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DANIEL ROPS .DEMIA FRANCESA | HISTORIA DE LA IGLESIA DE CRISTO XI LA IGLESIA DE LAS REVOLUCIONES Ul Po Esta edicién esté reservada a LOS AMIGOS DE LA HISTORIA. HISTORIA DE LA IGLESIA Vol. XT Nihil Obstat: D. Vicente Serrano, Madrid 21-4-71 Imprimase: Ricardo, Obispo Aux. y Vicario General ‘Arzobispado de Madrid-Aleala © Luis de Caralt-Librairie Artheme Fayard Edicién especial para CIRCULO DE AMIGOS DE LA HISTORIA Sanchez Diaz, 25 Madrid-17 DIOS Y EL HOMBRE EN PUGNA VI. DIOS Y EL HOMBRE EN PUGNA El combate de Jacob En una de las capillas laterales de la igle- sia de San Sulpicio, en Paris, esté —envuelta en dorado ocre y en misterio— una de las més sorprendentes obras maestras que haya produ- cido el arte del siglo XIX. Su autor, Eugenio Delacroix, la pinté durante el invierno de 1855- 1856, cuando ya, percibida la secreta sefial, se enfrentaba, en la ereciente sombra, al angel que todo hombre encuentra en su camino. Ese Combate de Jacob es obra de terrible verdad y de insuperable significado. Nunca la grandiosa escena del Génesis ha tenido comentarista més profundo, nas fiel, mas cuidadoso en dar el trascendental sentido de los versiculos del libro. Alli esta toda la lucha del hombre, perfecta- mente evocada, en el cuerpo a cuerpo incansa- ble de aquellos dos espléndidos atletas, ese «combate espiritual» que un poeta de dieciséis afios' Hlamaria «tan brutal como la batalla de los hombres», ese cara a cara que todos debe- ‘mos aceptar para vivir, para vencer la tentacién del disgusto de sf mismo, del pecado, de la nada. Pero —y ahi est lo peculiar de las autén- ticas obras maestras—, superando la importan- cia de un testimonio personal, la potente com- posicién de la Capilla de los Angeles hace algo més que comentar el conilicto pascaliano, en el que se juega el destino de cada uno. Como en. otros tiempos el Portal Real de Chartres, 0 el fresco de Andrea da Firenze en Santa Maria Novella, o la nave y la ctipula de San Pedro, e presa uno de los elementos esenciales de su épo- cay de la sociedad que la ha visto nacer. En el vado de Yabboq esté ya la humanidad entera, significada por el pueblo elegido y su represen= tante que acababa de librar la batalla noctur- na. En el momento en que Delacroix pintaba la lucha de Jacob contra el Angel de Dios, la humanidad de su tiempo se hallaba compro- metida, en cuerpo y alma, en el mismo comba- te. Tratdbase de saber quién seria el mas fuerte, ella o la Divina Presencia; si el hombre llegaria a deshacerse de aquel eterno adversario, que obstaculizaba su camino, 0 si, aceptando ser victoriosa en su misma derrota, continuaria como en otro tiempo hallando en el agudo dolor de su secreta herida la sefial y la prucba de su grandeza. Las crisis politicas que hemos visto sacu- dir al mundo occidental a lo largo del periodo aqui considerado, ocultan una realidad inti tamente mas profunda que aquella que se tra- duce por la muerte de un obispo en una barrica~ da parisina, o la caida de la muralla romana ante el cafién de Victor Manuel. La «gran re- volucién occidental» de que habla uno de los gue la guiaron, Augusto Comte, puede bien ma- nifestarse en los hechos por hundimientos de régimen, sublevaciones nacionales y crisis so~ ciales; sustancialmente, es algo mas: espiritual, metafisica. El tumulto de los motivos y de las guerras es el eco de un crujido mas terrible, «tal ~dice Enrique Heine— como nunea se ha’ oido hasta ahora en la Historia del mundo». El Occi- dente cristiano combate con el Angel. Dios y el hombre estan aqui en tela de juicio. Ya desde hace siglos, y en todo caso desde el Renacimiento, veiase el desarrollo de esta re-~ belidn de la intcligencia que, poco a poco, de: atando tradiciones cristianas, obediencias y dog- mas, arrastraba cada vez mas almas y concluia en la «crisis de la conciencia europea»? que habia sacudido las bases morales y espirituales de la sociedad. De El Poggio, de Platina, de Vicomercato, escépticos del «Quattrocento», a Voltaire, Diderot, Helvetius, podia seguirse la trayectoria en la que se apuntaban los progre- sos de la irreligién. EI sigle XVIII habia dado un paso inmenso en el camino de la completa negacién. Filésofos, Enciclopedistas, deistas in- gleses o a lo Rousseau, promotores alemanes de la Aufkldrung, la mayoria de cuantos dirigian el movimiento, por diferentes que fueran unos de otros, se hallaban de acuerdo en alzar al hombre contra el Dios del Cristianismo, tanto como para «aplastar a la Infames, es decir a la Iglesia. En 1789 la rebelién de Ja inteligencia 1. Rimbaud. 1, La frase, como es sabido, es de Paul Hazard. LA IGLESIA DE LAS REVOLUCIONES critorzuelos. Bajo la Revolucién, el convencio- nal Charles Dupuis, en su Origine de tous les cultes, aseguraba que Jestis, «doble de Mitra», seria pronto para los hombres lo que Hércules, Osiris y Baco; en cuanto a Volney, el autor de Jas Ruines, sostenia gravemente que la existen- cia de Cristo no es otra cosa ique la exacta re- produccién del curso del Sol a lo largo de los sig- nos del Zodiaco! La ofensiva tan insidiosamente comenza- da se extendié. Otro «Herr Professor» Paulus (1761-1851), repitié hasta el fin de su larga vida que Jesits no era un impostor, sino un in- genioso médico, muy al cabo en las cosas de la farmacopea, y que aquellos milagros suyos que no pueden explicarse asi son pura ilusién, como, por ejemplo, el caminar sobre las aguas —caso de ilusién éptica— o la resurreccién de Lazaro =ilusién originada por Ja confusién entre la mmerte real y el estado letargico. Mucho mas sdlido y mucho mas peligroso es el libro de David F. Strauss (1808-1874) apa- recido en 1835 con e] titulo Das Leben Jesu kri- tisch bearbeitet, y que hizo también mucho més ruido. ‘Tuvo él mérito de reducir a lo que realmente era —es decir, muy poca cosa— la critica racionalista de Paulus y sus compaiieros, oponiéndoles este argumento: «Vosotros arre- batdis a los hechos sus caracteres milagrosos y, sin embargo, los considerdis como histéricos: no puede arrancarse el milagro més que arrancan- do un pedazo de historia» Lo que, precisa mente, hizo él mismo. Mas, puesto que la vida de Jestis esta toda ella jalonada de milagros, el arrebatar todos esos pedazos de historia, ¢no era suprimir toda Ia historia de Cristo?, lo que hacia incomprensible el gran hecho histérico ¢ innegable que es la religién cristiana. Preci- samente Hegel acababa de «demostrar que «acligién y {ilosofia tienen un mismo conteni- do, la una bajo forma de imagen, la segunda bajo forma de idea». Y, partiendo de los traba- jos del filélogo Christian Heyne acerca del pa~ pel de los mitos en la historia de la Antigitedad, Creuzer acababa de interpretar todo el paga- nismo como un vasto simbolismo, y Wolf habia hecho lo mismo con los poemas homéricos. Da- '. Strauss aplicé al Cristianismo el mismo método. Para ), Jesiis no ha sido ni un impos- tor ni_un gran taumaturgo; los milagros que le atribuyen los Evangelios son otros tantos mni- tos, es decir, ficciones edificadas sobre ideas filoséficas 0 religiosas. Por ejemplo, es la ima- ginacién de los discipulos de Jesiss solicitada por su corazén y ayudada por reminiscencias de la Sagrada Escritura, la que representa como resucitado al Maestro a quien aquellos hombres no se resolyian a creer muerto. De cada gran hecho evangélico, Strauss proporcionaba. tres interpretaciones: sobrenaturalista, es decir, or- todoxa; racionalista, segiin Paulus, y mitica, se- etn su propia doctrina, la tmica buena, eviden- temente. Gracias a esto se situaba en el origen de toda una corriente de la que son representan- tes tipicos nuestros modernos Guignebert, Cou- choud y Loisy. Pero al mismo tiempo, al afir- mar que «Cristo no es un individuo, sino una idea o, mejor dicho, un género, la humanidad> y que «el Dios hecho hombre es el género hu- mano», se situaba en uno de los origenes de ese humanismo ateo cuya importancia serd en todo mAs importante que la de su misma obra, muy pronto superada. Strauss era un simple repetidor en Tubin- ga cuando el éxito ~y el escindalo— de su Vida de Jestis le hicieron célebre. Los maestros de aquella universidad, sin embargo, trabajaban en un terreno mds limitado, en el que obraban también vastas demoliciones. Christian Baur (1792-1860) fue el mds notable de aquella , cuyos trabajos exegéticos alimentarian durante mucho tiempo y hasta nuestros dias la critica universitaria. Analizan- do los eseritos del Nuevo Testamento, tanto los de San Pablo como los Evangelios, Baur pre- tendia demostrar que éstos no databan mas que del siglo II y hasta tal vez, del III en el caso del Evangelio de San Juan, y que en ellos podian discernirse claramente dos tendencias, la de «San Pedro y los Petzistas», para quienes el mensaje de Jesiis debia entenderse solamente en.un sentido judaizante, y la de los «Paulinia-~ 1, Sabido es que en Egipto se ha encontrado un papiro del afio 140 que contiene un fragmento del IV’ Evangelio. DIOS Y EL HOMBRE EN PUGNA nos», de San Pablo, apéstol de todas las na- cioncs, E] Cristianismo habria nacido asi —ex- plicacién muy hegeliana— de la sintesis entre la tesis judia y la antitesis universalista. Su esen- cia no es ya, en esta perspectiva, Ia persona de xis, sino una idea muy anterior a su vida, que tuvo el mérito de vivificar, injertandola en cl mesianismo judio. Todas esas teorlas, sobre todo las de la Es- cucla de Tubinga, pero también las de Strauss y Paulus, mezcladas con influencias complejas y basta contradictorias, del racionalismo kan- liano, el idealismo alemén y el positivismo de Comte explican la obra critica que, en su tiem- po, suscité més escdndalo y que, aun en nues- los dias, pasa a los ojos de muchos cristianos como arquetipo de los libros blasfemos: la Vida de Jestis, publicada en 1863 por Ernesto Renan (1823-1892). Diffcilmente habla sin oélera de este hombre un catdlico. Hay que prescindir del mal que ha hecho para conservar la equidad. La crisis anfmica que, en 1845, Je condujo a huir del seminario de San Sulpicio, en el que se hallaba desde hacia tres afios —tras haber sido, primero, disefpulo del abate Dupanloup en Saint-Nicolas-du-Chardonnet—, esa crisis a la que frecuentemente hace alusién, pero nunca de manera exacta, al parecer encerraria moti- vos suficientes para tocar el corazén de un cris- tiano si en ella no se adivinaran otros elementos ademas de la duda fundamental acerca del va- lor de la fe y la angustia de la verdad, No se trata de un conflicto de orden racional capaz de explicar por si solo la ruptura, sino en primer lugar, més humanamente, de las secretas con- tradicciones de un ser dividido, medio bretén, medio gasedn, de un futuro sacerdote apretado por el deseo de formular solo, al margen de un cuadro demasiado estrecho! los descubrimien- tos que su inteligencia le forzaba a realizar; de un hombre al que simultdneamente tentaban la evasién en el suefio mistico y la ambicién. 1. Hay que notar, con todo, que Renan nunca tuvo, con respecto al clero mas que frases de respeto y amistad. Repitamos la frase de sus Souvenirs. “le vivido diez afios entre sacerdotes y no he cono- cido més que a buenos sacerdotes.» 13 La Vida de Jess es reveladora de esta com- plejidad. Las frases que exaltan a Cristo son legién: «Es el comin honor de cuanto eve corazén de hombre; ha fundado Ja religién ab- soluta; para hacerse adorar como El lo ha sido, hay que haber sido adorable; nos est permitido lamar divina a su sublime persona». Pero, al mismo tiempo, todo lo que para un cristiano constituye el verdadero Cristo de la fe se des- yanece en una especie de bruma dorada. Del Jestis histérico apenas se sabe algo, sino que ha vivido, que ha tenido disepulos y que ha muerto victima de una intriga clerical judia. El Cristo de la Revelacién es atin mas vago: el Jestis de Renan no es mas que un sofiador arrebujado de rabino, el «dulce sofiador» galileo, encantador —por supuesto— y rodeado de amistades feme- ninas, que expone una doctrina noblemente hi mana, admirable en si, pero sin trascendencia metafisica alguna. Toda revelacién es una de- rogacién de las leyes naturales, y la que preten- de aportar Jesiis est4 ya de antemano conde- nada por la filosoffa. ¢Qué es, pues, Jestis, fun- dador del Cristianismo? Un momento en la evo- lucién general del espiritu humano, siempre en evolucién, como quieren los alemanes, una eta~ pa hacia un esta afirmacién, sorprendente para aquel tiempo: «Tarde 0 temprano se acabard por encontrar, en los terrenos cuaternarios, a falta de fésiles humanos, trazas de hombres antediluvianos> A decir verdad, esas trazas habian sido ya en- contradas, y también fésiles humanos. Busca dores aislados como Boué, Schmerling, Tournai, las habian sacado a la liz. Pero el ilustre pro- fesor Cuvier, maestro de la biologia curopea, declaré que el hombre fésil era inconcebible, y aquellos restos dscos y aquellos viejos guija- 170s fueron abandonados en Ja alacena de las cosas olvidadas. Las declaraciones de Boucher de Perthes fueron acogidas con el mismo menos- precio por la ciencia oficial, encarnada en Elias de Beaumont. Pero hubo’ que rendirse pron- to a la evidencia: el gedlogo inglés Lyell, de la Royal Society, examiné las piedras curiosamen- te talladas que habia coleccionado el jefe de aduanas y proclamé que innegablemente eran de fabricacién humana; en 1856, en Neander- thal, en Prusia, fue exhumado un craneo del que pudo preguntarse si habia pertenecido a un hombre o a un simio; tres afios después fue des- cubierto otro en Arcy-sur-Cure; y cinco afios més tarde, en una gruta de la Derdofia, el di- bujo que representaba a un mamut, grabado por inmemoriales antepasados humanos; ast nacia una ciencia nueva: la Prehistoria. No so- lamente los admirables hallazgos demostraban que el hombre fdsil habia existido, sino que ha- bia claramente evolucionado a lo largo de las edades, Habia evolucionado y progresado, de lo cual se pretendia deducir que descendia a su vex de otro ser vivo menos perfecto que él. Esta idea se instalé naturalmente en una teorla que, desde comienzos del siglo XIX, no dejaba de ganar terreno en Jos ambientes cien- tificos: Ja de la evolucién o transformismo. Ya Buffon, en los tiltimos afios de su vida, habia admitido como una hipétesis que todas las fa- milias animales habrian surgido de algunas ra~ mas comunes. En 1809, Juan Bautista de La- marck (1744-1829), antiguo botdnico pasado al estudio de los animales inferiores cuando fue creado el «Museum», tomé y profundizé esa idea en su Philosophie zoologique. Aun dando prueba frecuente de una ingenuidad que nos desarma —jexplicaba la formacién de los cucr- nos en los tumiantes por su temperamento co- Iérico!— desenvolvié una teoria que daba cuenta de la evolucién de las especies. Segiim él, todo ser vivo, al hallarse en un medio ambiente di- verso del que le es habitual, experimenta mue- vas necesidades que a su vez determinan nuevos actos, los cuales llevan a la transformacién de los érganos que los realizan. «La funcién crea el drgano» Esos nuevos caracteres asi adqui dos se transmiten de generacién en generacién por herencia. De esa manera, la jirafa tiene el cuello largo porque sus antepasados tuvicron que comer las hojas de altisimos Arboles. El transformismo, para Lamarck, era asi el resul- tado de una constante adaptacién. Semejante tesis provocé vivas discusiones. En Inglaterra, Hunter; en Alemania, Kielme- yer; en Francia, Geoffroy Saint-Hilaire, admi- DIOS Y EL HOMBRE EN PUGNA tian el principio de evolucién; por el contrario, cl fundador de la paleontologia, cl hombre que realizaba el esfuerzo de reconstituir un animal {ésil partiendo de un pedazo de hueso, Cuvier, seguia «fijistay. De todas mancras, por original y audaz que fuera el lamarckismo, no se trata- ‘ba atin mas que de primeros intentos, de esbo- zos, de una teoria que poco a poco iba a invadir cl campo de casi todas las ciencias y proponer soluciones a todos los problemas filoséficos, una vez que entrara en escena Carlos Darwin (1809- 1882). El origen de las especies, publicado en no- viembre de 1859, hizo, efectivamente, incluso fuera del mundo de los sabios, un ruido extra- ordinario, La primera edicién, de 1250 ejem- plares, se agoté en cuarenta y ocho horas. En doce aiios aparecieron cuatro ediciones france- sas, cinco alemanas, tres rusas, tres americanas, una holandesa, una italiana, ima sueca. El en- fermizo quincuagenario, de gran cuerpo encor- vado, que se habia encerrado en su casa de cam= po de Kent para proseguir su obra, se convirtié en todo el mundo en un gigante del pensamien- to. Los diarios popularizaron su cabeza, de po derosa barba, ojos gris-azules hundidos bajo es- pesas cejas. Hacia él afluyeron honores, igual que los visitantes de todos los rincones de la ti rra, Cuando muriera, serfa enterrado en West Minster. ¢Por qué aquel éxito? Mucho mis sdlida- mente fundada que la de Lamarck, la teorfa de Darwin aportaba una nueva idea en el campo cientifico: la de la seleccién. Igual que Malthus acababa de sostenerlo para Ja humanidad, todo el mundo de los vivientes estaba encerrado en un estrecho cuadro en el que individuos y espe ies debian enfrentarse en rudas luchas por la vida. En esa «strugale for life» se opera la se~ leccién_ natural: solamente subsisten los més aptos. También interviene otra forma de selec cién: la de la atraccién sexual. Asi, pues, las especies evolucionan por ese proceso selectivo, fijando naturalmente la herencia los caracteres que hayan permitido sobrevivir al mejor adap- tado. Hoy sabemos que, como el lamarckismo, el darwinismo sélo es parcialmente verdadero y 15 que sus postulados contienen enormes incégni- tas. Pero, en su tiempo, aquella teoria parecié maravillosamente clara y explicativa. La pa- leontologia surgié puntualmente para apoyar sus asertos: cuando se descubrieron, en el mismo momento en que se publicaba El origen de las especies, los restos de enormes animales del Se cundario, diplodocus 0 atlantosaurios, y hasta el extraiio «archeopterym intermedio entre el reptil y el pajaro, la teoria evolucionista, que daba cuenta de la desaparicién y transforma- cién de las especies, se impuso, a pesar de cier tas resistencias, como algo cierto. Los descubri mientos de la Prehistoria permitieron dar una aplicacién referente al hombre. También él des cendia por evolucién de un ser vivo, de una es- pecie cuyos caracteres definidores de la especie humana habian sido fijados por seleccién por algunos individuos. El hombre, pretendia dicha teoria, desciende del mono; no es més (como decia Littré) que «un animal mamifero del or- den de los primates», separado de ese orden por laseleceién. Por sorprendentes y ruidosas que fueran ta~ les aserciones, y hasta escandalosas para algu- nos —«¢Descendéis del mono por Monsieur vuestro ‘abuelo 0 por Madame vuestra abue- Ja?», preguntaba a los darwinistas un indigna- do obispo anglicano—, no hubicran bastado por si solas para asegurar al darwinismo su prodi- gioso éxito. Pero la teorfa cientifica se hallaba incluida alli en un conjunto filoséfico. El dar winismo hacfa suyo el viejo naturalismo a lo Lucrecio y el mecanicismo materialista que ha- bian ensefiado en cl siglo XVIII los filésofos» D’Alembert y La Mettrie. Su evolucionismo su- peraba los limites de la biologia para ser pro puesto como una explicacién general del mun- do, del proceso de la historia, de la marcha fundamental del pensamiento. En este sentido trabajaron los discfpulos de Darwin, como los ingleses Herbert Spencer, doctrinario de la evo- lucin mecanicista, Henry Huxley, gran biélo- g0; 0 los alemanes Fritz Miiller y Exnst Haeckel ms tarde. El darwinismo constituyé un peligroso ad- versario para la Iglesia. Sus afirmaciones, fun- dadas en todo un aparato cientifico, parecian LA IGLESIA DE LAS REVOLUCIONES irrefutables. Hasta las contraofensivas dirigi- das por auténticos sabios, como los «positivis- tas» Flourens o Claude Bernard, que reprocha ban a los darwinistas el no poseer pruebas «po- sitivas» de cuanto decian, o los mismos descu- brimientos del fraile agustino Gregor Mendel (1825-1884), que daban cuenta minuciosa del mecanismo de la herencia de manera poco con- forme a las tesis darwinistas, no lograron fre- nar la inmensa oleada que llevé aquella doctri- na, simplificada y vulgarizada, a inmensos es- tratos de la conciencia humana. La férmula «el hombre desciende del mono» adquirié valor de axioma. ¢Qué quedaba entonces del relato bi- blico de fa creacién del hombre por Dios? Mas atin que el darwinismo cientifico, el filoséfico fue uno de los més peligrosos adver- sarios del Cristianismo, cosa que no habia de- seado su fundador, desde luego, que habia sido buen cristiano, pero que fue querida por mu- chos de sus discipulos, sobre todo por Haeckel, verdadero maniatico de la irreligién. Por su naturalismo, parecia eliminar todo el papel de Dios en la creacién, puesto que lo superior se explica por lo inferior, el hombre por el animal, el pensamiento por la sensacién; es decir, nece- sariamente, el espiritu por la materia. Por su mecanicismo, oponfase a toda finalidad, ya que la evolucién de las especies no era el resultado de un plan providencial, sino el efecto de una ciega presién de causas eficientes, de luchas y de choque; primer paso hacia la doctrina sein la cual el hombre mismo, reducido a no ser mas que una especie de mecanismo, no obra més, que bajo la presién de fuerzas materiales, doc- trina que admitirén Spencer y Huxley y sera Gefinida por Marx como «materialismo hists- rico». En fin, por su evolucionismo generaliza- do, el darwinismo arrastraba al hombre, sus instituciones, sus doctrinas —y también su cien- cia, su arte, su moral, su religién— hacia una perpetua movilidad, Nada de verdades inmu- tables, nada de moral —la moral no existe mas que en funcidn de la lucha por la vida— y, por supuesto, nada de religién revelada: los dog- ‘mas no eran mds que transitorios estados de conciencia que, muy primitivos en principio, se van elevando por evolucién. Seré necesario mucho tiempo para que los errores y las peticiones de principio contenidas en aquellas afirmaciones masivas aparezcan con claridad, y los cristianos, poniendo sobre otras bases los argumentos, muestren que la teoria de la evolucién puede también apoyar la fe en un Dios creador que rige la evolucién de las especies, y que el finalismo espiritualista da cuenta mejor de muchos mas hechos que el ma- terialismo: verdades todas que ya habia intuido San Agustin. Mas, en el instante en que apare~ cid, aguella doctrina correspondia a las més profundas tendencias de la inteligencia occi- dental, a aspiracién roméntica hacia el pan- teismo, el asombro ante la ciencia, el deseo del hombre de superar a Dios, todas las tendencias que se hallan en otros sectores del pensamien- to. El puesto del darwinismo en la historia de la rebelién luciferina, en el desarrollo del hu- manismo ateo en 1860, ha sido sofialado de manera clara por la traductora francesa de El origen de las especies, Clémence Royer: «Si —decfa en un polémico prefacio—, creo en la revelacién, pero en una revelacién permanente del hombre a si mismo y por s{ mismo; una re- velacién tradicional que no es més que la re- sultante de los progresos de la ciencia y de la conciencia contemporineas.... —y_conclufa La doctrina de Darwin es la revelacién racional del progreso.» La religion de la ciencia «La revelacién racional del progreso»: la formula era oportuna. Pero no era solo el dar- winismo a quien pudiera aplicarse. Una reve~ lacién racional del progreso, que conducia a «ana revelacién del hombre a si mismo y por si mismo», la esperaba el occidental del si- glo XIX més generalmente de todo lo que, en cualquier orden, dependiera de la ciencia, y no solamente de las ciencias hioldgicas 0 paleon- tolégicas. ‘Ahi esta el hecho caracteristico del si- glo XIX en el dominio de las ideas: el triunfo del racionalismo cientifico. La revelacién que WIS Y EL HOMBRE EN PUGNA. ae espera es racional. Triunfa la razén. Prime- ro, como método del pensar: desde Descartes, ne ha impuesto en todas las disciplinas, esté en Iu base de todos los descubrimientos, de todas lus teorias. No se tiene duda alguna acerca de xu omnipotencia: esas dudas que, tan lancinan- ws, experimentardn los hombres del siglo XX... Mis ati: la raz6n aparece como suprema ex- presién del mundo y del hombre, como medida tle las cosas. Los filésofos del siglo XVI han trabajado para restablecer su imperio. Los més ingenuos de los revolucionarios, incluso la han inizado; y también aquellos que gustan po- to de ciertas mascaradas han sido convencidos «racionales». En adelante, para un espirita «se rio» o que tal se cree, nada hay de verdadero fucra de la perspectiva racionalista. «Todo lo que es real es racional ~dira Hegel—, todo lo jue ¢s racional es real.» Y acerca de este punto, todo el mundo esta de acuerdo. Lo que da a esta eorriente del pensamien- to una fuerza irresistible es el extraordinario, el prodigioso progreso de las ciencias, puras y ap! cadas. Ya Bossuet habfa reconocido que en su tiempo «el hombre ha cambiado casi la faz. del indo». Eso era verdad, y mds atin cuando al siglo de Descartes sucedié el de Newton. Las in- venciones y descubrimientos del «Siglo de las Hiuces> han contribuido enormemente al éxito le la afilosofia> ; y los filésofos, en su mayorla, sv estiman sabios. Pero es el siglo XIX el que, por excelencia, puede Hamarse «cientifico». Ctim- plense en ‘todos Jos terrenos progresos tan nu- imerosos, que resulta impo le esbozar cl elen- co més reducido. La ciencia pura explica el mundo; renneva las mateméticas con Cauchy, Abel, Galois o Weierstrass, inventor de las fun" ciones elipticas; descubre la clectrodindmica con Ampére; define el calor como trabajo con Ma- yer y Joule; demnestra con Carnot que la ener gla 'se degrada. Le Verrier, mediante el solo cAlculo, sittia en el vasto cielo al planeta Nep- tuno; Dopler y Fizeau, Kirchoff y Robert-Gui- Haume Bunsen disponen el andlisis espectral Por su parte, la ciencia aplicada da la impre- sién al hombre de que posee cl mundo. En el momento en que el vapor pone en marcha las méquinas industriales, las locomotoras, las na- 17 ves; cuando la misteriosa fuerza de Ja electri- cidad se deja domesticar, 0 el telégrafo trans- mite mas allé del Atlantico la expresién del pensamiento; 0 cuando surgen la maquina de coser y la rotativa, ¢ innumerables instramen- tos alivian la fatiga de los hombres; mientras Ja anestesia anula dolores y sufrimientos, god mo no iba a considerarse el sabio una especie de nuevo demiurgo? Elentusiasmo es normal y, en cierto sentido, seria legitimo si no condujera a la hybris, el or gullo luciferino. Son incontables los himnos a Ia gloria del progreso cientifico durante todo el siglo, incluso entre los cristianos. Mas, entre los ensalzadores de la ciencia, comienzan a surgir intenciones que no podrian admitir los cristia- nos. «El acrecentamiento de las ciencias es infi- nito —escribiré Taine...—, puede preverse que Megaré un tiempo en que reinardn como sobe- ranas sobre todo el pensamiento igual que so- bre los actos del hombre..., sin dejar a sus riva~ les nada mas que una existencia semejante a la de esos érganos imperceptibles que en una plan- ta o en un animal desaparecen absorbidos por el enorme crecimiento de sus vecinos.» Tal es el L'Avenir de la Science que adivina el joven Ex- nesto Renan en un libro escrito hacia 1848, pero no publicado hasta 1890; la ciencia ilus- traré al hombre de manana; le entregaré todos los secretos del mundo; le guiaré por los cami- nos de la razén perfecta; una especie de teocra- cia de los sabios esté encargada de dirigir a toda la humanidad. Suefios més misticos que racionales, pero que atraen a muchos espiritus que se creen muy racionales y positivos. Un Strauss, al término de su vida, esté unido a esa doctrina igual que Huxley o Haeckel. Y es de nuevo Renan quien formula Ja frase decisiva: «La ciencia es una religién.» Esa religién es, y no puede ser otra cosa, irreligiosa y anticristiana. Ya en los umbrales del siglo XVIIT un pensador oscuro, Claude Gilbert, habia declarado: «Siguiendo ala razén, no dependemos més que de nosotros mismos y, en cierta manera, nos convertimos en dioses.» La religién cientista climinaré a Ja revelada: «La teologia —dice Augusto Comte— se extin- guiré necesariamente ante la fisica» El Cris- LA IGLESIA DE LAS REVOLUCIONES tianismo est destinado a convertirse en uno de esos organismos fésiles de que habla Taine, «Lengo por definitivamente evidente —escri- bird Berthelot—, como la luz del dia, que el Cristianismo esté muerto y bien muerto, y que ya nada se puede hacer con él que valga la pena» 2Qué se pondré en su lugar? Claude Gilbert lo ha visto; Clémence Royer, la prolo- guista de Darwin, lo proclama: la revelacion del hombre al hombre, por el hombre. Tal es la doctrina con que nos encontramos a lo largo del siglo XIX y la que le da su verda- dera coloracién. La religién de la ciencia no queda como patrimonio de unos cuantos espi- ritus superiores, que pudieran atin interpretar- la en un sentido bastante elevado y sacar de lla lecciones importantes; divulgada por la prensa, por el libro, por la ensefianza, se con- vertird en una especie de idolatria e impondra al pueblo mitos simplificados. El hombre alcan- zard su deificacién, ya no mediante un esfuer- zo sobre si mismo y con la gracia divina, sino por un acrecentamiento ilimitado de conoci- mientos, cuando no por progresos puramente materiales. Renouvier saca de esta antiteologia una moral sin sanciones, singularmente frégil. La humanidad occidental esta en camino hacia Ja religién de la técnica, forma tangible de la ciencia, de la produceién, del «con! comparacién, toda fe, toda metafi significado. También se trata de una corriente de ra- cionalismo cientista la que hemos hallado bajo todas las doctrinas filoséficas que pretenden ex- plicar el mundo y el hombre y dar cuenta de las causas primeras. El simple materialismo, que se limita a negar toda realidad espiritual, heredero directo de Hobbes y de La Mettrie, lo absorbe y hace de él un dogma: en el congreso de Gottinga, en 1854, parece triunfar con Vogt y Moleschott de las valerosas afirmaciones es- pirituales de Rudolf Wagner; se expande en la obra del médico Ludwig Biichner, cuyo libro Fuerza y Materia (1855) no ha tenido menos de veinte ediciones en cincuenta afios. Pero la potencia expansiva de aquellos materialistas, es limitada. Encuéntrase la misma corriente en Jos dos grandes sistemas, infinitamente mas su- rd tiles y profundos, que se imponen a los hombres del siglo XIX; es el materialismo el que lleva a Augusto Comte hacia «su religién positivis- ta», y cl mismo materialismo el que, tras haber conducido al hundimiento del idealismo ale- mén, permitiré a Karl Marx invertir término a término el método hegeliano, pare restablecer fuertemente un nuevo materialismo dialéctico, social, econémico, histérico. Muy pocos de los grandes talentos de Ia época escapan (fuera de las filas del Cristianismo) al atractivo de la re- ligién cientista: tal vex Schopenhauer, el solita- rio de Danzig, cuya mirada de artista y de pe- simista ve al mundo transformarse en una gi- gantesca ilusién producida por un querer ciego y absurdo; o el socialista Proudhon, que, por orientado que esté hacia el porvenir, sospecha qué penosas amenazas puede hacer pesar sobre el hombre el desarrollo incontrolado de la cien cia y el cientismo: ese hombre que sigue siendo para él la medida del mundo... Raras excep ciones. El impulso de la religién cientista pare cia irresistible; gracias a él progresa y parece vaya a triunfar el humanismo ateo, Hacia el humanismo ateo: 1. De Hegel a Karl Marx Humanismo ateo. La férmula hecha cé- Iebre por el Padre De Lubac ', define perfecta- mente lo que es nota dominante entre los fild~ sofos de moda en el siglo XIX. Resultado de la evolucién que comenzara con el Renacimien- to, tiende decididamente a sustituir a Dios por el hombre. La concepcién cristiana del hombre, que otrora fuera acogida como una liberacién y que habia constituido el orgullo y el goce de la Edad Media, seré ahora «gravosa como un yugo>. Dios, en quien el hombre «habia apren- dido a ver el sello de su propia grandeza», se le presentara ahora como «un antagonista, ene- 1. Le drame de Uhumanisme athée, citado més arriba. Ver, especialmente, las paginas 22 y si- guientes de las que se han sacado las citas entreco- malladas de este pérrafo. DlOs Y EL HOMBRE EN PUGNA migo de su dignidady. Ese humanismo ateo no se confunde en absoluto con el atefsmo banal ¥ regocijado de los simples materialistas; ya no es una simple negativa y una desesperacién. Pero, de todos modos, es mas grave. Pretende resiituir al hombre esa parte de si mismo que Dios se ha reservado, Y elimina a Dios para que el hombre vuelva a entrar en posesin de si mismo. Semejante actitud no era nueva ni recien- te. Podria rastrearse su origen entre ciertos hu- manistas del Renacimiento; entre los més irre ligiosos de los «filésofos» del siglo XVIII, espe- cialmente en D’Alembert, D'Holbach y otros. La «Declaracién de los Derechos del Hombre» de 1789, como ha observado muy bien el historia- dor de Ia Revolucién Mathiez, era su evidente expresién: votado aquel texto, da humanidad se convierte en su propio dios». Movimientos ideolégicos y doctrinas filosdficas reforzarén ese objetivo, definiéndolo, proclamandolo y le- vando hacia él alos hombres, La primera y, para cl futuro, més impor tante de las dos corrientes que a él conducen, sigue un curso paraddjico. Tiene su origen en a obra racionalista ¢ idealista a un tiempo de Emmanuel Kant, maestro del pensamiento ale- mén a finales del siglo XVIII, que, por la Cri- tica de la razén, habia legado a la conviecién de que todos nuestros conocimientos son subje- tivos! y que no son realidad més que en la idea que nos forjemos de ellos. Asi, pues, mediante el cidealismo» resolvia el filésofo de Koenigs- berg la delicada cuestién de las relaciones en- tre el pensamiento y el mundo. Aunque fuera todo lo contrario de un inerédulo y por més que sn doctrina hubiera sido concebida precisamen- te como una reaccién contra los «filésofos» fran- ceses racionalistas y ateos, su Critica de la ra~ z6n pura abvria el camino a toda clase de idea- lismos més 0 menos panteistas y anticristianos, fen tanto que sus tesis sobre la Religién en los limites de la sola razdn, interpretadas en un sentido estrecho que él no hubiera aceptado, levaban a un escepticismo radical. 1, Sobre Kant y su obra, cfr. La Era de los Grandes Hundimientos. 19 Muerto Kant en 1804, a los ochenta afios, fue seguido sobre todo en la primera de aque~ Has dos direcciones. Fichte (1762-1814) desa- rrollé una especie de panteismo, de «monismo», para el que la tinica realidad era el Yo Univer- sal, lo que le Hevaba a sostener que Dios no es més que la expresién del orden moral: de lo que surgié una disputa ruidosa que hizo més ruido en las Universidades germanas que los caitones de Napoleén. Schelling (1775-1854), otro maestro de Jena, realizé una sintesis del idealismo kantiano y del viejo misticismo ale~ man a lo Jacobo de Béhme, el zapatero poeta, investigador del «mysterium magnum» de la naturaleza que vive, muere y resucita en nos otros; mostré que Dios, «ser en sf», no se man fiesta ni expansiona més que en el mundo y en el tiempo, que no es, verdaderamente, sino que se haces Pero el hombre que habfa de proporcionar al idealismo alemén toda su trascendencia, to- do su brillo, fue otro discipulo de Kant, disci- pulo también més o menos infiel, pero un ge- nio: Federico Hegel (1770-1851). «El Aristéte- les de los tiempos modernos —dice de él el fild- sofo incrédulo Alain—; el mas profundo de los pensadores y el que mds ha pesado sobre los destinos de Europa.» Juicio que confirma un fildsofo catélico, Etienne Borne: «il hegelia- nismo preside la evolucién de un siglo y medio de filosofia occidental, levada por él al extre- mo del racionalismo como al extremo del irra~ cionalismo. No hay ningtin pensador, ni el mis- mo Aristételes que pueda compararsele © lla, ambicién enciclopédica y sobrevivencia, no ha reinado como Hegel hasta ese punto, hasta a tiranfa, sobre el pensamiento de los demas.» Su buella evidente se encuentra no sélo en el comunismo marxista, sino en todos los sistemas totalitarios que, cien afios después de su muer te, se establecerdn en la tierra, lo mismo en el bergsonismo que en el freudismo; en el surrea- ismo, igual que en el pensamiento de Teilhard de Chardin. 1. Nocién que scré tomada por Renan y, en nuestra Gpoea, por muchos pensadores, incluso cris- tianos. LA_IGLISIA DE LAS REVOLUCIONES Aquel hombre grave, macizo, cuyos ojos fan estar siempre fijos en una realidad traseendente, era tl y como lo vemos en los retratos: un’ intelectual puro, completamente entre;cuo a la prosecucién profunda de su pen- sumiento, Primero habla sofiado con ser pastor; hizose universitario, primero en Jena; después estuvo al frente de wn liceo; més tarde, como profesor en Heidelberg y Berlin. Universitario de inmensa fama, a quien se acudia desde toda Alemania y hasta de toda Europa, en relacién con los maestros de la inteligencia —entre ellos Gocthe~ y euya doctrina se impuso a toda la ensefianza filoséfica de su pais. Cuando muxié, arrebatado por la epidemia de célera, el rector de la Universidad de Berlin, que hizo su elogio Atmebre, lo comparé nada menos que a Jesu- cristo, por la nueva revelacién que habia traido alos hombres. En vida, publicé pocas obras: la Fenome- nologia del espiritu, en 1806; después, La cien- cia de la légica y la Propedéutica filosdfica, ademés de numerosos articulos. Lo mis impor- tante de su pensamiento estaba en sus cursos. Cuando murié, sus discipulos rehicieron, seein sus manuscritos y notas, las grandes exposicio- nes de su pensamiento. Asi aparecieron sucesi- vamente su Estética, su Filosofia de la Reli- giién, sus lecciones sobre la Filosofia de la His- toria, su Légica, su Filosofta del Espiritu y tan- tas otras obras; en total, 18 enormes voliimenes en la edicién de «Obras completas». Empresa considerable, cuya ambicién de abarcar todo el campo del pensamiento es ya en si admirable Tanto como la nobleza de los prineipios que la rigen, de la que dan idea justa numerosas fra~ ses: «El hombre, porque es espiritu, puede y debe estimarse digno de lo que tiene de més clevado. De la altura y de la grandeza de su espiritu, no puede tener una idea bastante grande; y nada habré bastante duro, bastante resistente, para que no se abra a esta creencia.» Tal es el tono del mas resuelto idealismo. El hegelianismo es, a la vez, una doctrina ¥ un método, que se halla en todos los desarro- llos de un pensamiento sorprendentemente ho- mogérico. La doctrina fundamental del. siste- ma es la «identidad del pensamiento y el ser». «Lo que conocemos en el mundo real es su con- tenido conforme a la Idea, lo que hace del mundo una realizacién progresiva de la Idea absoluta» La Idea 0, si se quiere, cl Espiritu, es el alfa y omega de todo; no existe el ser individual: sélo cuenta el Ser Universal, el Ser Absoluto, del que no son mas que expresiones, partes y ‘momentos todos los elementos de lo que nosotros Iamamos «realidad». Porque ese ser absoluto es activo, y su actividad es preci- samente el pensamiento. Esté en movimiento, en un perpetuo devenir: y por ello determina la vida. Pero ese movimiento, esa evolucién si se prefiere (aunque la palabra tiene agui un sen- tido muy diverso del que le dio Darwin), es concebida por Hegel de manera muy particu- lar, segin un progreso que él Hama dialéctica. Radicalmente opuesta a la légica tradicional, fundada en el principio de identidad, la «dia~ Kietica> se apoya en el principio de contradic- cidn. La contradiecién para Hegel es esencial al pensamiento: el espiritu no puede concebir nada sin que haya una contradiccién inheren~ te a su misma afirmacién; y sélo superando esa contradiccién avanza, Toda tesis supone una antitesis: el espiritu realiza entre las dos una sintesis, un paso adelante del que volver a partir, segin el mismo método, para avanzar todavia més. Ejemplo: el concepto del ser su- pone su contrario, el no-ser, la nada; el movi- miento de la vida es la sintesis de ambos. Hegel aplica este método del pensamien- to a todos los temas; le permite explicarlo todo; da cuenta, a sus ojos, lo mismo de la evolucién de la historia que de la organizacién social y de los imperativos de la moral. Por ejemplo, en In sociedad, el Estado es la sintesis entre la vo- luntad de individualismo y la necesidad de la comunidad: es, por consiguiente, la forma su- prema del Espiritu, el «ios creado» al que todo individuo debe estar sometido: y he aqui el porvenir abierto a todos los totalitarismos. En la historia, el método dialéetico muestra que la humanidad avanza contradiciéndose a si misma, obrando sin cesar nuevas sintesis entre los clementos contradictorios que contiene; y DIOS Y EL HOMBRE EN PUGNA he aqui indicado el camino a la revolucién per- manente. zOponfanse esa doctrina y ese método al Cristianismo? Evidentemente. Hegel, personal- mente, era profundamente respetuoso para con Ia religién y especialmente para con el Cris lianismo, «religion absolutay. Pero cl Cristia- nismo, religién de un Dios hecho hombre, y que consagra todo lo creado, no ha aceptado nunca ser identificado con un puro y simple idealismo. Sin negarse nunca totalmente a a mitir la existencia de la ley de contradiccién —especialmente en el homo dupler—, no ha creido nunca que todo esté en perpetuo deve- nir, que nada sea fijo, nada estable, dogma, moral, revelacién. Para Hegel, el Cristianismo es un momento necesario de la aventura hu- mana, pero un instante que debe ser superado. Tambien para él, como para Schelling, Dios no es, sino que «devienc»: la historia de la humanidad es la historia del «devenir» de Dios. Este anticristianismo tedrico, latente en todo el hegelianismo, no tardé en tomar un ca~ ricter més agresivo después de la muerte del filésofo. La escuela surgida de él se divide muy pronto en dos corrientes: la «derecha hegelia- na» insistié sobre todo en el aspecto idealista de su doctrina, en sus afirmaciones de la prima- cfa del Espiritu, y en cuanto a su dialéctica, permitia justificar el orden establecido, el Es lado, la religién, sintesis fclices y necesarias. Pero la «izquierda hegeliana» retuvo sobre todo su méiodo dialéctico y su concepcién de un mundo en perpetua evolucién, para justi- ficar sus aspiraciones irreligiosas y revolucio- narias. Fue Ludwig Andreas Feuerbach (1804 1872) quien sistematiz6 esas aspiraciones, En- cargado de un curso en la Universidad de Er- Tangen, puesto que le obligaron a abandonar Jas audacias de su primer libro, Pensamientos sobre la muerte y la inmortalidad, refugiado en la soledad de una aldea bavara, se hizo céle- bre de pronto cuando, en 1844, publicé La esencia del Cristianismo. Aplicaba al hecho religioso el método hegeliano; pero sus estudios sobre la fuerza del milagro, el «deseo teogéni- 24 co», le levaron a una aprehensién més positiva de Ja naturaleza misma de la religién, explica~ da por las profundas tendencias del hombre a salvar su Yo, cuando ese Yo, ese individuo, nada tiene de inmortal, puesto que sdlo el es piritu universal lo es, Pero ese «espiritu uni- versal se identificaba, para Feuerbach, con la realidad tangible. Tomando asi lo contrario del postulado idealista de su maestro, afirmaba que el elemento primordial en el mundo no es el espiritu, sino la materia, Segyin sus propias de- claraciones, volvia a poner «sobre sus pies al hombre al que la filosofia especulativa habia colocado sobre la cabeza». El materialismo afirmabase con caracteres absolutamente nuc- vos. «Der Mensch —exclama— ist was er IST» — «SST»: juego de palabras que puede tradu- cirse ast: , diria Lenin; y de hecho, en el marxismo la accién forma im cuerpo con la doctrina: ésta es la base de aquélla. Adivinando en el proletariado el elemento motor de la proxima historia y en la lucha de clases la marcha dialécti- ca de las sociedades humanas, Marx confie~ ze a su doctrina una fuerza’ de expansin nica. Atacando a los Fourier, los Proud- hon y hasta a los Lassalle y otros socialis- tas que se balanceaban en bellos suelios re- formistas, Marx decia con brusquedad: «No se trata de comentar al mundo, sino de trans- formarlo» Incorporado al socialismo de esa LA_IGLESIA DE LAS REVOLUCIONES manera, el pensamiento marxista iba a conver- tirse en la més eficaz expresién del humanis- mo ateo. Hacia el humanismo ateo: 2. Positivismo y religion de la humanidad segan Augusto Comte En el ntimero del 1.° de agosto de 1850, la Revue des Deux Mondes escribia, con la firma de Emilio Saisset: «M. Feuerbach en Berlin, como M. Augusto Comte en Paris, proponen a la Europa cristiana la adoracién’ de un dios nuevo, el género humano.» La relacién honra ala hucidez mental de aquel cronista hoy olvi- dado. Efectivamente, el mismo aiio de 1842 en que Ludwig Feuerbach hacia aparecer La esen- cia del Cristianismo, otro pensador, entonces poco discutido y paco conocido, acababa la pu- blicacidn de su vasto Curso de Filosofia positi- va; y por carninos diferentes llegaban a la mis- ma maxima: Homo komini deus. Augusto Comte (1798-1857) era un perso- naje extraordinario: brillante discipulo de la Escuela Politécnica, inteligencia superiormen- te organizada, sin duda alguna, pero incapaz de adaptarse a la vida social y de salir adelante en. ella segtin su talento, obligado a ganarse la vida como repetidor-examinador en el Politécnico, encerrado en dos ocasiones en una casa de salud: a medias un gran hombre y un fracasado. En el orden literario se ha podido decir que «era lo contrario de un artista, pero si un genio de la coherencia, hasta las fronteras del absurdo»; sin embargo, Charles Maurras admiraba en su pensamiento «la dulzura, teraura, firmeza y las certezas incomparables». En cuanto a su vida sentimental, por tantas razones insepara- ble de su vida espiritual, no era menos comp! ja y paraddjica; casado en su juventud con una prostituta, a la que repudié después, aque! hom- bre intelectual puro, entusiasmado con las cien- cias exactas, se vio trastornado por la pasién que le inspiré la sorprendente Clotilde Vaux, cuya memoria idealizé hasta el punto de casi divinizarla, dando culto a sus reliquias y hasta asus sandalias... Su obra se divide en dos grandes nibricas, cuyo cardcter complementario no siempre ha sido tenido en cuenta: la exposicién de una doc trina filosdfica, el positivismo, tal y como lo hizo en el curso por él desarrollado en el Ateneo de la ruc Saint-Jacques, de 1835 a 1842; des- pués de 1846, fecha de la muerte de Clotilde, vino la proclamacién de una religién de la hu- manidad, que sobre todo se halla en su Systéme de philosophie positive (1851-1854) y su Caté- chisme positiviste (1852). El positivismo es, en esencia, un sistema realista, pragmatista, en cierta manera, la con- clusién légica del racionalismo a lo Descartes y el de los Enciclopedistas. Es positivo lo que esta demostrado de manera indiscutible; no es in- discutible més que lo que siempre puede com- probarse; la «filosofla positiva» es aquella que pretende no planiear los problemas y no formu- lar solucidn alguna ms que en funcién de lo que es «positivo», es decir, innegable. Sitiase en la perspectiva cientista, ya que sélo los mé~ todos cientificos permiten aprehender indiscu- tiblemente lo real. Pero entre las ciencias, Comte no admite mas que aquellas cuyos pasos fundamentales estan basados en la mateméti- ca; y considera menos cicntificas, menos «po- sitivas, las que necesitan de hipétesis acerca de la naturaleza de los cuerpos, la quimica 0 la biologia por ejemplo; y condena absoluta~ mente toda investigacién sobre la constitucién de la materia o de los astros. Pero el positivismo no es un simple prag- matismo. «Harla poco caso de los trabajos cien- tificos —dice Comte— sino pensara siempre en su utilidad para la especie humana.» Lector asiduo de José de Maistre y de Bonald en su juventud, discfpulo durante una temporada del precursor del socialismo, Saint-Simon, le urge la idea de que hay que renovar a la sociedad, rehacer bases nuevas para la vieja civilizacion oceidental a la que considera amenazada y pronta a derrumbarse. El espiritu hallaré esas nuevas bases en la filosoffa positiva y en la ex- periencia que la ciencia le proporciona. La or- ganizacién de la sociedad deberd hacerse se- gin leyes tan estrictas como las de Jas ciencias exactas; y deberd depender de una cieneia, la DIOS _Y EL HOMBRE EN PUGNA sociologia. Sélo a este precio pueden salvarse las cosas. Ademés —piensa Augusto Comte— esta marcha de la sociedad occidental hacia el nuevo estado es inevitable. Cuando sdlo tenia veinti- cuatro afios, habia escrito, para una publica- cién sansimoniana, un folleto —al que més tar~ de calificé de «fundamental titulado Pros- pectus des travauz scientifiques nécessaires pour réorganiser la societé. Formulaba alli la ley, destinada a hacerse célebre, de los «tres estados». E] espiritu humano en su marcha y la humanidad en su desarrollo histérico, pasan necesariamente por tres estados: el estado teo- ldgico o ficticio; el estado metaffsico 0 abstrac- el estado positivo o cientffico, que es el de- vo, porque es el tinico que asegura una ab- soluta coherencia de todos los datos de los pro- blemas humanos. La sociedad del siglo XIX debia legar lo més répida y totalmente posible al tercer estado, si queria renovarse y cumplir su destino. Semejante doctrina, evidentemente, estd en los antipodas del Cristianismo y de toda reli- gién. Adems, expresamente, Comte concluye de modo légico en la eliminacién del hecho re~ ligioso. En el estado teol6gico se explican los fe~ némenos mediante fuerzas sobrenaturales, fe- tiches, divinidades o el mismo Dios; en el estado metafisico, se reemplaza a Dios ya los dioses por entidades filoséficas; pero en el estado posi- tivo, no se pide la explicacién del mundo, de la vida, del hombre, mds que a la observacién de Jo real, @ la experimentacién y a la técnica. En semejante perspectiva no se niega la religién, pero se la considera como wna nocién «irrevo~ cablemente pasada». No se trata de ateismo, porque el ateismo que se toma el trabajo de negar a Dios, es una «emancipacién insuficien- to». Hay que deshacerse de lo divino procuran- do no hablar siquiera de ello y climinando cualquier huella suya en el hombre. Del posi- tivismo ha podido decirse que «prueba la rigu- rosa necesidad de carecer de Dios» Pero (y ésta es la segunda hoja del diptico comtiano) «puesto que no se destruye mds que aquello que se reemplaza», seguin frase de Na- poleén III que Augusto Comte gustaba citar, en lugar de Dios hay que poner otra cosa. Esa otra cosa es la religion de la humanidad. Algu- nos comentaristas han visto en esta segunda parte de la doctrina de Augusto Comte un ele- mento sobreafiadido, cuya idea le habria veni- do a continuacién del «hock» fisico que eausa- ra en él la muerte de Clotilde de Vaux. De he- cho, es la consecuencia légica de las tesis posi- tivistas; de la misma manera que el culto re~ volucionario de la diosa Razén es la iltima con- secuencia del racionalismo atco del siglo XVIII, Augusto Comte se negaba a admitir que el es tado positivo fuera puramente negativo; lo que- ria engendrador de nuevos ideales, de nuevas normas. La religién de la humanidad dirigirfa esta nueva construccién, uniendo en torno a lla las voluntades individuales. Y atin mas que las voluntades: porque el hombre no es sdlo in teligencia y voluntad: es también corazén. Por ello en esta religién nueva, utilizando sus fuer- zas de sentimiento, el hombre realizar su unidad. Podemos pasar por alto los aspectos ridfeu- los que, cediendo a un delirio de anticipacién que Marx evitaré cuidadosamente, Comte dio a su religién de la humanidad, Especie de teo- cracia caleada sobre los aspectos extrinsecos del catolicismo, con su sacerdocio a cuya cabeza hay un gran sacerdote, verdadero papa; con sus sacramentos y sus canonizaciones, incluyendo entre sus dogmas hasta una especie de caricatu- ra de la Trinidad, la construccién comtiana (a la que se unieron muy pocos de sus discipulos) se presta demasiado a la facil ironia. Ostentaba aspectos generosos, proponia al hombre una moral estricta, un ideal de fraternidad, y e- gaba a rechazar de la humanidad divinizada a los criminales, aunque se presentaran en la Historia con los grandes nombres de Nerén, Ro- bespierre 0 Bonaparte. Pero no deja de ser por ello una de las fuentes de la gran corriente que Nlevaré a la humanidad de nuestra época hacia las supremas negativas. Por sus cuidados, «la humanidad sustituye definitivamente a Dios». Poco importa que atin no se haya visto, como soataba Augusto Comte, en Notre-Dame de Pa- ris, convertida en el «gran Templo occidental; la estatua de la Humanidad erguida «sobre el LA IGLESIA DE LAS REVOLUCIONES pedestal del altar de Dios»; sustancialmente, es demasiado verdadero que, como Feuerbach © como Marx —y més tarde como Nietzsche—, Augusto Comte habré sido uno de los profetas de la herejia decisiva de nuestro tiempo. En el suyo se colocé decididamente en la cohorte de los enemigos de la Iglesia, por mas gue personalmente se mostrara respetuoso con el Cristianismo y, en especial, con la figura de Jestis, y que leyera cada dia la Imitacién. Pero el catolicismo le parecia «petrificado»; su teo- ria «superada», su sistema, entregado a una «decrepitud irrevocable»; es verdad que habia representado un papel histérico enorme e in- cluso «salvado a la sociedad»; pero ese papel habia definitivamente terminado y la «disolu- ciém» era el vinico camino posible. Si resultaba itil interesarse atin por aquel cadéver era sdlo para comprender cémo el Cristianismo habia podido imponerse y durar: cémo, sobre todo, San Pablo habia sabido sacar sélidas institu ciones de los suefios anarquistas de Jestis; cdmo el sacerdocio catélico habia sabido tener en la mano, por una notable organizacién, durante siglos, a toda una sociedad. Incluso al término de su vida, cuando suefia con un acercamiento entre la religién de la hurnanidad y la de Cris- to, el Cristianismo seguia valiendo para Comte solamente como una especie de prefiguracién del régimen «positivista», tecnocratico en tan- tos aspectos, que él deseaia. Porque —y esto es lo que més diferencia al positivismo del marxismo, también positivis- ta en algiin sentido— el pensamiento de Augus- to Comte nada tenia de revolucionario. Su filo sofia, dice su administrador Littré, «igaba a la ciencia toda la estabilidad mental y social». Y Brunschwieg sostiene que el propdsito pro- fundo de la religién positivista era combatir «la enfermedad occidental, ya que el principio reyolucionario consistia en no reconocer otra autoridad espiritual que la razén individual». jExtrafio término para quien era partidario del racionalismo puro! En defensa del orden social, Augusto Comte trond contra y cuyo discipulo Bré- hier ha podido decir todavia que «era el ene- migo nato de todas las doctrinas que, con un titulo u otro, consideran la vida moral del hom- bre como manifestacién necesaria de una ley». Positivismo y cientismo constituiran en. adelante el elemento esencial de las convie~ ciones de quienes se consideren «librepen- sadores». E. incluso cuando los iniciadores se hayan separado de aquellas doctrinas —diri- giéndose Renan hacia un vago idealismo, ha- Hlando Taine en un Cristianismo protestantizan- te las bases de una moral social capaz de conte- nee los instintos de la bestia humana que perso- nalmente habra visto actuar en Ja Comuna, 0 adoptando Renouvier su «personalismo, esas nociones seguirén penetrando profundamente en las conciencias. La francmasoneria, cada vex menos deista, acabaré por admitizlas, mez- cladas con el humanismo sentimental. Tal ocu- rrird cuando, en 1866, el francmasén Macé fun- de la Ligue de PEnseignement, asociada a un virulento anticlericalismo, la doctrina abierta- mente proclamada de ese organismo, llamado a representar un triste influjo entre los educa- dores. En 1859, en un artleulo de Le Correspon- dant, el abate Meignan, futuro principe de la Iglesia, escribia: «El progreso religioso ha cesa~ do a la vez en las regiones aristocraticas de la in- tcligencia y en los estratos profundos de la so- ciedad, en tanto que en lo mas bajo se declara un odio brutal al sacerdote» Esa comproba- cién desanimadora parecia justificada. Un nue vo paso, enorme, parecia haberse dado en aquel camino dirigido a la rnina del Cristianismo y aun de toda religién, exceptuada la del hombre. 4zCémo ha reaccionado Iglesia? Ante un peligro cada vez mas evidente, se~ ria falso creer que la Iglesia permanccié indi- ferente e inerte. De la misma manera que ya en el siglo XVIII habia podido verse en el campo catélico a hombres —numerosos y no todos in significantes— que habian resistido valerosa- mente a los ataques de los fildsofos, en el si glo XIX Ja lista de esos hombres serfa inmensa, imposible de trazar del todo con los nombres de quienes lucharfan por la verdad, por la fe y por la Iglesia, Pero, como ocurrié con sus antece sores, la mayoria de estos hombres son ignora- dos por la historia y la historia literaria; con frocnencia son las doctrinas ateas las que pare- cen tinicas dignas de acaparar la atencién. Pero serfa injusto creer que la inteligencia estuvo toda de la misma parte. Paralelamente a quienes ostentan los pri- meros puestos en los manuales, se afirmé una seleccién intelectual catdlica a lo largo del si- elo XIX, y con vigor ereciente. El clero ~Vache- rot, adversario vigilante, lo comprobaba en un articulo de la Revue des Deuz Mondes— con- taba en sus filas con un ntimero considerable de hombres de vasta cultura y de espiritu bien for- mado. De Lacordaire al abate Perreyve, de Monsefior Gerbet a Monsefior Dupanloup, de Monsefior Maret al futuro Cardenal Meignan, de Monsefior Von Ketteler, en Renania, al Car denal Geissel, en Viena, y del espaiiol Jaime Balmes al inglés Newman, muchos nombres acuden ala memoria, demasiados para que re~ nunciemos tan pronto a enumerarlos. La ciencia no conté solamente con incrédulos a su servicio: también seria larga la lista de los representan- tes notables de esa especie de sabios que no pen- LA_IGLESIA DE LAS REVOLUCIONES saxon que fuera necesario rechazar las verdades sobrenaturales para hacer avanzar el conoci- miento de la realidad. Ampére, Laénnec y Pas- teur son los més célebres; pero, jcudntos otros podrfan ser citados! Fresnel, inventor de los faros lenticulares; Biot, que descubre la polari- zacién de la luz; Thénard, inventor del agua oxigenada; los matematicos Gauss y Cauchy, Le Verrier, el’ astrénomo que encontrd a Neptuno; el jesuita Secchi, que analizé la composicién quimica del sol, 0 el fraile Mendel, teérico ge- nial de las leyes de la herencia. Sobre bases cristianas, un Maine du Biran, un Ravaisson y, sobre todo, un Rosmini, edificaron sistemas Filoséficos cuya importancia fue, sin duda al- guna, limitada, pero no despreciable. Y si la «gran literaturay, que a comienzos del siglo se habia rodeado del prestigioso halo catélico de Chateaubriand, parecié separarse més tarde de a fe cuando Victor Hugo se pas6 al otro campo y Lamartine no conservé de su antigua fideli- dad mds que una nostalgia, no podria decirse que las letras catdlicas permanecieron desam- paradas, En Francia, un Montalembert, un Veuillot, un Ozanam’y, desde luego, durante buena parte de su vida, un Lamennais, mere- cen algo més que el puesto de segundo orden que tantas veces se les otorga. En Espafia los dos mas grandes escritores son, sin duda, ca- tlicos: Balmes y Donoso Cortés. En Italia, un Silvio Pellico, un Manzoni, siguen los caminos tradicionales y Henan de prestigio la gloria li- teraria y la defensa de la verdad cristiana. Ha- cia 1850 puede incluso hablarse de una renova- cién de la novela catélica, no solamente a cau- sa del éxito inmenso de Fabiola, en la que el Cardenal Arzobispo de Westminster, Wiseman, pone en escena uma iglesia de las catacumbas (1854), sino también por el importante prefacio que Barbey d’Aurevilly (1858) puso a la reedi- cién de Une vieille Maitresse, abriendo cl ca- mino a los Huysmans, a los Péguy, a los Berna~ nos. El Gristianismo y sus preceptos «no han ahogado la fuente del genio humano», decia Veuillot, y no era menos verdad en su tiempo que anteriormente. Sin que se trate, evidentemente, de «genio» en la materia, la reaccién de la Iglesia frente a los ataques de los incrédulos se traducia sobre todo en una verdadera floracién de obras, folle- tos, optisculos, cartas pastorales y drdenes epis- copales, destinados a denunciar el error y alix- mar las verdades cristianas. Ha podido decirse incluso que el siglo XIX fue la edad de oro de la Apologética, disciplina que es, en la historia, vieja como la Iglesia misma, y cuya autonomia como ciencia sagrada proclamaré el Concilio Vaticano mediante la Gonstitucién Dei Filius. El catolicismo cuenta con centenares de esos apologistas. Algunos alcanzan inmensa repu- tacién, como Monseiior Pie, futuro Cardenal, a qnien sus admiradores lamaran el «San Hilario de los tiempos modernos» ; 0 el redentorista Vic~ tor Deschamps (1810-1885), que fue Arzobispo de Malinas, cuyos Entretiens sur la démonstra- tion catholique de la révélation chrétienne y cu- yas Cartas contra clos anticristos» provocaron gran revuclo; o también, en Italia, el célebre Padre Ventura (1792-1861), teatino, que, antes de representar un papel en la politica, se dio a conocer con su libro Razén filosdfica y razin ca- t6lica, en el que ain se hallan buen numero de notas interesantes y discretas; y, antes de su ruptura con la Iglesia, el maestro de Munich, Déllinger; pero el mas notable de todos, el ver dadero renovador de 1a apologética fue el futu- ro Cardenal Newman. Sea cual sea el valor —de hecho tan diver- so— de aquellos grapos de apologistas, su sola presencia da testimonio de la vitalidad de la Iglesia, de su resolucién a no dejarse atacar sin dar una réplica. Y hay que subrayar un he- cho: el innegable esfuerzo realizado para con testar a los adversarios con armas semejantes a las suyas. Mientras que en el siglo XVIII los «filésofom, con Voltaire al frente, usaron de manera superior del opisculo y del panileto contra la Iglesia, en tanto que sus defensores (con raras excepciones, como la de Fréron) no supieron servirse del mismo medio, es evidente que en el siglo XIX los catélicos han compren- dido mucho mejor la importancia de una. pro- paganda adaptada a las exigencias y condicio- nes nuevas del puiblico. Las obras de los y la utopia senti~ mental de Rousseau. Chateaubriand impuso el silencio a la risa del Rey de Ferney; restituyd al misterio, a lo sobrenatural, su lugar soberano, al mismo tiempo que orientaba al sentimiento hacia la fe. Sin duda alguna, la obra tenia no pocos puntos débiles, no solamente en su forma frecuentemente pretensiosa y abundante en fr- mulas huecas, sino también en su fondo, en el que son frecuentes las confusiones, especial- mente entre lo sobrenatural y lo maravilloso; pero, a pesar de todo, su papel fue decisivo: contribuyé a devolver al Cristianismo su digni- dad, su puesto. Los temas del Genio fueron recogidos en los ambientes religiosos y hasta en los piilpitos, donde habrian de usarse y repe- tirse hasta la saciedad. Y en ello hubo otro peligro. Porque la influencia de Chateaubriand persuadié a numerosos apologistas que la argu- mentacién sentimental, estética y literaria bas- taba. Apenas se tenia la sospecha de la impor tancia que las ciencias comenzaban a adquirir en la critica de los adversarios, y ain menos de la necesidad de responderles en el mismo tono. Quienes manejaban aquellos temas no se preocuparon de otra cosa. Sus procedimientos cstilisticos, por otra parte, eran demasiado féci- les al paso —mediocre—’al lenguaje hablado. Asi fue Chateaubriand, en gran medida, el res- ponsable de esa apologética oratoria demasiado indinada a las exposiciones huecas y a los es- fuerzos verbales, pero pobre en doctrina y en ciencia: esa apologética de predicador cuyo gé- nero, por desgracia, esté lejos de haber desapa- recido de nuestros plpitos. Hacia finales del periodo que nos interesa, en 1868, el racionalis- ta Etienne Vacherot, en el articulo dedicado a la Teologia catélica en Francia, tras haber enumerado a los maestros de esa disciplina y ha- ber alabado su talento y declarado que su «elo- cuencia apasionaday era capaz de hacer «tronar de entusiasmo y de indignacién a sus audito- rios, afiadia que sus obras no aportan siquicra un inicio de respuesta a las peligrosas cuestio- nes propuestas a la fe por «el espiritu histérico y critico, que es el verdadero espiritu del siglo». Posiblemente esta afirmacién era excesiva y po- dia haber sido matizada: pero en su conjunto no carecia de verdad, La corriente roméntica arrastré, pues, una gran parte de la apologética del siglo XIX. A ella se aiiade otra, procedente de Maistre y Bonald, sobre todo del segundo de esos pensadores: es eh tradicionalismo. En detrimento de la razén, sos- pechosa de ser responsable de la rebelién de la inteligencia, exaltébase la tradicién, que se ha- cfa remontar a las primeras edades, a una espe- ie de primera revelacién; doctrina a la que la Iglesia, que nunca ha condenado a la razén en sf misma, opondré formales reservas, pero que no por ello dejé de ejercer cierta influencia so- bre buen ntimero de apologistas. En la confluencia de ambas corrientes se si- tia Lamennais, el Lamennais del Ensayo so- bre la indiferencia, perfecto ejemplo de una apologética romntica nutrida con doctrinas de Maistre. Su influencia no puede ser subesti- mada: es verdad que para muchos de sus con- tempordneos, aquel libro apasionado parecié reunir, sogtin la frase del abate Teysseyrre, «el estilo de Juan Jacobo Rousseau, el razonamien- to de Pascal y la elocuencia de Bossuet», Su defensa de la utilidad de la religidn y de la dig- nidad del Cristianismo, su demostracién de los peligros a que el atcismo exponfa a la humai dad, contribuyeron ciertamente a conducir a muchos hacia la fe. Y hasta cuando su teorla del «buen sentido» como base de la revelacién le valié (tanto como sus posiciones politicas) el ser condenado por la Iglesia, el impulso por él dado siguié dejéndose sentir, y fueron muchos los disefpulos que, en un camino més recto que el suyo, prolongaron su accidn. Pero tampoco Lamennais —como Cha- teaubriand— logrd colocar la «defensa de la Iglesia» en el terreno en que era deseable ver la, para enfrentarse a los ataques del hegelia- nismo y a los que ya se preparaban de parte de Feuerbach y de Comte. El Méthode de la Pro- vidence, de Victor Dechamps, el redentorista belga, procedia con todo de una idea justa: que nada interesa tanto al hombre modemo como él mismo y que hay que partir de las aspiraciones del siglo para edificar una apologética adapta- LA IGLESIA DE LAS REVOLUCIONES, da al siglo. La de Lacordaire, semejante a ésta, tendia a responder a las interrogantes del hom" bre, a su ansiosa busqueda de la verdad, a la «demostracién tomada del interior», como de- cia él mismo: esa apologética estaba también orientada hacia el futuro. Pero les faltaban esas bases cientificas, histéricas y criticas cuya ne- cesidad tan exactamente denunciaria Vache- rot. Y a falta era atin més acuciante con res pecto a los que atin mantenian la apologética doctrinal cldsica, aun los més estimables como el Padre de Rozaven; y en mayor grado en obras como el Arte de Creer, de Augusto Nico- las, o en La Divinité de Jésus-Christ, de Euge- nio de Genoude. Lo que no significa que algunos de aquellos apologistas no hayan visto claro en qué camino conven(a situar la apologética para ponerla a la altura de su labor. El Padre Gratry (1805-72), profesor de Religién en la Escuela Normal Su- perior y después profesor en la Sorbona, con cibié la idea de conciliar la ciencia y la fe y traté de construir sobre ella una filosofia com- pleta, que comprendiera una teodicea, una me- tafisica, una Iégica y una moral, orientadas a un fin apologético: pero si su papel de anima- dor de aquel movimiento iba a ser —como ve mos mds adelante— bastante importante, si so- bresalié en el anilisis psicolégico y en el Ha- mamiento a las almas, su obra siguié siendo muy literaria para oponerse a los ataques de la incredulidad. Mas préctico, el método del Padre Félix, conferenciante de Notre-Dame, «apolo- gista realista», que se apoyaba en lo concreto de su tiempo y no se negaba a incluir la idea de progres, mostraba mejor el camino del porve- nir, sin comprometerse empero completamente en él, Lo mismo se diga de la apologética de su sucesor, el Padre Jacinto Loyson, que hasta la vispera de su apostasia insistié en subrayar la armonia entre el Cristianismo y las grandes as- piraciones del hombre moderno. Todo esto deja una impresién de insatis- faccién e insuficiencia. Hasta la Constitucién Dei Filius del Concilio Vaticano, destinada a servir de base a la apologética moderna, admi- rable por las reglas que fija, por las posicio~ nes que define en cuanto al papel de la Razén, de la Gracia y de la Revelacién, y mas atin por su solemne afirmacién de que «la Iglesia es en si misma un grande y perpetuo motivo de cre- dibilidad>, no parece prestar mds atencién a los. sectores especialmente amenazados por las més activas fuerzas de la irreligin. Sin embargo, en el instante mismo en que se reunian en Roma los Padres del Concilio, aparecia en Inglaterra un libro que abria a la apologética nuevos caminos. Presentaba un ti- tulo misterioso: Ensayo para ayudar @ una gra- mdtica del asentimiento, y su autor era New- man, uno de los protagonistas de aquel «Movi- miento de Oxford» cuya importancia, incluso fuera de Inglaterra, iba a ser tan considerable. Newman ponia exactamente su dedo en el nudo de la enestién: gcémo el hombre moderno pue~ de armonizar la adhesién incondicional a la fe y los argumentos racionales que aparentemente se oponen a ella? Seinejante problema no habia dejado de obsesionazle desde su conversién. Y hallé la solucién en lo que ha podido lamarse, por una audaz. anticipacién, una «apologética existencial».1 Sin sacrificar la necesidad de fun- dar racionalmente la fe, sin interpretar la reve- lacién segiin los esquemas Hamados cientificos =o que harfan algunos de sus herederos mo- dermistas—, apelé a una «psicologia del pensa- miento implicito y de la vida profunda, a una «espiritualided de lo individual»? El ‘asenti miento que cl creyente da a su fe debe, desde luego, tener en cuenta los progresos de la raz6n, las adquisiciones y la critica de las ciencias; pero se sittia bastante ms all de esos conceptos abs- tractos. Refiriéndose a la experiencia vital del hombre, se puede conducirlo a la fe, colocén- dolo incesantemente en este «cara a cara» ini co: . Pero al pisar menos el terreno cientifico, al tender, sobre todo, a difundir en un extenso pir blico sus vastas sintesis, muchos historiadores se dedicaban a estudiar la Historia de la Iglesia con més solidez que sus antecesores. La historia alcanzé una dignidad que habian puesto en peligro las incertidumbres y fantasfas de al- gunos. Y aqui est4 uno de los mas innegables testimonios de la renovacién del pensamiento catélico: la creacién y, frecuentemente, el éxi- to de tantas empresas que van de la Historia de la religién de Jesucristo, de Stolberg, a la Historia de los Concilios, de Hefele, pasando por la Historia del dogma catélico durante los tres primeros siglos, de Genouillac, y por El Papa y el Concilio, de Monsefior Maret, sin ol- vidar la Historia de los monjes de Occidente, de Montalembert, y los trabajos de Ozanam, tal vez nada grandilocuentes, pero siempre bien informados y Ilenos de puntos de vista muy su- gestivos. No se puede hablar, pues, de una ausencia total del pensamiento catdlico durante esos tres cuartos de siglo, en los que tantas nociones fue ron planteadas de nuevo. Hay que sefalar in- cluso como uno de los hechos mas decisivos, el movimiento ya iniciado hacia una renovacion de Ia teologia.! Hoy nos parece evidente que nada en la Iglesia puede Hevarse a cabo de ma- nera sdlida y duradera si no estan bien asegura- das las bases teoldgicas. Pero, ghabian perdido de vista esa verdad los catélicos del siglo XIX? Desde Inego, no todos. Algunos, como Monse- flor Maret, en la Sorbona trabajaban aislados; éste, en concreto, se apoyaba sobre todo en la tradicién galicana. En Maguncia, en el semi- nario germénico de Roma, y en la Universidad de Innsbruck, todo un conjunto de tedlogos se empefié en una renovacién de la escolastica. Pero sobre todo durante cl siglo pasado se desarrollé un renacimiento del tomismo, que iba a ser capital en el porvenir de la Iglesia. Bastante desconocida en el conjunto de la Cri tiandad, la vieja doctrina del genio de Aquino no habfa desaparecido del todo: no solamente a conservaban los dominicos como herencia de familia, ni solamente los lazaristas, por or- den conereta de su fundador, le dedicaban «gran reverencia», sino que existian centros de estudios tomistas, especialmente el Colegio Al- beroni de Placencia, confiado en 1751 a los hijos de Monsieur Vincent: alli ensefiaba Fran- cesco Grassi, tomista militante. Fue precisa- mente un diseipulo de Grassi, Buzzetti, quien, hacia 1810, inicié el movimiento de renovacién. Dos de sus diselpulos, los hermanos Sordi, des- pués jesuitas, interesaron a la Compaiifa en el 4. Conviene no dejar aparte el esfuerzo crea- dor de Juan-Adam Mochler cuya Teologla de la Iglesia seria decisiva.

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