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Cuerpo Equivocado
Por
Mónica E. Sacco
1.
2.
3.
Los perros. Siempre los perros. Jaurías mostrencas que recorren las calles
depredando la basura, aterrorizando turistas y provocando el disgusto de los
vecinos, asqueados ante la inconducta del perro ajeno, e ignorantes a
conciencia de los agravios que comete el propio. No hay quien no abomine de
esos monstruos mestizos, grandes como pumas y casi de su mismo color, a
veces con un dejo de perdida noble estirpe en el perfil de las orejas o en el
rabo peludo y orgulloso.
No hay protesta que valga ante el secreto poderío de las bestias,
enseñoreadas del día y la noche de la ciudad y que se reproducen a destajo y
sin respeto por las buenas costumbres o los calendarios de sanidad animal.
Alegar que son una auténtica molestia sirve para quedar bien con los
damnificados de turno — vecinos con sus jardines estragados, veredas
intransitables gracias al desparramo de basura y restos menos respetables,
víctimas de mordeduras de calibre variado, — pero cualquier intento del
intendente de turno por hacer un saneamiento ejemplificador entre las huestes
del infierno disfrazadas de perro es rechazada por una difusa pero
omnipresente "Sociedad Protectora de Animales", que defiende a los perros de
la calle pero descuida a los chicos de esa misma calle.
La casta privilegiada también existe entre los cánidos que asuelan el
territorio: ejemplares de razas puras, lustrosos, enormes y bien alimentados,
entrenados para defender las casas de sus amos poderosos y destrozar sin
remordimientos a quien ose hollar territorio vedado. Rugen su poderío a través
de las cercas de hierro forjado que rodean las casas señoriales, amenazando a
cualquier humano o animal que cruce el límite de la distancia prudente. No se
unen a la jauría comunitaria, pues son miembros de una propia: ninguno de
estos señores feudales modernos ostenta menos de tres o cuatro rottweilers,
dobermans, dogos u ovejeros alemanes de fino pedigré al borde de la
endogamia. Nada de razas menores ni perritos de compañía: esos son para los
que no pueden darle de comer o hacer obedecer a un mastín como Dios
manda. Porque también es preciso saber mandarlos, lo mismo que a un grupo
de soldados especializados, no sea cosa que se vuelvan contra la mano que les
da de comer. No cualquiera puede jactarse de semejante hazaña.
En este lugar, la soberbia y la envidia pasan por los perros. El castigo,
también.
*
Llamar "chalet" a "El Aguila" era de un simplismo intelectual sospechoso.
Se accedía por un camino privado — punto explícitamente aclarado mediante
un cartel más parecido al Verboten de un campo de concentración que a una
advertencia para curiosos —, que trepaba por una cuesta empinada hasta un
mirador natural, escondido de la indiscreción urbana por los árboles y la
ubicación estratégica. Las cocheras estaban ubicadas en la planta de servicio y
al piano nobile se accedía por una explanada que al recorrerse a pie, permitía
apreciar los exteriores magníficos de la mansión de tres plantas construida en
piedra y coronada por dos torres esbeltas. Durante una fracción de segundo la
luz lo engañó y creyó ver un ave enorme posarse sobre el muro entre las dos
torrecitas. Al acercarse vio que era un águila de piedra con las alas extendidas.
Claro, salame, si se llama “El Aguila”, ¿qué esperabas encontrar, una
lechuza?
Martello miró los perfiles de la construcción dulcificados por el sol, que ya
estaba terminando de asomar, y cayó bajo el hechizo de su belleza eternizada
en granito. Golpeó y cuando le abrieron la puerta, casi tartamudeó al
presentarse. Álvarez Marcelino, que hacía de chofer, ni siquiera se había
atrevido a bajarse del auto, quedándose en el nivel de cocheras.
— Comisario Martello.
— Pase, pase — murmuró una mujer vestida con uniforme negro puesto a
las apuradas: tenía los botones corridos respecto de los ojales y le sobraba uno
de cada uno.
— ¿La señora Grünebaum...?
— Tá con el dotor. Tuvo que darle un sedante, ¿sabe?
— Me imagino...¡Espere! — llamó a la mucama que se apuraba a
escurrirse por el recibidor — Mientras la señora se recupera— inspiró para
tomar coraje—, necesito ver... el lugar de los hechos.
La mujer lo miró con mirada bovina y Martello tuvo que repetir el
concepto en términos más crudos.
— Tengo que ver el cuerpo.
Esta vez la mujer asintió y señaló la puerta de entrada.
— Por ahí ajuera — hizo señas hacia la derecha—. Todavía 'tán lo'
bombero'.
Martello identificó el acento de la mujer como guaraní suavizado por la
distancia. ¿ Paraguaya o misionera? El oficial de bomberos lo sacó de sus
cavilaciones. Se saludaron y juntos fueron hasta los caniles detrás de la casa.
En medio del embaldosado yacía un bulto cubierto por un rectángulo de
plástico negro. Más alejados, los cuerpos de los cuatro perros mostraban las
huellas de balazos. Martello se acercó primero a los animales y contó disparos
en costillares, ancas y cabezas. Con renuencia, levantó la cubierta ominosa
para espiar el cadáver de Grünebaum y lo que vio no le hizo envidiar la forma
de morir. Durante menos de un segundo experimentó el mismo horror viscoso
que cuando viera el cuerpo mutilado de Gaudet clavado al tala y la sensación
lo puso alerta, del mismo modo que si le hubieran rozado la espalda con un
cubito de hielo.
Soltó el plástico y se puso de pie para enfrentarse al forense, que se calzaba
los guantes de látex con parsimonia. Se saludaron con una sacudida de cabeza
y Lynch descubrió el cuerpo. Todos retrocedieron, quién sabe si por respeto o
por asco, mientras el médico tomaba muestras de tejidos secundado por un
auxiliar, y otro sacaba fotos. En algún momento Lynch hizo una seña y los
camilleros se acercaron con la bolsa negra.
—¿Cuánto demorará la autopsia? — preguntó el comisario al alejarse la
camilla.
— No hay mucho que examinar— Lynch se encogió de hombros—. Los
perros hicieron su trabajo a conciencia.
— Mándeme el informe apenas pueda.
— Por supuesto. Hasta luego.
— Hasta luego.
La situación no daba siquiera para el humor ácido del forense.
Apareció un hombre de unos cincuenta y cinco años que dijo ser el casero.
Vivía en las habitaciones en el nivel de las cocheras y hacía trabajos de
mantenimiento en la casa y el jardín. Por el aspecto y el aliento, el casero era
más proclive a empinar el codo que a doblar el lomo, pero se guardó la
opinión.
No había visto o escuchado nada hasta el momento en que los animales
comenzaron a ladrar, alrededor de las cinco de la mañana, no estaba seguro.
Como los perros ladraban todo el tiempo a cualquier cosa que se les cruzara, él
se asomaba si no paraban. Si jodían nada más, les gritaba. Cuando alguien
rondaba la casa, ladraban diferente. ¿Cuántas veces en los últimos tiempos
"habían rondado la casa"? Nunca, que el casero supiera. ¿Y entonces...?,
Martello se impacientó. Le ladraban a la gente que venía de visita, lo atajó.
Cuando venía alguien nuevo, ahí se armaba la gorda. ¿Nunca los habían
robado? ¡Noooo! ¿Con esos perros?
Regresó a la casa para toparse con la mucama, que ya se había compuesto
el uniforme y llevaba un delantal blanco inmaculado.
—La señora no le 'tá bien — la mujer se plantó para cortarle el paso—. Le
dieron remedio pa' la presión.
— No hay problema, puedo verla en otro momento. Pero me gustaría
hablar con usted.
— 'Ta bien. Venga pa' la cocina.
El mobiliario de la cocina había quedado pasado de moda hacía ya mucho
y tenía ese encanto desvahído de artefacto antiguo que Martello no apreciaba.
El ambiente le desagradó, no por lo vetusto — al fin y al cabo, hay gente a la
que le gustan las antigüedades, pensó —, sino debido al olor leve pero
reconocible de la grasa rancia.
— ¿Usted es...?
— La mucama 'e la señora.
— Sí, está bien. Su nombre, por favor.
— Azucena.
— ¿Apellido?
¿Tendré que sacarle todo así? se desesperó un poquito.
— Amarilla.
— Azucena Amarilla — repitió, aguantando el sarcasmo de aclarar que las
azucenas son blancas, pero ella asintió resaltando con orgullo las áes que
denunciaban su nacionalidad.
— Azucena Amarilla, de Encarnación, república del Paraguay — y sin que
él preguntara, continuó—. Hace mucho que le 'toy con la señora. Me vine de
allí con eio'.
— Bueno, Azucena, le voy a hacer unas preguntas. No necesita
responderlas si no quiere. ¿Sus patrones salían mucho de noche?
La mujer torció la boca hacia abajo.
— Y... A vece'. Él salía mucho solo; la señora le acompañaba a vece'.
— ¿Y anoche?
— La señora, no. El salió solo.
Por dos veces lo había llamado "él" en lugar de "el señor" o "el patrón".
A la paraguaya no le gustaba Grünebaum. Bien, demos por sentado que
don Grünebaum era un calavera.
— Y cuando salía solo, ¿volvía tarde?
La mujer encogió un hombro.
— Volvía cuando quería — escupió con desprecio y Martello imaginó el
motivo de las salidas del patrón.
— ¿Y la señora?
— Nada, pobre. Se la aguantaba, nomás. ¡Qué iba'ce'!
¿Qué iba a hacer? Joderse, aguantarlo, despreciarlo. Ponerle los cuernos tal
como él se los pondría. Odiarlo hasta el punto de desear asesinarlo.
Tenía que interrogar a la viuda tan pronto como pudiese.
— Quería má' a lo' perro' que a la señora. Y ahí tiene cómo le pagaron. Ahí
tiene — Azucena sentenció con fiereza.
Con disimulo, la recorrió con la mirada. Flaca a fuerza de haber pasado
hambre durante una infancia dura y escasamente feliz, saludable por el mero
hecho de haber sobrevivido a esa misma infancia, esa mujer le debía vida y
sustento a su patrona. Más fiel que un perro, como un perro la defendería de
cualquier ataque, con esa fidelidad implacable que la haría mentir, perjurar y
odiar a todos los que osaran lastimar a la señora. El motivo de semejante odio,
sin embargo, no podía ser el simple donjuanismo incurable del finado.
Cualquiera de sus coterráneas se las aguantaría sin abrir la boca, que para eso
él era hombre y patrón, y si el patrón quería, también ella estaría disponible y
gustosa cuando él mandara. Había algo más y Martello barruntaba que sería
demasiado oscuro como para que Azucena lo perdonara. ¿Su afición por las
pendejas? Más de lo mismo. Azucena habría sido desvirgada a los doce o trece
años por algún noviecito ardiente o algún patroncito aburrido, ¿qué más daba?
No podía ser eso, aunque sí justificaría el aborrecimiento de su mujer.
Hipótesis, una detrás de la otra. Necesitaba hechos concretos.
— ¿Los señores reciben muchas visitas?
— Ma' o meno'. Lo' amigo' de él venían mucho. Alguna vece' la' amiga' de
la señora.
— ¿Y se acercaban a los perros?
— ¡Nadie! A eso' perro' le quería él y nadie ma'.
— ¿La señora no los quería?
Azucena meneó la cabeza.
— Sí, le quería. Pero él era loco por lo' perro' eso'. Loco.
— Y nadie más podía acercarse a los perros?
— ¡El veterinario! — le contestó Azucena con un encogimiento de
hombros—. Él venía a darle vacuna y esa' cosa. Con el veterinario andaban
bien.
Entonces, había alguien más que podía estar en contacto con los
guardianes de "El Aguila".
— Y el veterinario se quedaba solo con los animales...
— Nooo, siempre le acompañaba él... El patrón. Nunca le iba solo el
hombre a ve' lo' perro'.
Martello se mordió el interior de las mejillas. Le preguntó a la mucama si
conocía al profesional y ella le dio un nombre que se le hizo difícil de entender
gracias a la pronunciación atravesada pero que pudo desentrañar como
Wassermann. Daniel Wassermann.
Salió de la casa y a mitad de camino hacia las cocheras, se volvió a
admirarla en el esplendor de la mañana. Tuvo una desagradable sensación de
dejá vù pero sacudió la cabeza para espantar pensamientos sombríos. ¿Qué
podía haber de malo en tanta belleza?
Le pidió a Alvarez que lo llevara a su casa.
— ¿Se va a dormir, comisario?
Lo miró como para putearlo pero se contuvo. No tenía por norma abusar de
su rango.
— No, agente— casi susurró—. Voy a buscar mi auto.
***
La “Veterinaria Wassermann" promocionaba alimento balanceado caro.
Las vitrinas estaban llenas de fotos de crías de buen pedigré, invitando a
comprarlas. El interior estaba limpio y perfumado y las estanterías, llenas.
El comisario se presentó y Wassermann lo hizo pasar al consultorio.
Mientras el veterinario cerraba la puerta, Martello leyó a toda velocidad los
diplomas colgados en las paredes. Congresos, jornadas, talleres. El título
universitario en medio de varios certificados de asistencia, membresías
honoríficas y presidencias de encuentros de medicina veterinaria.
¿Y viene a trabajar a este lugar? Con todos esos títulos podría estar
ejerciendo en alguna ciudad importante y dar clases en la facultad.
— Doctor, usted atendía los perros de los Grünebaum.
El veterinario asintió.
— ¿Desde hace cuánto tiempo?
— Bueno, yo ya le trataba los animales más viejos y después empecé a
atenderle esta camada nueva. Todos hermanos, hijos de un gran campeón
nacional. Grünebaum era un fanático de los rottweilers.
— O sea que conocía a Grünebaum desde hace tiempo.
— Unos cuatro años. Estos tenían dos años recién cumplidos.
— ¿Cuándo atendió a los perros por última vez?
— El sábado fui a darles las últimas dosis de vacunas. Vea, aquí están las
fichas— rebuscó en un cajón y sacó cuatro cartoncitos llenos de anotaciones
que Martello ojeó sin entender demasiado.
— ¿Alguna vez hubo problemas con estos animales?
— ¿Usted se refiere a la raza o a los perros de Grünebaum?
Martello casi saltó sobre la pregunta.
— ¿La raza es problemática?
— Vea, son mastines. Razas originalmente criadas para uso militar. Son
animales de mucho carácter y hace falta tener más carácter que ellos para
dominarlos. No cualquiera puede tener uno así como así. Si se desmandan no
hay quien los pare.
— ¿Y en qué circunstancias puede ocurrir eso?
— Insisto, comisario: son animales. Uno puede prever muchas reacciones,
pero no todas. Además, cuando conviven varios del mismo sexo, machos
como era este caso, todos jóvenes, se dan luchas por la jerarquía interna del
grupo. La jauría tiene un orden social. Es habitual que peleen entre ellos por la
posición dominante, el macho alfa y todo eso. Por lo general la sangre no llega
al río: mucho gruñir, mostrar los dientes y tirar tarascones, pero a veces se
lastiman.
— Y si alguien se mete en medio de la pelea...
— Y... Le va a ir de regular para abajo.
— Entiendo... O sea que, suponiendo que Grünebaum llegó a su casa y los
perros estaban trenzados en una pelea, y él hubiera intentado separarlos,
¿podría haber pasado lo que pasó?
— Yo no podría decirle que no— el veterinario alzó las cejas y curvó la
boca hacia abajo—. Ha pasado en otras oportunidades, no algo tan grave,
claro, pero sí han ocurrido mordeduras serias.
— Y en ese caso, ¿qué se hace con el animal?
— Se lo mantiene en observación para verificar si se ha vuelto agresivo
con el amo o fue nada más que mala suerte.
—Y si no es mala suerte...
— Se lo sacrifica.
No le quedaba mucho más por preguntar cuando una idea le cruzó la
cabeza.
— Doctor, ¿no podría ocurrir que alguna de las vacunas les provocara una
reacción adversa? Volverlos agresivos o algo así.
— En absoluto, salvo que estuvieran mal aplicadas, en cuyo caso
provocarían molestias físicas: dolor, hinchazón, algún absceso.
— Un animal dolorido también puede volverse agresivo...
— Pero yo me hubiera enterado porque me habrían llamado ante el menor
síntoma. Grünebaum era muy cuidadoso con sus perros. Obsesivo.
Había algo que no cuajaba en toda la situación. El tipo no parecía muy
sorprendido por la reacción de los perros. Más bien diríase que tenía todas las
respuestas para todas sus preguntas y las daba con la frialdad y el desapego del
que sabe que ha podido deslindar responsabilidades limpiamente.
Por qué será que me siento un pelotudo de primera especie.
Wassermann lo había sacado de su línea de razonamiento y lo había
llevado al terreno que conocía mejor. Irritado pero sin demostrarlo, Martello le
dio las gracias al veterinario por su tiempo y se fue.
Se detuvo a diez cuadras, en la "Veterinaria Naccaratto". Saludó a don
Aldo Naccaratto, retirado de la profesión pero que todavía moscardoneaba en
el negocio de sus hijos y nietos. Charlaron de intrascendencias hasta que don
Aldo lo invitó con mate, sacó el tema de Grünebaum y se lo quedó mirando.
Martello torció la boca en una semisonrisa y largó el rollo de lo que había
venido a preguntar.
Don Aldo fue muy específico y profesional en sus respuestas. El comisario
volvió a la regional con una curiosa hipótesis acerca de la muerte accidental de
Grünebaum. Sin embargo, tenía que analizar las motivaciones de los posibles
implicados antes de seguir avanzando en el caso.
Por lo menos tengo un caso que marcha, no como lo de Gaudet.
Se reprochaba todos los días por no tener una miserable pista, una señal,
algo que apuntara en alguna dirección cierta y comprobable. Cuanto más
tiempo pasara sin resolverse un crimen, menores serían las posibilidades de
hacerlo. Eso lo sabían hasta los principiantes.
Las pericias en el lugar del crimen no habían dado resultados positivos. La
mitad de la ciudad podría haber estado en el sitio, incluída la policía. Por otra
parte, la mitad de la ciudad tenía motivos para aborrecer, envidiar, detestar o
encontrar francamente antipático a Gaudet.
Lo cual no justifica el homicidio en ningún caso.
Martello había conseguido un editor de video y se había entretenido en
revisar las películas del caso de corrupción de menores. Tener razón no le
provocó ninguna satisfacción. Las películas estaban editadas: había cortes y
empalmes hechos por un aficionado, talentoso pero aficionado al fin. La
pregunta del millón era: ¿Gaudet se protegía a sí mismo o estaba cubriendo a
alguien más? La pregunta siguiente era: ¿los videos se habían tomado nada
más que por impune entretenimiento o para usarlos contra alguien?
Un poco de ambas cosas debe ser lo más probable. Gaudet no parecía ser
del tipo imprevisor.
La probabilidad de saber si Gaudet había hecho el trabajo de edición él
mismo o había recurrido a un tercero, era remota pero no cero. Para la época
en que se habían hecho las filmaciones, había una sola empresa con la
capacidad de editar videos: el canal de cable local. Sería cuestión de conversar
un ratito con el propietario de la señal, que también cumplía funciones de
editorialista, periodista estrella y camarógrafo en caso de extrema necesidad.
Cierto que se podría haber recurrido a editores en otra localidad, pero eso
significaba dar a las parrandas una trascendencia peligrosa.
Tendría que ir a ver a Lauro González del Río, amo y señor de CableStar,
FM 102.7 Romántica, FM 98.4 Testimonios y "Estilo", el mensuario de
espectáculos. Todo un zar de los multimedia.
Conocía a González del Río de vista, por habérselo cruzado en la comisaría
y en alguna ocasión social, y no le caía bien su sonrisita de magnate del
espectáculo y su pretendida seriedad periodística. Martello sospechaba que el
doble apellido era una muestra de arribismo social y suprimió el “del Río” de
su vocabulario.
A Magda tampoco le gustaba el sujeto.
— Un shofica. Un farabute que vive del garroneo. No recuerdo que haya
pagado alguna vez una comida o un café. Vino a ofrecer canje publicitario y
comió y tomó gratis con sus acólitos durante más de un año. Cuando le mandé
la cuenta porque se habían sobrepasado respecto del canje original, me vino no
sé con qué historia de publicidades adicionales en las FM y en la revista que
yo no había pedido ni visto ni oído, y resultó que yo le debía plata a él. Y ni
saluda cuando te lo cruzás por la calle. Otro de los tantos parvenus de esta
ciudad que se creen con derecho de pernada—, Magda terminó de lapidar al
periodista y Martello tomó nota mental de que el tipo era un bicho de cuidado.
Volvió su atención a cosas menos divertidas. Tampoco Grünebaum
aparecía en las películas.
Pero los testigos lo habían señalado como uno de los participantes más
entusiastas.
En la lista que había armado, subrayó los nombres de los que no aparecían
en las filmaciones.
¿Qué hago: les asigno protección? ¿Con qué motivo? ¿Los hago vigilar?
Ni soñarlo, ni siquiera tengo gente para que hagan la guardia en la puerta del
banco. Me las aguanto mientras investigo y rezo para que no liquiden a nadie
más.
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Ella pasa. Los hombres la desean con rabia y la rabia se les reconcentra en
la entrepierna. Ella lo sabe y demora un poco más en pasar, para que puedan
extender su deseo y su rabia hasta el límite de lo decente. Alguno suelta una
guarangada, pero es nada más que calentura sin literatura: alguien un poquito
más educado diría algo menos grosero. A ella no le importa: la obscenidad que
le dedican es una muestra más de la admiración que despierta.
Pasa apartándose de la cara la cabellera siempre revuelta; se enrosca un
rulo en un dedo, lo suelta y se chupa el dedo, distraída. Pero está atenta a las
miradas venenosas de las otras mujeres que envidian su belleza vulgar; que
critican sus labios demasiado voluptuosos, delineados como los de una
vedette; que rehuyen sus ojos siempre maquillados para simular una sorpresa
que está lejos de sentir.
Le gusta el juego de provocar y el de las habladurías, porque sabe que
todos hablan de lo que no conocen. Ella elige a sus amantes entre los hombres
temerosos del escándalo. ¿Para qué complacer a un soltero que se vanagloriará
de su conquista, cuando los casados son discretos a la fuerza? Además, el
estado civil de sus víctimas le permite obtener sus verdaderos objetos de
deseo. Porque ella no desea al hombre sino lo que pueda conseguir de él.
Quizás sea ese el verdadero motivo de la generalizada aversión femenina que
despierta. Ella consigue lo que las otras no pueden y lo exhibe en un
despliegue de poder femenino que se cree inmune a la maledicencia y la
envidia.
Se ve que no conoce el verdadero peligro que corre. La envidia mata.
*
Una noche de descanso hace milagros y Martello era creyente devoto. Se
despertó a las seis y media, despejado y muerto de hambre porque tampoco
había cenado. Saltó de la cama y se preparó mate. Después de la ducha hizo un
poco de tiempo para esperar a que abriera su bar favorito, que era el que
conseguía las mejores medialunas de la ciudad, hazaña nada despreciable
teniendo en cuenta la escasez de pasteleros dignos de tal nombre en la
localidad.
A las ocho se acomodó en un rinconcito tibio, lejos de las ventanas del
local, y se despachó media docena de mediaslunas de un tirón, rociadas con
dos tazas de café con leche mientras leía los diarios de la mañana. Los diarios
de Buenos Aires no habían llegado todavía, pero él ya casi no los leía. A veces
le parecía que Buenos Aires estaba en otra dimensión, lejana, indescifrable e
impermeable a las minúsculas miserias de todos los días del interior.
Monstruosa y megalocefálica, su vientre de dimensiones cósmicas devoraba
las catástrofes que ella misma producía. Las relaciones interpersonales morían
ahogadas en el mar del anonimato del ascensor de una torre de Catalinas.
Buenos Aires te vomitaba en la cara su esplendor, su poderío y su indiferencia
con las multitudes que todos los días y a cualquier hora, salían de los trenes,
los colectivos y los subtes, los edificios-torre y las villas, sin mirarte, sin
hablarte y sin pedir permiso. No había lugar para el chisme diminuto y
meticuloso que reunía a los vecinos en la cola del banco, ni para la charla
morosa en el mostrador del almacén. Todo era instantáneo: debía serlo para
poder sobrevivir.
Él lo había intentado y había fracasado. Hacía mucho, ¿o quizás no tanto?,
con Laura. Todavía le dolía, llaga que se negaba a curarse y que él ocultaba
pudoroso para que no le vieran la carne y el alma lastimadas. Había intentado
entenderla, contenerla y amarla, pero Laura se alejaba cada vez más, perdida
en sí misma. Él no había visto — o no había querido ver —, el mal que le
carcomía la mirada hundida y la voz cansada, dejándola sin fuerzas para
querer seguir viva. Él había creído que podría ayudarla y no entendió que
Laura estaba más allá de todo auxilio. Como la noche en que llegó y la
encontró amortajada en su propia piel, tirada en la cama de sangre, con los
ojos enormes que lo miraban para siempre.
Durante un tiempo anduvo a los tumbos, sin poder explicarle a nadie que
ese día él no quería llegar tarde, que estaba preocupado por ella, que la quería,
que se sentía culpable.
Después, cuando aceptó la ayuda que a Laura no le había bastado para
salvarse, le explicaron que no era su culpa. Que Laura estaba
inalcanzablemente enferma y que él solo jamás hubiera podido redimirla de su
frenesí de muerte. Trató de comprender y logró hacerlo intelectualmente, lo
que le resguardó la vida y la cordura. Pero en su corazón perduraba todavía el
reproche que los ojos muertos de Laura le gritarían cada día de su existencia.
"Usted no la mató", le había dicho el psiquiatra. "La ayudó todo lo que
pudo, la trajo a la consulta, la alentó con los tratamientos. Los trastornos
maníaco-depresivos no se curan, se manejan. Laura llegó a un punto más allá
de cualquier ayuda. Lo único que la hubiera salvado del suicidio hubiera sido
la internación, y a la larga eso quizás también la hubiera matado. Viva en paz."
Así que para vivir en paz se alejó de esa Buenos Aires que lo espantaba
porque no la entendía, como no había entendido a Laura.
¿Había alcanzado la paz? En parte. La rutina del trabajo mantenía a raya
sus fantasmas casi todo el tiempo, tanto que creyó estar curado. Entonces
conoció a Magda y la llaga supuró. Pero él se rebeló, porque quería vivir y
aunque tenía miedo de empezar de nuevo, tenía el coraje de atreverse.
— ¿Jefe, le cobro?
— ¿Eh? Sí, Ramón, cóbreme que se me hace tarde.
Los teléfonos de la Regional hervían.
— ¡Comisario! — gritó Bustos tapando el micrófono de uno—. ¡Llamó el
forense, que lo llame!
Cabeceó un sí y se escabulló antes de que Cáceres le pusiera al habla con
un noticiero de la capital. El cabo hacía señas como un molino de viento
mientras farfullaba "¡Canal 10! ¡Canal 10!" y señalaba el auricular, excitado.
— No hay declaraciones. Todo está bajo secreto de sumario— y le hizo un
gesto con la mano para que contestara en su lugar.
Cáceres pareció crecer: cuadró los hombros y repitió la frase sin comerse
ni una ese final. Bueno, la frase tenía una sola. Cerró la puerta y llamó a
Lynch, que le informó lo que él ya sabía: que González estaba alcoholizado la
noche del accidente. Martello lo puso en antecedentes sobre el peritaje
mecánico. Lynch se quedó en silencio y después dijo:
— Una combinación fatal. Si hubiera estado sobrio, quién sabe se salvaba.
Si yo no lo hubiera dejado ir, así, medio borracho... Se reprochó pero se
guardó la información. No hubiera tenido modo de detenerlo, asustado como
estaba González, a menos que lo hubiera arrestado por ebriedad.
Y uno no hace eso con sus invitados.
Golpearon a la puerta, dijo "Pase" y el agente Álvarez entró con la pila
habitual de papelería para firmar. Escabullida entre los expedientes para
archivo, estaba la planilla mensual de gastos. La revisó a conciencia para
asegurarse de que se correspondía con sus propios registros y encontró una
diferencia en el rubro "Combustibles". Salió del despacho planilla en mano,
para verificar con los responsables de los patrulleros cuándo se había
producido la erogación extraordinaria. No sería la primera vez ni la última que
algún uniformado — de cualquier rango y número de galones, eso lo había
comprobado durante su estadía en la Central provincial —, llenara su propio
tanque a expensas del presupuesto oficial.
El inconveniente se solucionó cuando ingresaron los hombres de la patrulla
nocturna. Sí tenían el vale con la autorización pero no habían cargado el
combustible la noche anterior sino ese día por la mañana. Le entregaron el
ticket de la estación de servicio y Martello, en paz con su conciencia, agregó el
dato y firmó la planilla. Se la estaba entregando a Álvarez cuando entró un
hombre de aspecto consumido y piel oscura y resquebrajada por años de sol
impío, como muchos de los lugareños históricos. Miraba para todos lados, sin
saber a quién dirigirse. La agente de turno en el mostrador lo llamó dos veces:
"Señor, señor", y el hombre la miró sorprendido. Se acercó y habló en
susurros, lo mismo que en un confesionario. Martello, que le daba la espalda al
hombre, vio los ojos de la agente abrirse con alarma. La mujer hizo que el
hombre se sentara y lo llamó.
— Comisario, este hombre dice haber encontrado un cuerpo.
Martello volteó y lo miró, y el hombre le sostuvo la mirada.
— Tómele la exposición.
— Venga, señor— la agente llamó al hombre y lo hizo pasar detrás del
mostrador mientras se acomodaba delante de la tatarabuela de las máquinas de
escribir eléctricas. Con voz monótona y dicción empastada por la falta de
varias piezas dentarias, el hombrecito desgranó la historia de su hallazgo.
Martello preguntó si podía acompañarlos en un móvil para señalarles el
sitio exacto y el hombre asintió. Sentado junto al conductor, les indicó el
camino. El comisario seguía sin habituarse al uso local de desconocer los
nombres de calles, avenidas, rutas y puntos cardinales, y en cambio guiarse
por la topografía del paisaje para llegar a cualquier parte. Menos mal que sus
subordinados eran nativos y conocían los cruces por los árboles, las ruinas de
algún almacén de ramos generales de tiempos idos, o la casa de algún vecino
más o menos conspicuo que servía de mojón. Martello se sentía un explorador
del África Negra de los tiempos de Livingston buscando las fuentes del Nilo y
pifiándole fiero.
Sin embargo, inclusive él se dio cuenta de que no iban camino del sitio en
el que habían encontrado el cuerpo de Gaudet y se desilusionó. Casi había
abrigado la macabra esperanza de que el hallazgo tuviera relación con la
muerte del empresario.
Bajaron con cuidado por el barranco, agarrándose de ramas retorcidas
llenas de clavel del aire y de raíces viejas desenterradas. El suelo estaba
cubierto por un colchón de hojarasca que olía a leve podredumbre vegetal. A
medida que descendían el olor cambió, volviéndose cada vez más dulzón y
penetrante hasta hacerse ofensivo. El olor nauseabundo de la carne muerta.
— Aiá,— el hombre señaló un bulto y se los quedó mirando con ojos de
perro hambreado. Estaba claro que él no volvería a bajar.
Martello se cubrió la boca y la nariz con un pañuelo y avanzó cuesta abajo.
El bulto exhibía jirones mugrientos de prendas de vestir rojas. Mechones de
pelo húmedo y revuelto cubrían piadosamente lo que había sido un rostro. En
el cuello brillaban una cadena y algo más. Se acercó aguantando la respiración
para ver mejor el dije: una "S" dorada, dentro de un circulo. El anular
izquierdo aparecía deformado en la base por un anillo, también dorado. Sin
tocar nada, trepó por la pendiente y le hizo señas a sus acompañantes, que se
habían quedado quietecitos en donde estaban. Quién sabe si la parálisis se
debía al azoramiento ante la audacia de su superior o el espanto por la
posibilidad cierta de encontrarse cara a cara con un cadáver en no muy buen
estado de conservación. Martello se guardó las opiniones sobre su personal
subalterno y llamó a la morgue.
***
De vuelta en la Regional, Cáceres se acercó presuroso con un café caliente
y el comisario aprovechó para pedirle que verificara las denuncias recientes de
desapariciones de personas. En la cocina, el mate esperaría a los valientes
agentes del orden que habían llevado a cabo el operativo de recuperación del
cuerpo, así que mejor que el oficial de mayor rango de la Regional se armara
de paciencia. La paciencia tampoco le vendría mal cuando empezaran los
llamados al directo del mencionado oficial tan pronto como se conociera la
noticia del nuevo óbito. Demasiadas muertes en demasiado poco tiempo para
un sitio como éste. En cualquier momento me empiezan a tirar de las bolas,
meditó Martello camino de su oficina, acompañado del único testigo del caso.
Repasó la declaración mientras el hombre esperaba con paciencia y
expresión tótemicas.
—¿Qué hacía en ese lugar? — preguntó con brusquedad.
— Y... sé andar juntando leña chica p'a l'estufa. A vece' sabe habé tronco'
má grande y entonce' voy con lo' hijo' p'a que m'ayude a cargálo.
¿Cuándo había ido a juntar leña por última vez?, Martello insistió, sin
dejarse conmover por la imagen del padre abnegado socorrido por su prole.
Esa mañana, claro. ¿Y antes de eso? El hombre hizo memoria.
— La semana pasá. Dispué no hizo frío, pero antiiér empezó juerte otra vé,
asi que me jui a juntá.
¿Vivía cerca? Y sí. ¿Cuánto? Unas quince, veinte cuadras. Martello miró el
cuerpo enjuto y nudoso a fuerza de trabajo bruto, sin vacaciones, aguinaldo ni
obra social. Después miró los ojos oscuros como el orozuz, velados por las
cataratas incipientes. ¿Cómo se ganaba la vida? Había trabajado en las
canteras pero los pulmones se le habían endurecido y ya no podía seguir, así
que hacía changas de lo que saliera. Los hijos ayudaban cuando podían: él
prefería que fueran a la escuela. Sintió vergüenza: ese hombre era incapaz de
mentir porque su dignidad no se lo permitía. Le dio las gracias por el
testimonio y le dijo que podía irse.
O sea que la tiraron ahí hace una semana a lo sumo.
El estado de descomposición parecía corresponderse con las fechas. De
acuerdo con la evidencia, "S" estaba casada.
¿Por qué no hay denuncia de la desaparición? Por lo general, la respuesta a
una pregunta semejante es: 'Porque el marido es el asesino'. Pero no era
cuestión de prejuzgar.
Miró la hora: las ocho y media de una noche helada. Había vuelto a
saltarse el almuerzo y el cuerpo le reclamaba combustible. Llamó al
"Belvedere" nada más que para recordar que era miércoles, que desde hacía un
mes el restaurante cerraba los miércoles y que Magda aprovechaba para bajar
a la capital a hacer compras. Con un pinchacito de decepción se fue a casa y
pidió una pizza y media docena de empanadas. Mientras empujaba las
empanadas con cerveza, decidió que lo primero que haría al día siguiente sería
ir a ver a la viuda de González y acomodar todos los horarios y compromisos
para estar libre e ir a cenar a lo de Magda.
***
Encontró a María del Carmen Ayala viuda de González del Río en las
oficinas de CableStar, en el despacho del extinto director. No se veía muy
apenada por la lamentable pérdida: más bien daba la sensación de una
ejecutiva ocupada y sin tiempo que desperdiciar.
Lo mismo que el finado, la señora Ayala estaba hablando por teléfono
cuando la secretaria lo hizo pasar al despacho. Martello no se perdió la mirada
huidiza de la mujer y sus modales apresurados, amén del cambio de vestuario,
todo lo cual contrastaba con el aspecto seguro, el pantalón ajustado y el andar
envanecido con que lo había hecho pasar cuando visitara a González.
Semejante cambio podía significar varias cosas, a saber: a) que el
desconsuelo de la señora Ayala se había transmitido a sus empleados; b) que la
señora Ayala tenía previsto un downsizing con posterior reingeneering del
imperio mediático; o c) que la señora Ayala estaba al tanto de los diversos
grados de simpatía y mutua amistad entre su finado marido y el personal
femenino y no le gustaba ni medio.
La mujer colgó el teléfono e intercambiaron saludos corteses.
— ¿Hay alguna novedad? — preguntó ella con voz neutra.
— Recibimos un preliminar de la pericia mecánica— hizo una pausa
mientras la secretaria dejaba los pocillos de café sobre el escritorio, salía y
cerraba la puerta— El auto no tenía líquido de frenos en el momento del
accidente. El circuito estaba completamente vacío.
Ella asintió despacio, absorbiendo la noticia.
— Necesito hacerle algunas preguntas respecto de su marido.
Ella se acomodó en el sillón sin hablar y sin dejar de mirarlo. Martello
siguió.
— ¿González tenía algún..., cómo decirlo, ...
— ¿Enemigo? ¿Gente a la que le caía mal? ¿A la que había cagado? ¿A la
que le debía algo más que plata? — la mujer esbozó una sonrisa cínica.
— Podría decirse — respondió Martello en tono llano.
La mueca de la boca femenina se hizo despectiva.
— La mitad de la ciudad, la mayor parte de sus familiares entre los que me
incluyo, excompañeros de trabajo de cuando estaba en la capital...
— ¿En Buenos Aires?
— No, acá, en Canal 10. En Buenos Aires no hubiera pasado de chofer de
móvil de exteriores, pero en el interior cualquier pinche hace televisión.
— ¿Cómo consiguió entonces manejar tantos medios?
— En estos lugares cualquiera tiene un canal de cable y dos o tres FM de
morondanga.
— Que ahora son suyos.
— Siempre fueron míos, — la mujer siseó como una yarará —. Lauro
manejaba todo porque yo se lo permití o porque se fue tomando demasiadas
atribuciones. Pero todo esto es mío: mi padre me dejó las acciones de las
radios y la distribución de televisión por cable en la región. CableStar lo
empecé yo y después Lauro se metió para darle "una vuelta de tuerca" a las
programaciones. Y yo fui tan imbécil que lo dejé.
— Entonces la muerte de su marido la benefició.
María del Carmen Ayala se incorporó en el asiento.
— Si lo que insinúa es que yo lo maté, no pierda el tiempo. Nada de lo mío
le pertenecía, ni siquiera como bien ganancial, aunque él hiciera de cuenta que
sí y despilfarrara lo que no tenía.
— ¿Su marido mantenía alguna relación de la que se supone usted no
estaba enterada? — preguntó Martello, apuntando a la información que le
había dado Saguie.
— ¡Ja! ¿Una? Si pongo en fila a todas las chiruzas a las que le prometió
trabajar en televisión a cambio de un polvo, la cola llega hasta la plaza.
— Yo me refería a una relación estable — Martello aclaró calmo.
La mirada envenenada de la mujer se lo confirmó antes que le respondiera.
— Me había prometido dejarla.
— ¿Usted la conocía?
Otra vez la mirada como una puñalada.
— Todos la conocen, ¿quién no? Sandrita Bermúdez — el "Sandrita"
restalló como un latigazo.
Martello recordó el dije en el cuello del cadáver y el estómago le dio un
pinchazo.
— ¿Cuándo fue la última vez que discutió con su marido por ella?
Ella se quedó pensando, los ojos bajos.
— La semana pasada, diez días, no sé. Ahí le dije que nos divorciábamos y
que lo iba a dejar en la calle— dejó pasar una pausa que Martello no
interrumpió—. Me juró que esta vez la dejaba. Que no la quería, que lo
perdonara, todas esas estupideces— la mujer apretó los labios pero no pudo
contener el quiebre de la voz.
Lo quisiste mucho, ¿no? Él te cagaba y vos lo perdonabas. El comisario
bajó la mirada hasta sus manos entrelazadas.
— ¿Qué pasó después de esa discusión?
— Me dijo que la había dejado. Que era definitivo, que se había dado
cuenta de que estaba equivocado... Que ella no nos iba a joder más — la
mirada femenina se perdió por las paredes del despacho.
Martello meditó la última frase y una sensación familiar empezó a
caminarle por la espalda. ¿Demasiadas coincidencias? ¿Casualidad? No podía
descartar ninguna hipótesis, pero su mentecita paranoica se había agarrado de
una y lo chicaneaba, empujándolo a imaginarse posibles situaciones de
homicidio en primer grado. Suficiente por hoy. Se levantó y le tendió la mano
a la mujer.
— Posiblemente vuelva a hacerle algunas preguntas más.
—No hay problema.
***
De vuelta en la Regional, ordenó que localizaran a Sandra o Sandrita
Bermúdez. No habían pasado ni veinte minutos que Bustos entró con cara de
preocupación.
— Jefe, ¿mandó buscar a la Sandrita?
— ¿Cuántas Sandra Bermúdez hay acá?
— Que yo sepa, ella y nada más.
— Bien, entonces búsquenla y cítenla. Tengo que hablar con ella.
— ¿No sabe quién es?— Ante lo obvio de su expresión, Bustos explicó: —
la chica del videoclú. Esa de pelo largo colorado, alta, bien puesta...— hizo
una serie de gestos muy aclaratorios con las manos a la altura del pecho y las
caderas de una mujer imaginaria.
Así que esa es Sandrita. Evocó a la mujer y su andar sinuoso de
provocadora profesional. Sí, la había visto en la puerta del videoclub,
exhibiéndose para regocijo y exasperación de los pobres mortales.
— Dígale que el comisario quiere invitarla a tomar un café en la Regional.
Bustos salió y volvió a los cinco minutos.
— ¿Y si le llamo al marido?
— Ah, es casada — dijo más para sí que para el otro.
— ¡Uh, cuánto hace! Con el "Termo" Romero.
Era evidente que su ignorancia en materia social se hacía más patente cada
día que pasaba en la ciudad. Pero tampoco se había hecho tiempo para ponerse
al tanto de las estrellas locales.
— ¿Por qué él y no ella?
— Porque la Sandrita hace como una semana que se fue a la capital a
trabajar en la tele.
Más coincidencias. No prejuzgues, esperá la evidencia.
— ¿Y usted cómo lo sabe?
— Mi mamá es comadre de la tía de la Sandrita. Y la comadre le contó que
la sobrina había conseguido un contrato en Canal 10.
— Mire qué bien— murmuró Martello, evaluando las posibilidades de que
ese contrato fuera una de las tantas promesas incumplidas del finado Lauro
González.
— Si quiere lo llamo al Romero— sugirió Bustos, henchido de orgullo
informativo.
— Bueno, que venga él.
Apenas Bustos salió, Martello llamó a la morgue por celular y pidió que en
cuanto pudieran, le pasaran algún dato para identificación del cuerpo: huellas
digitales, dentadura, cualquier cosa. No había tenido tiempo de cortar que
Bustos se apersonó en la oficina.
— Tengo a Romero acá afuera.
— Hágalo pasar pero antes dígame el nombre de pila.
Bustos se quedó pensando qué le había querido decir.
— Que cómo se llama. Me imagino que no lo anotaron como "Termo",
¿no?
— ¡Ah! Roberto. Pero nadie le dice Roberto, le decimos ...
— Está bien. Que pase.
Roberto "Termo" Romero era lo último que uno podría imaginarse en
materia de maridos de alguien. Desaseado — por no decirle "mugriento" —, el
pelo grasiento y largo se le adivinaba grisáceo. La media sonrisita canchera
dejaba adivinar un brillo sospechoso cuando el sujeto se presentó. Martello
tuvo que esforzarse para ocultar el desagrado.
— Tome asiento, por favor. Estoy tratando de localizar a la señora Sandra
Bermúdez.
— Mi señora — aclaró el hombre, ampliando la sonrisa centelleante de oro
odontológico.
— Necesito hablar con ella para confirmar una información.
— ¿Hay algún problema con la Sandri?
— En principio no— y no dijo más, a la espera de que Romero confirmara
la información que le había dado Bustos.
— Pero la Sandri se fue pa' la capital por un trabajo.
— ¿Podría ubicarla? Quizás podamos charlar telefónicamente y...
— No hay problema. La llamo a la casa de la madre.
Martello le ofreció el teléfono pero Romero negó con la cabeza.
— No, mi suegra tiene celulá. Uso el mío— sacó el último alarido
tecnológico del bolsillo del jean manchado y probó dos o tres veces sin éxito
—. Q'seyó, habrá salido.
— ¿Cuánto hace que se fue su mujer?
— Y... una semana, masomeno.
— ¿Y usted habló con ella en estos días?
— No— el tipo se encogió de hombros.
— O sea que hace una semana que usted no sabe nada de ella.
— ¿Qué hay? Ella va muy seguido. A vé a la madre, a trabajá... E' modelo,
desfila. A vece' se va a otra provincia con lo' desfile' y se queda dié día...— la
"s" de "desfile" le sibilaba entre los labios delgados—. A vece' me llama, a
vece' no tiene tiempo. Yo no soy celoso, je— otra vez el oro relució altanero
en la sonrisa del tipo.
Había algo irritante en el sujeto y no era nada más que su aspecto, se juró
Martello. La siguiente pregunta la hizo más que nada para ver si se conmovía
con algo.
— ¿Tiene conocimiento de la relación íntima de su mujer con Lauro
González del Río?
El hombre enarcó una ceja despectiva mientras se sacaba un mechón de
pelo de la frente.
— Acá les gusta hablá mierda de todo el mundo.
— ¿Entonces, usted lo desmiente?
— La gente es envidiosa— pero desvió la mirada y Martello se agarró del
microscópico gesto de derrota para machacar.
— Nada más necesito un sí o un no.
El tipo se encogió de hombros.
— La Sandri sabe lo que tiene que hacé.
Nunca conocí un cornudo consciente tan pagado de sí mismo. Pedazo de
pelotudo. Martello dudó entre cogotear al mugroso, mandarlo de culo al
calabozo por desacato, o seguir preguntando con cara de comisario aburrido.
Optó por la última, más que nada en beneficio propio.
— Está enterado de la muerte de Lauro González, ¿no?
— Salió en todo' lo' diario'.
— No fue un accidente. Fue un atentado.
— ¡A la mierda! ¿Lo liquidaron?— el hombre abandonó la postura
indolente.
Pero podría ser calculado. Insistamos un poco más.
— Y si su mujer tenía una aventura con González, uno de los sospechosos
por esa muerte es usted— Martello se recostó contra el respaldo del sillón para
disfrutar del giro de la situación.
No te gustó un carajo,¿eh?
Romero sacó un paquete de cigarrillos negros y le preguntó si podía fumar.
Le dijo que sí.
— La Sandri y yo tenemo' una relación... — el tipo hablaba con el
cigarrillo entre los dientes—, cómo le diría, abierta, ¿vio? Nosotro' somo'
abierto'. A ella le gusta hacé de modelo, ¿vio?, y yo no le digo nada.
¿Entiende?
— Y González le conseguía trabajos de modelo.
— El tipo tenía un montón de relacione'. En Canal 10, en el 8, el cable. La
Sandri salió en un montón de programa de cable.
— ¿Y qué fue a hacer esta vez?
— Fue al Canal Dié, a un show de música tropical.
—¿Usted la vio?
— Fue a hacé las prueba. Pero seguro que queda. Baila bien.
— Y a usted le gusta que ella salga en la tele.
— Y, linda, e' linda. Claro, no e' una piba, ¿vio?, y ahora en la tele la
quieren pendeja. Quince, dieciséi año. La Sandri tiene veintinueve. Q'seyó,
tenía la ilusión de la tele así que le dije andá y probá total si no te contratan pa'
bailá, por ahí quedá para un desfile.
Tiene razón: ella será bonita pero ya no tiene la edad necesaria para hacer
de muestraculos en un programa de bailanta.
Con veintinueve, había dejado atrás la edad adecuada para inciarse en el
mundo de la prostitución bien remunerada del espectáculo, al menos mientras
mantuviera la carne firme y la boca cerrada... o bien abierta, según el caso.
Martello dejó pasar un silencio mientras trataba de encontrar la mirada huidiza
del tipo.
— ¿Por qué tolera una situación semejante? No estamos en una ciudad de
cinco millones de habitantes como para que nadie sepa lo que pasa en la casa
de al lado.
Romero aplastó el cigarrillo en un cenicero.
— Ella me quiere a mí— se golpeó el pecho con el pulgar—. A mí. Soy el
único que la banca. ¿Sabe que me dicen "Termo"? ¿A que no sabe por qué?
— Me lo imagino — abstengámonos de comparaciones odiosas.
— Ella siempre vuelve conmigo. Siempre— aseveró con un movimiento
de la mano.
Y eso te basta para ser feliz. Qué suerte tenés, hermano, con qué poco te
arreglás. Prefirió dar por terminada la entrevista, al menos hasta que
consiguiera algo más concreto.
— Romero, cuando se comunique con su mujer, infórmele que
necesitamos hablar con ella por el caso González. Puede irse, pero no puede
salir de la ciudad.
— ¿Qué, soy sopechoso?
— A los efectos de la investigación, todavía sí.
El tipo enarcó las cejas y se pasó la mano por el pelo, echándoselo para
atrás.
— Tá bien. Yo la llamo a la Sandri y le esplico.
El tipo se fue y Martello se quedó haciendo dibujitos en el block de
anotaciones. Dibujó dijes con letras "S" y autos. El teléfono-fax ubicado
encima del archivero sonó y empezó a vomitar hojas con el sello de la morgue
judicial. Martello juntó los papeles y leyó ávido. En el tapizado del vehículo
de González había de todo: pelos de distintos largos y colores, naturales,
sintéticos y teñidos; vellos pubianos; fibras sintéticas de prendas de vestir;
manchas de fluidos orgánicos, semen y saliva para empezar. Sangre del occiso
y escasos rastros de sangre femenina, grupo A positivo. ¿Antigüedad de las
manchas de semen? Una semana como mínimo.
El teléfono sonó de nuevo. Más faxes. Estaba tan interesado en el informe
que no prestó atención a los papeles hasta que se cayeron al suelo. Cuando los
levantó, encontró las huellas digitales de la mujer encontrada el día anterior
más el informe preliminar: muerte por estrangulación. Sin perder un minuto,
llamó a la central y pidió hablar con Saulo Ibáñez, el oficial a cargo del
archivo de impresiones digitales.
— Negrito, habla Hugo Martello. Necesito un favor.
— ¡Qué hacés, Loquito! Lo que necesites.
— Ahí te voy a mandar un fax. Tengo que identificar esas huellas urgente.
— Lo más rápido que pueda, Loquito. ¿Qué es?
— Víctima de homicidio. NN por ahora.
— Comprendido. Cambio y fuera.
—Chau, hermano y gracias.
La sensación que le había caminado por la espalda toda la mañana le dio
un sacudón en el diafragma. Escribió los nombres: Sandra Bermúdez, Lauro
González, Roberto Romero, María del Carmen Ayala. Tanta sordidez, tanta
mentira, lo espantaban. ¿Dónde estaría Sandra Bermúdez, que su marido no
podía localizarla? ¿Sería tan "liberal" la relación? ¿O el tipo al fin se había
hinchado las pelotas y...? Todavía no sé nada de ese cadáver, aparte de que es
mujer y lleva un dije con una "S". Podría ser cualquiera. Claro, y los chanchos
vuelan.
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Gracias a Dios, el fin de semana había pasado rápido. Con tanto ajetreo
criminalístico, Martello había estado a punto de olvidarse del operativo
"Festival". Menos mal que Bustos lo había llamado para preguntarle por los
agentes destinados al predio. Volvió corriendo a la Regional, sacó las planillas
de abajo de una pila de papeles, armó los turnos y despachó a los uniformados
justo a tiempo para la entrada del intendente. Tuvo que hacer acto de presencia
y aguantarse el desfile de las delegaciones vestidas con trajes típicos, al ritmo
del pericón nacional. Durante esos dos días, el público se empachaba de
danzas folklóricas, choripanes y empanadas, todo bien regado con tinto bien
helado, y amenizado por conjuntos tradicionalistas que desgranaban zambas y
chacareras entre presentaciones de los ballets y para deleite de la concurrencia.
El comisario tuvo que ponerle cara de perro a un par de efectivos que,
enfervorizados con pasión telúrica, aullaban a voz en cuello la "López
Pereyra".
Martello se comió un choripán a las tres y media de la mañana del sábado
y a las cuatro se le incendió el estómago. Tuvo que esperar hasta las ocho a
que abriera la farmacia de turno, para comprar un sobrecito de sales
efervescentes, porque hasta los kioskos estaban cerrados. A las nueve, mandó
a un agente a comprarle una tira de antiácidos. A las diez, empezó a pensar
seriamente en comprar un balde de ranitidina. A las once, rendido ante lo
inevitable, vomitó. Corrió a mirarse al espejo para comprobar que tenía todos
los órganos en su lugar, y verificar que el exabrupto gástrico había vapuleado
más su dignidad que su apostura.
El domingo transcurrió en similares condiciones al sábado, a excepción de
las ingestas del comisario, que se mantuvo prudentemente alejado de las
viandas autóctonas y optó por un pebete de jamón y queso y agua mineral sin
gas.
La cuenta final dio cinco demorados por ebriedad, dos por riña callejera y
cuatro por amigos de lo ajeno. Nada digno de salir en los diarios, más allá del
"renovado éxito que se repite año a año, cada vez con más participantes de
primerísimo nivel", como insistía el locutor y maestro de ceremonias. El
festival terminó a las diez de la noche; a las once y media, el predio quedó
vacío y cerrado, y el personal policial constituído en el lugar, se retiró bien
pasadas las doce de la noche.
Martello estaba muerto de hambre cuando se subió al auto. Con un hilo de
esperanza, llamó a "El Belvedere".
— ¿Me vas a dar de comer? — preguntó al escuchar la voz de Magda.
— Si te disculpás por tus pésimos modales telefónicos...
— Tengo hambre. No puedo tener buenos modales.
— Está bien, por esta vez te perdono.
Magda le puso delante un plato pantagruélico de ravioles verdes. El relleno
de calabaza y mascarpone era suavísimo, y la salsa de hongos, perfecta, pero
él pudo apreciar el conjunto sólo cuando hubo devorado la mitad de la
porción. A salvo de la inanición, se sintió en condiciones de comportarse
socialmente.
—¿Cómo anduvo el fin de semana?
— Como la mona. Con el chiste del festival, se quedan todos metidos ahí
adentro, embuchándose empanadas fritas en grasa y sandwiches de chorizo —
Magda suspiró y se removió en la silla—. Voy a cerrar. Hasta diciembre por lo
menos.
— Está muy duro, ¿no?
— Ya no puedo seguir cubriendo los gastos. Estoy perdiendo plata.
Él asintió meneando la cabeza.
— ¿Y mientras tanto, qué vas a hacer?
— No sé. Darme una vuelta por Buenos Aires, supongo. Actualizarme, ir a
los restaurantes de moda a ver qué se come... Conseguir un comprador para
"El Belvedere"...— lo dijo mirándolo desde debajo de las cejas.
— ¿Querés vender? — él preguntó y no supo porqué se le había hecho un
nudo en la garganta.
— No funciona. O yo no sé hacerlo funcionar — ella dejó pasar un silencio
y continuó—. Cuando empecé con el proyecto, todos con los que hablé se
llenaron la boca hablando del éxito que tendría un lugar así; que la ciudad
necesitaba de estos emprendimientos; que la gastronomía local ya no daba
para más... Todos esos vinieron a la inauguración a comer gratis y nunca
volvieron. Y ya ves: siguen prefiriendo el asado, las empanadas y el vitel
thonné...
— Y no te olvides del pollo al champignon...— intercaló él como para
cortar el clima denso que se había generado.
— No, no me olvidé— ella sonrió de costado —. En fin: por lo menos, la
propiedad conservó el valor inmobiliario. Entre eso, y la venta del
equipamiento gastronómico, puede ser que salga sin perder tanto.
Martello no la miraba y sabía que Magda no lo miraba. La siguiente
pregunta la hizo sin pensar.
— ¿Cómo compraste la casa?
— Gaudet se ocupó de buscarla. Él fue uno de los que me convenció de
invertir acá.
La mención del empresario le provocó un pinchazo de remordimiento. Con
tanto finado al voleo, había dejado de lado la investigación de su asesinato.
Tenía la excusa del estudio de ADN, pero eso no lo disculpaba. Se prometió
retomarla al día siguiente, sin falta. Aunque también estaba pendiente el
asunto de Saguie. ¿Cuándo carajo le mandarían más oficiales? Había pedido
un subcomisario que reemplazara al que había sido transferido justo antes que
él se hiciera cargo del puesto, y todavía se lo debían. Sacudió la cabeza y
volvió a la conversación.
— Bueno, por lo menos Gaudet venía a comer...
Magda torció la boca, encogió un hombro y meneó la cabeza, y él trató de
arreglar la metida de pata que acababa de cometer sin conocer el motivo.
—Yo vine invitado por él...
— Me acuerdo— ella le dedicó una mirada dulce—. Fue la única vez que
no me molestó que Gaudet me hinchara las pelotas con sus recomendaciones,
sugerencias y pedidos fuera de carta.
¿Le había parecido a él, o cada vez que nombraba a Gaudet, los ojos de
Magda se ensombrecían? Deshechó la idea y le tomó una mano por encima de
la mesa para hacerle la siguiente pregunta.
— ¿Entonces... te vas? — había mucho más que eso en la pregunta.
Ella lo miró y los ojos se le volvieron de oro líquido cuando le respondió.
— Vivo de esto. Si no puedo vivir acá, tendré que ir a trabajar a otra parte.
Hubo una pausa.
— Te voy a extrañar— murmuró él.
Ella se levantó de su silla y lo abrazó.
— Todavía no me fui.
***
Martello llegó a la Regional más temprano que de costumbre. Había
pasado la noche con Magda y conservaba el tacto de su piel en el cuerpo. No
habían hablado; nada más se habían encamado casi con desesperación. Él
llegó a su casa arrepentido de no haber dicho nada, ni entonces, ni antes.
¿Y qué le hubiera pedido?, se había preguntado mientras se duchaba.
No se habían hecho ninguna promesa, se recordó. ¿Y entonces, por qué esa
desazón? ¿Qué más quería él que una relación sin consecuencias, que no lo
jodiera? ¿No había tenido bastante con Laura? La razón fría le decía que lo
mejor que le podía pasar era un touch and go. El sarcasmo no le resultó.
En la Regional todavía no había empezado el habitual barullo mañanero, y
pensó que era una buena oportunidad para sentarse a trabajar sin
interrupciones y no pensar boludeces. ¿Qué era lo más urgente? Sin duda, la
muerte de Saguie. Ahí había metida gente con la que no se jodía, así que
tendría que andar con pies de plomo.
Sacó el anotador y empezó a hacer cuentas. El peso pesado había llegado a
lo de Saguie a eso de las cuatro de la tarde, cuando el viejo llevaba unas doce
horas de muerto. Trató de imaginar las actividades de Saguie durante las horas
previas a su muerte. ¿Cómo trabajaría el viejo? Armó un esquema posible:
recibía a los "amigos", los alojaba, les guardaba el auto en la cochera cerrada
para evitar indiscreciones que no fueran las suyas. Preparaba la comida: cena,
almuerzo, desayuno, aperitivos.
El tipo es un buen chef amateur. ¿Entra a las habitaciones a dejar la
comida? No, debe dejarla en el recibidor. Toc, toc, la mesa está servida.
Después, se dedica a sus aficiones cinematográficas. No se queda mirando: no
es un voyeur. Prepara las cámaras, pone los casetes y se va a dormir.
El timbrazo del interno le hizo soltar el lápiz.
— El doctor Ramírez Lynch, comisario— avisó Cáceres cuando le pasó la
comunicación.
Lynch tenía la confirmación de sus suposiciones. Saguie había muerto de
una embolia pulmonar severa acompañada por hipoglucemia aguda, todo
provocado por sobredosis de insulina coadyuvada con un beta-bloqueante.
¿Cuánto demoraban el coma y la muerte en esas condiciones?, quiso saber el
comisario y se sorprendió ante la información: diez o quince minutos para
entrar en shock hipoglucémico, media hora más para la muerte, seguramente
menos gracias al beta-bloqueante.
— ¿La sobredosis hubiera bastado para matarlo?— preguntó mientras
anotaba los datos que Lynch le pasaba.
— A lo sumo hubiera tenido una agonía un poco más larga — confirmó el
forense.
Los responsables se habían asegurado el resultado.
Antes de cortar, Martello le preguntó si tenía novedades de los resultados
de ADN de Gaudet y Lynch prometió ponerse en contacto con el laboratorio.
Martello retomó su anotador.
¿Qué pasó esa noche? El viejo entra en coma por una sobredosis. El
asesino entra a la casa, roba la cámara y los videos. Ahí se da cuenta de que el
huésped no está, pero no puede hacer nada y se va con el botín. El que le
encargó el trabajito putea porque no pudo llevar a cabo todo lo planeado, que
incluía joder a su enemigo político. Pero eso era un bonus extra: le basta con
recuperar sus propias filmaciones. Todo muy lindo pero... ¿cómo se hace para
que alguien que conoce de memoria su medicación, se equivoque y se inyecte
accidentalmente una sobredosis?
Uno, el asesino entró a la casa mediante engaño o por la fuerza, e inyectó
personalmente a Saguie.
En ese caso, el viejo se hubiera resistido y debería haber alguna señal de
violencia en la casa.
Pero si el asesino actuó suponiendo que Saguie tenía huéspedes, hubiera
sido muy riesgoso: ¿si a los tipos les daba por salir o por pedir algo justo
cuando estaba liquidando al viejo? ¿Qué hacía, los liquidaba a ellos también?
¿Aun cuando el que se suponía que estaba de trampa fuese...? No, era una
locura. Descartó la hipótesis de plano.
Segunda posibilidad: que el mismo Saguie se hubiera inyectado la mezcla
de drogas, sin saberlo. ¿Le habían cambiado las ampollas?
¡Mierda! ¡Por eso no había ni una sola en la heladera!
Era más sutil, pero infinitamente más retorcido. Y peligroso, porque
implicaba a mucha más gente: el que preparaba la mezcla explosiva de drogas;
el que le vendía a Saguie las ampollas adulteradas; el que entraba a la casa a
robar; el que se beneficiaba con la muerte del viejo y la recuperación de los
videos... ¿Por dónde empezaba?
Llamó a Álvarez. El agente se presentó en posición de firmes, sin hacer
contacto visual.
— Álvarez, vaya a todas las farmacias y pregunte si Santiago Saguie les
compraba insulina, con qué frecuencia y qué dosis, y si la retiraba él o se la
enviaban a domicilio.
Álvarez, compenetrado con su rol de investigador, chocó los talones, dio
media vuelta y salió al trote.
Mirálo vos al pibe. Estaba esperando una oportunidad.
No esperaba que le trajera la información enseguida: en la ciudad había
más farmacias que pizzerías.
Golpearon, él dijo "pase" y Cáceres asomó su humanidad cuasiesférica.
Entre sus dedos de morcilla, el cabo sostenía respetuosamente un sobre grueso
con el escudo de la policía de la provincia.
— Señor — le tendió el sobre —, acaban de traerlo con el correo interno.
El cabo se quedó en posición de firmes, aguantando la respiración mientras
trataba de atravesar el papel con la mirada. No sería la primera vez que una
reestructuración se circularizara sin aviso previo y que hubiera que dar el
pésame al superior que acababa de ser defenestrado epistolarmente.
Martello abrió el sobre fatídico. No era la reestructuración: eran las
planillas para los operativos del verano. Por lo visto, los de Central estaban
decididos a mostrar que la provincia era un lugar seguro para pasar las
vacaciones en familia. El comisario suspiró.
De buenas intenciones está empedrado el camino del infierno.
Ya conocía el paño: armaría los operativos y pediría los efectivos y el
equipamiento adicionales, que terminarían destinados a alguna localidad más
importante.
Porque tiene que haber presencia policial en las calles pero ahí en donde se
note, no seamos tan salames. Y además, tampoco hay tantos efectivos. Muchos
caciques y pocos indios.
Después, cuando los intendentes se quejaran por los robos en casas
alquiladas para la temporada, o los bolsiqueos durante los festivales y shows al
aire libre; cuando en esos mismos festivales, los borrachos habituales y los
dealers ocasionales embarraran las respectivas canchas; cuando los accidentes
en ruta aumentaran en proporción a la cantidad de visitantes apurados por
llegar o por irse; entonces, los funcionarios de Central les tirarían de las
pelotas a los comisarios de cada Zonal y cada Regional y los cambiarían de
destino, a ver si aprendían de una buena vez.
Martello resopló y revoleó las planillas encima de la bandeja de
"Pendientes". Iba a retomar sus anotaciones cuando se acordó del pobre
Cáceres, sudando por no saber si seguía a las órdenes del comisario Hugo O.
Martello, o si debería aprender al galope los hábitos del nuevo oficial a cargo.
Y ya se sabe, más vale malo conocido...
— Es la planificación para la temporada— sonrió y Cáceres se relajó.
— ¿Le traigo un cafecito?
— Bueno, gracias.
Y allá iba el cabo, presuroso, a pasar el dato: Martello seguía al frente de la
Regional, por lo menos hasta el final de la temporada. No había terminado de
abrir el anotador cuando golpearon de nuevo.
— Pase.
Era Álvarez, con cara de traer información importante.
— Señor, el occiso Saguie no adquiría insulina en ninguno de los
establecimientos de la ciudad, porque se la enviaban desde la capital—
Martello frunció el ceño y Álvarez interpretó correctamente el gesto —. Desde
el Ministerio de Salud de la provincia.
Bien. Resultó tener madera; habrá que tenerlo en cuenta.
— ¿Dónde obtuvo la información?— preguntó, en su papel de oficial de
los cuadros superiores.
— En la farmacia Villalba de la avenida. Saguie se tomaba ahí la presión y
compraba alguna que otra pavadita, pero los medicamentos se los mandaban
desde el Ministerio. Se lo comentó a Abelardo, el encargado.
Las farmacias "Villalba" eran una institución en la región. Había
farmacéuticos Villalba desde la época de la colonia, cuando todavía se los
llamaba boticarios. Eran gente respetable, así que no había motivos para poner
en duda los datos proporcionados por ellos o sus dependientes.
— Muchas gracias, Álvarez. La información es muy útil. Muy útil —
repitió.
Álvarez sonrió y salió con los botones del uniforme a punto de saltarle de
puro orgullo.
El comisario sacó la guía telefónica y empezó a llamar a todos los
teléfonos del ministerio, tratando de averiguar varias cosas a la vez.
Paciencia: es una repartición pública, se dijo cuando lo dejaron en espera
musical por quinta vez. Cuando ya desesperaba de conseguir algún dato que
sirviera, una secretaria le tuvo piedad. El Ministerio sí proporcionaba
medicamentos, pero únicamente en casos especiales, por lo general derivados
por el servicio social. Obediente, Martello se comunicó con el servicio ad hoc
y se dio de trompa contra la burocracia, en este caso, del estado provincial.
Los expedientes no eran públicos. No podían darle información telefónica
sobre ningún beneficiario. Cualquier dato que necesitara, debía solicitarse por
escrito y en forma oficial. Desesperado por una respuesta, preguntó cómo se
obtenían los beneficios. Si deseaba presentar una solicitud, debía hacerlo
personalmente y con un formulario que le entregarían en mesa de entradas. El
otorgamiento estaba sujeto a las evaluaciones de un trabajador social de la
división y de la junta médica.
Sin saber por dónde seguir, llamó a la jueza de paz Iraola, que resultó
bastante más ilustrativa que los empleados del Ministerio. Como asistente
social, había trabajado en salud y se había encargado en su momento de casos
de provisión de medicamentos. ¿Cualquiera podía ser beneficiario? Claro que
no: el Ministerio no estaba en condiciones de proveer gratuitamente a toda la
población y tampoco era ese el objetivo. Se daba prioridad a los menores; a los
indigentes; a personas con familiares discapacitados, con enfermedades
terminales o que necesitaban trasplantes; luego venían los usuarios de drogas
oncológicas, tratamiento de HIV y de medicamentos importados que no
existían en plaza. Todo debidamente respaldado por información sobre
situación socioeconómica del peticionante y el paciente, factibilidad de
obtención de las drogas y todo el resto de requisitos interminables y muchas
veces, incumplibles. A veces, la gente tenía el mal gusto de morirse antes de
que el Ministerio le entregara los medicamentos.
Y no siempre se concedían, puntualizó Iraola, con cierto retintín irritado en
la voz. ¿Los diabéticos podían ser beneficiarios? La jueza se sorprendió. La
insulina era relativamente accesible. Los pocos casos que ella había conocido,
correspondían a personas de escasos o ningún recurso económico. Además, los
hospitales zonales y regionales podían abastecer la insulina para esos casos,
sin recurrir al Ministerio. Y nada garantizaba la continuidad de las entregas del
Ministerio, ya lo sabía ella por los reclamos constantes. Él también lo sabía,
gracias a los noticieros. Le dio las gracias y se despidieron.
Así que no era tan fácil hacerse de medicamentos gratuitos proporcionados
por el Ministerio. Tampoco se podía estar seguro de que la provisión se hiciera
en tiempo y forma, algo de crucial importancia para un insulinodependiente.
Saguie no parecía sufrir de estrecheces económicas; tampoco necesitaba
medicación difícil de conseguir. Entonces, ¿por qué? La respuesta llegó
sigilosa: porque alguien le estaba haciendo o pagando un favor. Siguiente
pregunta: ¿Quién? No parecía muy probable que fuera un pinche, dadas las
características del servicio. La orden tenía que venir de más arriba. ¿Cuán
arriba? De la posición del "arriba" dependían las siguientes deducciones.
En primer lugar, lo más probable es que el de “arriba” fuera cliente de
Saguie. Segundo, de alguna manera, sabía de la información confidencial que
el viejo coleccionaba. ¿Saguie lo habría chantajeado con los videos, así de
frente?
No parece haber sido su modus operandi. Lo más probable es que vendiera
su información a quien la pagara mejor.
Y hablando de pagar, ¿dónde estaría la plata? Porque la cantidad de videos
que denunciaban las marquitas de polvo en los estantes era señal de unas
cuantas horas de grabación, a las que sin duda habría sacado provecho.
Hasta esta última vez. Fuiste demasiado lejos o demasiado alto, Saguie.
Y en cuanto a la plata...
¿Koppf? ¿Por qué no? Una financiera "informal" con dos socios: uno
visible, otro invisible.
Si esa posibilidad era cierta, ¿qué más sabría Koppf de las actividades de
Saguie? ¿Lo suficiente como para que también tuviera buenas posibilidades de
convertirse él mismo en cadáver? Una sensación de extrema incomodidad se
le escurrió por la entrepierna. Uno más de quien ocuparse.
Lamentablemente, había sujetos de los que tenía que ocuparse con
prioridad mucho más alta que Koppf. Por ejemplo, el peso pesado. Un tipo de
ese nivel sólo hubiera aceptado una "recomendación" semejante de parte de
uno de sus pares. ¿Cuál de todos esos estaba en posición de pedir favores al
Ministerio de Salud? Varios, quizás, pero no tantos. Suficientemente
influyentes para que el favor se prolongara en el tiempo y en forma ordenada.
Los funcionarios iban y venían según el humor político del momento; un
empleado del escalafón intermedio se arriesgaba a que lo sancionaran o
exoneraran si lo pescaban. Subió la apuesta. ¿Un intendente? Podría ser, pero
tenía que tratarse de uno de importancia, y eso sólo era posible en la capital o
alguna de las ciudades ganaderas del sur de la provincia. ¿Quién más? ¿Quién
tendría tanta confianza con un candidato firme a la gobernación como para
sugerirle un buen lugar para ir de trampa? El mismo que quería clavarle un
metafórico cuchillo entre los omóplatos. Un competidor que quería convertir a
su rival en un cadáver político.
Te vas a meter con gente jodida, se dijo.
Sin pensarlo demasiado, salió de su despacho, avisó que lo localizaran en
el celular, y se fue a la capital.
***
Las oficinas eran un hervidero de gente que corría de un lado para otro con
papeles y agendas; que hablaba a los gritos por teléfonos celulares; que traía
carpetas de publicidad y encuestas; más gente hablando por celular; una
recepcionista que pedía silencio porque no escuchaba lo que un pobre mortal
decía por el teléfono normal. Tuvo que esperar un alto en el tráfico para
acercarse a la recepcionista y preguntar.
— ¿Tiene cita con el doctor? — preguntó la mujer con petulancia.
— Avísele que está el comisario Martello.
La mujer puso cara de "no" y él se atajó.
— Necesito hablar con él cinco minutos nada más.
Ella lo inspeccionó con cara de "otro que viene a tirar la manga". Siguió
muda.
— No se trata de una colecta, ni cena, ni rifa, ni beneficio ni nada parecido.
Es un asunto personal del doctor.
La tipa levantó una ceja pero llamó por el interno. La respuesta le hizo
bajar la ceja.
— Pase al primer piso. El doctor está en una reunión. Lo va a recibir el
secretario privado del doctor.
El nivel de ruido del primer piso era sensiblemente inferior al de la planta
baja, en parte gracias a la alfombra y los sillones tapizados en pana. Una
sucesión de puertas adornaba un pasillo que terminaba en una doble puerta de
madera lustrada y tiradores de bronce. Antes de que Martello pudiera
acercarse, un hombre de traje y con lentes de marco dorado se le acercó a buen
paso.
— ¿El comisario Martello?
El hombre le tendió la mano y el comisario la aceptó.
— Soy Gabriel Peralta— se presentó sin aclarar cargos —. Pase por acá.
Entraron por la última puerta del pasillo, a una oficina cómoda y luminosa.
Sobre el escritorio se amontonaban teléfonos, carpetas de distinto grosor y lo
que Martello supuso eran las muestras de los afiches políticos de la campaña
que estaba a punto de lanzarse.
Peralta le ofreció un café exquisito. Mientras él paladeaba el café, Peralta
avisó por teléfono que ya estaban ahí. El peso pesado entró a la oficina por una
puerta lateral que comunicaba con el despacho principal del piso.
—¡Cómo anda, comisario! — le tendió la mano con una sonrisa impecable.
— Bien, doctor. No quiero robarle demasiado tiempo. Imagino que usted
ya sabe a qué vengo.
Hubo miradas de entendimiento.
— Gabriel es mi mano derecha. Está al tanto de todo — aclaró el hombre,
después de invitarlos a sentarse.
— En ese caso, voy al grano. Santiago Saguie murió por una sobredosis de
insulina mezclada con un betabloqueante. Las probabilidades de que se haya
inyectado por error son muy escasas, salvo que Saguie pretendiera suicidarse,
y no creo que ese fuera el caso. Me inclino por la hipótesis del homicidio.
Sus interlocutores se removieron en sus sillones giratorios.
— ¿Qué pasa si... el doctor menciona un nombre y... resulta que no tiene
nada que ver con esto? — preguntó Peralta.
— Todos somos inocentes hasta que se demuestra lo contrario— respondió
Martello.
— No en política. Supongamos que alguien quisiera asesinar a ese hombre
y...
— No es una suposición. Lo asesinaron para obtener algo que él guardaba
y que no hubiera entregado fácilmente.
— ¿Qué era eso tan importante que justificaría un homicidio?— preguntó
el político.
— Videos de los huéspedes,
Lo dejó digerir la idea.
— Qué hijo de puta...— murmuró el hombre, con la cara retorcida de
rabia.
— Una de dos: Saguie trabajaba para el que lo mandó matar y lo
eliminaron porque ya no les servía; o el viejo estaba extorsionando a quien no
se debe y así le fue. Justo en medio de todo, aparece usted, que viene como
anillo al dedo para sacarse de encima dos pájaros de un tiro: un proveedor
inaceptable y un rival político inconveniente.
Bueno, lo dije. Que ratifiquen o rectifiquen.
En medio del silencio que se produjo, un tipo asomó desde la puerta que
daba al despacho principal.
— Doctor, disculpe. La llamada de Presidencia...
El hombre se levantó con un "ya vuelvo" y cerró la puerta tras de sí.
Martello se quedó a solas con Peralta.
— ¿Se da cuenta de las implicancias políticas de todo esto? — preguntó el
secretario privado, con cara de muro de Berlín.
— Por completo. Si tengo razón, el doctor tiene una herramienta magnífica
para limpiar a su rival y ganar las elecciones al galope. Si además de razón,
tengo suerte, quizás consiga un ascenso. Aclaro que no vengo por eso. Si me
equivoco, las cosas no pasarán a mayores, políticamente hablando: estas cosas
se arreglan entre caballeros. Pero yo soy cadáver, espero que en sentido
literario y nada más.
Peralta se lo quedó mirando mientras una sombra de sonrisa le rondaba los
ojos.
— Un policía honesto... Creí que ya no quedaban.
— No crea: somos unos cuantos más de los que la gente piensa. Lo que
pasa es que no hacemos ruido.
—¿ No siente a veces que le tira margaritas a los chanchos?
— ¿Lo dice por este caso?
Peralta sonrió abiertamente.
— También inteligente... ¿Y me dice que no quiere hacer carrera?
— Me gusta mi trabajo. Lo hago de corazón.
—Entonces, déjeme darle un consejo. Tenga cuidado cuando se meta con
gente como ésta — sacudió la cabeza hacia la puerta lateral—. Hoy son
aliados, mañana, enemigos. Si les conviene, entregan a la madre a la
oposición.
— Pensé que usted era la mano derecha del hombre.
— Y lo soy. Por eso lo conozco tanto. Le debo mucho más de lo que la
gente imagina, pero no me trago todos los sapos. Como decía una vieja amiga
mía, "El cementerio está lleno de imprescindibles".
— O sea que no voy a tener la información que vine a buscar.
— Es lo más probable.
— ¿Puedo seguir investigando?
— Sí, pero no espere nada de acá. Cuando encuentre al asesino, cosa que
no dudo hará, lo más probable es que tenga que usarlo como chivo expiatorio.
Si intenta ir más lejos o más arriba, se le van a poner feo.
Era el consejo más crudamente honesto que Martello había recibido en su
vida.
— De acuerdo— dijo y se levantó del sillón.
— Sé que no me va a hacer caso— Peralta se levantó y lo miró a los ojos
—. Hace bien y hace mal.
— ¿Por qué?
— Si yo estuviera en su lugar, también querría ir a fondo. Ahora, ¿usted de
verdad cree que el que se mandó la jodita, no está al tanto de su investigación
y no tiene pensado pararla de cualquier manera? Mire, lea — le dio una
carpeta.
Martello la hojeó y empezó a ponerse colorado, no sabía si de indignación.
— No se ofenda — Peralta lo atajó—. Es habitual que pidamos este tipo de
información respecto de cualquier persona que tenga relación con el doctor.
Eso incluye las "escapadas"— sonrió sin ganas—. Usted es un buen policía, ya
se lo dije. Le tocó una zona de mierda, con personal de tercera categoría, y
está sacando las cosas adelante. Al doctor le interesa la policía, quiere trabajar
para mejorarla, darle más y mejores hombres, equipamiento y capacitación.
No le estoy vendiendo un discurso, es la verdad. Por eso nos esforzamos por
conocerlos — señaló con el mentón, la carpeta que Martello todavía sostenía
en la mano y siguió hablando.
— Hay gente a la que no le gusta la gente como usted. Lamentablemente,
esa gente está más alto que usted y por supuesto, sabe lo que pasa acerca de
todos los que están abajo. Y están parados del otro lado de la raya, por ahora.
Hasta que ganemos las elecciones. Después se pasan y listo. Pero mientras
tanto, a los que no piensan como ellos, les puede ir mal. Tenga cuidado. No
queremos perderlo.
Martello le devolvió la carpeta al secretario privado.
— Le agradezco el consejo. Déjele mis saludos al doctor.
Se dieron la mano y el comisario salió al pasillo con regusto amargo en la
boca. Le echó la culpa al café.
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No había dudas sobre el suicidio: las huellas de Magda estaban por toda el
arma. También estaban en la habitación del hotel de Martello, en su bolso y las
esposas. Pero ni rastro del juego de cuchillas de acero inoxidable sueco que
estaba guardado en un estuche de cuero, con el resto del instrumental de
cocina profesional que Héctor, el exmozo de "El Belvedere" declaró haber
visto siempre en la cocina del restaurante, y del que Martello sospechaba que
alguna de las hojas se correspondía con las heridas de Gaudet. Tampoco se
encontraron la peluca ni la ropa que vestía Magda la noche del crimen.
Martello suponía que todo había sido quemado en el horno de barro del
restaurante. El análisis de las cenizas no dio ninguna prueba concluyente.
El cambio de identidad de género de Luis María Castel se había hecho tres
años atrás mediante un amparo judicial, dos años después de la operación de
cambio de sexo realizada en Chile.
El caso Gaudet se cerraba con otra muerte.
***
Marinelli le pasó un brazo por los hombros.
— Loco... Loquito... Dale, che...
Martello apretó los dientes hasta que le dolieron las mandíbulas. No quería
hablar y que le temblara la voz.
— Salió todo bien... — insistió su amigo.
— ¿Todo bien? ¡Carajo! ¡Se suicidó!— golpeó la mesa con el puño.
— No fue tu responsabilidad, no podías hacer nada...
— Me dominó como a un principiante.
— No la esperabas. No sabías que ella estaba ahí.
— Fui un boludo. Debí haber ido con vos.
— Y posiblemente no la hubiéramos agarrado. Ella conocía el edificio y
nosotros, no.
Martello meneó la cabeza.
— Dios, qué imbécil fui... — se pasó la mano por la cara y el pelo, y los
ojos se le llenaron de lágrimas. — Yo no iba a hacer nada, ya había tomado la
decisión. Magda tenía razón y ese hijo de puta no merecía otra cosa.
— Estás razonando por el lado equivocado. Gaudet era una mierda, pero
eso no justifica hacer justicia por mano propia.
— ¿Viste los videos? ¿Tenés idea de la basura que compraba? ¿De las
porquerías que hacía? ¿Lo que le hizo a su familia?...
— Pará, Loquito— Marinelli lo encaró con serenidad—. Vos ya sabías
todo eso cuando volviste a Buenos Aires. Inclusive, estabas convencido de
quién era la culpable. Querías estar completamente seguro, te conozco, sos un
perro de presa. No ibas a parar hasta conseguir la verdad.
¿Y qué gané con eso?
— Magda tenía tomadas sus decisiones desde hacía mucho, Hugo, ¿no te
diste cuenta? ¿Cómo iba a poder vivir con esa muerte en la conciencia?
¿Cómo iba a mirar a María Salomé a la cara? Ella tenía muy claro lo que iba a
hacer. Quiso la puta casualidad que te le cruzaras en el camino.
Martello miró a Marinelli durante un rato largo, sin hablar.
— Si yo hubiera sabido, habría podido ayudarla.
— Pero no sabías. No te eches la culpa de nada.
Marinelli conocía su historia con Laura. Había sido el primero en darle
apoyo y contención después del suicidio y había hecho lo imposible para que
se quedara en Buenos Aires, y él, tozudamente, había largado todo y se había
ido al interior a empezar de nuevo, carrera policial incluída. Y acá estoy, de
vuelta en Buenos Aires y con la vida hecha pelota.
— Decíme, hermano, ¿yo me las busco así?— lo miró desconsolado.
— No seas pelotudo. Con Laura, eras un pendejo. ¿Cómo mierda ibas a
manejar semejante grado de neurosis? Y a Magda apenas la conociste, ¿o no?
¿No fueron media docena de encamadas?
La dureza de las palabras lo cacheteó. Marinelli era un buen enfermero: no
tenía piedad de las heridas.
— Pasó que estabas más solo que la una y te aferraste a una relación que
no existía.
— ¡Sí, existió! Magda me lo dijo. Fui... algo especial para ella… Me dijo
que había nacido en el cuerpo equivocado… Y yo la lastimé, Dios, me vio la
cara y se pegó el tiro, ¿te das cuenta? ¡Me horroricé porque me dijo que había
sido hombre! ¡No puder pararla!
Marinelli suspiró, se levantó, dio unos pasos y volvió a sentarse.
— Escucháme— le dijo como quien le habla a un chico encaprichado—.
Te enganchaste con alguien que no estaba del todo en sus cabales, y te juro
que entiendo por qué. Ni vos ni Magda pensaron que pasaría, y pasó. Pero lo
que Magda hizo se interpondría siempre entre los dos, aun cuando vos nunca
lo hubieras sabido. Era una asesina y lo sabía. Todo ese cuento de la justicia
no la justificaba ante sí misma, porque su propia vida le resultaba
injustificable. Quería matarse, pero antes iba a vengar a toda su familia y
resarcirla por haber existido.
— Ahora resulta que sos perito psiquiátrico— retrucó Martello con
amargura.
— Andá al carajo. Estoy tratando de hacerte ver las cosas como son.
— Ya sé— le palmeó la mano—. Tenés razón y yo soy un soberbio
pelotudo. Lo que pasa es que... No sé... Ya no sé...
Marinelli dejó transcurrir un silencio.
— Vení. Vamos a tomar un café.
***
El conserje lo saludó con una sonrisa y le pidió que esperara en el bar del
primer piso. Se sentó en la misma mesa que la primera vez, mirando por la
ventana, pero en esta ocasión se permitió un whisky. No estaba de servicio.
— Comisario Martello... — casi susurraron a sus espaldas.
María Salomé estaba de pie junto a la mesa. Se levantó para saludarla y
correrle la silla.
— Yo... quisiera disculparme... y darle las gracias por — la mujer miró a
su alrededor— ser tan discreto. Yo... me habría quedado sin trabajo si...
— No quería escándalos, quería la verdad— la interrumpió—; usted es
inocente, no había motivos para involucrarla. Siendo Magda su hija, ni
siquiera hubiéramos podido obligarla a declarar en un juicio.
— Ya lo sé — murmuró ella, mientras ponía sobre la mesa un cuaderno —.
Esto era... de ella. Lo encontré entre las cosas que tenía en una valija
cerrada...que había traído cuando volvió... — apretó los labios pero no pudo
contener una lágrima ni controlar la voz.
La pausa fue más larga hasta que María Salomé pudo volver a hablar,
aferrada al cuaderno como a un salvavidas.
— Cuando se fue al interior, yo pensé que... que se iba porque ya no podía
seguir viviendo conmigo. Sufrió mucho cuando... mis abuelos murieron. Era
muy pegada a ellos.... Claro, yo también, pero, bueno, usted entiende, ellos
fueron como... sus padres.
Hizo una pausa medio ahogada y él no la interrumpió.
— Cuando se fue a Chile a operarse, yo… yo no quería. Tenía miedo. Le
dije… que yo no necesitaba una operación para quererla y entenderla. Pero
ella quería. Después vino el pedido de amparo y el cambio de identidad. Fue
difícil, humillante, las pericias médicas…
— No tiene porqué contarme nada de eso.
— Necesito hacerlo, nunca se lo conté a nadie.
Hubo otra pausa larga y dolorosa.
— Un día me dijo que se iba a probar suerte a otro lado. Que querría tener
su propio restaurante y todo eso. Me engañé pensado que necesitaba tomar
distancia de todo lo familiar y que le haría bien. Yo sabía que ella lo estaba
buscando y yo rezaba para que no lo encontrara. Me llamaba, de vez en
cuando... Me mandaba emails y me contaba cómo le iba... Que más o menos,
que el lugar era una mierda — dijo la grosería poniéndose colorada—. Lo que
no sabía era que lo había encontrado. No lo supe hasta que volvió. Nunca...
nunca pensé... No creí que pudiera hacer algo así... Estaba llena de odio. No
pude evitar transmitirle toda esa amargura, no supe— la mirada se le perdió,
aguachenta.
— ¿Cuándo conoció Magda la historia familiar?
— La historia completa la supo cuando murió mi abuelo. Pero a mí me
parece que ella ya sospechaba algo desde muy chiquita...
Martello asintió mientras recordaba las últimas palabras de Magda. "Los vi
morirse de pena..."
Cruzaron miradas durante menos de medio latido.
— Yo... tengo que seguir trabajando — María Salomé empujó el cuaderno
hacia él y se levantó. — Es lo único que tengo ahora. Mi trabajo.
— La entiendo. A mí me pasa lo mismo.
***
— ¿Qué vas a hacer ahora?— preguntó Marinelli, sentado con los pies
sobre el escritorio de su cubículo.
— Volver, cerrar el expediente, mandarlo al archivo, esperar el próximo
traslado o irme al carajo y poner un kiosko — Martello se encogió de hombros
mientras se hamacaba en el sillón giratorio medio venido a menos.
— Volvé a Buenos Aires — Marinelli se incorporó de golpe y su sillón
crujió por la impertinencia—. Mandálos a la mierda y volvé para acá.
— No... — meneó la cabeza.
— A Interpol. Están reclutando gente. Tenés una foja de servicios
impecable y te estás desperdiciando en esos pueblitos de morondanga. En la
Interpol tenés un montón de oportunidades, capacitación, viajes...
— ¿Te pasaste a Recursos Humanos? ¿O te dedicás también a reinserción
laboral?
— ¡No seas boludo! Necesitan gente con buen nivel para las operaciones
en América Latina.
— No, droga no. No me lo banco. La droga termina ensuciando a todos los
que la tocan...
— Tráfico de menores. Peor que la droga. Quieren gente con buenos
antecedentes, de carrera, limpia— Marinelli bajó la voz—: por eso no quieren
a nadie de Narcóticos. Pensálo.
Martello meneó la cabeza.
— No está tan mal... Un cambio de aire, ¿eh?
Marinelli sonrió y sacó unos formularios de un cajón del escritorio.
— Tomá. Llenalos y traémelos cuanto antes.
— Entonces es en serio que estás en RRHH.
— No levantes la perdiz.
— Me perdí de mucho desde que me fui, ¿no?
— No tanto.
***
Aguirre lo felicitó de corazón. El personal subalterno lo miraba como si
fuera el Maradona de las fuerzas del Orden.
Interpol siempre suena rimbombante.
Estaba juntando las cosas de su despacho cuando Litvik asomó por la
puerta entreabierta.
— Lo vamos a extrañar, comisario.
— Aguirre se va a encargar de que no se aburra, Señoría.
— Por favor, déjenme aburrirme un poquito. Y Lynch está pidiendo
vacaciones.
La pregunta se le escapó antes de que tuviera tiempo de pensar dos veces.
— ¿Cómo es que Lynch vino a parar a esta morgue?
Litvik torció la boca a un lado en una media sonrisa.
— Trabajar con los vivos es bastante más complejo de lo que uno cree. Se
dedicaba a anatomía patológica y tenía una cátedra en la facultad de Medicina
de la UBA. Un día erró un diagnóstico y a la paciente la operaron de un cáncer
que no tenía: histerectomía total, ovarios incluídos, en una mujer de treinta y
cinco años. Fin de la carrera de anátomopatólogo de vivos, bienvenido a la
patología de los muertos. La morgue judicial de la provincia, bien lejos de las
luces del centro es un sitio poco conspicuo cuando uno carga con un pasado.
Martello silbó. Litvik se acomodó en el silloncito, ya en plan de
confidencias.
— ¿Siente que tomó la decisión correcta?
— Bueno, Interpol es un paso adelante...
— No me refería a Interpol— Litvik lo miró directo a los ojos y Martello
entendió lo que el juez preguntaba.
— En realidad, no me dieron tiempo para elegir: decidieron por mí. No fue
lo que yo hubiera querido.
— Los caminos del Señor son infinitos, lo mismo que Su misericordia.
— Para ser judío, Señoría, su fe en la misericordia divina parece casi
cristiana.
— Pero yo no creo que con la confesión de los domingos alcance para que
nos perdonen nuestros pecados. Ni que nadie haya pagado por ellos en nuestro
lugar.
— Suena razonable— meneó la cabeza —. Pero entonces, ¿no hay perdón
para los criminales?
Litvik lo miró durante un rato largo.
— Tomar la vida de otro en nuestras manos es una carga muy pesada para
llevarla solo. Por eso necesitamos de la misericordia de Dios.
Se hizo un silencio íntimo, lleno de confidencias no pronunciadas en voz
alta.
— No les envidio el trabajo — dijo por fin Martello y Litvik levantó las
cejas —. Ni al de Arriba ni a usted
— Y por lo general, Él tiene un porcentaje de aciertos mucho mejor que el
mío. Mi Dios, eso es blasfemia.
Se levantaron al mismo tiempo para darse la mano.
— No se olvide de los pobres cuando se junte con la élite internacional.
Fue un placer trabajar con usted, comisario.
— Lo mismo digo, doctor.
***
Detuvo el auto en un parador al que la presencia de varios camiones
delataba como proveedor de viandas adecuadas en calidad y cantidad. La carta
era sencilla y la comida, sustanciosa.
El día anterior, la empresa de mudanzas había terminado de cargar sus
escasos muebles y pertenencias que no podía transportar en el auto. En el baúl
llevaba un bolso de mano y una valija. En la guantera iban sus CD preferidos y
un pendrive con más música.
Reconfortado por el almuerzo y el café, volvió al auto para cargar nafta y
seguir. En el asiento del acompañante estaba el cuaderno que María Salomé le
había entregado y que no se había atrevido a hojear. Extendió la mano derecha
y lo rozó, sin abrirlo.
Todavía no, se dijo.
Todavía estaba demasiado cerca.
Cuando llegue a Buenos Aires. Cuando la ciudad me aturda lo suficiente
como para que no me duela tanto.
Condujo acompañado por la música, hasta que los ruidos de la
Panamericana se impusieron con su ritmo vespertino: había llegado casi sin
darse cuenta, entre tangos de Piazzolla y conciertos de Chopin. Marinelli le
había ofrecido quedarse en su casa, pero él había preferido la soledad y el
anonimato de un hotel de buena categoría. Tampoco quería quedarse entre
paredes vacías y llenas de ecos hasta que llegaran sus muebles y pudiera
montar el departamento que había alquilado, en dos o tres días más.
Desarmó el bolso y la valija; colgó los trajes y las camisas con
meticulosidad y acomodó los artículos de tocador en orden riguroso, en el
estante de vidrio del baño amplio y con hidromasaje. Se afeitó y se dio un
baño sibarítico que le dio hambre. Se vistió y salió a buscar un lugar donde
comer.
Los porteños sufrirían de los mismos inconvenientes que todos los
habitantes de grandes ciudades del mundo pero eso no les había quitado el
placer de la reunión frente a una buena comida. Los restaurantes estaban
llenos, como correspondía a la noche del sábado. Los mozos, siempre
apurados, eran corteses pero austeros; el público se concentraba en sus propios
asuntos, más o menos ruidosos de acuerdo con lo que se celebrara con la cena.
Nadie lo miró demasiado cuando se sentó solo. No hubiera sido de buena
educación.
La comida era más pretenciosa que buena, pero no estaba mal. No quería
pensar en cómo Magda la hubiera preparado. Pagó y salió a caminar. Nadie lo
saludó, pero lo extraño hubiera sido lo contrario.
Se dio cuenta de lo fácil que sería fundirse en ese anonimato que Buenos
Aires ofrecía. Pasar inadvertido era lo corriente. Era lo que necesitaba en ese
momento de su vida: tiempo y espacio para lamerse las heridas.
De vuelta en el hotel, se tiró en la cama. En la mesita, esperaba el
cuaderno. Lo tomó y lo abrió en la primera página.
"La ciudad es un dibujo de Escher: parece tener tres dimensiones pero es
nada más que una ilusión óptica fabricada por la mano de un artista de mente
sinuosa..."
Se quedó leyendo hasta tarde.
FIN