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I. Introducción ...................................................................................... 4
II. La soledad en Miguel de Unamuno ................................................... 5
III. La soledad en José Ortega y Gasset ................................................. 15
IV. Comparación entre las soledades de Unamuno y Ortega ................ 23
V. Conclusiones ................................................................................... 26
VI. Bibliografía ...................................................................................... 29
2
«El hombre se adentra en la multitud por ahogar el clamor de su propio silencio».
(Rabindranath Tagore)
3
I. Introducción
1
Stefan Zweig. Montaigne (2008), pp. 20-21. Trad. De J. Fontcuberta. Barcelona: ACANTILA-
DO.
2
ibíd., p. 74.
3
ibíd., p. 77.
4
terriblemente solo y abandonado, no tiene a nadie a su lado con quien luchar, «cuanto
más se aproxima a su yo, tanto más se aleja del mundo; cuanto más camina, tanto más
vasto es el horizonte de su desierto4». Ese aislamiento completo, ese estar consigo
mismo y con sus pensamientos, es lo más profundo y trágico de la vida de Nietzsche.
No queda en él rastro de sociabilidad, «parece un hombre que vive en las sombras,
más allá de la sociedad, más allá de la conversación5». Nunca ningún hombre se ha he-
rido tan profundamente en la búsqueda de sí mismo como Friedrich Nietzsche. «En mil
diversas ciudades ha vivido Nietzsche en su peregrinaje espiritual; a veces, ha tratado
de huir de su soledad trasladándose a otro país; pero siempre ha vuelto a ella, herido,
agotado, desilusionado como quien vuelve a su patria6».
En esta primera parte analizaremos algunas de las obras de Unamuno que son
clave para entender este singular sentimiento. Estas son su ensayo titulado Soledad; su
obra de teatro, Soledad (1921); su ensayo denominado Del sentimiento trágico de la
vida en los hombres y en los pueblos (1913) y la Introducción de Vida de Don Quijote y
Sancho (1905), su ensayo sobre el Quijote.
4
Stefan Zweig (1999). La lucha contra el demonio. Trad. de Joaquín Verdaguer, Friedrich
Nietzsche (p. 318). Barcelona: ACANTILADO.
5
ibíd., p. 244.
6
ibíd., p. 317.
7
S. Zweig (2008). Montaigne, p. 77.
5
El hombre que le interesa a Unamuno es el hombre de carne y hueso, es decir,
el que nace, sufre y muere –en oposición al «hombre» entendido como un sujeto tras-
cendental que no es de un lugar ni un tiempo concreto, ni sufre–. Unamuno considera
que nuestra filosofía, esto es, nuestro modo de comprender la vida y el mundo, brota
de nuestro sentimiento respecto a la vida misma, el cual engendra una actitud y una
acción. El más trágico problema de la filosofía, según Unamuno, es que «no basta pen-
sar, hay que sentir nuestro destino8». El único verdadero problema vital es el problema
de nuestro destino individual y personal, el problema de la inmortalidad, esto es, saber
qué habrá de ser la propia conciencia después de la muerte. Por consiguiente, la única
cuestión que existe es humana. El sentimiento trágico de la vida lleva tras de sí toda
una concepción de la vida misma y del universo, toda una filosofía. El problema de la
inmortalidad personal del alma implica el porvenir de toda la especie humana. Quere-
mos saber de dónde venimos y adónde vamos nosotros y todo lo que nos rodea por-
que no queremos morirnos del todo. Ese sentimiento lo tienen tanto hombres indivi-
duales como pueblos enteros. El sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los
pueblos es el sentimiento trágico de la vida del pueblo español y más concretamente
es el sentimiento católico de la vida. Es por no encarar esta angustia que nos provoca
saber que vamos a morir por lo que tememos tanto a la soledad y buscamos la compa-
ñía de los otros. «Se busca la sociedad no más que para huirse cada cual de sí mismo, y
así, huyendo cada uno de sí, no se juntan y conversan sino sombras vanas, miserables
espectros de hombres. Los hombres […] nunca estén más de veras solos que cuando
están reunidos, ni nunca se encuentren más en compañía que cuando se separan 9».
Tratamos de esconder, mediante la sociedad, la angustia que nos produce no saber si
nuestra conciencia persistirá después de la muerte. La sociedad es la salida para huir
de la propia conciencia. Pero el remedio no es darle la espalda a la angustia que nos
provoca ser conscientes de nuestra propia muerte, sino enfrentarlo. El problema es
trágico porque no podemos huir de él. Para Unamuno, lo significativo del hombre es
aquello que se dice a sí mismo en soledad: solo entonces es sincero, ya que no oculta
nada. Por eso el género literario por excelencia es la lírica: el poeta se encierra en sí
mismo y cada uno está solo aunque esté entre la multitud. La soledad es una forma de
crítica de la sociedad. En la sociedad no hay individualidad ni intimidad; la sociedad es
masa. La soledad tiene el poder de permitir que recuperemos la intimidad. Para Una-
muno, el modelo es la humanidad, esto es, una sociedad de individuos. Hay que ser in-
dividuales, que salga la intimidad a lo público, a la sociedad. Conviene aclarar aquí que
el sentimiento de individualidad está próximo a la soledad, pero son cosas diferentes.
Lo importante es lo individual, no lo social. Hay que vivir la autoconciencia de la fini-
tud, que es individual, y esta solo la siente cada uno desde la soledad. He aquí por qué
la soledad está íntimamente ligada al sentimiento trágico de la vida. La soledad es la
8
Miguel de Unamuno (2013). Del sentimiento trágico en los hombres y en los pueblos, p. 43.
Prólogo de Fernando Savater. Madrid: Alianza Editorial, S. A.
9
Miguel de Unamuno (1962). Soledad, p. 34. Colección Austral. Madrid: Espasa-Calpe, S. A.
6
proclamación de la individualidad frente a la razón y la sociedad; se proclama el senti-
miento de finitud y esta es la dimensión ontológica. A partir de esta afirmación de sí
comienza la auto-trascendencia.
12
Miguel de Unamuno (1954). Teatro. Fedra, Soledad, Raquel encadenada, Medea, p. 123.
Prólogo de Manuel García Blanco. Barcelona: Editorial Juventud, S.A.
13
M. Unamuno (2013). Del sentimiento trágico, pp. 372-73.
8
Unamuno se acerca al Quijote para descubrir en él la filosofía española, «la
clave de nuestro destino» como individuos y como pueblo. En suma, Vida de Don Qui-
jote y Sancho es «la mejor autobiografía íntima de un español contemporáneo». Una-
muno, ante las pacíficas y tranquilas vidas de las muchedumbres españolas de su épo-
ca, quiere encender cualquier locura o fe que se alimente de sí misma; quiere desper-
tar cualquier ideal o pasión por algo. El objetivo del Quijote sobre el pueblo español es
despertar a un pueblo que está dormido, reavivar a los muertos vivientes. Reavivarlos
desde la religión del Quijote, ya que la filosofía no sirve para entrarle a este pueblo.
9
demás y por los demás yos, […] y Dios, proyección de mi yo al infinito –o más bien yo
proyección de Dios a lo infinito– es también muchedumbre14».
16
ibíd., p. 41.
11
conservarse y a perpetuarse, a invadir a los otros, a ser todos confundiéndose pero sin
perder su individualidad. Aspira a que el Universo sea él; aspira a ser Dios. Solo por la
congoja, por la pasión de no morir nunca, se adueña el espíritu humano de sí mismo.
La conciencia, el hambre de eternidad e infinitud, las ganas de Dios, jamás se satisfa-
cen. El que anhela no morir nunca, anhela la eternidad personal y su propia inmortali-
dad. La religión es anhelo de totalizarse. Necesitamos a Dios para que no nos deje mo-
rir del todo y en la soledad.
Hay que sentir y conducirse como si nos estuviese reservada una continuación
sin fin de nuestra vida terrenal. La fórmula ética sería la siguiente: «obra de modo que
merezcas a tu propio juicio y a juicio de los demás la eternidad, que te hagas insustitu-
ible, que no merezcas morir. […] Obra como si hubieses de morirte mañana, pero para
sobrevivir y eternizarte17». El fin de la moral es dar finalidad humana, personal, al
Universo mediante el obrar. El problema moral de Unamuno es un problema de acti-
tud: querer ser Dios –ser todo– es querer poseer a los demás; es sentir que haces falta
a los otros; es desear que al otro le importes; vivir como si no fueras a morir. No hay
un lugar al que aferrarnos, porque no tenemos lo social o colectivo, y por eso es una
moral individual o universal por individual. Así que hemos de obrar de modo que nues-
tra aniquilación sea una injusticia, hemos de pelear quijotescamente contra el destino
aun sin esperanza de victoria. «Con razón, sin razón o contra ella, no me da la gana de
morirme18». Se pelea contra el destino anhelando lo irracional y obrando de modo que
nos hagamos insustituibles, es decir, que otro no pueda llenar el hueco que dejamos al
morirnos. Otro podría cumplir por mí mi función social, mi papel, pero no sería yo. Se
podría decir que yo soy «para el Universo nada, para mí todo19», pero no se trata tan
solo de mí, sino de todos y de cada uno. Nuestra marca se deja obrando sobre nues-
tros prójimos para dominarlos y eternizarnos en ellos. «Cada hombre es, en efecto,
único e insustituible; otro yo no puede darse; cada uno de nosotros vale por el Univer-
so todo20». Para dominar al prójimo hay que conocerlo y quererlo. «Amar al prójimo es
querer que sea como yo, que sea otro yo, es decir, es querer yo ser él; es querer borrar
la divisoria entre él y yo21». El sentimiento de solidaridad parte de uno mismo: «como
soy sociedad, necesito adueñarme de la sociedad humana; como soy un producto so-
cial, tengo que socializarme, y de mí voy a Dios –que soy yo proyectado al Todo– y de
Dios a cada uno de mis prójimos22». Cuando el individuo no quiere que los demás pe-
netren en su esfera y tampoco él quiere penetrar en la de los otros, esto es, apoderar-
se de ellos, se empequeñece y perece, ya que se recoge en sí para conservarse mejor
pero acaba perdiéndolo todo. Esta es la moral repulsiva del individualismo anárquico:
17
ibíd., p. 308.
18
ibíd., p. 168.
19
ibíd., p. 38.
20
ibíd., pp. 314-15.
21
ibíd., p. 325.
22
ibíd., p. 325.
12
cada uno para sí. Y como cada uno no es él mismo, sino todos, no puede ser para sí. El
individuo se siente en la sociedad, en Dios, y busca perpetuarse en los demás, eterni-
zar su espíritu, «porque cuanto más soy de mí mismo, y cuanto soy más yo mismo, más
soy de los demás; de la plenitud de mí mismo me vierto a mis hermanos, y al verterme
a ellos, ellos entran en mí23». La base de toda moral es entregar tu espíritu para salvar-
lo y eternizarlo, pero entregarse supone imponerse. La verdadera moral religiosa es,
pues, en el fondo agresiva e invasora. Esta es, en suma, la dimensión ética del senti-
miento trágico y también de la soledad, ya que la ética del sentimiento trágico es la
ética de la soledad. La moral del sentimiento trágico es la de Don quijote, ejemplo cla-
ro de la ética que tiene el solitario. Es una moral basada en el individuo, que tiene que
vivir en la sociedad pero su base es la individualidad.
Es necesario sacudir y lanzar a los hombres unos contra otros para que se les
rompan las costras y se les mezclen y confundan las ideas y sentimientos, para que la
sustancia real salga al exterior. De tal forma se formará el verdadero espíritu colectivo,
el alma de la humanidad. El roce con las gentes no es suficiente; es menester chocar
con ellas. He aquí la más grave cuestión de ética y religión: la cuestión de si el hombre
ha de redimirse a sí mismo o ha de ser redimido por otro. «Vas a libertar a tu hermano,
porque sientes que hace él esfuerzos por libertarse o porque te llegan sus quejas, y las
quejas son ya deseo de verse libre, y el deseo de verse libre es principio de libertarse; y
cuando él siente que empiezas a querer libertarle, redobla sus esfuerzos por hacerse
libre, y redoblas tú los tuyos. Le oyes arañar el muero de su prisión, y empiezas a gol-
pear en él desde fuera, y cuando oye tus golpes, golpea él, y tú arrecias y él arrecia, y
vais, él desde adentro, y tú desde afuera, trabajando en una misma obra. Y es lo más
consolador que mientras golpeas en su costra, como lo haces con la tuya, tanto traba-
jas por romper la de él como por romper la tuya propia, y él a su vez, mientras golpea
en la suya, da golpes en la tuya. Y así toda redención es mutua24». Gracias al dolor los
seres vivos llegan a tener conciencia de sí, personalidad, saberse y sentirse distintos de
los demás seres; solo sufriendo se es persona. La conciencia de sí mismo es la concien-
cia de la propia limitación. El dolor es universal porque es el lazo en común con los
otros. El dolor empuja unos seres hacia otros, les hace amarse. No estamos en el mun-
do nada más puestos junto a los otros, sin nada en común con ellos, sino que nos due-
le su dolor. La caridad es el impulso de libertarse y liberar a todos nuestros prójimos
del dolor.
23
ibíd., p. 331.
24
M. Unamuno (1962). Soledad, p. 45. Es un tema fundamental en su novela Paz en la guerra
(1895).
13
un papel crucial, ya que ese caparazón que nos aísla de los otros se reduce en la
soledad. Los hombres en sociedad funcionan recubiertos por el caparazón y, como mu-
cho, se rozan. El caparazón se adelgaza y se rompe en soledad y por eso los solitarios,
esos locos que danzan al son de su propia música, hacen más por la humanidad que
cualquier líder social. Vivimos separados los unos de los otros, cada uno dentro de su
costra y sin poder romperla. Es por ello que necesitamos que venga alguien de fuera y
nos libere de nuestra prisión; hablamos de soledad, no de aislamiento. «Los más de los
gemidos que atravesando la costra de tu prójimo y tu propia costra te llaman al oído,
no son más que lamentos de tu hermano, porque se encuentra preso y no puede
salirse de sí25». En realidad los hombres somos impenetrables y la sociedad no puede
cumplir el papel de fundirnos. No obstante, «solo la soledad nos derrite esa espesa
capa de pudor que nos aísla a los unos de los otros; solo en la soledad nos encontra-
mos; y al encontrarnos, encontramos en nosotros a todos nuestros hermanos en sole-
dad26». Los hombres solo se sienten realmente hermanos a través de la soledad. El diá-
logo verdadero es el que haces contigo mismo y solo puedes hacerlo estando a solas.
Según Unamuno, únicamente en la soledad puedes conocerte a ti mismo como a próji-
mo y ver en tus prójimos otros yo. «Nuestra vida íntima, nuestra vida de soledad, es un
diálogo con los hombres todos27».
En el año 1921 Unamuno escribió una obra teatral denominada Soledad, que
me parece muy apropiada para acercarnos un poco más a la vivencia de la soledad. Los
personajes centrales de esta pieza son Soledad, Agustín, Gloria, Sofía y, en menor im-
portancia, Enrique y Pablo. Agustín es un dramaturgo que se siente Dios porque es
capaz de crear y destruir en el escenario los sentimientos del público. Quiere vivir solo
con Soledad, su esposa, quien es su inspiración a la hora de crear. Los nombres de los
personajes no son causales. Soledad es posesiva, lo quiere todo, y también es celosa,
aunque en el fondo es deseada por Agustín. Representa la soledad. Sofía es la madre
de Agustín y, tal como su nombre sugiere, simboliza la sabiduría –sabiduría que se des-
vanecerá con la muerte del personaje en el segundo acto debido a la pérdida de la ra-
zón y la llegada de la demencia–. Gloria es la actriz que encarna las criaturas femeninas
creadas por Agustín. Representa el dinero, el honor y el placer. Los únicos nombres
que no tienen relevancia son el del político, Pablo, y el del crítico teatral, Enrique, los
cuales representan la sociedad.
Agustín es arrastrado a la vida política donde espera volver a ser Dios y crear
pueblo, igual que ha creado sentimientos en el teatro. En el primer acto Soledad
quiere introducir a Agustín en el mundo de la política ya que considera que la política
es realidad y acción, no ficción. Soledad sabe que en la política Agustín no es Dios y no
tiene dominio sobre sus personajes. Para ella, un colectivo, el pueblo, no es rival. Sin
25
ibíd., pp. 41-42.
26
ibíd., p. 32.
27
ibíd., p. 33.
14
embargo, la política traiciona a Agustín, quien se desengaña de la vida política, de la
realidad y se oculta en casa, vuelve al sueño. Entonces es cuando Soledad lo hace suyo.
Este es el punto esencial de esta obra. Agustín se retira de la política, de la vida públi-
ca, se retira a la soledad, con su Soledad, su privacidad, su intimidad. Dice Agustín:
«Sol, Soledad… […] Me bastas tú, […] mi todo… […] No quiero amigos… no quiero pue-
blo ni público…28». Pablo quiere que Agustín vuelva a la vida pública, a la patria, le
insiste a Soledad para que lo devuelva a la vida, pero ahora ella no lo comparte. Sole-
dad decide que Agustín está mejor con ella, no en la ficción teatral ni en la política.
Agustín renuncia a la política –la cual ya no es realidad–, el teatro e incluso la religión.
Al principio Agustín quería meter a su mujer en su creación teatral, pero ahora quiere
meterse en el sueño de ella. Al salir de la cárcel el protagonista lleva meses sin dormir;
no separa el sueño de la realidad. Finalmente Soledad no devuelve a Agustín a la vida
real sino al sueño. El acabamiento de la obra es la exaltación de un gesto que es el sen-
tir la mano de Soledad. Este es el momento de soledad física absoluta entre ellos. Ese
gesto significa que la soledad se siente, no se piensa. Por ello es un sentimiento. La fi-
gura de la mujer es la soledad sentida. La razón ha desaparecido y solo queda esa sen-
sación carnal, esa vivencia de la soledad. El gesto de darle la mano es la disolución de sí
mismo en lo otro; Soledad ha acabado identificándose con Agustín como única reali-
dad, se ha convertido en la esencia de Agustín. Dice Soledad: «yo soy más él que él
mismo29». Soledad ha hecho frente a todos: al político, al crítico teatral, a la madre y a
la actriz. Se trata de una soledad absorbente, exclusivista, que no admite rival. Al final
de la obra Agustín queda convertido en un sueño aferrado a Soledad, a la soledad.
28
M. Unamuno (1954). Teatro. Fedra. Soledad. Raquel encadenada. Medea, p. 135.
29
ibíd., p. 127.
15
III. La soledad en José Ortega y Gasset
Empezamos por el análisis del término vida. Según Ortega, vida es lo que somos
y lo que hacemos, pero la vida consiste en lo que ahora se es. Todo vivir es sentirse vi-
vir, saberse existiendo –donde saber no implica conocimiento intelectual ni sabiduría,
sino esa presencia que su vida tiene para cada cual, ese darse cuenta de lo que nos ro-
dea. «Vivir es esa realidad extraña, única que tiene el privilegio de existir para sí mis-
ma30». La piedra no siente ni sabe ser piedra. Mi vida y lo que forma parte de ella exis-
ten para mí bajo la forma del «contar yo con ello». Al percibirnos y sentirnos, tomamos
posesión de nosotros mismos. De la mayor parte de las cosas que existen para noso-
tros no tenemos conciencia, pero contamos con ellas. De igual modo sucede con el
hombre: no suele reparar en él mismo, sin embargo, cuenta siempre consigo.
El mundo se compone de todas aquellas cosas que nos afectan, nos interesan o
nos amenazan y por ello es inseparable de nosotros. Todo vivir es convivir, hallarse en
medio de una circunstancia. Vivimos aquí, ahora; nos encontramos en un lugar del
mundo. La vida deja un margen de posibilidades dentro del mundo, pero no somos li-
bres para estar o no en este mundo. La vida es encontrarse de pronto y sin saber cómo
sumergido, proyectado en un mundo que no elegimos. Nuestra existencia, la vida,
siempre es un problema que hemos de resolver sin transferir la solución a otro ser.
Nunca es un problema resuelto, sino que en todo momento nos sentimos obligados a
elegir entre varias posibilidades; tenemos que fabricarla por nuestra cuenta. No obs-
tante, la vida encierra una paradoja: si un ser consiste en lo que va a ser, entonces con-
siste en lo que aún no es, por consiguiente, hemos de decidir el futuro; la vida es una
actividad que se ejecuta hacia adelante.
30
José Ortega y Gasset (1966). Unas lecciones de metafísica, p. 45. Madrid: Alianza Editorial, S.
A.
16
La vida humana, exclusivamente la de cada cual, es la realidad radical o prima-
ria, la raíz de todas las demás realidades en el sentido de que estas tienen que apare-
cer en nuestra propia vida para ser realidades; existen para nosotros en la medida en
que las vivimos. Realidad es todo aquello con que, queramos o no, tenemos que contar
porque está ahí, existe y resiste. Con la expresión «vida humana» Ortega no se refiere
a la vida del otro o a una vida en común con los otros, sino a la vida propia de cada
uno. La vida de los otros es algo que aparece ya en mi vida; la veo pero no la vivo. El
dolor de muelas del prójimo no me duele a mí, no es realidad radical, es dolor aparen-
te. En cambio, el mío es incuestionable. La vida de cada cual no tolera ficciones porque
al engañarnos a nosotros mismos sabemos que fingimos. Yo –con este término Ortega
se refiere exclusivamente a la individualidad concreta y única que cada uno de noso-
tros es frente a cada uno de los demás– y el mundo en el que vivo me son presentes y
son cosas que me acontecen solamente a mí en mi radical soledad. Nuestro yo lo des-
cubrimos posteriormente al descubrimiento de los otros, en el choque con ellos. En la
frase «yo soy yo y mi circunstancia» el segundo yo de la frase hace posible que el yo no
sea solo sociabilidad. Si el segundo yo no estuviera en la frase, entonces se trataría de
que «yo soy mi circunstancia». Pero el segundo yo no es una circunstancia, no es algo
que se puede determinar, sino lo que permite que llame mías a las circunstancias. Es
indescriptible y por eso la vida es irreducible, es la soledad. El camino a la soledad es
camino a la conciencia, hacia la intimidad.
Las vidas de los otros se hallan más allá de la mía, por eso son trascendentes. La
vida del otro no me es realidad evidente como me lo es la mía propia; la vida del otro
me es solo supuesta, pero no incuestionable. La vida individual o personal en la que el
yo de cada cual se encuentra es circunstancial; vivir es hallarnos entregados a una
circunstancia, a un determinado contorno que nos es extraño. La vida no me es dada
hecha, sino que me es dada la inevitable necesidad de tener que hacer algo para so-
brevivir, decidir en cada momento qué hacer en el próximo instante. Podemos evadir-
nos de la circunstancia pero no de tener que elegir. No nos damos cuenta primero de
nosotros y luego del contorno, sino que vivir es hallarse frente al mundo, con el
mundo, sumergido dentro de él, en sus problemas. Ese mundo que nos afecta a cada
cual es inseparable de nosotros; persona y mundo están relacionados vitalmente. El
estado ontológico de la persona es encontrarse en las cosas: lo importante no es sa-
berse sustancia, sino saberse en las cosas. Y para orientarse entre ellas existe la metafí-
sica.
No hemos de confundir esa realidad que cada cual llama «su vida» con su yo.
«Yo no soy más que un ingrediente de mi vida: el otro es la circunstancia o mundo. Mi
vida, pues, contiene ambos dentro de sí, pero ella es una realidad distinta de mí. Yo
vivo, y al vivir estoy en la circunstancia, la cual no soy yo. La realidad de mi yo es, pues,
secundaria a la realidad integral que es mi vida; encuentro aquella –la de mi yo– en
17
esta, en la realidad vital31». Yo y la circunstancia formamos parte de mi vida; pero yo
soy una parte distinta de la otra parte de mi vida que es la circunstancia. En «mi vida»
lo primero que encuentro es «mi circunstancia» y después eso que Ortega llama «yo»
–mí mismo. El hombre al encontrarse no se encuentra en sí y por sí, aparte y solo, sino
que encuentra su yo siempre dentro de una circunstancia, rodeado de lo que no es él.
Al vivir, yo siempre estoy ocupándome con las cosas –materias o personas– que me ro-
dean, y para encontrarme tengo que suspender esa atención al contorno y buscarme
desatendiendo a las cosas. No obstante, en ese retirarse del mundo nos costaría un
enorme esfuerzo de abstracción mantenernos aparte. Y aunque uno se abstraiga sigue
viviendo. Esto evidencia que nuestra vida consiste en estar nosotros entregados al
mundo. Según Ortega, en la alteración –que consiste en sentirse perdido en las cosas–
el hombre pierde lo más esencial: la posibilidad de reflexionar y recogerse dentro de sí
mismo. El animal no vive desde sí mismo, sino en lo otro que él; vive siempre alterado,
enajenado. Esta retirada del mundo es lo que Ortega llama ensimismamiento, no de-
jarse perder en la pluralidad y variedad de las cosas. El poder que tiene el hombre de
ensimismarse no le es dado al hombre hecho, sino que tiene que hacérselo él con un
gran esfuerzo y trabajo. Gracias a esto el hombre ha logrado transformar las cosas y
crear en su entorno un margen de seguridad que le permita descansar. De este mundo
interior emerge al de fuera para dominar las cosas, no para dejarse dominar; vuelve
con un sí mismo que antes no tenía y lo proyecta sobre las cosas haciendo que el mun-
do vaya convirtiéndose poco a poco en él mismo. El ensimismamiento equivale a la
vida contemplativa, theoría. Y la vuelta al mundo exterior desde el interior es acción,
praxis. El concepto o idea surge en el hombre gracias a esa acción vital que es ensimis-
marse; la teoría se deriva de la vida. Nuestras ideas, y también la de ser, son planes o
proyectos en vistas a una vida práctica. Cada cual solo puede reconstruirse en la sole-
dad. Sin retirada al sí mismo –que equivale a decir sin retirada a la soledad– la vida hu-
mana es imposible.
La situación del hombre, esto es, su vida, consiste en una radical desorienta-
ción, en un estar perdido siempre, en no saber qué hacer, en perplejidad; pero es tam-
bién esfuerzo por orientarse, por saber qué son las cosas y el propio hombre. La sus-
tancia radical de la vida es la inseguridad, pero a la vez es el afán de fabricarnos una
seguridad. El hombre no tiene más remedio que decidir su hacer, su ser y el ser de las
cosas en cada momento. Nuestro ser consiste en tener que estar en la circunstancia;
por tanto, hacernos cuestión de nuestro ser lleva consigo hacernos cuestión de lo que
nos rodea. El «ser yo» ahí que es la vida me lo encuentro como un problema que nece-
sito resolver. Para ello necesito orientarme en el ahí, en la circunstancia. La interpreta-
ción que damos a la circunstancia nos salva. Esa interpretación en gran medida les ha
venido de su contorno social, ya que este implica una cierta forma de interpretar el
31
ibíd., p. 103.
18
mundo. Pero cuando nos fabricamos nuestras convicciones radicales tenemos que
hacerlo cada cual por sí y para sí partiendo de la crítica o evaluación personal.
Pensar es una de las muchas cosas que yo puedo hacer con algo; pensar no
puede ser nunca nuestro hacer primario. Nuestros haceres con algo implican el simple
«contar con», esa extraña presencia que ante mí tiene todo lo que forma parte de mi
vida. Para Ortega, lo que las cosas son primariamente es lo que son cuando no pensa-
mos en ellas, esto es, lo que son cuando simplemente contamos con ellas, o sea, las vi-
vimos. Nuestro primer pensamiento sobre las cosas es una pregunta: ¿qué es? En todo
el resto de mi hacer, de mi relación vital con las cosas, estas no tienen ser. Cuando no
las pienso sino que vivo con ellas sin pensarlas, las cosas son nada, no tienen ser. Cuan-
do nuestro contorno falla lo sentimos como extraño, como otra cosa que nosotros,
entonces reparamos en él. Al fallarnos, notamos esta falta como resistencia a noso-
tros, como negación, y este no ser «yo» la separa y la contrapone a mí, la pone en sí
misma. El hombre al vivir descubre la dualidad radical de su vida: siente que está en lo
otro que sí mismo. El ser es el enorme vacío de nuestra vida que el pensamiento trata
de llenar incesantemente. Cada hombre, de forma personal e individual, siente angus-
tia ante ese vacío. Estamos desorientados, perdidos e inseguros en el mundo porque
este no tiene ser y por ello hemos de buscarlo. La pregunta por el ser nace por haber
perdido la confianza en nuestra circunstancia. Al hacerme la pregunta por el ser de las
cosas, suspendo mi trato práctico con ellas y me preocupo de mi trato intelectual. En
esto consiste la vida contemplativa, en recluirse en una dimensión de mi vida –el pen-
samiento– al sernos cuestión las demás. La filosofía o la reflexión es un instrumento
que nos permite darle sentido a las cosas y obtener así seguridad en el mundo. Y todo
ello sucede en la radical soledad de cada hombre, que es la vida.
La tesis del realismo sostiene que la realidad son las cosas y su conjunto, esto
es, el mundo; que el hombre es una cosa entre las cosas, como la piedra. Sin embargo,
nuestra vida no es mundo. «El mundo es, pues, solo un término de mi vida, pero yo no
soy mundo32». Mi vida no está ahí como está la piedra, sino que tengo que hacérmela.
Como en el «estar ahí» de las cosas intervengo yo –las cosas están ahí indubitablemen-
te en la medida en que las veo, las toco o las pienso–, el realismo no es una tesis firme
porque supone otra tesis: la idealista, según la cual la realidad es un sujeto que piensa
el mundo o las cosas. Al idealista le han quitado lo seguro –el mundo; se ha quedado
solamente el sujeto con sus pensamientos como única realidad; no puede apoyarse en
nada porque no hay nada fuera de él, tiene que sostenerse a sí mismo y hacerse el
mundo en el que va a vivir. El realista se adapta al mundo que ya está ahí –es confor-
mista; en cambio, el idealista lo construye desde sí mismo –es anticonformista o revo-
lucionario. Para el idealismo, la realidad de las cosas solo es segura mientras un sujeto
la piense. Por consiguiente, solamente yo existo. La tesis idealista tampoco es firme
32
ibíd., p.190.
19
porque es problemática. Según Ortega, la realidad no es la existencia de la realidad
sola por sí, pero tampoco es la de algo en mí como mero pensamiento mío; sino que la
realidad es la coexistencia de un yo con las cosas que hay en el mundo o en la circuns-
tancia. «El pensamiento es mío, es yo. Mi vida no es mía, sino que yo soy de ella. Ella
es la amplia, inmensa realidad de la coexistencia mía con las cosas33».
La aportación del filósofo es crear logos o sentido y para ello ha de superar las
circunstancias. Es necesario poner una distancia entre lo que nos rodea –las circuns-
tancias– y nosotros para poder ver su sentido. El sentido vital de las cosas es lo que
Ortega llama perspectiva, que es lo mismo que realidad; el mundo es el mundo huma-
no. El filósofo no se puede salvar en el mero universal, sino en la circunstancia; hacer
conceptual su mundo para salvarse él. Ortega entiende que las cosas no son lo que
miramos o teorizamos, sino que son ventajas o inconvenientes para nosotros. El mun-
do es un foco de intereses en sentido positivo o negativo, por tanto, no hay neutrali-
dad o pura contemplación. El filósofo ha de convertir su circunstancia en concepto, es
decir, extraer su sentido. Este es quien da sentido a las cosas, que no lo tienen. Lo que
tiene vida y es importante para nosotros es aquello donde proyectamos nuestra volun-
tad, nuestra aventura. Lo real empieza cuando el hombre da sentido, por tanto, la
realidad es algo que pone el hombre, no algo que está ahí de forma neutral y que po-
demos contemplar pasivamente. La realidad es perspectiva, es lo que hacemos o inter-
pretamos; es una proyección del hombre. Ese proyectar las cosas, que las convierten
en realidad, es salvar la circunstancia. Consistimos en construir mundo y valores, no
hay pausa, somos pura actividad y pluralidad. Vivimos de cara al futuro, en contacto
con las cosas proyectamos. La proyección es apertura, es algo que no está prefijado,
por eso tiene que ver con la libertad. Una misma cosa no es igual nunca para dos per-
sonas porque cada cosa encierra un modo de vivirla diferente para cada uno. Uno se
va formando o condicionando por las elecciones que va haciendo y por eso no hay dos
vidas iguales.
33
ibíd., p. 226.
20
compone de mí y de las cosas. Las cosas no son yo ni yo soy las cosas: nos somos mu-
tuamente trascendentes, pero ambos somos inmanentes a esa coexistencia absoluta
que es la vida34». Ortega va más allá de la disputa entre idealistas y realistas al propo-
ner su raciovitalismo. Frente a las filosofías idealistas y realistas, la filosofía vitalista de
Ortega prioriza tanto el sujeto que vive como el mundo, contorno o circunstancia en el
que tiene que vivir, quiera o no. La razón vital de Ortega está al servicio de una filosofía
de la vida, una manera de filosofar del hombre concreto. La razón vital es la única reali-
dad capaz retirarse del mundo gracias a la autenticidad de una vida tendente a la sole-
dad –la cual consiste en entrar cada vez más en uno mismo, pero este proceso nunca
acaba.
Según Ortega, hay dos formas de vida humana: una auténtica, que es la vida
individual que le pasa a un sujeto determinado, consciente y responsable, la cual impli-
ca desorientación y nos obliga a orientarnos; otra inauténtica, la vida de la gente, de la
sociedad, la vida colectiva que no le pasa a nadie determinado y de quien nadie es
responsable. La gente es el individuo abstracto vaciado de individualidad. En esta últi-
ma los hombres se dan por orientados; actúan convencionalmente. Esa orientación en
que se encuentran instalados es provisional, la han adoptado para no hacerse cuestión
de las cosas, pero, por debajo de ella, en su autenticidad, se presienten radicalmente
desorientados y perdidos. Este presentimiento les produce horror y procuran escon-
derse en las convicciones de los otros, en el lugar común, en lo que se oye decir. Huyen
de su auténtico sí mismo y lo sustituyen por una personalidad convencional. Las accio-
nes que hacemos en sociedad no tienen su origen en nosotros: las hacemos porque se
hace, pensamos o decimos algo porque se piensa o se dice. El sujeto de ellas es la gen-
te, los demás, todos, la colectividad, la sociedad, es decir, nadie determinado; un suje-
to impersonal.
34
ibíd., p. 225-26.
21
hacer o qué vamos ser; cada cual tiene que vivir la suya propia. Mis decisiones, pensa-
mientos, voluntades y sentires tengo que hacérmelos yo solo, yo en mi soledad. De ahí
que la vida, por ser intransferible, es radical soledad. «Ese hombre –ese yo– es última-
mente en soledad radical; pero ello no quiere decir que solo él es, que él es la única
realidad, o, por lo menos, la radical realidad. Lo que he llamado así no es solamente
yo, ni es el hombre sino la vida, su vida. Ahora bien, esto incluye una enormidad de
cosas35». Esta mi vida, la de cada cual, es la realidad radical pero no la única realidad
que existe. Yo tengo que ser yo, no dentro de mí, sino en el mundo donde sin quererlo
me encuentro. La soledad radical de la vida humana no consiste en que no haya nada
más que él, sino todo lo contrario: hay todo el universo con sus infinitas cosas. No
obstante, en medio de ellas el hombre, en su realidad radical, está solo con ellas. «Pe-
ro eso me pasa últimamente a mí solo y tengo que hacerlo solitariamente, sin que en
el plano decisivo pueda nadie echarme una mano36». Tenemos que vivir nuestro radi-
cal vivir solos y solamente en nuestra soledad somos nuestra verdad. Normalmente vi-
vimos interpretaciones de la realidad que el contorno social, la tradición humana, nos
ha ido transmitiendo. La inmensa mayoría de cosas que vivimos son ilusorias, son co-
sas que hemos oído a los otros y, sin reflexión, damos por auténticas y verdaderas.
Solemos hacer que vivimos, pero no vivimos nuestro auténtico vivir en cuanto realidad
radical. Esta es lo que somos cuando nos retiramos a la radical soledad, al fondo solita-
rio y desnudo del sí mismo ante sí mismo. En la soledad el hombre es su verdad; en
cambio, en la sociedad tiende a ser una mera convencionalidad. Esa retirada del hom-
bre a la soledad para reflexionar sobre la auténtica realidad es la filosofía.
35
José Ortega y Gasset (1964). Obras completas. Tomo VII. El hombre y la gente, p. 105. Ma-
drid: Revista de Occidente.
36
ibíd., p. 106.
37
ibíd., 140.
22
Otros38». Nos encontramos en mundo humano o en una sociedad determinada y ve-
mos todo el mundo, toda nuestra vida y a nosotros mismos a través de los otros. Pro-
yectamos sobre la realidad radical de nuestra vida lo que les vemos hacer y les oímos
decir. Nos habituamos a vivir en un mundo creado por ellos, el cual consideramos au-
téntico y real sin más. Solamente cuando ese mundo nos lleva a situaciones absurdas o
contradictorias nos retiramos de la pseudo-realidad, de la convencionalidad, a la au-
tenticidad de nuestra vida como radical soledad. Todos nosotros tenemos esa dualidad
entre lo convencional y lo auténtico. El individuo humano, aun teniendo una máxima
autenticidad, vive la mayor parte de su vida en el vivir convencional o social, no en su
realidad radical. La sociedad no es nuestro auténtico mundo, no tiene una realidad
incuestionable. En el título de la conferencia de Ortega El hombre y la gente se oculta
el problema más grave del presente: la dualidad que representa el individuo y la colec-
tividad.
Al comparar a los dos autores podemos recurrir a sus respectivas obras sobre el
Quijote. La preocupación de Unamuno se centra en el personaje protagonista, mien-
tras que la de Ortega apunta a Cervantes, el autor. Un tema de fondo en ambos casos
es el de España. Tanto este como el también presente de la soledad están afectados
por el distinto punto de interés de cada autor. No entraremos en detalle sobre el tema
de España, en la medida en que no es el objeto de este trabajo, aunque tampoco con-
viene olvidarlo, dado que la expresión «alma de España» alude indirectamente al indi-
38
ibíd., 150.
23
viduo, en este caso español. De hecho ambos autores hablan, de manera distinta y con
valoración diferente, del aislamiento en relación a España frente a Europa.
Ortega cree que el amor supone –frente al odio y la envidia que veía en Espa-
ña– una función liberadora y una ampliación de la individualidad y del horizonte men-
tal de España. A diferencia del odio que separa, el amor une. El odio es separador pero
no tiene nada que ver con la soledad auténtica, sino con la soledad de la tradición. Se
puede contemplar la profunda diferencia entre las posiciones de Unamuno y Ortega.
También Unamuno otorga un papel decisivo al amor en lo que respecta a la conciencia,
pero muy diferente al que propone Ortega. Unamuno recurre a la tradición cristiana
del amor como un sentimiento de piedad universal que nos lleva a compadecernos de
la condición efímera y mortal de las cosas nacida de la comprensión de la propia nade-
ría e insustancialidad. Se trata de solidaridad con todo lo que sufre y querer salvarlo
mediante el esfuerzo en la pervivencia de la conciencia personal. Ortega no dice nada
sobre el hambre de inmortalidad, frente al frenético afán unamuniano por vivir sabien-
do que no vamos a morir. Según Ortega, la vida es más que vida natural, aspira a tras-
cenderse en cultura –esta es mera función vital, desacralizada, órgano de libertad.
Pero que la vida se eleve sobre sí misma solo es posible en la reflexión. En Unamuno el
yo se vuelve contra el mundo. Ortega afirma contra el aislamiento trascendentalista
del cogito: «yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo 39». El
destino del mundo y el yo están ligados. El yo no puede salvarse si no salva el mundo,
si no se hace cargo de su circunstancia y consigue extraer su sentido. La salvación de la
circunstancia es obra de la reflexión. A partir de la obtención de su sentido la vida en-
39
José Ortega y Gasset (1966). Obras completas. Meditaciones del Quijote I, p. 322.
Madrid: Revista de Occidente.
24
tra en posesión de sí misma y se trasciende. El hombre concreto solo puede abrirse al
todo y comunicar con el Universo a partir de su circunstancia. Según Ortega, no cabe
huida ni desconfianza ante el mundo –como sí en Unamuno. No es una libertad contra
el mundo, sino en el mundo. Una tesis del Sentimiento trágico de la vida es la oposi-
ción insuperable entre la razón y la vida. No obstante, Ortega supera esto con su racio-
vitalismo. Según Unamuno, solo en esa tensión agónica en la que vive la conciencia es
posible la libertad. Para evitar el conflicto trágico, Ortega tiene que rectificar los térmi-
nos en lucha: razón y vida, sobre todo el primero, para liberarlos de su antagonismo. El
sentido de una cosa es su coexistencia con las demás. Ortega lleva a cabo su programa
de salvación por el conocimiento, frente al unamuniano de salvación por la fe. En vez
de dejar abierta la oposición trágica, Ortega la cierra reflexivamente. Unamuno, en
cambio, elige mantener el conflicto porque en el dolor se estimula la vida personal.
25
una religión y, como tal, un sentimiento individual opuesto a la teología. En medio del
extremismo de la vida española, Ortega tiene una actitud integradora, de equilibrio y
lucidez. A Ortega le irritaba la postura visionaria y mística, el individualismo de «yo or-
nitorrinco» y la actitud libertaria de Unamuno.
V. Conclusiones
Los caminos que recorren Unamuno y Ortega respecto a la soledad son total-
mente distintos e inversos: Unamuno parte de lo individual para llegar a lo universal.
En cambio, Ortega parte de lo colectivo o social para llegar a lo individual, a la autenti-
cidad del yo. Unamuno opta por una soledad inclusiva –yo soy el mundo. El punto de
partida es la finitud y el punto de llegada es la infinitud, la inclusión en el todo. La
apuesta por el todo o nada es la expresión polémica del interino conflicto de la libertad
desgarrada entre el mundo de los hechos, que tiende a la nada, y la utopía. La exigen-
cia de totalidad muestra el compromiso existencial de la conciencia por mantenerse en
ser y escapar de la nada. «Más, más y cada vez más: quiero ser yo, y sin dejar de serlo,
ser además los otros, adentrarme a la totalidad de las cosas visibles e invisibles, exten-
derme a lo ilimitado del espacio y prolongarme a lo inacabable del tiempo. De no serlo
todo y por siempre, es como si no fuera, y por lo menos ser todo yo, y serlo para siem-
pre jamás. Y ser todo yo, es ser todos los demás. ¡O todo o nada!40». El sentimiento de
40
M. Unamuno (2013). Del sentimiento trágico, p. 68.
26
la ambivalencia del mundo lleva a denunciarlo por su vacuidad e inconsistencia, pero
también a compadecerlo e intentar salvarlo en un esfuerzo existencial de la autoafir-
mación de la conciencia. Unamuno tiene una afirmación de la soledad más fuerte y ra-
dical que ortega; es también más individual. Ortega respeta más la estructura social y
poco a poco va haciendo ver cómo puedes ser individual. Unamuno opta por el tragi-
cismo, los opuestos extremos: o mundo o yo –diferencia radical entre lo social y la so-
ledad. Unamuno tiene más clara la diferencia entre lo individual y lo social que Ortega.
Por otra parte, la soledad de Ortega se trata más bien de un proceso de forma-
ción y modificación del hombre donde se va de fuera a dentro. Es un camino inacaba-
ble porque el yo no es la vida –la vida trasciende al yo. Para Unamuno, la sociedad es la
razón, lo colectivo; Ortega considera que la sociedad es el punto de partida porque el
individuo nace siendo social, la sociedad le transmite unas ideas mediante la tradición
y sobre todo un lenguaje que te hace ser completamente un hombre social, ya que el
lenguaje es social por estar ya establecido antes del nacimiento del propio individuo.
Aunque el individuo se abstraiga –mediante el ensimismamiento, la concentración in-
temporal en sí mismo– y prescinda de ese contorno social y cultural al que pertenece y
en el que se ha educado –el cual le ha influenciado– la sociedad nunca desaparece por-
que le acompaña, aun en su radical soledad. No obstante, la soledad es la conquista de
esa autenticidad en lucha contra lo social que nunca desaparece. Ortega da más papel
a la razón que Unamuno. El camino a la soledad –partiendo de la sociedad o conven-
cionalidad– consiste en tener una presencia crítica, preguntarse, despegarse de la con-
formidad en lo social, en suma, ser fiel a la propia autenticidad del yo.
27
ca y ontológica, sino una apertura hacia la dimensión de la acción moral con el valor
último de la autenticidad. Cuando Unamuno habla de esta vivencia, de la unicidad e
incognoscibilidad del yo, el otro aparece también en la propia vida pero como parte
del mundo a conquistar.
28
VI. Bibliografía
GARCÍA BACCA, J. D. (1990). Nueve grandes filósofos contemporáneos y sus temas. Ber-
gson, Husserl, Unamuno, Heidegger, Scheler, Hartmann, W. James, Ortega y Gasset,
Whitehead. Barcelona: Editorial Anthropos.
ORTEGA Y GASSET, J. (1964). Obras completas. Tomo VII. El hombre y la gente. Madrid:
Revista de Occidente.
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