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EL HOMBRE QUE NO RÍE

Prefacio-activo y Falso-relato Egótico


de Espaldas a la Antioquia Suroriental

K. no ve solamente el ojo sino el ojo que mira al ojo.


Y lo que le comunica con todas esas realidades actuantes aunque
invisibles es el combate que libra con ellas, él, el agonista.
Eduardo Mallea

“Que la monja fuera tan idiota como para intoxicarse no explica nada. Es que no me cabe
en la cabeza que a las otras les diera por emparedar el cuerpo embalsamado, ni mucho
menos que le rezaran como a esos muñecos de las procesiones de semana santa. Eso se
llama idolatría…”
Ridículo o no, esto fue lo último que me dijo después de que nos bajamos del bus,
luego se perdió en el puente para entrar al metro y no sé si la mirada que me tiró fue de
cansancio o de repugnancia. Seguro me estoy poniendo más fatalista de la cuenta, después
de todo, no sé si planee dejarme de hablar o si sólo es una de esas rabietas que se le pasan
de modo lento pero seguro. A mí, muy al contrario, no se me hace descabellado que las
monjas ungieran con rezos el cadáver de la taxidermista. Lo único estúpido es que María no
me hable. También es estúpido el suicidio de Seymour, y sin embargo la manera en que
aparece en el cuento hace que cobre todo el sentido e importancia necesarios: la llamada
telefónica, la conversación con la niña en la playa, cada acontecimiento vaticina su muerte
que te cae encima como un escupitajo aplastado contra la acera. Las Nueve Historias son
perfectas en el más claro sentido de la necesidad.
El tipo que mató a John Lennon —un tal Mark, según sé por la bonita canción de
Sumo—, era fanático del cátcher en el centeno; eso sí que es una estupidez, podrá ser una
prosa muy fresca y desenfadada y tener los modismos más finos de su tiempo, pero en el
fondo hablamos de un librito infantil y tontarrón que no llega ni a los talones de la pericia
apabullante desplegada en las nueve historias; se nota que este pobre diablo no sabía lo que
hacía, un verdadero asesino se hubiera obsesionado con los relatos y no con la novela, o por
lo menos se hubiera bajado a Harrison en lugar de Lennon. María nunca se los quiso leer,
por eso cree que el cátcher es mejor: sucias suposiciones infundadas. Seguro ella también
hubiera preferido matar a Lennon.
Las monjas tenían que adorar el cadáver porque los rezos son mantras que alteran la
realidad. La repetición de los vocablos las acercaba a la muerte en una proyección del más
allá que abarcase la ilusión abrumadora que los religiosos llaman “Dios”.
Todo lo espiritual es falso pero funcional, al menos visto a la manera del
pragmatismo. Por eso no me parece gratuito que los relatos de Salinger abran con un
epígrafe budista. Creo que allí recae buena parte de su gracia; de dónde más podría venir
esa sensación tan rara de que a uno le están contando algo lleno de metafísica y
trascendencia, a pesar de que a primera vista parezcan historias corrientes plagadas de todo
el patetismo y aburrimiento cotidiano de la clase-media-gringa de los años cincuenta.
Además no pudo haber escogido un koan menos hermético, o algo de una escuela budista
que no fuera el Zen, porque los escritores de verdad siempre dejan espacio en el espíritu
para que la Nada los llene hasta desbordar, y no hay recaudo del budismo tan ciegamente
nihilista como en los koan del Zen.
Supongo que por eso mi propia alma parece estar tan repleta de litros, libras y hasta
kilómetros de nada. A fin de cuentas, no soy más que un pequeño-escritor: nada más me
empuja, enmarca o alude en la vida —para bien y para mal.

***
Desde que volví de Granada no hablo prácticamente con nadie, pero creo que está bien, al
menos he podido escribir a mis anchas, y eso seguiré haciendo hasta que se acabe el dinero
que allí gané. No me importa estar así de solo mientras pueda escribir, como tampoco me
importó demasiado estar acompañado en otros momentos cruciales para la creación…
Esperaba poder escribir algo muy diferente tras nuestra estancia en el pueblo, pero las
circunstancias y la inspiración no me lo permitieron. Anoté lo de las monjas pensando que
serviría como insumo para un relato posterior, y de algún modo lo está haciendo, aunque no
de la manera que esperaba —una que hubiese sido mucho más tétrica de lo usual.
Ahora parece muy claro que no puedo evitar un poco de autoengaño, lo único que nos
queda cuando el vacío del abandono se torna inminente.
A lo mejor Salinger me obsesiona más de lo que me gustan sus obras. Debe ser raro
eso de ser un tipo tan raro —que viva la redundancia— y aun así convertirse en bestseller
de la noche a la mañana; quizá sea justo este tipo de rareza lo que da fama y fortuna a
ciertos escribientes. Mientras releo El Hombre que Ríe para continuar con Un Día Perfecto
para el Pez Banana no puedo evitar la imagen mental de Jerome Dí apuntándome con una
escopeta para que salga de su propiedad campirana, allá en las inmediaciones de Cornish,
New Hampshire. Me pregunto si R. R. Martin, Suzanne Collins y J. K. Rowling tendrán
dificultades para sobrellevar la fama, o si, sencillamente, dedican algo de sus millones a
construir muros altos con rejas electrificadas y criar perros mutantes que echen rayos por
las orejas y ácido sulfúrico por la boca.
Supongo que antes los escritores más leídos no se volvían tan mugrosamente ricos
como ahora; imagino por ejemplo a Borges —bastón en mano—, paseando por la calle
Maipú y los cafés bonaerenses sin mucho más en los bolsillos que antes de la década del
setenta, cuando su obra se consagraba en el más pleno sentido del término; o pienso en
Borroughs, influyente adalid de generaciones y generaciones de chatarra y contra-chatarra
sub-cultural —e inventor del disparate literario moderno—, indiscriminadamente visitado
en pubs grasientos y baños públicos para maricas por una ralea uniforme de sanguijuelas
que va desde simples haraganes harapientos hasta los más célebres entusiastas de la
escritura ultra-moderna, como Loriga y alguno que otro beat tardío. Creo que hace años un
escritor se hacía famoso mucho antes que rico, incluso los rock-star como Hemingway, que
iban a guerras ajenas y daban consejos a directores de cine sobre cómo rodar mejor sus
rentabilísimos novelones.
En lo personal creo que lo más importante para un escribiente debe ser la fidelidad;
uno debe ‘serse fiel’ hasta la última consecuencia, aunque esto implique caer en la miseria
y hasta morir de inanición. Lo anterior no significa que sea imposible serse fiel y que la
riqueza llegue por cuenta propia …
Noto que, como siempre, divago… Combino esta narración necesaria con mi
innecesaria relatoría de las Nine Stories de Salinger, porque en realidad no quiero tocar el
verdadero tema del cuento. La idea era borrar todo y empezar desde cero, no obstante,
ahora me parece mejor dejar fluir las digresiones, precisamente porque es lo que me
demanda la susodicha auto-fidelidad de escritorcillo.
***
Hace poco leí una novelette muy genial que contiene en su interior otra novela que hace
parte de un mito que cuenta la historia de unos dioses humanados pero también ideales que
fraguan el libro físico y a la vez inmaterial en que está contenido todo —incluyendo el
mundo en que vivimos, los mundos sólo posibles, implícitos en las ramificaciones de sus
historias y algunos otros más que aparecen superpuestos—. La novelita se refracta y dobla
sobre sí misma en una infinidad de recodos, guiños y repliegues autorreferenciales. Todo
era tan mega-meta-post-supra-intra-sub-literario que me llené de emociones convulsivas y
quise hacer algo de ese estilo, pero noté casi de inmediato que estaba en un error, no por
plagiar —puesto que para este tipo de idearios nadie es nadie y todos son todos en la deidad
interior afuera del tiempo y por tanto es imposible plagiar—, es más bien que hay ciertas
cosas que, por más que disfrute al momento de leerlas, no necesariamente quisiera o podría
escribir algo así, pese a que el entusiasmo del instante pueda hacerme suponer lo contrario.
La conclusión fue que mi manera de ser mega-meta-literario no podría ser tan
compleja y, al pensar en un método más simple, lo primero en acudirme al pensamiento fue
El Hombre que Ríe de Salinger, el Museo de la Novela de la Eterna de Macedonio y una
novela de Restrepo Jaramillo que aún no me he terminado.
Creo que los teóricos llaman “meta-literario” a al menos dos cosas diferentes, por un
lado lo meta-ficcional: cuando un texto narra algo a la vez que ofrece digresiones o incisos
con una reflexión acerca de la concepción y creación de dicho escrito; yo además empleo el
término para referirme a la meta-narrativa: historias en cuyo interior se cuentan otras
historias más pequeñas, de modo que la una se convierte en las otras por intersticios; es
obvio que mi definición resulta groseramente abierta, de modo tal que incluye, por ejemplo,
cosas como el Quijote y otro montón de vainas por el estilo, además empleo los tres
términos casi indiscriminadamente; lo hice simple: eché todo eso al mismo costal. En mí, lo
meta-literario es cualquier escritura que tenga varias capas de narración, sean auto-
reflexivas o en ramificaciones narrativas; algo así como lo que Fulano le cuenta a Perano
que Perensejo le leyó a Mengano en un libro de Sultanito. Todo eso sería meta-literatura
independiente de cómo aparezcan las capas, que bien pueden saltar hacia el lector, rodar
cuesta abajo o, envolverse en espirales sobre la superficie mental del ente-narrador. En esta
medida también podría hablar de la heteronimia como meta-literatura, pues supone una
serie de sujetos que son personificados por el poeta para poder hilar sus historias,
impresiones y demás características identitarias; es como encarar una literatura hecha por
alguien que fue poseído por seres externos, poniendo esa otra capa afuera de la obra. El
caso más extremo de este fenómeno sería Fernando Pessoa —Supra-Camões y poeta dos
poetas—. Entre su imaginación y su vida de persona natural y legalmente constituida,
media una brecha meta-literaria habitada por todas las sub-personalidades —o complejos
autónomos— que le iban emergiendo.
Salinger logra, además, operar en varios de estos meta-campos, puesto que sus
personajes no sólo se ven envueltos en sub-historias que emergen del cauce central de sus
relatos, sino que además operan como heterónimos, siendo algunos de ellos escritores a los
que Jerome atribuye la autoría de otras narraciones complementarias. Pessoa tenía
correspondencias, y también algunos relatos que esperaba atribuir a sus voces internas, sin
embargo, se enfocó en crearle a cada uno una obra poética o ensayística propia, dejando la
narrativa relativamente de lado; cierto es que nos dejó fábulas y relatos filosóficos —un
volumen de tamaño considerable— además de sus obras de teatro estático, pero en estas
narraciones los heterónimos no aparecen como personajes, sino únicamente como posibles
autores de algunas de las piezas —la mayoría son del ortónimo.
Por lo anterior he considerado alguna vez que la narración epistolar debería tratarse
como una modalidad de la heteronimia, puesto que parece ideal que cada pieza de
correspondencia tenga un tono e incluso accidentes ortográficos propios, obligando al
escritor a encarnar cada personaje lo más hondamente posible en aras a conseguir una
mayor credibilidad psicológica. Quien redacta una carta no sólo es parte activa en un
diálogo, sino además un autor puntual dotado de todas las particularidades verbales y
estilísticas que esto pueda suponer.

***
Lo de Macedonio es un poco más peculiar. Su logro recae en anunciar de manera poética y
universalista la existencia de una serie de personajes, que ensamblan lo que pudiéramos
llamar una proto-trama absoluta; es algo que se cuenta y traba sus nudos con otras cosas
sólo insinuadas, envolviéndolas entre sí sin que lleguen a tocarse. Fernández nos menciona
un conjunto de personas que siempre aparecen desde la distancia prudencial del ojo
prologuista, pues se reserva lo más que puede la omnisciencia del narrador directo, más
ortodoxo y a lo mejor eficaz. Cuando finalmente termina la seguidilla de notas preliminares
arrojándonos a lo que sería la novela —propiamente dicha—, notamos, de repente, que los
personajes que intervienen en la trama no son los mismos seres más o menos universales y
proto-mitológicos de los que se nos hablaba en sus prólogos y apéndices iniciales, sino
otros, que no parecieran tener rostro alguno, y que solamente sirven para acentuar —por
comparación— las características inexistentes de quienes supuestamente encarnan la
historia; una que —por simpatía con La Muerte— no nos puede contar. Sí aparecen:
Deunamor, Eterna, Ella, el Presidente, todos están allí en la trama, pero una vez abierto el
Museo de la Novela, dejan de ser ellos mismos; no son realmente nadie porque si existen es
justo como negación del principio de identidad; habitan un plano tan absolutamente
imposible que van y vienen en la trama como si la novela constituyera una locación física:
«… ya estoy otra vez en “La Novela” donde se está calentito», le dice Simple a Deunamor
en algún no-lugar del texto. Esta idea de insinuar una seudo-historia sin personajes
discernibles parece venirle de una filosofía burlesca, de intención satírica o, «humorística»
—como él la llama—: desde allí nos lanza su gran charada anti-personalista y thanática,
cuyos lineamientos filosóficos va introduciendo a cada tramo, diseminados entre las otras
divagaciones que ensamblan su anti-novela monumental.
Borges, emblema del boom-latinoamericano, es un ejemplo más aterrizado y sencillo
de esta manera deliberadamente mitológica de contar el cuento. El mito tiene un carácter
literario muy especial, ya que trata de ofrecer acontecimientos eternamente vivos que se
repiten en la tradición y que —de un modo u otro— carecen de personajes dotados de
personalidades propias, legando en ellos formas psíquicas arquetípicas que bien pudieran
amoldarse a las de cualquier humano imaginable puesto en determinada situación. El plus
de los escritos del bibliotecario sería que, a diferencia de la novela de Macedonio, muchas
de las meta-ficciones de Borges inmiscuyen su propia persona en situaciones fantásticas,
con lo cual logra híbridos entre lo meta-literario-completo y fantástico —de corte
arquetípico y miticalista— y la auto-ficción —generalmente frecuentada por escritores
cronísticos, anecdóticos o de corte más naturalista en general.
No en vano dijo alguna vez el cieguito de los laberintos que «Macedonio es la
metafísica, es la literatura».
***
Este cuento que usted está leyendo estaría en medio del último camino mencionado y otros
más emparentados con la auto-ficción tradicional, quizás al modo de Kerouac o Amelie
Nothomb. Supongo que son ejemplos bastante amañados a mis gustos personales, a fin de
cuentas, eso de escribir historias de uno en versiones literarias es uno de los métodos
novelísticos más comunes en la historia de la narrativa. Nada de nada de nuevo, en
cualquier caso.
No me hallo, pues, en ningún polo o bajo escudería alguna; no habito éste ni el otro
espacio más hueco de la auto-re-creación. La meta-literatura es una serie de capas
narrándose y a la vez descomponiendo sus ramajes y raíces; lazos que se enredan y
subdividen, dejándome encapsulado y aterido entre todos los tipos de intento —ergo: no
estoy en nada...
Lo que Kerouac hacía era reinventar sus propias historias de vida ayudándose de la
técnica que llamó escritura espontánea —una versión auto-enunciativa de la escritura
automática, más empleada en la historia de la poesía que en la de las narrativas—; esta
forma de proceder se torna meta-literaria inevitablemente, pues si un escritor escupe todo lo
que piensa, casi sin discriminar, es seguro que eventualmente se le saldrán pensamientos
relacionados con el modo en que lo está haciendo; al final narrará lo que sea que le pasó —
siendo quizá más o menos fiel— sumado a la actividad que le ocupa al momento de irlo
contando; así terminará, de un modo u otro, ilustrando su manera de pasar al papel —o a la
pantalla— tanto lo que recuerda como la relación que esto guarda con lo que le va
ocurriendo a medida que escribe.
A pesar de todo no me atrevería a elogiar demasiado sus logros literarios. He leído
casi toda la obra de Kerouac, sería ingrato insinuar que no me gusta, pero a la vez sería
hipócrita venir a darme golpes de pecho como si me pareciera la gran mamada, cuando
ninguno de sus procedimientos se me hace particularmente notable. Lo que me pasa con sus
libros es que lo siento muy cercano, es como un viejo amigo que te cuenta las mejores
anécdotas sobre novias rarísimas y viajes inauditos, pero no logro verlo como a un escritor
demasiado aventajado, sencillamente, no soy capaz de tomármelo muy en serio, por más
que lo considere tan cercano y lea sus cosas con una especie de cariño fraternal.
Acabo de percatarme de que este relato sobre monjas locas, taxidermistas venidos de
tierras germánicas, mentes retorcidas por drogas zampadas en locaciones sugestivas,
casonas lúgubres y eróticas novias quinceañeras se devana desplegando a medias algunos
datos sensacionalistas de mi propia “vida real”; a lo mejor en esta medida el ciclo tribute
mucho más a Kerouac que a los demás muertos que quisiera ir mencionando.

***
Otro referente inevitable es Lovecraft. Una parada obligada en todos mis escritos; tanto más
en éstos, que lo invocan de manera temática además de la usual: netamente estilística... Los
mitos de horror cósmico de Lovecraft no son meta-ficcionales en el sentido de que sus
historias desplieguen otras al interior; tampoco es meta-ficcional porque sean auto-ficciones
en las que él mismo reflexione o intervenga como personaje, sin embargo hace meta-
ficción, y de qué manera… Borges, al menos, le debía mucho.
H. P. L. fue un grande en ese arte tan raro de contar relatos de horror-sobrenatural
amparados en hechos históricos misteriosos, que puedan dar mayor consistencia y
verosimilitud a los escalofríos; algo muy propio de la ciencia ficción y de algunos cuentos
detectivescos —al estilo de clásicos como Poe, Stevenson o Conan Doyle—, pero no tan
popular en el relato gótico/sobrenatural de antes de mitades del siglo XIX. Borges afirmaba
que su compadre Bioy Casares logró la cúspide del género en La Invención de Morel,
justamente porque mantiene un equilibrio estricto entre realismo y fantasía: las dosis
necesarias para que todo resulte creíble sin llegar a apegarse fielmente a los derroteros
tediosos de lo que solemos llamar “realidad”. Otro aspecto meta-literario en las obras del
ocultista de Providence —invocador apocalíptico de Cthulhu y otros dioses del abismo—,
está dado en el tipo de narrador que emplea: sus condenados hablan en primera persona, y
aunque no hacen reflexiones técnicas acerca del acto de escribir, constantemente paran a
mencionar que es el pánico y la necesidad inminente de dejar un registro lo que los obliga a
plasmar sus vivencias mientras aguardan un final abominable y necesario; sus personajes
terminan divididos entre dos planos narrativos: uno en que se contó lo que los condujo a
esta situación aterradora, y otro en que expresan —siempre en presente— cómo la cosa ya
viene ya viene ya viene hasta que ¡tras!, todo colapsa y el bicho indescriptible se come al
pobre bastardo. Lo meta-narrado es el tic-tac del cronómetro regresivo bajo el cual el
horror va marcando sus pasos. El otro meta-logro se lo debe a la penetración de sus escritos
en la cultura de masas, relacionada con la manera en que otros escritores y entusiastas han
querido hacer ver creíble su universo narrativo, dándole cabida en nuestro “universo real”.
Es un procedimiento inverso al de la auto-ficción: en lugar de convertir la vida de uno en
literatura, se convierten los hechos ficcionales de los textos en parte del mundo histórico y
material; un ejemplo son las fichas falsas creadas por los lovecraftianos en múltiples
bibliotecas alrededor del mundo, intentando que libros malditos como el Necronomicón y el
Vermis Misteriis comenzaran a existir en nuestro plano dimensional. Borges —que tenía la
costumbre de satirizar y menospreciar a aquellos autores que más lo influenciaron— creó la
ficha del tomo de Alhazred el árabe loco para la biblioteca de la Universidad de Buenos
Aires.
Lovecraft y Macedonio siempre vivos en Borges: nada de qué extrañarse, a fin de
cuentas, excluyendo las fórmulas invocatorias y el carácter de grimorio, el Necronomicón
es el mismo tipo de libro que el Museo de la Novela de la Eterna: un proto-volumen seudo-
mítico que contiene mil historias potenciales, contadas sin ser contadas a través del tropo
hipotético del libro que fue o pudo haber sido.
Lo meta-literario pende pues de la percepción de aquello que nos resulta posible,
imposible y más que posible a la vez; aquello que pudo haber sido estando mucho más allá
que de lo que en verdad es, fue o será, pero no como en la fantasía, sino anidando en el
terreno temible de posibilidades que, siendo irrisorias, no dejan de lucir factibles dentro de
las lógicas racionales de alguna época en particular. Creo que todo lo meta-literario
sorprende o resulta perturbador en cierta medida, porque obliga la conciencia a percatarse
de que está segmentada; debe romperse para fijarse en nuevos puntos, notando que su
sentido de la unidad, identidad y familiaridad ante todo lo exterior son, en el fondo, más
bien ilusorios y endebles. Lo veo como una aplicación centrada de la esencia del relato de
terror, que es el principio de lo familiar-ominoso; esta vieja dialéctica del
heimlich/unheimlich aludida por Freud en una de sus reflexiones literarias más
carismáticas.

***
Dicho todo lo indecible, exagerado, relamido, perpetrado y perpetuado, ¿qué más cabría
rebuznar ante lo escrito?, ¿de qué otras novedosas pandemias faltamos por ser infectados?...
¿Acaso más frustración: retorno en los dioses de lo figurativo: humildad: resignación ante
estatuas terribles de pesos más que pesados? Parece justa una nueva inmolación, esa que
viene al aceptar el fracaso. ¿Qué es el escribiente, sino todo aquello que nunca logrará
decir? Esta terrible necesidad de Ser creando nuevos universos, siempre puesta de cara a un
sinfín de imposibilidades.
Al menos debiera acomodarme a mis propios delirios y resabios: ni puedo contar una
historia ni una historia dentro de otra ni ensamblar una reflexión mientras narro ni mucho
menos contar algo sin necesidad de ofrecer los hechos puntuales. Lo único literario y casi
meta-literario que puedo hacer es hipertexto: verbigracia: narrar una historia que se
convierte en otras sin convertirse realmente, so pretexto de estar saturada de referencias y
alusiones a otras piezas literarias combinadas con algunos momentos semi-verdaderos de
mi historia personal. Es decir: en lugar de hacer algo estilo Salinger-Pessoa/Borges-
Macedonio/Kerouac/Lovecraft me pareció mejor escribir una cosa mediocre y sencilla que
use los métodos —y nombres— de todos como chivo expiatorio, haciéndome meta-literario
sin serlo.
En cualquier caso, hablamos de un cuento para estudiosos o creadores de literatura,
pues quien no conozca o no esté dispuesto a indagar por la paleta de referencias que
ofrezco, muy difícilmente dará algo de crédito al resto de este simpático gazapo.
Por ende, todo lo aquí evocado intenta, al menos en su propio terreno, nutrir un
escrito antipático y excluyente con los lectores menos especializados; cosa que, sea por lo
que sea, me alegra…

***
Afuera del hipertexto y la meta-narración falsa lo que aquí se hila y devana —sin que se
hile ni devane realmente nada, claro está— es cómo nuestro héroe —es decir yo— realiza
su viaje iniciático por las ciénagas mortuorias de un pueblo llamado Granada-Antioquia;
cómo fue arrastrado hasta allí por la necesidad y el infortunio, únicamente amparado por el
amor de su doncella, y cómo las garras fúnebres y oscurantistas del terror le arrebataron el
amor y la poca alegría que le quedaban: lo único que creía tener. A pesar de esta versión
mítica un poco siniestra —porque todo lo narrado a medias da algo de miedo— la cosa no
termina del todo mal; la muerte que allí lo acecha se mantiene asida al plano simbólico, y
de alguna manera el héroe consigue escapar ileso —eso lo sabemos porque lo tenemos
aquí, detrás del teclado, intentando narrarse con rígida fidelidad.
Aunque no lo anexé en la lista de influencias, opté desde un comienzo por seguir los
métodos creativos de la imperfección literaria inaugurados por Witold Gombrowicz —a lo
mejor no lo había citado por tratarse de lo mismo que yo llamo ‘serse fiel’.
Se trata de estructurar los hechos de una manera burda y directa con cuyas faltas me
sienta estéticamente satisfecho. Se resume en recordar lecturas y otra sarta de cosas
mientras narro algo semi-propio, lo cual no sólo permite des-innovar dentro de un no-nuevo
no-género al que llamo “cuento auto-ideante” —o “literatura intra-hipertextual”—, sino
que además pude concebir un híbrido que contuviera pequeños refugios para evadirme
cuando el cauce central se ponga triste, feo o demasiado terrorífico para mi personalidad
blandengue. Quise posarme de antemano en un punto incierto pero deseable, aun a precio
de fracasar en el campo genérico del terror sobrenatural. Afortunadamente los escritos
firmados por la falsa personalidad que soy en este momento siempre son más bien
explicativos, referenciales y sosos por naturaleza, de modo que en nada me salgo de mi
papel con este intento de negarme por medio de una nueva auto-ficción difusa que no me
dejará ningún dividendo.
Esto de los activos y réditos nulos me devuelve al marco de la digresión original. A lo
que voy es que me parece que la fama y fortuna son cargas con las que jamás tendré que
lidiar. Por un lado, nunca publico dos obras con el mismo nombre, ni mucho menos pienso
incluir fotografías para identificar a estos personajes que firman por mí. En realidad, soy
una persona curiosa e insegura, así que no podría asegurar que desprecie la atención de los
académicos y la cultura-pop, sin embargo, si de algo estoy seguro es de que, aunque esta
atención me diera algún beneficio me cansaré de ella más temprano que tarde, porque lo
que tengo de inseguro y necesitado de atención lo tengo también de huraño y autista. A lo
mejor por eso me dejó María, y no solamente por exponerla a las mazmorras del terror y
sus pobrezas inusitadas en aquel calabozo húmedo y espeluznante.
Pobreza: he allí la palabra del día, del milenio y de la semana. La verdad, la única y
temible verdad de todo esto, es que nunca tendré que lidiar con los paparazzis por lo mismo
que me dejó mi Marie. Estoy hundido hasta el cuello en esta maldita pobreza. Me tiene
sitiado. La pobreza moral y de carácter, la pobreza argumental de mis escritos, la pobreza
material y nominal de la Editorial Zeta y todos los demás infortunios que esta maldita
inopia rodea, amasa y redobla. No me atrevo a decir que sea una mujer interesada; ni
siquiera podría asegurar que me haya dejado por eso, aunque no me parece exagerado:
ciertamente tuvo que tolerar momentos de profundas privaciones. Fue un poco por mi
tacañería y otro más por simple iliquidez que pasamos aquella noche de terror en Granada,
y desde entonces nada volvió a ser lo mismo entre nosotros.

***
Básicamente voy a escribir sobre una vez que fui a un pueblo y una historia que me
contaron me ocasionó pesadillas, miedo y hasta desamor; a la vez voy a hacer un paralelo
con otras historias que voy recordando, de modo que al final nadie sepa de qué carajos va la
cosa, pero sólo hasta que ya sea muy tarde para dejar de leer:
Al comenzar a contar esta epopeya terrible pensé en qué historia podía embutir dentro
de la trama central, y la conseguí desde un comienzo, o incluso desde antes de empezar. De
manera sospechosamente fácil, simple y llana, la historia ya estaba contada, entrelazada y
servida; se decidía por sí misma: era o no era lo que fuere siendo exclusivamente así.
Lo que hace horripilante el cuento que le acontece al querido Andrés es este sub-
cuento del que se enteró por pura casualidad, esa creepypasta fríamente contada durante su
estancia en aquel pueblito bordeado por el azur de las montañas. La poco original idea era
insertar esta sub-trama narrándola dentro de la trama principal como en el cuento de
Salinger, pero agregando un estrato adicional.
Una primera capa sería lo que pasa con el protagonista/escribiente en su presente
redactor; otra, sería el relato terrorífico de lo que recuerda que le pasó en el pueblo: lo que
va contando mientras lo de la primera capa de historia le sucede; y una tercera contendría
eso tan espeluznante que le contaron durante el viaje, ocasionándole desgracias y temor. Al
final deseché esta estructura inicial porque, si bien es cierto que desarrollada con habilidad
podría alcanzar logros formales inmensos, no me pareció para nada original operar bajo
dicha estructura; no hay reto en sentido lato; además no quería narrar en presente, como
suelo hacer por lo general —sí: sé que es lo que hago en estos momentos, pero es mi
presente aburrido y verdadero el que narro: ese presente en que estoy sentado recordando,
escribiendo y pensando en Salinger y en por qué me dejó la idiota de María, y no aquel
tiempo emocionante y ficcional en que me ocurren cosas irreales que sólo habitan en los
tugurios internos de mi imaginación.

***
No debería resultarnos descabellado pensar en la traducción como un ejercicio de creación
literaria, dado que la idiosincrasia, el tono, la musicalidad y muchas otras cuestiones del
lenguaje escrito son intraducibles. Cualquier traducción es una reconstrucción de una obra
casi desde cero. Lo traducido es una lámina superpuesta al original, y, en esta medida: una
nueva capa.
En lugar de pretender que estoy creando, podría haber ideado un modo de traducir
algo prexistente, así no conozca mucho de ningún idioma —ni local ni extranjero—; por
fortuna, se me ocurren varias formas de traducir que no requieren conocimientos
gramáticos en ninguna lengua; o bueno, no más que los estrictamente necesarios para la
vida diaria...
Me refiero al acto de trasvasar el talante espiritual de un libro a la modalidad de las
actitudes propias.
Recuerdo, a este respecto, las traducciones hechas por Ezra Pound del Cathay;
existen varios testimonios que dan poquísima fe de los conocimientos poundianos en
japonés antiguo y mandarín, mas esto nunca le impidió hallar medios alternos para fraguar
su artimaña culturalista: se hace a las notas de los estudios de un sujeto que a lo mejor se
inventó y traduce a su manera, mirando el ideograma y pensando qué le quiere decir el
dibujito, o qué sé yo; es un poco una gran farsa, y a pesar de ello, con los años, algunos
académicos concederían un valor especial a esta forma suya de traducir, que se enfoca en
algo que no era tenido en cuenta en las traducciones anteriores —más literales—: algo
relacionado con el carácter concreto de los ideogramas que obliga a adoptar criterios de
interpretación sensualistas —a la vez que abstractos—. No es que sus interpretaciones
fueran las más acertadas, pero al menos su idea, en términos generales, abre un espectro de
posibilidades que no había sido suficientemente explorado; y este nuevo campo supone, a
su vez, una infinidad de avances potenciales en los dominios de la “traducción-adulterada”.
¿Qué-qué?, ¿Que eso no se llama traducción sino versión?, ¿que lo que estoy
haciendo es un vulgar pastiche? No creo, no voy a seguir las tramas, personalidades ni nada
de lo que conforma las obras ajenas, simplemente voy a insuflar lo mío con fuegos ajenos:
las llamas gloriosas en que ardieron los muertos que he ido mentando a lo largo de estas
páginas.
No me importa que crean que soy de esas personas que reducen un arte a su tradición.
Si una traducción es buena o no, es tan difícil determinarlo como saber la calidad de
una obra personal, y sin embargo hay muchísimos textos que todo el mundo ha leído mal-
traducidos; tantas obras que llevan siglos siendo boicoteadas por la incomprensión del
lector. Menciono estas cosas porque de alguna manera mi cuento será una síntesis extraña
de las intenciones y actitudes de los meta-autores que me gustan, pero no sólo por eso…
Lo que más quiero en este instante es quejarme de una pésima traducción que lleva
décadas enturbiando una pieza cada vez más afamada. Me refiero al título The Catcher in
the Rye, al que han montado apodos tan burdos e inadecuados como el asesinato del
mariquete de John Lennon.
El Cazador Oculto. El Guardián entre el Centeno. El Guardián en el Trigal. ¿Cuál de
estas tres aberraciones resulta más insulsa y ridícula a simple vista? Creo que ni el tiempo
lo dirá. No hace falta saber mucho inglés para que resulte indignante; intentemos explicarlo
en forma resumida dando por sentada la enormidad del error…:
Se supone que el libro se llama así por ese sueño de Caulfield en que agarra niños que
se van a caer a un abismo mientras juegan en un campo de centeno. Suena creíble, y tiene
su contenido metafórico en eso de que el agarrador esté “oculto” entre las ramitas de cereal.
Aun así, yo quisiera sumar mi propia teoría: creo que a lo que se refiere es a un
cátcher escapista. Lo que hace Caulfield es escabullirse de todo y todos como si se metiera
a agarrar la bola en los campos de centeno que lindan con el diamante en que juega. El
baseball es la excusa con que se escapa; eso es para mí un cátcher en el centeno, aquel que
espera el cuadrangular para huir mientras todos creen que corre tras la bola.
Además, hace ya muchos años que usamos cantidades de palabras en inglés a falta de
una mejor en español. “Cátcher”, con tilde, se usa frecuentemente; no es necesario decir
algo tan poco literario como “agarrador”, ni algo tan vanguardista como “atrapador”; con
decir “el cátcher en —o entre— el centeno” basta y sobra.

***
De las Nueve Historias, resta por decir que la mejor de todas no es El Hombre que Ríe ni
tampoco Un Día Perfecto para el Pez Banana. La pieza más brillante, el mejor movimiento
del mecanismo de relojería preciso que mueve los usos y efectos, es un cuento titulado
Para Esmé, con Amor y Sordidez. Sobre al todo el final, donde toda esta escena bobalicona
—aunque de tintes levemente pedófilos— de la toma de té en el cafetín, se convierte en
semejante tormenta escabrosa de traumas de guerra, violencia estancada en el alma y
decaimiento moral. Se trata de uno de los retratos más terribles que se hayan plasmado
acerca de las atrofias causadas por la guerra, además de ser un relato de horror psicológico
empaquetado en los recuerdos idílicos que un soldado guarda de una niñita…: is heaven &
hell.

***
Esta mañana releí todo esto y me pareció una tontería desordenada, pretenciosa, aburrida de
leer y de pésimo gusto. El problema es que invertí mucho tiempo en redactarlo y corregirlo
y ahora no me puedo deshacer tan fácilmente del engendro.
Estoy condenado a publicar cosas mediocres que me asquean porque no logro
entregar mi tiempo al olvido con tanta facilidad.
Lo que voy a hacer es ponerlo como prefacio…, sí, voy a escribir el cuento de verdad
y le voy a poner esta mierda de Prefacio…
Mejor parar de una vez. A fin de cuentas, ¿a quién engaño?…

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