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DANIEL ROPS DE LA ACADEMIA FRANCESA HISTORIA DE LA IGLESIA DE CRISTO m IX LA ERA DE LOS GRANDES HUNDIMIENTOS Esta edicién esta reservada a LOS AMIGOS DE LA HISTORIA HISTORIA DE LA IGLESIA, Vol. IX Nihil Obstat: D. Vicente Serrano, Madrid 23-2-71. Imprimase: Ricardo, Obispo auxiliar y Vicario General Arzobispado de Madrid-Alcald. © Luis de Caralt-Librairie Artheme Fayard Edicién especial para CIRCULO DE AMIGOS DE LA HISTORIA Sanchez Diaz, 25 - MADBID-17 LA REBELION DE LA INTELIGENCIA I LA REBELION DE LA INTELIGENCIA Una herencia dudosa En una de aquellas oraciones funebres en que Bossuet parecia convertirse en la conciencia viva de su tiempo, el gran orador pronuncié cier- to dia’ una requisitoria ardentisima contra lo que él llamaba «la intemperancia del espiritu». Porque —decia— la de los sentidos no es la uni- ca y tal vez no sea la mis lisonjera: también la inteligencia tiene sus vértigos y tentaciones. «Un orgullo que no puede sufrir autoridad alguna legitima; un aturdimiento voluntario, una te- meridad que Jo pone todo en tela de juicion : ta- les eran, seguin él, las causas profundas de la lu- ciferina rebelién a que conduce semejante in- temperancia. Su objetivo era el del hombre re- belde: «convertirse en tinico objeto de su propia complacencia, hacerse su propio dios». El anali- sis era hicido: el viejo obispo conocia bien a las almas y a su época. Y ante las perspectivas que su mente adivinaba, no podia evitar que apare- ciera su punzante angustia. ¢En qué se iba a convertir la fe cristiana? ¢Resistiria a los asal- tos del desenfrenado orgullo? No iban a preva- lecer las Puertas del Infierno contra la Palabra? El mismo Bossuet escribia a su amigo Huet, Obispo de Avranches: «Veo cémo se prepara contra la Iglesia un gran combate.» Pero Monsieur de Meaux se engafiaba. No se preparaba un gran combate: hacia dos siglos que habla dado comienzo. La rebelién Iuciferi- na, la herejfa de la inteligencia...: para hallar sus origenes, habia que volver al corazén mismo del Renacimiento italiano, cuando el espiritu del. hombre, maravillado de sus propios progresos y descubrimientos, se habia desligado poco a poco de las tradiciones, de las observancias y, en se- guida, incluso de los dogmas del Cristianismo. A partir del Quattrocento, los Poggio, Filelfo, los Lorenzo Valla, por mas que fueran en su mayorfa funcionarios pontificios, hiriendo con feroces cuchilladas a monjes, sacerdotes y reli- giosas, habian hecho algo mas que ceder al viejo anticlericalismo medieval: hab{an, mas 0 menos, 1. En la de Ana de Gonzaga de Cleves, prin- cesa palatina, pronunciada en la iglesia de Val-de- Grace, el 9 de agosto de 1685. tocado a Ja Iglesia misma, a su prestigio y orga- nizacién. Mas tarde habian aparecido los es- cépticos més resueltos, los de la Academia ro- mana, Platina y Leto; los reunidos en Napoles por Pontana en su Academia; Marsupini en Florencia; un hombre que, al morir, ise habia atrevido a rechazar los sacramentos! A finales del siglo XV, el ataque Hegaba a una extrema virulencia, con los maestros de la Escuela pa- duana, Pomponazzi y, més tarde, Vicomercato, que parecian muy cerca de ser pura y simple- mente unos materialistas: la inmortalidad del alma, el pecado original, la Redencién, la auto- ridad de la Iglesia, todos los dogmas esenciales habian sido puestos en tela de juicio por aquellos antepasados de los librepensadores. El siglo XVI hab{a presenciado el desarro- Ho de aquella corriente. La revolucién protes- tante contribuyé a reforzarla. Al rechazar la au- toridad religiosa, para sustituirla por el libre examen de la conciencia, los reformadores, sin quererlo, habian minado las bases de la fe y Jaborado en pro de la irreligién. Lutero, al tér- mino de su vida, se dio cuenta de ello; y Calvi- no, para evitar semejante resultado, impuso en Ginebra una dictadura teocratica, ‘por medios en todo idénticos a los de la Inquisicién. Pero emo se iba a impedir que ciertos espiritus lle- garan a la conclusién —al ver el pulular de las sectas y las agrias disputas entre grupos contra- dictorios— de que todas las iglesias, sin excep- cin, se habfan equivocado? ¢Cémo persuadir- les de que podia haber una verdad, cuando se Jes habia explicado tan insistentemente que la vieja Iglesia catélica, guardiana de esa verdad desde hacia dieciséis siglos, era un monstruo de error y de cormupcién? Los sucesores Kigicos de Lutero, Zwinglio y Calvino habfan sido los Soz- zini, tio y sobrino, sieneses instalados en Polonia, que, a fuerza de demoler los dogmas, habian Ile- gado aun puro y simple deismo. ‘Aquel siglo, que habia sido por excelencia el de las grandes discusiones religiosas, fue se- fialado al mismo tiempo por constantes progre- sos de la irreligién. El desarrollo de las ciencias, entonces tan admirable y sorprendente, contri- buyé en gran manera a ello. Comenzando a pe- netrar en los secretos del munda, la inteligencia LA ERA DE LOS GRANDES HUNDIMIENTOS experimenté una embriaguez que hoy conoce- mos perfectamente. Francisco Bacon, escabroso Lord Canciller de Su Majestad el Rey de Ingla- terra, cuyo pensamiento era mds recto que su propia vida, exaltaba la dignidad y los progre- sos de la ciencia y persuadia con ello a los espi- ritus para que no creyeran mas que en lo que se les mostrara evidente y demostrado por la ex- periencia. Esta opinién cundié por doquier; un oscuro profesor de Caen exclamaba: «Como si la autoridad de un solo hombre, que apoya sus doctrinas en algunas observaciones y demostra- ciones matematicas, sirviera de articulo de fe!» No era el Papa el hombre en cuestién? Dispo- ner el futuro del mundo en el seno de la ciencia, era la idea del dominico apéstata Giordano Bru- no y de su correligionario y émulo Campane- lla: ya a sus ojos, la Iglesia, con su credo y su ortodoxia, aparecia como enemiga del progreso cientifico. Exaltando, en un fragmento, todas las recientes adquisiciones del espiritu humano y de la técnica: brijula, imprenta, pélvora de cafién, descubrimiento de nuevos mundos y ma- yor conocimiento del cielo, Campanella concluta con estas dos breves palabras en las que se es- cucha como un anticipo del atefsmo vencedor de nuestra época: «Somos libres!» Es decir, ya no necesitamos de Dios. La rebelién de la inteligencia estaba en marcha. Contaba con sus violentos y fanaticos: Etienne Dolet y su pequeiio circulo lyonés de la imprenta Gryphe, de la que salian tantos Tibros sospechosos; el pintoresco bohemio Jeré- nimo Cardan, que explicaba el Misterio de la Encarnacién mediante la astrologia y se decla- raba «pérfido y celoso detractor de la religién> ; el carmelita apéstata Vanini, que se atrevia a Hamar impostor a Cristo y calificaba de timo sus milagros; el poeta epictireo Teéfilo de Viau, escéptico total, que no cree en Dios ni en el dia- blo, sino solamente en la pasién, en resumen, to- das estas doctrinas no arrastraban a mucha gen- te: tal vez algunos cientos de individuos. Pero alli estaba el hontanar de toda una corriente. So pretexto de humanismo, de libertad de espiritu, Jas nuevas ideas hallaban extrafias complicida: des. Vicomercato, el paduano ateo, era autori: zado a enseiiar en el Colegio de Francia; Etien- ne Dolet fue, durante afios, protegido por Mar- garita de Navarra; Campanella seré incluso re- cibido por el piadoso Luis XIIL. Y sobre todo, los espiritus que no se crefan incrédulos trabajaban, tal vez sin darse cuenta, en pro de la incredulidad: ast Rabelais, que en su dnimo permanecia fiel, con su espiritu burlesco hacia befa de los ridiculos eclesidsticos, legando incluso a chancear con los mismos dog- mas; asi Montaigne, cuya obra estaba cuajada de excelentes maximas perfectamente cristia- nas, pero de quien el P. Garasse, sin equivocar- se, habia dicho que Iegaba «a estrangular dulcemente, como con un hilo de seda, el sen- timiento de la religién». Por otra parte, al con- siderar a los discfpulos se puede comprobar has- ta qué punto el pensamiento de los maestros habia sido todo menos que inofensivo: heredero de Rabelais, Jacques Taburean, en sus Dialo- gues non moins profitables que facétieuz, ape- nas respetaba nada; y, por muy candnigo teo- logal de Burdeos que fuera, Pierre Charron, dis- cipulo y amigo de Montaigne, conclufa no sélo con el «Qué sé yo?», sino con el escepticismo radical del «Nada sé», del que deducia que es Jo mismo una religién que otra... Hacia 1600 ~aunque fuera cierto que eran pocos los ver- daderos ateos— crecfa el ntimero de los que co- menzaban a llamarse «libertinos». Al comenzar el siglo XVII, recogia de la centuria anterior junto con Ia rica herencia del Concilio de Trento y de las grandes escuelas de espiritualidad, otra infinitamente sospechosa y Ilena de peligros. Y aqui esta uno de los aspec- tos —sin duda el fundamental— de la crisis la- tente, cuyos sintomas ya hemos adivinado' en muchos de los recovecos del majestuoso edificio del Gran Siglo. Se habia entablado el combate entre los valores tradicionales en que el Cristia- nismo fundara el orden del mundo, y los que se proponian como propios del porvenir. La era clé- sica sefiala, en este terreno, igual que en los de- més, el instante en que a las fuerzas de la rup- tura se opone una resistencia todavia victoriosa: pero el sistema del clasicismo se agrietara, para 1, Cf. vol VIII, comienzos del cap. V. LA REBELION DE LA INTELIGENCIA 14 caer después en grandes trozos: y entonces la re- belién de la inteligencia habré llegado a su gran dia. El asunto Galileo ¢Cémo reacciona la Iglesia a la presencia de peligros que no podia ignorar? Disponia, me- diante el brazo secular, de poderosos medios coercitivos y represivos; y usaba de ellos. La In- quisicién, instrumento creado otrora para hacer frente a las amenazas de la inteligencia rebel- de, entra en accién.! Fueron dados algunos gol- pes: varios de ellos sonoros. Giordano Bruno, de- tenido en Venecia y entregado a las autorida- des pontificias, habia sido condenado por hereje y quemado en el Campo dei Fiori, donde hoy se eleva su estatua. Vanini termind de idéntica manera, después que el verdugo le hubo arran- cado la lengua. Campanella, mds afortunado, fue obligado a huir de Roma y moria tranquila- mente en el convento dominico de Saint-Hono- ré, en Paris. A peticién de las autoridades reli- giosas, uno de los primeros gestos del reinado de Luis XIII fue —recordémoslo— firmar los de- cretos de 1617 contra la irreligién y la blasfe- mia, una de cuyas primeras victimas, Tedfilo de Viau, fue encarcelado. Hubo, pues, una evidente reaccién frente a las amenazas que la irreligién lanzaba contra la fe. Pero, quiere esto decir que fueran ver deramente eficaces aquellas medidas coerci vas? Quedaban contrapesadas por la compli dad que las ideas impias hallaban en los més diversos ambientes, incluso en los mds elevados: ¢no se habia visto ya en el Quattrocento a al- gunos Papas que trataban con singular indul- gencia a humanistas ateos? Por otra parte, el Santo Oficio, bien armado para fulminar a los flagrantes no-conformistas, no parecia estarlo tanto para hacer callar a quienes insinuaban el escepticismo sin blasonar de él: Rabelais habia 1. Allf donde atin exist! n Francia ya no tenia poder alguno. publicado sus libros sin gran peligro, y Mon- taigne fue simplemente invitado a retocar algo sus Ensayos por su propia mano. Ademés eran siempre justos los golpes? ¢Servian en toda oca- sidn a la verdad y aseguraban siempre la defen- sade la Iglesia? Un célebre asunto nos autoriza a proponer esta pregunta: el referente a uno de los sabios mas famosos de comienzos del siglo XVII: Ga- lileo. Sabido es, que esta cuestién ha sido in- cansablemente explotada contra la Iglesia, a la que la polémica daica> ha tachado gustosa- mente, en esta ocasién, de obscurantismo y fero- cidad. Un genio, descubridor de nuevas verda- des, perseguido, llevado al calabozo a causa de sus descubrimientos; un sabio que estigmatiza con una frase definitiva a sus jueces a los ojos de la posteridad: la imagen es bien conocida, pero necesita algunos retoques. Nacido en Pisa en 1564, Galileo —cuyas dotes cientificas se ha- bian revelado desde la juventud— habia obte- nido en 1592 una catedra en la Universidad de Padua. Espiritu vivo, curioso y apasionado por Ja observacién, consagré una parte de su tiempo al estudio de los astros. El problema de su mo- vimiento le Ilamé especialmente la atencién. En aquella época, la opinién admitida comtinmen- te era la de Aristételes —es decir, de hecho, la de Tolomeo— que contaba ya con catorce siglos de edad: la Tierra, centro del universo, es inmé- vil, y todo gira en torno a ella, estrellas y pla- netas. Habfanse encontrado en la Biblia nume- rosos pasajes que parecian confirmar tal expli- cacién: no solamente el famoso episodio de Jo- sué, que detuvo el sol, sino algunos versiculos de los Salmos (CIII, 5) y del Eclesiastés (1, 4, 6) en los que formalmente se afirmaba la inmovi- lidad de la tierra y la movilidad del sol. Pero, en el siglo XV, el Cardenal Nicolas de Cusa habfa emitido la hipédtesis completamente ad- versa que el canénigo Copérnico acababa de re- coger y desarrollar: no es el Sol el que gira, sino Ja Tierra, igual que todos los demés planetas. Aquello no era més que una hipétesis, como tal presentada por sus autores: hipétesis que la cien- cia no podia confirmar mediante demostracio- nes. En Alemania, los jefes del protestantismo, Lutero y Melanchton la habian combatido vi- LA ERA DE LOS GRANDES HUNDIMIENTOS vamente; por el contrario, el Papa Clemente VIT se habia mostrado muy favorable para con la nueva teoria, y ninguno de sus once sucesores tuvo algo que decir en contra. El joven profesor de Padua conocié las teo- rias copernicanas y se adhirié a ellas. En 1608, descubierto el telescopio por el éptico neerlan- dés Lipperschy, Galileo construyé uno que au- mentaba 900 veces mas las imagenes y le per- mitié observar las fases de la Luna, los satéli- tes de Jiipiter, los anillos de Saturno y otros mu- chos sorprendentes hechos de los espacios side- rales. En 1610, en su Nuntius sidereus (El Men- sajero de los astros), dio a conocer al mundo su admiracién. En 1611, estudiando el Sol, pensé estar en posesién de la prueba cientifica de la hipdtesis de Copérnico. Venido a Roma, se le acogié con extremo fervor: el Papa, los prelados y principes, todos quisieron que les explicara las maravillas del cielo. Nada desagradable hubiera ocurrido, sin duda, si Galileo se hubiera quedado en el terre- no de la ciencia. Pero, atacado por diversos ad- versarios, acusado de echar por tierra las verda- des de la Escritura, acepté (y mas atin que él, dos de sus desviados discfpulos) entrar en el te- rreno de la exégesis biblica, para demostrar que el muevo sistema encajaba perfectamente en Jos Libros Santos. Los argumentos sostenidos por el sabio parecieron al Papa Paulo V empa- pados en un sospechoso aire de libre examen reformado. Consultado, el Santo Oficio conde- né, en 1616, las dos proposiciones esenciales del sistema: el Sol centro del mundo y la Tierra en movimiento. No se nombraba a Galileo, pero se le pidié que abandonara las tesis condenadas: el sabio protesté inmediatamente que su total deseo era someterse al juicio de la autoridad. Ninguno de sus escritos fue incluido en el Indi- ce; y el Papa, con extrema benevolencia, le de- claré que le protegeria personalmente contra sus detractores. Pasaron los afios. El Cardenal Barberini Hegé a ser Urbano VIII. Era amigo y caluroso admirador del sabio: incluso le habia dedicado una oda latina. Rodeado de una gloria hala- giiefia y prosiguiendo cada vez en mejores con- diciones sus trabajos, gcrey6 Galileo que habfa egado el momento de hacer derogar las deci- siones de 1616? Atacado por un jesuita, el padre Grassi, respondié con un libro polémico: Il sag- giatore (El ensayista), dedicado al Papa y al que concedié el Imprimatur Mons. Riccardi, maes- tro del Sacro Palacio. Animado por el éxito, el sabio escribié entonces una extensa obra, el Did- logo sobre los dos mds grandes sistemas del Mundo (1632), en el que declaraba formalmen- te que la tinica cientifica y demostrada era la teoria copernicana. Mons. Riccardi no concedié el Imprimatur a esta obra mds que a condicién de que fuera precedida de un prefacio que pre- sentara el sistema como mera hipétesis: pero Galileo se abstuvo de hacerlo. La cuestién fue envenenada no solamente por los enemigos del sabio, que lo denunciaron a la Inquisicién por haber faltado a la palabra dada en 1616, sino incluso por amigos y parti- darios —como Campanella que metieron al Papa en el asunto, contando en todas partes que el «Simplicio» del didlogo, el ridiculo adver- sario del sistema copernicano, era el mismo Ur- bano VIII —lo que desde Inego era inexacto—, El proceso ante el Santo Oficio se desarrollé du- rante varios meses, en 1633. En hugar de ser en- carcelado, Galileo recibié autorizacién para per- manecer en el palacio de un amigo. Dos repro- ches se le hacian: haber expuesto Ja teoria con- denada, ddndole un valor cientifico, y haberse adherido a ella en su fuero interno. A pesar de una amenaza verbal de tortura, negé absoluta- mente el haber tenido en su fuero interno por verdadero el sistema copernicano. Se le objeté con su propia obra, pero él se mantuvo en la misma declaracién. No por ello era menos «ve- hementemente sospechoso de herejia», y el 22 de junio, en el convento dominico de la Miner- va, fue condenado. Su Didlogo quedaba prohi- bido y él mismo debfa leer de rodillas una clara férmula de abjuracién, recitar durante tres afios cada semana los Salmos Penitenciales y perma- necer en prisién por el resto de sus dias. Esta ultima cldusula de la sentencia habia de ser cumplida de Ja manera mds benigna, puesto que hasta la muerte (1642) se le autorizé a re- sidir ya en el palacio de sus amigos los Piccolo- mino, en Siena, ya en su propia villa de Floren- LA REBELION DE LA INTELIGENCIA 13 cia donde, como gustaba decir, «sacrificarfa gus- tosamente a Baco, sin olvidar a Venus y a Ce- res»; por lo demas, siguié como excelente cris- tiano, sin intentar rebelarse ptiblicamente con- tra la sentencia que le habia herido+ ‘Asi, pues, el asunto Galileo no se ha des- arrollado en el clima de terror inquisitorial que algunos imaginan; ni puede afirmarse tampoco que las altas jerarquias eclesidsticas se hayan alzado sistematicamente, a priori, en adversa- rios del progreso cientifico. Si Galileo, y mds atin, algunos de sus partidarios, no hubieran dado a entender que la nueva astronomia de- mol{a los textos biblicos, se hubiera evitado el segundo proceso. Pero no es menos verdad que la actitud del Santo Oficio, en este asunto, se presta a discusién. Sin duda alguna, era impo- sible en los puntos de vista de la época, que los tedlogos y exegetas oficiales no se atuvieran al sentido literal del Sagrado Texto, considerado intangible aun en sus menores detalles. Las igle- sias protestantes e incluso la Sinagoga mante- nian exactamente la misma actitud.* Pero, al tomar posiciones acerca de hechos cientificos, al pretender prohibir a los fieles que creyeran 1. La célebre frase que habria exclamado pa- teando el suelo tras su abjuracién: «¥ sin embargo se mueve» es puramente legendaria. ;Cémo admitir que, tras haber mostrado tan poco valor durante el proceso, hubiera llegado a semejante audacia por la que se arriesgaba a ir a la hoguera por perjuro y relapso? Lo que sf es verdad es que, mas adelan- Ye, en privado y ante sus amigos, tuvo frecuentes accesos de rebeldia: «Admitir que personas abso- Tutamente ignorantes en un arte o en una ciencia determinadas sean llamadas a erigirse en jueces de qnienes conocen aquella ciencia, es algo que arruina alos Estados...» 2. En Amsterdam, Uriel de Costa, cristiano que se habia hecho judio porque no crefa en la divinidad de Cristo, discutié Ia verdad histérica de la reve- Jacién de’ Moisés y fue condenado a recibir, atado medio desnudo a Un poste, los treinta y nueve gol- pes rituales de la flagelacién; después fue pisoteado por los asistentes, Mas tarde, las erfticas biblicas andacisimas de Spinoza le valdrén innumerables disgustos: se vera obligado a huir muchas veces, para evitar las sanciones de las vigilantes autorida: des rabinicas. en la rotacién de la Tierra, el tribunal inquisi- torial colocaba a la Iglesia en situacién insoste- nible y la exponfa a la desconsideracién de la ciencia, por mds que —debemos recordarlo— la infalibilidad pontificia no estuvo comprome- tida en este caso. Tal retraso, tal resistencia al progreso, reaparecen desgraciadamente en no pocas actitudes de la apologética cristiana en el porvenir. Por otra parte, no parece que los jue- ces de Galileo discernieran Jo que de mas peli- groso habia en sus concepciones. Toda su de- fensa se fundaba, en resumidas cuentas, en una férmula semejante a esta: «Una cosa es la que dice la Biblia y otra la que mis ojos ven.» jSe- paremos clarainente el terreno de la fe y el de la experiencia! Pero esta separacién, gno iba a consagrar definitivamente el divorcio entre la fe y la ciencia, la revelacién y la razén? Podia condenarse a Galileo si se mostraba impio para con el Sagrado Texto; pero, al mismo tiempo, hubiera sido necesario explicar por qué el pla- no de la inspiracién y el del descubrimiento no coinciden, y como la teologia puede ir de per- fecto acuerdo con Ia ciencia: atin no se habia lle- gado alli. Libertinos Pero no hay que exagerar el peligro de la incredulidad: a comienzos del siglo XVII, el ver- dadero escepticismo se reducia a unos pocos es- piritus; y aun aquellos que en su fuero interno no creian, se guardaban bien de hacerlo pub co, por prudencia y amor a la propia tranquili dad, Sin embargo, abundaban en toda Europa os hombres que prescindian de la ortodoxia; en Alemania lo mismo que en Suecia, en los can- tones helvéticos igual que en los pequefios Es- tados de Italia, sobre todo en Florencia y Ve- necia. Su incredulidad se disfrazaba de diver- sas maneras, segiin los paises: los ingleses se in- clinaban a lo que se Hamaré «deismo», cuyo he- raldo era Herbert de Cherbury (1582-1648); los alemanes tenfan a sus «concienzudos», dis- cfpulos de Mathias Knutzen, que rechazaba lo sobrenatural y fundaba la vida espiritual en el LA ERA DE LOS GRANDES HUNDIMIENTOS diktat de la conciencia, En Francia, el grupo mis lamativo era el de los libertinos. El té&mino se prestaba a confusién: los li- bertinos aspiraban a una total libertad; pero ade qué libertad se trataba? gLa del espiritu o la de las costumbres? Para muchos, sin duda, de ambas a la vez. Cierto libertinaje nacia di- rectamente de las cireunstancias. La violencia de las pasiones durante las guerras religiosas, los tunmultos de la Liga, las intrigas contra Ri- chelieu, no hacian mas que desviarse de la re- ligién y de sus obligaciones. La influencia de Montaigne —un Montaigne entendido de ma- nera bastante terrena— justificaba, si era ne- cesario, el amable pirronismo y el sibarita epi- cureismo. No todos los libertinos eran, desde Tego, aquellos «borrachos que buscaban su fe- licidad en una tabernay, aquellos vividores y disolutos, contra los que el P, Marsenne lanza- ba en 1625 Ia pesada salva de sus tres gruesos vohtimenes; pero también es cierto que existian tales ejemplares, fanfarrones del vicio, siempre dispuestos a la palabra impfa: un Gastén de Orledns que, en su palacio, tenfa «onsejo de libertinaje», podia ser el jefe de grupo; y Paul de Gondi, Cardenal de Retz, su brillante mo- delo. Tedfilo de Viau era el tedrico que asegura- ba en sus versos: No podria domarse la pasién humana; contra el amor, la razén es importuna y vana. Un Boisrobert, un Saint-Amant, un Tris- tan, un Mainart, pertenecian al grupo; y, mas arriba, los viejos supervivientes de los tiempos de Enrique IV, Bassompierre o Bellegarde, de acuerdo con los mas jévenes seguidores. Tam- bién algunas damas de la mejor nobleza eran dlibertinas», como la duquesa de Chevreuse, cuya conversacién estaba Iena de «acciones li- cenciosas, risotadas y juramentos».’ Verdad es que, cuando en 1623, el bastén de Ja autoridad se abatié sobre su maestro Teéfilo, muchos li- bertinos de costumbres juzgaron mas prudente corregirse, al menos en apariencia. 1. Sin hablar, por supuesto, de una Ninon de Lenelos. Los libertinos de espiritu se ponfan menos en evidencia. Los otros —nos lo ha dicho La Bruyére— eran «demasiado perezosos en sus al- mas para pensar que Dios no existe». Pero es- tos otros eran intelectuales que habian lefdo a Campanella, a los paduanos y a los humanistas ateos del Renacimiento. Sus libros de cabecera eran los Secrets de la Nature, a los que el Pa- dre Garasse lamaba Introduction a la vie indé~ vote, a la Sagesse del candnigo teologal Char- ron, que hubiera sufrido mucho con semejante éxito, de haberlo previsto; y, sobre todo, los Ensayos, de Montaigne cuyas wltimas edicio- nes aparecian enriquecidas con correcciones y anotaciones que parecian dirigidas en el sentido del escepticismo. Reunianse en sociedades cerra- das, como Ja Academia «puteanay o gabinete de los hermanos Dupuis, cerca de Saint-André- des-Arts, para discutir alli de cosas de erudicién y filosoffa. Su gran pensador era Pierre Gas- sendi (1592-1655), candnigo de Digne y profe- sor de matematicas en el Colegio Real de Paris, astrénomo y sabio de categoria, que trataba de poner de acuerdo a Cristo con Epicuro, y en quien se ha querido ver, a veces, una especie de existencialista, En torno a él, formando una «Tétrada> notable, se reunfan el pastor suizo Diodati, el biblidgrafo Naudé —cuya biblioteca, adquirida por Mazarino a Ja muerte de aquél, debia ser la base de los fondos de la Biblioteca Mazarino—, sobre todo Francisco de la Mothe le Vayer (1588-1672), preceptor de Monsieur el hermano del Rey, y mas tarde, por cierto tiem- po, del mismo Luis XIV,! que alababa el escep- ticismo como «el mas alto grado de la felicidad humana» y que no enfilaba menos de treinta y tres silogismos a favor de la inmortalidad del alma, antes de concluir doctoralmente que no habia en ellos «evidencia geométrica». ¢Constituian todos estos libertinos un gran peligro para la Iglesia? Puede ser que no; con frecuencia se trataba de epictireos que, sin rom- per con el Cristianismo —antes a] contrario, tra- 1. Que La Mothe le Vayer haya obtenido tan importante puesto es prueba de que las audaces ideas hallaban connivencias hasta cn las més ele~ vadas esferas. LA REBELION DE LA INTELIGENCIA tando de asociar «un depurado escepticismo a piadosos sentimientos»— querian, como decia uno de ellos, Samuel Sorbiére, hacer de la vida «ana dulce y apacible navegacién». Y puédese pensar que Bossuet subié bien alto para lanzar- les estos célebres apéstrofes: <¢Qué han visto esos raros ingenios? ¢Qué han visto més que Jos otros?... No han visto nada, no oyen nada: no tienen apenas en qué fundar la nada a que aspiran.» Pero su raza no desaparecia al sol del Gran Reinado; se haria cada vez més virulenta y contribuirfa poderosamente a resquebrajar el edificio clasico. En 1661, un ilustre soldado, ma- riscal de campo, se vio obligado a huir a Lon- dres, porque en la correspondencia del superin- tendente Fouquet habia sido descubierta una carta suya, bastante comprometedora; pero si los tribunales eclesidsticos hubieran sido lo bas- tante vigilantes hubiesen podido preguntar tan- to como los civiles acerca de su Conversation du maréchal d’Hocquincourt avec le Pere Canaye, en que el antagonismo entre la religion y la ra~ z6n aparecia expuesto con demasiada burlona complacencia; aquel hombre de talento y agu- deza de espfritu habia de concluir su larga vida (1616-1715) en el completo libertinaje de cos- tumbres y de inteligencia: se Hamaba Saint- Evremond. Los «nacionales»: Descartes Que los libertinos fueran enemigos —ocul- tos o descarados— del Cristianismo, todo el mun- do lo sabia por entonces, y los predicadores tro- naban contra ellos desde lo alto de los pulpitos. Se desconfiaba infinitamente menos de otra cla- se de hombres que, con menos ruido, proseguian una tarea bastante més inquietante desde mu- chos puntos de vista, y a los que se comenzaba a Hamar entonces los «racionales». Dar su ver- dadero puesto a la razon humana, distinguir su terreno del de la fe, pero mostrando al mismo tiempo las necesarias relaciones que existian en- tre ambas y fijando las condiciones de su armo- nia, habia sido hacia tiempo Ja obra genial de Santo Tomas de Aquino: desde hacfa tres siglos, 15 el pensamiento cristiano habfa fundado sobre su Summa lo mejor de su edificio. Pero gqué sucederia si fueran negadas las relaciones entre la fe y la razén, o simplemente se las olvidara y desconociera? ¢Adénde iria esa razén auténo- ma? gNo marcharia hacia una negacién pura y simple de la fe? Ya en las obras de Francisco Bacon, muer- to en 1626, y a quien hemos visto como uno de los padres del creciente cientismo, no solamente en sus libros de filosoffa cientifica, sino en sus ‘Tratados sobre «la vida y la muerte» o acerca de ada Sabiduria de los Antiguos», podian ha- Tlarse las Iineas generales del empirismo, varie- dad prctica del racionalismo. Para ser un ma- ravilloso instrumento de descubrimientos, para someterse a la observacién metédica de la natu- raleza, la razén no tenia necesidad alguna de la fe. Por grande que fuese el esfuerzo del an- tiguo Lord Canciller para dejar fuera de duda Ja inmortalidad del alma y la existencia de Dios, su sistema no dejaba de abrir brechas en muchas posiciones del pensamiento cristiano. ¢Ocurria lo mismo con el de René Descar- tes? El proponer semejante cuestién hubiera sorprendido no poco al Santo Cardenal De Bé- rulle que, cierto dia de noviembre de 1628, tras haber escuchado al caballero de Poitou, todavia desconocido, destrozar a un tal Chandoux, filé- sofo de salén, le habfa dicho que «era obliga- cién de conciencia escribir lo que tenia en la mente», asegurandole que habria de responder ante el Juez Supremo «del dafio hecho al gé- nero humano si le privaba del fruto de sus meditaciones». Por su parte, durante to- da su vida, como si obedeciera fielmente a este impulso, Descartes se abstuvo cuidadosa- mente de oponerse a las enseiianzas de la Igle- sia. Al contrario: catélico celoso, devoto de la Virgen, furiosamente hostil a los liber- tinos, afirmé en muchas ocasiones a lo largo de su obra una fe tan decidida, que parecta impo- sible que se sospechara de ella. «Crefa firme- mente en la infalibilidad de la Iglesia», y afir- maba en voz alta que «a Escritura es siempre verdadera», proclaméndose incluso «defensor de Dios». gPor qué habia de ser enumerado en- tre quienes Ilevaban adelante la rebelién de la LA ERA DE LOS GRANDES HUNDIMIIN'TOS inteligenciu? g!labré que decir, con Dom Pou- let: «lla sido uno de aquellos que mas detesta- ron el daiio que produjeron» ? Nuestro hombre aparecfa bastante miste- rioso: «filésofo enmascarado», se ha dicho; y en todo caso, espfritu cuya célebre claridad oculta con frecuencia extraiias tinieblas; ni es tan sim- ple como quisieran tantos cartesianos, discipulos suyos. ‘I'al como le vemos en el admirable retra- to que de él hizo Franz Hals, con su enjuto ros- tro, sus rasgos tallados a golpes de cincel, sus grandes ojos oscuros que brillan con inteligencia bajo la estrecha frente, induce a pensar en el soldado de fortuna que fue durante mucho tiempo, més que en un principe del espiritu; pero los profundos surcos que rodean su nariz, las arrugas arremolinadas en el nacimiento de sus cejas, y mds atm la enigmatica sonrisa de sus labios finos y largos, significan otra cosa. Y no es seguro que aquel hombre no haya adi- vinado las consecuencias ultimas de sus doctri- nas y que, como cristiano, no le hayan hecho sufrir. Antiguo alumno de los jesuitas de La Flé- che, iniciado por ellos en el ‘Tomismo, que influ- y6 en él profundamente —solia levar la Summa en todos sus viajes—, habia hojeado largamente el libro de la naturaleza antes de refugiarse en. su poéle' de Holanda, a los treinta y tres afios,” para entregarse alli del todo al trabajo del es- piritu. Primero multiplicé en todos los sentidos Jos descubrimientos: en Algebra, en geometria, en fisica, en astronomf{a..., polemizando con Hobbes, Roberval, el joven Pascal; después, in- quieto por la condena de Galileo (al conocerla, pensé en quemar sus propios papeles), decidié consagrarse a la especulacién pura. En adelan- te, nada exist{a para él fuera del cogito que Je aseguraba en el ser, el inmenso esfuerzo para realizar una sintesis filoséfica de las ciencias, la moral, la psicologia y la metafisica, que da~ rfa cuenta de la marcha esencial de la inteligen- 1. Llamabase asi a una habitacién bien cal- deada. 2. Nacido en 1596, Descartes murié en 1650, en Estocolmo, a donde le habia Hamado la Reina Cris- tina de Suecia. cia. Y mientras gran parte de sus ideas cient{- ficas fracasarian —por ejemplo las referentes a la glandula pineal sede del alma, las que tra- tan de la plenitud y los torbellinos, o los ani- males como maquinas insensibles al dolor...—, su método filoséfico atravesaria victoriosamen- te los siglos. En 1641 aparecié el Discurso del Método, que mostraba qué camino habia que seguir para apreciar la experiencia de los senti- dos lo mismo que para escrutar las pasiones del alma o para demostrar que Dios existe. Desde el comienzo parecié a sus contempordneos un libro capital: y asi ha quedado para nosotros. Dudar de todo, dudar sistematicamente: tal es el punto de partida del cartesianismo. Verda- dera ascesis que libera al espiritu del orgullo de la inteligencia y de la tirana de los sentidos —en esto se opone Descartes al sensualismo de Bacon—, la duda permite remover «la tierra movediza para dar con la roca». ¢Qué roca es ésta? Nada més que la evidencia: lo que la ra- z6n nos presenta como innegable. Sobre esta ba- se, Descartes construye un inmenso edificio de jdeas claras y deducciones Iégicas, donde el es- piritu se encuentra a gusto, aun cuando deba reconocer que hay también realidades oscuras y débiles, en una palabra, intuitivas, que escapan ala razén y asus evidencias. Aplicase el sistema en todos los terrenos: por ejemplo, en 1a moral, donde, no habiendo cosa més evidente que el deseo que el hombre siente por la felicidad, pué- dese concluir que para llegar a ella es necesario que consiga su equilibrio psicolégico, es decir, el control de sus pasiones. Pero gno hay casos en Jos que la duda no permite llegar a la eviden- cia? No, porque entonces entra en juego el prin- Gipio que ha brotado de la mds profunda intui- cién del autor del Discurso del Método: «Pienso, luego existo: Cogito, ergo sum.» Dudar es pen- sar; ahora bien, el pensamiento va unido a la existencia del ser pensante: por lo tanto, dudar es existir, es tocar lo real. Aplicado a la metafi- sica, el cogito funda un argumento decisivo en favor de la existencia de Dios, ser infinito y per- fecto: sea que admita su idea, sea que dude de ella porque tal existencia no es evidente, el me- ro hecho de que esa idea se presente a mi inte- ligencia, prueba que hay una realidad extrinse-

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