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Alimentación, agroecología y feminismo: superando los tres sesgos

de la mirada occidental1
Marta Soler Montiel y David Pérez Neira
Introducción
Somos lo que comemos. Comemos lo que somos. La alimentación está en el
corazón de las culturas moldeando identidades y generando vínculos, marcando
diferencias, construyendo y destruyendo los territorios, entrelazando las
economías. Lo simbólico y lo material tejen complejas relaciones de poder que
sustentan todo plato de comida. ¿Qué comemos?, ¿dónde comemos?, ¿con
quién comemos?, ¿de dónde viene lo que comemos?, ¿cómo y quién ha
cultivado, criado, elaborado y cocinado lo que comemos? Las respuestas a
estas preguntas definen una cultura, una sociedad, una economía, un territorio.
La materialidad alimentaria vive unida a su universo simbólico. Los valores
y criterios que guían la comprensión hegemónica del mundo, la mirada
occidental2, moldean materialmente la realidad. La alimentación actual, cada
vez más industrializada y mercantilizada, se sustenta en una organización del
sistema agroalimentario basado en manejos agroganaderos crecientemente
dependientes de insumos industriales así como una industria de transformación
y una distribución comercial alimentaria en masa globalizada (Delgado Cabeza,
2010, Ploeg, 2008, McMichael, 1994). A esta materialidad alimentaria subyace
una determinada cosmovisión, una mirada del mundo, que la construye, la
reproduce y legitima.
Tres son los sesgos instituidores fundamentales de la mirada occidental
(pre)dominante: el antropocentrismo, el etnocentrismo y el androcentrismo.
Estos tres sesgos guían el devenir histórico occidentalizador marcado por la

1 Capítulo del libro Siliprandi, Emma y Zuluaga, Gloria P. (coord.) (2014): Género,
agroecología y soberanía alimentaria. Perspectivas ecofeministas pag. 17-39 Barcelona,
Editorial Icaria
2 En este texto usaremos el término occidental para referirnos a la tradición cultural que,
influida por las civilizaciones grecorromanas, el cristianismo, el renacimiento y la ilustración,
subyace a las economías capitalistas en la actualidad donde dominan lo mercantil, lo público y
lo masculino.

1
invisibilización, subordinación y apropiación de las formas de organización no
capitalistas (Sousa Santos, 2009), especialmente las campesinas (Sevilla
Guzmán, 2006) y los ámbitos privados y domésticos (Amorós 1994, 2005), a
favor de los ámbitos públicos y mercantilizados, a la par que por el desprecio e
ignorancia de la naturaleza y las relaciones biofísicas que sustentan nuestras
sociedades (Naredo, 2003).
En consecuencia, el análisis convencional dominante de lo alimentario,
guiado por una visión tecnocrática y economicista, se centra en los flujos e
intercambios de alimentos y dinero, así como en las relaciones sociales y
políticas que median dichos flujos en el mercado y las instituciones formales.
Se obvian así esferas de relaciones que se desenvuelven más allá de estos
ámbitos y que son fundamentales para comprender los procesos socio-
ambientales y psico-emocionales tejidos alrededor de la alimentación humana
que son, a su vez, imprescindibles tanto para la viabilidad y reproducción del
sistema agroalimentario como para la sostenibilidad de la vida humana
(Carrasco 2001).
El sistema agroalimentario globalizado es el resultado de un proceso
histórico guiado por la racionalidad occidental (pre)dominante que genera un
sistema de valores individualistas, empresariales y patriarcales cuyo principal
mecanismo de asignación y significación es el dinero. Esta racionalidad
abstracta y unidimensional genera un tipo de inteligencia parcelaria,
compartimentada y separatista que “quiebra el complejo del mundo en
fragmentos […] unidimensionando la multidimensión” (Morín, 1996: 1) que
impiden captar el puzzle completo de las realidades simbólicas y materiales.
Por tanto, cuanto más multidimensionales sean los problemas a abordar, como
es el caso de la alimentación, mayor será la incapacidad para pensarlos y, por lo
tanto, para avanzar hacia soluciones plausibles.
Los tres sesgos de la mirada occidental generan ausencias fundamentales
que nos roban soluciones alternativas a los problemas más graves de nuestro
tiempo (Sousa Santos, 2009 y Lagarde, 2005). Necesitamos una nueva mirada
compleja que nos permita acercarnos a los "márgenes" del mundo occidental3

3 Para ser exhaustivas podríamos precisar los márgenes del mundo occidental, capitalista, joven,
blanco, burgués, masculino y heterosexual.

2
que son amplios, diversos y están muy vivos para encontrar soluciones a los
problemas alimentarios que nos acucian. En la actualidad, el modelo
(pre)dominante convive con alternativas alimentarias que mezclan rasgos de
resistencia histórica campesina y obrera con nuevas propuestas emancipatorias
de futuro, ecologistas y feministas prioritariamente (Shiva, 1995). Se da así la
paradoja de que dichos márgenes invisibilizados y subordinados ocupan más
territorio y en ellos habitan más personas que en la supuesta centralidad
normativa del occidente moderno y posmoderno del siglo XXI (Ploeg, 2008 y
Pérez-Vitoria, 2010).
Necesitamos una nueva mirada para construir una nueva materialidad y
simbología alimentaria. En las páginas que siguen reflexionaremos sobre los
tres sesgos de la mirada occidental y su relación con lo agrario y alimentario
con la finalidad de contribuir a desvelarlos para comenzar a abandonarlos.

Los tres sesgos de la mirada occidental


Antropocentrismo
El dominio occidental ha contribuido a que la especie humana haya perdido
su concepción organicista del mundo para avanzar hacia una cosmovisión que
la coloca en el centro con capacidad y legitimidad para dominar la naturaleza
(Naredo, 2003). La ética antropocéntrica concede a lo no humano un valor
exclusivamente instrumental para los fines humanos4.
El sesgo antropocéntrico occidental crea un "otro" o una "otra ecológica".
Las especies vivas no humanas, la naturaleza en general, se conciben
ontológicamente separadas de lo humano y, por tanto, como algo a dominar,
como un mero recurso a ser utilizado e incluso destruido. Se erosiona la
capacidad psicoemocional de empatía, simpatía y compasión con los otros y las
otras no humanas, rompiendo así los límites éticos para la destrucción de la
naturaleza (Riechmann, 2000).

4 Esta es la concepción del antropocentrismo fuerte mientras el antropocentrismo débil otorga


valor a lo no humano cuando se reconocen ciertos rasgos humanos. En contraposición, la ética
biocentrista concede valor, y por tanto respeto moral, a todo ser vivo y a la naturaleza como tal.
El biocentrismo moderado reconoce la jerarquización de intereses entre especies. Una reflexión
más amplia sobre estas distintas concepciones éticas se encuentra en Riechmann (2000).

3
La sacralización instrumentada de la ciencia es otra de las características
estructurales del antropocentrismo occidental. A medida que triunfa la mirada
occidental se instaura simultáneamente el desprecio a otras formas de
conocimiento organicistas y no antropocéntricas. La ciencia se consolida así
como mecanismo de poder ya que "la nueva racionalidad científica es también
un modelo totalitario, en la medida en que niega el carácter racional a todas
las formas de conocimiento que no se pautan por sus principios
epistemológicos y por sus reglas metodológicas" (Sousa Santos, 2009: 21). En
especial el conocimiento empírico de los agroecosistemas del campesinado se
desprecia y subordina al conocimiento científico y técnico que promoverá la
industrialización agroganadera. También se desprecia el sentido común como
fuente de conocimiento así como el conocimiento práctico cotidiano central en
la vida doméstica y privada, entre otros espacios, en las cocinas de las casas.
Los alimentos pasaran a concebirse como objetos de intercambio mercantil más
que como bienes que atienden múltiples necesidades básicas5.
La utilización instrumentalizada y "sacralizada" de la ciencia al servicio de
una mirada que ignora los límites biofísicos permite la generalización de una
dinámica económica que requiere la extracción creciente de energía y
materiales y la generación de residuos al servicio de la generación de beneficios
monetarios en el mercado. La ciencia económica convencional propone una
concepción del mundo que niega la jerarquía de sistemas (Passet, 1996) y que,
por tanto, promueve una economía basada en el crecimiento. "El `desarrollo´
de los recursos naturales ha implicado básicamente una ruptura de los límites
de la naturaleza con el fin de satisfacer las ilimitadas demandas de un mercado
que ve la expansión ilimitada como esencial para el lucro" (Shiva, 1997: 333).
Esta lógica del crecimiento y la acumulación se justifican en una concepción
monetarista distorsionada e interesada del progreso, el bienestar y la riqueza

5 Como fenómeno cultural y económico complejo, la alimentación es un satisfactor múltiple, es


decir, atiende simultánea e interrelacionadamente diversas necesidades básicas axiológicas
como la subsistencia, el afecto, la participación, el ocio, la creación o la identidad como
existenciales ya que el comer está relacionado con el ser, tener, hacer y estar de las personas
(Max-Neef, 1994).

4
(Naredo, 2003) que, como se analiza más adelante, mutará a mediados del siglo
XX en la propuesta del desarrollo (Estevan, 1997).
En el mundo occidental liberado de la conciencia de los límites biofísicos, la
austeridad y la contención quedan proscritas a medida que se consagra como
valor sociocultural el tener y acumular para convertirnos en una sociedad del
despilfarro en permanente estado de necesidad y carencia. Se olvida
interesadamente que la libertad y la riqueza residen más en necesitar poco que
en tener mucho (Naredo, 2003). Se desprecia así a toda persona no integrada en
el mercado y que no acumula bienes materiales, aspecto éste central del
segundo sesgo de la mirada occidental, el etnocentrismo. En especial se concibe
como pobres a las gentes del campo, a quienes trabajan la tierra y producen los
alimentos, asociándose la riqueza y el bienestar a lo urbano e industrial. De esta
forma, como se analiza más adelante, se impulsa cultural y simbólicamente la
desintegración de las comunidades campesinas, reforzando el proceso de
industrialización urbana y agroganadera.
La industrialización agroalimentaria, tanto la generalización de la
revolución verde en el campo como la mercantilización industrial en masa de
los alimentos, es promovida por esta lógica antropocéntrica del crecimiento
económico. Alimentarse es cada vez más una actividad dependiente del
mercado a costa de la destrucción de los agroecosistemas. Agricultores/as y
ganaderos/as dependen de la compra de insumos industriales a grandes
corporaciones e incorporan lógicas y manejos productivistas que agreden el
medio natural (Riechmann, 2003, Guzmán et alt, 2000). En el mundo
occidental, cada vez más, las personas para alimentarnos dependemos de las
compras en supermercados y restaurantes de alimentos exóticos, enlatados,
congelados, precocinados... que han recorrido largas distancias y de los que se
ignora quién, dónde y cómo han sido elaborados (Vivas y Montagut, 2007,
Simón et al., 2012). Comer es cada vez más un acto ostentoso vinculado a una
dieta basada en la proteína animal (Riechmann, 2005).
Para la construcción de alternativas alimentarias sostenibles y justas
necesitamos una nueva ética ecológica biocentrista (moderada) que sustituya el
actual antropocentrismo occidental. Necesitamos nuevos principios que guíen la
reorganización de la base material alimentaria de la vida humana en la línea de

5
lo propuesto por el decrecimiento (Latouche 2008) y la biomímesis
(Riechmann, 2006) con el objetivo de alcanzar el bien común.
Etnocentrismo
La mirada occidental es etnocéntrica y construye las demás culturas y
pueblos como inferiores, no civilizados, sin cultura o con una cultura atrasada,
salvajes (Sousa Santos, 2005, 2009, Moreno, 1991). La vida de los humanos
requiere la pertenencia a un grupo sociocultural de referencia. La identidad,
como condición de sujeto, requiere de la construcción de un “otro” u “otra”
bajo un doble principio de inclusión y exclusión. En principio, la pertenencia a
un grupo y la dialéctica de inclusión y exclusión entre el "nosotros/as" y el
"ellos/as" es un principio universal, pero este no tiene porqué ser jerárquico.
Las diferencias étnicas y culturales pueden convivir pacíficamente en el espacio
y el tiempo en un contexto de interculturalidad. El sesgo etnocéntrico y la
capacidad de imposición de cosmovisiones bloquea esta posibilidad al
identificar un grupo de diferentes como desiguales: "La colonialidad del poder
capitalista moderno y occidental (...) consiste en identificar diferencia con
desigualdad, al mismo tiempo que abroga el privilegio de determinar quién es
igual y quién es diferente" (Sousa Santos, 2005: 165).
Las sociedades estratificadas, así como el conflicto entre culturas o pueblos,
generan pues una jerarquía discriminatoria entre grupos sociales y étnicos en
base a las diferencias. El prejuicio se nutre de la “otrificación” del prójimo y el
tratamiento diferencial negativo del mismo (Segato, 2006). Por lo tanto, el
“otro” u “otra” construido culturalmente como inferior es susceptible de ser
dominado y utilizado para servir a fines que le son ajenos. Esta construcción
jerárquica de "las y los otros" está en la base de todas las relaciones desiguales
tanto dentro de una misma sociedad o entre distintos pueblos o culturas.
En el mundo occidental el sesgo etnocéntrico se articula generando
simultáneamente una "otredad exterior" no occidental y una "otredad interior"
que aunque occidental no responde al modelo sociocultural dominante
(Moreno, 1991).

6
Las y los "otros" no occidentales, son percibidos y construidos como
"salvajes" o como no desarrollados, asimilados a la naturaleza6 y, en
consecuencia, inferiores frente a los occidentales, que guiados por la razón y la
ciencia alcanzan un status de superioridad que impulsa privilegios materiales
llegando a la más extrema violencia ya que"... el salvaje es el espacio de la
inferioridad. El salvaje es la diferencia incapaz de constituirse en alteridad. No
es el otro porque no es siquiera plenamente humano (...) es tan sólo la amenaza
de lo irracional. Su valor es el de su utilidad. Sólo vale la pena confrontarlo en
la medida en que es un recurso o una vía de acceso a un recurso. La
incondicionalidad de los fines (...) justifica el total pragmatismo de los medios:
esclavitud, genocidio, apropiación, conversión, asimilación" (Sousa Santos,
2009: 218).
Este etnocentrismo "exterior" ha legitimado históricamente el colonialismo
e imperialismo occidental que desde Europa se extendió hacia América, África
y Asia desde el siglo XVI (Amin, 1976, Wallerstein, 1984) y continúa hoy
legitimando el neoimperialismo de la mano de discursos abiertamente
etnocéntricos como el “fin de la historia” de Fukuyama (1992) o el "choque de
civilizaciones" de Huntington (1996).
Simultáneamente dentro de las sociedades occidentales, las desigualdades
sociales se expresan en diferencias de propiedad y salariales que generan
diferencias materiales, pero se justifican y legitiman a través de construcciones
socioculturales en torno al estatus (Bourdieu, 2007). Así, las clases dominantes,
mayoritariamente urbanas, miran con desprecio por ejemplo a las clases
trabajadoras populares, las y los inmigrantes y las y los campesinos y a toda
persona que escape a la normatividad dominante7 escondiendo lo ilegítimo de
las diferencias en las condiciones de trabajo y vida de unos y otros grupos
sociales. Las y los "otros interiores" en el mundo occidental implican una
jerarquización sociocultural interna que se construye asumiendo una centralidad

6 Así el sesgo antropocéntrico ha servido históricamente como legitimación cultural para


consolidar el sesgo etnocéntrico que a menudo es ocultado y negado, no así el primero.
7 Las otras y los otros internos también son todas aquellas personas que se “desvían” de la
normatividad sexual impuesta por el heteropatriarcado. De esta forma el sesgo androcéntrico y
el etnocéntrico se entrelazan y refuerzan mutuamente.

7
cultural, un "nosotros", interiorizado como superior que se proyecta como
modelo de decencia y deseabilidad, es decir, como referente ético y material de
modo de vida (Veblen, 1971), pero también como modelo de organización
socioeconómica y política. Esta centralidad cultural occidental se construye en
torno al mundo urbano del trabajo en la industria o los servicios y es
esencialmente burgués, blanco, cristiano, masculino y heterosexual. Se trata de
una centralidad sociocultural construida al servicio de la economía de mercado
en la que la propiedad privada, la organización jerárquica del trabajo asalariado
en las empresas y la competencia individualista en el mercado constituyen
principios fundamentales de organización de la vida social y material.
Cultivar y elaborar los propios alimentos, así como cocinarlos para
alimentar, son concebidas en el mundo occidental actual como actividades sin
valor y despreciables económica y socialmente, preferiblemente realizadas por
otros y otras categorizadas como inferiores. Esta concepción es parte
fundamental del sustrato cultural que acompaña y refuerza el cambio hacia la
industrialización agroganadera en el mundo rural y hacia la industrialización
doméstica en las cocinas de los hogares. La alimentación se industrializa y
mercantiliza en todas sus fases a medida que el qué se come, dónde se come y
con quien se come se consolidan como signos de distinción (Bourdieu, 1988) en
una sociedad opulenta (Galbraith, 1984).
La y el “otro interno” de occidente es esencialmente no capitalista. Por una
parte, los grupos obreros de inspiración socialista, comunista y anarquista
generaron en el siglo XIX y la primera mitad del siglo XX una cultura del
trabajo que choca con los valores capitalistas que legitiman la apropiación
material sobre la base de la propiedad privada. En estos grupos ha imperado
históricamente una ética de la austeridad centrada en la atención de las
necesidades humanas frente al “consumo ostentoso” de las clases privilegiadas
(Veblen, 1971), así como una organización social solidaria e igualitaria a través
del apoyo mutuo (Kropotkin, 1902) en contraste con los valores individualistas
y competitivos de la concepción capitalista.
El campesinado es un "otro interno" del mundo occidental que
históricamente ha sido responsable de alimentar a la humanidad con su trabajo
en la tierra y el cuidado de animales. Campesinas y campesinos orientan su
actividad a la reproducción social de la unidad doméstica y los procesos de

8
trabajo buscan prioritariamente, en coevolución armónica con la naturaleza
(Norgaard, 1994), la estabilidad social y no a la acumulación (Chayanov, 1925).
En la racionalidad campesina “la dimensión comunitaria de solidaridad, como
formas de ayuda mutua constituye un elemento central a la hora de
caracterizar los grupos domésticos campesinos. Su acción social basada en
lazos de parentesco y residencia y, constituidos como unidad económica en
cuyo seno se desarrollan estrategias de subsistencia y reproducción, tienen una
dimensión central” (González de Molina y Sevilla Guzmán, 1993: 87).
El campesinado basa su economía en el manejo de la biodiversidad con una
racionalidad ecológica (Toledo, 1993) y el trabajo propio orientado a atender
las necesidades alimentarias de la comunidad local lo que le permite un elevado
grado de autonomía (Ploeg, 1993). Los dos elementos que garantizan la unidad
y estabilidad campesina son la tierra y la tradición oral que llega a todos como
procesos de aprendizaje enraizados en los procesos vitales (Iturra, 1993) y los
dos principios que guían la organización social se resumen en considerar que 1)
sólo el trabajo crea valor, y por tanto es el criterio mediante el que se distribuye
socialmente la renta8, y 2) la igualdad de oportunidades para que todos y todas
trabajen de forma que, aunque no haya igualdad de ingresos, existe la garantía
social de conseguir un sustento. Las dos instituciones campesinas
fundamentales son, en primer lugar, el aprovechamiento comunal de los
recursos naturales que, al ser frutos de la naturaleza y no del trabajo no pueden
ser apropiados, y, en segundo lugar, el que la propiedad individual inviolable se
limite a lo que se posee como fruto del trabajo (Georgescu Roegen, 1960 y
1965).
La normatividad occidental dominante desprecia los otros mundos -internos
y externos- no occidentales y/o no capitalistas legitimada por distintos discursos
entre los que destaca el discurso del desarrollo. La retórica del desarrollo
identifica el modo de vida occidental como modelo cultural y material no sólo
deseable si no superior y consecuentemente se crea una dualidad jerarquizada
entre desarrollados y subdesarrollados, donde la mayor parte de la población
mundial pasa a ser mirada como inferior y sus formas de vidas como
inadecuadas (Rist, 2002, Escobar, 1996). El desarrollo implica simultáneamente

8 Coincidiendo en este punto con la cultura obrera del trabajo.

9
el desprecio de las formas de vida no capitalistas y la imposición de una
concepción mercantilizada de la existencia.
La mirada occidental etnocéntrica a través del discurso del desarrollo genera
una "pobreza culturalmente percibida" (Shiva, 1995) que muestra como
inadecuadas formas de vida, como la campesina, y expresiones concretas de
éstas como las dietas tradicionales. El desprecio y rechazo social hacia las y los
"pobres", urbanos y rurales, ejerce una fuerte violencia psicoemocional sobre
las personas al negárseles el reconocimiento social y, por tanto, amenazando la
pertenencia al grupo. Al invitarlos a avergonzarse de sí mismos mediante los
mecanismos de la dominación simbólica (Bourdieu, 2007) se erosiona su
autoestima y su dignidad a la vez que se les impulsa a transformarse en
individuos miméticos de las pautas de vida y de consumo de la burguesía
capitalista.
El discurso del desarrollo en las zonas rurales impulsa la industrialización
agroganadera contra las formas campesinas. El abandono de las prácticas
tradicionales de manejo de la biodiversidad se impulsa culturalmente desde una
mirada cargada de desprecio que indica como camino deseable y aceptado
socialmente la mecanización y modernización rural. Se genera así una doble
dependencia del mercado tanto para la compra de insumos como para la venta
de productos, a la vez que se simplifican y destruyen los agroecosistemas de la
mano de monocultivos intensivos orientados al mercado. Las comunidades
campesinas quedan desarticuladas y se convierten en abastecedoras de materia
prima para la industria y en un mercado para las industrias de insumos,
desempeñando un papel subordinado imprescindible para financiar el proceso
de crecimiento urbano e industrial (Naredo, 1971).
Simultáneamente la retórica del desarrollo impulsa cambios en las dietas y
pautas de consumo alimentario, en el campo y la ciudad. Somos lo que
comemos, es decir, las dietas están cargadas de significados simbólicos. La
mirada occidental hegemónica invita a abandonar las dietas vegetarianas
adaptadas a la temporalidad y los alimentos de producción local para pasar a
dietas crecientemente dependientes de la proteína animal, con abundancia de
carne, lácteos y huevos, así como de alimentos industriales (Riechmann, 2005).
El resultado es un doble proceso de apropiación y sustitución de los trabajos
agrarios campesinos y de la alimentación de todas las personas por parte de la

10
industria de insumos y de transformación alimentaria (Goodman y Redclift,
1991). Endeudadas, en agroecosistemas erosionados, sin acceso a los recursos
básicos como tierra, agua o semillas, habiendo perdido sus conocimientos
tradicionales y a menudo emigradas a las periferias de las ciudades, las
comunidades campesinas pasan de una situación de pobreza culturalmente
percibida de las economías de subsistencia a situaciones de privación material y
hambre, la auténtica pobreza que genera el desarrollo (Shiva, 1995).
Las nuevas y recurrentes crisis alimentarias, la persistencia del hambre,
unida a la degradación de los agroecosistemas y sus posibilidades de
abastecimiento alimentario son muestras de los resultados del desarrollo y de la
necesidad de alternativas. Para ello necesitamos una mirada no etnocéntrica ya
que alternativas y soluciones existen. Como apunta Boaventura de Sousa Santos
"la pobreza de la experiencia no es expresión de una carencia, sino de una
arrogancia. La arrogancia de no querer verse, y mucho menos valorizar, la
experiencia que nos rodea, dado que está fuera de la razón a partir de la cual
podríamos identificarla y valorizarla" (Sousa Santos, 2005: 159). El
etnocentrismo occidental bloquea la construcción de alternativas generando
ceguera hacia las diferencias.
Androcentrismo

La mirada occidental es una mirada androcéntrica donde lo socialmente


construido como masculino desempeña una centralidad que subordina y
desprecia lo femenino. Históricamente se ha consolidado una organización
sociocultural y político-económica orientada por las vivencias y necesidades de
los varones heterosexuales de las clases dominantes forzadamente
universalizadas. El sistema sexo-género heteropatriarcal adscribe roles
diferenciados y jerarquizados a hombres y mujeres por razón de sexo,
desempeñando lo femenino un papel subordinado y dependiente respecto a lo
masculino (Amorós, 1985).

El patriarcado modela las subjetividades individuales como resultado de


construir socialmente una normatividad psicoemocional que es interiorizada por
hombres y mujeres. Se genera así un sistema de represiones y obligaciones
culturales específicamente vinculadas al género articulado a través de distintos
mecanismos de dominación que operan consciente e inconscientemente tanto en
los ámbitos públicos como en los privados en las relaciones entre hombres y

11
mujeres. Así, el arquetipo de la masculinidad (pre)dominante se construye en
torno a los rasgos psicológicos de estabilidad emocional, mecanismos de
autocontrol, dinamismo, agresividad, tendencia al dominio, afirmación del yo,
cualidades y aptitudes intelectuales, aspecto afectivo poco definido, aptitud para
las ciencias, objetividad, franqueza, valentía, eficiencia, amor al riesgo y
racionalidad. El arquetipo femenino pre(domientante) se construye por el
contrario y de forma dualista a través de los rasgos de inestabilidad emocional,
falta de control, pasividad, ternura, sumisión, dependencia, poco desarrollo
intelectual, aspecto afectivo muy marcado, intuición, subjetividad,
incoherencia, miedo, frivolidad, debilidad e irracionalidad. En respuesta a estas
construcciones culturales estereotipadas, el feminismo profundiza en la
deconstrucción de las relaciones de dominación por sexo/género con el fin de
superarlas, mientras el androcentrismo fomenta, disculpa y protege la
supremacía masculina como un hecho normal (Martín Casares, 2006)
bloqueando tanto los cambios simbólicos como materiales.
El par hombre-mujer refleja la identificación de lo masculino con la cultura
y lo femenino con la naturaleza, operando esta objetivación simbólica como
mecanismo de dominación legitimado, a su vez, por el sesgo androcéntrico
subyacente al par cultura-naturaleza. Los paralelismos simbólicos femenino-
naturaleza y masculino-cultura legitiman la apropiación y explotación de lo
socialmente construido como femenino, ocultándose el androcentrismo tras el
ampliamente aceptado antropocentrismo occidental (Warren, 1996, Mellor,
2000). La filosofía ecofeminista ha puesto de manifiesto como el imaginario
occidental de los sexos se construye a través de un sistema de "dualismos
opresivos" interrelacionados tales como razón-emoción, mente-cuerpo,
civilizado-primitivo, espíritu-materia, universal-particular, self-otro que juegan
en contra de lo femenino (Puleo, 2004).
El par público-privado es otro de estos "dualismos opresivos"
históricamente denunciado por el feminismo. El orden del discurso
androcéntrico (pre)dominante valora de forma privilegiada el espacio de lo
público, en especial al mercado, que se construye como espacio masculinizado.
Simultáneamente desprecia e invisibiliza todo lo relacionado con la familia y el
espacio de lo privado, generando un “públicocentrismo” ahistórico que idealiza

12
y atribuye carácter inmutable a instituciones históricas, patriarcales y violentas
de la dominación masculina (Sardá, 2007).
En concreto el sesgo androcéntrico desprecia e invisibiliza los trabajos
domésticos de alimentación identificados como femeninos y realizados
mayoritariamente por mujeres en el espacio doméstico en base a la división
generizada del trabajo patriarcal9. Cocinar, hacer la compra, elegir las comidas
cuidando la diversidad de la dieta y el equilibrio nutricional, alimentar a las y
los más pequeños y a las y los ancianos son tareas femeninas fundamentales
para el sostenimiento de la vida que son despreciadas por la mirada occidental
(Gracia, 1996).
El desprecio por lo alimentario en el ámbito de lo doméstico está unido a
tres dicotomías patriarcales fundamentales: masculino-femenino, público-
privado y trabajo productivo-trabajo reproductivo. Se les otorga menos valor a
las actividades y trabajos vinculados a lo femenino que son asociados con lo
corpóreo, lo primitivo y las emociones, que se conciben como irracionales. Se
construye culturalmente como femenino el mundo doméstico que se desvaloriza
frente a lo público pese a que en él se desarrollan actividades fundamentales
para la (re)producción de la vida como la alimentación, el vestido, la higiene o
el descanso y donde se establecen relaciones basadas en el afecto y el apoyo
psicoemocional10 (Méndez, 2008). Estos trabajos femeninos de cuidados están

9 Se da la "paradoja" de que el único trabajo de alimentación reconocido y valorado, la "alta


cocina", se desenvuelve en el espacio público y mercantilizado de los restaurantes de lujo,
ejemplos claro de "consumo ostentoso" tan sólo accesibles a las élites económicas y culturales.
Al frente de estas cocinas se encuentran mayoritariamente varones que gozan de prestigio y
reconocimiento social, además de unas elevadas remuneraciones monetarias. Cuando se valora
socialmente y monetariza en el espacio público del mercado, la alimentación se transforma en
una actividad masculina. Alternativamente, cuando se mercantiliza pero no se valora, la
alimentación continúa en manos de mujeres como refleja el dominio de empleo femenino en los
empleos precarios de la industria agroalimentaria y la restauración.

10 No se pretende afirmar que el espacio doméstico es un espacio libre de conflictos e incluso de


violencia, tan sólo se afirma que es el espacio en el que se desarrollan relaciones sociales
fundamentales para afianzar la seguridad y la autoestima de las personas a través de la
pertenencia a un grupo. La escucha activa, las expresiones de afecto y reconocimiento por parte

13
centrados en la atención de necesidades básicas y en el sostenimiento de la vida
y son a la vez fundamentales para el funcionamiento del mercado y la sociedad
en general (Pérez Orozco, 2006, Carrasco, 2001). Sin embargo, en la división
sexual del trabajo patriarcal, sólo el trabajo remunerado en el ámbito del
mercado se concibe como "productivo" y se adscribe prioritariamente a los
hombres11 mientras las mujeres se hacen responsables de los trabajos
invisibilizados, considerados "improductivos", de reproducción social en los
espacios domésticos (Carrasco, 1999). El trabajo invisibilizado que (re)produce
personas es infravalorado socialmente y apropiado de forma gratuita, en forma
de “plus-trabajo” (sin remuneración monetaria), por el patriarcado capitalista.
Esta forma de organización social constituye un sistema inherentemente
jerárquico donde la desigualdad social, en concreto entre hombres y mujeres
además de entre grupos sociales, es una condición necesaria para su
“reproducción”.
El desprecio al trabajo doméstico de alimentación en combinación con el
dominio simbólico y material de lo público, en concreto del trabajo asalariado,
se ha traducido en presiones culturales y materiales para abandonar e
industrializar la alimentación doméstica. La incorporación de las mujeres como
mano de obra barata al mercado laboral ha requerido de la transformación
profunda de la alimentación doméstica. La falta de reparto del trabajo en el
espacio de lo doméstico, ha exigido que las mujeres dediquen menos tiempo a
las tareas de alimentación, en lugar de repartirlo. Esto ha sido posible gracias a
la incorporación de electrodomésticos y del cambio en la propia alimentación

de las personas que comparten un grupo doméstico se entrelazan con tareas de reproducción
que van desde la limpieza, la cocina a la higiene personal, siendo todas necesarias para el
bienestar de las personas y su capacidad para realizar tareas en el espacio público y en concreto
en el mercado (Pérez Orozco, 2006).

11 Cuando las mujeres se incorporan al mercado laboral lo hacen de forma subordinada con
menores salarios, condiciones laborales más precarias, menores posibilidades de promoción y a
menudo en empleos cercanos a los trabajos domésticos de cuidado y reproducción social. Por
otra parte, frecuentemente, las mujeres continúan siendo responsables de la mayor parte de los
trabajos domésticos o éstos son delegados y subcontratados a otras mujeres, generándose
situaciones de sobrecarga de trabajo y manteniéndose la división sexual del trabajo tradicional.

14
hacia una comida congelada, prefabricada, instantánea y en general
industrializada12 (Goodman y Redclifte, 1991).
En la medida que las comunidades campesinas orientan su actividad
prioritariamente a la estabilidad y reproducción social, siendo central la
atención de necesidades básicas, y limitando la dependencia del mercado, la
mirada occidental las infravalora por una asimilación “inconsciente” con lo
femenino. Así, de forma indirecta, el desprecio por lo campesino se refuerza
por el sesgo androcéntrico. Por el contrario, las mujeres participan activamente
en los procesos de revalorización de producciones campesinas orientadas a
atender necesidades básicas de la población a través de iniciativas
agroecológica (García y Soler, 2010).
El androcentrismo, al igual que el resto de los sesgos, al ser productos
sociales fruto de las relaciones de dominación instituidas estructuralmente y
reproducidas en el cotidiano, suelen pasar inadvertidas y ser percibidas como
naturales. Necesitamos deconstruir tanto la masculinidad como la feminidad
convencional para romper la adscripción estereotipada de roles y valores y
permitir la intercambiabilidad de roles como prerrequisito para construir
relaciones plenas en libertad (Segato, 2003). Si superamos el androcentrismo,
podemos ver que el alimentarnos es un satisfactor múltiple de necesidades
(Max Neef, 1994) que implica muy diversos trabajos, cuidados13 y espacios
más allá del mercado, muchos de los cuales se desempeñan en el ámbito de los
hogares, considerándose femeninos, y que han sido y siguen siendo realizados
mayoritariamente por mujeres. La no asunción equitativa de estos trabajos y

12 Si bien, la industria agroalimentaria y de electrodomésticos comenzó a publicitar con un


discurso desarrollista de la modernidad y vender estos productos antes o al margen de la
incorporación de las mujeres al mercado laboral (Gracia, 1996).
13 Estos cuidados también globalizados constituyen cadenas globales de cuidados, es decir,
“cadenas de dimensiones transnacionales que se conforman con el objetivo de sostener
cotidianamente la vida, y en las que los hogares se transfieren trabajos de cuidados de unos a
otros en base a ejes de poder, entre los que cabe destacar el género, la étnica, la clase social y
el lugar de procedencia” (Pérez Orozco, 2009: 1) en donde a las mujeres se le sigue
adscribiendo la responsabilidad última del cuidado en un contexto de crisis de reproducción
social.

15
cuidados por parte de los varones es una de las formas de privilegio y violencia
estructural más “disculpada” por nuestra cultura.
Recapitulando y avanzando: alternativas alimentarias agroecológicas,
feministas y postcoloniales
En estas páginas, hemos analizado como la mirada occidental
(pre)dominante analiza la realidad desde una perspectiva de pensamiento
simplificador y lineal, reduciendo la complejidad socio-ambiental a los flujos
monetarios, las instituciones y los actores que intervienen en el ámbito de lo
público. Esta visión “mutilante” de la realidad invisibiliza e infravalora el resto
de actividades socio-económicas que no tienen correspondencia en el mercado,
así como la dependencia de nuestros sistemas de la biosfera. Los tres sesgos de
la mirada occidental interactúan y se interrelacionan como mecanismos de
dominación que generan "otros" y "otras" colonizadas. Como argumenta Alicia
Puleo "las identidades de colonizador y colonizado justifican la dominación
naturalizándola, convirtiendo lo sociológico e histórico en biológico y
metafísico. La animalización persigue al dominado, que intenta
desesperadamente probar su humanidad aprendiendo la lengua y adaptando
las costumbres propias del modelo hegemónico de ser humano" (Puleo, 2005;
204). La naturaleza, es decir, los seres vivos no humanos, las y los "pobres" de
todos los territorios, dentro y fuera de occidente, las y los campesinos, las
mujeres y lo femenino son las colonias simbólicas y materiales de la
globalización.
Las complejas interacciones alimentarias actuales requieren que las
alternativas superen los límites de un sector, actividad, espacio y territorio y se
conciban tomando el conjunto del sistema agroalimentario. En la actualidad no
es posible definir alternativas técnico-productivas en finca o de desarrollo rural
para una comunidad sin tomar en consideración el completo entramado de
interconexiones múltiples entre todos los agentes implicados y sectores
agroalimentarios en los distintos territorios. Por esos motivos, la construcción
de alternativas agroalimentarias implica la redefinición del sistema en su
conjunto desde una nueva cosmovisión compleja que supere los tres sesgos
fundamentales de la mirada occidental.
La Agroecología y el Ecofeminismo son dos enfoques críticos de análisis
que tratan de superar los sesgos de la mirada occidental y en los que este libro

16
centra su atención. La Agroecología se formula a partir de la conciencia de los
sesgos del antropocentrismo y el etnocentrismo y, a partir de una nueva mirada
de lo agroalimentario, propone una estrategia de recampesinización del medio
rural y el sistema agroalimentario. Sin embargo, la Agroecología se ha
construido como enfoque ciego al género al fundamentar su mirada en
conceptos asexuados como "agroecosistema", "finca", "comunidad campesina"
o "campesinado". Se invisibilizan así las relaciones de poder y dominación
construidas en torno al sexo/género pese a la mirada crítica y especialmente
sensible con las desigualdades sociales. Por este motivo, la Agroecología
necesita el maridaje con el Feminismo y en concreto con el Ecofeminismo. El
Ecofeminismo comparte con la Agroecología la conciencia y la crítica hacia el
antropocentrismo y, por tanto, a la propuesta mercantilista y desarrollista del
mundo occidental. Si bien no hay una postura homogénea dentro de este
enfoque respecto al papel de la ciencia y la cosmovisión occidental, el
compromiso contra la violencia y el poder del Ecofeminismo abre la puerta al
respeto de las diferencias culturales superando el etnocentrismo.
Así, desde una perspectiva agroecológica y ecofeminista, se pretende
redefinir el papel de la alimentación en la sociedad y la economía para
recuperar la centralidad material y simbólica que le corresponde. Desde esta
perspectiva, nuestra comprensión de la realidad alimentaria no puede limitarse a
los ámbitos convencionales de lo público, el mercado y las instituciones
formales del sistema agroalimentario. Por el contrario, nuestra mirada debe de
ser deconstruida para su posterior reconfiguración desde la complejidad
incorporando en el corazón de su comprensión de la “realidad” las interacciones
con la naturaleza, las relaciones de sexo/género en torno a los trabajos
(re)productivos y de cuidados en lo doméstico y los roles asignados socialmente
así como las relaciones con las y los otros culturales.
Por lo tanto, la construcción de sistemas agroalimentarios alternativos desde
estas perspectivas implica aplicar simultáneamente e interrelacionadamente
cuatro racionalidades alternativas a la comprensión y definición de lo
alimentario: la racionalidad ecológica, la racionalidad intercultural, la
racionalidad campesina y la racionalidad (eco)feminista. Es, a nuestro entender,
en el diálogo de estas lógicas, racionalidades y emocionalidades donde
podremos encontrar los principios fundamentales para la construcción de

17
alternativas alimentarias que superen los sesgos del pensamiento
(pre)dominante. La comprensión del sistema agroalimentario combinando estas
cuatro lógicas implica mirar la alimentación en toda su complejidad
visibilizando la centralidad política que desempeña en nuestras sociedades. Esta
mirada alternativa de lo alimentario deja en entredicho los dualismos que
jerarquizan las relaciones socioeconómicas en los ámbitos de lo público, lo
masculino y lo monetario y de mercado subordinando lo doméstico y privado,
lo femenino, lo no occidental y la biosfera.
Una mirada agroecológica y (eco)feminista de la alimentación compleja y
no dualista busca, valora, sueña, desea, crea y cuida todas las formas de
organización de lo alimentario que se orienten prioritariamente a atender
necesidades humanas intentando respetar los límites biofísicos de los
agroecosistemas en los que vivimos, generando relaciones sociales basadas en
el respeto y el cuidado. Una mirada agroecológica y (eco)feminista busca una
alimentación orientada al sostenimiento de la vida, de una buena vida. Nos
queda todavía mucho por hacer y reconocer. En ello estamos.

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