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LAS LÓBREGAS TINIEBLAS DEL HADES

María se mira en el espejo de cuerpo entero y la imagen que está allá, reflejada en el azogue
detrás del vidrio, la deja satisfecha, orgullosa de sí. Abre la puerta de la habitación y camina hasta
la sala, donde la están esperando ansiosos Pablo y Alberto. Alberto toman asiento del otro lado de
la mesita central, en dos sillones de color verde oscuro que contrastan con la mesa de madera del
teléfono y con las cortinas de bambú que cubren las ventanas. Alberto saca dos fotografías de la
chaqueta y se las entrega a María.

María estudia las fotografías lentamente, tomándose su tiempo, y luego agarra el papel de la
mesita y lee el nombre del bar y su ubicación en la Zona Rosa. No olvides consultar tu reloj a cada
rato, como si tuvieras una cita con un amigo o con un novio y te hubiera dejado plantada. Si
sientes frío, déjatela, y si el sitio está lleno es mejor que te la quites y que la tengas por ahí a la
mano.

Pablo saca del bolsillo del pantalón una diminuta cajita de metal y se la entrega a

María con cautela, evitando hacer movimientos exagerados o bruscos. Tú sacas la pastilla y la
disuelves en el vaso de él. Esperas diez minutos, te pones la chaqueta, pides un permiso para ir tú
también al baño y te desapareces. Lo mejor es que tomes un taxi y te vengas a dormir.

Tienes que echarle la pastilla entre las diez y media y las once y media. Se despiden de ella
dándole un beso en la mejilla, abren la puerta del apartamento y bajan por las escaleras en busca
del primer piso, donde está la salida del edificio.

«Morgan». El mesero se marcha y diez minutos después regresa con un vaso agujereado que
simula una caverna transparente. María bebe del vaso con recato, sin apresurarse, consultando su
reloj de pulsera cada diez minutos. No está incómoda ni nerviosa, es como si estuviera cumpliendo
una rutina normal que fuera parte de esta nueva vida llena de lujos y comodidades, esta vida que
no es la suya pero que ahora le pertenece, que no le es ajena, que le agrada cada día más.

Mientras bebe de la cueva del pirata Morgan, contempla a esas personas adineradas y opulentas,
y se siente cercana a ellas, sin odio, con un futuro próspero y prometedor. Las ávidas miradas que
le llegan desde las mesas la hacen sonreír a plenitud. A las diez entran Pablo y Alberto y eligen una
mesa retirada, en el rincón más apartado del salón. A las diez y cuarto entra el hombre de la
fotografía.
María lo mira un segundo con indiferencia y vuelve a consultar su reloj. María se quita la chaqueta
con lentitud, con gestos perezosos y felinos. Sabe que el hombre está pendiente de cada uno de
sus movimientos. Prefiero irme para mi apartamento y averiguar qué le pasó.

María lo piensa unos segundos. El hombre llama a uno de los meseros y se trasladan a una mesa
junto a uno de los ventanales internos del establecimiento. María sigue bebiendo de su coctel
marítimo y él ordena un whisky en las rocas. Se nota que el individuo está alegre y encantado con
la posibilidad de estar con ella unos minutos.

Sabe que en lo referente a este último punto está mintiendo descaradamente, pero lo deja fabular
e inventar una vida ficticia sin interrumpirlo ni contradecirlo. El vaso de whisky queda vacío y él
llama a uno de los meseros y ordena otro igual. El tipo se sonríe y mueve la cabeza hacia los lados.
La luz tenue de una lámpara opaca la protege de las miradas de las mesas vecinas.

Saca la pastilla con disimulo y la deja caer con cuidado en el líquido amarillento que la disuelve
enseguida sin dejar rastros. Mira su reloj de pulsera y las manecillas indican las diez y cuarenta y
cinco. Jorge regresa del baño y María le indica que se está haciendo un poco tarde para ella.
Cruzan un par de palabras más y «La cueva del pirata Morgan» y el vaso de whisky en las rocas
desaparecen en medio de la espuma y el hielo.

Jorge abre los ojos exageradamente, como si estuviera haciendo un gran esfuerzo para
permanecer despierto y no dormirse sobre la mesa. Sale del lugar sin mirar hacia atrás, sin haber
visto ni una sola vez la actitud de sus amigos, y toma en la esquina el primer taxi con el que se
tropieza. En el bar, Pablo y Alberto se acercan al ejecutivo, lo ayudan a levantarse, pagan la cuenta
diciendo que es un amigo y que lo van a acompañar a su casa, y salen a la calle llevándolo en
hombros, como si estuvieran cargando un soldado herido en un campo de batalla. Lo introducen
en un Renault 12 recién lavado y encerado, y se lo llevan por la Carrera Quince hasta la Calle Cien,
donde estacionan en un césped muy cerca de la vía del tren.

Revisan todas las tarjetas bancarias, interrogan al hombre acerca de las claves secretas de cada
una de ellas, anotan la información en una libreta y se dirigen por la Carrera Quince hacia el norte
en busca de los respectivos cajeros automáticos. Luego esperan hasta las doce y quince minutos, y
vuelven a hacer la ronda de nuevo por todos los cajeros automáticos donde el individuo tiene
cuentas corrientes o de ahorros vigentes, pues con el cambio de fecha a medianoche los retiros
diarios de dinero se activan de inmediato.

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