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Tuitonterías

Quizá ahora para derribar la arrogancia del poder, para descubrir sus carencias, sus
histerias y su alienación, basta y sobra con Twitter
«¿Este tipo no tiene nada mejor que hacer en su vida?», escribió Donal Trump en Twitter
después de que el régimen de Kim Jong-un informara de que el lanzamiento de su primer misil
intercontinental había sido un éxito. Los expertos aseguran que el proyectil tiene capacidad
para alcanzar territorio estadounidense. Una broma, vaya. Tan, tan divertida que Trump no
dudó en ridiculizar al dirigente norcoreano (que no es, precisamente, una hermanita de la
caridad).

El domingo 1 de julio, Carles Puigdemont escribió en su twitter: «Han declarado el estado de


amenaza. Con toque de queda incluido. Quietos, callados y en casa. Pero nos moveremos,
hablaremos y saldremos a votar. ¡Democracia!». ¡Toma ya! Toque de queda declarado y yo
con estos pelos. Hasta que no se demuestre lo contrario, lo único que comparten Trump y
Puigdemont es una clara querencia por el flequillo… y por Twitter. ¿Son ellos una excepción?
En absoluto. Cada día, personas de especial relevancia pública se dedican a desnudar sus
pensamientos (o irreflexiones) en las redes.

Tuits incendiarios, estupideces supinas, conclusiones ridículas… Una bofetada de realidad que
alimenta a los adeptos y horroriza a los juiciosos. Che Guevara lanzó la consigna de crear «uno,
dos, tres Vietnam» contra la hegemonía y el expansionismo de EEUU. Quizá ahora, para
derribar la arrogancia del poder, para descubrir sus carencias, sus histerias y su alienación,
basta y sobra con Twitter.

He dicho nada
El arrepentimiento que permitirá borrar mensajes de Whatsapp durante los
cinco minutos siguientes a emitirlos no sadrá gratis
La vida es eterna en cinco minutos, cantaba Víctor Jara. ¿Cuánto cabe en cinco minutos?
Besos, bofetadas, vómitos, micciones, desaires, malentendidos. Muchos «te quiero». Los
mismos «te odio». En cinco minutos cabe un nacimiento. También una muerte… Cabe escribir
la lista de la compra. Copiar un poema. Recomendar unos cuantos libros. Detallar la última
monería del niño. Enviar fotos. Muchas fotos… Demasiadas. En cinco minutos se puede pasar
de la indiferencia a la curiosidad. De la serenidad a la ira. Del frío al calor... Incluso a la
calentura.

Ahora, todo esto podrá ser borrado del WhatsApp. Una suerte de botón del pánico ante el
atrevimiento o las equivocaciones o los arrebatos de un mal momento. Tendremos hasta cinco
minutos para borrar ese mensaje que nos ha demudado el rostro al enviarlo. Pero el
arrepentimiento no saldrá gratis. «Este mensaje fue anulado», aparecerá en la pantalla del que
tenía que ser el receptor. Y, a partir de aquí, el gran vacío. Algo parecido a cuando alguien, en
medio de una discusión, musita algo ininteligible. Las reacciones que suceden a ese farfullo ya
las conocemos. ¿Qué has dicho? Nada... No te he oído, ¿qué has dicho? Nada... No, en serio,
¿qué has dicho? Nada. Nada. Nada… ¿Cómo nos enfrentaremos a las palabras silenciadas?
¿Sabremos interpretarlas? ¿Nos reconcomerá la duda?

En cualquier caso, siempre nos quedará la opción de no descargar la última versión de


WhatsApp. A lo dicho, pecho.

Una madre y una hija


En el pozo de nuestra memoria se esconden todos los silencios y los miedos... Forma
parte de nosotras y aún nos cuesta arrancárnosla
Durante siglos, la violencia machista o la cultura de la violación no recibían estos nombres. De
hecho, las palabras se escurrían a la hora de pronunciarlas. Y las voces se poblaban de
silencios. Un silencio salado y espeso que se tragaba disimulando las arcadas.

Todavía en muchos lugares del planeta, una violación es algo que puede ocurrir en cualquier
momento. Cuando recorres las calles para ir a trabajar. Cuando estás en tu chabola con los
niños. haciendo la comida. Cuando vas a las letrinas del campamento de refugiados. Cuando
huyes. O paseas. O vas a por agua. O a la escuela. O juegas. O sueñas… Ocurre y se calla.
Ocurre y se susurra entre mujeres. Porque solo entre ellas se escuchan sus voces.

En nuestras calles, detrás de las ventanas que apenas miramos en nuestro paso apresurado,
compartiendo el mismo aire, la misma lluvia, hay mujeres que dejan correr el agua sobre su
cuerpo, que miran los remolinos que se forman alrededor de sus pies y se preguntan cuándo
acabará, cuándo se sentirán con fuerzas, cuándo volverán a estrenar una piel libre de la huella
de unas manos que no quieren. En esas manos, en esas manos que no se aman, que dan
miedo y asco, se esconde un poder antiguo que se resiste a morir. Un dominio erigido sobre la
mujer. Su cuerpo convertido en una cosa. En un objeto de placer o reproductor. En nada… Un
mero soporte sobre el que poder alzarse y sentirse superior.

En el pozo de nuestra memoria se esconden todos los silencios y los miedos. Una herencia que
está pegada a las pupilas, que se enreda entre los dedos, que se diluye en la saliva. Forma
parte de nosotras y aún nos cuesta arrancárnosla. La reminiscencia de un tiempo o un lugar en
que el grito tan solo era la mirada de una madre clavada en los ojos de su hija. Y ahí,
hilvanados en ese gesto, los rezos a un dios, a uno cualquiera, incluso alguno inventado con
nombre de mujer. Oraciones para que la hija no sufriera lo mismo que ella. O lo que padeció su
madre. O la de la madre de su madre… La herencia de una humanidad de madres.

El infierno
Los CIE siguen abiertos y sus rejas siguen encerrando a personas que estaban en el
país de forma irregular, pero que no han cometido ningún delito
¿Recuerdas esas películas donde a un pobre tipo lo encierran en la cárcel por un error? Hay
cientos. Seguro que en más de una te has puesto en la piel del protagonista y has vivido su
desesperación al sentirse privado injustamente de su libertad. Sin recurrir al terreno de la
ficción, ¿te acuerdas de Óscar Sánchez? El lavacoches de Montgat a quien un rocambolesco
despropósito judicial llevó hasta la cárcel de Nápoles, donde cumplió una condena injusta
durante 626 días, 626 días sufriendo un trato vejatorio. Una investigación de EL PERIÓDICO
halló indicios sólidos de su inocencia que empujaron a reabrir su caso. Sánchez fue víctima de
una suplantación de identidad por parte de un narcotraficante.

Seguimos imaginando. No has cometido ningún delito, ninguno. Pero te encierran en una
cárcel. No, especifiquemos, en algo peor que una cárcel. Un lugar donde se vulneran los
derechos humanos, que no parece formar parte ni de las calles ni de la sociedad en la que está
ubicado. Una suerte de no-lugar. ¿Un infierno? No, la realidad. La triste realidad. Los centros
de internamiento de extranjeros (CIE) siguen abiertos. Sus rejas siguen encerrando a personas
que estaban en el país de forma irregular, pero que no han cometido ningún delito. No, ellos
no son delincuentes. Pero la legislación que lo tolera, quizá sí. ¿Somos capaces de imaginarlo?
No hay estado de derecho que soporte esa injusticia.

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