Mario Pujó. Sin duda la expresión "diseminación argentina" te resultará conocida, ya que la hemos tomado de una conferencia tuya dictada en Buenos Aires en diciembre de 1999 [«Introducción a la antifilosofía»]. Dos momentos clave de esa diseminación: la intervención de la Universidad en el año ’66, y la sangrienta represión de los años ’70, la que, habiéndose ensañado con nuestra generación, nos obliga a un permanente ejercicio de memoria. En relación a ello, ¿cómo caracterizarías la situación del lacanismo al comienzo de los años ’70, la entrada de Lacan en Argentina, la agudización de la situación política, la partida de Masotta en el año 1974 y la de quienes se vieron en situación de irse después? Jorge Alemán. Entre las cosas que estás evocando, hay tres cuestiones constitutivas que, como una impronta de juventud, determinaron mi experiencia ulterior en España. Las enuncio, a continuación, sin establecer ningún orden jerárquico entre ellas. En primer lugar, la experiencia política del proyecto de emancipación, su estilo mesiánico y redencionista, la idea en definitiva de que hay algo en la historia humana más importante que la propia vida... Esta experiencia fue, de entrada, atravesada por los impasses que inevitablemente se fueron imponiendo; los motivos sacrificiales como "significantes amos" sostenidos más allá de cualquier realidad política, la retórica del hombre nuevo como comienzo absoluto y, por tanto, como sucede con todo comienzo que se pretende absoluto, se vuelve un lugar propicio para albergar la pulsión de muerte. La "necesidad histórica de la revolución" devino un teologema salvífico que encubría la contingencia histórica de diversos relatos políticos que, de un modo heterogéneo, se desplegaban en la Argentina. Pero reconocer los impasses de una experiencia o, incluso, localizar en la misma a la imposibilidad que la habita, no me impide reconocerla como un legado, una herencia imprescriptible que no se puede abandonar. Se trata en definitiva de una herencia que exige ser mantenida en su tensión, en su elaboración, en sus sueños, en su duelo ... La otra experiencia es la poética. Desde mi adolescencia tuve trato con poetas, o con quienes gustaban de practicar una escritura orientada por la imposibilidad de escribir. Leyendo a poetas que sabían ponerse al servicio del silencio y la cifra, tuve un presentimiento de ciertas tesis lacanianas. Por supuesto, yo mismo intenté hacer algo con la escritura poética, y estoy orgulloso no del resultado pero sí de haber corrido el riesgo. La tercera experiencia, fue la intuición de la fractura de la subjetividad, el hecho de vislumbrar que no nos podemos curar de la misma, saber de algún modo que ninguna identificación o insignia pueden venir a suturar la herida inaugural. Tuve de esto noticias tempranas, antes de conocer la tesis lacanianas del sujeto. Lógicamente yo experimentaba eso con desesperación y padecimiento, e intentaba con la escritura, la militancia y, después, el psicoanálisis, solventarla. Cuando escuché la teoría lacaniana del sujeto dividido en su lectura de Freud, sentí una suerte de poderosa confirmación. Masotta... Nunca fuí su alumno, pero sí lo conocí y pude percibir su personalidad excepcional; recuerdo la ronquera de sus días finales, recuerdo el talento de su enunciación entrecortada, la sutileza final en la escansión de una frase. Como muchos argentinos de la época era un hombre angustiado, en el sentido noble del término angustia, alguien que, contra toda circunstancia, se tiene que volver a elegir; desarraigado, ilegítimo, sin patrimonio, en tierras extranjeras, eligiéndose a sí y a sus proyectos. Fue la suya una proeza intelectual incomparable. Evidentemente, todo esto suena muy sartreano, pero en todos nuestros dilemas habita algo de Sartre. El Sartre del Ser y la nada defendía una posición que lo conducía al "psicoanálisis existencial": poder alcanzar en cada uno su propia elección primordial y actuar en consecuencia, sin excusas, sin justificación, sin garantías y, desde allí, asumir "el proyecto". El Sartre de la Crítica de la razón dialéctica ya estaba involucrado en "la filosofía insuperable de nuestro tiempo: el marxismo"; entonces, el proyecto debía ser sustituido por la "praxis", y la subjetividad debía dar paso al "grupo". El hiato entre una subjetividad irreductible y una praxis histórico-política es un dilema sartreano transmitido a nuestras generaciones, y Masotta está en esa encrucijada, y, en cierto modo, la enseñanza de Lacan es una reformulación de este problema: ¿cómo inscribir la constitución de lo más íntimo del sujeto en la vertebración de la matriz social? Pero si evoco este dilema sartreano es porque lo encuentro un hecho crucial de lo que aquí denominamos la "diseminación" argentina que, al no tener referencias geopolíticas, también opera en la misma Argentina. M. P. ¿Cuáles fueron las condiciones de tu propia partida de Argentina y las de tu acomodamiento a tu nueva situación en Madrid? ¿Cómo describirías suscintamente las circunstancias de tu acogida en España, el contexto cultural de ese tiempo de apertura, tan entusiasta y promisorio? J. A. "Acomodamiento a tu nueva situación en Madrid", suena irónico. Diría que, en realidad, llevo treinta años sin acomodarme. El otro día, el diario El País, en un lapsus periodístico y haciendo referencia a mi persona, lo decía claramente: "lleva treinta años exiliado en Madrid". Lo cierto es que cuando llegamos a España, al no haberse exiliado nunca la clase política argentina como tal, hubo una dificultad por parte de los españoles para considerarnos exiliados. Todavía recuerdo a Balbin en el ‘77 o ‘78, diciendo por la televisión española que estaba orgulloso de no haber salido nunca de la Argentina, para luego afirmar frente a la cámara y muy tranquilamente que los desaparecidos estaban muertos. Una noche siniestra. Por ello al principio para los españoles, a diferencia de los chilenos, por ejemplo, que venían del partido socialista o comunista –partidos traducibles para Europa–, los argentinos llegábamos aquí como una suerte de aventureros excéntricos; sólo los ambientes muy politizados estaban al tanto de nuestra situación. Pero, en mi caso personal, esto fue una ventaja, me permitió liberarme del acento victimista que, a veces, implica la palabra exiliado; siempre preferí pensar el exilio más allá de la circunstancia política concreta, como el hecho estructural y constitutivo de la existencia humana. De hecho, mi amigo, el filósofo español Eugenio Trías considera al exilio y al éxodo como una condición ontológica de la "existencia sin fundamentos". En esta misma vertiente, no hay un solo día en que la perplejidad de estar aquí y no en Buenos Aires no haga su aparición. Sin embargo conozco casi todo de esta ciudad, Madrid: la vi transformarse en todos sus confines, de un pueblo o una villa a una ciudad posmoderna. Cuando llegué a Madrid no había psicoanalistas lacanianos ni nada parecido. Mis primeros interlocutores fueron filósofos, escritores, poetas ... artistas de la ciudad; por tanto me tocaba a mí explicar el psicoanálisis y tenía que hacerlo de un modo claro y distinto, interesando a una audiencia que, en principio, no le concedía nada. ¿Cómo se seduce a una ciudad con un saber ajeno a sus categorías? ¿Cómo se organiza una intriga con algo que no tiene ningún valor de cambio? ¿Cómo inventar a los primeros y después organizarlos como si ya estuvieran desde siempre? ¿Cómo agrupar, poner nombre, legitimar, publicar una revista, fijar una sede, organizar departamentos, bibliotecas, al lado del país donde Lacan aún sigue vivo? Vos recordarás, Mario, aquella vez que fuimos juntos a ver a Lacan en "momento de concluir". Con los años he pensado que lo que más me impresionó en aquella ocasión no era tanto lo que decía –yo no estaba en condiciones de entenderlo–, sino que estuviera vivo ... Entonces ¿cómo hace un grupo de extranjeros sofistas, como decía Masotta, para instalarse a través de su saber práctico y su enseñanza parauniversitaria en un país en donde la vida intelectual está absolutamente hegemonizada por la Universidad? Debo reconocer, a través de estas preguntas, que las mismas alcanzaron su nivel más pertinente en el encuentro con Jaques-Alain Miller. Tanto en los años de mi psicoanálisis personal con él, como a través de muchas conversaciones, encontré la posibilidad de pensar con alguien que conoce muy bien las tradiciones intelectuales europeas, la significación política del psicoanálisis en el malestar en la cultura. Debo consignar también aquí mi amistad con Sergio Larriera con el que me ví en muchísimas ocasiones, de distintos modos, involucrado en la aventura del psicoanálisis en España. M. P. ¿Cómo pensarías la situación política presente del psicoanálisis? ¿Cuáles son hoy por hoy, a tu entender, sus principales interlocutores, sus perspectivas, sus desafíos, sus contradicciones? J. A. Las escuelas críticas de pensamiento van a tener que mirar atentamente lo que ocurre con el psicoanálisis. El hecho de que ya no sea el totalitarismo sino las democracias actuales quienes lo asedian y lo persiguen en su esencia, no es algo que sólo concierna a los psicoanalistas. Los intelectuales, por su habitual y estructural rechazo a la transferencia, lo quieren ver sólo como un mero problema corporativo, pero es Europa eligiendo su propio destino, la que mutila una experiencia con la subjetividad que se resiste a ser regulada al modo de una tecnociencia. El progresismo mismo está atravesado en este punto por una confusión estructural, la de creer que a mayor transparencia y control, mayor democracia, cuando esto en muchos casos no es más que la estrategia para promover la mercancía favorita del momento: la seguridad. La seguridad que, en el caso de la subjetividad, emplaza a las existencias al cálculo, la planificación, el control, el rendimiento... Lo verdaderamente alarmante es que la propia izquierda intelectual no perciba que con esto se está fundando un mundo donde el "hecho" prevalece y precede al "decir", y donde el decir no tiene, a través de una serie de reglas y procedimientos, más que verificar el hecho. Verificar el hecho, he aquí la derrota política de la verdad en la experiencia humana. Lo verificable es el destierro de la verdad que "se dice a medias", es el rechazo de su carácter sustractivo, es el espectáculo de lo verificable que expulsa al acontecimiento de la verdad. Por otro lado, y lentamente, la enseñanza de Lacan se vuelve una pieza estratégica del pensamiento crítico contemporáneo. Hay que darle la bienvenida a esa operación, pero sin olvidar que si la teoría se incorpora a la universidad, mientras la praxis es combatida, reducida y controlada, ésa es una película que ya hemos visto con otro discurso. M. P. ¿Como ves la evolución del mundo en ese largo tramo que va desde los años setenta a la actualidad del siglo XXI? Me refiero a una doble lectura, si se me permite la ficción: el siglo XXI desde los años ‘70, los años '70 desde la óptica del siglo XXI. J. A. Los ochenta y los noventa se constituyeron en un relato detallado de los impasses de los setenta, de sus espejismos e ideales. Lentamente, la categoría narrativa que conocemos bajo el nombre de posmodernidad fue borrando la derrota sucedida en los setenta y la exigencia ética de su elaboración. La sincronización propia del dispositivo configurado por el mercado que se autoregula, la democracia parlamentaria y la cultura abierta y plural, generó la idea de la política como mera gestión administrativa. El fin de los relatos, del sujeto, de la historia, de la ideología en su vulgata, procedía de inmediato a una deslegitimación de lo político, especialmente lo político como aquel arte que trata con el antagonismo social imposible de reducir. En este aspecto tal vez se puede vislumbrar un retorno de los setenta en el XXI, un retorno a la dignidad de la experiencia política que no es nada si no va a la par del desarrollo de la teoría crítica. Una teoría crítica desidealizada, sin utopías fantasmáticas, sin universalidades totalizadoras, pero con el rigor suficiente para seguir pensando en qué consiste la dominación, por qué perdura, por qué se mantiene, y cuál es su salida en la época del discurso capitalista. Modestamente, me siento uno de los impulsores de la presencia del psicoanálisis en estos debates. Si hay un retorno a los setenta es sin sus improntas fundacionales o redentoras, en el siglo XXI las catástrofes vienen solas; por ello, la violencia ya no puede pretender cambiar las condiciones del discurso político, porque ahora es la violencia misma la que participa ya en la organización de los vínculos sociales. ¿Puede haber un proyecto de emancipación sin su deriva sacrificial? ¿Se puede construir una hegemonía popular a través de la invención cultural? ¿Se puede conectar el discurso de los políticos con las teoría críticas que piensan lo contemporáneo? En este aspecto, el psicoanálisis, en su experiencia, presenta un lugar de indagación formidable para pensar la democracia, sus límites y sus posibilidades. Todo el problema del sujeto del inconsciente es que no hay ninguna representación que lo agote, pero ese hiato entre lo representado y lo representable, constitutivo de la democracia, está siendo cada vez más obturado por la coalescencia del mercado y la técnica. Por último, por enloquecidos que hayan sido los años setenta, por terribles que hayan sido algunas de sus operaciones, siguen constituyendo un archivo a interrogar, una experiencia y un testimonio a descifrar. No concibo a Europa sin interrogarse por la Revolución francesa y la Revolución rusa, aunque dicha interrogación se constituya en un duelo infinito por la pregunta ¿qué hacer? Sin habitar esas preguntas, sin examinar la derrota de esos proyectos, Europa sería una continuación de la administración americana con otros parques culturales. Los setenta son nuestro "resto heterogéneo" que ninguna categoría narrativa puede reabsorber definitivamente; es el conflicto de nuestras interpretaciones, es donde se pone a prueba el modo de concebir nuestra historia, su condición traumática hace obstáculo a los intentos de reabsorber el asunto a través de meras estrategias retóricas. Ni los arrepentimientos, ni los principios universales, ni las buenas intenciones, ni las categorías sociopolíticas pueden reducir y disolver lo que estuvo en juego en los setenta. Tampoco rechazar las acciones políticas, que intentan hacer justicia con la memoria de las víctimas y que, ahora por ser oficiales, se vuelven para algunos sectores de la izquierda siempre sospechosas por sistema. Un gobierno no puede hacer otra cosas que habitar la tensión inevitable entre justicia y derecho. No obstante, en la apuesta por las lecturas de aquellos años, está en juego la transformación del discurso político en el futuro argentino.