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de Cieza
2011
Basílica de Ntra. Sra. de la Asunción, 10 de abril de 2010
Es para mí un privilegio, del todo inmerecido, entrar a formar parte de una lista
encabezada por D. Juan Candela Martínez, primer pregonero de esta Semana Santa.
Agradezco profundamente a la Junta de Hermandades la oportunidad que hoy me
brinda de comparecer ante vosotros, así como a las cofradías ciezanas la generosidad
con la que me han acogido en esta Cuaresma. No soy avezado en la prosa y carezco
de los dotes del buen orador. Tampoco ha sido mi intención elaborar un discurso
erudito, ni llenar este Templo de poesía. Hoy estoy aquí para compartir con vosotros
mi amor por la Semana Santa ciezana, y para daros las gracias, de corazón, a todos
los que la hacéis posible.
Este es mi pueblo. Aquí están mis raíces y mi gente. Aquí están mis padres, a
los que debo todo cuanto soy. No podría haber una forma más sincera de rendirles
tributo, que dedicando este Pregón a sus dos nietos. En sus corazones ya se ha
sembrado la semilla de la Semana Santa. Toca ahora abonar la tierra, para que el
árbol del mañana dé su fruto: el fruto de la fe, de la tradición y del amor a Cieza. La
tierra que me vio nacer y la que me enseñó casi todo lo que sé. Pero a veces, el
destino hace que emprendamos camino hacia otros lugares, hacia otros pueblos y
ciudades que nos acogen… pero que no son nuestros. Doce años han pasado desde
que me fui a vivir fuera de Cieza, y creedme que ni si quiera cuando he estado a miles
de kilómetros de distancia me he sentido lejos de vosotros. Sin duda ha habido Algo
que me ha hecho girar la vista hacia la Sierra y ver dibujado al fondo el pico de la
Atalaya, sentir en cada despertar la humedad del río Segura, y mirar al suelo y ver
reflejadas las pinturas de Pepe Lucas en pleno Paseo del Prado. Un misterioso Imán
que me ha hecho ver dibujada, en la cara de la Almudena, la cariñosa sonrisa de la
Virgen del Buen Suceso. Porque cada día, al despuntar la mañana, el Santo Cristo del
Consuelo bendice desde su Ermita a todos los ciezanos, allá donde estén.
¿Quién no guarda una vieja estampa del Santo Cristo en la cartera, en el coche,
o en algún cajón de casa? ¿Quién no ha subido alguna vez a la Ermita, en una gélida
noche de invierno, a pedirle que librase de su angustia a un familiar enfermo y,
mientras caminaba hacia la entrada principal, creyéndose solo, se ha encontrado, al
doblar la fachada, con otro ciezano aferrado a la verja pidiéndole a su Señor? ¿Quién
no ha hecho alguna vez la promesa de llevarlo sobre sus hombros la tarde del
Domingo de Ramos o la del día de la Cruz, para suplicarle al Cristo que le tienda su
mano en el complejo y duro camino de la vida? ¿Qué madre no le ha pedido alguna
vez, a su paso en las procesiones, que guíe a sus hijos por el sendero adecuado? ¿Qué
mueve a esas personas a acompañarlo descalzas en la Procesión del Penitente, a la
que precisamente ellas dan nombre? La fe del ciezano en esta imagen es innata, y nos
viene dada por el hecho de amar a esta querida tierra.
Nosotros, los cofrades de hoy, hemos tenido la dicha de ser testigos de una de
las épocas más espléndidas de estos seis siglos. ¿Acaso no es una proeza de nuestra
historia que Hermandades menos numerosas, como la Verónica o el Nazareno, hayan
regalado a Cieza dos creaciones de uno de los mejores imagineros de nuestro tiempo?
La Verónica, la misma Cofradía que a punto estuvo de desaparecer a finales de los
años ochenta, cuando fue generosamente acogida por la Magdalena, ha introducido
en la Procesión del Santo Entierro una de las joyas que se pasean esa noche por la
carrera: la Virgen de la Amargura, de Francisco Romero Zafra; una inspiradísima
imagen que seguro ya ha hecho llegar más de un Ave María a nuestra Madre del
Cielo, desde que se sentara al pie de la Cruz en el Convento de San Joaquín la víspera
de su bendición.
Durante el último lustro he vivido este día de forma diferente, como andero de
la Cofradía de la Oración del Huerto y el Santo Sepulcro, como ya hiciera mi tío
Antonio en los años cuarenta. Impresiona ver cómo el trono de los hermanos Lorente
abandona la Casa Museo de la Hermandad y pone rumbo hacia el Prendimiento. En
este tramo es frecuente encontrarse con rostros que son historia viva de Los Dormis,
y que no quieren perderse, año tras año, la salida a la calle de unos pasos que tanto
significan para ellos. Antonio Galindo, Pepe Salmerón, Diego Ortega Rojas y algunos
más, que son sin lugar a dudas el estandarte actual de una larga lista de nombres que
forjaron una de las historias más entrañables de la Semana Santa de Cieza, y que
conocemos tan bien gracias a la recopilación que de ella hizo ese gran Cofrade,
ejemplo de nazarenía, que fue Pedro Molina Rodríguez, Perico Gije.
Hace ahora diez años, esta Hermandad hizo a la Semana Santa de Cieza uno de
los mejores regalos que ésta ha recibido a lo largo de su historia, llenando de luz, para
siempre, un Lunes Santo que hasta entonces había estado huérfano y desamparado. Y
sin embargo, hay un mérito todavía mayor que convierte a esta Cofradía en ejemplo
de cómo conjugar a la perfección la renovación, necesaria en todo acontecimiento
que perdura durante siglos, y la conservación de nuestras tradiciones más preciadas.
Porque el hecho de gozar del protagonismo durante todo un día de la Semana Mayor
no ha sido impedimento para que la Hermandad de la Magdalena se haya mantenido,
en todo momento, fiel a sus señas de identidad, queriendo, como el primer día, a su
ciezanísima Santa. Y así lo demuestran sus cofrades cada tarde de Miércoles Santo,
en su popular traslado: igual que hace cien años. La Magdalena, en el majestuoso
trono que para ella realizó aquel malagueño que se enamoró de Cieza, es de esas
imágenes que más nos recuerdan a la Semana Santa de siempre, la de toda la vida.
Salgamos ahora afuera, y veamos pasar por el atrio de San Pedro a Nuestra
Señora de Gracia y Esperanza. Desde primeras horas de la mañana sus hijos, los
Hijos de María, la han estado vistiendo con la misma ilusión que en aquel lejano
Jueves Santo de 1976. La fundación de esta Cofradía no pudo ser más admirable, con
ese grupo de jovencísimos ciezanos que, salvando todo tipo de obstáculos, alcanzaron
finalmente su sueño más anhelado. No tenían ni recursos para encargar el trono y
tuvieron que hacerlo ellos mismos. Pero aquel esfuerzo no caería en saco roto, y con
el tiempo se iría fraguando la devoción hacia aquella antigua Virgen del Rosario que
se custodiaba en el Monasterio de las Claras, hasta tal punto que me atrevería a decir
que no es fácil encontrar una muestra de amor tan verdadero como el que estos
cofrades profesan a su Madre. Amor lleno de Esperanza, que se palpa y se siente en
esta tarde de Jueves Santo. Porque hoy es el día del Amor Fraterno. Como cada año,
acudiremos a la cita, llena de complicidad, entre la Virgen y sus Hijas del alma, las
monjas Clarisas, que no han querido separarse de ella ni un solo instante a lo largo de
todo el año.
Es buen momento ahora para tomar un tentempié. Las calles del pueblo
rebosan de gente, cargadas de ese ambiente de Semana Santa que tanto nos gusta, que
saca lo mejor de nosotros mismos y que hace que nuestros más recónditos
sentimientos estén ahora a flor de piel. Con el caer de las horas, ese ligero
nerviosismo que desde primera hora de la tarde hizo su aparición se hace ahora cada
vez más patente. Son casi las doce, y la muchedumbre se apresura por las calles
colindantes hasta abarrotar la Plaza Mayor. Instantes después, el Cristo de la Agonía
sale de su capilla. En sus labios podemos leer las palabras del profeta Isaías: hoy
salgo al encuentro de los que no me buscan. Como aquel hombre al que todos
conocemos, que no se acuerda ya de la última vez que entró a una iglesia, que
probablemente no vea ningún otro desfile y que, sin embargo, nunca falta a su
peculiar cita anual con Dios. Ésa es la magia de la Procesión del Silencio: hasta en el
corazón del más incrédulo se siembra esta noche la duda. Es la Noche de las noches.
Es el día del Amor Fraterno.
Calle Larga, Mesones, Cadenas… Todos los rincones nos parecen pocos para
ver de nuevo la Procesión, para vivir el Milagro de seguir creyendo con solo mirarle.
El Cristo de la Agonía camina por las calles para dar su aliento a los que se sienten
solos, a los que han perdido la esperanza, a los que piensan que la vida les ha puesto
demasiadas dificultades. A su entrada, mientras los nazarenos de la antiguamente
conocida Hermandad del Silencio le siguen con su mirada hasta que dobla hacia la
capilla, escucharemos una vez más «hasta el año que viene». Ha de ser así: debe
retornar a su altar para que el año que viene de nuevo tenga lugar el Milagro del
Silencio, y el Cristo de la Agonía vuelva a salir al encuentro de los que no le buscan.
Un año después, en la Semana Santa del año 2000, la Cofradía del Santísimo
Cristo de la Agonía contribuyó a marcar todavía más el carácter de esta Procesión
con el paso de Jesús en el Calvario, popularmente conocido como el Cristo de la Sed.
Y mucho antes, la Cofradía de San Juan encargó El Lavatorio de Pilato,
convirtiéndose así en la única Hermandad, junto con la Magdalena, que ha desfilado
con dos pasos en una misma Procesión.
De cuantas tienen hoy vigencia, la Procesión del Santo Entierro es una de las
más antiguas, y también una de las más esperadas, pues ha sido siempre el broche de
oro de nuestros desfiles pasionales. La Procesión originaria, la que tuvo lugar hasta
finales del siglo XIX, poco tenía que ver con la que hoy conocemos. Estaba formada
únicamente por la Santa Cruz, el Santo Sepulcro, y María Santísima de la Soledad. El
desfile era impresionante. A su término, los tres pasos se congregaban en la Plaza
Mayor para tomar parte en el llamado Sermón de Soledad, una tradición de las que
nunca debieron perderse. Una vez concluido, el Santo Sepulcro y la Soledad se
velaban durante toda la noche en casa de sus respectivas camareras.
La Procesión actual constituye una ocasión única para ver salir de la Asunción
algunas de las piezas más importantes de nuestra Semana Santa: la Piedad de Capuz,
el Yacente de Planes, la Virgen del Mayor Dolor de Álvarez Duarte, la Soledad de
González Moreno…
Juventud que encarna el autor de esa obra maestra de nuestra Semana Santa
que no tiene su techo en ninguna Iglesia ni en la Casa de los Santos, sino al amparo
de las Monjas Clarisas. En el Monumento al Nazareno, Antonio Jesús Yuste Navarro
ha hecho gala de un arte sublime, el mismo que ha derrochado en las imágenes que ha
tallado para distintas localidades de la geografía murciana. Y también, cómo no, en
los pasos infantiles que salen a la calle la tarde del Sábado Santo. Los niños, pilares
de la Semana Santa del mañana, vuelven a ser hoy los artífices.
Apenas contaba yo con año y medio cuando vestí mi primera túnica. Una
blanca con un águila y un fajín rojo, que mi madre confeccionó para mí. De esta
forma tan entrañable me inculcó el amor por San Juan. Un amor que se vio
fortalecido en las procesiones que organizábamos, en una calle del Paseo, con el paso
infantil de San Juan que mi tío Pepe el Pintor encargó al maestro Carrillo, y que nos
regaló a mis hermanos y a mí. Un amor que maduró, cuando la Semana Santa quiso
que mi camino se cruzara en Cieza, y no en otro lugar, con el de aquella niña que veía
pasar los Santos, mientras pulía, sin apenas darse cuenta, los recovecos de su espíritu
nazareno. Una mujer de corazón silencioso y alma sanjuanista. Alma que sin duda
heredó de su tío abuelo, Don Julián Pérez Cano, que tan celosamente guardó la
cabeza del Apóstol durante la Guerra Civil, y que firmaría en el acta de constitución
de la Junta de Hermandades Pasionarias en 1914, en la Sacristía de esta Basílica.
No son pocos los corazones que se llenan de gozo al paso de San Juan por las
calles de nuestro pueblo, donde todavía resuenan los acordes de las dos marchas que
el maestro León compuso para él, y que con tanta delicadeza interpretaba su querida
orquesta. Ya en la mañana del Domingo, San Juan avanza con gesto airoso, camino
de la Cortesía. Su alegre paso brilla hoy más que ningún otro día, haciendo brotar de
nuestra memoria momentos vividos en otras épocas, que recordamos ahora con
nostalgia; nostalgia de la infancia para unos, de la juventud para otros. Nostalgia de
pasión, siempre nostalgia de pasión. El resto de pasos también corren alegres,
rompiendo el sueño de un pueblo que se despierta sobresaltado ante el Milagro de
Cristo Vivo. El Ángel Triunfante, el Niño Resucitado, la Magdalena, la Virgen del
Amor Hermoso, están hoy en la calle para decirnos que no tengamos miedo, que no
estamos solos, que nunca encontraremos en este mundo una generosidad tan grande
como la de nuestro Creador. Y todos acuden a la Esquina del Convento para gritar a
los cuatro vientos que Jesús ha vencido a la Muerte. El baile de los Santos, la
Cortesía, los caramelos que cruzan el cielo… es el desenlace ciezano de la historia
más grande jamás contada.
Hasta entonces, nos dejas algo que ya nadie nos podrá arrebatar jamás: las
alforjas de nuestra memoria, que revientan de espléndidos recuerdos de Semana
Santa, y el tic-tac de ese Reloj que en nuestro corazón ya aguarda a la Dolorosa.