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DANIEL ROPS HISTORIA DE LA IGLESIA DE CRISTO VII EL GRAN SIGLO DE LAS ALMAS Esta edicién estd reservada a LOS AMIGOS DE LA HISTORIA HISTORIA DE LA IGLESIA Vol. VIII Nihil Obstat: Vicente Serrano Madrid, 29-9-70 Imprimase: Ricardo, Obispo Aux. y Vicario General Arzobispado de Madrid-Alcalé © Luis de Caralt-Librairie Artheme Fayard Edicién especial para CIRCULO DE AMIGOS DE LA HISTORIA Conrado del Campo, 9-11 Madrid-27 UN ARQUITECTO DE LA IGLESIA MODERNA: SAN VICENTE DE PAUL 9 I. UN ARQUITECTO DE LA IGLESIA MODERNA: SAN VICENTE DE PAUL Cura de una parroquia decaida Aquel afio —el 1617 del Nacimiento de Cristo— el santo tiempo de la Cuaresma co- menz6, como de costumbre, en medio de una indiferencia y un menosprecio completos. Chd- tillon, mediana poblacién en pleno centro de la regién de Dombes, no era ni més ni menos cristiana que otros cientos de ciudades y pue- blos de Francia, lo que quiere decir que lo era bastante poco. El pueblo bajo, los campesinos, pescadores y tratantes de ganado, no sentian otra preocupacién que la de ganarse la vida du- ramente, sobre aquella tierra fria, encharcada por innumerables pantanos, cubierta de niebla durante diez de los doce meses del afio. Las gentes de mejor posicién se habian hecho hugo- notes, sin que ello quisiera decir que viviesen a la manera ginebrina ', La iglesia, abandona- da, servia para las reuniones publicas; el cam- panario, vulgarmente llamado «el reino», era testigo de verdaderas orgias; la casa parroquial se deghacia en ruinas. Hacia ya cuarenta afios que el culto quedaba confiado al azar de las sitas que los parrocos titulares hicieran al pue- blo, a fin de embolsarse las quinientas libras de su beneficio. Habia en el lugar hasta seis sacer- dotes, entre vicarios y capellanes, pero de cos- tumbres més que laxas y de celo completamente tibio: su unica ocupacién se reducia a celebrar algunas misas de difuntos por fallecidos bien olvidados. Ya ni las campanas sonaban para anunciar la misa 0 las visperas. Pero aque! aiio sonaron. Acababa de llegar un nuevo cura. De Paris —semin se decia— y por el camino de Pont-de- Veyle. La opinién publica aseguraba que habia sido algo as{ como limosnero o preceptor en la noble y poderosa familia de los Gondi, conocida hasta en las orillas del Chalaronne, y que para venir a instalarse en Chatillon, habia renuncii do a opulentos beneficios. Algunos se pregun- taban, con bastante sospecha, el porqué de 1. Es decir, sin ajustarse a los rigores calvinistas promulgados en Ginebra. (Nota del Traductor.) aquel paso. Pero el hombrecito lo habia querido as{: era un individuo de mediana estatura, jo- ven atin y robusto; tendria menos de cuarenta aiios. En’su rostro cuadrado, un poco alargado por la perilla que Enrique IV habia puesto de moda, una nariz poderosa, unos ojos pequeiios y vivos escondidos bajo los pronunciados arcos de las cejas, su boca grande y siempre plegada en una sonrisa maliciosa, componian una fiso- nom{a sugestiva, que suscitaba confianza. Ha- blaba subrayando cada frase con una mimica de gestos répidos, y con una voz célida cuyo acento no era el del campesino. Habia sabido ganarse de primera impresién y con tal arte la simpatia de todos, que Jean Beynier, rico dis- cipulo de Calvino, le ofrecié alojamiento en su propia casa hasta que la parroquia quedara habitable, cosa que el nuevo pérroco habia aceptado en seguida, sin demasiados miramien- tos. Comprobése inmediatamente que aquel nuevo cura era del todo distinto a los demas. Se levantaba antes de amanecer, hacia oracién durante media hora bien cumplida, ponia en orden su habitacién y en seguida bajaba a la iglesia para decir su misa, cosas todas que no ‘eran demasiado corrientes. Vidsele trabajar con sus propias manos en la faena de limpiar, repa- rar y pintar la casa de Dios, a la que calurosa- mente convocé a sus fieles. Los primeros que entraron en el templo comprobaron sorprendi- dos que los oficios se celebraban como jamés se habia visto en la ciudad, que los sermones ya no eran enojosos de ofr y que los viejos cAnticos entraban cdlidos en el alma desde que todos los concurrentes cantaban en comin: y corrieron alborozados a comunicarlo a los demés. En po- cas semanas, los catélicos de Chatillon apren- dieron de nuevo el camino de la iglesia, y los sacerdotes «habituados» que merodeaban por la ciudad fueron invitados por el nuevo cura para que vivieran juntos en la casa parroquial, en fraternal comunidad, cosa que casi todos acep- taron contentos. Era aquel un hombre realmente sorpren- dente. Los campesinos mds modestos comenza- ron a amarle; los segadores de mijo, a quienes echaba una mano en el trabajo, y los pescado- ELGRAN SIGLO DE LAS ALMAS res de las lagunas;! por su parte, los ricos le res petaban; y hasta los herejes y malhechores re- cibieron su influencia. Por ejemplo, el honrado Jean’ Beynier, su huésped hugonote, que acabé por abjurar ja herejia; o el incémodo sire de Rougemont, el «camorrista», siempre metido en peleas y alborotos, a quien el pérroco detuvo cierto dia en el camino y comenzé a hablarle con tal ternura de Dios y de su propia alma, que el malvado salt6 de su caballo y alli mismo —tris, tras— hizo pedazos su temible espada. Més atin: ¢no habfa llevado el nuevo cura has- ta la iglesia a aquella arpia de mademoiselle de La Chassagne, avara, egoista y arrogante, persuadiéndola a que se mostrara liena de man- sedumbre para con los humildes? {Esa si que era una verdadera conversién! Después vino el gran golpe de mano. Un domingo, en el instante en que el seior cura se disponia a subir al pilpito, todos observaron que iba hablando por lo bajo. Su rostro apare- cla conmovido. Comenzé el sermén: pero no se trataba de un sermén como los otros. El pé- rroco empezé a contar lo que acababa de saber: que en las afueras de la ciudad, en medio de las tierras pantanosas, toda una familia sufria gra- visimo dolor: hallabanse todos enfermos, de tal manera que ninguno de ellos podia ayudar a los demas. ;Y eran pobres hasta dar verdadera compasién! Ni un pedazo de pan en la casa de aquellos desdichados, ni un poco de tocino, ni de aceite. ¢Iba a dejarseles morir as{? ¢Es que no era responsable la parroquia entera de la suerte de sus hijos? Las lagrimas asomaban a muchos ojos. Y cuando el mismo sefior cura, después de visperas, se dispuso a ir a visitar a los des- graciados, ¢qué es lo que se encontré en el ca- mino? Més de una cincuentena de feligreses que regresaban de aquella casa misérrima con los cestos de pan vactos al brazo... Toda la poblacién parecia sentirse mejor, unida en aquel gesto de caridad. Y aquella mis- ma tarde, después de reunir a todas las buenas 1, Las lagunas de Dombes se desecaban perid- dicamente y Inego volvian a Ilenarse de agua. Los afios secos se dedicaban a tierras de labor; los demas, producian pesca abundante. gentes que con tanta generosidad hab{an res- pondido a su llamamiento, el excelente paérroco les propuso organizar de modo estable y perma- nente aquella obra de ayuda a los pobres. Con aquel acto acababa de constituirse la Herman- dad de las Darnas de la Caridad, evidentemente inspirada por la Providencia. Como buen hom- bre practico, el sefior cura redacté en seguida un reglamento bien preciso: el mismo que hoy pue- de verse ain en la iglesia de Chatillon. ;Qué celo el de aquel pdrroco! Pero no permaneceria mucho tiempo en la ciudad: sélo cinco meses; os suficientes para que su huella quedara mar- cada para siempre. De aquel marasmo hundido en la indiferencia, en los mds sucios vicios y en la herejia, aquel hombre habia hecho una co- munidad ‘fratemal, una parroquia. Personal- mente, habia aprendido bastantes cosas de sus feligreses de la tierra de Dombes y, sobre todo, que la corrupcién de la sociedad ¢ristiana, te- ma de tantos sermones, podia combatirse con medios muy sencillos, al alcance de la mano y eficacfsimos, supuesto que quede en el corazén esa caridad de Cristo tan comunicativa. Aquel joven cura se llamaba Vicente de Paul; sus fe- ligreses le dieron inmediatamente el nombre de Monsieur Vincent. : “ “La tela de arafia” Habia nacido lejos de Chatillon, en un rin- cén de Francia més pobre atm que la regién de Dombes, en los confines de las Landas y de la rica Chalosse, pero en la parte peor, entre las dunas y los desiertos pantanosos.' Pouy, su lu- 1. La fecha de su nacimiento esta en discusién; segiin su deposicién en el proceso de beatificacién de San Francisco de Sales, habria nacido «alrededor» de 1580. Su bidgrafo Abelly da la fecha de 1576, seguramente con la piadosa intencién de probar que su ordenacién sacerdotal no fue tan juvenil como se ha pensado. Fundandose en trece textos indiscuti- bles, Coste se atiene a la de 1581. J. Defos del Rau no admite esta fecha, pero cree posible 1579. Su nombre de familia, de Patil, no tiene evidentemente UN ARQUITECTO DE LA IGLESIA MODERNA: SAN VICENTE DE PAUL 11 gar natal, a una legua de Dax —d’Acqs como se decia entonces— contaba en aquellas fechas con unas cincuenta casas construidas con barro y paja y con techumbres de chamiza, en las que cohabitaban el ganado y los seres humanos. Cuatro mozos y dos muchachas suponian un buen mimero de bocas a las que satisfacer, por més que el padre no pudiera darles mas que los panes de mijo y galletas de trigo negro, amén de la carne, que no Hegaba més de diez veces al afio. Ruda escuela aquella, cuyas lec- ciones conservaria Vicente en su memoria. Cuando, convertido en habitual de la Corte, vea a la servidumbre de los ricos afandndose alre- dedor de sus amos, tendr siempre un comen- tario que, en sus labios, parece un tierno ho- menaje: «Mi madre nunca tuvo sirvientes; era ella la sirviente de otros; fue esposa de un cam- pesino y yo su hijo.» Un pobre campesino: eso era y eso seguiria siendo en espiritu durante su vida, con una in- sistencia en la que cabrfa sospechar una especie de refinada ostentacién. ¢ Acaso para salvaguar- dar su propia humildad? ¢O para recordar que, gracias a su origen, tenia todos los derechos de erigirse en defensor de las humanas mise- rias? Seguramente mediaron ambas razones a la vez. En los dias de su mocedad en la cabafia Hena de humo y en Jos campos mostrencos a los que debia apacentar desde los seis afios una piara de cerdos, desde entonces habfa apren- dido por propia experiencia que el hombre car- nal y el espiritual son el mismo; y que para dar un alma al pueblo hay que ofrecerle y procu- rarle primero algo con que vivir. Y esta leccién no la olvidarfa nunca. Es de creer que Vicente era un joven listo y de sorprendente inteligencia, porque asi nos Jo ha subrayado un personaje de Dax, M. de nada de noble, debia proceder de un antepasado tan, oscuro que, para designarlo, no se habla recurrido como de costumbre a un término de oficio ni siquie- ra a un apodo pintoresco, sino simplemente a su nombre de pila. En cuanto a su nombre, Vicente, muy comin en el pais, procedia del santo espafiol que evangelizh el $0. de la Galia y murié martir en tiempos de Diocleciano. Comet, a quien sus funciones de «juez de la pa- rroquia» Ievaban con frecuencia a Pouy. A pe- ticién del ilustre abogado en el tribunal supe- rior, los franciscanos le acogieron en su colegio. Como ocurria con tantos otros que deseaban salir de la penuria familiar y hacer carrera, Vi- cente elegiria la profesién eclesidstica. Nada se sabe de que por entonces tuviera la menor vo- cacién religiosa, a despecho de tantas anécdotas contadas después. En la sencilla bondad de aquella sociedad francesa de comienzos del Gran Siglo, las distancias sociales se franquea- ban facilmente por la via eclesidstica, a pesar de los bordados de los jubones y de los encajes de las pecheras. Asi lo habia comprendido el padre del joven Vicente; y a los quince aiios recibia el muchacho la tonsura y las érdenes menores. Para ser algo més que un simple vicario de aldea, el jovencito tenfa que proseguir los estudios. Pero el excelente protector Comet ha- bia ya previsto esta circunstancia, y el padre de Pail tuvo un gesto grandioso: para que su hijo pudiera frecuentar las aulas de 1a Universidad, habia vendido una pareja de bueyes. Asi pasd Vicente cuatro afios en Toulouse, perfeccionan- do sus humanidades, dedicdndose después a la teologia y Ilevando una existencia que, aun sin ser todo lo condenable que mds tarde conside- raria su humildad, pudo ser bastante profana. ‘Aquel joven preceptor de nifios nobles, aquel «mercader de la sopa» que, para ganarse la vi da, hacia oficios de criado, zpodia ser la prefi- guracién de un santo? Mas parecfa destinado a ser un sacerdote metido en negocios, de los que tanto abundaban entonces, més dedicado a per- cibir los beneficios que al ejercicio de su minis- terio. Segiin las lamentables costumbres de su tiempo —esas mismas costumbres que él com- batiria encarnizadamente més adelante— fran- queé las diversas etapas del sacerdocio con una prontitud inquietante. En 1600, un anciano ca- si ciego, Francisco de Bourdeilles, Obispo de Périgueux, le ordené sacerdote en su casti- Ilo, durante una visita que Vicente habia he- cho a aquel lugar: tenia entonces apenas veinte aiios. Todo aquel tiempo en que habia permane- EL GRAN SIGLO DE LAS ALMAS cido —segin propias palabras— «en la tela de arafia» —esa arafia del mundo cuyos hilos a todos nos enredan— se prolongé todavia més: diez, afios sobrados y tal vez algunos més. Ni dejé de afligirle el cielo con esas pruebas que ordinariamente son la ocasién de las conver- siones. Llegado en 1605 a Marsella! para co- brar una deuda que «un malvado calavera» tar- daba en pagar, embarcé a su regreso con desti- no a Narbona y tuvo la desgracia de ver cémo Ja nave en que iba era asaltada por tres bajeles piratas turcos, que le condujeron a Tiinez para ser vendido como esclavo en el mercado de aque- Ila ciudad; no tenia por entonces consigo més que un par de pantalones y una tuniquilla de Jino. La prueba fue bastante dura; pero menos de lo que él pudiera esperarse, puesto que los duefios que le tocaron en suerte demostraron ser bastante humanos. E] primero fue un «né- dico espagirico», es decir un alquimista empe- fiado en la biisqueda de la piedra filosofal; des- pués pas a manos de un colono, Guillermo Gautier, aparcero del Bey, que results ser un antiguo fraile del convento de franciscanos de Nici en Saboya (es decir, Annecy). Pero el en- canto que emanaba de la persona de Vicente le valié el que el renegado y sus tres mujeres le trataran amistosamente. Y a tanto legé que, acordandose de sus érdenes sagradas, el esclavo fue conduciendo de nuevo a su duesio por el ca- mino de la fe de su bautismo, persuadiéndole a que volviera a Francia para recibir all{ la ab- solucién en debida forma. Cosa que, a su vez, te permitié evadirse de la esclavitud. Desembarcados hacia finales de junio de 1607 en Aigues-Mortes, Vicente y su compaiie- ro se apresuraron a llegar a Avifién donde le: recibié el vice-legado «con lagrimas en los ojos y sollozos en la garganta», dichoso de edificas a sus fieles catdlicos con el emotivo espectaculc de una solemne abjuracién. Por si ello fuera poco, aquel gran sefior de la Iglesia tenia apa- sionadisimo interés por la alquimia y la bisque: da de la piedra filosofal, cuyos secretos podia conocer el antiguo esclavo del médico tunecino Propusole Ilevarle a Roma, cosa que el joven sacerdote acepté con jubilo. jEpoca feliz de su destino! Vizit in Urbe aeterna, como repetirie més tarde otro gascén, Montaigne. Excelente- mente introducido por M. Montorio, con do: cualidades preciosas en la corte romana —sabe: ver y saber callar—, Vicente puso en juego todc su encanto y acabé por llegar hasta el Papa entonces Paulo V, y al embajador de Francia Savary de Bréve. ¥ tan bien lo hizo que, cuanda abandoné la Ciudad Eterna en 1609, por toda: partes corrié la voz de que se le habia encargado ‘una misién confidencial. ¢Cusl? No se sabe con certeza... ni si quiera si existié tal misién. Desde luego que nc 1. Seguimos aqu{ el relato tradicional, tal como se encuentra en dos cartas del mismo San Vicente de Patil, fechadas en 24 de julio de 1607 y 28 de febrero de 1608. Pero algunos historiadores han sos- tenido que el santo inventé totalmente esta historia de su cautividad en Timez para ocultar a la vista de su protector, M. de Comet, otras aventuras tal vez menos recomendables. Las dos cartas en cuestién fueron mantenidas en secreto en los archivos de la fanilia Comet hasta 1658 y parece ser que, antes, de esa fecha, ningin miembro de la familia ni de Ja intimidad del santo haya intentado hablar acerca de este pintoresco capitulo de su vida. De ser asi, el cautiverio de Vicente seria una formidable —decia después el santo de aquella ven—-. «Todo el mundo la amaba» Utilizaba en todas partes a sus hijas; no hubo obra de las iniciadas por él a la que no estuvieran asociadas sus hermanas grises. En las parroquias, iban a visitar a domicilio a los po- EL GRAN SIGLO DE LAS ALMAS bres;! ensefiaban en la escuela a los nifios; y, en seguida, fueron enviadas a los hospitales, don- de introdujeron una sonrisa de luz. Cuando Monsieur Vincent se ocupé de los presos y con- denados a trabajos forzados, también le ayuda- ron las hermanas grises en la terrible empresa. Y cuando la reina Ana de Austria pidié ayuda para los soldados heridos y enfermos, fueron también las Hijas de la Caridad las primeras en aceptar y enviaron a los ejércitos a cuatro de ellas —las primeras enfermeras— de las que dos moririan de contagio. He aqui lo que hicieron aquellas jévenes excepcionales, que no eran re- ligiosas... «Atender a los pobres en vez de rezar —les decia Monsieur Vincent—, es dejar a Dios por Dios» La «Pequefia Compaiifa crecié ra- pidamente: en marcha hacia una Congregacién que hoy cuenta con cuarenta mil mujeres. En 1660, en el instante en que Vicente de Paul y Luisa de Marillac bajaban al sepulcro, tenian ya un centenar de casas, de las que casi treinta estaban en la capital. Y desde todas partes se Mamaba a Jas hermanas grises. Damas de la Caridad, Hijas de la Cari- dad... Pero, y los hombres, gen qué se conver- tirfan? ¢Los dejaba Monsieur Vincent al mar- gen de su gran obra? No. Por mas que, visible- mente, tuviera mayor confianza en el sexo fe- menino, en sus eminentes cualidades de devo- cién y entrega, no por eso dejé de acudir a los hombres. Desde 1619 hab{a instituido una pri- mera «Hermandad de Caridad para los hom- bres», predecesora de las «Conferencias de San Vicente de Pail», que desarrollaria Ozanam dos siglos después. Y, en el mejor de los sentidos, fue ciertamente uno de los inspiradores. de la «Compaiifa del Santisimo Sacramento»? leja- no antepasado de la Accién Catélica. En nume- rosos lugares de Francia fueron los miembros de la Compaiiia quienes ayudaron a la implan- tacién de las obras de San Vicente. Tales fueron las colaboradoras que el san- to supo reunir en vastas tropas para que le ayu- daran en sus empresas. Por lo que respecta a sus realizaciones, fueron tan numerosas y diversas entre sf que resisten a toda enumeracién: una surge de la otra y la completa en un maravilloso acuerdo. Un dia —era en 1643— Mme. Goussault habla con Monsieur Vincent acerca del Hétel- Dieu y de la desoladora situacién de los enfer- mos que en él estan. El hospital resulta dema- siado pequeiio: los enfermos estén amontonados en las salas. Las religiosas agustinas que evan el cuidado de aquel centro, bajo la vigilancia del capitulo de Notre Dame, no pueden atender a todo, aparte de que, enclaustradas por sus re- glas, se ven totalmente incapacitadas para bus- car apoyo y ayuda fuera del convento. Monsieur Vincent se niega al principio: no desea ir «a Ile- var sus hoces a la mies de otros». Pero la buena presidenta insiste. Quiere ir al Hétel-Diew con sus Damas de la Caridad. Monsieur Vincent se rinde; puesto que lo quiere Cristo, enviard a las Damas a visitar a los enfermos para que les lle- ven «aleas, caldos y golosinas», ademas de li- bros y juegos para su distraccién, de manera que aquellas mujeres trabajen por la salvacién de sus almas. Pronto surge una brillante emu- lacién. «De ciento a seiscientas veinte» Damas de la Compaififa se encargan de los novecientos enfermos. Junto al hospital se instalan las her- manas grises que colaboran con aquellas damas del mundo en auténtica fraternidad. Grave pe- so para la joven compafiia de Mile. Le Gras; pero no faltan voluntarias que se presten a Ile- varlo. Y he aqui otro peso atin més enojoso: la obra de los Nifios Abandonados. Es, de todas las emprendidas por Monsieur Vincent la mas cé- lebre y la que més directamente toca la sensi- bilidad. La situacién es abominable; en aque- 4, Aqui y alld se las Hamaba les soeurs du boui- Uon, alas hermanas del caldo». 2. Acerca de la Compajiia del Santisimo Sacra- mento, ver més adelante, cap. II. Para explicar el éxito y la amplitud de las obras de Monsieur Vin- cent se ha pretendido que é! mismo habia sido el instrumento y heraldo de la Compania, considerada como una vasta empresa para la dominacién de las, almas, una especie de hombre de paja de la «Cébala de los devotos». Pero ningiin hecho, ningin docu- mento han permitido nunca fundar seriamente esta caluranioaa hipétesis. UN ARQUITECTO DE LA IGLESIA MODERNA: SAN VICENTE DE PAUL 33 Hos tiempos feroces y desolados, son muchas las madres que abandonan a sus pequefios, tal vez por miseria o desesperacién. Solamente en Pa- rls se cuentan cada aiio varios millares dejados en los umbrales de las iglesias... ¢Y qué es de ellos? Una institucién oficial, la Couche, se en- carga de recogerlos; pero, en realidad, no se tra~ ta mds que de una oficina horrible. Colocados los nifios en casas de madrastras que deberén alimentarlos por unas cuantas monedas al aio, la mayoria mueren de hambre y de falta de cui- dados. Y ocurre algo peor atin; porque, vendidos por ocho o diez sueldos, van a parar a manos de mendigos profesionales que a veces les cor- tan manos y pies para excitar la compasién y la limosna de las gentes. De todos aquellos nifios abandonados «apenas se encuentra uno con vida después de cincuenta afios». En 1638, Luisa de Marillac se encarga de las tiemnas victimas. ¢Se trata de reformar la Couche? No. La obra de los Enfants trouvés debe suceder y reemplazar a la vieja institucién. Pero esto cuesta caro. Conviene que Monsieur Vincent retina en va- rias ocasiones a las damas y las haga Morar evo- cando el drama de aquellas inocentes criaturas a las que, si falta el dinero, habra que abando- nar a su horrible destino. De esta manera, la obra seré durable; primero en el castillo de Bi: cétre; después, en el arrabal de Saint-Denis; por Ultimo —més tarde— en el Hospital de Ni- tios Abandonados que har construir Luis XIV. Una sola cifra nos da la importancia de aquella obra y nos demuestra hasta qué punto era nece- saria: de 1638 a 1660 fueron salvados cuarenta mil nifios... Los mendigos eran otra plaga de Paris —co- mo de cualquier gran ciudad—. También la si- tuacién general parecia multiplicarlos. Licen- ciados del ejército, campesinos arruinados, vie- jos abandonados a su suerte, eran legion. Tan- tos, que se consideraban una fuerza y se hacian temibles e insolentes. gEsta uno hablando con un amigo en la calle? ¢Ha ido a la iglesia a re- zar? Pues, bien: siempre estA seguro de ser im- portunado por esas voces insistentes que recla- man y exigen la limosna, ¢ insultan a quien se la niega. Periédicamente, el Gobierno renueva sus medidas de policia; pero siempre en vano. Monsieur Vincent se dedica también a aquel problema. Gracias a Dios, en 1653 un bienhe- chor anénimo le envia cien mil libras; con ello se empeiia en la fundacién de un hospicio para aquellos mendigos; al menos para los mas des- graciados y viejos. Cuarenta camas para empe- zar y ya estd el Hospicio del Nombre de Jess, creado, por supuesto, con la colaboracién de las hermanas grises. No era demasiado... pero, ;qué gran ejemplo! La emulacién surge por doquier. La duquesa de Aiguillon ofrece cincuenta mil libras. Los «sefiores de la gran oficina de los jpobres», atentos por fin a lo que esté sucedien- do en los hospitales y hospicios, confian a las Damas de la Caridad «las Pequefias Casas» de la calle de Sévres; un lamentable hospicio de sifiliticos y tifiosos. Pero las Damas acuden ani- mosas. Y pronto surge la Salpétriére en un en- clave al sur de Paris, donde se fabrica nitro 0 salitre (salpétre), dada por Ana de Austria a Monsieur Vincent para que en aquel local re- coja a doscientos miserables: en 1657, el «Hos- picio General» estaba concluido. Hay acaso una miseria humana sobre la que no se inclinen Monsieur Vincent y sus ayu- dantes? Los nifios eran inocentes; los enfermos daban lastima; los mismos mendigos, en su ma- yoria no eran culpables. Pero cy los mismos cul- pables, los condenados, los prisioneros y forza dos? ¢Estaban excluidos de la caridad de Cris- to? Monsieur Vincent no lo pensaba asi. Para él —y seré necesario que pasen siglos para que se le comprenda— los condenados, los prisione- ros y los forzados son también hombres. Sus amigos de la Compajifa del Santisimo Sacra- mento le han puesto al corriente de la misera si- tuacién en que se hallan los detenidos: «Se pu- dren en vida», escribe el inspector de Obras, D’Argenson, tras una visita a la cdrcel de Saint- Roch. Mezclados horriblemente viven alli los bandidos, los ladronzuelos, los desgraciados pri- sioneros por deudas, los jévenes burgueses un poco alocados. Monsieur Vincent va a visitarlos personalmente: su bondad les consuela y sosie- ga. Hasta los monstruos con aspecto de hombre Horan al escuchar sus palabras. Después, el apéstol se llega a las mansiones de los podero- sos, protesta, se indigna, «reclama que aquellos EL GRAN SIGLO DE LAS ALMAS malaventurados sean mejor tratados» y que tengan al menos algiin auxilio spiritual. Vence la causa, y para los jévenes delincuentes abre en San Lazaro una casa de correccién, que se adelanta en doscientos afios a las ideas de su siglo. Es eso todo? De ninguna manera. Hay todavia peor suerte que la de los huéspedes’ de una prisién: la de los desgraciados —de los que no todos han cometido graves crimenes— a los que la justicia real ha enviado, por decreto, a re- mar a las galeras. Son bellas las galeras del Rey, «rapidas, suaves sobre el agua, vivas y dgiles», con sus dos velas triangulares que no se parecen a ninguna otra y sus remos en dos hileras de treinta y dos cada una, que caen sobre el mar cadenciosamente. Pero hay unos hombres que mueven esos remos, doscientos sesenta por na- vio, sujetos con cadenas a los bancos, con las espaldas desnudas para recibir mejor los lati- gazos de los vigilantes, cuando los cémitres juz~ gan que no se rema con suficiente brio. La suer- te de aquellos miserables es tan horrible que no pocos grandes corazones se han conmovido, co- mo el del Obispo de Marsella, el oratoriano Juan Bautista Gault, y el caballero Gaspar de Simiane. Monsieur Vicent sabe mejor que nadie en qué consiste ser remero de las galeras. {Hu- biera faltado tan poco para que él mismo lo fue- se en Tiinez! A partir de 1619, cuando Felipe Manuel de Gondi le hace nombrar limosnero real de las Galeras, el santo se preocupa por la suerte de aquellos hombres. Los ha visitado, ha protestado ante los cémitres contra la inhumana dureza de la condicién en que deben vivir. Es precisamente en aquella ocasién cuando —se- gin se dice— reemplazé en el banco a uno de Tos forzados. Cuando la cuerda parte para Mar- sella, Monsieur Vincent va a ver a los desgra- ciados y les habla con ternura. Con ellos envia a sus Hijas de la Caridad: Bérbara Angiboust se hard célebre entre los condenados a galeras por su dulzura constante y su paciencia infinita. Después, a los mismos puertos en los que paran las galeras, envia a sus misioneros para que pre- diquen a aquellos hombres; los resultados son increibles, las conversiones sorprendentes. Y la insuperable caridad del santo obtiene aun de Jos grandes sefiores de Francia una activa li- mosneria para las galeras y una enfermeria. Pero, ¢dénde se detendrd esa caridad? Ni si- quiera ante los turcos. En Berberia hay escla- vos cristianos, apresados por los corsarios; esto lo sabe Monsieur Vincent mejor que nadie. Hay que ir a visitarlos y a Ievarles consuelo espi- ritual. Pero las autoridades musulmanas se nie- gan acllo; no quieren mas que sacerdotes-escla- vos. Y el gascén halla el medio de vencer este obstaculo. E] Rey nombra cénsules a unos mi- sioneros. Uno de elios es Juan Le Vacher, cénsul y vicario apostélico de Cartago, que se atreve a abrir capillas en Berberfa y que terminaré sien- do martirizado en Argel, atado a la boca de un caiién, «Si se me permitiera —le escribe Mon- sieur Vincent— envidiaria vuestra dicha.» Ministro sin titulo de una real penitente Semejantes logros no dan testimonio sola- mente del genio y de la santidad de un hombre: dejan adivinar al mismo tiempo el prestigio de que estaba rodeado. A medida que los afios iban pasando y las obras se multiplicaban, Monsieur Vincent alcanzaba en el reino de Francia —sea lo que haya sido su modestia— un puesto cada vez més considerable. Richelieu le estimaba sin comprenderlo, seguramente, del todo. Habiale sostenido no sin alguna reticencia y secreta in- tencién. :No pensaba el fundador de la Misién seguir siendo el amigo de los Marillac, uno de los cuales, el mariscal, habia sido decapitado por orden del Cardenal, y también de su antiguo disefpulo, el joven e inquieto Juan Francisco Pa- blo de Gondi, futuro Cardenal de Retz, «caréc- ter firme al que no se podia amar u odiar a me- dias» —en frase de Bossuet—, que se enorgu- Hecia por doquier de su participacién en dos conspiraciones contra el poderoso ministro?! 1. Acerca de las relaciones entre el ilustre Car- denal memoralista y Vicente Paul, cfr. las numero- sas obras consagradas a Retz: las dos més recientes son las de P. G. Lorris (Paris, 1956) y el excelente UN ARQUITECTO DE LA IGLESIA MODERNA: SAN VICENTE DE PAUL g 38 Pero el Rey Luis XIII le habia amado y ad- mirado sin reservas. Aquel hombre enigmitico, encerrado en su timidez, incapaz de dar expre- sidn a la riqueza de nobles sentimientos y de ter- nura que habia en él, habia hallado en Mon- sieur Vincent, las pocas veces que le habia visto, un confidente infinitamente atento, sensible y penetrante. Ante él no habfa esos inquietantes silencios en los que el interlocutor pierde pie al no saber si atribuirlos a cdlera, a mal humor 0 a melancolia. Aunque se mantuviera fiel a su con- fesor, el P. Dinet, el Rey gustaba de conversar con Monsieur Vincent acerca de las cosas de su alma. Y cuando sintié la muerte cercana, de- seé tenerlo a su lado. Sucediéronse seis sema- nas, desde comienzos de abril hasta el 14 de ma- yo de 1643, de entrevistas y coloquios de los que se nos han conservado pocos rasgos, sublimes to- dos ellos: Vicente consolaba a aquella alma pro- fundamente creyente, pero asediada por la an- gustia; rodeaba al real enfermo de un afecto casi paternal; a su vez, el moribundo pregunta- ba al santo sus proyectos y le pedia que le expu- siera con detalle sus obras, murmurando con frecuencia: «Ah, Monsieur Vincent}, si yo vuel- vo a recuperar la salud, quiero que todos los Obispos pasen tres afios en vuestra compafiia.» ‘Muerto el Rey, y siendo su hijo Luis XIV un niiio de cinco aiios, la Reina viuda, Ana de Austria, se hallé al frente de los deberes y res- ponsabilidades de una regencia que seria larga y seguramente sefialada de grandes dificulta- des. También ella era un alma de profunda fe; esa fe espafiola, devota y rigida, heredada de Felipe II,! a la que esta mujer supo dar el co- lorido de verdadera caridad que habia faltado no poco a la religiosidad de su abuelo. Su vida, hasta entonces, habia sido compleja y bastante amarga. Casada a los quince afios con un Rey de la misma edad, abandonada durante mucho tiempo por su marido en beneficio de los paja- ros, del halconero y de otros asalariados, dando ofdos —sin duda con bastante complacencia— a peligrosos amigos, Ana habia sido al mismo tiempo aquella generosa mujer que, arropada en la negra capa de los burgueses, habia acudi- do a visitar a los enfermos de la Caridad y el Hétel-Dieu, 0 a aquel Val-de-Grace fundado por ella con su propio dinero, donde servia a los en- fermos con sus reales manos «de sorprendente belleza» —nos dice mademoiselle de Mottevi- le— y sabfa hallar para cada uno palabras de compasién, mientras dejaba caer «de sus bellos ojos verdosos» piadosas lagrimas suscitadas por el abrumador espectaculo de tantas miserias a las que no podia Jlevar un adecuado y total ali- vio. Ese aspecto de la Reina era obra de Mon- sieur Vincent, que hab{a hecho de ella la prime- ra de sus Damas de la Caridad. ‘A poco de quedar viuda, apartando a la vex a jesuitas y capuchinos que se esforzaban por obtener el honor de dirigir la real concien- cia, Ana de Austria Ilamé a Monsieur Vincent. ‘Tras un instante de vacilacién, el santo acepté a condicién de poder ejercer rigurosamente su ta- rea de consejero, a lo que la Reina consintié gustosa. Pero aquella direccién espiritual no habia de ser reposada, porque la dirigida era ya una cuadragenaria no falta de tentaciones y muy aficionada a los bailes y comedias. Pero el honor de ambos —el director y la penitente— consiste en que estuvieron de acuerdo hasta el fin, durando siempre la mutua confianza. Con- fidente de la Reina en el mismo grado que con- fesor suyo, sin desdefiar hablar con ella de «sus pequefios asuntos» que eran grandes cuestiones «aetrato» por F. Albert-Buisson (Paris, 1954); pero no debe olvidarse tampoco la de Battifol. 1. Ana de Austria (1601-1666) era hija de Fe- lipe I; en 1612, muerto Enrique IV, que era opues- to al_ proyecto, se concertaron los matrimonios de Luis 2ilf con Ana y de Isabel de Borbon con Feliz pe IV. Hasta la muerte de su esposo, Ana de Aus- tria Ievé una vida retraida, bajo la presién de Ri- cheliew. Reconciliada con Luis, demostré un gran talento durante la regencia de su hijo el futuro Luis XIV, ayudada por la politica de Mazarino. Su- po dominar el movimiento rebelde de la Fronda y_a los levantiscos del Parlamento; concerté una alianza con la Inglaterra de Cromwell y continud la guerra con Espafia hasta Ja Paz de los Pirineos (1659). A partir de la mayoria de edad de su hijo, Ta Reina volvié a la vida retirada. (Nota del Tra- ductor.) EL GRAN SIGLO DE LAS ALMAS para la Iglesia y para Francia, Monsieur Vin- cent se convirtié en una potencia, un personaje publico cuya influencia sabian todos, una es- pecie de ministro sin titulo, encargado de eso que hoy Iamariamos la Asistencia publica y las cuestiones sociales. «Monsieur Vincent es el conducto por el que Hlegan las cosas a oidos de Su Majestad», decia ya en los tiempos de Luis XII un joven diplomatico italiano de la Nunciatura. ¢Continuaria asi en los tiempos de Ja Regencia? Aquel diplomatico se llamaba Ma- zarino, ¢Cuéles fueron las relaciones de Monsieur Vincent con el segundo Cardenal? A veces se ha dicho que fueron pésimas; otros han asegurado que el santo favorecia los amores de la Reina con el bello Julio e incluso su secreto matrimonio, que habria sido bendecido por él.' La verdad estd en un término medio. Habfa tantas diferen- cias entre los dos hombres que es dificil conce- bir cémo podrian encontrarse en el mismo pla- no. Un humilde santo, leno de rectitud y ge- nerosidad, cuya vida estaba enteramente orde- nada hacia lo espiritual, no podia ser compren- dido por un politico retorcido, avaro de dinero y de titulos, cuyos actos estaban solamente diri- gidos hacia intereses temporales, ya fueran {os suyos personales o los del Estado que él dirigfa. El mutuo desacuerdo fue creciendo cada vez mas, hasta convertirse casi en desavenencia. Pero Ana de Austria nunca consintié en sacrifi- car a aquel hombre al que confesaba «amar tiernamente en espiritu», aquel «truhdn» de sotana raida de quien se burlaba Mazarino. Disponiendo, pues, a partir de 1643, de una influencia considerable, casi oficial, Monsieur Vincent no tuvo mas que una idea: servirse 1. El hecho ha permanecido oscuro, Cardenal por titulo (es decir, sin llegar a ser sacerdote), Ma- zarino podia casarse. Pero no hay nada que prucbe con seguridad que el matrimonio secreto haya ocu- rrido, ni menos atin que Vicente de Pail haya re- presentado en él papel alguno. Todavia, la verdad se reducirfa a la necesidad de observar que su pucs- to de confesor le Ilevaria a preferir un matrimonio a una existencia casi conyugal que no hacia més que provocar escéndalo. de esa influencia para ampliar el campo de su caridad, para hacer triunfar a Cristo y a su Iglesia. Eso que algunas veces ha sido llamado su «accién politica», no es en realidad més que la extensidn del propio papel que él representa- ba en la sociedad francesa. «Simple y bondado- samenter, como siempre, puso al servicio de las ideas que amaba unos medios de accién mucho mas grandes y fuertes. Fue por entonces cuando sus hijos multipli- caron las misiones, fundaron en las provincias numerosos seminarios; las Conferencias de los Martes se hallaron —si podemos decirlo asi—~ més Ienas de clientes; las obras de caridad, los hospicios y los hospitales recibieron la ayuda que les permitié erigirse sobre sélidas bases. Debe- mos subrayar un punto: convertido en cierta manera en representante del Estado para la Asistencia publica, Monsieur Vincent no pen: s6 ni siquiera un instante en confundir la cari- dad de Cristo con los métodos estatales; para 4l, el amor a los hombres no podia distribuirse de modo administrative. Los pobres, los mise- rables, no se reducian a sus ojos a meros nttme- ros de una cuenta, 0 a «casos» clasificados pre- viamente; seguian siendo hombres, que deb{an ser tratados con infinita delicadeza. Cuando, por ejemplo, Vicente organizé la obra de los Petits- Ménages, lo hizo para que los pobres ancianos no fueran nunca separados si eran marido y mujer, y conducidos a diferentes hospicios, sino que ocuparan dos habitaciones contiguas y pu- dieran terminar juntos su existencia. Y cuando, en 1656, el Gobierno decidié —para poner fin a la mendicidad— crear el «Hospital general» de Paris, donde los mendigos enfermos fueran obligatoriamente internados, mientras que los sanos serfan encerrados en una casa de trabajo o expulsados de la capital, Monsieur Vincent se negé a avalar este modo policiaco de hacer el bien y no admitié que los lazaristas se encarga- ran de la nueva institucidn. Actitud Vena de sig- nificado, ‘Y sin embargo, el santo no ignoraba ni des- defiaba sus poderes de ministro sin titulo en las obras de caridad. Asi aparecié bien claro cuando se encargé de la ayuda a las provincias devas- tadas por las guerras. La organizacién dispuesta UN ARQUITECTO DE LA IGLESIA MODERNA: SAN VICENTE DE PAUL 37 por Monsieur Vincent es un modelo en su gé- nero: hacen pensar en ella las campaiias de nuestro Socorro catélico. Ante todo, se encontré el dinero necesario: labor a que se dedicaron las generosas Damas de la Caridad. Acto seguido, fueron enviados a sus puestos los equipos de so- corro; por ejemplo, fueron creados siete centros en la Lorena, destrozada y jadeante por las guerras; tales grupos estaban, por supuesto, en Jas manos de los lazaristas y las hermanas gri- ses. Desde Paris salieron misioneros méviles, como el buen hermano Mateo Regnard, apo- dado justamente Renard (Zorro), quien encar- gado de llevar sumas considérables, consiguié en repetidas ocasiones sustraerlas a la ambicién de los salteadores de caminos, a cambio siem- pre de astucias y de aventuras dignas de una no- vela picaresca. Después, como los horrores de la guerra provocaban un verdadero éxodo, Mon- sieur Vincent organizé en Paris, ayudado por un santo seglar, Gaston de Renty, centros de asis- tencia a los refugiados que en ellos podian aco- gerse y en los que eran tan bien tratados que los parisinos, un poco celosos, se preguntaban bromeando si Monsieur Vincent se hab{a natu- ralizado lorenés. La Champafia y la Picardia, igualmente destrozadas, fueron el inmediato motivo de la solicitud del santo. Aplicé en ellas los mismos métodos, que podemos conocer por las Relaciones que de aquella empresa hizo Car- los Maynart de Berniéres. Muchos testimonios nos repiten que la obra llevada a cabo por Mon- sieur Vincent en ayuda de las provincias de Francia son de las que Iegan directamente al alma. En 1653, los concejales de Rethel le escri- bian: «Desde hace dos afios, la Champaiia y es- pecialmente esta ciudad no subsisten sino gra- cias a la caridad que en ella habéis prodigado.» Y en todos los manuales de historia de Francia debfa figurar la carta conmovedora en la que el lugarteniente general de San Quintin decia al santo que, sin él, toda la regién habria muer- to de hambre; y le suplicaba «que fuera atin el Padre de la Patria para conservar la vida de tantos y tantos pobres moribundos». Esta frase Jo dice todo. Pero esta obra de caridad no fue la tnica a la que se dedicé el director espiritual de Ana de Austria. Siguié ademas otro medio —tanto mas necesario— de servir a la caridad de Cristo: el de la defensa de la verdad de su mensaje. Y en tal sentido, gen cuantos grandes asuntos no se vio mezclado Monsieur Vincent? A decir ver- dad, en todos aquellos en que se discutieran cuestiones de la Fe y de la Iglesia. Y en todos procedié con la misma firme dulzura y el rigor combinado con la misericordia de que siempre habia dado muestras. Nada mas significativo a este respecto que su postura en el gran debate iniciado entonces er el seno de la Iglesia, a propésito del Janse- nismo.! Monsieur Vincent comenzaba apenas su obra cuando salié a la luz —para convertirse bien pronto en abundante rio de herejia— la pequefia corriente cuya fuente era el Obispo de Ypres. Al principio, el santo no manifesté hostilidad alguna. Porque, a decir verdad, ¢eran jansenistas en el riguroso sentido de la palabra las personalidades de la primera generacién, la Madre Angélica y la Madre Inés y M. de Saint- Cyran? Su actitud espiritual habia contado con la simpatia de Monsieur Vincent. Saint-Cyran era su amigo, hasta el punto que en los lejanos dias de pobreza, habian hecho bolsa comun. Pe- ro, cuando el austero tedlogo comenzé a exhibir sus tesis acerca de la Comunién frecuente, Mon- sieur Vincent no vacilé en oponerse vigorosa- mente a ellas, porque conducian a separar a los fieles de la Sagrada Mesa. De todo ello resulté entre ambos una ruptura: la de una amistad de quince afios. Pero cuando Saint-Cyran fue arres- tado por orden de Richelieu y Monsieur Vincent fue Hamado a deponer en contra del prisionero, nadie consiguié arrancarle una sola palabra que pudiera arruinar a su viejo amigo. Asi actuaba su caridad. Solamente cuando, a partir de 1650, resulté evidente que el Janse- nismo constituia un grave peligro y tendia a convertirse en una herejia contra la Iglesia, el confesor de la Reina puso en juego todo su po- der para lograr su condena. Nada estaba mas lejos de su fe recta y activa, de su cristianismo sumiso y de su generoso optimismo, que «aque- 1. Cfr. mds adelante, c. VI. ELGRAN SIGLO DE LAS ALMAS Mlas doctrinas intelectuales» llenas de angustio- sas tinieblas y de fermentos de rebelién. La con- dena de 1653, hecha por el Papa Inocencio X, fue en parte obra de Vicente; éste se interesé en la redaccién de las «Cinco proposiciones» extrai- das de la obra de Jansenio (Jansen) y entregadas al juicio de Roma; y trabajé intensamente para recoger numerosas firmas de Obispos en favor de las mds severas medidas. Amicus Plato, sed maior amica veritas. gOcupése también en la cuestién protestan- te? Un poco, y de la manera més humana y ge- nerosa. En los dias del gran Cardenal, dicha cuestién se habia propuesto en términos pura- mente politicos, en el instante en que fue nece- sario que el rey reconquistara La Rochela para evitar que esta plaza se constituyera en un E's- tado dentro del Estado. Al revés que tantos otros fandticos que hubieran querido aprove- char la ocasién para liquidar aquella «religién», Monsieur Vincent no habia tenido para los pro- testantes mds que palabras de bondad y com- prensién. Jamas olvidé el leal Juan Benier, que Je habia abierto generosamente su casa de Cha- tillon-des-Dombes. Ni habia abordado a los pro- testantes con propésitos de controversia, sino de hombre a hombre, con el corazén abierto. Cono- cemos una carta suya al lazarista Gallais que, dirigiendo una misién en Sedan, se habia encon- trado en presencia de numerosos protestantes; carta cuya altura de miras y cuya equidad de intencién son admirables. En los — y que enviaba a sus hijos a Roma para que lleva- ran allf el mas hermoso testimonio del ideal de la Reforma Catdlica. Los lazaristas misioneros predicaron a su manera en la Sabina y en Vi- terbo, en Subiaco y en Mondovi, Chiavari, Ses- tri, Racognigai y otros muchos lugares; las mi- siones de Génova y Turin tuvieron un éxito enorme gracias a los Padres Blatiron y Martin, que las Ilevaron a cabo. Pero el triunfo legé cuando Alejandro VII ordené a los jévenes de- seosos del sacerdocio, que fueran a hacer un re- tiro en la casa de los misioneros de Francia. ¢Saboreaba Monsieur Vincent esta sorprenden- te situacién? «Plugo a nuestro Santo Padre —notaba— enviar a los ordenandos a los pobres mendigos de la Misién de Francia.» Era lo bas- tante «romano» para saber que el triunfo esta- ba alli. También otras tierras Ilamaron el celo in- fatigable de los lazaristas y las hermanas gri- ses; pero en ellas, si vencié la gloria, fue una gloria tragica y la sangre corrié —esa sangre de Ia que sabemos desde los tiempos de Tertuliano, que es semilla de cristianos—. Primero fue en Polonia. Era entonces un gran pais: Varsovia empezaba a adquirir aspecto de capital en tiem- pos en que Berlin se reducia apenas a un villo- rrio; grande era en el pais la influencia france- sa, y una legacién habla venido a pedir al Rey de Francia, una princesa para su soberano, La- dislao 1V:! Maria de Gonzaga, hija del duque de Nevers y de Mantua y de Catalina de Lorena, era una mujer francesa por su educacién, su es- piritu y su elegancia. Hecha Reina en Varsovia, acordése en seguida de que habfa sido Dama de la Caridad —en la primera linea de las obras caritativas— y pidié a Monsieur Vincent que le enviara sacerdotes de la Mision, Hijas de la Ca- ridad y también algunas Visitandinas. El jefe de aquella expedicién era hombre tan notable que el santo le consideraba como a futuro su- cesor, «su ojo y su brazo derecho». Los comien- 1. Tras la muerte de éste, Marla de Gonzaga se casé con el hermano y sucesor del difunto, Juan Ca- simiro. zs fueron brillantes: misiones, escuelas, obras de caridad: todas las obras de San Vicente pren- dieron sus raices en Polonia. Pero pronto estallé la tragedia. Primero fue la peste, que mostré de qué heroismo eran capaces, por la caridad de Cristo, aquellos hombres y mujeres, y maté a M. Lambert y 2 numerosas hermanas, Después vino la guerra, medio civil y medio extranjera, que lanz6 a los moscovitas, por el Hamamiento de los cosacos ucranianos sublevados, y a los suecos, sobre la desgraciada Polonia. En la con- quistada Varsovia de 1655, donde la soldadesca, en nombre del protestantismo, se encarniaé en sacerdotes, iglesias e instituciones catélicas, los. Padres de la Misién se mantuvieron con firmeza y permanecieron en sus puestos junto a los pro- pios feligreses; su jefe, M. Ozenne, murié; jun- to a él perecieron, sin excepcién, todas las her- manas grises. El corazén de Monsicur Vincent sangraba al recibir tales nuevas; pero en su do- or no faltaba el orgullo de aquella gloria. En la «Hibernia», es decir, Irlanda, y en Escocia, en las Orcadas y las Hébridas, la Mi- sién intenté desarrollarse también. Los viejos paises de San Columbane, sobre todo, acogieron con emocién-a los lazaristas; pero cuando es- tallé 1a revolucién inglesa y los tiempos de Cromwell desencadenaron sobre la verde isla la represin sangrienta a la que en adelante irfa unido el nombre del dictador puritano, los misioneros no tuvicron mds remedio que huir. Pero no sin dejar, como simiente de futuras em- presas, ese espiritu de la Misién que los laza- ristas de hoy han hecho fructificar en Irlanda. Desanimaban a Monsieur Vincent tales fracasos? De ninguna manera. Un buen cristia- no no pretende la propia satisfaccién, su peque- fia gloria, cuando obedece a la Palabra de ir a evangelizar a las naciones. Monsieur Vincent pensaba también en las lejanas tierras, mas allé de los mares. Y pensaba en ellas por una razén que nosotros, Jos hombres del siglo de «la muer- te de Dios» no podemos comprender, pero que resulta prodigioso ver ya formulada por un hombre del siglo XVII. Porque este hombre se preguntaba —y lo ha confesado repetidas ve- ces— si Francia (hoy dirfamos el Occidente) no quedarfa, tal vez algtin dia totalmente descris- UN ARQUITECTO DE LA IGLESIA MODERNA: SAN VICENTE DE PAUL 41 tinnizada y si, en previsién de tal suceso, no con- vendria implantar la fe en tierras en que pudie- ra germinar. Pero no mostré prisa alguna en crear las misiones lazaristas para los africanos: los campesinos de Francia seguirian siendo su preocupacién. Cuando Ja nueva Congregacién romana de Propaganda Fide pidié misioneros para el Extremo Oriente, Monsieur Vincent no se alisté en aquellas filas, pero animé a M. Pa- lu, uno de sus fieles seguidores en las Conferen- cias de los Martes, a que aceptara aquel destino y fundara lo que después habia de convertirse en Compaiiia de las Misiones Extranjeras; y cuando la Compatiia de las Indias que detenta- ba el monopolio de hecho del comercio con Ma- dagascar le pidio sacerdotes para el servicio de aquella colonia y puso por medio la influencia del Nuncio pontificio Bagni, Monsieur Vincent vio en ello una sefial del cielo y consintié. Y volvié a escribirse una pagina de gloria manchada con sangre para Ia joven Congrega- cién de la Misién; pagina especialmente signi- ficativa de los métodos de Monsieur Vincent. El gobernador de la isla, M. de Flacourt seguia el criterio de un gobierno fuerte; los procedimien- tos humanitarios le parecian fuera de lugar cuando se trataba de seres a los que consideraba por debajo de lo humano. Los hombres a los que Monsieur Vincent habia designado en 1648 para la Mision de Madagascar, el joven y bri- llante P. Nacquart, el humilde y cordial P. Gon- drée, eraft verdaderos lazaristas y amaron a aquel pueblo que Cristo les habla confiado; aprendieron el idioma malgache y vivieron cer- ca de sus catectimenos. {Cudntas preocupacio- nes, cudntas penas costaba a Monsieur Vincent aquella lejana misién! No hablemos ya de pre- ocupaciones financieras, de los prolongados cAlculos domésticos para pagar el viaje y las es- tancias de los misioneros. Y bien pronto, abru- mados por el clima y el trabajo excesivo, los dos Padres pidieron nueva ayuda; antes de que Monsieur Vincent hubiera hallado el medio de organizar un socorro, Gondrée habia muerto y Nacquart le seguia poco después al sepulcro, dejando un conmovedor recuerdo de su paso: la pequefia iglesia que atin subsiste en Fort-Dau- phin. Fue necesario enviar a otros Padres, M. Bourdoise y M. Mounier que, al poco tiempo, cayeron victimas de su propio celo y de aquella tierra fascinadora y terrible. Otros se embarca- ron inmediatamente para ocupar sus puestos en la ruda batalla: M. Herbron, M. Boussordec... Y Monsieur Vincent exclamaba: «No creo que en la Compaiiia haya un solo hombre que no tenga el valor de ir a ocupar el puesto de los que han muerto...» Si las Misiones lazaristas son hoy en todo el mundo y especialmente en Ma- dagascar lo que contemplamos, lo deben a la firmeza de Monsieur Vincent y a su esperanza- do valor. “In manus, tuas, Domine” Pero los afios pasaban. Y su paso heria y doblegaba el cuerpo campesino de Monsieur Vincent; trazaban en su rostro profundos sur- cos, hacian que su nariz pareciera mds larga, mis salientes sus gruesas cejas. En todo se pa- recia al retrato que el concienzudo Simén Fran- gois pintara en San Lazaro poco antes de la muerte del Santo; retrato hoy perdido, pero po- pularizado en los grabados de Van Schuppen y de Edelinck. Estaba descaido, cansado. Sufria. Todos los dias le asaltaban aquellos dolorosos «cefiidores de cabeza»! y la «fiebrecilla» diaria? ademés del «mal del asma». De tiempo en tiem- po, cuando sus dolores eran més vivos, se que- jaba dulcemente y murmuraba: «Sefior mio, mi buen Sefor...» Sus piernas flaqueaban; habia que ayudarle para que caminara; incluso tenfan que Hlevarle, lo que le sugerfa maliciosos comen- tarios: «Heme aqui, un gran sefior, Hevado igual que los Obispos...» Estaba a punto de Ile- gar a sus ochenta aiios. EI espiritu permanecia intacto en aquel cuerpo débil; su voluntad y su juicio eran ente- 1. Asi Iamaba el santo a sus terribles jaquecas, gue parecian cenirle la cabeza como una corona». (Nota del Traductor.) 2. ¢Se trataba del paludismo contraido en Ti nez? He aqui un posible argumento a favor de la es- tancia de Vicente en Tiinez, como esclavo. EL GRAN SIGLO DE LAS ALMAS ros. No habia vuelto a poner los pies en la Cor- te desde que Mazarino le separara del Consejo de Conciencia; pero seguia viendo a la Reina aunque sin dirigirla del todo— y le daba no pocos consejos. Sobre todo, asumia todavia las cargas que le imponfa la direccién de sus gran- des obras: Superior de San Lazaro —sin que abandonara a nadie el cuidado de dirigir aque- lla comunidad—, Superior de las Hijas de la Ca- ridad, se esmeraba entonces, cuando ya se ha- Taba en los limites de su resistencia, en dirigir- se a su casa a pie, con su bastén en la mano (era poca la distancia) para prodigarles conse- jos espirituales y practicos. También quiso, has- ta el fin, llevar el mensaje que tenfa que decir a las Damas de la Caridad, a los Sacerdotes de las Conferencias del Martes, a las Religiosas de la Visitacién. A todos repetia: «Démonos a Dios para que nos conceda la gracia de mante- nernos firmes. Mantengamonos, mantengémo- nos firmes, por el amor de Dios.» E] 3 de julio de 1660, hizo avin que acu- dieran a su lado las hermanas grises, a fin de hacerles el elogio de su Fundadora, la querida Mile. Le Gras que acababa de morir. El 24 de julio presidié la eleccién de la nueva Superiora. Pero no ignoraba que Dios, al Ilevarse a su me- jor colaboradora, le daba una sefial. Declaré- sele un absceso en el ojo, que le producia crueles sufrimientos, Permanecié tranquilo y hicido y, aseguran los testigos de su lento fin, tan alegre como de costumbre. En torno a él, la casa de San Lézaro continuaba trabajando por Cristo, por la Iglesia, por «nuestros sefiores los pobres». De todas partes afluian cartas, testimonios de afecto, buenos deseos, remedios. E] mismo Papa le hizo Ilegar un mensaje. Un pobre negro le envié unas hierbas calmantes y refrescantes. Ex- tinguidse el 27 de septiembre de 1660, dulce- mente, en las manos del Sefior. Lo que habia sido Ja gloria de aquel hom- bre humilde pudo verse entonces. Todo un pue- blo desfilé ante el lecho misero donde yacia el pobre cuerpo gastado; Saint-Germain-l’Auxer- rois desbordaba de gente que acudia a oir al Obispo de Puy, Enrique de Maupas, en su elo- gio fiimebre; sus reliquias fueron disputadas; el Papa, los reyes y los santuarios las reclamaban; se repartieron sus costillas, sus rétulas y hasta su corazén. La Iglesia sabia que aquel hombre, que por toda su vida le habia sido tan maravi- llosamente fiel, habia sido prometido al cielo desde la tierra; asi lo beatificd en 1729; y ocho afios més tarde, en 1737, el Papa Clemente XII Jo elevé a los altares, La historia ve en él a uno de los hombres més considerables de su tiempo, hasta el punto que apenas hay manual —por laico que sea— que no le dedique un espacio. Iniciador del sen- tido social, en una época en que acababa de romperse Ja solidaridad de la ciudad, de la co- munidad y del feudo que, en la Edad Media, aliviaba tantas miserias y que, sin embargo, las guerras y los desérdenes hacian mas necesaria. Supo asociar a todas las clases en un mismo es- fuerzo para aliviar la miseria de los hombres y suscitar tanta generosidad individual que la faz de Francia cambié en poco tiempo. Cuanto de generoso se ha hecho en la vida social desde hace tres siglos, halla en este hombre su origen, tantas veces ignorado. Habra que esperar a una época atea para que el sentido social cambie de espiritu y de formula y los organismos oficiales se esfuercen por hacerse cargo de la tarea de ca- ridad, vacidndola de aquello que con tanto arte ponia Monsieur Vincent en ella: la humanidad profunda y la verdadera caridad. He aqui lo que ha fundado la gloria, «au- ténticamente» laica, de Monsieur Vincent y por qué Voltaire le rendiré homenaje con su frase célebre: «Mi santo es Vicente de Paul.» Pero la Iglesia le debe més, y puede venerarle por otras muchas razones. Es una gran ley —com- probable siempre en los hechos— que la edifica- cién del Cuerpo de Cristo se realiza primero en el secreto de las almas santas y por su soberana eficacia. Sdlo los santos pueden discernir las vias que Dios traza a la Esposa mistica, porque solamente ellos comprendieron plenamente el mandato evangélico y penetraron el mensaje que el Sefior dirigia a su época. Monsieur Vin- cent, mejor que ningtin otro, ha echado los fun- damentos de esa Iglesia nueva que pujaba en- tonces por nacer, Su maestro y amigo, San Fran- cisco de Sales, habfa admirablemente resumido en s{ —sobre todo— las aspiraciones y tenden- (JN ARQUITECTO DE LA IGLESIA MODERNA: SAN VICENTE DE PAUL A3 cins de la época cuyo término él mismo repre- rentaba y que eran las de la Reforma Catélica. Sun Vicente de Paul prepara las bases del futu- to. Una Cristiandad més viva, agitada por la nueva levadura; un clero digno, consciente de la «randeza de su sacerdocio y totalmente entrega- do a su vocacién; una Iglesia fraternal, abierta a todos y mas dulce a los humildes; una religién humana, en la que Cristo habla al corazén: todo aquello que mas queremos en nuestra al- ma se encuentra en Monsieur Vincent, en sus palabras y en sus actos. Su figura aclara nues- tro propio tiempo, igual que iluminaba el suyo. Es evidente ye no estuvo solo para llevar a cabo semejante tarea. Junto a la suya, se le- vantan, innumerables, otras santas figuras que, en el mismo sentido, en su plano y en sectores bien definidos han perseguido idénticos desig- nios: un Bérulle, un Olier, un Condren, un San Juan Eudes y tantos otros. Pero Monsieur Vin- cent es el tinico que ha trabajado a la vez en todos los sectores con la misma gran eficacia. Es, segtin la frase de Grousset, «el mascarén de proay. Nadie hay en quien se resuman y cum- plan mejor los tiempos fecundos en que nacid nuestra Iglesia, ese gran siglo de las almas que concluye en el instante en que él muere. EL GRAN SIGLO DE LAS ALMAS IL. EL GRAN SIGLO DE LAS ALMAS Juventud de la Iglesia en el siglo XVII ¢No lo sabemos bastante? Los sesenta pri- meros afios del siglo XVII sefialan para la Igle- sia un tiempo espléndido, una época de belleza y fecundidad raras, tan rica desde luego como los grandes instantes de la Cristiandad medie- val; una era de juventud, de sorprendente re- novacién. Monsieur Vincent est4 ahi, dominan- do su tiempo con aquella silueta encorvada, con su rostro de mirada aguda, donde campea la bondad. Junto a é1 se levantan —son doce- nas...— aquellos a quienes la historia llama sus 4mulos, que trabajan el mismo terreno, abren otros surcos y recogen la misma mies de almas. Caminos ordenados a Dios todos ellos; obras cuyo tinico objetivo es extender su reino: pocos siglos hay, entre los vividos por la Iglesia, que importen tanto. Plantedbase un doble problema desde que, el 4 de diciembre de 1563, en una pequefia po- blacién alpina, de pronto convertida en ciudad ilustre, los Padres que representaban a toda la Iglesia catdlica, apostélica y romana, procla- maran clausurados sus trabajos. Habfa que in- troducir las instrucciones del Concilio de Tren- toen la sangre y la medula de los cristianos, dar fuerza de ley a los decretos y, sobre todo, pe- netrar las almas con espiritu nuevo que, a tra- vés de las discusiones de la Asamblea, aparecia definitivamente afirmado. Pasados cuarenta afios, todos se daban cuenta de que no se tra~ taba de una tarea facil. A pesar de tantos y tantos esfuerzos —San Carlos Borromeo habia dado el primer impulso a casi todos—; a pesar de la intervencién —discreta o fulgurante— de los misioneros, panfletistas, oradores e incluso de los santos; a pesar del trabajo de las Ordenes antiguas y nuevas, podia comprobarse en los umbrales del nuevo siglo que atin habia mucho que hacer y que los que de veras querian servir a Dios tenfan abundante trabajo en que emplear sus brazos. Para asumir tales tareas, que exigian tanto aliento, ¢qué pueblo se ofrecié? La Italia cris- tiana, que tantas tropas habfa brindado a la Reforma Catélica, pasaba entonces por un pe- rfodo de cansancio; Alemania no habia salido de los rudos encuentros en que catdlicos y pro- testantes no solamente defendian dogmas: una guerra atroz los destrozaba durante treinta afios, sin permitir al pueblo més que un limi- tado esfuerzo religioso. En Inglaterra, la iglesia «papistay esté demasiado ocupada en luchar contra la herejfa y el cisma para poder Hevar adelante otra cosa que no sean confusos com- bates. Y Espafia, cuyos reyes fastuosos e indo- lentes no se ocupan de defender su fe més que de reforzar su trono, ya no tiene a un Ignacio, ni a una Teresa ni a un Juan de la Cruz; ahora sélo tiene tedlogos. En tal coyuntura, una na- cién toma el relevo, aquella misma que, en la Edad Media habja sido, segiin la encantadora frase, «el horno donde se cuece el pan de la Cristiandad», Es Francia, cuyo eclipse espiri- tual termina y que, por los afios de 1600 vuelve a ser décil a aquella vocacién de «hija mayor de la Iglesia» que incluso en los peores momen- tos no han dejado de proclamar sus reyes. Pero esto no quiere decir que las turbulen- cias perdonen a Francia. Apenas salida de los atroces encuentros en que sus hijos se han dego- Tlado mutuamente, colocada de nuevo sobre sus bases por el prudente Rey Enrique, tendré que Janzarse a la guerra extranjera para salvaguar- dar sus derechos y quién sabe si la propia vida. Y cuando aquel conflicto haya terminado, el pais conocerd incluso nuevas luchas civiles y re- voluciones. Pero, a pesar de tales circunstancias dificiles, es ella la que toma ahora la antorcha cristiana. Desde el punto de vista politico, mar- cha hacia Ja hegemonfa, por mas que ain no la haya conquistado; digase lo mismo de la litera- xia, aunque ya descuella durante este periodo Ja «Escuela de 1660» en la ebullicién de fiebre creadora que llevard al arte cldsico: ya es la Francia de Descartes y de Pascal. Y espiritual- mente es la que guia a todos, la que irradia so- bre el universo catdlico. Mas, paradéjicamente, esta misma Fran- cia es también la de los conspiradores y ambi- ciosos sin escrapulos, la Francia de los duelos y las novelas de amor, el pais en que heroinas ‘con cuello de encaje empujan el caiién de la Bastilla y se entregan a otras extravagancias, en que el Cardenal de Retz exhibe un elegante 1. GRAN SIGLO DE LAS ALMAS. 45 no, en que Paris hierve de mendigos, don- «le los hijos ilegitimos son abandonados en las. etquinas... Y mas paradéjico atin; esta Francia ea también el Reino que rehusa reconocer como leyes los decretos tridentinos: la Asamblea del Clero no los ha aprobado y promulgado més que a titulo de algo personal, en 1615, sin acuer- do alguno con el Estado, y contra el Parlamen- to, que se niega a registrarlos. ‘Sin embargo, es esa Francia la que, durante mds de medio siglo, se colocara a la cabeza de la Reforma Catdlica. Los fieles de su Iglesia no son mejores que los de otras; hay en ella tan- tos abusos y escandalos como en otras partes. Y sin embargo, la fe se renueva entre ellos; los, principios hallan nuevos medios de aplicacién; la caridad se afirma en innumerables obras. ;Y qué clima de santidad! Eso es lo esencial. No son las érdenes ministeriales o reales —por mas que Luis XIII y Richelieu hayan sido conqui: tados para tales intenciones— ni son los decre- tos del Parlamento, ni siquiera las decisiones votadas por la Asamblea del Clero de Francia, Jos que suscitan este sorprendente movimiento de renacimiento. En esa primavera espiritual, la savia que fluye por doquier sube de aquel suelo en que han vivido durante siglos generaciones enteras de buenos cristianos. Hay alli grupos de hombres y mujeres que no presentan més exigencias que las del espiritu y que quieren, durante toda su vida, testimoniar y hacer irra- diar la Palabra. ¢Por qué son tan numerosos en este lugar y en este tiempo precisamente? Seria lo mismo que preguntar: ¢por qué la Ita- lia del Renacimiento ha contado con tantos ar- tistas? Preguntas sin respuesta. El historiador puede adivinar en los hechos una obra de la Providencia, pero sus intenciones permanecen oscuras. Sélo ve que esta primera mitad del si- glo XVII es auténticamente el siglo de las al- mas. Y que Francia es por entonces la patria de Jos santos." 1. Francia cuenta durante este periodo con 27 santos y santas, beatos y beatas. Y cudintos otros me- recerian ser llevados a los altares! Esa alta fuente espiritual El hecho que todo Jo domina en aquellos afios fecundos es el resurgir espiritual. Es pro- digioso. Para esbozar un cuadro que él conside- raba atin incompleto, el abate Enrique Bre- mond necesité no menos de once grandes voli- menes —densos, in-octavo— de su Histoire Lit- téraire du sentiment religieux. Si en el Cristia- nismo, el objetivo designado a los hombres es siempre y en todas partes el mismo, es decir, asegurar la salvacién y promover el reino de Dios, los medios y los caminos preconizados para ello cambian con el paso de los siglos. Es éste uno de los aspectos mas apasionantes de la his- toria de la Iglesia: esa continua renovacién de las doctrinas, esa multiplicidad de matices. Nin- guna otra época habré contado tal vez con tantos maestros espirituales y altos misticos, nin- guna, que sobre el tema, tinico de la necesaria unidad, haya bordado con arte tan maravilloso. «Bien sé yo la fonte que mana y corre...», habia cantado San Juan de la Cruz: es un hontanar, una fontana que salta y cuyas multiples aguas riegan el cuerpo entero de la Iglesia... En el periodo inmediatamente anterior, esa fuente habia manado en Espafia; salian de ella dos grandes corrientes: la de la espirituali- dad ignaciana y la —més profundamente misti- ca— del Carmelo. Una y otra habian fluido lar- gamente hacia fuera de su pais de origen; so- bre todo en Francia contribuyeron en sumo gra- do a aquella «invasién misticay de que se mara- villaba el abate Bremond. Pero, ¢no habia sido en lo alto de la colina sagrada de los martires parisinos donde Tfigo de Loyola reuniera, en una luminosa mafiana de la Asuncién de 1537, a los primeros soldados de la futura «Compafiia de Jesus»? Y la instalacién en Paris de los Car- melitas traidos de Espaiia por Pedro de Bérulle, {no consagraba el triunfo universal de la refor- ma de Santa Teresa de Avila?! Ambas corrien- tes conservan en el siglo XVII una gran poten- cia. Los métodos jesuiticos se extienden; innu- merables ejercitantes practican los Ejercicios Es- 1. Ver «La Reforma Catélica». EL GRAN SIGLO DF. LAS ALMAS pirituales. La Compaiiia contaré con numerosos y elevados misticos como el Padre Luis Lalle- mand;! y hasta en el pensamiento de un Bé- tulle volver a encontrarse el principio funda- mental formulado por San Ignacio: «Ante to- das las cosas hay que mirar a Dios y no a si mismo; y no buscarse a si mismo sino la pura mixada de Dios» Digase lo mismo por lo que toca a la mfstica carmelitana; las obras de la Fundadora, traducidas al francés por M. Gaul- tier en 1621, alcanzan un éxito inmenso; se co- menta la vida y el mensaje de sus discipulas, Magdalena de San José y Catalina de Jesus; uno de los més altos misticos de la época, Juan de Saint-Samson, carmelita (1571-1636), mere- ce al apelativo de «Juan de la Cruz francés; y hasta en el pensamiento de un San Francisco de Sales, un Monsieur Olier y un San Vicente de Paul se encuentran influencias carmelitanas. Pero esta «invasion mistica» no ha ocurti- do en Francia sin que las corrientes originales nc se modificaran poco 0 mucho. Tiende a sus- tituir al ignaciano ejercicio de Ja voluntad an método fundado menos sobre la conciencia de los estados interiores y sus méviles que sobre la conformacién del ser entero a un ideal contem- plado. Simult4neamente, el gran vuelo por el que Santa Teresa y San Juan de la Cruz quie- ren Ilevar al alma de un solo impetu hasta Dios, en la espiritualidad francesa se hace mas mo- desto; ante todo, se mantienen bien los pies en tierra; y es significative que el mas mistico de 1. El Padre Luis Lallemand (1588-1635), jesui- ta, maestro de novicios en Rouen, Instructor de Ter- cera Probacién, profundo mistico, cuya Doctrina Es- Piritual, publicada cincuenta afios después de su muerte, provocs el entusiasmo de Bremond, no debe ser confundido con los numerosos Padres Lallemant, Lalemand o Lallemand que, en el siglo XVII, per- tenecieron también a la Compaiiia de Jess: Carlos Lallemand (1587-1607) y Jeréniniv (1595-1610), her- manos, que fueron misioneros en el Canada; Jacobo Lallemant (1660-1748), que pasé su vida en Incha con el jansenismo; San Gabriel Lalemant, martir en el Canada (cfr. cap. VII). Hubo incluso un P. Lalle- mand que escribié una comedia titulada Les Moines. Hay que observar que la ortografia de este nombre es muy variable. los hombres espirituales franceses de su tiempo, Bérulle, demuestre tanta admiracién por el j ven Descartes y le ruegue que ponga al servicio de la religion una filosofia razonable. Bl carac- ter nacional se halla ahi: en su sentido de la medida, en su sentido del hombre. Dificil es orientarse en el sublime surgir de los grandes espiritus de aquellos sesenta aiios. ‘Aun siguiendo las grandes avenidas que Enri- que Bremond ha abierto en tan espeso bosque, uno no halla facilmente su camino entre aque- Ios estados, aquellos impetus, gracias y sutiles doctrinas. Las grandes almas y las obras es rituales resultan tan numerosas que el mas emi- nente especialista, desesperando de lograr cata- logarlas a todas, ha tenido que titular asi uno de sus capitulos:

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