo la siguiente historia.
Durante el verano pasado, había sostenido una discusión por teléfono con su pareja.
Después de eso, decidió ir a casa de él para “decirle todo sin rodeos”. Cuando iba en
camino vio un gato muerto en la calle. Eso la hizo pensar acerca de lo corta que es la
vida, y se dio cuenta de que no quería desperdiciar esos momentos preciosos
discutiendo sobre trivialidades. Cuando llegó a la casa de su pareja, iba de un talante
diferente del que tenía cuando había salido. En lugar de pelear nuevamente y
separarse, se reconciliaron y volvieron a la normalidad. Este era el episodio que vino
primero a su mente cuando pensó en “el verano pasado”.
Estos grupos son utilizados también por Lukas a modo de “graduación” de una
terapia individual, y tiene aplicaciones generales. Un grupo de meditación usa
historias y parábolas que estimulan las discusiones meditativas. Pueden provenir de
literatura logoterapéutica, de las Escrituras, de leyendas o de la mitología. Frankl usa
muchas metáforas y símiles que conducen por sí mismas a esos ejercicios
meditativos. (Algunos se mencionan en este libro).
El calendario de pared del cual desprende una hoja cada día, se describió en el
capítulo siete. Usted puede observar con tristeza que van quedando menos y menos
hojas, y días. O puede notar con alegría que la cada vez mayor pila de hojas
desprendidas, representa acontecimientos que ha experimentado y que ya nadie le
puede quitar.
• El infante que siente dolor cuando le aplican una inyección, no tiene manera de
saber que ello le protegerá de alguna enfermedad.
• Aún las leyendas y los relatos de la mitología, de “El Patito Feo” hasta “Sísifo”,
pueden servir de base para discusión en el seno de los grupos de meditación.
7. 11 Ejercicios finales
Todos los grupos compartidos terminan con una nota positiva y de esperanza, de
modo que los participantes regresen fortalecidos a sus vidas normales, y continúen
pensando acerca de la búsqueda del sentido. La autoconfianza se habrá vigorizado.
En la última sesión del grupo, los miembros pueden participar en un ejercicio que
enfatice los aspectos positivos de la experiencia compartida en la búsqueda de
sentido.
En un ejercicio, el grupo se sienta en círculo y cada uno de los miembros dice algo
acerca de alguien más. Después de tantas sesiones juntos, es ocioso reiterar que los
comentarios deben ser conciliadores. Puede ser útil alguna critica si es dicha en tal
forma que quede claramente establecido que tiene como intención ser constructiva.
Cuando finaliza la última sesión, todos se ponen de pie en círculo, los brazos
alrededor de los hombros de los otros, y tienen la última oportunidad como grupo, de
expresar sus sentimientos —acerca de lo que aprendieron, y de lo que se llevan a
casa con ellos. Cuando un grupo compartido ha sido bien manejado, se fincan
amistades que casi siempre continúan después de que el trabajo en grupo ha llegado
a su fin.
BIBLIOGRAFIA
Pablo.