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Pregón de la Semana Santa

de Cieza
2011
Basílica de Ntra. Sra. de la Asunción, 10 de abril de 2010

Por Fernando Molina García


Alguna vez pude soñar con ser andero de Los Dormis, honrar la historia de mi
pueblo vistiéndome de Armao, o acompañar bajo el trono al Señor en su Agonía. De
niño, fantaseaba con poder entrar en la Casa de los Santos cualquier día del año, saber
redoblar como se redobla en la banda Averroes, o encontrarme en las varas delanteras
de cualquier Santo durante la Cortesía. Yo también quería ser un poco más mayor
para que me dejaran ver entrar la Procesión del Silencio. Con el paso del tiempo fue
creciendo en mí la ilusión por escribir un artículo en la revista El Anda, poder
compartir vara con mi hermano – al que tanto había envidiado de pequeño al verlo
pasar portando el trono de Los Dormis – o vivir la Semana Santa en el seno de varias
Cofradías. He añorado tiempos pasados sin tan siquiera vivirlos, tradiciones perdidas
que no volverán, y gente de la Semana Santa a la que me habría encantado conocer.
Habría dado lo que fuera por viajar en el tiempo y subir a la Ermita el día de la Traída
de los Santos, portar al Nazareno a paso ordinario, o acudir a la Plaza Mayor al
término de la Procesión del Santo Entierro en un Viernes Santo del siglo XIX. He
deseado que nunca nos falte un grupo de amigos con los que poder compartir
vivencias, sentimientos e ilusiones cofrades. Si alguna vez se suspendió una
procesión por culpa de la lluvia, inmediatamente tuve la certeza de que al año
siguiente saldría a la calle más lucida que nunca. Siempre confié en que algún día
llegaría la ocasión de vivir la emoción que se siente bajo un capuz negro en la Noche
de las noches, o en la caracola de la mañana de Viernes Santo mientras el Nazareno
espera cargado con su Cruz. Y sin embargo, nunca pude sospechar que hoy, en este
Domingo de Pasión del año 2011, el Señor iba a concederme el honor más grande
que podía recibir en esta vida: el honor de convocar a mi pueblo a las procesiones.

Reverendo Señor Cura Párroco de esta Basílica, Ilustrísimo Señor Alcalde y


miembros de la Corporación Municipal, Señor Presidente de la Junta de
Hermandades Pasionarias y miembros de su Junta Directiva, señoras y señores
Presidentes y Directivos de las Cofradías ciezanas, señoras y señores, cofrades y
amigos:

Es para mí un privilegio, del todo inmerecido, entrar a formar parte de una lista
encabezada por D. Juan Candela Martínez, primer pregonero de esta Semana Santa.
Agradezco profundamente a la Junta de Hermandades la oportunidad que hoy me
brinda de comparecer ante vosotros, así como a las cofradías ciezanas la generosidad
con la que me han acogido en esta Cuaresma. No soy avezado en la prosa y carezco
de los dotes del buen orador. Tampoco ha sido mi intención elaborar un discurso
erudito, ni llenar este Templo de poesía. Hoy estoy aquí para compartir con vosotros
mi amor por la Semana Santa ciezana, y para daros las gracias, de corazón, a todos
los que la hacéis posible.

Semana que se acerca, que ya llega, en este tiempo de brisas de acacia y


perfumes de azahar… Semana que hemos estado anhelando durante doce largos
meses. Porque nosotros queremos mucho a Cieza, pero preferimos la calle Cánovas
con el portón de la Casa de los Santos abierto, la plaza Mayor llena de Armaos, o el
Rincón de los Pinos a rebosar de gente. Queremos ver la calle San Sebastián
meciéndose al son de «Semana Santa Ciezana», el Paseo repleto de palmas, o la calle
Cadenas impregnada de rojo la noche de Miércoles Santo. Nos gustaría poder estar en
el Prendimiento, y a la vez ser testigos de cómo el trono de la Oración del Huerto
dobla por la Plaza del Comisario, ver al Santo Cristo del Consuelo bajar por ese
tramo del Camino de Madrid que ya apenas transitamos, y sentir en la plaza de la
Iglesia la proximidad de la Virgen de los Dolores, que ya se acerca por San Pedro.
Como nazarenos y anderos, nos estremecemos al contemplar la emoción en los
rostros de la gente que se agolpa en las aceras. Aquí reside la grandeza de la Semana
Santa: en el tímido rezo de un nazareno, en la promesa de un andero, en los pies
desnudos de un penitente. En la mirada que, desde una silla de ruedas, esa mujer le
dirige al Cristo del Perdón, detrás de una ventana de la calle Mesones. En las
lágrimas que no podemos evitar por el hueco que ha dejado aquel amigo de vara. En
el consuelo de un espectador que alimenta su fe, en el dueño de un bar que deja su
negocio durante unas horas porque necesita, aunque solo sea ese día, hacer un relevo
con su Santo. En el sacrificio de las vacaciones de agosto, en el bullicio de niños y
mayores, en la Larga Espera. En la prisa de los túnicos que corren por Angostos para
llegar a tiempo a la salida de su Hermandad. En el enfermo que ya sólo pide al Señor
poder vivir una Semana Santa más. En las añoranzas, las ilusiones, en los
reencuentros y las amistades surgidas al amparo del trono. En todo ello está presente
Dios, y precisamente por eso merece la pena todo lo demás.

El día ha amanecido limpio, silencioso. El pueblo está en calma y nada hace


que esta mañana sea diferente a otras. Sin embargo, hoy no es un día cualquiera, sino
Su día. Cieza se prepara para abrir los brazos a su Madre, mientras espera, más
hermosa que nunca, en la Misa de la tarde arropada por sus cofrades. Hasta el aire
que respiramos hoy en el último rincón del pueblo está impregnado de su esencia.
Virgen Dolorosa, cuántas noches habremos añorado este momento en el que el
Mundo nace de nuevo ante nosotros: plenitud, felicidad que nos invade cuando
apareces en el umbral de la puerta del Convento. Llevábamos un año entero
esperándote.
Fue precisamente un Viernes de Dolores cuando este pregonero, gracias a la
generosidad de un directivo de la Cofradía, vio cumplido un viejo sueño que jamás
había confesado a nadie: convertirse durante una noche en andero de la Dolorosa.
Créeme, amigo, que nunca olvidaré tu gesto.

El Domingo de Ramos descubre al pueblo de Cieza engalanado para recibir al


Señor en su Entrada Triunfal. Un río interminable de palmas inunda el paseo. Hoy,
los más pequeños son los protagonistas. Muchos de ellos visten su primera túnica,
algunos con escasos meses de vida. Así es como el amor por la Semana Santa se va
transmitiendo de padres a hijos. El amarillo intenso de las palmas bañadas por el sol,
entremezclado con el verde de los árboles y salpicado por los colores de las túnicas
de las dieciocho cofradías, hacen de esta escena la más variopinta de cuantas tienen
lugar a lo largo de esta Semana. Y a lo lejos, ya vemos cómo viene hacia nosotros la
entrañable Burrica, que no va a paso lento, y tampoco a paso ordinario, sino al paso
inconfundible que marcan los anderos dormis la mañana del Domingo de Ramos. Las
manos y los pies del Señor, el estofado de las túnicas de Santiago y Juan, el pollino
que acompaña al grupo... Hasta el último golpe de gubia derrama nobleza. Porque
nobles eran las manos que tallaron la Burrica: las de nuestro querido maestro Carrillo,
un hombre bueno, que tanto dio por la Semana Santa de Cieza y al que tanto debemos
los ciezanos. Es Domingo de Ramos: todo está por llegar.

Este es mi pueblo. Aquí están mis raíces y mi gente. Aquí están mis padres, a
los que debo todo cuanto soy. No podría haber una forma más sincera de rendirles
tributo, que dedicando este Pregón a sus dos nietos. En sus corazones ya se ha
sembrado la semilla de la Semana Santa. Toca ahora abonar la tierra, para que el
árbol del mañana dé su fruto: el fruto de la fe, de la tradición y del amor a Cieza. La
tierra que me vio nacer y la que me enseñó casi todo lo que sé. Pero a veces, el
destino hace que emprendamos camino hacia otros lugares, hacia otros pueblos y
ciudades que nos acogen… pero que no son nuestros. Doce años han pasado desde
que me fui a vivir fuera de Cieza, y creedme que ni si quiera cuando he estado a miles
de kilómetros de distancia me he sentido lejos de vosotros. Sin duda ha habido Algo
que me ha hecho girar la vista hacia la Sierra y ver dibujado al fondo el pico de la
Atalaya, sentir en cada despertar la humedad del río Segura, y mirar al suelo y ver
reflejadas las pinturas de Pepe Lucas en pleno Paseo del Prado. Un misterioso Imán
que me ha hecho ver dibujada, en la cara de la Almudena, la cariñosa sonrisa de la
Virgen del Buen Suceso. Porque cada día, al despuntar la mañana, el Santo Cristo del
Consuelo bendice desde su Ermita a todos los ciezanos, allá donde estén.
¿Quién no guarda una vieja estampa del Santo Cristo en la cartera, en el coche,
o en algún cajón de casa? ¿Quién no ha subido alguna vez a la Ermita, en una gélida
noche de invierno, a pedirle que librase de su angustia a un familiar enfermo y,
mientras caminaba hacia la entrada principal, creyéndose solo, se ha encontrado, al
doblar la fachada, con otro ciezano aferrado a la verja pidiéndole a su Señor? ¿Quién
no ha hecho alguna vez la promesa de llevarlo sobre sus hombros la tarde del
Domingo de Ramos o la del día de la Cruz, para suplicarle al Cristo que le tienda su
mano en el complejo y duro camino de la vida? ¿Qué madre no le ha pedido alguna
vez, a su paso en las procesiones, que guíe a sus hijos por el sendero adecuado? ¿Qué
mueve a esas personas a acompañarlo descalzas en la Procesión del Penitente, a la
que precisamente ellas dan nombre? La fe del ciezano en esta imagen es innata, y nos
viene dada por el hecho de amar a esta querida tierra.

A veces, el Santo Cristo echa mano de personas que le ayudan en su cometido.


En este caso, a través de uno de sus cofrades, que lo es también de otro Cristo: un
buen amigo que con su empeño y apoyo ha conseguido que cada vez que yo me
sentara a escribir una línea de este Pregón, a tantas leguas de aquí, me sintiera al
amparo de la Atalaya; de esa Atalaya que es testigo permanente y fiel de nuestros
desfiles pasionales y de su evolución.

Durante siglos, las procesiones se han ido estructurando y definiendo hasta


alcanzar la configuración que hoy mantienen, en cuya evolución ha desempeñado un
papel esencial la Junta de Hermandades Pasionarias a lo largo de sus casi cien años
de historia. En este largo camino, ha habido épocas difíciles, marcadas por la
inestabilidad o la escasez económica. Nuestra Semana Santa, al igual que muchas, ha
atravesado momentos muy duros, como el que a punto estuvo de acabar con las
Cofradías en los primeros años del siglo XX, o la crueldad de la Guerra Civil, en la
que se destruyó gran parte del patrimonio. También ha habido periodos de auge y
esplendor, como el que se vivió en el último cuarto del siglo XIX, y otros de
crecimiento, como los años cuarenta, cuando se llevó a cabo la reestructuración de las
procesiones tras la contienda civil. Por todo ello, debemos ser conscientes de la gran
responsabilidad que nos compromete a poner todo nuestro empeño para cumplir con
el deber anual de que cada Semana Santa sea la mejor de la historia, como muestra de
nuestro infinito agradecimiento al esfuerzo y esmero de los que, a lo largo de seis
siglos, sacrificaron todo cuanto fuera necesario para mantener viva esta tradición. Y
en especial, al de aquéllos que pasaron por este mundo sin obtener recompensa por el
trabajo realizado, sin llegar a ver esa Semana Santa que tanto anhelaron, y que ahora
contemplan orgullosos desde el Balcón más privilegiado. Gracias a unos y a otros
estamos hoy aquí hablando de Semana Santa.

Nosotros, los cofrades de hoy, hemos tenido la dicha de ser testigos de una de
las épocas más espléndidas de estos seis siglos. ¿Acaso no es una proeza de nuestra
historia que Hermandades menos numerosas, como la Verónica o el Nazareno, hayan
regalado a Cieza dos creaciones de uno de los mejores imagineros de nuestro tiempo?
La Verónica, la misma Cofradía que a punto estuvo de desaparecer a finales de los
años ochenta, cuando fue generosamente acogida por la Magdalena, ha introducido
en la Procesión del Santo Entierro una de las joyas que se pasean esa noche por la
carrera: la Virgen de la Amargura, de Francisco Romero Zafra; una inspiradísima
imagen que seguro ya ha hecho llegar más de un Ave María a nuestra Madre del
Cielo, desde que se sentara al pie de la Cruz en el Convento de San Joaquín la víspera
de su bendición.

Francisco Romero y la Cofradía del Nazareno, con la incorporación del paso


de la Coronación de Espinas, han escrito también su propia página en los anales de la
Procesión General. Pero no es ésta la primera aportación histórica de esta bendita
Hermandad a nuestras procesiones. Ya en 1964, la Cofradía de Nuestro Padre Jesús,
junto con la del Tercio Romano, abrieron su corazón, y su Martes Santo, a la Semana
Santa de Cieza. Seguro que algunos de los aquí presentes, los que ya veis pasar los
Santos junto a vuestros nietos, recordáis aquella vieja procesión en la que Nuestro
Padre Jesús recorría a paso ordinario las calles del casco antiguo escoltado por los
Armaos.

Sería en la primavera de 1963, en el taller del maestro Carrillo cuando, en el


seno de una de las tertulias que allí reunían a un grupo de jóvenes amigos, germinaría
la creación de una nueva Cofradía. Meses después, en el desaparecido Oasis de la
Plaza de España, nacería la por entonces decimoquinta Hermandad. La noche del
Martes Santo acogía un nuevo paso: El Beso de Judas. La inclusión de este grupo
escultórico en el desfile del Prendimiento supondría además un cambio radical en la
concepción del mismo, procesionándose desde entonces a paso lento. Con el
transcurso de los años, se irían incorporando nuevos pasos, hasta alcanzar su
configuración actual, en la que la imagen de Pinazo sigue siendo el eje central.

Durante algunos años tuve el privilegio de ceñir la túnica de esta Hermandad, y


de experimentar la agitación que sienten sus anderos en el interior de la Iglesia,
mientras en la calle La Hoz los Armaos aguardan impacientes el momento de
prender a Jesús. Aquel año, mientras esperábamos a que el toque de tambor diera la
orden para que se abrieran las puertas y se descubriera al Nazareno, volví la mirada
hacia el solitario altar, y recordé con nostalgia los prendimientos de cuando era niño,
convencido de que la piedra de los muros del templo todavía guardaba el eco de la
voz del Cabo Vázquez. Sin embargo, aquello no fue más que una añoranza de los
tiempos inocentes de la vida. Porque, con la magna representación del Auto del
Prendimiento, el Martes ha pasado a ser un día clave en el calendario cofrade
ciezano, consiguiéndose al fin el objetivo de que el Acto y la Procesión coincidan en
el espacio y el tiempo. Os voy a confesar una cosa: creo que nunca me he sentido tan
ciezano como portando al Nazareno la noche del Martes Santo, notando cómo recaía
sobre mis hombros el peso de la historia tallada en la madera por García Migal.

Durante el último lustro he vivido este día de forma diferente, como andero de
la Cofradía de la Oración del Huerto y el Santo Sepulcro, como ya hiciera mi tío
Antonio en los años cuarenta. Impresiona ver cómo el trono de los hermanos Lorente
abandona la Casa Museo de la Hermandad y pone rumbo hacia el Prendimiento. En
este tramo es frecuente encontrarse con rostros que son historia viva de Los Dormis,
y que no quieren perderse, año tras año, la salida a la calle de unos pasos que tanto
significan para ellos. Antonio Galindo, Pepe Salmerón, Diego Ortega Rojas y algunos
más, que son sin lugar a dudas el estandarte actual de una larga lista de nombres que
forjaron una de las historias más entrañables de la Semana Santa de Cieza, y que
conocemos tan bien gracias a la recopilación que de ella hizo ese gran Cofrade,
ejemplo de nazarenía, que fue Pedro Molina Rodríguez, Perico Gije.

En estos últimos años, he tenido la inmensa suerte de poder compartir mis


Semanas Santas con ocho almas nobles, ocho miembros de una vara que me han
enseñado el verdadero significado de la palabra Cofradía. Por eso ahora me dirijo a
vosotros, que os da un vuelco el corazón cada Domingo de Ramos cuando os ceñís el
cíngulo de la túnica morada; que volvéis a nacer cada año mientras esperáis en el
relevo de la Esquina del Convento a que el primer rayo de luz ilumine el rostro del
Señor de la Burrica; vosotros, que me habéis hecho soñar en la eterna noche del
Viernes Santo, cuando bajo el Sepulcro late el mismo espíritu dormi que se fraguó en
los años de la posguerra en una barbería de la calle Cartas.

Muchos recordaréis el incidente ocurrido el año pasado en la sevillana Basílica


de San Lorenzo, cuando aquel hombre que se encontraba en la cola para besar el pie
de la imagen del Gran Poder, al llegar su turno asaltó el camarín y agredió al
Nazareno. La efigie del Gran Poder, sin lugar a dudas la de mayor devoción en
Sevilla, había sido maltratada y humillada. La noticia de este lamentable
acontecimiento corrió como la pólvora por toda la ciudad. Fieles, devotos y cofrades
se agolpaban en la plaza de San Lorenzo para acompañar al Señor en este trance tan
doloroso para todos.

Aquel día, casualmente me encontraba yo en Sevilla. Atrapado por la


curiosidad me acerqué a aquel lugar, sin salir de mi asombro y sin poder dar crédito a
lo que acababa de ocurrir. Cuál fue mi sorpresa cuando, entre tantos desconocidos, mi
mirada se detuvo en un rostro que me resultó muy familiar. Qué orgullo tan grande
pude sentir como ciezano aquella tarde, al ver cómo una ciudad angustiada y rota de
dolor se entregaba con confianza ciega a las manos del mismísimo Luis Álvarez
Duarte, las mismas que tallaron para la Semana Santa de Cieza las imágenes del
Cristo de la Sangre y la Virgen del Mayor Dolor. Ahora, la historia le requería, nada
más y nada menos, que para devolverle la vida al Señor de Sevilla, la obra maestra de
Juan de Mesa, icono de devoción mundial. Fue entonces cuando pude ser plenamente
consciente de la grandeza con que la Cofradía de Santa María Magdalena había
contribuido al enriquecimiento del patrimonio artístico ciezano.

Hace ahora diez años, esta Hermandad hizo a la Semana Santa de Cieza uno de
los mejores regalos que ésta ha recibido a lo largo de su historia, llenando de luz, para
siempre, un Lunes Santo que hasta entonces había estado huérfano y desamparado. Y
sin embargo, hay un mérito todavía mayor que convierte a esta Cofradía en ejemplo
de cómo conjugar a la perfección la renovación, necesaria en todo acontecimiento
que perdura durante siglos, y la conservación de nuestras tradiciones más preciadas.
Porque el hecho de gozar del protagonismo durante todo un día de la Semana Mayor
no ha sido impedimento para que la Hermandad de la Magdalena se haya mantenido,
en todo momento, fiel a sus señas de identidad, queriendo, como el primer día, a su
ciezanísima Santa. Y así lo demuestran sus cofrades cada tarde de Miércoles Santo,
en su popular traslado: igual que hace cien años. La Magdalena, en el majestuoso
trono que para ella realizó aquel malagueño que se enamoró de Cieza, es de esas
imágenes que más nos recuerdan a la Semana Santa de siempre, la de toda la vida.

El Jueves Santo es el día de reflexión por excelencia. En los Oficios de la tarde


celebraremos la institución de la Eucaristía y del Sacerdocio. Con el Lavatorio de
pies, Jesucristo nos enseña a ser humildes; nos enseña que el único camino para
alcanzar la Salvación es el de servir a los demás; porque no puede concebirse el amor
a Dios sin el amor hacia el hermano.
Es tarde de mantillas, de trajes oscuros, de gente que va y viene visitando las
estaciones. Al entrar esta tarde en la Iglesia de la Asunción, un pálpito de extraña
emoción invadirá nuestros sentidos. Lo más sagrado de ella, el Santísimo
Sacramento, quedará expuesto para la adoración de los fieles. El templo está
engalanado y nos invita a la oración, a la comunicación íntima con Dios. Pero hay
algo más. Algo que hace que esta Iglesia sea hoy diferente al resto de días; algo que
no pasará inadvertido a nadie, y que será el reclamo de todas las miradas. Y es que en
este preciso momento, en la penumbra de una de las capillas laterales, ya aguarda, en
silencio, el Milagro de la noche.

Salgamos ahora afuera, y veamos pasar por el atrio de San Pedro a Nuestra
Señora de Gracia y Esperanza. Desde primeras horas de la mañana sus hijos, los
Hijos de María, la han estado vistiendo con la misma ilusión que en aquel lejano
Jueves Santo de 1976. La fundación de esta Cofradía no pudo ser más admirable, con
ese grupo de jovencísimos ciezanos que, salvando todo tipo de obstáculos, alcanzaron
finalmente su sueño más anhelado. No tenían ni recursos para encargar el trono y
tuvieron que hacerlo ellos mismos. Pero aquel esfuerzo no caería en saco roto, y con
el tiempo se iría fraguando la devoción hacia aquella antigua Virgen del Rosario que
se custodiaba en el Monasterio de las Claras, hasta tal punto que me atrevería a decir
que no es fácil encontrar una muestra de amor tan verdadero como el que estos
cofrades profesan a su Madre. Amor lleno de Esperanza, que se palpa y se siente en
esta tarde de Jueves Santo. Porque hoy es el día del Amor Fraterno. Como cada año,
acudiremos a la cita, llena de complicidad, entre la Virgen y sus Hijas del alma, las
monjas Clarisas, que no han querido separarse de ella ni un solo instante a lo largo de
todo el año.

Es buen momento ahora para tomar un tentempié. Las calles del pueblo
rebosan de gente, cargadas de ese ambiente de Semana Santa que tanto nos gusta, que
saca lo mejor de nosotros mismos y que hace que nuestros más recónditos
sentimientos estén ahora a flor de piel. Con el caer de las horas, ese ligero
nerviosismo que desde primera hora de la tarde hizo su aparición se hace ahora cada
vez más patente. Son casi las doce, y la muchedumbre se apresura por las calles
colindantes hasta abarrotar la Plaza Mayor. Instantes después, el Cristo de la Agonía
sale de su capilla. En sus labios podemos leer las palabras del profeta Isaías: hoy
salgo al encuentro de los que no me buscan. Como aquel hombre al que todos
conocemos, que no se acuerda ya de la última vez que entró a una iglesia, que
probablemente no vea ningún otro desfile y que, sin embargo, nunca falta a su
peculiar cita anual con Dios. Ésa es la magia de la Procesión del Silencio: hasta en el
corazón del más incrédulo se siembra esta noche la duda. Es la Noche de las noches.
Es el día del Amor Fraterno.

Los años en los que he tenido el privilegio de acompañar al Cristo bajo el


trono, he sentido una felicidad muy grande al pensar que un trocito de la música que
iba escuchando procedía del violín de la persona que me enseñó a amar la Semana
Santa: un eterno dormijoso que este Jueves Santo cumplirá veinte años acompañando
al Señor, tocando para Él con toda su entrega.

Calle Larga, Mesones, Cadenas… Todos los rincones nos parecen pocos para
ver de nuevo la Procesión, para vivir el Milagro de seguir creyendo con solo mirarle.
El Cristo de la Agonía camina por las calles para dar su aliento a los que se sienten
solos, a los que han perdido la esperanza, a los que piensan que la vida les ha puesto
demasiadas dificultades. A su entrada, mientras los nazarenos de la antiguamente
conocida Hermandad del Silencio le siguen con su mirada hasta que dobla hacia la
capilla, escucharemos una vez más «hasta el año que viene». Ha de ser así: debe
retornar a su altar para que el año que viene de nuevo tenga lugar el Milagro del
Silencio, y el Cristo de la Agonía vuelva a salir al encuentro de los que no le buscan.

El día de Viernes Santo fuimos despertados en las primeras horas de la


mañana por las cornetas de los Armaos”. Así comenzaba a describirse la procesión
del Penitente en una crónica de nuestra Semana Santa que aparece en el periódico El
Orden, en abril de 1893. “Por la mañana”, continúa el artículo,”a las diez, salió de
la Iglesia Parroquial el mismo desfile que el día anterior - entonces, la Procesión
General era Jueves Santo - con dos variaciones: Nuestro Padre Jesús Nazareno, que
iba con la cruz a cuestas, y las imágenes de San Juan y la Dolorosa fueron
conducidas desde la citada Iglesia por la calle del Presbítero Marco hasta
confrontarse en la placeta del Comisario con el grueso de la Procesión. El resto del
recorrido fue igual que el día anterior.”

Un siglo después, el pregonero de la Semana Santa de Cieza de 1994, D.


Manuel Gómez Rubio, decía desde este mismo ambón: “a mi juicio, la Procesión del
Penitente necesitaría de alguna revisión, tanto por parte de la Junta de
Hermandades Pasionarias como de las Hermandades participantes, para añadir
todas las notas características que pueden y deben servir para diferenciarla de la
Procesión General de Miércoles Santo”. ¡Qué orgulloso debe sentirse ahora nuestro
pregonero, tan solo diecisiete años después, al ver la Procesión de Viernes Santo que
vosotros habéis construido!
Samaritanos, que tanto habéis trabajado y seguís trabajando por vuestra
Cofradía y por la Semana Santa de Cieza. Qué importante fue para vosotros aquel dos
de abril del año 2006. Ese día, el pozo del que ya beben Pepe de las Aguas, Pepe El
Colao, y todos los samaritanos que ya nos dejaron, rebosaba de agua viva. Nunca
olvidaremos vuestras caras de emoción contenida, entre los bancos de esta Iglesia, la
tarde en la que el Señor de la Samaritana bendijo el fruto de vuestras ilusiones, de
vuestro trabajo silencioso e incansable, de vuestras ganas de hacer Semana Santa.
Porque no os limitasteis a la mera inclusión de un nuevo paso en la Procesión del
Penitente: habéis cultivado la devoción al Cristo de la Misericordia, al que ya se
encomiendan muchos de vuestros cofrades, que vienen aquí a hacerle compañía y a
confesarle cosas que no contarían a nadie más. Y, lejos de sentaros a contemplar
vuestro éxito, seguís trabajando, en silencio, porque sois muy conscientes de lo que
podéis llegar a ser.

En la mañana de Viernes Santo de 1999, la Cofradía del Santísimo Cristo del


Perdón hacía su primera aparición en la Procesión del Penitente con el paso del
Encuentro, que pronto ganó la acogida y la admiración del público ciezano, hasta tal
punto que ya no puede concebirse esta Procesión sin la presencia de la que es, sin
lugar a dudas, una de las obras maestras del escultor murciano Hernández Navarro. El
paso del Encuentro posee, además, un valor histórico de gran importancia, pues
marcó un antes y un después en la Semana Santa contemporánea, al escribir con
letras de oro el primer capítulo de la eclosión imaginera de finales del siglo XX y
principios del XXI.

Un año después, en la Semana Santa del año 2000, la Cofradía del Santísimo
Cristo de la Agonía contribuyó a marcar todavía más el carácter de esta Procesión
con el paso de Jesús en el Calvario, popularmente conocido como el Cristo de la Sed.
Y mucho antes, la Cofradía de San Juan encargó El Lavatorio de Pilato,
convirtiéndose así en la única Hermandad, junto con la Magdalena, que ha desfilado
con dos pasos en una misma Procesión.

Pero, como en todos los grandes proyectos, en éste de la Procesión del


Penitente hubo también una primera piedra. El sol de Viernes Santo de 1972 sería el
último que iluminaría al paso de La Oración del Huerto. Al año siguiente, la Caída
llegaba a Cieza, y la Procesión empezaba así a adoptar su propia idiosincrasia,
aunque, por esos altibajos a los que siempre ha estado sujeta la Semana Santa, esto no
fue una completa realidad hasta cuarenta años después.
El tiempo en el que el campo se despierta de su largo sueño, y los árboles y los
tronos se visten de flor, el tiempo de las brisas de acacia y los perfumes de azahar, es
también tiempo de frescas lluvias de abril. Aquellos nubarrones blancos y grises, que
desde las primeras horas de la tarde hicieron su aparición, suponen el mayor
sufrimiento para el procesionista. No puede haber mayor tristeza para un corazón
nazareno, que la de una Procesión amenazada por la lluvia caprichosa. No digamos
ya, amigos cofrades, si se da la triste casualidad de que esa Procesión sea la del
Viernes Santo en la noche.

De cuantas tienen hoy vigencia, la Procesión del Santo Entierro es una de las
más antiguas, y también una de las más esperadas, pues ha sido siempre el broche de
oro de nuestros desfiles pasionales. La Procesión originaria, la que tuvo lugar hasta
finales del siglo XIX, poco tenía que ver con la que hoy conocemos. Estaba formada
únicamente por la Santa Cruz, el Santo Sepulcro, y María Santísima de la Soledad. El
desfile era impresionante. A su término, los tres pasos se congregaban en la Plaza
Mayor para tomar parte en el llamado Sermón de Soledad, una tradición de las que
nunca debieron perderse. Una vez concluido, el Santo Sepulcro y la Soledad se
velaban durante toda la noche en casa de sus respectivas camareras.

La Procesión actual constituye una ocasión única para ver salir de la Asunción
algunas de las piezas más importantes de nuestra Semana Santa: la Piedad de Capuz,
el Yacente de Planes, la Virgen del Mayor Dolor de Álvarez Duarte, la Soledad de
González Moreno…

Desde el año pasado, la Cofradía de San Pedro viene desfilando en la noche de


este día con el grupo escultórico de las «Santas Mujeres camino del Sepulcro», sobre
un trono que constituye una obra de arte con mayúsculas. Quién iba a decirnos que
San Pedro, aquella imagen que faltó a los desfiles a principios de los ochenta,
quedando postrada en un rincón de la Casa de los Santos, iba a gozar de una Cofradía
que con el paso de los años se ha convertido en un referente de la Semana Santa de
Cieza. Amigos de la Cofradía de San Pedro: habéis llegado muy lejos, mucho más de
lo que jamás pudimos soñar. Sois ejemplo para todos por muchos motivos. Pero
nunca olvidéis que lo que de verdad os hace únicos es la fraternidad que existe entre
vosotros, y que todos palpamos desde fuera. Os animo a que la sigáis conservando
como la mejor de vuestras obras, porque sin ella nada de lo que habéis hecho, que es
tantísimo, habría sido posible. En las tardes de invierno, reconforta acercarse a Misa a
San Juan Bosco, tan lejana a las procesiones, y reconocer allí a algunos de sus
cofrades en los bancos traseros de la parroquia, muy cerca de su Santo. La imagen de
San Pedro, probablemente una de las que mejor conoce lo que es la soledad, recibe
ahora el calor de sus hermanos. ¡Qué grande es la Semana Santa!

En la noche del Viernes Santo, a uno le gustaría detener el tiempo en cada


rincón de la Carrera. Queremos tenderle nuestra mano a la Piedad, y ofrecerle
nuestros brazos a San Juan para portar el cuerpo muerto del Señor; queremos velar el
Sepulcro de Jesús junto a sus fieles Armaos, y acompañar hasta la Plaza a la Virgen
de la Soledad, para que, al menos por unos instantes, no se sienta tan sola. Hoy han
enterrado al Señor, y nuestro amor debe abrigar, más que nunca, a un corazón
traspasado por el dolor. No llores más, Madre, que tus hijos ciezanos cuidan de ti. La
Soledad de esta noche será mañana Amor Hermoso, y la fuerza de tu Hijo ya no nos
abandonará jamás.

Instantes de auténtica vibración viven los anderos de las Ánimas en el interior


de la Basílica ante el impacto de la Cruz en el portón. Es el comienzo de la Procesión
del Descenso de Cristo a los Infiernos. El rostro impasible del Señor que extiende su
mano hacia un público envuelto en el aroma del incienso y a la cálida luz del fuego,
constituye una de las escenas más sublimes de esta Semana Mayor. Bajo el
verduguillo negro, sobrecoge el silencio y la soledad de las mismas calles que tan
sólo unas horas antes bullían de gente, de música, de luces, de mil y un colores.

Una vez más, la ilusión de la juventud no entendió de dificultades ni de trabas,


y quiso rescatar del pasado una tradición ya olvidada: en la primavera de 1997
asistiríamos a la refundación de la antiquísima Cofradía de Ánimas. Jóvenes cofrades,
miraos, mirémonos en el espejo de nuestros hermanos de las Ánimas, del Beso de
Judas, de los Hijos de María, de la Magdalena, de la Verónica. No era fácil el camino
que tenían ante sí y, sin embargo, su fe pudo más que el desaliento y la desconfianza.
La historia está llena de juventud: juventud que fundó Cofradías; juventud que
vestida de paisano y sin banda de música sacó Santos a la calle; que hizo resurgir
Hermandades que se encontraban en el más absoluto abandono; juventud que quiso
hacer Semana Santa, que quiso ser Semana Santa. Juventud que ha sido ejemplo para
la familia nazarena ciezana.

Juventud que encarna el autor de esa obra maestra de nuestra Semana Santa
que no tiene su techo en ninguna Iglesia ni en la Casa de los Santos, sino al amparo
de las Monjas Clarisas. En el Monumento al Nazareno, Antonio Jesús Yuste Navarro
ha hecho gala de un arte sublime, el mismo que ha derrochado en las imágenes que ha
tallado para distintas localidades de la geografía murciana. Y también, cómo no, en
los pasos infantiles que salen a la calle la tarde del Sábado Santo. Los niños, pilares
de la Semana Santa del mañana, vuelven a ser hoy los artífices.

Apenas contaba yo con año y medio cuando vestí mi primera túnica. Una
blanca con un águila y un fajín rojo, que mi madre confeccionó para mí. De esta
forma tan entrañable me inculcó el amor por San Juan. Un amor que se vio
fortalecido en las procesiones que organizábamos, en una calle del Paseo, con el paso
infantil de San Juan que mi tío Pepe el Pintor encargó al maestro Carrillo, y que nos
regaló a mis hermanos y a mí. Un amor que maduró, cuando la Semana Santa quiso
que mi camino se cruzara en Cieza, y no en otro lugar, con el de aquella niña que veía
pasar los Santos, mientras pulía, sin apenas darse cuenta, los recovecos de su espíritu
nazareno. Una mujer de corazón silencioso y alma sanjuanista. Alma que sin duda
heredó de su tío abuelo, Don Julián Pérez Cano, que tan celosamente guardó la
cabeza del Apóstol durante la Guerra Civil, y que firmaría en el acta de constitución
de la Junta de Hermandades Pasionarias en 1914, en la Sacristía de esta Basílica.

No son pocos los corazones que se llenan de gozo al paso de San Juan por las
calles de nuestro pueblo, donde todavía resuenan los acordes de las dos marchas que
el maestro León compuso para él, y que con tanta delicadeza interpretaba su querida
orquesta. Ya en la mañana del Domingo, San Juan avanza con gesto airoso, camino
de la Cortesía. Su alegre paso brilla hoy más que ningún otro día, haciendo brotar de
nuestra memoria momentos vividos en otras épocas, que recordamos ahora con
nostalgia; nostalgia de la infancia para unos, de la juventud para otros. Nostalgia de
pasión, siempre nostalgia de pasión. El resto de pasos también corren alegres,
rompiendo el sueño de un pueblo que se despierta sobresaltado ante el Milagro de
Cristo Vivo. El Ángel Triunfante, el Niño Resucitado, la Magdalena, la Virgen del
Amor Hermoso, están hoy en la calle para decirnos que no tengamos miedo, que no
estamos solos, que nunca encontraremos en este mundo una generosidad tan grande
como la de nuestro Creador. Y todos acuden a la Esquina del Convento para gritar a
los cuatro vientos que Jesús ha vencido a la Muerte. El baile de los Santos, la
Cortesía, los caramelos que cruzan el cielo… es el desenlace ciezano de la historia
más grande jamás contada.

El desfile sigue su rumbo y ya ha abandonado el Paseo. El sentimiento de


júbilo, alegría y esperanza propio del día de hoy, se entremezcla ahora con otro muy
distinto. En su último tramo, allá por Angostos, la Procesión parece buscar con prisa
el punto final de la Semana Santa.
Semana Santa... No nos hemos olvidado de ti ni un solo día a lo largo de todo
el año, por agotadora que fuera la jornada. A ti hemos dedicado el último
pensamiento de cada día, esa última mirada ojeando una revista, o rezándole a la
estampa de la mesilla. Durante seis siglos, generaciones enteras se han entregado a ti
para mantenerte viva. Sólo tú eres capaz de traer hasta aquí a ciezanos que vienen de
muy lejos, y que cada año acuden fieles a tu llamada, como has estado haciendo con
nuestro querido Flecha durante toda una vida. Aliviaste el desconsuelo de muchos, en
las frías noches del invierno, cuando aquel sonido de cornetas y tambores que parecía
venir del Cielo, anunciaba que por mal que fueran las cosas, el Milagro de tenerte de
nuevo ante nosotros estaba cada vez más cerca.

Y sin embargo te vas. Tanto tiempo esperándote y ahora te vemos marchar. El


portón de la Cochera volverá a cerrarse y cada imagen regresará a su capilla. Ya no
habrá palmas en el Paseo, ni gente en el Rincón de los Pinos, ni Armaos en la Plaza
Mayor. Se apagará tu luz en Cadenas y no sonará tu música en San Sebastián. Sabes
que, en la melancolía del otoño, añoraremos tus brisas de acacia y tus perfumes de
azahar. Sabes que te sentiremos mientras duermes en cada rincón de la carrera y en la
penumbra de esta iglesia. Sabes que lo único que nos mantiene en pie es la certeza de
que volveremos a encontrarnos.

Hasta entonces, nos dejas algo que ya nadie nos podrá arrebatar jamás: las
alforjas de nuestra memoria, que revientan de espléndidos recuerdos de Semana
Santa, y el tic-tac de ese Reloj que en nuestro corazón ya aguarda a la Dolorosa.

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