Está en la página 1de 29

APROXIMACIÓN FILOSÓFICA A LA SOLEDAD EN MIGUEL DE

UNAMUNO Y JOSÉ ORTEGA Y GASSET

Natalia Galbis Reig


Índice

I. Introducción ...................................................................................... 4
II. La soledad en Miguel de Unamuno ................................................... 5
III. La soledad en José Ortega y Gasset ................................................. 15
IV. Comparación entre las soledades de Unamuno y Ortega ................ 23
V. Conclusiones ................................................................................... 26
VI. Bibliografía ...................................................................................... 29

2
«El hombre se adentra en la multitud por ahogar el clamor de su propio silencio».
(Rabindranath Tagore)

3
I. Introducción

¿Qué es la soledad? Precisamente porque damos por supuesto lo que significa


la soledad conviene que nos aproximemos a su significado. No me parece que la sole-
dad sea un concepto teórico, sino más bien un concepto empírico, una vivencia, inclu-
so se podría decir que un sentimiento. Ya dijo Kant que los conceptos empíricos son
imposibles de definir, así que optaré por emplear la vía de aproximación filosófica a la
soledad centrándome en dos pensadores españoles del siglo XX: Miguel de Unamuno
(1864-1936) y José Ortega y Gasset (1883-1955). Vamos a ver que para ambos pensa-
dores esta será algo distinto, pero ¿habrá alguna semejanza en su concepción sobre la
misma? Antes de entrar de lleno en esta cuestión me parece adecuado hacer una bre-
ve introducción sobre este vivencia, o más bien esta forma de vivir las cosas, tomando
como ejemplo de figuras solitarias a Michel de Montaigne (1533-1592) y a Friedrich
Nietzsche (1844-1900), siguiendo las obras biográficas de Stefan Zweig (1881-1942) so-
bre estos pensadores para acercarnos a la dimensión ontológica de la soledad, esto es,
a la soledad como un estado básico, como una especie de forma de ser.

En sus obras Montaigne (2008) y La lucha contra el demonio (1999), Stefan


Zweig se aproxima de una forma original e interesante –muy narrativa, al estilo de una
biografía novelística– a la vida y el pensamiento del escéptico Montaigne, en la prime-
ra obra, y del filósofo alemán Friedrich Nietzsche, en la segunda.

Montaigne es fiel a su yo más íntimo –la existencia única e irrepetible de cada


cual. Lucha por sí mismo y por resguardar la libertad en una época caótica. «Nadie se
entregó como él al arte más sublime: seguir siendo uno mismo […] frente a todos y a
todo1». La libertad interior es algo muy personal y no se puede trasferir a otros, y me-
nos a las masas. Montaigne se retira a la vida privada como huida y aislamiento en una
época de fanatismo; solo quiere servirse a sí mismo, estar solo consigo mismo para sa-
ber quién es, encontrar su yo interior. No obstante, la atención que dirige sobre sí mis-
mo no lo aísla ni separa del mundo exterior. «El hecho de haber cultivado su yo no lo
ha alejado del mundo, no lo ha convertido en un solitario, sino que le ha aportado mi-
les de amigos2». Pero se ha de ser consciente de que es imposible librarse del contexto
y la época en los que uno vive. «Para ser libre hay que carecer de deudas y lazos y, sin
embargo, estamos atados al Estado, a la comunidad, a la familia; nuestros pensamien-
tos están sometidos a la lengua que hablamos. El hombre aislado, completamente li-
bre, es un fantasma. Es imposible vivir en el vacío. Consciente o inconscientemente,
somos por educación esclavos de las costumbres, de la religión, de las ideologías; res-
piramos el aire de la época3». Por otra parte, Friedrich Nietzsche es un eterno solitario,

1
Stefan Zweig. Montaigne (2008), pp. 20-21. Trad. De J. Fontcuberta. Barcelona: ACANTILA-
DO.
2
ibíd., p. 74.
3
ibíd., p. 77.
4
terriblemente solo y abandonado, no tiene a nadie a su lado con quien luchar, «cuanto
más se aproxima a su yo, tanto más se aleja del mundo; cuanto más camina, tanto más
vasto es el horizonte de su desierto4». Ese aislamiento completo, ese estar consigo
mismo y con sus pensamientos, es lo más profundo y trágico de la vida de Nietzsche.
No queda en él rastro de sociabilidad, «parece un hombre que vive en las sombras,
más allá de la sociedad, más allá de la conversación5». Nunca ningún hombre se ha he-
rido tan profundamente en la búsqueda de sí mismo como Friedrich Nietzsche. «En mil
diversas ciudades ha vivido Nietzsche en su peregrinaje espiritual; a veces, ha tratado
de huir de su soledad trasladándose a otro país; pero siempre ha vuelto a ella, herido,
agotado, desilusionado como quien vuelve a su patria6».

En las figuras solitarias que representan Montaigne y Nietzsche la soledad se ve


desde una perspectiva distinta pero, a su vez, tiene algo de común con la otra. En el
caso de Montaigne es un aislamiento voluntario para la búsqueda del sí mismo y su
libertad interior, lo cual no implica un alejamiento real del mundo exterior y de las per-
sonas que lo rodean. En el caso de Nietzsche vemos una soledad más física, la soledad
como una condena, un hombre totalmente aislado del mundo exterior y de los demás.
Pero en ambos casos la soledad es esa concentración y atención sobre sí mismo. «La
cosa más importante del mundo es saber ser uno mismo7» y nadie lo ha conseguido
mejor que Montaigne, aunque Nietzsche también lo consigue pero en ese proceso va
desarrollando su individualidad a golpes violentos, sufre terriblemente en sus cambios
drásticos hacia la búsqueda de su yo, del sí mismo que cada uno es. Nietzsche camina
hacia un estado de exaltación de la soledad y Montaigne llega a una especie de sole-
dad sociable. Podríamos hablar de autonomía frente a independencia.

II. La soledad en Miguel de Unamuno

Acabada esta introducción a la soledad el desarrollo de este ensayo se centrará,


en primer lugar, en qué es la soledad para el filósofo vasco Miguel de Unamuno; en se-
gundo lugar, en qué es la soledad para el filósofo español José Ortega y Gasset; y, final-
mente, en la relación entre ambos pensadores, sobre sus diferentes filosofías y especí-
ficamente sobre el tema en cuestión a tratar, esto es, la soledad.

En esta primera parte analizaremos algunas de las obras de Unamuno que son
clave para entender este singular sentimiento. Estas son su ensayo titulado Soledad; su
obra de teatro, Soledad (1921); su ensayo denominado Del sentimiento trágico de la
vida en los hombres y en los pueblos (1913) y la Introducción de Vida de Don Quijote y
Sancho (1905), su ensayo sobre el Quijote.

4
Stefan Zweig (1999). La lucha contra el demonio. Trad. de Joaquín Verdaguer, Friedrich
Nietzsche (p. 318). Barcelona: ACANTILADO.
5
ibíd., p. 244.
6
ibíd., p. 317.
7
S. Zweig (2008). Montaigne, p. 77.
5
El hombre que le interesa a Unamuno es el hombre de carne y hueso, es decir,
el que nace, sufre y muere –en oposición al «hombre» entendido como un sujeto tras-
cendental que no es de un lugar ni un tiempo concreto, ni sufre–. Unamuno considera
que nuestra filosofía, esto es, nuestro modo de comprender la vida y el mundo, brota
de nuestro sentimiento respecto a la vida misma, el cual engendra una actitud y una
acción. El más trágico problema de la filosofía, según Unamuno, es que «no basta pen-
sar, hay que sentir nuestro destino8». El único verdadero problema vital es el problema
de nuestro destino individual y personal, el problema de la inmortalidad, esto es, saber
qué habrá de ser la propia conciencia después de la muerte. Por consiguiente, la única
cuestión que existe es humana. El sentimiento trágico de la vida lleva tras de sí toda
una concepción de la vida misma y del universo, toda una filosofía. El problema de la
inmortalidad personal del alma implica el porvenir de toda la especie humana. Quere-
mos saber de dónde venimos y adónde vamos nosotros y todo lo que nos rodea por-
que no queremos morirnos del todo. Ese sentimiento lo tienen tanto hombres indivi-
duales como pueblos enteros. El sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los
pueblos es el sentimiento trágico de la vida del pueblo español y más concretamente
es el sentimiento católico de la vida. Es por no encarar esta angustia que nos provoca
saber que vamos a morir por lo que tememos tanto a la soledad y buscamos la compa-
ñía de los otros. «Se busca la sociedad no más que para huirse cada cual de sí mismo, y
así, huyendo cada uno de sí, no se juntan y conversan sino sombras vanas, miserables
espectros de hombres. Los hombres […] nunca estén más de veras solos que cuando
están reunidos, ni nunca se encuentren más en compañía que cuando se separan 9».
Tratamos de esconder, mediante la sociedad, la angustia que nos produce no saber si
nuestra conciencia persistirá después de la muerte. La sociedad es la salida para huir
de la propia conciencia. Pero el remedio no es darle la espalda a la angustia que nos
provoca ser conscientes de nuestra propia muerte, sino enfrentarlo. El problema es
trágico porque no podemos huir de él. Para Unamuno, lo significativo del hombre es
aquello que se dice a sí mismo en soledad: solo entonces es sincero, ya que no oculta
nada. Por eso el género literario por excelencia es la lírica: el poeta se encierra en sí
mismo y cada uno está solo aunque esté entre la multitud. La soledad es una forma de
crítica de la sociedad. En la sociedad no hay individualidad ni intimidad; la sociedad es
masa. La soledad tiene el poder de permitir que recuperemos la intimidad. Para Una-
muno, el modelo es la humanidad, esto es, una sociedad de individuos. Hay que ser in-
dividuales, que salga la intimidad a lo público, a la sociedad. Conviene aclarar aquí que
el sentimiento de individualidad está próximo a la soledad, pero son cosas diferentes.
Lo importante es lo individual, no lo social. Hay que vivir la autoconciencia de la fini-
tud, que es individual, y esta solo la siente cada uno desde la soledad. He aquí por qué
la soledad está íntimamente ligada al sentimiento trágico de la vida. La soledad es la

8
Miguel de Unamuno (2013). Del sentimiento trágico en los hombres y en los pueblos, p. 43.
Prólogo de Fernando Savater. Madrid: Alianza Editorial, S. A.
9
Miguel de Unamuno (1962). Soledad, p. 34. Colección Austral. Madrid: Espasa-Calpe, S. A.
6
proclamación de la individualidad frente a la razón y la sociedad; se proclama el senti-
miento de finitud y esta es la dimensión ontológica. A partir de esta afirmación de sí
comienza la auto-trascendencia.

Esta auto-constatación en su punto inicial es una reducción a la soledad radical


y, desde el punto de vista de la racionalidad social, equivale a locura. El loco no se rige
por las normas sociales; es un solitario. El sentimiento de la más profunda soledad es
el de encontrarse aislado y solo en el mundo. El verdadero solitario es el loco, o mejor
dicho, el incomprendido por la sociedad, ya que es diferente; tiene valores individu-
ales. El valor de los grandes solitarios es enseñar a los demás el valor de la soledad y
que se puede vivir muy bien en ella. El solitario suele atreverse a expresar aquello que
la mayoría no se atreve a confesar al prójimo ni a sí mismo. Por consiguiente, el solita-
rio dice en voz alta lo que a solas piensan todos; lleva una sociedad entera dentro de
sí. «El genio […] es la muchedumbre individualizada, es un pueblo hecho persona. El
que tiene más de propio es, en el fondo, el que tiene más de todos; es aquel en quien
mejor se une y concierta lo de los demás10». La soledad nos une; la sociedad nos sepa-
ra. La soledad la podemos conservar incluso en medio de las muchedumbres, no ence-
rrándonos en nosotros mismos, sino derramándonos en ellas. Es por ello que la sole-
dad es la gran escuela de sociabilidad; es el modo perfecto de relacionarse con los
demás y, pese a ello, el hombre ni vive solo ni es individuo aislado, sino que es miem-
bro de sociedad. «Como nadie vive aislado, nadie puede sobrevivir aislado tampoco.
[…] Pensamos con los pensamientos de los demás y con sus sentimientos sentimos11».
Si el individuo se mantiene es por el instinto de perpetuación de la sociedad. Esta
opera como condición de posibilidad de la individualidad. El individuo, movido por el
mero instinto de conservación, tendería a la destrucción y a la nada si no fuese por la
sociedad que, dándole el instinto de perpetuación, le empuja al todo y a inmortalizar-
se. Esta conciencia social nos lleva a socializarlo todo. Unamuno considera bueno lo
que aspira a eternizarnos y persistir, lo que satisface a nuestro anhelo vital; y malo lo
que amengua o destruye la conciencia.

La figura cómicamente trágica del Quijote unamuniano personifica bien esta


ansia. En Vida de Don Quijote y Sancho –ensayo unamuniano sobre el Quijote– Unamu-
no se propone tanto exponer lo que a él le sugiere la lectura del Quijote como expresar
su apasionado sentir y pensar sobre España, esto es, su más íntima y apasionada inte-
rioridad. En Don Quijote se encierra el alma inmortal del pueblo español. Recordemos
que en Del sentimiento trágico de la vida Unamuno concluye que ha puesto de mani-
fiesto su alma y, a la vez y con ella, el alma de España. Este héroe de ficción y de acción
alcanzó su inmortalidad poniéndose en ridículo. El mayor heroísmo para un individuo y
para un pueblo es saber afrontar el ridículo, es decir, la soledad. Hay una filosofía, una
metafísica, una lógica, una ética y una religiosidad quijotesca. Y la locura quijotesca no
10
ibíd., p. 49.
11
M. Unamuno (2013). Del sentimiento trágico, p. 300.
7
consiente la lógica científica; se trata de sentimiento. Aquellos que están bajo el sen-
tido común o la razón son incapaces de comprender la locura heroica del «caballero de
la fe». La razón es colectiva; la locura creadora o la fe es individual. El acto de fe no tie-
ne contenido y esto es la esperanza, sentir esa falta de algo, ese trascenderse. «La es-
peranza se convirtió en recuerdo» es una frase preciosa y trágica. Si la esperanza ad-
quiere contenido, pasa al ámbito de la razón. Y la locura es una actitud no racional en
rebelión contra la razón, que es una actitud colectiva. El loco es aquel que puede pres-
cindir de la razón, de la percepción. En la obra de teatro de Unamuno denominada
Soledad aparece una buena explicitación de qué es la locura según este pensador.
(Agustín a Pablo): «¡Ya sabes que estoy loco! […] ¡Carezco de sentido de la realidad;
vivo en las nubes… soñando… como Don Quijote, como Segismundo… viviendo… La vi-
da es sueño!12». La locura queda concretada como lo contrario a la razón, que es el
sentido común. La locura sería una deformación o transfiguración de la realidad, de ahí
que Unamuno lo compare con el Quijote, ya que una de las características del loco
hidalgo Don Quijote es la deformación de la realidad ejemplificada en la escena quijo-
tesca de los molinos de viento como gigantes. En esa cita también hace mención a Cal-
derón de la Barca, con su expresión «la vida es sueño», mostrando la delgada y con-
fusa línea que «distingue» la vigilia del sueño. Al final de la obra de teatro se puede ver
cómo Agustín ha perdido la razón y ha enloquecido y ya no es capaz de distinguir la
realidad del sueño. El loco no es el que no ve, sino el que quiere ver otra cosa; es la fi-
gura plasmada del sentimiento, y vivir en el sentimiento es ser un solitario.

El quijotismo es locura, esperanza en lo absurdo racional y eso es despreciado


por la razón. La base de la locura y del actuar del Quijote unamuniano son las ansias de
renombre y fama, las ansias de no morir, de vivir en la memoria de la gente, producto
de un invencible horror a la nada. Don Quijote peleó contra la Edad Moderna y contra
el racionalismo heredado del siglo XVIII. La filosofía del alma del pueblo español es,
para Unamuno, expresión de una tragedia íntima comparada a la tragedia del alma de
Don Quijote, es decir, la expresión de una lucha entre el mundo que la razón de la
ciencia nos muestra y lo que queremos que sea siguiendo la fe de nuestra religión. Don
Quijote es un desesperado y solo desde la desesperación nace la esperanza heroica,
absurda y loca. La misión del Quijote de Unamuno es clamar en el desierto. Sin embar-
go, esa voz solitaria va permaneciendo allí como una semilla. «Y Don Quijote, que esta-
ba solo, buscaba más soledad aún, buscaba las soledades de la Peña Pobre para
entregarse allí, a solas, sin testigos, a mayores disparates en que desahogar el alma.
Pero no estaba tan solo, pues le acompañaba Sancho […] Solo anduvo Don Quijote, so-
lo con Sancho, solo con su soledad13».

12
Miguel de Unamuno (1954). Teatro. Fedra, Soledad, Raquel encadenada, Medea, p. 123.
Prólogo de Manuel García Blanco. Barcelona: Editorial Juventud, S.A.
13
M. Unamuno (2013). Del sentimiento trágico, pp. 372-73.

8
Unamuno se acerca al Quijote para descubrir en él la filosofía española, «la
clave de nuestro destino» como individuos y como pueblo. En suma, Vida de Don Qui-
jote y Sancho es «la mejor autobiografía íntima de un español contemporáneo». Una-
muno, ante las pacíficas y tranquilas vidas de las muchedumbres españolas de su épo-
ca, quiere encender cualquier locura o fe que se alimente de sí misma; quiere desper-
tar cualquier ideal o pasión por algo. El objetivo del Quijote sobre el pueblo español es
despertar a un pueblo que está dormido, reavivar a los muertos vivientes. Reavivarlos
desde la religión del Quijote, ya que la filosofía no sirve para entrarle a este pueblo.

La muerte es un acontecimiento que hace entrar a los pueblos y a los hombres


en el sentimiento trágico de la vida. El descubrimiento de la muerte nos revela a Dios.
Los pueblos, no los individuos aislados, han llegado al sentimiento y concepto colectivo
o social de Dios. La filosofía tiene un origen individual; la teología es necesariamente
colectiva. Dios se reveló al pueblo, no a cada individuo. Pero de este Dios que surgió en
la conciencia humana a partir del sentimiento de divinidad se apoderó luego la razón o
la filosofía y tendió a definirlo, a convertirlo en idea, en algo muerto, prescindiendo de
su elemento irracional, de su fondo vital. La imaginación, puesta al servicio del instinto
de perpetuación, nos revela la inmortalidad del alma y a Dios, siendo así Dios un pro-
ducto social. Lo que anhelamos no es ser poseídos por Dios, sino poseerle; hacernos
Dios sin dejar de ser lo que somos ahora. Con este anhelo Unamuno se rebela contra la
razón. Spinoza en su Ética dijo que cada sustancia se esfuerza por perseverar en su ser.
Esto quiere decir que la esencia de cada hombre es el esfuerzo que pone en seguir
siendo hombre, en ese anhelo de no morir, de perseverar.

Según Unamuno, Dios no es un dios contemplativo sino activo, el Dios concreto


que sufre y anhela, obra y crea. Una vida eterna de absoluta felicidad y de visión beatí-
fica supone una pérdida de la propia conciencia y personalidad. Esa visión de Dios
supone un estar fuera de sí, un enajenamiento. Es el eterno aburrimiento. En cambio,
el Dios humano y antropomórfico es proyección de nuestra conciencia a la Conciencia
del Universo. El Dios lógico carece de riqueza interior; no es sociedad en sí mismo. La
definición lo mata. El racionalismo concibe a Dios como una idea, como algo imperso-
nal; en cambio, el vitalismo siente e imagina a Dios como Conciencia colectiva e infinita
de todo el linaje humano, esto es, como persona o más bien como sociedad de perso-
nas. La creencia en la Trinidad hace de Dios una sociedad, no un puro individuo. El Dios
de la fe es personal porque incluye tres personas, puesto que la personalidad no se
siente aislada. Una persona aislada deja de ser persona. No podría amar, y si no amase,
no es persona. La paradoja es que amar es estar solo; el amor puede vivir de esperanza
y recuerdo. No podemos concebir al Dios vivo como solamente individuo, como pro-
yección de un yo solitario, fuera de sociedad, de un yo abstracto. «Mi yo vivo es un yo
que es en realidad un nosotros; mi yo vivo, personal, no vive sino en los demás, de los

9
demás y por los demás yos, […] y Dios, proyección de mi yo al infinito –o más bien yo
proyección de Dios a lo infinito– es también muchedumbre14».

Según Unamuno, el catolicismo es la institución que protege la fe en la inmorta-


lidad personal del alma. La fe en el Dios personal lleva consigo la fe en la eternización
del hombre individual. Dios garantiza la fe en la inmortalidad y la salvación personales
en alma y cuerpo. La razón conduce al escepticismo vital, es decir, a la negación de que
la conciencia sobreviva a la muerte del cuerpo. Por tanto, el racionalismo niega la in-
mortalidad del alma individual. Según Unamuno, la inmortalidad que apetecemos es
corporal, esto es, una continuación de esta vida, de nuestra conciencia personal con-
creta. Desde cualquier punto de vista, la razón se enfrenta a nuestro anhelo de inmor-
talidad personal y lo contradice. Ello es porque la razón es enemiga de la vida. Vida y
razón se oponen. «Todo lo vital es antirracional, no ya solo irracional, y todo lo racio-
nal, antivital15». Esta es la base del sentimiento trágico de la vida y es el punto de parti-
da de toda filosofía y religión. Lo vital está referido aquí a la vida personal. Todo lo ra-
cional es antivital porque la razón se atiene al orden de los hechos y descuida los anhe-
los y exigencias de la vida. Y la vida personal hace prevalecer el hambre de inmortali-
dad desesperadamente en contra de los testimonios de la razón. De ahí que lo vital no
sea solo irracional, sino antirracional. La fe, ligada al sentimiento, es el órgano capaz de
crear sentido como experiencia de sí en cuanto ser personal. La fe es una potencia in-
novadora que promueve la vida; es el órgano de la libertad, el principio de la humani-
zación del mundo o de la batalla por la conciencia. La ciencia satisface nuestras necesi-
dades lógicas, nuestro anhelo de saber y conocer la verdad, pero no nuestras necesida-
des afectivas y volitivas, nuestra hambre de inmortalidad, sino que, al contrario, la
contradice. En todo esto hay un problema filosófico: ¿cómo trascender la razón; cómo
hacer una crítica a la razón sin ella? Negar la razón y, por consiguiente, superarla o
trascenderla es sustituirla por otra forma de vivir y obrar: querer no morirse. Esta es
base de la rebeldía del sentimiento surgido de la inconformidad con la razón. Hay que
hacer el camino a la individualidad o a la soledad e ir purgando lo social y recuperando
la personalidad. No obstante, si dejamos atrás la razón, también dejamos atrás el len-
guaje. Entonces, ¿cómo nos expresamos? Tenemos el deber de expresar el sentimien-
to, pero ¿cómo hacerlo si el lenguaje es social, racional y conceptual? La soledad no se
puede expresar; es retirada del lenguaje. El problema tiene la suficiente entidad como
para haberse convertido en central en la historia de la filosofía. Ahora lo hemos enun-
ciado y volveremos sobre él en otro momento, aunque brevemente. No obstante, la
razón queda siempre como referente, aunque sea negativa, porque solo por contrapo-
sición con ella puede asomar el sentimiento.

La fe en la inmortalidad es irracional. La paz entre la razón y el sentimiento o la


vida se hace imposible y hay que vivir de su guerra. Razón y fe son dos enemigos que
14
ibíd., p. 215.
15
ibíd., p. 63.
10
tienen que asociarse en lucha. El instinto de conocer y el de vivir entran en combate.
«Solo vivimos de contradicciones, y por ellas; como que la vida es tragedia, y la trage-
dia es perpetua lucha, sin victoria ni esperanza de ella; es contradicción16». Filosofía y
religión son enemigas entre sí, pero se necesitan. Según Unamuno, se filosofa con la
voluntad, con el sentimiento, no con la razón. La fe es cosa de voluntad, no de razón.
Creer es querer creer, y creer en Dios es querer que le haya. Creer en la inmortalidad
del alma es querer que el alma sea inmortal, por encima de la razón. La fe humana es
una fe a base de incertidumbre. Don Quijote es ejemplo del hombre cuya fe se basa en
incertidumbre. Sancho Panza es ejemplo de la lucha entre la razón y el deseo inmortal;
del racionalismo que duda de su razón. Hay que aceptar el conflicto como tal y vivir de
él. De esa desesperación, incertidumbre, dolor y lucha puede surgir esperanza y ética,
fuente de acción.

Según nos adentramos en nosotros mismos, vamos descubriendo nuestra pro-


pia inanidad, y al sentir la propia nada, nos compadecemos de nosotros mismos y nos
amamos dolorosamente. De este amor o compasión de nosotros mismos pasamos a
compadecer o amar a todos nuestros semejantes y a todo lo que vive y existe. Llega-
mos, pues, al amor universal. Se descubre que el Universo es persona también, que tie-
ne una Conciencia que a su vez sufre, compadece y ama. A esta Conciencia del Univer-
so es a lo que llamamos Dios. Este es, pues, la personalización del Todo, es la Concien-
cia eterna e infinita del Universo. Personalizamos al Todo para salvarnos de la nada. La
conciencia es voluntad de no morir, siendo el sufrimiento lo más propio de la voluntad.
Gracias al dolor el hombre experimenta la contradicción íntima que lo habita. El dolor
nos dice que existimos; que existen aquellos que amamos; que existe el mundo en que
vivimos y existe y sufre Dios. El hombre quiere salvarse haciendo vivo, personal y ani-
mado a todo el Universo, humanizándolo. Hemos creado a Dios para salvarnos y para
salvar al mundo de la nada. Necesitamos a Dios para salvar la conciencia. La fe en Dios
consiste en la necesidad de dar finalidad a la existencia. Dios está en nosotros por el
hambre que de Él tenemos, por el anhelo. El problema de la existencia de Dios, racio-
nalmente insoluble, es el problema de la conciencia de la existencia, de la perpetuidad
del alma humana. La fe religiosa no es solo irracional, sino también contrarracional. El
amor a Dios, nuestra fe en Él, es esperanza en Él, esperanza en la vida eterna. La fe es
el poder creador del hombre, ya que crea su objeto. Y la fe en Dios consiste en crear a
un Dios a nuestra imagen y semejanza, es decir, es la proyección del hombre al infinito.
Se sale uno de sí mismo para adentrarse más en su Yo Supremo: la conciencia indivi-
dual se sumerge en la Conciencia total de la que forma parte, pero sin disolverse en
ella. No es necesidad racional, sino angustia vital lo que nos lleva a creer en Dios. Y cre-
er en Él es sentir hambre de divinidad, sentir su ausencia y querer que Dios exista.
Creer en Dios es amarle, y amarle es sentirle sufriente, compadecerle. El dolor univer-
sal es la congoja por ser todo lo demás sin poder conseguirlo. Toda criatura tiende a

16
ibíd., p. 41.
11
conservarse y a perpetuarse, a invadir a los otros, a ser todos confundiéndose pero sin
perder su individualidad. Aspira a que el Universo sea él; aspira a ser Dios. Solo por la
congoja, por la pasión de no morir nunca, se adueña el espíritu humano de sí mismo.
La conciencia, el hambre de eternidad e infinitud, las ganas de Dios, jamás se satisfa-
cen. El que anhela no morir nunca, anhela la eternidad personal y su propia inmortali-
dad. La religión es anhelo de totalizarse. Necesitamos a Dios para que no nos deje mo-
rir del todo y en la soledad.

Hay que sentir y conducirse como si nos estuviese reservada una continuación
sin fin de nuestra vida terrenal. La fórmula ética sería la siguiente: «obra de modo que
merezcas a tu propio juicio y a juicio de los demás la eternidad, que te hagas insustitu-
ible, que no merezcas morir. […] Obra como si hubieses de morirte mañana, pero para
sobrevivir y eternizarte17». El fin de la moral es dar finalidad humana, personal, al
Universo mediante el obrar. El problema moral de Unamuno es un problema de acti-
tud: querer ser Dios –ser todo– es querer poseer a los demás; es sentir que haces falta
a los otros; es desear que al otro le importes; vivir como si no fueras a morir. No hay
un lugar al que aferrarnos, porque no tenemos lo social o colectivo, y por eso es una
moral individual o universal por individual. Así que hemos de obrar de modo que nues-
tra aniquilación sea una injusticia, hemos de pelear quijotescamente contra el destino
aun sin esperanza de victoria. «Con razón, sin razón o contra ella, no me da la gana de
morirme18». Se pelea contra el destino anhelando lo irracional y obrando de modo que
nos hagamos insustituibles, es decir, que otro no pueda llenar el hueco que dejamos al
morirnos. Otro podría cumplir por mí mi función social, mi papel, pero no sería yo. Se
podría decir que yo soy «para el Universo nada, para mí todo19», pero no se trata tan
solo de mí, sino de todos y de cada uno. Nuestra marca se deja obrando sobre nues-
tros prójimos para dominarlos y eternizarnos en ellos. «Cada hombre es, en efecto,
único e insustituible; otro yo no puede darse; cada uno de nosotros vale por el Univer-
so todo20». Para dominar al prójimo hay que conocerlo y quererlo. «Amar al prójimo es
querer que sea como yo, que sea otro yo, es decir, es querer yo ser él; es querer borrar
la divisoria entre él y yo21». El sentimiento de solidaridad parte de uno mismo: «como
soy sociedad, necesito adueñarme de la sociedad humana; como soy un producto so-
cial, tengo que socializarme, y de mí voy a Dios –que soy yo proyectado al Todo– y de
Dios a cada uno de mis prójimos22». Cuando el individuo no quiere que los demás pe-
netren en su esfera y tampoco él quiere penetrar en la de los otros, esto es, apoderar-
se de ellos, se empequeñece y perece, ya que se recoge en sí para conservarse mejor
pero acaba perdiéndolo todo. Esta es la moral repulsiva del individualismo anárquico:

17
ibíd., p. 308.
18
ibíd., p. 168.
19
ibíd., p. 38.
20
ibíd., pp. 314-15.
21
ibíd., p. 325.
22
ibíd., p. 325.
12
cada uno para sí. Y como cada uno no es él mismo, sino todos, no puede ser para sí. El
individuo se siente en la sociedad, en Dios, y busca perpetuarse en los demás, eterni-
zar su espíritu, «porque cuanto más soy de mí mismo, y cuanto soy más yo mismo, más
soy de los demás; de la plenitud de mí mismo me vierto a mis hermanos, y al verterme
a ellos, ellos entran en mí23». La base de toda moral es entregar tu espíritu para salvar-
lo y eternizarlo, pero entregarse supone imponerse. La verdadera moral religiosa es,
pues, en el fondo agresiva e invasora. Esta es, en suma, la dimensión ética del senti-
miento trágico y también de la soledad, ya que la ética del sentimiento trágico es la
ética de la soledad. La moral del sentimiento trágico es la de Don quijote, ejemplo cla-
ro de la ética que tiene el solitario. Es una moral basada en el individuo, que tiene que
vivir en la sociedad pero su base es la individualidad.

Es necesario sacudir y lanzar a los hombres unos contra otros para que se les
rompan las costras y se les mezclen y confundan las ideas y sentimientos, para que la
sustancia real salga al exterior. De tal forma se formará el verdadero espíritu colectivo,
el alma de la humanidad. El roce con las gentes no es suficiente; es menester chocar
con ellas. He aquí la más grave cuestión de ética y religión: la cuestión de si el hombre
ha de redimirse a sí mismo o ha de ser redimido por otro. «Vas a libertar a tu hermano,
porque sientes que hace él esfuerzos por libertarse o porque te llegan sus quejas, y las
quejas son ya deseo de verse libre, y el deseo de verse libre es principio de libertarse; y
cuando él siente que empiezas a querer libertarle, redobla sus esfuerzos por hacerse
libre, y redoblas tú los tuyos. Le oyes arañar el muero de su prisión, y empiezas a gol-
pear en él desde fuera, y cuando oye tus golpes, golpea él, y tú arrecias y él arrecia, y
vais, él desde adentro, y tú desde afuera, trabajando en una misma obra. Y es lo más
consolador que mientras golpeas en su costra, como lo haces con la tuya, tanto traba-
jas por romper la de él como por romper la tuya propia, y él a su vez, mientras golpea
en la suya, da golpes en la tuya. Y así toda redención es mutua24». Gracias al dolor los
seres vivos llegan a tener conciencia de sí, personalidad, saberse y sentirse distintos de
los demás seres; solo sufriendo se es persona. La conciencia de sí mismo es la concien-
cia de la propia limitación. El dolor es universal porque es el lazo en común con los
otros. El dolor empuja unos seres hacia otros, les hace amarse. No estamos en el mun-
do nada más puestos junto a los otros, sin nada en común con ellos, sino que nos due-
le su dolor. La caridad es el impulso de libertarse y liberar a todos nuestros prójimos
del dolor.

Solo el solitario puede romper la coraza de quien al principio gritará de dolor y


se negará. Las costras se rompen a la vez desde fuera y desde dentro. Uno va a romper
la coraza de otro porque percibe que el otro está esforzándose en romperla. En eso
consiste tratarlo como hermano y no como compañero o amigo. La soledad aquí juega

23
ibíd., p. 331.
24
M. Unamuno (1962). Soledad, p. 45. Es un tema fundamental en su novela Paz en la guerra
(1895).
13
un papel crucial, ya que ese caparazón que nos aísla de los otros se reduce en la
soledad. Los hombres en sociedad funcionan recubiertos por el caparazón y, como mu-
cho, se rozan. El caparazón se adelgaza y se rompe en soledad y por eso los solitarios,
esos locos que danzan al son de su propia música, hacen más por la humanidad que
cualquier líder social. Vivimos separados los unos de los otros, cada uno dentro de su
costra y sin poder romperla. Es por ello que necesitamos que venga alguien de fuera y
nos libere de nuestra prisión; hablamos de soledad, no de aislamiento. «Los más de los
gemidos que atravesando la costra de tu prójimo y tu propia costra te llaman al oído,
no son más que lamentos de tu hermano, porque se encuentra preso y no puede
salirse de sí25». En realidad los hombres somos impenetrables y la sociedad no puede
cumplir el papel de fundirnos. No obstante, «solo la soledad nos derrite esa espesa
capa de pudor que nos aísla a los unos de los otros; solo en la soledad nos encontra-
mos; y al encontrarnos, encontramos en nosotros a todos nuestros hermanos en sole-
dad26». Los hombres solo se sienten realmente hermanos a través de la soledad. El diá-
logo verdadero es el que haces contigo mismo y solo puedes hacerlo estando a solas.
Según Unamuno, únicamente en la soledad puedes conocerte a ti mismo como a próji-
mo y ver en tus prójimos otros yo. «Nuestra vida íntima, nuestra vida de soledad, es un
diálogo con los hombres todos27».

En el año 1921 Unamuno escribió una obra teatral denominada Soledad, que
me parece muy apropiada para acercarnos un poco más a la vivencia de la soledad. Los
personajes centrales de esta pieza son Soledad, Agustín, Gloria, Sofía y, en menor im-
portancia, Enrique y Pablo. Agustín es un dramaturgo que se siente Dios porque es
capaz de crear y destruir en el escenario los sentimientos del público. Quiere vivir solo
con Soledad, su esposa, quien es su inspiración a la hora de crear. Los nombres de los
personajes no son causales. Soledad es posesiva, lo quiere todo, y también es celosa,
aunque en el fondo es deseada por Agustín. Representa la soledad. Sofía es la madre
de Agustín y, tal como su nombre sugiere, simboliza la sabiduría –sabiduría que se des-
vanecerá con la muerte del personaje en el segundo acto debido a la pérdida de la ra-
zón y la llegada de la demencia–. Gloria es la actriz que encarna las criaturas femeninas
creadas por Agustín. Representa el dinero, el honor y el placer. Los únicos nombres
que no tienen relevancia son el del político, Pablo, y el del crítico teatral, Enrique, los
cuales representan la sociedad.

Agustín es arrastrado a la vida política donde espera volver a ser Dios y crear
pueblo, igual que ha creado sentimientos en el teatro. En el primer acto Soledad
quiere introducir a Agustín en el mundo de la política ya que considera que la política
es realidad y acción, no ficción. Soledad sabe que en la política Agustín no es Dios y no
tiene dominio sobre sus personajes. Para ella, un colectivo, el pueblo, no es rival. Sin

25
ibíd., pp. 41-42.
26
ibíd., p. 32.
27
ibíd., p. 33.
14
embargo, la política traiciona a Agustín, quien se desengaña de la vida política, de la
realidad y se oculta en casa, vuelve al sueño. Entonces es cuando Soledad lo hace suyo.
Este es el punto esencial de esta obra. Agustín se retira de la política, de la vida públi-
ca, se retira a la soledad, con su Soledad, su privacidad, su intimidad. Dice Agustín:
«Sol, Soledad… […] Me bastas tú, […] mi todo… […] No quiero amigos… no quiero pue-
blo ni público…28». Pablo quiere que Agustín vuelva a la vida pública, a la patria, le
insiste a Soledad para que lo devuelva a la vida, pero ahora ella no lo comparte. Sole-
dad decide que Agustín está mejor con ella, no en la ficción teatral ni en la política.
Agustín renuncia a la política –la cual ya no es realidad–, el teatro e incluso la religión.
Al principio Agustín quería meter a su mujer en su creación teatral, pero ahora quiere
meterse en el sueño de ella. Al salir de la cárcel el protagonista lleva meses sin dormir;
no separa el sueño de la realidad. Finalmente Soledad no devuelve a Agustín a la vida
real sino al sueño. El acabamiento de la obra es la exaltación de un gesto que es el sen-
tir la mano de Soledad. Este es el momento de soledad física absoluta entre ellos. Ese
gesto significa que la soledad se siente, no se piensa. Por ello es un sentimiento. La fi-
gura de la mujer es la soledad sentida. La razón ha desaparecido y solo queda esa sen-
sación carnal, esa vivencia de la soledad. El gesto de darle la mano es la disolución de sí
mismo en lo otro; Soledad ha acabado identificándose con Agustín como única reali-
dad, se ha convertido en la esencia de Agustín. Dice Soledad: «yo soy más él que él
mismo29». Soledad ha hecho frente a todos: al político, al crítico teatral, a la madre y a
la actriz. Se trata de una soledad absorbente, exclusivista, que no admite rival. Al final
de la obra Agustín queda convertido en un sueño aferrado a Soledad, a la soledad.

En suma, la soledad en Unamuno es la autoconciencia de la propia limitación,


de la muerte; saber que somos finitos nos duele. Por ello queremos ser eternos e infi-
nitos. En realidad, saber que vamos a morir y que no somos infinitos no es lo importan-
te en Unamuno, sino actuar como si no fuéramos a morir. Esta vivencia nos ocurre a
cada uno de nosotros en nuestra radical soledad. Negar que seamos finitos y mortales
está visto como irracional, como locura, pero Unamuno lucha contra toda razón para
salvar la conciencia personal de la muerte. Todo se reduce a este sentimiento trágico
de cada hombre y en general de todos, pues es algo universal que todos ellos comprar-
ten. Se ha de vivir de la lucha entre el sentimiento y la razón; vivir como si no fueses a
morir mañana; vivir para eternizarte y así salvarte y sobrevivir en la memoria de la gen-
te. Los problemas clave en las obras de Unamuno son el conflicto –siempre vemos con-
flicto trágico, lucha o contradicción en este filósofo– entre la dificultad de vivir con el
otro y la de vivir sin él, en estado de soledad radical. Esta no entra en el campo del
lenguaje, quedándonos en el campo de la locura, que es la situación del individuo en
su soledad radical. Por ello el individuo se ve obligado a la necesidad de recurrir al de-
seo y las proyecciones, como testigo de la fe, para protegerse contra la locura.

28
M. Unamuno (1954). Teatro. Fedra. Soledad. Raquel encadenada. Medea, p. 135.
29
ibíd., p. 127.
15
III. La soledad en José Ortega y Gasset

En esta segunda parte del ensayo, antes de abordar la cuestión de la soledad


según Ortega, es conveniente empezar por un análisis de los términos razón y vida en
este filósofo, especialmente por el último de ellos. Ortega reforma el concepto de ra-
zón para hacerlo concordar con las exigencias prácticas de la vida. Se ha de buscar otra
respuesta que no sea la polémica entre la relación razón y vida. En Ortega hay dos
líneas o caminos diferentes para hablar sobre la soledad. Una vía va desde la inseguri-
dad que produce sentirnos desorientados en el mundo hasta la seguridad que nos fa-
bricamos al querer orientarnos. Se trata del proceso desde la perdida de sí hasta el en-
cuentro de esa intimidad. Y otra vía es la que parte de la convencionalidad, la inauten-
ticidad, para llegar a la autenticidad mediante el ensimismamiento. La segunda está
más próxima a la soledad, pero ambas están relacionadas. Las obras orteguianas de las
que me he servido aquí son Unas lecciones de metafísica (1932-1933) y El hombre y la
gente (1949-1950).

Empezamos por el análisis del término vida. Según Ortega, vida es lo que somos
y lo que hacemos, pero la vida consiste en lo que ahora se es. Todo vivir es sentirse vi-
vir, saberse existiendo –donde saber no implica conocimiento intelectual ni sabiduría,
sino esa presencia que su vida tiene para cada cual, ese darse cuenta de lo que nos ro-
dea. «Vivir es esa realidad extraña, única que tiene el privilegio de existir para sí mis-
ma30». La piedra no siente ni sabe ser piedra. Mi vida y lo que forma parte de ella exis-
ten para mí bajo la forma del «contar yo con ello». Al percibirnos y sentirnos, tomamos
posesión de nosotros mismos. De la mayor parte de las cosas que existen para noso-
tros no tenemos conciencia, pero contamos con ellas. De igual modo sucede con el
hombre: no suele reparar en él mismo, sin embargo, cuenta siempre consigo.

El mundo se compone de todas aquellas cosas que nos afectan, nos interesan o
nos amenazan y por ello es inseparable de nosotros. Todo vivir es convivir, hallarse en
medio de una circunstancia. Vivimos aquí, ahora; nos encontramos en un lugar del
mundo. La vida deja un margen de posibilidades dentro del mundo, pero no somos li-
bres para estar o no en este mundo. La vida es encontrarse de pronto y sin saber cómo
sumergido, proyectado en un mundo que no elegimos. Nuestra existencia, la vida,
siempre es un problema que hemos de resolver sin transferir la solución a otro ser.
Nunca es un problema resuelto, sino que en todo momento nos sentimos obligados a
elegir entre varias posibilidades; tenemos que fabricarla por nuestra cuenta. No obs-
tante, la vida encierra una paradoja: si un ser consiste en lo que va a ser, entonces con-
siste en lo que aún no es, por consiguiente, hemos de decidir el futuro; la vida es una
actividad que se ejecuta hacia adelante.

30
José Ortega y Gasset (1966). Unas lecciones de metafísica, p. 45. Madrid: Alianza Editorial, S.
A.
16
La vida humana, exclusivamente la de cada cual, es la realidad radical o prima-
ria, la raíz de todas las demás realidades en el sentido de que estas tienen que apare-
cer en nuestra propia vida para ser realidades; existen para nosotros en la medida en
que las vivimos. Realidad es todo aquello con que, queramos o no, tenemos que contar
porque está ahí, existe y resiste. Con la expresión «vida humana» Ortega no se refiere
a la vida del otro o a una vida en común con los otros, sino a la vida propia de cada
uno. La vida de los otros es algo que aparece ya en mi vida; la veo pero no la vivo. El
dolor de muelas del prójimo no me duele a mí, no es realidad radical, es dolor aparen-
te. En cambio, el mío es incuestionable. La vida de cada cual no tolera ficciones porque
al engañarnos a nosotros mismos sabemos que fingimos. Yo –con este término Ortega
se refiere exclusivamente a la individualidad concreta y única que cada uno de noso-
tros es frente a cada uno de los demás– y el mundo en el que vivo me son presentes y
son cosas que me acontecen solamente a mí en mi radical soledad. Nuestro yo lo des-
cubrimos posteriormente al descubrimiento de los otros, en el choque con ellos. En la
frase «yo soy yo y mi circunstancia» el segundo yo de la frase hace posible que el yo no
sea solo sociabilidad. Si el segundo yo no estuviera en la frase, entonces se trataría de
que «yo soy mi circunstancia». Pero el segundo yo no es una circunstancia, no es algo
que se puede determinar, sino lo que permite que llame mías a las circunstancias. Es
indescriptible y por eso la vida es irreducible, es la soledad. El camino a la soledad es
camino a la conciencia, hacia la intimidad.

Las vidas de los otros se hallan más allá de la mía, por eso son trascendentes. La
vida del otro no me es realidad evidente como me lo es la mía propia; la vida del otro
me es solo supuesta, pero no incuestionable. La vida individual o personal en la que el
yo de cada cual se encuentra es circunstancial; vivir es hallarnos entregados a una
circunstancia, a un determinado contorno que nos es extraño. La vida no me es dada
hecha, sino que me es dada la inevitable necesidad de tener que hacer algo para so-
brevivir, decidir en cada momento qué hacer en el próximo instante. Podemos evadir-
nos de la circunstancia pero no de tener que elegir. No nos damos cuenta primero de
nosotros y luego del contorno, sino que vivir es hallarse frente al mundo, con el
mundo, sumergido dentro de él, en sus problemas. Ese mundo que nos afecta a cada
cual es inseparable de nosotros; persona y mundo están relacionados vitalmente. El
estado ontológico de la persona es encontrarse en las cosas: lo importante no es sa-
berse sustancia, sino saberse en las cosas. Y para orientarse entre ellas existe la metafí-
sica.

No hemos de confundir esa realidad que cada cual llama «su vida» con su yo.
«Yo no soy más que un ingrediente de mi vida: el otro es la circunstancia o mundo. Mi
vida, pues, contiene ambos dentro de sí, pero ella es una realidad distinta de mí. Yo
vivo, y al vivir estoy en la circunstancia, la cual no soy yo. La realidad de mi yo es, pues,
secundaria a la realidad integral que es mi vida; encuentro aquella –la de mi yo– en

17
esta, en la realidad vital31». Yo y la circunstancia formamos parte de mi vida; pero yo
soy una parte distinta de la otra parte de mi vida que es la circunstancia. En «mi vida»
lo primero que encuentro es «mi circunstancia» y después eso que Ortega llama «yo»
–mí mismo. El hombre al encontrarse no se encuentra en sí y por sí, aparte y solo, sino
que encuentra su yo siempre dentro de una circunstancia, rodeado de lo que no es él.
Al vivir, yo siempre estoy ocupándome con las cosas –materias o personas– que me ro-
dean, y para encontrarme tengo que suspender esa atención al contorno y buscarme
desatendiendo a las cosas. No obstante, en ese retirarse del mundo nos costaría un
enorme esfuerzo de abstracción mantenernos aparte. Y aunque uno se abstraiga sigue
viviendo. Esto evidencia que nuestra vida consiste en estar nosotros entregados al
mundo. Según Ortega, en la alteración –que consiste en sentirse perdido en las cosas–
el hombre pierde lo más esencial: la posibilidad de reflexionar y recogerse dentro de sí
mismo. El animal no vive desde sí mismo, sino en lo otro que él; vive siempre alterado,
enajenado. Esta retirada del mundo es lo que Ortega llama ensimismamiento, no de-
jarse perder en la pluralidad y variedad de las cosas. El poder que tiene el hombre de
ensimismarse no le es dado al hombre hecho, sino que tiene que hacérselo él con un
gran esfuerzo y trabajo. Gracias a esto el hombre ha logrado transformar las cosas y
crear en su entorno un margen de seguridad que le permita descansar. De este mundo
interior emerge al de fuera para dominar las cosas, no para dejarse dominar; vuelve
con un sí mismo que antes no tenía y lo proyecta sobre las cosas haciendo que el mun-
do vaya convirtiéndose poco a poco en él mismo. El ensimismamiento equivale a la
vida contemplativa, theoría. Y la vuelta al mundo exterior desde el interior es acción,
praxis. El concepto o idea surge en el hombre gracias a esa acción vital que es ensimis-
marse; la teoría se deriva de la vida. Nuestras ideas, y también la de ser, son planes o
proyectos en vistas a una vida práctica. Cada cual solo puede reconstruirse en la sole-
dad. Sin retirada al sí mismo –que equivale a decir sin retirada a la soledad– la vida hu-
mana es imposible.

La situación del hombre, esto es, su vida, consiste en una radical desorienta-
ción, en un estar perdido siempre, en no saber qué hacer, en perplejidad; pero es tam-
bién esfuerzo por orientarse, por saber qué son las cosas y el propio hombre. La sus-
tancia radical de la vida es la inseguridad, pero a la vez es el afán de fabricarnos una
seguridad. El hombre no tiene más remedio que decidir su hacer, su ser y el ser de las
cosas en cada momento. Nuestro ser consiste en tener que estar en la circunstancia;
por tanto, hacernos cuestión de nuestro ser lleva consigo hacernos cuestión de lo que
nos rodea. El «ser yo» ahí que es la vida me lo encuentro como un problema que nece-
sito resolver. Para ello necesito orientarme en el ahí, en la circunstancia. La interpreta-
ción que damos a la circunstancia nos salva. Esa interpretación en gran medida les ha
venido de su contorno social, ya que este implica una cierta forma de interpretar el

31
ibíd., p. 103.
18
mundo. Pero cuando nos fabricamos nuestras convicciones radicales tenemos que
hacerlo cada cual por sí y para sí partiendo de la crítica o evaluación personal.

Pensar es una de las muchas cosas que yo puedo hacer con algo; pensar no
puede ser nunca nuestro hacer primario. Nuestros haceres con algo implican el simple
«contar con», esa extraña presencia que ante mí tiene todo lo que forma parte de mi
vida. Para Ortega, lo que las cosas son primariamente es lo que son cuando no pensa-
mos en ellas, esto es, lo que son cuando simplemente contamos con ellas, o sea, las vi-
vimos. Nuestro primer pensamiento sobre las cosas es una pregunta: ¿qué es? En todo
el resto de mi hacer, de mi relación vital con las cosas, estas no tienen ser. Cuando no
las pienso sino que vivo con ellas sin pensarlas, las cosas son nada, no tienen ser. Cuan-
do nuestro contorno falla lo sentimos como extraño, como otra cosa que nosotros,
entonces reparamos en él. Al fallarnos, notamos esta falta como resistencia a noso-
tros, como negación, y este no ser «yo» la separa y la contrapone a mí, la pone en sí
misma. El hombre al vivir descubre la dualidad radical de su vida: siente que está en lo
otro que sí mismo. El ser es el enorme vacío de nuestra vida que el pensamiento trata
de llenar incesantemente. Cada hombre, de forma personal e individual, siente angus-
tia ante ese vacío. Estamos desorientados, perdidos e inseguros en el mundo porque
este no tiene ser y por ello hemos de buscarlo. La pregunta por el ser nace por haber
perdido la confianza en nuestra circunstancia. Al hacerme la pregunta por el ser de las
cosas, suspendo mi trato práctico con ellas y me preocupo de mi trato intelectual. En
esto consiste la vida contemplativa, en recluirse en una dimensión de mi vida –el pen-
samiento– al sernos cuestión las demás. La filosofía o la reflexión es un instrumento
que nos permite darle sentido a las cosas y obtener así seguridad en el mundo. Y todo
ello sucede en la radical soledad de cada hombre, que es la vida.

La tesis del realismo sostiene que la realidad son las cosas y su conjunto, esto
es, el mundo; que el hombre es una cosa entre las cosas, como la piedra. Sin embargo,
nuestra vida no es mundo. «El mundo es, pues, solo un término de mi vida, pero yo no
soy mundo32». Mi vida no está ahí como está la piedra, sino que tengo que hacérmela.
Como en el «estar ahí» de las cosas intervengo yo –las cosas están ahí indubitablemen-
te en la medida en que las veo, las toco o las pienso–, el realismo no es una tesis firme
porque supone otra tesis: la idealista, según la cual la realidad es un sujeto que piensa
el mundo o las cosas. Al idealista le han quitado lo seguro –el mundo; se ha quedado
solamente el sujeto con sus pensamientos como única realidad; no puede apoyarse en
nada porque no hay nada fuera de él, tiene que sostenerse a sí mismo y hacerse el
mundo en el que va a vivir. El realista se adapta al mundo que ya está ahí –es confor-
mista; en cambio, el idealista lo construye desde sí mismo –es anticonformista o revo-
lucionario. Para el idealismo, la realidad de las cosas solo es segura mientras un sujeto
la piense. Por consiguiente, solamente yo existo. La tesis idealista tampoco es firme

32
ibíd., p.190.
19
porque es problemática. Según Ortega, la realidad no es la existencia de la realidad
sola por sí, pero tampoco es la de algo en mí como mero pensamiento mío; sino que la
realidad es la coexistencia de un yo con las cosas que hay en el mundo o en la circuns-
tancia. «El pensamiento es mío, es yo. Mi vida no es mía, sino que yo soy de ella. Ella
es la amplia, inmensa realidad de la coexistencia mía con las cosas33».

La aportación del filósofo es crear logos o sentido y para ello ha de superar las
circunstancias. Es necesario poner una distancia entre lo que nos rodea –las circuns-
tancias– y nosotros para poder ver su sentido. El sentido vital de las cosas es lo que
Ortega llama perspectiva, que es lo mismo que realidad; el mundo es el mundo huma-
no. El filósofo no se puede salvar en el mero universal, sino en la circunstancia; hacer
conceptual su mundo para salvarse él. Ortega entiende que las cosas no son lo que
miramos o teorizamos, sino que son ventajas o inconvenientes para nosotros. El mun-
do es un foco de intereses en sentido positivo o negativo, por tanto, no hay neutrali-
dad o pura contemplación. El filósofo ha de convertir su circunstancia en concepto, es
decir, extraer su sentido. Este es quien da sentido a las cosas, que no lo tienen. Lo que
tiene vida y es importante para nosotros es aquello donde proyectamos nuestra volun-
tad, nuestra aventura. Lo real empieza cuando el hombre da sentido, por tanto, la
realidad es algo que pone el hombre, no algo que está ahí de forma neutral y que po-
demos contemplar pasivamente. La realidad es perspectiva, es lo que hacemos o inter-
pretamos; es una proyección del hombre. Ese proyectar las cosas, que las convierten
en realidad, es salvar la circunstancia. Consistimos en construir mundo y valores, no
hay pausa, somos pura actividad y pluralidad. Vivimos de cara al futuro, en contacto
con las cosas proyectamos. La proyección es apertura, es algo que no está prefijado,
por eso tiene que ver con la libertad. Una misma cosa no es igual nunca para dos per-
sonas porque cada cosa encierra un modo de vivirla diferente para cada uno. Uno se
va formando o condicionando por las elecciones que va haciendo y por eso no hay dos
vidas iguales.

Filosofar es una necesidad humana para orientarse porque el hombre carece de


sitio en la vida, necesita saber a qué atenerse. La razón vital no es una idea sino el an-
claje de la razón en la vida –en esto consiste básicamente el raciovitalismo de Ortega.
El hombre se encuentra desorientado, esta es su condición inicial. Cuando adquiere
conciencia de que es un ser con cierta autonomía puede hacer dos cosas: aferrarse a lo
que se le ofrece o hacer metafísica. Estar orientado no es compartir una orientación
universal o convencional, sino ser auténtico, estar convencido de uno mismo. Yo no
soy hermético, sino todo lo contrario: las cosas me penetran, me niegan, y yo tengo
que luchar para afirmarme frente a ellas. Si solo hubiese pensamiento, para un vivien-
te existir sería estar solo consigo mismo. Pero sucede lo contrario: el yo está siempre
fuera de sí mismo en la circunstancia. «Yo no soy mi vida. Esta, que es la realidad, se

33
ibíd., p. 226.
20
compone de mí y de las cosas. Las cosas no son yo ni yo soy las cosas: nos somos mu-
tuamente trascendentes, pero ambos somos inmanentes a esa coexistencia absoluta
que es la vida34». Ortega va más allá de la disputa entre idealistas y realistas al propo-
ner su raciovitalismo. Frente a las filosofías idealistas y realistas, la filosofía vitalista de
Ortega prioriza tanto el sujeto que vive como el mundo, contorno o circunstancia en el
que tiene que vivir, quiera o no. La razón vital de Ortega está al servicio de una filosofía
de la vida, una manera de filosofar del hombre concreto. La razón vital es la única reali-
dad capaz retirarse del mundo gracias a la autenticidad de una vida tendente a la sole-
dad –la cual consiste en entrar cada vez más en uno mismo, pero este proceso nunca
acaba.

Según Ortega, hay dos formas de vida humana: una auténtica, que es la vida
individual que le pasa a un sujeto determinado, consciente y responsable, la cual impli-
ca desorientación y nos obliga a orientarnos; otra inauténtica, la vida de la gente, de la
sociedad, la vida colectiva que no le pasa a nadie determinado y de quien nadie es
responsable. La gente es el individuo abstracto vaciado de individualidad. En esta últi-
ma los hombres se dan por orientados; actúan convencionalmente. Esa orientación en
que se encuentran instalados es provisional, la han adoptado para no hacerse cuestión
de las cosas, pero, por debajo de ella, en su autenticidad, se presienten radicalmente
desorientados y perdidos. Este presentimiento les produce horror y procuran escon-
derse en las convicciones de los otros, en el lugar común, en lo que se oye decir. Huyen
de su auténtico sí mismo y lo sustituyen por una personalidad convencional. Las accio-
nes que hacemos en sociedad no tienen su origen en nosotros: las hacemos porque se
hace, pensamos o decimos algo porque se piensa o se dice. El sujeto de ellas es la gen-
te, los demás, todos, la colectividad, la sociedad, es decir, nadie determinado; un suje-
to impersonal.

Cada uno de nosotros corre el peligro de no ser el sí mismo único e intransferi-


ble. Ser hombre es ser un problema viviente, una aventura peligrosa, un drama. La
mayoría de los hombres traiciona continuamente ese sí mismo, su individualidad per-
sonal. El yo que vive mi vida es algo único e inconfundible porque esa vida que él vive
no la vive otro. Soy solamente yo quien tiene que vivir mi vida y quien tengo que
aguantar el dolor que sufro; nadie puede compartirlo ni menos decidir por mí lo que
voy a hacer y ser. Nuestro contorno o circunstancia nunca se funde con el cada cual
que uno es, sino que, al contrario, siempre es lo otro que yo, un elemento extraño,
ajeno, forastero. Lo otro ajeno a nosotros, el mundo, en ocasiones nos es hostil, nos
reprime y tenemos que enfrontarnos con él. Sin embargo, no solamente yo estoy fuera
del otro hombre, sino que también mi mundo está fuera del suyo: somos dos fueras y
por eso somos radicalmente forasteros. Esto es causa nuevamente de soledad radical.
La vida es intransferible: nadie puede sustituirnos a la hora de decidir qué vamos a

34
ibíd., p. 225-26.
21
hacer o qué vamos ser; cada cual tiene que vivir la suya propia. Mis decisiones, pensa-
mientos, voluntades y sentires tengo que hacérmelos yo solo, yo en mi soledad. De ahí
que la vida, por ser intransferible, es radical soledad. «Ese hombre –ese yo– es última-
mente en soledad radical; pero ello no quiere decir que solo él es, que él es la única
realidad, o, por lo menos, la radical realidad. Lo que he llamado así no es solamente
yo, ni es el hombre sino la vida, su vida. Ahora bien, esto incluye una enormidad de
cosas35». Esta mi vida, la de cada cual, es la realidad radical pero no la única realidad
que existe. Yo tengo que ser yo, no dentro de mí, sino en el mundo donde sin quererlo
me encuentro. La soledad radical de la vida humana no consiste en que no haya nada
más que él, sino todo lo contrario: hay todo el universo con sus infinitas cosas. No
obstante, en medio de ellas el hombre, en su realidad radical, está solo con ellas. «Pe-
ro eso me pasa últimamente a mí solo y tengo que hacerlo solitariamente, sin que en
el plano decisivo pueda nadie echarme una mano36». Tenemos que vivir nuestro radi-
cal vivir solos y solamente en nuestra soledad somos nuestra verdad. Normalmente vi-
vimos interpretaciones de la realidad que el contorno social, la tradición humana, nos
ha ido transmitiendo. La inmensa mayoría de cosas que vivimos son ilusorias, son co-
sas que hemos oído a los otros y, sin reflexión, damos por auténticas y verdaderas.
Solemos hacer que vivimos, pero no vivimos nuestro auténtico vivir en cuanto realidad
radical. Esta es lo que somos cuando nos retiramos a la radical soledad, al fondo solita-
rio y desnudo del sí mismo ante sí mismo. En la soledad el hombre es su verdad; en
cambio, en la sociedad tiende a ser una mera convencionalidad. Esa retirada del hom-
bre a la soledad para reflexionar sobre la auténtica realidad es la filosofía.

Ansiamos la compañía de los otros, «desde el fondo de radical soledad que es


propiamente nuestra vida, practicamos, una y otra vez, un intento de interpenetra-
ción, de “des-soledadizarnos” asomándonos al otro ser humano, deseando darle nues-
tra vida y recibir la suya37». Si solamente existiese un único ser, no podría decirse que
está solo; la unicidad no tiene nada que ver con la soledad. Yo, en mi soledad, no po-
dría llamarme «hombre», pues la realidad que este representa solamente me aparece
cuando hay otro ser semejante a mí. No se puede convivir si no es con otra persona,
con otra vida individual. Nuestra vida humana es soledad: mi dolor de muelas solo me
puede doler a mí; mi pensamiento es solo mío. En cambio, el hecho social no es un
comportamiento de nuestra vida humana como soledad, sino que aparece por nuestra
convivencia o relación interindividual con otros yo, con otros vivientes. Nuestro vivir
con los otros es un convivir, una relación social, pero convivir es una realidad secun-
daria mientras que vivir en la radical soledad es primaria e incuestionable. El hombre
está abierto a lo otro que él. «Antes de que cada uno de nosotros cayese en la cuenta
de sí mismo, había tenido ya la experiencia básica de que hay los que no son yo, los

35
José Ortega y Gasset (1964). Obras completas. Tomo VII. El hombre y la gente, p. 105. Ma-
drid: Revista de Occidente.
36
ibíd., p. 106.
37
ibíd., 140.
22
Otros38». Nos encontramos en mundo humano o en una sociedad determinada y ve-
mos todo el mundo, toda nuestra vida y a nosotros mismos a través de los otros. Pro-
yectamos sobre la realidad radical de nuestra vida lo que les vemos hacer y les oímos
decir. Nos habituamos a vivir en un mundo creado por ellos, el cual consideramos au-
téntico y real sin más. Solamente cuando ese mundo nos lleva a situaciones absurdas o
contradictorias nos retiramos de la pseudo-realidad, de la convencionalidad, a la au-
tenticidad de nuestra vida como radical soledad. Todos nosotros tenemos esa dualidad
entre lo convencional y lo auténtico. El individuo humano, aun teniendo una máxima
autenticidad, vive la mayor parte de su vida en el vivir convencional o social, no en su
realidad radical. La sociedad no es nuestro auténtico mundo, no tiene una realidad
incuestionable. En el título de la conferencia de Ortega El hombre y la gente se oculta
el problema más grave del presente: la dualidad que representa el individuo y la colec-
tividad.

La primera respuesta que el hombre busca no la busca en sí mismo, sino que


tiene la tendencia a encontrarla ya hecha en su contorno social. Primero busca averi-
guar lo que sobre ella «se dice». De esta forma suplanta –o aún no tiene– su yo indivi-
dual por el yo social, deja de vivir su vida auténtica por una inauténtica. El hombre, al
vivir, se da cuenta de que está siempre en una circunstancia o mundo no solo natural,
sino cultural. La tradición domina por completo al pensamiento individual, disolviendo
nuestro yo propio en lo colectivo. Nuestro yo, quiera o no, tiene que existir en un yo
social, en una tradición, en un mundo de ideas que no son suyas, con las cuales se en-
cuentra y entre las que tiene que colocar las suyas propias.

IV. Comparación entre las soledades de Unamuno y Ortega

En el capítulo dedicado a la confrontación entre Ortega y Unamuno que apare-


ce en la obra de Pedro Cerezo (1935-presente) titulada La voluntad de aventura. Apro-
ximamiento crítico al pensamiento de Ortega y Gasset (1984), frente al sentimiento
trágico y agónico de la vida que Unamuno mantiene, Ortega, en cambio, defiende un
«sentido deportivo y festival» de la existencia. Ortega trata de hallar una respuesta
adecuada al problema planteado por Miguel de Unamuno sobre el trágico combate de
la vida con la razón. Ortega encuentra una reconciliación.

Al comparar a los dos autores podemos recurrir a sus respectivas obras sobre el
Quijote. La preocupación de Unamuno se centra en el personaje protagonista, mien-
tras que la de Ortega apunta a Cervantes, el autor. Un tema de fondo en ambos casos
es el de España. Tanto este como el también presente de la soledad están afectados
por el distinto punto de interés de cada autor. No entraremos en detalle sobre el tema
de España, en la medida en que no es el objeto de este trabajo, aunque tampoco con-
viene olvidarlo, dado que la expresión «alma de España» alude indirectamente al indi-

38
ibíd., 150.
23
viduo, en este caso español. De hecho ambos autores hablan, de manera distinta y con
valoración diferente, del aislamiento en relación a España frente a Europa.

Unamuno llamó quijotismo al sentimiento trágico de la vida que conlleva toda


una concepción de la vida misma y del Universo. Se trata de un sentimiento con el al-
ma disputada por exigencias contrarias a las que no puede renunciar ni conciliar: el
intelectualismo analítico y disolvente de la razón positivista y el ensueño escatológico
de la fe cristiana; los intereses objetivadores del conocimiento y la exigencia del senti-
miento de humanizar el mundo; el escéptico y el místico. El alma vive, pues, desgarra-
da en una contradicción y tensión sin remedio, vive en un agonismo, en un combate
por la conciencia personal. Solamente cabe asumir este eterno conflicto entre la razón
y el sentimiento como la forma auténtica de existencia. Sin embargo, la experiencia or-
teguiana de la libertad es diferente, no se trata de una batalla contra el mundo para
ganar conciencia, sino un viaje gozoso de descubrimiento que no es animado, como en
Unamuno, por el deseo místico de la negación del mundo y su posterior recuperación
en lo absoluto, sino el disfrute por su posesión y por el conocimiento. La actitud íntima
ante el mundo cambia radicalmente en Ortega, quien adopta un sentimiento jovial y
alegre de la vida, no trágico.

Ortega cree que el amor supone –frente al odio y la envidia que veía en Espa-
ña– una función liberadora y una ampliación de la individualidad y del horizonte men-
tal de España. A diferencia del odio que separa, el amor une. El odio es separador pero
no tiene nada que ver con la soledad auténtica, sino con la soledad de la tradición. Se
puede contemplar la profunda diferencia entre las posiciones de Unamuno y Ortega.
También Unamuno otorga un papel decisivo al amor en lo que respecta a la conciencia,
pero muy diferente al que propone Ortega. Unamuno recurre a la tradición cristiana
del amor como un sentimiento de piedad universal que nos lleva a compadecernos de
la condición efímera y mortal de las cosas nacida de la comprensión de la propia nade-
ría e insustancialidad. Se trata de solidaridad con todo lo que sufre y querer salvarlo
mediante el esfuerzo en la pervivencia de la conciencia personal. Ortega no dice nada
sobre el hambre de inmortalidad, frente al frenético afán unamuniano por vivir sabien-
do que no vamos a morir. Según Ortega, la vida es más que vida natural, aspira a tras-
cenderse en cultura –esta es mera función vital, desacralizada, órgano de libertad.
Pero que la vida se eleve sobre sí misma solo es posible en la reflexión. En Unamuno el
yo se vuelve contra el mundo. Ortega afirma contra el aislamiento trascendentalista
del cogito: «yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo 39». El
destino del mundo y el yo están ligados. El yo no puede salvarse si no salva el mundo,
si no se hace cargo de su circunstancia y consigue extraer su sentido. La salvación de la
circunstancia es obra de la reflexión. A partir de la obtención de su sentido la vida en-

39
José Ortega y Gasset (1966). Obras completas. Meditaciones del Quijote I, p. 322.
Madrid: Revista de Occidente.
24
tra en posesión de sí misma y se trasciende. El hombre concreto solo puede abrirse al
todo y comunicar con el Universo a partir de su circunstancia. Según Ortega, no cabe
huida ni desconfianza ante el mundo –como sí en Unamuno. No es una libertad contra
el mundo, sino en el mundo. Una tesis del Sentimiento trágico de la vida es la oposi-
ción insuperable entre la razón y la vida. No obstante, Ortega supera esto con su racio-
vitalismo. Según Unamuno, solo en esa tensión agónica en la que vive la conciencia es
posible la libertad. Para evitar el conflicto trágico, Ortega tiene que rectificar los térmi-
nos en lucha: razón y vida, sobre todo el primero, para liberarlos de su antagonismo. El
sentido de una cosa es su coexistencia con las demás. Ortega lleva a cabo su programa
de salvación por el conocimiento, frente al unamuniano de salvación por la fe. En vez
de dejar abierta la oposición trágica, Ortega la cierra reflexivamente. Unamuno, en
cambio, elige mantener el conflicto porque en el dolor se estimula la vida personal.

El tragicismo reclama una figura heroica de existencia que Unamuno simboliza


en Don Quijote, el héroe trágico por excelencia de la cultura cristiana, empeñado en
una batalla por ganar sentido. Es un héroe de acción libre como realización del sí mis-
mo personal. El «caballero de la fe» se opone al curso del mundo con su fe en lo uni-
versal y su esperanza en lo absurdo racional que no dimite nunca en la lucha aun a
riesgo de fracasar. El héroe trágico quijotesco consiste en voluntad sobre el mundo y
de sí mismo. Lo importante es saber el hombre lo que quiere ser, no lo que es. El que
quieres ser es tu idea en Dios, en la Conciencia del Universo. La auto-elección origina-
ria de sí mismo hace del hombre un héroe, un ser libre que solo puede sustentarse del
propio esfuerzo. La acción moral se convierte en hazaña, ligada a ideales absolutos que
lograr. Frente al heroísmo trágico quijotesco de Unamuno, el de Ortega es un heroís-
mo lúdico. No lo vincula con ningún sentimiento ético o religioso trascendente sino
con el naturalista de la presencia de lo divino en el mundo. Vincula el heroísmo con el
contenido cotidiano de la vida. El heroísmo no implica, a diferencia de Unamuno, una
lucha apasionada con el misterio sino la lucha contra la convención por la originalidad
de sí mismo, porque ser héroe consiste en ser uno mismo y ser responsable de nues-
tros actos. Ortega también coincide con Unamuno en que la base de lo heroico es un
acto de voluntad, pero a Ortega le interesa la voluntad en sí misma frente a los patro-
nes establecidos y la presión social, la voluntad que profundiza en la soledad. Según
Ortega, la superación del tragicismo es la muerte de la utopía, quedando la realidad
como posibilidad. El héroe tiene en contra suya la realidad establecida, pero tiene a su
favor la posibilidad. El héroe lúdico es un héroe de conocimiento. La cuestión del hom-
bre para Unamuno no es su futuro mundano, sino su destino personal, y pone en fun-
ción de ello toda la realidad, incluso a Dios. El mundo es para la conciencia.

Ortega opone el quijotismo de la obra cervantina al quijotismo del personaje en


el que Unamuno había ejemplificado la actitud de un humanismo cristiano y trágico en
lucha contra la modernidad mediante la fe trascendente. Según Unamuno, el último le-
gado de Don Quijote es un cristianismo libertario y agónico; el quijotismo es ante todo

25
una religión y, como tal, un sentimiento individual opuesto a la teología. En medio del
extremismo de la vida española, Ortega tiene una actitud integradora, de equilibrio y
lucidez. A Ortega le irritaba la postura visionaria y mística, el individualismo de «yo or-
nitorrinco» y la actitud libertaria de Unamuno.

V. Conclusiones

A pesar de las grandes diferencias entre las filosofías de Unamuno y Ortega


ambos coinciden en que la soledad es ese sí mismo; que el hombre no vive aislado sino
que vive en sociedad, pero vive desde su auténtico sí mismo –en Unamuno más ligado
a la religiosidad, al sentimiento trágico, la conciencia de la propia finitud– y en Ortega
ligado a la individualidad y la mundaneidad de cada yo sumido en una circunstancia,
quiera o no, donde inevitablemente ha de decidir qué hacer y qué ser en soledad–.
Ambos pensadores coinciden en ese fondo de radical soledad en el que el hombre
vive, aun viviendo en sociedad. No obstante, en Ortega el hombre es el único ser vivo
que tiene esa capacidad para retirarse de ella, para abstraerse; puede elegir estar solo
aun estando entre la muchedumbre. Por tanto, la soledad no es un estado físico, esto
es, estar solo sin compañía alrededor. Esta es una forma de entender la soledad, pero
no es la que nos interesa aquí, sino una soledad más filosófica, es decir, la soledad co-
mo una vivencia de sentirse solo en el mundo a pesar de estar rodeado de gente –pues
como decía Ortega, la gente es nadie. La soledad también es, pues, una vivencia única
e intransferible de cada hombre que vive su vida con auténtica realidad. Traicionar a
ese sí mismo, a esa autenticidad que se da exclusivamente en soledad, es entregarse a
la sociedad, al «se» impersonal del se dice, se hace, se piensa, sin meditación o refle-
xión propias; es dejarse llevar por la vida común como un parásito espiritual –en térmi-
nos de Unamuno. No obstante, no hemos de dejarnos engañar por las posibles simili-
tudes entre ambos pensadores, ya que sus posiciones son muy diferentes.

Los caminos que recorren Unamuno y Ortega respecto a la soledad son total-
mente distintos e inversos: Unamuno parte de lo individual para llegar a lo universal.
En cambio, Ortega parte de lo colectivo o social para llegar a lo individual, a la autenti-
cidad del yo. Unamuno opta por una soledad inclusiva –yo soy el mundo. El punto de
partida es la finitud y el punto de llegada es la infinitud, la inclusión en el todo. La
apuesta por el todo o nada es la expresión polémica del interino conflicto de la libertad
desgarrada entre el mundo de los hechos, que tiende a la nada, y la utopía. La exigen-
cia de totalidad muestra el compromiso existencial de la conciencia por mantenerse en
ser y escapar de la nada. «Más, más y cada vez más: quiero ser yo, y sin dejar de serlo,
ser además los otros, adentrarme a la totalidad de las cosas visibles e invisibles, exten-
derme a lo ilimitado del espacio y prolongarme a lo inacabable del tiempo. De no serlo
todo y por siempre, es como si no fuera, y por lo menos ser todo yo, y serlo para siem-
pre jamás. Y ser todo yo, es ser todos los demás. ¡O todo o nada!40». El sentimiento de

40
M. Unamuno (2013). Del sentimiento trágico, p. 68.
26
la ambivalencia del mundo lleva a denunciarlo por su vacuidad e inconsistencia, pero
también a compadecerlo e intentar salvarlo en un esfuerzo existencial de la autoafir-
mación de la conciencia. Unamuno tiene una afirmación de la soledad más fuerte y ra-
dical que ortega; es también más individual. Ortega respeta más la estructura social y
poco a poco va haciendo ver cómo puedes ser individual. Unamuno opta por el tragi-
cismo, los opuestos extremos: o mundo o yo –diferencia radical entre lo social y la so-
ledad. Unamuno tiene más clara la diferencia entre lo individual y lo social que Ortega.

Por otra parte, la soledad de Ortega se trata más bien de un proceso de forma-
ción y modificación del hombre donde se va de fuera a dentro. Es un camino inacaba-
ble porque el yo no es la vida –la vida trasciende al yo. Para Unamuno, la sociedad es la
razón, lo colectivo; Ortega considera que la sociedad es el punto de partida porque el
individuo nace siendo social, la sociedad le transmite unas ideas mediante la tradición
y sobre todo un lenguaje que te hace ser completamente un hombre social, ya que el
lenguaje es social por estar ya establecido antes del nacimiento del propio individuo.
Aunque el individuo se abstraiga –mediante el ensimismamiento, la concentración in-
temporal en sí mismo– y prescinda de ese contorno social y cultural al que pertenece y
en el que se ha educado –el cual le ha influenciado– la sociedad nunca desaparece por-
que le acompaña, aun en su radical soledad. No obstante, la soledad es la conquista de
esa autenticidad en lucha contra lo social que nunca desaparece. Ortega da más papel
a la razón que Unamuno. El camino a la soledad –partiendo de la sociedad o conven-
cionalidad– consiste en tener una presencia crítica, preguntarse, despegarse de la con-
formidad en lo social, en suma, ser fiel a la propia autenticidad del yo.

En ambos pensadores está presente la cuestión de la diferencia que hay entre


lo social y lo individual; entre lo público y lo privado; entre lo inauténtico y lo auténti-
co, aunque las diferencias son obvias: el problema radica en que los filósofos hablan de
la soledad y al hablar están usando el lenguaje, que es social. La cuestión es si se puede
traspasar el límite del lenguaje, es decir, si la soledad queda fuera porque no se puede
expresar mediante el habla. Tanto en Unamuno como en Ortega el otro no se puede
conocer, pero mediante la soledad podemos aproximarnos a él.

Ortega plantea un problema que no es fácil de resolver: el yo es radical sole-


dad. Sin embargo, el yo tiende al nosotros. La radical soledad, por mucho que haya no-
sotros, no desaparece aunque yo sea único e irrepetible. Ese yo que tiende al nosotros
es social, externo y periférico, se da porque tenemos que vivir en sociedad; sin embar-
go, ese no es el yo. En la medida en que vivimos y nos tropezamos con los demás, se
han consolidado unas formas de vida sociales, políticas estables en las que nacemos y
que constituyen una parte de nuestra circunstancia. Por eso, vivir es convivir. Pero, la
vida no es ese tipo de nosotros. Nunca podré conocer al otro como un yo, por tanto,
somos mutuamente irreconocibles. El yo es radical soledad que se constituye a través
de lo mío, de la circunstancia; es una tarea a cumplir, no es una mera aportación teóri-

27
ca y ontológica, sino una apertura hacia la dimensión de la acción moral con el valor
último de la autenticidad. Cuando Unamuno habla de esta vivencia, de la unicidad e
incognoscibilidad del yo, el otro aparece también en la propia vida pero como parte
del mundo a conquistar.

En Ortega, la intimidad es una dimensión de la soledad. Los valores son forma-


ción de la individualidad. Cambiar significa tener otras perspectivas, alejarse de la
sociedad. El mundo propio se opone al mundo social, del cual puedes distanciarte. La
dimensión de la soledad no es tolerada por la sociedad. La dimensión social la tenemos
todos, pero cada uno tiene su yo. No hay dos mundos iguales, cada uno tiene el suyo
propio; es imposible que dos personas compartan la misma visión acerca del mundo.
En definitiva, el camino de la soledad es ser más uno mismo revaluando el mundo y los
valores, es ser fiel a la propia intimidad; es un aprendizaje. En Ortega, la soledad se
aprende, no nacemos solos sino en colectividad. Para cada uno el hombre individual es
ontológicamente más importante que la gente, pero cronológicamente surge después.
En Unamuno, la universalización es a la vez profundización en la propia individualidad,
que culmina en la eternización lograda mediante la totalización. Se trata de una batalla
contra la finitud intentando lograr la infinitud, y para eso creamos a Dios. Según Una-
muno, la soledad es la mejor forma de conocer al prójimo, así que alejándonos de él es
como mejor lo conocemos. En Ortega se produce algo parecido, ya que solo en la sole-
dad, en el ensimismamiento y alejamiento del mundo exterior –un alejamiento tanto
de las cosas como de las personas que lo conforman– el hombre puede reflexionar so-
bre el mundo y sobre sí mismo y así aproximarse más al otro. Conviene recordar que la
soledad no es el aislamiento, uno puede sentirse solo aun estando rodeado de gente.
En definitiva, la soledad es una majestuosa compañía.

28
VI. Bibliografía

CEREZO, P. (1984). La voluntad de aventura. Aproximamiento crítico al pensamiento de


Ortega y Gasset. Barcelona: Editorial Ariel, S. A.

GARCÍA BACCA, J. D. (1990). Nueve grandes filósofos contemporáneos y sus temas. Ber-
gson, Husserl, Unamuno, Heidegger, Scheler, Hartmann, W. James, Ortega y Gasset,
Whitehead. Barcelona: Editorial Anthropos.

ORTEGA Y GASSET, J. (1964). Obras completas. Tomo VII. El hombre y la gente. Madrid:
Revista de Occidente.

- - - - - - - - - - - (1966). Unas lecciones de metafísica. Madrid: Alianza Editorial, S. A.

UNAMUNO, M. (1954). Teatro. Fedra, Soledad, Raquel encadenada, Medea. Prólogo de


Manuel García Blanco. Barcelona: Editorial Juventud, S.A.

- - - - - - - - - (1962). Soledad. Colección Austral. Madrid: Espasa-Calpe, S. A.

- - - - - - - - - (2011). Vida de Don Quijote y Sancho. Madrid: Cátedra. Letras hispánicas.

- - - - - - - - - (2013). Del sentimiento trágico en los hombres y en los pueblos. Prólogo de


Fernando Savater. Madrid: Alianza Editorial, S. A.

ZWEIG, S. (1999). La lucha contra el demonio. Trad. de Joaquín Verdaguer. Barcelona:


ACANTILADO.

- - - - - - - (2008). Montaigne. Trad. de J. Fontcuberta. Barcelona: ACANTILADO.

29

También podría gustarte