Está en la página 1de 209

El

Cuerpo Equivocado

Por

Mónica E. Sacco


La ciudad es un dibujo de Escher: parece tener tres dimensiones pero es


nada más que una ilusión óptica fabricada por la mano de un artista de mente
sinuosa. Su atroz realidad está constituída por las dos dimensiones del plano
inexorable del que no puede escapar aunque lo intente. Al principio, el ojo
disfruta del engaño de sus idas y vueltas y de sus recovecos misteriosos que,
uno supone, evocan historias perdidas; se divierte con las escaleras imposibles
que suben y bajan al mismo tiempo, recorridas por transeúntes inmunes a las
leyes de la gravedad y sonríe al ver rostros curiosos asomados a ventanas
abiertas hacia un universo tergiversado.
La ilusión del dibujo dura hasta dar vuelta la página. La ciudad, en cambio,
continúa ahí, impertérrita, estólidamente pertinaz en su tozudez violatoria de
las leyes físicas. Calles que no van a ninguna parte, curvas que desembocan en
llanos sin caminos, miradores asomados a valles inalcanzables. Juegos de
luces y sombras que provocan una falsa sensación de profundidad y vida en
las ventanas entreabiertas y en los rostros entrevistos detrás.
Se puede buscar eternamente y no encontrar nada más que la plana
cartesianidad de ese universo poblado de seres tan planos y tan atrapados
como él mismo en sus trazos despiadados. Porque sólo un demiurgo
igualmente despiadado podría haber condenado a seres humanos a esa nada
impalpable, que respiran pero no ven, que recorren sin saber que no hay
escape posible, en donde creen vivir pero únicamente transcurren como meros
borrones, hasta que el dibujante-demiurgo los borre, tache o cambie su génesis
con un movimiento del lápiz.
Viven su imitación de vida, ocupados en conocer más de la vida de los
demás que de la propia, eternamente asomados a la baranda de una escalera
que sube o baja según la perspectiva, espiando a la ventana de arriba — o
abajo — , desde donde son espiados sin saberlo. En la ciudad escheriana todos
viven ansiando vivir la vida de los otros, creyendo que es distinta y no saben,
no pueden saber, que el otro son ellos y ellos son el otro, en la ventana
entreabierta y detrás de la puerta entornada, asomados al balcón de otro, que
es el propio, disfrazado.
Y creen que se odian, pero las dos dimensiones no son suficientes para
albergar un sentimiento tan multidimensional y desequilibrado en su pasión.
El odio es tan complejo y tan no-lineal como el amor y por esa misma razón,
tampoco aman. El único sentimiento que prueban es un pecado capital.
Envidia. Envidian la puerta del otro; la escalera más alta; la casa con más
ventanas, la figura mejor dibujada, el trazo mejor definido del otro, sin saber
que el otro envidia de ellos el peldaño de la escalera en el que están parados; o
el trocito que cielo dibujado que asoma en el ángulo imposible de una ventana
abierta a la nada. Conspiran inútilmente para derribar muros, tomar posiciones
y emplazar sus máquinas de asalto ante el castillo del de enfrente o abajo y
conquistar ese sitial que creen mejor, sin saber que no hay arriba ni abajo,
adentro o afuera, mejor o peor.
Yo sí sé. Sé de sus ínfimas maquinaciones estériles, de su mezquindad
hacia los otros, que no es más que el reflejo especular de la mezquindad de los
otros hacia ellos. Conozco los objetos de sus envidias destructivas,
suscedáneas del verdadero deseo. Conozco sus historias pequeñas y sin más
sentido que el de vivir para provocar la envidia de los otros, que les dé la
sensación de estar vivos.
Voy a hacer algo por ellos. Tanta obstinación en parecer lo que no se es,
merece un premio. Cobardes, esperan que una Némesis ineluctable lleve a
cabo lo que su sacrosanta envidia anhela, acabando con los que tienen algo
más, mejor, más alto, más rico, distinto, porque no tienen el valor de hacerlo
con sus propias manos. Envidian lo diferente porque no pueden ser diferentes
a lo que son, necios encerrados en sus pobres ejes ortogonales y planos.
Tendrán lo que piden desesperadamente. Les daré ese triunfo que no se
atreven a alcanzar por miedo al "qué dirán". Los haré felices. Voy a enseñarles
el odio.

1.

El comisario Hugo O. Martello levantó la vista de los papeles que tenía


delante para mirar de nuevo al cabo Cáceres. El uniforme de Cáceres estaba a
punto de deflagar y en cualquier momento los botones iniciaban un Big-Bang
microcósmico a la altura de la barriga macrocósmica del cabo, adquirida a
fuerza de pizza, facturas, cerveza y mates asquerosamente dulces para pasar
las horas muertas en la Regional.
— Estoy ocupado, Cáceres. Necesito terminar esta puta planificación para
el viernes. ¿No pueden ocuparse ustedes? ¡Agarren el móvil y déjenme de
joder!
Cáceres, impertérrito como el busto de yeso del Juan Vucetich que
adornaba la entrada de la Regional, e ineluctable como el Gotterdamerung2,
retrucó con placer casi orgásmico.
— Estamos sin nafta.
Martello puteó al aire y firmó el vale de gastos ajado por el manoseo.
— Pónganle nafta y vayan. Ya.
En la Regional habían aprendido que cuando Martello no gritaba, lo mejor
era tomar las salidas de emergencia. Cáceres se ajustó al procedimiento y con
un suspiro de resignación, Martello miró alejarse el culo panorámico de su
subalterno, escasamente contenido por el uniforme arrugado. Había pedido
más personal, mejor calificado, pero la respuesta solía ser una variación de:
"Por ahora no podemos asignar más personal a las regionales. Espere hasta la
temporada". Como si fuera de temporada no se cometieran delitos, aporreó el
escritorio.
La bendita temporada, cuando la ciudad, sus localidades-satélite y el resto
de "villas de la Virgen de algo", "ciudades del monte de ahí arriba" y
"balnearios de la piedra de más acá" parecían adquirir vida propia y brillaban
con brillo de luciérnaga hasta que el último turista se iba, decepcionado por las
vacaciones mediocres que acababa de pasar y decidido a no volver por lo
menos en veinte años. Menos mal que los turistas suelen tener pésima
memoria y vuelven, o quién sabe, odian a algún vecino y le recomiendan el
"paraíso escondido" y "la calma reparadora". Si no, ¿de qué vivirían los
locales?
Durante la temporada, los intendentes despilfarraban recursos entre
recitales gratuitos de grupos de rock que habían conocido épocas de gloria;
fulgurantes estrellas del tango devenidas agujeros negros galácticos;
exposiciones de artesanías de dudosa procedencia indígena; la fiesta del dulce
de membrillo; el festival de jineteada y doma donde desde hace veinte años se
doman los mismos garañones, a Dios gracias, porque si te toca un animal
nuevo o que no conocés, por ahí tenés tanta mala suerte que te tira mal y...
¡Ah, sí! El evento máximo: la fiesta nacional del folklore con mayúscula,
"¡que convoca a gentes de todo el país y del exterior!". Martello dejó la birome
y apoyó la frente en la palma de la mano. Sí, gentes de todo el país: borrachos,
rateros, ladrones de autos, descuidistas, revendedores de entradas, puesteros de
choripán sin autorización ni certificado bromatológico...
El festival es el karma de todas las regionales, el calvario de los agentes de
consigna y la úlcera de los comisarios a cargo del operativo. Por lo menos
ahora somos dos, como mínimo.
Martello apreciaba su suerte: era de la época de los operativos conjuntos.
Las jambas de la puerta de su oficina temblaron como en un seísmo cuando
Cáceres, el cabo Bustos y un agente nuevo — no se acordó del nombre hasta
que lo leyó en el plastiquito de identificación: Álvarez, Marcelino — trataron
de entrar todos a la vez, las bocas jadeantes, los ojos desorbitados de tan
abiertos y con ese inconfundible olor al sudor que provoca el miedo. Fue el
olor lo que alertó a Martello.
— Gaudet...— balbuceó Cáceres y se quedó resollando. Los otros dos
estaban mudos.
"Antonio Gaudet, empresario inmobiliario". Así se había presentado
cuando Martello había asumido funciones en la regional. Miró a sus
subordinados durante cinco segundos y eso le bastó para saber. Se apoyó con
ambas manos en el escritorio para levantarse.
— Vamos.
Álvarez Marcelino palideció. Iba a abrir la boca temblorosa cuando
Martello lo atajó.
Nada de pendejos vomitando en la escena del crimen.
— Quédese, Álvarez. Alguien tiene que atender el teléfono.
— Síseñor.
Nadie habló durante el trayecto. Bustos manejaba con concentración digna
de un piloto de rally recorriendo el prime por primera vez. Cáceres, en el
asiento trasero, sudaba como un caballo y miraba por las ventanillas como si
esperase encontrarse al asesino a la vuelta de cada curva. Martello aprovechó
el silencio para "reunir la información interna". Antonio Gaudet no era del
lugar: era un "venido", con todo la ironía y desconfianza que inspiraba el
apelativo. Divorciado, emparejado y desemparejado varias veces, era conocido
por sus excesivos y públicos agasajos a la agraciada de turno. Agraciada que
por lo general era de mediana edad y poseía medios de subsistencia más que
suficientes para llevar estilos de vida, si no notables, por lo menos
desahogados. Gaudet nunca andaba con chiruzas. Su auto siempre tenía menos
de dos años de antigüedad, su cuatro por cuatro era la de más potencia y con
las llantas más nuevas, sus carteles de venta de propiedades eran los más
llamativos. Gaudet siempre sonreía con sonrisa de ganador, y es que se había
propuesto serlo el mismo día en que había llegado a la ciudad, con una valija
medio rota y con un solo traje dentro por único capital, pero preparado para
llevarse el mundo por delante o morir en el intento.
Extraña elección de lugar para vivir y triunfar, la de Gaudet.
"Yo elegí este sitio para hacer de él mi paraíso y lo logré", le había contado
a Martello, alardeando de su calidad de "sélfmeidman", pronunciado así, en
espanglish, mientras saludaba con deslumbrante efusividad a otros notables de
la localidad, durante la asunción de las nuevas autoridades policiales. No había
terminado la reunión que ya había armado una comida para la semana
siguiente, en uno de los restaurantes más nuevos. "Es superexclusivo y soy
muy amigo de la dueña. Yo le vendí la propiedad, la verdad es que le hice
hacer un negocio espectacular".
A nivel de antecedentes policiales — en pueblos como éste no se salva casi
nadie, había filosofado Martello al revisar los ficheros —, Gaudet figuraba
como testigo o imputado no procesado en varios casos de esos que la gente de
bien no comenta en voz alta. Una o dos pachangas terminadas en escándalo lo
habían tenido en supuesto rol protagónico, y una exbelleza local le había
hecho juicio por paternidad y se lo había ganado. Del cálculo de la edad del
vástago irregularmente habido, surgía que la exbelleza era menor de edad
cuando el empresario la había favorecido con sus atenciones. Las pachangas
no hubieran pasado a mayores si los videos filmados durante las mismas no
hubieran sido después vistos por los padres de las jovenes starlets del porno.
Hubo cárcel para varios "sementales" — muy — mayores de edad. Varias de
las entonces menores implicadas, se habían ido a estudiar, o trabajar o lo que
fuese a la capital o a alguna ciudad lo suficientemente alejada como para que
sus antecedentes cinematográficos no les opacaran posteriores actuaciones.
Algunas de las que se habían quedado, habían iniciado un camino sin regreso
en la calle. Martello conocía los prontuarios de las — ya no tan — pendejas y
sentía lástima por ellas. Para la causa se habían secuestrado los videos. No se
habían encontrado pruebas de la participación de Gaudet.
— Ya llegamos — Cáceres abrió la boca por primera vez desde que
salieran de la regional.
El cuerpo estaba atado a un tala retorcido que nacía de la ladera empinada,
y levantaba la copa demasiado orgullosa como para pedirle agua al cielo. Unos
treinta metros barranca abajo, el auto colgaba de unos arbustos espinosos,
emperrados en no desprenderse de las piedras en las que estaban enraizados.
Martello bajó con cuidado y se acercó al tala con precaución para no
clavarse las espinas. Quien hubiera atado a Gaudet al árbol no había tenido
tantos cuidados con su víctima: varias púas oscuras traspasaban la carne y la
ropa del muerto. El comisario rodeó el árbol para enfrentarse al cuerpo.
— A la mierda — murmuró, impresionado a su pesar. Respiró profundo
para contener el vómito y cuando pudo controlar el reflejo, manoteó el celular
para llamar al forense.

2.

En casa de Gaudet no había nadie, lo que no sorprendió al comisario, que


sabía que el hombre vivía solo. Sí en cambio, era notable el orden en que se
encontraba. Lo llamaron desde la puerta: Cáceres, acompañado de una mujer
de edad y peso indefinidos, que se identificó como la empleada doméstica del
señor Gaudet. Florentina Almada, soltera, tres hijos, domiciliada en la
localidad en el barrio de SJ**. Venía los lunes, miércoles y viernes. No
cocinaba, pero se encargaba de todo lo demás: limpiar, lavar, planchar. Al
señor le gustaban la casa y la ropa bien arregladas y prolijas, y ella era muy
limpita, lo cual podía corroborarse por el aspecto pulcro de su ropa gastada.
Absorbió la noticia del deceso de su patrón con la boca entreabierta por la
sorpresa y el asma que la atacaba cuando se ponía nerviosa. De algún bolsillo,
la mujer sacó un pulsador con salbutamol y dos disparos más tarde, estaba en
condiciones de seguir hablando.
El día anterior había trabajado en la casa hasta eso de las dos de la tarde. El
señor se había ido a la mañana, temprano como siempre. ¿Cómo estaba la
casa? Ella encogió un hombro: igual que después de cualquier fin de semana.
La cama revuelta, la ropa tirada, los platos sucios. ¿Ropa de alguien más
aparte de la de Gaudet? No. ¿La novia de Gaudet se quedaba a dormir? No
sabía, ella nunca se cruzaba con nadie aparte del patrón. Pero Gaudet recibía
gente en su casa, ¿no? Y sí, ella suponía que sí, porque a veces había muchos
platos para lavar y ceniceros sucios. El señor le guardaba la comida que
sobraba para que ella se la llevara.
¿Ella también lavaba la ropa de cama? Sí porque el patrón le hacía cambiar
la cama seguido, le gustaban las sábanas almidonadas. ¿Las había cambiado el
día anterior? Sí, como siempre. ¿Había observado algo extraño en la ropa de
ese día? La mujer enrojeció más y balbuceó que quién sabe, el señor habría
estado con la novia, pero que ella no sabía.
Martello supuso que Gaudet pagaría bien por los servicios y el silencio de
Florentina Almada, pero se limitó a preguntarle si le pagaba puntualmente. Sí,
el señor le cumplía. Hasta le aportaba para la jubilación. A veces, le regalaba
alguna cosita usada para los chicos mayores. Cuando Martello le preguntó la
edad y ella respondió que treinta y cinco, el comisario tuvo el tino de poner
cara de nada: si hubiera tenido que apostar, le hubiera jugado al cincuenta y
cinco y hubiera perdido. ¿Y sus hijos, qué edad tenían? El mayor, veintiuno,
los otros, diecisiete y ocho. ¿Vivía sola? Sí, al último marido lo había echado
por borracho. Ella era trabajadora y educaba bien a sus hijos. Los mayores
también trabajaban, el chiquito iba a la escuela.
En un aparte con Cáceres, el cabo le confirmó los dichos de la mujer.
— Muy trabajadora, la Florentina. Nunca tuvo suerte con los maridos,
pobre. Diga que los hijos le salieron derechos...
De cualquier modo, habría que investigar por dónde habían andado los
mayores. Le pidió los datos a la mujer y la dejó ir. Mandó al cabo a montar
guardia en la entrada, no fuera cosa que con los dedos eternamente manchados
de grasa de factura, Cáceres eliminara alguna huella comprometedora.
Martello se puso los guantes de látex, verificó que las galochas de polietileno
no se le hubieran deslizado de los zapatos y avanzó hacia el interior de la casa.
No buscaba huellas: de eso se ocuparía la Científica, pero tampoco era
cuestión de dejarlas y confundir un posible rastro.
El dormitorio principal era el único sitio que mostraba señales del paso de
su propietario: una percha-valet que sostenía camisa, pantalones, saco, corbata
y ropa interior; un cigarrillo aplastado en un cenicero, que el comisario guardó
en una bolsita. En una más grande metió toda la ropa. Después, levantó apenas
el cobertor para verificar que la cama estaba intacta; las sábanas todavía olían
a suavizante para ropa. El baño estaba en tan perfecto estado como el cuarto.
De puro curioso, olisqueó los frascos de perfume importado, los shampúes y
jabones.
De nuevo en el dormitorio, revisó los interiores de las mesitas de luz pero
no encontró nada más comprometedor que preservativos de colores, gel íntimo
femenino y un catálogo de sex-shop de venta por correo. En el vestidor no le
fue mejor, aunque encontró los vibradores que estaban marcados en el
catálogo. ¿Dónde mierda guardaba este tipo sus papeles personales?
Volvió a la planta baja, a buscar con paciencia y método. En lo que parecía
ser el estudio, había biblioratos con las facturas de servicios de la casa y
resúmenes de tarjetas de crédito. Contó cinco tarjetas distintas, todas con un
elevado nivel de gastos. Separó los biblioratos para llevárselos. En los
portarretratos y paredes había fotos de un Gaudet siempre sonriente para la
cámara, en situación de abrazarse o estrechar manos con intendentes,
autoridades policiales o alguna trasnochada estrella del espectáculo.
¿Qué era eso que le molestaba tanto?, se preguntó y demoró unos segundos
en responderse. La casa era el refugio perfecto de un soltero bon-vivant.
Demasiado perfecto, con sus botellas de whisky importado y sus sillones de
cuero; el horno y el anafe de acero inoxidable y la heladera gigantesca de
doble puerta, cargada de champagne; el toilette exquisito para visitas y el baño
principal en suite, con bañera con hidromasaje. ¿Dónde carajo se lava la ropa
en esta casa?
Salió al jardín y del otro lado del césped inglés, estaba el gimnasio. Cinta,
bicicleta para spinning, banco de esfuerzo. Todo nuevo, impecable y listo para
ser usado por un atleta. ¿Qué más? Puerta que comunicaba al quincho con
mesa para doce personas y un asador impoluto, sin una sola manchita de
hollín. La casa hablaba de una vida dedicada a las apariencias, porque si
alguien hubiera usado alguna vez el gimnasio o el quincho, o transitado el
jardín, habría huellas de su paso. Demasiadas cosas nuevas...
Otra puertita: el lavadero, donde Florentina se ocuparía de eliminar las
pruebas de las hazañas amatorias de su patrón. En el garage para dos vehículos
no había más herramientas que las de jardín. Ni una pinza o una miserable
llave tubo: el finado no era de los que se entretienen el fin de semana lavando
el auto o cambiándole los platinos.
Quizás Gaudet fuera de aquéllos que guardan sus cosas personales en el
lugar de trabajo, pero ¿en dónde mierda estaban los diminutos testimonios de
una vida? Documentos, partidas de nacimiento, actas de matrimonio, de
defunción o de divorcio; fotos familiares y de amigos: minucias que
constituían la historia de cualquier persona. ¿Hiciste la colimba? ¿A qué se
dedicaban tus viejos? ¿Tuviste hijos? ¿En dónde están? Si Gaudet había tenido
un pasado, se había esforzado por mantenerlo lo más escondido posible. Que
ese pasado fuera lo que había terminado matándolo, era una hipótesis que no
podía descartar.
***
— El informe — aclaró Cáceres mientras le dejaba sobre el escritorio una
carpeta ajada. Martello miró al cabo de reojo porque estaba leyendo los mails
del día y cuando abrió la carpeta notó que las hojas del informe estaban mal
acomodadas.
— Dígame una cosita, Cáceres— dijo en un tono tan medido que causaba
escalofríos—, ¿no sabe guardar los papeles en orden? ¿No le enseñaron los
números en la escuela? ¿Para qué carajo se cree que las hojas de un informe
forense están numeradas?
Cáceres enrojeció al ritmo de la metralla de preguntas retóricas y farfulló
algo así como "Disculpe, señor, se me cayó". Ambos sabían que el cabo había
leído con placer morboso el reporte completo, había manoseado las fotos y se
las había mostrado a su secuaz Bustos.
— Retírese, cabo. No me pasen llamadas hasta que avise.
Cáceres salió a velocidad supersónica, feliz por no haber terminado
durmiendo la siesta en el calabozo.
Con los codos encima del escritorio y la frente apoyada en las palmas,
Martello empezó a leer el informe. Era una obra maestra de la medicina legal.
También podría haber servido de argumento a una película de terror para
adolescentes, de esas en las que el psicópata corre a la chica con la sierra
circular, pensó con acritusted
Lesiones vitales de escasa profundidad con arma punzo-cortante de un solo
filo, probablemente, cuchillo. Se negó a revisar las fotografías hasta que
comprendió que el asco había sido más fuerte, y que había detalles en los que
no había reparado cuando encontraron el cuerpo de Gaudet.
Dios santo, lo carnearon como a un chancho.
Una idea comenzó a tomar forma y llamó a Bustos por el interno.
— Necesito los antecedentes de los casos de corrupción de menores en los
que estuvo involucrado Gaudet. Todo lo que tengamos.
— ¿Los videos secuestrados también?
— También.
Más pasto para las fieras.
Los "muchachos" se darían una panzada de cine porno cuando él terminara
de revisar la evidencia. Siempre había algún nuevo que no los conocía y el
personal de la regional a cargo de la cinemateca se ocupaba de cubrir los
baches educativos de la tropa.
Siguió leyendo. El horario del óbito podía calcularse dentro de las quince
horas previas al hallazgo del cadáver. Martello hizo unas cuentas rápidas: más
o menos a las nueve de la noche del lunes. La muerte se había producido en el
lugar del hecho, lo probaban las manchas de sangre alrededor del árbol y sobre
el tronco mismo. También se había encontrado sangre en los asientos, tablero,
alfombras y tapizado del techo del auto.
Quienquiera que haya sido el homicida, tiene que haber parecido un
matarife kosher cuando terminó.
Contuvo un amago de nausea mientras buscaba el informe del perito
criminalista. La pericia tenía un valor relativo, ya que desde que habían
encontrado el cuerpo hasta que había llegado el perito gentilmente cedido en
préstamo por la central, habían pasado cuarenta y ocho horas. Cierto que había
dado orden de acordonar el lugar y dejado una guardia, pero sabía que eso no
era impedimento alguno para los vecinos curiosos, algún que otro periodista
de policiales debidamente alertado por sus "contactos" en las regionales y,
quién sabe, el o los homicidas. Había demasiadas huellas además de las de
Gaudet. El auto había sido desbarrancado después de que el pobre tipo casi se
arrastrara hasta el árbol.
O lo obligaran a hacerlo. Casi desangrado, cortado en pedazos,
aterrorizado. Desesperado por unos segundos más de vida.
Martello no pudo evitar el dolor y la lástima. La muerte violenta era algo a
lo que no lograba acostumbrarse. No había conseguido encallecerse el alma lo
suficiente como para que no le importara, y sabía que eso era a la vez su
ventaja y su desventaja.
Paseó la mirada por el escritorio buscando escapar del espanto tipeado en
hojas oficio con una Lexicon 80, y encontró una taza de café medio llena.
Estiró la mano, la tomó y se bebió el contenido frío y dulzón con una mueca
de desagrado. Volvió al informe forense y al llegar a la frase "relaciones
sexuales previas al deceso", las teorías que venía elaborando se le cayeron a
los pies. "Restos de semen en las mucosas bucales. El grupo sanguíneo y las
aglutininas se corresponden con los de la sangre de la víctima". La frase no
quería terminar de formársele en la cabeza. El conjunto era demasiado
asqueroso, demasiado violento. "Causa del deceso: hemorragia aguda causada
por la mutilación." Los puntazos en el cuerpo no hubieran bastado para matar.
Llamó al forense por el celular.
— Habla Martello...
— Ramírez Lynch al habla — lo interrumpieron del otro lado.
No hacía falta que aclararas.
Lynch tenía la virtud de provocar la ira del populacho con sólo presentarse.
"Toribio Ramírez Lynch, encantado, che", decía con marcado acento de clase
altísima e inalcanzable mientras tendía la mano esbelta de cirujano. Cómo
alguien de semejante alcurnia había elegido una rama de la medicina tan poco
glamorosa, constituía un misterio para el comisario. Cierto que en la familia de
Lynch — Martello se resistía a usar el doble apellido del médico, en nombre
de algún oscuro revanchismo clasista —, había habido forenses famosos por
su desempeño. Cierto también que el actual representante de la noble prosapia
destacaba en sus funciones. Lo que Martello no llegaba a comprender era qué
carajo hacia Lynch en un lugar como ese, cuando podría ser estrella de la
medicina legal y vedette de la morgue judicial federal.
— Estoy leyendo su reporte sobre Gaudet.
— Duro, ¿no? — dijo Lynch con un dejo de sorna, o al menos así le
pareció al comisario. El sentido del humor de los forenses era algo que jamás
había llegado a apreciar.
— Quisiera hacerle unas preguntas, doctor.
— Lo escucho.
— ¿Todas las heridas fueron hechas de frente al occiso?
— Así es.
— ¿Existe algún modo de establecer si las heridas de arma blanca son
anteriores o posteriores a... la mutilación? — Pensar en la palabra "castración"
le encogía el escroto.
— Hay multiplicidad de heridas y tamaños. Algunas grandes podrían haber
sangrado menos debido al volumen de la hemorragia principal, así que me
inclino por la teoría de que son posteriores.
La voz de Lynch había adquirido una cualidad profesional lejana y fría.
Martello lo prefería así antes que en su papel de "socialite".
— Y en cuanto a la cantidad de agresores, ¿cabe la posibilidad de varios
individuos?
— Yo no lo desestimaría. El informe que le envié es preliminar: todavía
me queda por verificar si la diversidad de profundidades de las heridas se
corresponde con golpes asestados por uno o más agresores. No siempre se
consigue efectuar tal determinación.
— ¿Alguien podría haberlo sostenido por la espalda mientras lo
apuñalaban?
— No lo creo. En la espalda hay varios orificios circulares pequeños,
aleatoriamente distribuidos. La ropa de la víctima tenía manchas que se
corresponden con esos orificios. Pienso que se deben a las púas del tala en
donde encontraron el cuerpo aunque para asegurarlo contundentemente habría
que efectuar un análisis microscópico y buscar restos vegetales o tierra en las
heridas. Pero podríamos decir sin errar demasiado que se apoyó o lo
empujaron contra el árbol para herirlo con el arma blanca.
— Gracias, doctor. ¿Puedo llamarlo si...?
— Cuando guste, che. Un placer. Hasta luego.
Clic. Ni tiempo a saludarlo. Lynch tenía por norma no mantener
conversaciones intrascendentes con gente que no era de su mismo estatus
socioeconómico.
Que se vaya al carajo.
Bustos entreabrió la puerta — otro que no aprenderá nunca a golpear antes
de entrar, pensó Martello con cansancio —, y dejó una pila de papeles nada
desestimable en una esquina del escritorio, junto a varios videocasetes. A
primer golpe de vista, Martello contó cinco.
Parece que las partuzas fueron unas cuantas.
— ¿Quiere que le traiga la videocasetera? — preguntó el cabo con un no sé
qué lascivo en la voz.
— No, Bustos, gracias. Los veré más tarde — el otro puso cara de pelota
pinchada, y ya salía cuando Martello lo llamó—. Cabo, ¿sabe de alguien que
haga edición de video aquí?
El cabo lo miró como si le estuviera preguntando por la academia de chino
mandarín más cercana y Martello sacudió la mano.
— No importa, yo me arreglo.
Revisó los expedientes uno por uno y anotó los nombres de los implicados,
imputados, procesados y condenados. A mano, pues era afecto a las
marginalia: había descubierto que le resultaban de enorme utilidad a la hora de
elaborar hipótesis verificables. Rodeó de signos de exclamación y flechitas la
anotación correspondiente a la ausencia de mujeres mayores de edad que
hubieran tenido participación en los hechos. Los menores eran varones y
mujeres y ninguno superaba los catorce años. La información le sublevó las
entrañas.
Qué manga de hijos de puta.
La terminología policial en que estaban redactadas las obscenidades
atenuaba apenas lo inmundo del asunto. Echó una ojeada rápida a las
declaraciones de los menores: a esos pobres mocosos les habían arruinado la
vida, sin importar psicólogos, psiquiatras, asistentes sociales o curanderos de
palabra que se hubieran hecho cargo de recomponer los estragos que esos
degenerados les habían causado.
No podía descontar que alguno hubiera hecho justicia por mano propia a
pesar del tiempo transcurrido. Pero ¿por qué Gaudet? ¿O simplemente sería el
primero de una serie infernal? La idea de un vengador anónimo-asesino serial
le heló la espina dorsal.
La lista que había armado contenía varios nombres. Los más notables se
habían salvado del presidio. Otros menos conspicuos habían zafado con
condenas cortas y libertad condicional. Los restantes — los perejiles — se
habían comido sus buenos seis años adentro. Todos habían pagado su deuda
con la sociedad y se habían reincorporado con discreción a sus actividades
habituales.
Miró la hora y se dio cuenta de que tenía hambre: no había comido nada
desde el desayuno y eran más de las diez de la noche. Se había prometido ir al
supermercado y proveerse de los víveres necesarios para su subsistencia, pero
se había olvidado y estaba harto de pizza y empanadas. Ansiaba un plato de
comida elaborada, agradable a los ojos y al paladar, regado con un vinito
merecedor de elogio. Sin pensarlo más, apagó la computadora, cerró las
carpetas, metió los videos y el block anotador en una bolsa para llevárselos, y
salió.
En el estacionamiento del restaurante había dos autos y uno era el de la
propietaria. La luz tenue y cálida brillaba en las ventanas de la planta alta.
Tengo suerte, todavía está abierto.
Subió, saludó al mozo y eligió una mesa en un rincón lejos de la entrada.
En el extremo opuesto, junto a los ventanales, cenaba una pareja no tan joven
como el peinado de la dama pretendía hacer creer.
Y a él ya se le están volando las chapas.
Se miró crítico al espejo: el pelo todavía estaba en su lugar, cumpliendo
sus nobles funciones piloso-estéticas y de reafirmación del ego masculino.
Martello no comulgaba con el "skinhead".
El mozo le dejó la carta pero Martello ni siquiera se molestó en abrirla y lo
llamó para pedirle el plato y una botella de Pinot Noir de buena bodega. El
mozo ya había aprendido que el comisario pertenecía a esa raza alienígena que
toma el vino tinto sin hielo, contrariamente a los usos y costumbres de todo el
territorio provincial.
Aunque lo que tenía guardado en el baúl del auto amenazaba su capacidad
de concentrarse en otra cosa, Martello se impuso la obligación de disfrutar de
la comida y del vino y lo consiguió bastante bien. La pareja de la otra mesa se
reía en voz baja mientras se hacía arrumacos al convidarse los postres el uno a
la otra. Habían pedido una botella de champagne — de regular calidad,
comprobó al espiar la etiqueta — y ella metía el dedo en la copa y después en
la boca de él, que se lo chupaba y hacía lo propio con sus dedos y la boca de
ella.
Martello y el mozo se miraron y levantaron las cejas.
En cualquier momento terminan revolcándose encima de la mesa.
Las cosas no pasaron a mayores, no en el restaurante. El enamorado pidió
la cuenta y preguntó si podía llevarse la botella de champagne. Por fin se
fueron con su amor y su calentura a otra parte y Martello se quedó cenando
solo, no sin admitir que estaba a mitad de camino entre la ironía y la envidia.
— Me imaginé que eras vos— la voz a sus espaldas le arrancó una sonrisa.
— Magda — Martello amagó a levantarse pero ella lo retuvo con una
mano en el hombro. En la otra mano traía una copa vacía. Se sentó y él le
llenó la copa hasta la mitad.
— Está exquisito — dijo el comisario señalando el plato medio vacío con
el mentón—. La buena comida me reconforta el alma.
— Entonces terminá de comer, que si se enfría no es lo mismo— lo instó
Magda mientras probaba el vino.
— Pero vos...
— En la cocina se come temprano. Te acompaño con el vino.
Martello volvió a sonreir y continuó comiendo con placer.
— Podría comer esto todos los días.
— Te aburrirías de comerlo y yo de cocinarlo. La próxima vez que vengas,
yo te elijo el menú.
— Pero si lo comemos juntos.
Ella lo miró a los ojos durante dos latidos de corazón y él le sostuvo la
mirada: había tomado suficiente vino como para haber perdido parte de sus
inhibiciones. El mozo, un modelo de discreción, estaba de espaldas,
acomodando cubiertos y servilletas.
— De acuerdo— dijo Magda con voz ligera y levantó la copa para sellar el
compromiso, y él agradeció el cambio sutil. Apoyó los cubiertos sobre el plato
vacío en la posición de las cinco y veinticinco. Era puntilloso con sus modales
en la mesa y no le molestaba reconocerlo.
— Poca gente — comentó mientras dejaba la servilleta sin doblar a la
izquierda del plato.
— Martes ...— Magda encogió un hombro con resignación—. Acá es así.
Estoy empezando a acostumbrarme.
— No te creo una palabra— dijo Martello y ella lo interrogó con la mirada
—. Eso de que te estás acostumbrando.
— No, es cierto. Pero mantener la rebeldía es una forma de seguir viva,
¿no? Y vos, ¿qué hacés tan tarde?
— Me quedé trabajando, tenía la heladera vacía, quería una buena cena, un
poco de tranquilidad...
— Y te acordaste de mí. Quiero decir, de mi restaurante — aclaró y a él no
le pareció que hubiera segundas intenciones. — ¿Mucho trabajo?
— Mucho y muy feo— dijo el comisario casi sin pensar. Ella levantó las
cejas y él aclaró: — la muerte de Gaudet.
— Ah— ella se mordió el labio. Parecía querer preguntar y no atreverse,
hasta que por fin lo soltó.— Escuché comentarios. Algo muy violento, ¿no?
— Una atrocidad— Martello apoyó la copa con fuerza sobre la mesa —.
Pero no hablemos de eso ahora.
Continuaron charlando de intrascendencias amables y durante un rato, se
sintió un ciudadano común con derecho a pasar un buen momento en
compañía agradable. Mientras le pedía la cuenta al mozo, Martello no pudo
reprimir un bostezo y vio que Magda tampoco.
— Dios, qué vergüenza — se rió ella mientras se secaba una lagrimita de
sueño.
— Yo también estoy muerto. Es tardísimo y tengo que seguir trabajando.
— La próxima vez podrías venir más temprano, así tenemos tiempo de
charlar. Siempre me gustó el trabajo de la policía: investigar, seguir un caso,
descubrir criminales— los ojos le brillaban con excitación casi infantil.
— No hay nada de glamour en el trabajo de un policía. Las más de las
veces es una tarea tediosa, y el porcentaje de casos resueltos no es una
estadística de la que nos guste hablar.
Magda lo acompañó hasta la escalera. Cuando Martello arrancaba su auto,
vio que se apagaban las luces del restaurante pero en el contraluz de la
ventana, distinguió una silueta que saludaba con la mano. El gesto diminuto lo
reconfortó.
El restaurante era "El Belvedere", aquél al que Gaudet lo había invitado,
alabándolo como "super elegante y super exclusivo". Ambas cosas eran ciertas
y la comida era de veras buena.
Tan buena como la propietaria, y se sorprendió evocando las curvas de
Magda.
Eran casi las doce pero quería ver al menos uno de los videos.
Total, para muestra basta un botón.
Eligió uno al azar y lo cargó en la videocasetera. Control remoto en mano,
dos o tres veces paró, retrocedió y volvió a pasar la cinta a baja velocidad. No
había caso, necesitaría un equipo de edición profesional para encontrar
evidencia de lo que buscaba. Cargó otro video y lo pasó a velocidad doble.
Más de lo mismo, con otras coestrellas: no valía la pena perder el tiempo.
Bostezó hasta que se le saltaron las lágrimas, apagó la videocasetera y el
televisor y se fue a dormir.
Cuando el teléfono sonó, pensó que había dormido nada más que quince
minutos. Miró la hora en el radiodespertador: las 05:45.
Dios, no hay derecho, necesito dormir una hora más por lo menos.
Al teléfono le importaba una mierda su agotamiento porque seguía
sonando implacable.
— Martello...— pudo articular pero la voz le salió velada.
— Comisario, disculpe, habla Romero. ¿Lo desperté?
Y la puta madre que te parió, ¿vos qué opinás?
Era el sargento del turno de la noche.
— Diga, Romero — obvió la respuesta al otro interrogante.
— Disculpe, comisario, pero hubo un hecho...
— Cabo, — susurró furioso—. No se disculpe más. ¿Qué pasó?
— Llamaron del chalet "El Aguila ". Los perros atacaron al propietario.
— ¿Y por qué no llamaron a los bomberos? — preguntó, al borde de la
locura homicida.
— Disculpe, señor. No, ya sé, disc... Quiero decir, llamaron, pero no sirvió
para nada. Los perros lo mataron.
— ¿Qué? — se sentó en la cama de sopetón y se mareó.
— Eran los perros de la casa, ¿se da cuenta, señor? Atacaron al dueño... y
lo mataron.
— Voy para allá — esta vez la voz le salió aguardentosa y se aclaró la
garganta.
— Sí, señor. ¿Le mando un móvil? — El sargento se apiadó.
— Sí, gracias, Romero, — no se sentía en condiciones de manejar.
Se duchó a las apuradas y se lavó los dientes. Mientras se vestía a los
trompicones, un pensamiento que no terminaba de formarse lo perseguía por
toda la habitación. A punto de salir, tropezó con la mesa del comedor y el
block anotador con la lista de nombres. La luz de la verdad le fulguró en la
cabeza: Gerardo Grünebaum, propietario de "El Aguila", era uno de los
implicados.
Dios mío, no lo permitas. Por favor, que no sea cierto, rezó mientras se
subía al patrullero que esperaba en la puerta de su casa.

3.

Los perros. Siempre los perros. Jaurías mostrencas que recorren las calles
depredando la basura, aterrorizando turistas y provocando el disgusto de los
vecinos, asqueados ante la inconducta del perro ajeno, e ignorantes a
conciencia de los agravios que comete el propio. No hay quien no abomine de
esos monstruos mestizos, grandes como pumas y casi de su mismo color, a
veces con un dejo de perdida noble estirpe en el perfil de las orejas o en el
rabo peludo y orgulloso.
No hay protesta que valga ante el secreto poderío de las bestias,
enseñoreadas del día y la noche de la ciudad y que se reproducen a destajo y
sin respeto por las buenas costumbres o los calendarios de sanidad animal.
Alegar que son una auténtica molestia sirve para quedar bien con los
damnificados de turno — vecinos con sus jardines estragados, veredas
intransitables gracias al desparramo de basura y restos menos respetables,
víctimas de mordeduras de calibre variado, — pero cualquier intento del
intendente de turno por hacer un saneamiento ejemplificador entre las huestes
del infierno disfrazadas de perro es rechazada por una difusa pero
omnipresente "Sociedad Protectora de Animales", que defiende a los perros de
la calle pero descuida a los chicos de esa misma calle.
La casta privilegiada también existe entre los cánidos que asuelan el
territorio: ejemplares de razas puras, lustrosos, enormes y bien alimentados,
entrenados para defender las casas de sus amos poderosos y destrozar sin
remordimientos a quien ose hollar territorio vedado. Rugen su poderío a través
de las cercas de hierro forjado que rodean las casas señoriales, amenazando a
cualquier humano o animal que cruce el límite de la distancia prudente. No se
unen a la jauría comunitaria, pues son miembros de una propia: ninguno de
estos señores feudales modernos ostenta menos de tres o cuatro rottweilers,
dobermans, dogos u ovejeros alemanes de fino pedigré al borde de la
endogamia. Nada de razas menores ni perritos de compañía: esos son para los
que no pueden darle de comer o hacer obedecer a un mastín como Dios
manda. Porque también es preciso saber mandarlos, lo mismo que a un grupo
de soldados especializados, no sea cosa que se vuelvan contra la mano que les
da de comer. No cualquiera puede jactarse de semejante hazaña.
En este lugar, la soberbia y la envidia pasan por los perros. El castigo,
también.
*
Llamar "chalet" a "El Aguila" era de un simplismo intelectual sospechoso.
Se accedía por un camino privado — punto explícitamente aclarado mediante
un cartel más parecido al Verboten de un campo de concentración que a una
advertencia para curiosos —, que trepaba por una cuesta empinada hasta un
mirador natural, escondido de la indiscreción urbana por los árboles y la
ubicación estratégica. Las cocheras estaban ubicadas en la planta de servicio y
al piano nobile se accedía por una explanada que al recorrerse a pie, permitía
apreciar los exteriores magníficos de la mansión de tres plantas construida en
piedra y coronada por dos torres esbeltas. Durante una fracción de segundo la
luz lo engañó y creyó ver un ave enorme posarse sobre el muro entre las dos
torrecitas. Al acercarse vio que era un águila de piedra con las alas extendidas.
Claro, salame, si se llama “El Aguila”, ¿qué esperabas encontrar, una
lechuza?
Martello miró los perfiles de la construcción dulcificados por el sol, que ya
estaba terminando de asomar, y cayó bajo el hechizo de su belleza eternizada
en granito. Golpeó y cuando le abrieron la puerta, casi tartamudeó al
presentarse. Álvarez Marcelino, que hacía de chofer, ni siquiera se había
atrevido a bajarse del auto, quedándose en el nivel de cocheras.
— Comisario Martello.
— Pase, pase — murmuró una mujer vestida con uniforme negro puesto a
las apuradas: tenía los botones corridos respecto de los ojales y le sobraba uno
de cada uno.
— ¿La señora Grünebaum...?
— Tá con el dotor. Tuvo que darle un sedante, ¿sabe?
— Me imagino...¡Espere! — llamó a la mucama que se apuraba a
escurrirse por el recibidor — Mientras la señora se recupera— inspiró para
tomar coraje—, necesito ver... el lugar de los hechos.
La mujer lo miró con mirada bovina y Martello tuvo que repetir el
concepto en términos más crudos.
— Tengo que ver el cuerpo.
Esta vez la mujer asintió y señaló la puerta de entrada.
— Por ahí ajuera — hizo señas hacia la derecha—. Todavía 'tán lo'
bombero'.
Martello identificó el acento de la mujer como guaraní suavizado por la
distancia. ¿ Paraguaya o misionera? El oficial de bomberos lo sacó de sus
cavilaciones. Se saludaron y juntos fueron hasta los caniles detrás de la casa.
En medio del embaldosado yacía un bulto cubierto por un rectángulo de
plástico negro. Más alejados, los cuerpos de los cuatro perros mostraban las
huellas de balazos. Martello se acercó primero a los animales y contó disparos
en costillares, ancas y cabezas. Con renuencia, levantó la cubierta ominosa
para espiar el cadáver de Grünebaum y lo que vio no le hizo envidiar la forma
de morir. Durante menos de un segundo experimentó el mismo horror viscoso
que cuando viera el cuerpo mutilado de Gaudet clavado al tala y la sensación
lo puso alerta, del mismo modo que si le hubieran rozado la espalda con un
cubito de hielo.
Soltó el plástico y se puso de pie para enfrentarse al forense, que se calzaba
los guantes de látex con parsimonia. Se saludaron con una sacudida de cabeza
y Lynch descubrió el cuerpo. Todos retrocedieron, quién sabe si por respeto o
por asco, mientras el médico tomaba muestras de tejidos secundado por un
auxiliar, y otro sacaba fotos. En algún momento Lynch hizo una seña y los
camilleros se acercaron con la bolsa negra.
—¿Cuánto demorará la autopsia? — preguntó el comisario al alejarse la
camilla.
— No hay mucho que examinar— Lynch se encogió de hombros—. Los
perros hicieron su trabajo a conciencia.
— Mándeme el informe apenas pueda.
— Por supuesto. Hasta luego.
— Hasta luego.
La situación no daba siquiera para el humor ácido del forense.
Apareció un hombre de unos cincuenta y cinco años que dijo ser el casero.
Vivía en las habitaciones en el nivel de las cocheras y hacía trabajos de
mantenimiento en la casa y el jardín. Por el aspecto y el aliento, el casero era
más proclive a empinar el codo que a doblar el lomo, pero se guardó la
opinión.
No había visto o escuchado nada hasta el momento en que los animales
comenzaron a ladrar, alrededor de las cinco de la mañana, no estaba seguro.
Como los perros ladraban todo el tiempo a cualquier cosa que se les cruzara, él
se asomaba si no paraban. Si jodían nada más, les gritaba. Cuando alguien
rondaba la casa, ladraban diferente. ¿Cuántas veces en los últimos tiempos
"habían rondado la casa"? Nunca, que el casero supiera. ¿Y entonces...?,
Martello se impacientó. Le ladraban a la gente que venía de visita, lo atajó.
Cuando venía alguien nuevo, ahí se armaba la gorda. ¿Nunca los habían
robado? ¡Noooo! ¿Con esos perros?
Regresó a la casa para toparse con la mucama, que ya se había compuesto
el uniforme y llevaba un delantal blanco inmaculado.
—La señora no le 'tá bien — la mujer se plantó para cortarle el paso—. Le
dieron remedio pa' la presión.
— No hay problema, puedo verla en otro momento. Pero me gustaría
hablar con usted.
— 'Ta bien. Venga pa' la cocina.
El mobiliario de la cocina había quedado pasado de moda hacía ya mucho
y tenía ese encanto desvahído de artefacto antiguo que Martello no apreciaba.
El ambiente le desagradó, no por lo vetusto — al fin y al cabo, hay gente a la
que le gustan las antigüedades, pensó —, sino debido al olor leve pero
reconocible de la grasa rancia.
— ¿Usted es...?
— La mucama 'e la señora.
— Sí, está bien. Su nombre, por favor.
— Azucena.
— ¿Apellido?
¿Tendré que sacarle todo así? se desesperó un poquito.
— Amarilla.
— Azucena Amarilla — repitió, aguantando el sarcasmo de aclarar que las
azucenas son blancas, pero ella asintió resaltando con orgullo las áes que
denunciaban su nacionalidad.
— Azucena Amarilla, de Encarnación, república del Paraguay — y sin que
él preguntara, continuó—. Hace mucho que le 'toy con la señora. Me vine de
allí con eio'.
— Bueno, Azucena, le voy a hacer unas preguntas. No necesita
responderlas si no quiere. ¿Sus patrones salían mucho de noche?
La mujer torció la boca hacia abajo.
— Y... A vece'. Él salía mucho solo; la señora le acompañaba a vece'.
— ¿Y anoche?
— La señora, no. El salió solo.
Por dos veces lo había llamado "él" en lugar de "el señor" o "el patrón".
A la paraguaya no le gustaba Grünebaum. Bien, demos por sentado que
don Grünebaum era un calavera.
— Y cuando salía solo, ¿volvía tarde?
La mujer encogió un hombro.
— Volvía cuando quería — escupió con desprecio y Martello imaginó el
motivo de las salidas del patrón.
— ¿Y la señora?
— Nada, pobre. Se la aguantaba, nomás. ¡Qué iba'ce'!
¿Qué iba a hacer? Joderse, aguantarlo, despreciarlo. Ponerle los cuernos tal
como él se los pondría. Odiarlo hasta el punto de desear asesinarlo.
Tenía que interrogar a la viuda tan pronto como pudiese.
— Quería má' a lo' perro' que a la señora. Y ahí tiene cómo le pagaron. Ahí
tiene — Azucena sentenció con fiereza.
Con disimulo, la recorrió con la mirada. Flaca a fuerza de haber pasado
hambre durante una infancia dura y escasamente feliz, saludable por el mero
hecho de haber sobrevivido a esa misma infancia, esa mujer le debía vida y
sustento a su patrona. Más fiel que un perro, como un perro la defendería de
cualquier ataque, con esa fidelidad implacable que la haría mentir, perjurar y
odiar a todos los que osaran lastimar a la señora. El motivo de semejante odio,
sin embargo, no podía ser el simple donjuanismo incurable del finado.
Cualquiera de sus coterráneas se las aguantaría sin abrir la boca, que para eso
él era hombre y patrón, y si el patrón quería, también ella estaría disponible y
gustosa cuando él mandara. Había algo más y Martello barruntaba que sería
demasiado oscuro como para que Azucena lo perdonara. ¿Su afición por las
pendejas? Más de lo mismo. Azucena habría sido desvirgada a los doce o trece
años por algún noviecito ardiente o algún patroncito aburrido, ¿qué más daba?
No podía ser eso, aunque sí justificaría el aborrecimiento de su mujer.
Hipótesis, una detrás de la otra. Necesitaba hechos concretos.
— ¿Los señores reciben muchas visitas?
— Ma' o meno'. Lo' amigo' de él venían mucho. Alguna vece' la' amiga' de
la señora.
— ¿Y se acercaban a los perros?
— ¡Nadie! A eso' perro' le quería él y nadie ma'.
— ¿La señora no los quería?
Azucena meneó la cabeza.
— Sí, le quería. Pero él era loco por lo' perro' eso'. Loco.
— Y nadie más podía acercarse a los perros?
— ¡El veterinario! — le contestó Azucena con un encogimiento de
hombros—. Él venía a darle vacuna y esa' cosa. Con el veterinario andaban
bien.
Entonces, había alguien más que podía estar en contacto con los
guardianes de "El Aguila".
— Y el veterinario se quedaba solo con los animales...
— Nooo, siempre le acompañaba él... El patrón. Nunca le iba solo el
hombre a ve' lo' perro'.
Martello se mordió el interior de las mejillas. Le preguntó a la mucama si
conocía al profesional y ella le dio un nombre que se le hizo difícil de entender
gracias a la pronunciación atravesada pero que pudo desentrañar como
Wassermann. Daniel Wassermann.
Salió de la casa y a mitad de camino hacia las cocheras, se volvió a
admirarla en el esplendor de la mañana. Tuvo una desagradable sensación de
dejá vù pero sacudió la cabeza para espantar pensamientos sombríos. ¿Qué
podía haber de malo en tanta belleza?
Le pidió a Alvarez que lo llevara a su casa.
— ¿Se va a dormir, comisario?
Lo miró como para putearlo pero se contuvo. No tenía por norma abusar de
su rango.
— No, agente— casi susurró—. Voy a buscar mi auto.
***
La “Veterinaria Wassermann" promocionaba alimento balanceado caro.
Las vitrinas estaban llenas de fotos de crías de buen pedigré, invitando a
comprarlas. El interior estaba limpio y perfumado y las estanterías, llenas.
El comisario se presentó y Wassermann lo hizo pasar al consultorio.
Mientras el veterinario cerraba la puerta, Martello leyó a toda velocidad los
diplomas colgados en las paredes. Congresos, jornadas, talleres. El título
universitario en medio de varios certificados de asistencia, membresías
honoríficas y presidencias de encuentros de medicina veterinaria.
¿Y viene a trabajar a este lugar? Con todos esos títulos podría estar
ejerciendo en alguna ciudad importante y dar clases en la facultad.
— Doctor, usted atendía los perros de los Grünebaum.
El veterinario asintió.
— ¿Desde hace cuánto tiempo?
— Bueno, yo ya le trataba los animales más viejos y después empecé a
atenderle esta camada nueva. Todos hermanos, hijos de un gran campeón
nacional. Grünebaum era un fanático de los rottweilers.
— O sea que conocía a Grünebaum desde hace tiempo.
— Unos cuatro años. Estos tenían dos años recién cumplidos.
— ¿Cuándo atendió a los perros por última vez?
— El sábado fui a darles las últimas dosis de vacunas. Vea, aquí están las
fichas— rebuscó en un cajón y sacó cuatro cartoncitos llenos de anotaciones
que Martello ojeó sin entender demasiado.
— ¿Alguna vez hubo problemas con estos animales?
— ¿Usted se refiere a la raza o a los perros de Grünebaum?
Martello casi saltó sobre la pregunta.
— ¿La raza es problemática?
— Vea, son mastines. Razas originalmente criadas para uso militar. Son
animales de mucho carácter y hace falta tener más carácter que ellos para
dominarlos. No cualquiera puede tener uno así como así. Si se desmandan no
hay quien los pare.
— ¿Y en qué circunstancias puede ocurrir eso?
— Insisto, comisario: son animales. Uno puede prever muchas reacciones,
pero no todas. Además, cuando conviven varios del mismo sexo, machos
como era este caso, todos jóvenes, se dan luchas por la jerarquía interna del
grupo. La jauría tiene un orden social. Es habitual que peleen entre ellos por la
posición dominante, el macho alfa y todo eso. Por lo general la sangre no llega
al río: mucho gruñir, mostrar los dientes y tirar tarascones, pero a veces se
lastiman.
— Y si alguien se mete en medio de la pelea...
— Y... Le va a ir de regular para abajo.
— Entiendo... O sea que, suponiendo que Grünebaum llegó a su casa y los
perros estaban trenzados en una pelea, y él hubiera intentado separarlos,
¿podría haber pasado lo que pasó?
— Yo no podría decirle que no— el veterinario alzó las cejas y curvó la
boca hacia abajo—. Ha pasado en otras oportunidades, no algo tan grave,
claro, pero sí han ocurrido mordeduras serias.
— Y en ese caso, ¿qué se hace con el animal?
— Se lo mantiene en observación para verificar si se ha vuelto agresivo
con el amo o fue nada más que mala suerte.
—Y si no es mala suerte...
— Se lo sacrifica.
No le quedaba mucho más por preguntar cuando una idea le cruzó la
cabeza.
— Doctor, ¿no podría ocurrir que alguna de las vacunas les provocara una
reacción adversa? Volverlos agresivos o algo así.
— En absoluto, salvo que estuvieran mal aplicadas, en cuyo caso
provocarían molestias físicas: dolor, hinchazón, algún absceso.
— Un animal dolorido también puede volverse agresivo...
— Pero yo me hubiera enterado porque me habrían llamado ante el menor
síntoma. Grünebaum era muy cuidadoso con sus perros. Obsesivo.
Había algo que no cuajaba en toda la situación. El tipo no parecía muy
sorprendido por la reacción de los perros. Más bien diríase que tenía todas las
respuestas para todas sus preguntas y las daba con la frialdad y el desapego del
que sabe que ha podido deslindar responsabilidades limpiamente.
Por qué será que me siento un pelotudo de primera especie.
Wassermann lo había sacado de su línea de razonamiento y lo había
llevado al terreno que conocía mejor. Irritado pero sin demostrarlo, Martello le
dio las gracias al veterinario por su tiempo y se fue.
Se detuvo a diez cuadras, en la "Veterinaria Naccaratto". Saludó a don
Aldo Naccaratto, retirado de la profesión pero que todavía moscardoneaba en
el negocio de sus hijos y nietos. Charlaron de intrascendencias hasta que don
Aldo lo invitó con mate, sacó el tema de Grünebaum y se lo quedó mirando.
Martello torció la boca en una semisonrisa y largó el rollo de lo que había
venido a preguntar.
Don Aldo fue muy específico y profesional en sus respuestas. El comisario
volvió a la regional con una curiosa hipótesis acerca de la muerte accidental de
Grünebaum. Sin embargo, tenía que analizar las motivaciones de los posibles
implicados antes de seguir avanzando en el caso.
Por lo menos tengo un caso que marcha, no como lo de Gaudet.
Se reprochaba todos los días por no tener una miserable pista, una señal,
algo que apuntara en alguna dirección cierta y comprobable. Cuanto más
tiempo pasara sin resolverse un crimen, menores serían las posibilidades de
hacerlo. Eso lo sabían hasta los principiantes.
Las pericias en el lugar del crimen no habían dado resultados positivos. La
mitad de la ciudad podría haber estado en el sitio, incluída la policía. Por otra
parte, la mitad de la ciudad tenía motivos para aborrecer, envidiar, detestar o
encontrar francamente antipático a Gaudet.
Lo cual no justifica el homicidio en ningún caso.
Martello había conseguido un editor de video y se había entretenido en
revisar las películas del caso de corrupción de menores. Tener razón no le
provocó ninguna satisfacción. Las películas estaban editadas: había cortes y
empalmes hechos por un aficionado, talentoso pero aficionado al fin. La
pregunta del millón era: ¿Gaudet se protegía a sí mismo o estaba cubriendo a
alguien más? La pregunta siguiente era: ¿los videos se habían tomado nada
más que por impune entretenimiento o para usarlos contra alguien?
Un poco de ambas cosas debe ser lo más probable. Gaudet no parecía ser
del tipo imprevisor.
La probabilidad de saber si Gaudet había hecho el trabajo de edición él
mismo o había recurrido a un tercero, era remota pero no cero. Para la época
en que se habían hecho las filmaciones, había una sola empresa con la
capacidad de editar videos: el canal de cable local. Sería cuestión de conversar
un ratito con el propietario de la señal, que también cumplía funciones de
editorialista, periodista estrella y camarógrafo en caso de extrema necesidad.
Cierto que se podría haber recurrido a editores en otra localidad, pero eso
significaba dar a las parrandas una trascendencia peligrosa.
Tendría que ir a ver a Lauro González del Río, amo y señor de CableStar,
FM 102.7 Romántica, FM 98.4 Testimonios y "Estilo", el mensuario de
espectáculos. Todo un zar de los multimedia.
Conocía a González del Río de vista, por habérselo cruzado en la comisaría
y en alguna ocasión social, y no le caía bien su sonrisita de magnate del
espectáculo y su pretendida seriedad periodística. Martello sospechaba que el
doble apellido era una muestra de arribismo social y suprimió el “del Río” de
su vocabulario.
A Magda tampoco le gustaba el sujeto.
— Un shofica. Un farabute que vive del garroneo. No recuerdo que haya
pagado alguna vez una comida o un café. Vino a ofrecer canje publicitario y
comió y tomó gratis con sus acólitos durante más de un año. Cuando le mandé
la cuenta porque se habían sobrepasado respecto del canje original, me vino no
sé con qué historia de publicidades adicionales en las FM y en la revista que
yo no había pedido ni visto ni oído, y resultó que yo le debía plata a él. Y ni
saluda cuando te lo cruzás por la calle. Otro de los tantos parvenus de esta
ciudad que se creen con derecho de pernada—, Magda terminó de lapidar al
periodista y Martello tomó nota mental de que el tipo era un bicho de cuidado.
Volvió su atención a cosas menos divertidas. Tampoco Grünebaum
aparecía en las películas.
Pero los testigos lo habían señalado como uno de los participantes más
entusiastas.
En la lista que había armado, subrayó los nombres de los que no aparecían
en las filmaciones.
¿Qué hago: les asigno protección? ¿Con qué motivo? ¿Los hago vigilar?
Ni soñarlo, ni siquiera tengo gente para que hagan la guardia en la puerta del
banco. Me las aguanto mientras investigo y rezo para que no liquiden a nadie
más.

4.

— Comisario, llegó el informe de la autopsia de Grünebaum.


— Gracias, Cáceres.
El informe no dejaba dudas sobre la causa de muerte. Una de las
dentelladas afectaba fatalmente la región del cuello; otra, había perforado la
arteria poplítea de la pierna izquierda, provocando una hemorragia que lo
hubiera matado de todos modos. Había marcas y desgarros en los antebrazos y
muslos, señal de que Grünebaum había intentado defenderse. La sangre
encontrada en el lugar pertenecía tanto al muerto como a los animales. Fin del
reporte.
¿Y los perros?
Llamó al forense, que casi lo mandó al carajo al preguntarle por los
animales.
— ¿Qué se cree, Martello, que no conozco mi trabajo?
— Pero podría haber algo que...
— Mire — el otro lo paró en seco—, las autopsias las ordena el juez,
¿cierto? Hice lo que debía hacer y más. Los bichos no son asunto mío y si
correspondiera hacer algo, cosa que dudo, eso tiene que dictaminarlo el juez.
Y yo no soy veterinario — Lynch casi no le dio tiempo a disculparse y colgó
con un "Hasta luego" molesto.
El juez de instrucción de la causa era Rubén Litvik, con el que Martello no
había empezado con el pie derecho. Yahvé era celoso de Litvik y Litvik era
celoso de su trabajo, que hacía ejemplarmente bien, pero no había nada peor
que pedir detalles no solicitados por Su Señoría en las pericias. Cada vez que
algún idiota — por ejemplo, yo—, osaba hacerlo, Litvik se sentía ofendido en
su buen nombre y honor y atacado en su responsabilidad por sus actos ante
Yahvé, y nadie en su sano juicio se atrevería a interponerse entre el juez Rubén
Litvik y su Dios.
Por el momento, Martello no quería discutir con el juez, y eligió seguir una
vía lateral.
Vamos a ver qué nos dice la viuda.
— Azucena, tengo que hablar con la señora.
— Mi patrona no 'ta bien — se plantó la paraguaya.
Bueno, parece que habrá que hacer intervenir a la fuerza pública.
— ¿Prefiere que la cite en la comisaría? ¿Que pase la vergüenza de tener
que ir a la regional a declarar?
La mujer abrió enormes los ojitos de orozuz.
— Le voy a llama'— y lo guió desde la recepción al salón.
Ulrica Grünebaum apareció en el vano de la puerta y la habitación se llenó
con su presencia. Altísima, el cabello blanco y corto peinado hacia atrás le
despejaba la frente orgullosa y hacía más penetrante su mirada de azul cobalto.
Caminaba con parsimonia pero sin impedimentos, una reina viuda de ochenta
años llevados con majestad.
— ¿Comisario Martello?
Martello percibió un dejo gutural en la voz de la mujer, que el tiempo
transcurrido lejos de su patria no había podido suavizar.
— Señora Grünebaum. Lamento tener que molestarla en esta situación
pero es muy importante...
— Comprendo perfectamente, comisario— lo interrumpió mientras se
sentaba y le hacía señas para que él hiciera lo mismo.
— Trataré de ser lo más breve posible.
— Haga lo que tenga que hacer — se acomodó en el sillón.
— ¿Alguna vez habían tenido problemas con los perros?
— Jamás. Gerhard tenía una mano especial para los animales. Tuvo a su
cargo las brigadas caninas así que conocía a la perfección su trabajo.
— ¿En dónde? — preguntó el comisario antes de tener tiempo de pensarlo.
— En la Wehrmacht — respondió la mujer con naturalidad.
Martello se rompió la cabeza durante cinco segundos hasta aterrizar.
Wehrmacht. El ejército alemán. Menos mal que me gustan las novelas de
Sven Hassel.
Se le encendió una lucecita en el fondo de la cabeza.
¿Ejército alemán? ¿Cuál rama del ejército?
Se prometió mentalmente averiguar un poquito más acerca de el finado
Grünebaum, la Wehrmacht y las brigadas de perros. Puso cara de idem y
continuó preguntando.
— Y con éstos en particular, ¿hubo algún inconveniente...?
— Mi marido los crió de cachorros. Les quitaba la comida de la boca, los
bañaba, los mimaba. Eran sus bebés obedientes y cariñosos. No termino de
entender qué pasó— la voz se le ahogó por la emoción —. Nunca, nunca...
Esta semana los habíamos vacunado. El veterinario viene a casa, es muy difícil
trasladar tantos perros grandes... Estaban sanos, felices... Mi marido estaba
orgulloso de ellos...
— ¿Su marido estaba en casa cuando vino el veterinario?
— ¡Por supuesto! No iba a dejar a los perros solos. Se angustiaban con la
presencia del doctor y Gerhard los calmaba.
— Señora Grünebaum, sé que es desagradable pero ¿qué hizo con los
cadáveres de los perros?
— Llamé al doctor Wassermann y él se los llevó. Fue muy gentil de su
parte. Nunca hicimos algo así: siempre enterramos a nuestros perros en
nuestro jardín, pero esta vez...— meneó la cabeza con pesar.
La clase de gente que quiere más a los perros que a su prójimo humano.
— Me imagino... — cambió el rumbo de las preguntas—. ¿Su marido
había salido la noche en que murió?
— Sí. Los martes era el día de encuentro con sus amigos.
— ¿Siempre en el mismo lugar?
— No. Iban a distintos sitios. A recordar viejos tiempos— esbozó un gesto
melancólico.
— ¿Le molestaría darme una lista de los amigos de su marido?
— En absoluto— se levantó a buscar papel y una lapicera en un
mueblecito y comenzó a anotar mientras él continuaba preguntando.
— ¿Alguna vez le hablaba de esos encuentros?
— Por supuesto, siempre los comentábamos cuando volvía a casa.
— ¿Aunque llegara tarde?
— Los viejos dormimos poco. Acá tiene. No son muchos — en la lista
había cinco nombres—. Ya estamos todos grandes y, bueno... algunos ya no
están.
Martello pasó la vista rápidamente por los nombres antes de doblar y
guardar el papel: ninguno que él tuviera ya registrado.
— Y además de las salidas de los martes, ¿tenía algún otro tipo de
encuentros de los que usted no participara o ...?
Luchaba por encontrar un término suave cuando lo sorprendió la sonrisa
fría de Ulrica.
— Estuvo hablando con Azucena.
— Estuve hablando con todo el personal de la casa.
— Azucena tiene una idea muy particular acerca de las actividades de mi
marido y cuando se le mete algo en la cabeza, es muy difícil sacárselo.
— Bueno, a veces...
— Comisario— Ulrica elevó apenas el tono de voz —, puedo asegurarle
que yo conocía todo acerca de mi marido. Gerhard siempre me mantuvo al
tanto de lo que hacía.
Martello sintió que se le erizaban los pelos de la nuca. ¿Qué mierda quería
decir esa mujer? Era imposible que desconociera el escándalo que vinculaba a
Grünebaum con Gaudet y los demás implicados en la causa por corrupción de
menores. ¿No le importaba? ¿Qué clase de persona era? Siguió, sin poder
ocultar del todo el desagrado en su voz.
— Señora, imagino que está enterada del caso de corrupción de menores
en el que se vio involucrado su esposo hace unos años.
— Por supuesto que estoy enterada. Basura, pura basura. El pasatiempo
favorito en este lugar es hablar mal del prójimo. A Gerhard no le probaron
nada— levantó el mentón, desafiante.
— Y usted le creyó a su marido.
— ¡Claro que sí! Nunca tuvimos una disputa conyugal. Gerhard y yo
siempre estuvimos de acuerdo con lo que el otro decía o hacía.
Alguna vez había escuchado algo parecido en la boca de la esposa de
alguien y la memoria le hizo el favor de traerle el recuerdo: la mujer de un
militar de alto rango, acusado de represión en los años de plomo. No era nada
más que confianza: era impunidad. Lo que Grünebaum hubiera hecho le
importaba un comino a su mujer mientras ella viviera en paz, en el medio
social que prefería y con las prebendas a las que estaba acostumbrada. En ese
sentido, Ulrica era tan culpable como su finado.
— ¿Alguna vez le fue infiel su marido?
Ella lo miró con lástima.
— No.
— ¿Y usted?
Más lástima.
— Tampoco.
— Una última pregunta: ¿puede pensar en alguien que tuviera algún
motivo para... odiar al señor Grünebaum? No sé, quizás algo relacionado con
su... pasado en... Europa.
Ella enarcó las cejas en un gesto de sorpresa ofendida y escupió la
respuesta.
— Gerhard era un caballero, un Hauptsturmführer que honró su uniforme.
Venga, mire.
Ulrica fue hasta una vitrina atestada de chucherías de porcelana y cristal,
recuerdos de viajes en épocas de esplendor. Sacó un estuche de terciopelo
ajado y de color indescifrable, incongruente con el resto de los objetos, que
contenía medallas y cruces ennegrecidas, colgadas de cintas descoloridas.
— Sus condecoraciones— dijo, henchida de orgullo patriótico—. Gerhard
era muy respetado por esto. Todos sus amigos lo reconocían. Pregúnteles a
ellos. Si quiere escuchar las habladurías de la servidumbre o de los chismosos
de este lugar, allá usted.
Martello hubiera querido cortarse la lengua: Ulrica se había convertido en
una pared de hormigón armado germánico contra la que rebotarían todos sus
intentos por dilucidar algo. No debería haber insistido en el tema del ejército.
Soy un pelotudo.
— Gracias por su tiempo, señora. Buenos días.
— Adios, comisario— y salió antes que él por una puerta en el otro
extremo de la habitación, que dejó abierta detrás de ella, tanta era su irritación.
El comisario no pudo dejar de apreciar los signos de deterioro en el
corredor interno: rajaduras que viboreaban en los cielorrasos, rincones con
pintura descascarada; una mancha de humedad que se extendía desde una
esquina del techo como un cáncer incipiente pero pertinaz; puertas cerradas
que, sospechó, hacía tiempo habían dejado de abrirse. Pensó que si se
adentraba por allí, lo alcanzaría el hedor a podredumbre típico de las casas en
decadencia y el pensamiento lo sorprendió. ¿Por qué, si la casa lo había
asombrado con su aspecto magnífico? Eso: era nada más que el aspecto. Por
debajo de la cáscara aparentemente intacta comenzaban a asomar los gusanos.
Dio media vuelta y se alejó hacia la salida.
Al pasar por delante de la vitrina no pudo contenerse: la abrió y tomó el
estuche. Miró el reverso de algunas de las condecoraciones pero estaban
demasiado gastadas para entender algo.
Y además yo no pesco ni jota de alemán. ¿Qué dijo la vieja del
Hapstrumstrudel? Tomó una y la dio vuelta entre los dedos. No entendía
alemán pero los símbolos gemelos de los rayos de plata habían quedado
grabados en la memoria colectiva de la humanidad. "Grünwald", leyó y se
encogió de hombros mientras dejaba todo en su sitio otra vez.
Vámonos, Martello, que hay mucho que hacer. Próxima parada, visita al
doctor Wassermann.
Eran las seis de la tarde y ya empezaba a oscurecer. Miró la casa y las
sombras se alargaban sobre la explanada del frente. El águila de cemento
ahora parecía un ave de carroña encaramada a la cornisa y las torres le
parecieron los colmillos de una boca enorme y desdentada. El hechizo estaba
roto.
***
Cuando se subía al auto, encontró una llamada perdida desde la regional en
el celular.
— Habla Martello.
— Cáceres, comisario. Llamaron del juzgado: cerraron el caso Grünebaum
como muerte accidental.
Lo estaban pasando como a alambre caído. ¿Por qué? Furioso, violó varias
normas de tránsito camino a lo de Wassermann, que lo miró de reojo al verlo
entrar y le lanzó una sonrisa medio forzada.
— Puedo esperar — dijo Martello y se retiró a un rincón del local.
Pero Wassermann no tenía ganas de que él esperara y despachó a la vieja
con el pequinés dientudo y desflecado mediante el expediente de regalarle
muestras gratis del medicamento que la mujer había venido a comprar. Cerró
la puerta, puso el cartelito de "Enseguida vuelvo" y lo invitó a pasar al
consultorio.
— ¿Doctor, usted se llevó los cuerpos de los perros de Grünebaum?
Eso, ataquemos sin avisar.
— Me lo pidio la viuda— Wassermann respondió sereno.
— ¿Y qué hizo con ellos?
El veterinario se encogió de hombros con displicencia.
— Los hice incinerar. Lo usual. Aquí nadie manda sus mascotas al
cementerio de animales: les sale muy caro.
La puta que te parió, me dejaste sin evidencia.
— ¿No pensó que podía estar manipulando evidencia policial?
El tipo ni se inmutó.
— Lo consulté con el juez de instrucción.
Ante su expresión de sorpresa, el veterinario aclaró:
— Lo llamé y le pregunté qué hacía con los perros. El juez ya tenía el
reporte del forense y me dijo que cerraba el caso así que podía disponer de los
cadáveres.
— ¿No le parece un procedimiento algo irregular?
— Soy veterinario, no juez — el otro lo enfrentó.
— ¿No se le ocurrió que los animales podrían haber estado enfermos y que
quizás habría que haberles hecho un peritaje?
— Los animales estaban sanos, tengo su historia clínica y así se lo informé
al juez.
Martello sintió una rabia fría recorrerle las entrañas y subirle hasta la
garganta: lo estaban tomando por boludo por enésima vez.
Y con ene mayor o igual a dos.
Le quedaba el recurso de la salida honorable. Por la puerta principal. Se
despidió con corrección rayana en el insulto y volvió a la comisaría.
Ya en su escritorio y con un café delante, sacó la lista la viuda Grünebaum
le había dado pero no podía concentrarse en ella. Wassermann le daba vueltas
en la cabeza y empezó a escribir marginalia en la lista.
¿Qué razones podría tener Wassermann para odiar a Grünebaum tanto
como para causarle la muerte? ¿No le gusta esa raza de perros? ¿Odia a esos
propietarios babosos que quieren más a los animales que a los humanos?
¿Entonces, por qué no limitarse a liquidarle los bichos y chau? El Vengador
Anónimo de los Gatos. ¿O el que no le gustaba era Grünebaum?
No se le ocurría cuál sería el oscuro motivo de Wassermann para ello.
Un griterío descomunal interrumpió sus anotaciones. Salió al pasillo pero
el oficial de turno lo tranquilizó: uno de los detenidos en el calabozo, pasado
de merca, necesitaba una dosis urgente y estaba aullando por una.
— Es que tenemos demasiada gente, comisario.
— ¿Cuántos hay hoy?
— Y ..., recién le dimos salida a dos. Quedan diez.
— ¿Llamaron a los padres de los menores?
— Ahí está la madre de uno.
Frente al mostrador, un agente de uniforme perdía la batalla con los
teléfonos, mientras se acumulaba público con diversas denuncias por efectuar:
una mujer con los pelos desgreñados que gritaba que el desgraciado era la
última vez que entraba a la casa, vago borracho de mierda, mientras el oficial
corría a separarlos, ya que el ebrio contumaz estaba siendo apaleado por su
conviviente. Cerca de la puerta se juntaban los mirones a codazo limpio, para
no perderse ningún round. Un tipo atildado, con campera de cuero de
carpincho y que venía a hacer una denuncia de siniestro para el seguro de su
4x4, ponía cara de estar de visita en un leprosario. En el banco de la entrada ya
estaban acurrucados los dos mendigos más pobres, para pasar la noche lo más
desapercibidos posible.
— A ver si paran un poco este quilombo — murmuró Martello.
— Siseñor.
Se encerró en la oficina sin poder dejar de escuchar los chillidos de la
madre de uno de los mentados menores, que estaba aplicándole un correctivo
físico a su prole descarriada, a la vez que firmaba la salida.
— Señora, va a tener que ir a juez de menores. El menor es reincidente.
— ¡Por mí que lo manden al reformatorio a este desgraciado!— aulló la
autora de los días del reincidente—. ¡Trabajo todo el día y el guacho no para
de joder!
Martello conocía al mocoso, otro caso más de familia numerosa y
abandónica. El pibito no había cometido ningún delito grave. Todavía. Era
cuestión de tiempo que pasara de aspirar adhesivos con tolueno a la frula más
dura y entonces... Necesitaban personal con formación adecuada para tratar
con menores, asistentes sociales, psicólogos, y por sobre todas las cosas,
trabajo. Por supuesto, de todo lo anterior, cero. No había personal ni se podían
pagar psicólogos y la falta de trabajo no era un asunto que pudiera solucionar
la Policía. Se apoyó con ambas manos sobre el escritorio y sacudió la cabeza.
—Comisario…
Álvarez asomó la cabeza. Martello cabeceó una pregunta y Álvarez aclaró:
—Alguien quiere hacer una denuncia.
— Tómesela.
— Quiere hablar con usted.
—¿Conmigo? ¿Quién es? ¿Por qué?
Fue demasiado para Álvarez, que se puso colorado y empezó a balbucear
cosas ininteligibles. Lo único que pudo deducir Martello era que el
denunciante tenía algunos problemas con su identidad. Siguió a Álvarez al
mostrador y el agente le señaló a una mujer con anteojos negros enormes en
un rincón de la sala. Cuando los vio, la mujer se acercó al mostrador, seguida
por las miradas burlonas de todos los presentes.
—¿Usted es el comisario?
— Hugo Martello, a sus órdenes. ¿En qué puedo ayudarla?
La mujer lanzó unas miradas de costado a su alrededor. Le temblaban las
manos agarradas a las manijas de una cartera que había conocido mejores
tiempos.
—¿Podríamos hablar en privado? — suplicó.
Martello le indicó a Álvarez que la hiciera pasar a su oficina. Le hizo una
seña imperiosa a Bustos, que se acercó presuroso a susurrar en su oído el
motivo de las risitas.
— Es la Marcela, comisario. El “trava” del pueblo.
— Ya me di cuenta. ¿Qué pasó?
— El ocho-cuarenta lo caga a palos cuando no le junta pa’l casino. La
Marcela viene, hace la denuncia y después la retira. Lo de siempre.
— ¿Y por qué no le toman la denuncia ustedes?
Y me dejan de joder.
— Quiere hablar con usted. Debe ser porque es nuevo.
Martello asintió, dio media vuelta y se fue a su oficina. La vieja sensación
de encogimiento del escroto le recordó que su primera y única experiencia en
el rubro lo había dejado mal parado. A los 16 la ponés en cualquier lado, pero
ese “cualquier lado” no era un travesti, no al menos para él, que saltó entre
asustado y asqueado frente al ¿tipo? ¿Tipa? No sabía en qué categoría
encuadrar a la persona que tenía delante, con pelo rubio teñido, tetas de
siliconas y un pene muy real entre las piernas. La cosa había terminado a los
golpes, más para él que para su contendiente, que había demostrado buenos
conocimientos de pugilato. Desde entonces se había mantenido
cuidadosamente alejado de los transgénero, básicamente porque no sabía cómo
tratarlos ni cómo reaccionaría él, aunque sospechaba que su instinto básico
sería el de salir corriendo. Intelectualmente comprendía que lo suyo era simple
discriminación, sumada a una experiencia de la que jamás había hablado con
nadie. Pero en el momento de entrar a su despacho, sintió las manos húmedas
de transpiración fría.
No seas pelotudo. No te va a violar. Sos el comisario.
Se acomodó en su sillón antes de empezar a hablar.
— Dígame.
Marcela se sacó los lentes y el color violáceo que le decoraba el ojo
derecho, la mitad de la frente y el puente de la nariz no era maquillaje.
— Quiero denunciar a una persona.
— Podría haberlo hecho con cualquiera de los oficiales…
— Ninguno me toma en serio. ¿No vio cómo se reían todos? ¿Cómo me
miraban? ¿Se creen que no me doy cuenta? ¡Si yo hablo, les prendo fuego a
todos!¡Empiezo a nombrar los clientes y no queda nadie vivo acá!
¡Cucarachas! ¡Y ese hijo de puta, qué se cree! ¡Me harté! ¡No me toca más un
pelo, la puta que lo parió!
Marcela se detuvo para tomar aliento y Martello aprovechó para meter
baza.
— Tranquilícese. Le voy a tomar la denuncia y voy a actuar en
consecuencia.
Levantó el teléfono, pidió dos cafés y dos vasos de agua. En menos de un
minuto, Álvarez entraba obsequioso con el pedido y salía sin mirar a ninguna
parte.
— Ahora, por favor, cuénteme los hechos.
La historia era tan repetida que Martello podría haberla escrito de
memoria. Anotó el nombre y apellido del rufián mientras Marcela, que exhibió
un documento en el que todavía figuraba el nombre de varón, lloraba mientras
hablaba.
— Mire, mire, — decía y se abría la camisa para mostrarle más moretones
en distinto grado de coloración. La paliza había sido fenomenal.
— Le doy asco, ¿no?
La pregunta lo sacó de sus cavilaciones.
— No. ¿Por qué cree que me da asco?
— Todos me tienen asco. Hasta los clientes. Vienen como si yo fuera un
bicho raro, pero bien que les gusta cuando…
— No hace falta aclarar.
Marcela sollozó.
— El comisario anterior me encanaba a cada rato. ¿Sabe las cosas que me
hicieron en los calabozos? Empezando por él.
Martello apretó los dientes al confirmar sus sospechas respecto de su
predecesor. Entendía por qué Marcela había retirado las denuncias anteriores.
— ¿Sabe una cosa? Nací en el cuerpo equivocado. ¿Es mi culpa no
conseguir un trabajo decente? ¿Se creen que me gusta hacer la calle? ¡No
tengo otra!
— ¿Me va a tomar la denuncia?
— Por supuesto. Pero usted tiene que prometerme algo.
Marcela lo miró, asustada.
— Que se va a ir de este pueblo de mierda y va a buscar trabajo decente.
¿Qué sabe hacer, además de…?
— Soy peluquera. A mis amigas las peino, les corto, les hago la tintura…
— Marcela se entusiasmó.
— Bueno, ahí tiene. Yo me ocupo de sacarle de encima al fiolo. Puedo
tenerlo encerrado unas 48 horas por averiguación de antecedentes. Después
tengo que pasarlo a la fiscalía y con suerte, lo dejan adentro un poco más por
proxenetismo y violencia de género.
Marcela se secó los ojos.
— Es lo que quise hacer toda la vida…
— Hágalo. No es mucho tiempo el que puedo darle de ventaja. Porque el
tipo la va a buscar.
— No creo. Ya no le intereso. Quiere la guita y nada más.
O sea que, encima, te hizo el cuento del enamorado. Pobrecita.
El sentimiento de pena lo tomó desprevenido y reemplazó al miedo en sus
entrañas. Castigada por la sociedad, la pobre tipa no tenía otra opción más que
la prostitución: no había trabajos “limpios” para un transexual. Las manos se
le secaron.
Y dije “tipa”. Estoy progresando.
Dejó la catarsis para más tarde. Acompañó a Marcela hasta la salida y
pidió la orden de arresto para Arenas Ricardo, bajo los cargos de proxenetismo
y violencia de género. Mientras hablaba por teléfono con el juez de
instrucción, la tropa lo miraba con la boca abierta — prefirió suponer que de
admiración—.
Miró la hora en su reloj. Tiempo de irse a casa y dedicarse a cosas más
graves. Homicidios, por ejemplo. Recogió los papeles, releyó los marginalia y
encontró una remotamente posible motivación para Wassermann.
Y lo descubrí yo solito, gracias a las enes.
Necesitaba hacer un poquito más de investigación operativa acerca de
ciertos nexos, parentescos y ascendencias para cerrar el asunto, al menos para
su satisfacción personal, ya que para la Justicia el caso estaba resuelto y
archivado.

5.

La cucaracha entró en el campo visual de Martello por el lado izquierdo:


primero, las antenas temblorosas y después, una pata inquisitiva, tantearon el
terreno. La audacia del bicho hizo que el comisario dejara el teclado para
apreciar al ejemplar. Los misteriosos sentidos insectiles le dijeron a la
cucaracha que podía avanzar por el borde del monitor sin correr riesgos
inmediatos y se lanzó a una carrera impecablemente rectilínea. Martello la
miraba con esa fascinación atroz que provoca lo monstruoso. Brillante,
charolada, microcefálica de cuerpo desproporcionado y enorme, era digna de
un museo de Ciencias Naturales.
Quién sabe si los escarabajos sagrados egipcios no serían cucarachas,
fantaseó. Un bicho tan persistente, eterno receptor de los chancletazos de la
Historia, al decir de García Márquez, el sobreviviente por antonomasia
merecía la adoración de alguna secta oculta y subterránea. Esperó a que la
Matusalén de las cucarachas se bajara del monitor para sacudirla del escritorio
con un expediente y propinarle el correspondiente certero pisotón. El bicho
hizo ruido a cáscara de huevo y una sustancia blancoamarillenta apestosa se
esparció alrededor del ¿cadáver? ¿Cuerpo?
¿Los insectos tienen derecho a tener un cuerpo muerto o un cadáver?
Pateó los restos malolientes del bicho lejos de sí y volvió a la pantalla.
"Las brigadas caninas de las SS"; "Brigadas caninas paramilitares nazis
durante la 2° Guerra Mundial"; "Rangos e insignias de la Schutzstaffel (SS)".
"Registro Nacional de Migraciones". Guardó las páginas en un disquete para
seguir trabajando en casa. Eso había sido fácil. Lo que seguía, no tanto. Los
Registros Civiles dan información, cierto, pero no así no más, no señor. Hay
un procedimiento. Y aunque se trate de una investigación policial, el
procedimiento debe cumplirse porque para eso está. El jefe-primero-de-dos-
empleados-cadete de la oficina del Registro Civil de la ciudad había puesto la
cara de culo reglamentaria — ¿o procesal?— ante el pedido de informes.
— Va a tardar...
— No hay problema. Vuelvo cuando usted me diga.
— Y... Venga el viernes. — Era martes.
— Bueno. Hasta el viernes.
Y mientras tanto, podía hacer otro pedido de información al Registro Civil
correspondiente al domicilio del juez Litvik. Por supuesto que más elíptico
que el primero, simple y directo.
De vuelta del Registro, entraba a su oficina pensando en cómo formular el
dichoso pedido de informes y se encontró con una manifestación de hormigas
que descendía desde una rajadura en la pintura del techo y se apelotonaba
formando una montañita viviente, allí en donde había estado la cucaracha.
La puta que las parió, ni que hubieran venido al velorio.
Pidió insecticida y cuando Bustos llegó con el tarro de aerosol y vio la
escena, lo amonestó.
— ¡Pero jefe, cómo la va a matar en la oficina! ¿No ve que ni bien hay un
poco de calorcito, las hormigas andan como locas? ¡Están desesperadas
buscando comida!
— ¿Y qué quiere que haga, Bustos, que críe cucarachas para que no entren
las hormigas a comérselas?
— ¡No, jefe, no! Tiene que abrir la ventana, nomás. Son de las voladoras.
Se van y listo— aseguró Bustos con saber popular.
Ahora el piso de la oficina estaba regado de miguitas negras retorcidas,
esparcidas alrededor de una cucaracha aplastada y a medio devorar. Pidió que
alguien viniera a limpiar y miró la hora: tenía que encontrarse con del Río en
las oficinas del canal de cable. Avisó que salía y que podían localizarlo con la
radio o el celular.
***
Lo que pomposamente la secretaria de CableStar llamaba "despacho del
señor director", era una pecera con cortinas "Miniband" y puerta-placa
enchapada en imitación roble, con un rectangulito de bronce que señalaba el
nombre y cargo de su ocupante. La secretaria abrió la puerta y le cedió el paso,
mientras Lauro González — Martello ya había descartado el "del Río" —
hablaba por teléfono haciendo gestos ampulosos.
Haciéndose el hombre de negocios importante. El viejo truco, ¿eh?
González cortó entre promesas de llamados y encuentros futuros y lo
saludó.
— Tome asiento, comisario. Gracias por molestarse en venir hasta acá,
pero tengo una agenda tan apretada...
Apretada debajo de las otras carpetas, querrás decir. Farabute.
El epíteto que Magda le había dedicado a González le pareció de lo más
adecuado a la ocasión.
— Qué bueno que haya venido, comisario — González atacó sin avisar—.
Me gustaría hacerle una nota sobre el operativo de prevención para la
temporada que viene.
— Bueno, los comisarios regionales estamos terminando la planificación...
— Excelente — el otro interrumpió—. ¿Será posible un adelanto?
— Seguramente habrá un comunicado de prensa a nivel provincial....
— Pero sería bueno que la ciudadanía local esté en conocimiento tan
pronto como sea posible...
— Estoy dispuesto a ofrecerle un panorama pormenorizado, relacionado
con nuestra localidad. Debemos mantener informada a la población acerca de
las medidas de seguridad, pero usted comprenderá que debo respetar el
protocolo interno de la fuerza— se dio cuenta de que hablaba en tono "oficial"
y no quería que el encuentro derivara para ese lado —. Mi visita de hoy tiene
que ver con cosas más cercanas — casi dijo "inmediatas" y se contuvo a
tiempo: no quería que González se sintiera presionado, no todavía.
— Bueno, lo escucho. ¿Tomamos un café?— González llamó a la
secretaria mientras se arrellanaba en su sillón giratorio, que crujió y chilló
debido a la edad. Parece que el sillón del director tiene reuma.
Lanzó una ojeada rápida y apreciativa al cubículo: el enchapado de los
tabiques había conocido tiempos mejores; varias plaquetas de bronce grabadas
adornaban las paredes y el polvo adornaba las plaquetas. La única ventana
daba a un patio interior y recibía luz solar porque no había edificios más altos
alrededor. El reloj en la muñeca de González no podía ser otra cosa que una
imitación comprada en el Paraguay, nada más que porque González hubiera
tenido que vender todo su imperio mediático para pagar el original. La
secretaria con los cafés interrumpió la inspección ocular y Martello esperó a
que la mujer saliera para iniciar su interrogatorio.
— Necesito verificar algunas hipótesis relacionadas con la muerte de
Gaudet — el otro puso cara de circunstancias—. En particular las relacionadas
con la causa por corrupción de menores.
— Gaudet había salido limpio de esa — González se apresuró a intervenir
y a Martello no se le escapó el detalle.
— Mejor digamos que no pudieron presentarse pruebas suficientes en su
contra — eso lo sabía por Litvik, que había hecho la instrucción.
— Gaudet no aparecía en los videos presentados como evidencia—
aseguró González.
— Veo que conoce bien el caso...
— ¿Y quién no en esta ciudad? — se defendió el otro.
— Menos mal que lo conoce porque así iremos más rápido. Estuve
revisando esos videos— González esbozó una sonrisita perversa y Martello le
dedicó su mejor cara de culo—, junto con un especialista en evidencia fílmica.
La conclusión a la que llegó el perito es que fueron editados y que se
eliminaron escenas. ¿Se dice fotogramas, no?
— Eso es en cine, en 35 mm — la voz de González adquirió un tono seco.
— Gracias por la aclaración. El hecho concreto es que, otra vez de acuerdo
con el perito, la edición fue hecha con tecnología adecuada. Quiero decir, no
fue una edición casera tipo "Cortá ahí y empalmá con la escena del desfile",
como una película de vacaciones en Disneylandia. Para la época en que se
grabaron las escenas, no existían los programitas de computadora que
permiten hacer una edición casera decente, ni había en la región estudios de
grabación y edición de videos, salvo el suyo.
Dijo la última frase en tono casual pero González acusó el golpe. El rostro
se le ensombreció hasta parecer que las cejas le avanzaban sobre los ojos, y la
boca se le torció en un rictus violento.
— ¿De qué me está acusando, comisario?
— Mal puedo acusarlo por hechos de una causa cerrada. Lo que necesito
es evidencia que me lleve al asesino de Gaudet. El crimen es de clara
connotación sexual y Gaudet se caracterizó por sus enredos sexuales, por
llamarlos suavemente.
— También tuvo problemas por negocios inmobiliarios. Se habrá metido
con alguna mafia. Están apareciendo inversionistas inmobiliarios como
hongos después de la lluvia y no todos son trigo limpio — González hablaba
demasiado rápido, demasiado ansioso por desviarse del tema.
— Si se hubiera metido con alguna mafia inmobiliaria, la ejecución habria
sido distinta.
La palabra "ejecución" resultó ominosa para el otro, que se hundió en el
respaldo del sillón sin abrir la boca. Martello siguió golpeando en caliente.
Y ahí va un farol tamaño Faro del Fin del Mundo
— Y si no me equivoco, la muerte de Grünebaum también tiene relación
con la de Gaudet, y por los mismos motivos.
A González se le ensombreció la mirada.
— ¿Entiende porqué necesito saber la verdad? Si esos videos fueron
editados, se eliminó evidencia. Pero si alguien más está al tanto de ese hecho y
decidió a hacer justicia por mano propia, es imperioso que yo sepa qué pasó
para evitar el próximo asesinato.
No había dudas: González estaba blanco. Y distraído, porque de otro
modo, el "instinto periodístico" del que tanto alardeaba debería haberlo
lanzado de cabeza detrás de semejante adelanto de las crónicas policiales. Pero
no: el director de CableStar estaba más que moderadamente asustado y no
tenía tiempo para sutilezas. Ante lo cual el comisario Martello, a la cabeza del
interrogatorio, debía deducir que González había hecho algo más que editar las
grabaciones.
Así que sos otro de los hijos de puta que participaban en las joditas.
Hubo una pausa incómoda.
— ¿De veras cree que lo de Grünebaum...? — González separó y juntó las
manos buscando las palabras.
Martello asintió de un cabezazo. Y que Dios me perdone las mentiritas
blancas.
Más silencio incómodo por parte de González: no quería darse por vencido
tan fácilmente. Martello tenía que ofrecerle a la rata una salida honorable.
— No me interesa reabrir una causa cerrada y archivada, sobre todo porque
no creo que a nadie en esta ciudad quiera revolver el pasado. Excepto al
asesino, claro. Pero si consiguiera, no digo las imágenes, pero sí las
identidades de los que quedaron fuera en aquella ocasión, me serviría para
poder prevenir futuras acciones del criminal.
Ahora hablo como el Jefe de Policía.
Era lo que González estaba esperando. Demostró algo torpemente su
habilidad mediática.
— Puedo... tocar algunos contactos. Esa edición que usted menciona
podría haberse hecho en la capital. Conozco a varios técnicos de los canales
que podrían estar al tanto...No sé, pasaron unos años...Veré qué consigo.
Martello lo miraba sin hacer un solo gesto. Ambos sabían que González
mentía pero mantuvieron las formas hasta el final.
— Se lo voy a agradecer infinitamente — le tendió la mano y la del otro
estaba húmeda cuando se la apretó —. Tan pronto como tenga algo, llámeme.
A mi celular, no a la regional.
González se relajó: al parecer, no iba a quedar pegado.
Estás pensando cómo hacer para que te crea que vos no estuviste en las
Olimpíadas Pedófilas. Bueno, rompete la cabeza pensando, cucaracha.
Cuando llegó a la Regional, suboficiales y agentes rasos estaban en medio
de un enfrentamiento con un grupo de malvivientes camuflados de hormigas,
que habían copado el edificio ingresando por los tomacorrientes y grietas del
techo y el suelo. Un comando en el baño estaba siendo combatido con
resultados dudosos. El olor a plaguicida lo hizo estornudar.
***
Martello salió del Registro Civil después de haber saludado a media
docena de vecinos que estaban tramitando documentos de identidad vencidos
o extraviados, partidas de nacimiento declaradas años más tarde, o que
simplemente venían a tomar mate con los empleados de la oficina pública.
Todavía me saludan. No está tan mal.
Al comi anterior lo habían cambiado de zona — "reasignado comisiones",
de acuerdo con el comunicado de la jefatura — luego de algunas maniobras
dudosas con los fondos de la Cooperadora Policial, formada por vecinos de la
ciudad que habían confiado el manejo de esos fondos al jefe regional. Eso sí:
de hacer aparecer la plata, ni hablar.
Desde su celular llamó a la oficina del Registro Civil de la localidad de
Litvik y después de una espera de seis minutos, le dieron la información que
había pedido. Las manos le hormigueaban de excitación cuando se sentó al
volante y enfiló para lo de Wassermann.
El veterinario estaba solo, hojeando un vademécum. Martello no hubiera
podido jurar que el otro se alegraba de verlo. Se saludaron con educación.
— Doctor, ¿le molesta si paso un segundo a su consultorio?
— Adelante — le respondió Wassermann, más curioso que irritado.
El comisario señaló el título de médico veterinario enmarcado y colgado de
la pared.
— Su apellido se escribe con una sola ene.
— ¿Y?
— Que usted se presenta como Wassermann con dos enes — el otro lo
miró inexpresivo—. Por lo que sé, las dos enes indican origen alemán, y la ene
sola, judío.
— No entiendo cuál es el problema con las enes, comisario.
— El juez de instrucción de este caso es Litvik— insistió sin responderle.
— El doctor Rubén Litvik.
— Es judío.
— Comisario, lo suyo suena muy desagradable y muy antisemita. Y le
aclaro que si uso dos enes en mi apellido es precisamente para evitar que en
este lugar me miren como a sapo de otro pozo. ¿Conoce a muchos judíos por
aquí? Seguro que no. Hay descendientes de indios, españoles, italianos,
alemanes, suizos... hasta siriolibaneses. Pero judíos casi no hay. Sin esa ene de
más, posiblemente mis clientes de apellido suizo o alemán no pasarían por la
puerta de mi local, y ni hablar de los "turcos". No soy un fanático de la
sinagoga pero tengo una familia que mantener, hijos en la facultad...
— Le ruego me disculpe, no quise ofender su sensibilidad. Nada más me
limito a encontrar relaciones. Es mi trabajo, ¿sabe?, relacionar situaciones que
a veces parecen no tener nexo entre sí. Por ejemplo, durante la investigación
encontré que las familias de Litvik y la suya vinieron de Europa casi al mismo
tiempo.
— Después de la guerra vinieron muchas familias judías.
— Los Litvik se radicaron en esta provincia desde su llegada. Usted y su
familia vinieron desde Buenos Aires hace unos cuatro años.
— Acá se vive más tranquilo.
— Sus hijos volvieron a estudiar a Buenos Aires.
— Viven con mi madre. Es muy mayor y la verdad, la atención médica de
allá es mejor. Los chicos la acompañan y la bove tiene alguien de quién
ocuparse,— el veterinario sonrió por primera vez.
— ¿Y su padre? — preguntó Martello con inocencia.
— Murió en un campo en Polonia.
No hacía falta preguntar qué clase de campo y Martello no lo hizo, pero se
tomó el trabajo de aclarar que los padres de Litvik habían muerto en un campo
austriaco, y que Litvik había llegado al país con sus tíos paternos. Wassermann
sacudió la cabeza con resignación.
— Yo nací acá. Mi madre vino embarazada. Soy hijo único.
El trabajo de ablande estaba hecho: ahora había que empezar a golpear y
Martello se tiró de cabeza.
— Doctor, mi visita es personal. Necesito aclarar algunos puntos acerca de
la muerte de Grünebaum que todavía me preocupan — el otro abría la boca
pero lo contuvo con un gesto—. El caso está cerrado, pero tengo algunas
preguntas. Estuve averigüando sobre los efectos de ciertas hormonas en los
animales. Por ejemplo, a los machos se les da estrógeno a modo de castración
química o cuando se vuelven agresivos.
— Así es.
— Y el opuesto del estrógeno es la testosterona. O sea que si se le da
testosterona a un macho, lo vuelve más agresivo que lo normal. Con una dosis
suficientemente grande o varias pequeñas pero continuadas, el animal puede
volverse ingobernable.
— Cierto.
— Y los frascos de hormona inyectable son indistinguibles de los de
vacunas.
— No si uno sabe leer, comisario — rebatió Wassermann con ironía.
— Ah, pero yo no me refería a alguien que no supiera leer o que no
conociera el contenido de los frascos, sino a alguien que supiera lo que estaba
haciendo, frente a un cliente que confía en el veterinario de sus mascotas
favoritas.
El otro permaneció impasible.
Hijo de puta, ¿tenés sangre de pato?
— ¿Sería posible, me pregunto, que un profesional le administrase a un
animal una medicación, no digo errada, sino diferente a la que dice que
utilizará? — Martello insistió.
— Comisario, está preguntando una gansada. Si un profesional de
medicina humana o veterinaria falsea la utilización de una medicación, bueno,
estamos ante un delito.
— Exactamente.
Se miraron y Martello vio en los ojos del otro la omnipotencia que da la
impunidad. Wasermann habia encontrado la manera de cometer el crimen
perfecto y se había tomado su tiempo para hacerlo. Había buscado a su víctima
y había esperado con paciencia de araña a que Grünebaum cayera en la tela
que le había tejido durante cuatro años.
¿Cuatro o sesenta? Toda una vida para encontrar al asesino de tu padre y
del resto de tu familia no está tan mal, si al final lo agarrás. Pero, ¿justicia por
mano propia?
Martello bajó los ojos primero.
— ¿Alguna vez se equivocó al tomar un frasco? Involuntariamente, claro.
— Siempre leo las etiquetas. Son de distintos colores, de acuerdo al
contenido. Si quiere puede revisar mi stock de inyectables— y abrió una
heladera llena de cajas con ampollas de distinto tamaño.
— No hace falta, le creo.
Estiró una mano y tomó una caja llena de frasquitos con etiquetas rojas:
"Progesterona animal. Apto para caninos únicamente. No utilizar en felinos.
Prohibido su uso en humanos". "Laboratorios Sabra-Fuchs, especialidad en
hormonas veterinarias". Las demás cajas contenían vacunas, la mayoría,
importadas. Los antibióticos estaban en la vitrina.
Cruzó miradas con Wassermann y observó la nuez de Adán del tipo subir y
bajar. Sos un turro brillante, Wasserman con una sola ene, pero no te puedo
poner las manos encima. No tengo con qué. Y después de todo, no sé si quiero.
La eterna dicotomía entre el querer y el deber...
— Le agradezco su tiempo, doctor.
— No tiene porqué, comisario.
***
Martello volvió a la regional y cuando llegó, pidió que no lo molestaran.
Cargó los archivos del pendrive y leyó hasta que le dolieron los ojos. El grado
de Hauptsturmführer era de capitán, pero no del ejército alemán, la
Wehrmacht, sino de las Waffen-SS. Tropas especiales SS habían utilizado
perros para controlar los campos de prisioneros y había reportes de muertes
causadas por los animales, a las órdenes de sus handlers, oficiales con especial
aptitud para el entrenamiento y manejo de perros de guerra.
"Grünebaum" era un toponímico que significaba "árbol verde", y
"Grünwald", "bosque verde". Había montones de casos de cambio de apellido
al llegar al Hotel de Inmigrantes, a finales de los '40. A eso había que sumarle
los que llegaban con pasaportes adulterados que nadie se ocupaba de verificar.
Los árboles no dejan ver el bosque¸sonrió sin ganas.
Los laboratorios Sabra-Fuchs exportaban, entre otros países, a Israel.
La finada tía del juez Rubén Litvik, Bertha, matriarca de la familia,
fallecida a los noventa y ocho años, tenía por apellido de soltera Silverberg. El
mismo apellido que la señora Clara Silverberg viuda de Wasserman.
Había hecho un meticuloso trabajo de hormiga, buscando basura por los
rincones para armar una evidencia inútil. Estiró las piernas por debajo del
escritorio y se resignó a mandar el expediente del caso Grünebaum al archivo.

6.

Hoy me voy a comer al "Belvedere", Martello decidió, a medio camino


entre el hambre y las ganas de comer.
De paso, ves a Magda y hacés doblete, ¿no?
Se respondía a sí mismo con un gesto desdeñoso cuando entró Alvarez con
una pila de papeles. El novato lo miró, dejó los papeles encima de una pila
más vieja y salió a la carrera, no fuera cosa que los demonios que poseían al
comi y lo hacían murmurar solo y gesticular, lo atacaran a él, víctima inocente
que había elegido la carrera porque era un empleo seguro y con obra social.
El poseso se puso a firmar papeles como un idem, pasando la vista más que
leyendo cada hoja, formulario, expediente o vale de caja chica. Quería irse
temprano, bañarse y ponerse una camisa que había comprado quince días atrás
en el shopping más nuevo de la capital y todavía no había estrenado. Jamás
admitiría que estaba coqueteando.
El sello de la oficina del forense de la carpeta siguiente terminó con sus
veleidades de dandy: era el informe complementario de la autopsia de Gaudet.
Las primeras páginas confirmaban los supuestos del informe preliminar y
las pasó a toda velocidad. ¿Algo nuevo? Los pelos largos y rubios encontrados
en el tapizado del auto eran de mujer pero pertenecían a una peluca. Podían
pedirse estudios de ADN para las mucosas genitales y bucales y quizás los
pelos de la peluca, aunque los resultados demorarían. En una nota manuscrita
dirigida a él, Lynch señalaba la posibilidad de mandar muestras a Estados
Unidos para obtener un perfil, si el juez de instrucción lo autorizaba.
Martello miró la hora y llamó al juzgado. El tono de voz del juez Litvik
podía calificarse de cualquier cosa menos amable. Martello sospechaba que
Litvik se había enterado de sus averiguaciones relacionadas con el caso
Grünebaum, y se cuidó de mencionar el tema tanto como de mearse en la
cama.
Haciendo gala de exquisita diplomacia, hizo la consulta por los estudios de
ADN del caso Gaudet. Súbitamente entusiasmado con la causa, Litvik convino
en autorizar el envío de las muestras al exterior tan pronto como se lo
solicitaran.
Martello empezó a hacer dibujitos en su anotador. ¿Cuál había sido la
secuencia de los hechos?
Gaudet está en el auto con la mujer, el asesino los sorprende, los ataca, la
mujer escapa pero el empresario, no. ¿Cómo los encontró? ¿Los siguió? ¿Los
estaba esperando?
Trazó una escena mental: están en el auto en medio de la jarana, y aparece
el homicida. La mujer se aterroriza y se escapa, el tipo lleva a cabo la
carnicería y se va. ¿Cómo se fue la tipa? ¿A pie, corriendo desde el cerro? El
otro la hubiera alcanzado y la hubiera liquidado...Y si no, la conocia y podía
buscarla. Mierda, ¿y si fue así? Tengo un cadáver pudriéndose en algún
barranco.
No podía descartar la hipótesis: habría que buscar. Revisar las denuncias
de desaparición de personas y ver si surgía una posible coincidencia.
¿Y si el asesino había usado a una mujer como anzuelo? ¿Alguna que
Gaudet ya conocía? ¿Una mocosita? ¿ Una ex? En cualquier caso, la tipa era
como mínimo cómplice de homicidio. Partícipe necesario, diría el juez.
¿Por qué no? Salen juntos, cachondeo y menendeo. Aparece el otro. Lo
liquidan y se van, tan contentos. ¿Quiénes son? Unas fichitas a alguna deuda
vieja. Dios santo, habrá que revolver mierda antigua y verificar coartadas
hasta de los santos de yeso de la iglesia.
Esa era la peor parte, y era para la que necesitaba los nombres que
González le había prometido conseguir.
Y de paso, comprobar la coartada del mismo González, porque uno nunca
sabe... Y ya que estamos, ¿por qué la tipa usaba peluca? Uno, porque era una
prostituta que se pone peluca para trabajar; dos, porque no quería que la
reconocieran a primera vista si la veían con Gaudet.
Dibujó un asterisco grandote junto a la segunda hipótesis.
Con el rabillo del ojo vio el bulto envuelto en azul terroso y levantó la
cabeza para tropezar con el uniforme que a duras penas contenía la humanidad
de Cáceres.
Me parece que está más gordo.
— Diga, cabo.
— Afuera está González del Río. Quiere verlo.
— Hágalo pasar — juntó los papeles en una pila prolija, separando los
pendientes y metió debajo el informe de Lynch.
González entró escoltado por el cabo, que cogoteaba por encima del
hombro del otro tratando de dilucidar el motivo de la visita. Martello le tendió
la mano y le señaló el sillón mientras cerraba la puerta encima de la barriga de
Cáceres.
¿A que se queda pegado a la puerta escuchando?
Durante una décima de segundo tuvo la tentación de abrir de golpe para
agarrar in flagranti delicto al sospechoso, pero eligió la vía diplomática y abrió
con suavidad para pedir dos cafés. Cáceres, que estaba a dos centímetros de la
solia en clara actitud de escucha policial, se puso colorado como un tomate y
sacudió la cabeza con fervor mientras pegaba media vuelta march camino de
la cafetera.
— Estuve buscando la información que me solicitó— anunció González y
paró para tomar aire.
Martello no abrió la boca y juntó ambas manos en plegaria, en actitud de
atención.
— Pensé que podríamos reunirnos... en alguna parte,... para que...
analicemos los... datos — González estaba sudando.
—Lo invito a cenar a un lugar tranquilo y ahí hablamos.
— Bien, bien— González suspiró de agradecimiento.
— Me hubiera llamado al celular en lugar de venir.
Cáceres entró con los cafés y González esperó a que saliera para continuar.
— Sí, ya sé, pero, bueno, pasaba por acá y... bueno, le quise avisar...
Y tenés un cagazo encima que no se puede creer.
El comisario se puso de pie para despedir a González.
— ¿Le parece bien a las nueve y media en “El Belvedere”?
A Martello no se le escapó la mueca de disgusto apenas contenida de
González. ¿Qué tal si de paso te hago pagar la cuenta? Se mordió para no
sonreir.
Cuando González abrió la puerta para salir, Cáceres estaba paradito en
posición de firmes con un montón de carpetas en la mano. Martello lo midió
con expresión insondable, pero el cabo era inmune a las sutilezas.
— Le traigo estos expedientes para firmar, comisario.
¿Cuánto hace que estabas parado ahí, Cáceres?
— Entonces, a las nueve y media— González se despidió y saludó al cabo
cuando se iba.
— Pase, cabo, y cierre la puerta— susurró Martello —. Esos expedientes
ya los firmé. Están para archivar.
— Aaaah, uy, yo pensé...
— Usted pensó que yo no sabía que usted estaba detrás de la puerta,
escuchando.
Cáceres se puso violaceo.
— La próxima vez, se queda a dormir treinta días en el calabozo.
— Señor, yo...
— Salga, Cáceres. No lo pongo bajo arresto ahora porque tengo la
esperanza, diminuta pero esperanza al fin, de que aprenda.
Cuando el cabo abrió la puerta, la mitad del personal de la comisaría
desfilaba por el pasillo pretextando alguna ocupación impostergable. Martello
lanzó una mirada que nadie osó enfrentar, cerró, se sentó y se tomó el resto de
café frío mientras meditaba sobre la sabiduría del refrán popular que
enunciaba "pueblo chico, infierno grande". Antes de irse y nada más que por
precaución, guardó el informe de Lynch en un cajón bajo llave.
***
Llegó a "El Belvedere" temprano para tener la posibilidad de charlar con
Magda. Todavía no había clientes , ya que los locales solían salir a comer
después de las diez. El restaurante estaba a una media luz intimista y cálida
que le hizo desear que no viniera nadie más. Héctor, el mozo, lo saludó con
una sonrisa y un sacudón de cabeza, y dejó de acomodar copas y servilletas
para ir a la cocina y volver seguido de Magda.
— Qué linda sorpresa — dijo ella y la sonrisa le llegó a los ojos.
El delantal hasta media pierna, las bombachas de campo color arena, el
pañuelo que le cubría el pelo recogido y los zuecos de cocina le daban más un
aire de cantinera de ejército en campaña que de chef de restaurante de élite.
Martello se la imaginó con cartucheras en bandolera al estilo Rambo
cruzándole la remera verde gastada y el conjunto le gustó.
— ¿Ya estás con uniforme de fajina?
— Como para ir entrando en el papel — ella se encogió de hombros.
Magda usaba uniforme de cocinero sólo cuando tenía que asomarse al
salón por algún motivo. Como durante la cena organizada por Gaudet, que
pidió que llamaran a la chef para presentársela. La había hecho sentar para
brindar con ellos y en aquella oportunidad, ella se excusó después de cinco
minutos de monólogo de Gaudet, del que Martello nunca llegó a entender si se
trataba de halagos o sugerencias para mejorar los platos. El comisario aprendió
a reconocer el humor de Magda por sus sonrisas.
— ¿Puedo sugerirte el menú de esta noche? — preguntó ella,
interrumpiendo sus recuerdos.
— Sí, pero estoy esperando a alguien.
Un chispazo de desilusión en los ojos ambarinos disparó una chispa mucho
más intensa en el estómago del comisario
— Ni te imaginás...
Magda enarcó una ceja, pero la mirada había vuelto a ser la de antes.
— Lauro González del Río.
— ¡Me estás jodiendo! — Magda dijo después de un segundo.
Él negó chasqueando la lengua.
— ¿Y lo hiciste venir acá?
— Y me parece que no le gustó nada.
Ella esbozó una sonrisa de gato que se estira al sol mientras planea
comerse al canario.
— ¿Quién paga?
— Mi intención es que pague él.
— Ah, esa la quiero disfrutar . ¿Y a qué se debe el magno acontecimiento?
Magda entrecerró los ojos y Martello se convenció que habia sido gato en
alguna encarnación anterior.
— Asuntos de trabajo.
— Uy, entonces no pregunto más — pero él sabía que ella se moría por
preguntar. Sin embargo, la discreción era una de las virtudes que él más
apreciaba en la gente y Magda también lo sabía.
Charlaron de intrascendencias; ella le elogió la camisa nueva y él se sintió
James Bond. El ruido de la puerta principal los distrajo.
— Ahí llegó tu invitado. Me vuelvo al puente de mando— y sacó la lengua
en dirección de la entrada.
Esperó a González junto a la llegada de la escalera y el mozo los llevó
hasta una mesa junto a uno de los ventanales. Dos cartelitos de "reservado" en
sendas mesas en las otras esquinas del salón bastaron para petrificar la ya
forzada sonrisa de González en una mueca. Martello evaluó como bastante
razonables las probabilidades de que se tratara de conocidos. Si además alguno
era de los que figuraban en la lista del periodista y los veían juntos, las cosas
se pondrían incómodas.
Bueno, ya no hay remedio, el comisario se encogió mentalmente de
hombros mientras le hacía señas al mozo. Su invitado apenas miró la carta y
pidió un plato de pastas con una salsa sencilla. Martello desistió de su plato
favorito en pro de la velocidad del encuentro y también pidió pasta, el vino y
agua sin gas.
Sin poder evitar que los ojos se le desviaran a cada rato hacia la entrada,
González elogió el vino y bebió un sorbo demasiado grande. Llenó la copa de
nuevo antes de que el mozo pudiera acercarse, que cruzó miradas con el
comisario y se alejó de la mesa. El periodista se puso a parlotear sobre las
bondades de tal y cual bodega y Martello asentía, más interesado en la
expresión huidiza de la mirada de su interlocutor que en sus conocimientos de
enología.
Cuatro personas entraron y se quedaron esperando. Un encuentro de pro-
hombres de la localidad. Martello reconoció a uno de los apellidos de la lista
negra entre los "notables" y los saludó con una inclinación de cabeza.
González también saludó, se tomó lo que quedaba de vino en su copa y pidió
otra botella.
El mozo se acercaba con los platos cuando González levantó la voz y sin
aviso previo le entregó una carpeta de cartulina ilustración con los logos de los
medios que dirigía.
— Este es el proyecto del que estuvimos hablando. Me gustaría que le
diera una ojeada y me diera su opinión.
— ¿Puedo quedármelo unos días? — preguntó el comisario, siguiendo el
juego.
— Esta copia es para usted.
Escena siguiente, el comisario abre la carpeta y la hojea despreocupado,
sin demostrar sorpresa o excesivo interés.
Siguió el guión mientras paladeaba el vino. Dos o tres apellidos casi lo
hicieron desistir de sus intenciones pero tuvo la suficiente fuerza de voluntad
como para cerrar la carpeta y dejarla a un costado.
A su invitado le había entrado un apuro repentino que lo hacía atragantarse
y hablar en voz un poco demasiado alta y demasiado despreocupada, acerca de
la nueva programación de CableStar, que incluiría, tal como lo explicaba en el
"proyecto", un programa semanal dedicado a la interacción entre las fuerzas
del orden — policía, bomberos y Defensa Civil — y "la comunidad y sus
objetivos". Martello intercaló un par de frases relacionadas con el
"compromiso social", para no desentonar con las gansadas que estaba soltando
González. Tuvo que esperar a que el otro se metiera en la boca un bocado lo
bastante grande como para mantenerlo callado, para decirle:
— Me gustaría intercambiar opiniones con usted acerca de esto — y
golpeó con un nudillo la carpeta. Lo miró a los ojos como para que no
quedaran dudas de que no estaba hablando pour la galerie y González asintió,
después de servirse lo que quedaba de vino en la segunda botella. Martello
había bebido una copa de la primera y media de la segunda.
Un grupo nuevo entró al restaurante y el mozo los acompañó hasta su mesa
reservada, a mitad de camino entre la mesa de ellos y la de los notables.
Celebraban algún acontecimiento familiar y se lo hicieron saber al mozo a los
gritos. González se relajó un poco y bajó la voz.
— Me llama a mi celular y nos encontramos.
— Apenas lo lea, me pongo en contacto — el comisario se permitió una
sonrisa que no tranquilizó a González.
Los recién llegados eran demasiado ruidosos y Martello se contaba entre
los que preferían comer en un ambiente tranquilo. Los de la primera mesa les
dedicaron amenazadoras miraditas de superioridad, pero los del festejo eran
inmunes a las indirectas y estaban demasiado contentos como para no hacerse
notar.
El mozo retiró los platos vacíos y preguntó por el postre o el café. Martello
hubiera pagado oro por un buen café pero el otro quería irse así que el
comisario se aguantó el síndrome de abstinencia de cafeína y pidió la cuenta.
Había perdido las esperanzas — después de todo, le saqué bastante por hoy, se
consoló — cuando González sacó una tarjeta de crédito de la billetera y la
puso encima de la bandejita con la factura que traía el mozo.
Parece que el vino tiene efectos deletéreos sobre la economía del zar de los
medios.
Se levantaron juntos y se acercaron a la mesa de los vecinos eméritos
ofendidos, que también se ponían de pie para irse, y se saludaron con
apretones de manos y palmazos en los hombros.
— ¿En qué andan, si se puede preguntar? — uno de los hombres señaló la
carpeta con un sacudón del mentón.
— Es un proyecto de educación para la prevención temprana — Martello
abrió el fichero mental de frases de la Regional y sacó la primera que encontró
—. Siempre es más fácil si se trabaja en conjunto con los medios.
González sonreía como si estuviera delante de las cámaras. Los felicitaron
por la "excelente iniciativa". Ellos salieron primero y los notables se
demoraron dándole charla al mozo. Los de la mesa restante no acusaron recibo
de la maniobra de ostentación de desprecio olímpico, lo que terminó de
convencer a Martello de que no eran de la ciudad.
El aire frío le devolvió la expresión sombría a González, que aprovechó la
circunstancia de que sus autos estaban estacionados uno junto al otro.
— Comisario...— era una súplica más que otra cosa.
— Ya se lo dije: no quiero revolver el avispero. Quiero evitar más
desgracias.
El otro no pudo con su oficio de chismoso profesional.
— ¿Averiguaron algo más? — se le acercó para preguntarle y Martello le
olió el alcohol en el aliento.
— Esto — Martello levantó la carpeta—, va a ayudar mucho. Quiero
verificar si las personas que tuvieron o tienen relación con esta gente, también
estuvieron relacionadas con Gaudet.
— Y con Grünebaum.
— Por supuesto.
A la mierda, casi meto la pata.
— ¿Todavía no hay nada?
— La autopsia de Gaudet todavía no terminó, — respondió sin soltar
prenda.
Y que no me pregunte por el otro...
Pero González estaba apurado por irse porque los cuatro vecinos estaban
saliendo del restaurante, así que no preguntó y se metió al auto al tiempo que
lo saludaba. Dejó el estacionamiento antes de que Martello pudiera poner en
marcha el suyo. El comisario se quedó sentado al volante, dudando: quería un
café y charlar un rato con Magda; la dichosa lista de indeseables podía esperar.
Pero los notables estaban todavía ahí y si él volvía, al día siguiente su pellejo
colgaría del árbol de los chismes calientes. Salió despacio, enfurruñado como
un chico. Se fue a dar una vuelta para sacarse el malhumor.
De paso veo si los muchachos de la ronda de la noche están haciendo bien
los deberes.
La avenida principal estaba vacía y la mayor parte de los negocios,
cerrados. En uno o dos boliches de medio pelo, frente a un televisor que
transmitía el clásico de la semana, quedaban los rezagados de siempre: los que
vivían solos y no tenían que "fichar" a horario fijo; los de borrachera solitaria
y silenciosa; los que repartían su desocupación entre el fútbol y el billar. Una
cuadra más adelante vio a la camioneta con pintura camouflage. Martello
seguía sin poder explicarse el curioso concepto por el cual una pick-up
asignada al servicio urbano tenía que estar pintada como si fuera un
UNIMOG. Aceleró y les hizo luces.
— Buenas noches.
— Buenas noches, comisario— se tocaron la gorra —. Todo tranquilo.
— Hasta mañana.
— Hasta mañana, señor.
Recorrió la avenida hasta el final, giró en la diagonal y bajó hasta el cruce
de calles desde donde se veían "El Belvedere", la rampa y el estacionamiento.
Dos automóviles grandes bajaron hacia la calle y se perdieron por la lateral.
¿Cuánto tiempo más tardarían en irse el mozo y los ayudantes de cocina?
Sintiéndose un adolescente, apagó el motor y las luces y se quedó esperando.
Estuvo tentado de encender la luz interior y hojear la carpetita pero lo pensó
mejor y se aguantó la curiosidad. Las luces del salón principal se apagaron.
Martello miró la hora: una y media. Quince minutos después salían los tres
empleados, el más joven de los ayudantes en bicicleta, los otros dos, juntos, en
una moto despintada. El estómago le dio un pinchacito.
Estacionó junto al auto de Magda y subió las escaleras saltando de a dos
los escalones.
— Disculpe, está cerrado— escuchó decir a Magda desde atrás de la barra.
— El último café, por favor— suplicó.
Ella asomó a medias y a él le pareció que se le encendían los ojos.
— ¿El tango o uno doble?
— Doble, bien cargado y con crema.
— ¿No te habías ido?
— Volví por el café. No hay ningún boliche abierto— mintió, y Magda
sonrió complacida mientras preparaba su cappuccino especial.
Se quedaron solos, sentados del mismo lado de la barra. Ella ya se había
cambiado y llevaba una camisa, un jean gastado y sandalias. El pelo suelto le
rodeaba la cara como la aureola de una madonna del Tiziano. Y casi del
mismo color, o eso le pareció a Martello a la media luz intimista. Magda bebió
su cappuccino y se limpió la espuma que le había quedado en los labios con la
punta de la lengua. Antes de pensar en lo que hacía, Martello dejó su café
bebido a medias, le tomó la cara con ambas manos, la besó y se quedó sin
aliento. La boca caliente de Magda sabía a crema, a café y a sexo.
Si no hubiera sonado su celular, quizás hubiera tenido que inventarse una
excusa para sí mismo por lo que había estado a punto de hacer. Que había
bebido de más, que era tarde, que el olor de Magda. Pero el celular sonó y
acabó con todo el abanico de excusas y, sobre todo, con las intenciones del
comisario.
— Martello— masculló entre dientes en el teléfono. Magda se apartó con
renuencia, de eso estaba seguro.
— Comisario— era uno de los agentes de turno en el móvil—, hubo un
accidente. Lo buscamos por el radio pero no podíamos localizarlo.
— Qué pasó— preguntó sin especificar en dónde estaba o qué hacía.
— Lauro González del Río se accidentó. Perdió el control del auto y se
estrelló en la esquina de... — Un cruce intrascendente de dos calles a esa hora
vacías.
¿Cómo mierda...? ¿Estaba tan borracho como para eso?
— ¿Cuál es la situación?
— Lo trasladaron al hospital regional pero acaban de avisar que falleció en
la ambulancia.
— Voy para allá. Cerquen el lugar. Que nadie se acerque al automóvil
hasta que yo llegue. Si hay testigos, que me esperen. Es una orden.
Se guardó el telefonito en el bolsillo del pantalón. Magda bajó los ojos y se
apartó para dejarlo pasar. Sólo entonces Martello notó que todavía tenía el
pulso acelerado y no por las novedades. Estiró una mano y le acarició el pelo y
la cara y ella se la tomó y le dio un beso húmedo en la palma.
— Andá— murmuró ella —. Ya tendremos tiempo.
Él tiró de la mano de ella y la atrajo hacia sí.
— Es una promesa — ella asintió y él la besó con suavidad—. Mía. Yo te
lo prometo.
Se fue antes de cambiar de opinión. Mentira, sabía que no cambiaría de
opinión y que se iría porque era su deber. Ese era siempre el problema. Que
era su deber y él lo cumplía, aún a pesar de sí mismo. Ya le había costado
mucho una vez. No quería que esta vez fuera igual, pero no sabía. Nunca sabía
cuándo perdería lo que creía haber ganado.

7.

Lo último que Martello esperaba era encontrar a los cuatro notables en la


esquina del accidente. Estaban fuera del auto, espiando el vehículo rodeado
por la cinta plástica. Uno de los efectivos de la camioneta impedía el
acercamiento de curiosos: plantado con las piernas separadas, ostentaba el
uniforme camouflage con la diestra posada como al descuido en la culata de la
reglamentaria. El otro miembro de la patrulla se acercó al trote y se le plantó
delante en posición de firmes, igualito que un infante de Marina.
El Dúo Dinámico en acción, pensó con sorna el comisario y rezó porque a
nadie se le ocurriera hacer un movimiento sospechoso que hiciera que los
hombres de élite de la Regional empezaran a los cuetazos.
— ¿Los testigos? — preguntó y el suboficial cabeceó hacia los cuatro
hombres. Martello miró alrededor. Las luces de algunas ventanas se estaban
encendiendo pero nadie asomó, no fuera cosa de quedar pegado y tener que ir
a declarar a esa hora de la madrugada.
El grupo estaba nervioso; uno murmuraba "No lo puedo creer, no lo puedo
creer" y miraba al auto incrustado en el cerco de piedra artísticamente tallada
de una de las casas de la edad de oro de la ciudad. Martello se asomó al
interior retorcido y lo iluminó con la linterna que le alcanzó el suboficial.
Había manchas oscuras y todavía húmedas sobre lo que quedaba del volante y
del asiento del conductor, apenas reconocibles entre pedazos de metal que
desgarraban la cabina desde el motor como los dientes de un saurio
prehistórico.
Este tipo venía en el aire cuando se la dio.
Se volvió hacia el grupo y empezó a preguntar.
Sí, habían visto el accidente. No, no, escucharon el ruido del choque y se
desviaron para ver. Bueno, sí, pero lo vieron justo cuando... bueno, ya se sabe,
¿no?
No, no se sabe así que veremos, pensó Martello y siguió preguntando.
Dejaron el auto y se acercaron. No, no, mucho no, pero vieron moverse al
conductor. Después se dieron cuenta de que era el auto de González del Río.
No, no habían tenido tiempo de llamar al 101: la camioneta llegó enseguida.
En realidad, ellos sólo pasaban y, no, ni idea de cómo había sido. Hablaban
todos juntos, uno encima del otro, apurados, desligándose del asunto lo más
rápido posible.
Martello hizo memoria: González se había ido como alma que lleva el
diablo; mientras él decidía si volvía por el café o se iba, los cuatro hombres
salieron, lo saludaron y se fueron, ni rápido ni despacio. Pero las luces traseras
del auto de González todavía se veían cuando los otros ya estaban en la calle.
El comisario recordó las miradas curiosas de los tipos a la carpeta que
González le había entregado.
Y uno de ellos aparece en la lista... ¿Sospecharían algo? En un lugar en
donde el deporte local es contarse las costillas unos a otros, las sospechas y
suposiciones están a la orden del día.
Mientras los escuchaba atropellarse mutuamente al hablar, una parte de su
mente anotaba preguntas para más tarde. Si habían reconocido el auto de
González y lo habían visto herido, ¿por qué no intentaron ayudar?
Preguntar a los de la patrulla la hora a la que tuvieron la información del
accidente y cuánto tardaron en llegar.
¿Cómo pudo ser que escucharan el ruido del choque y luego vieran el
momento del accidente? Alguien se estaría mordiendo algo más que la lengua.
El comisario se alejó para mirar el auto de los tipos pero no encontró
señales de impacto. Le hizo señas a uno de los uniformados.
— Dejen una guardia en el lugar. Que nadie invada el perímetro del
accidente hasta que llegue el perito. Yo voy a citar a éstos — señaló hacia atrás
con un cabezazo —, mañana, a declarar. Averigüen si hubo algún otro testigo
y me lo informan a mí directamente, ¿está claro? Nada más que a mí—
deletreó. El suboficial chocó los talones y asintió.
El otro uniformado corrió hasta ellos, deseoso de protagonismo.
— ¡Señor! Cuando retiraron al accidentado del vehículo, este objeto quedó
en el interior .
Se ve que el chico estudia el léxico a conciencia, pensó Martello mientras
tomaba la bolsita de plástico de modo que los hombres a sus espaldas no
vieran el contenido. Sin sacar el objeto, dobló con cuidado la bolsa y se la
metió en el bolsillo del saco. Volvió y citó al grupito para el día siguiente. Los
hombres se metieron al auto y se fueron a la máxima velocidad permitida, no
fuera que el comisario cambiara de opinión y los invitara a tomar café en la
Regional.
El día empezó temprano: Martello no había podido dormir. Sin embargo, el
insomnio había sido productivo y ya tenía bastantes preguntas para sus
citados. En la Regional, los decibeles habituales habían aumentado al doble,
en parte debido a la presencia del periodismo local. El run-run alcanzó niveles
de griterío y Martello levantó el teléfono para interiorizarse de la situación.
— Insisten en hablar con usted, señor— Bustos jadeaba del otro lado del
auricular, lo mismo que un corresponsal de guerra en el momento del
bombardeo.
Cómo te gusta el show, Bustos...
— Todavía no hay declaraciones— cortó a sabiendas de que Bustos haría
su numerito ante la prensa.
"El comisario no hará declaraciones. No, señor periodista, no insista. No,
no podemos adelantar ningún tipo de información". La pantomima continuaba
hasta que algún persistente deslizaba alguna clase de soborno más o menos
leve en las manos del cabo: entradas para un festival folclórico o la próxima
presentación del grupo tropical de moda; vales para cenas gratuitas en las
parrillas más conspicuas de la ciudad. Dinero, nunca. Eso sí era criminal y
Bustos no comía vidrio. Lo otro podía disfrazarse de sincera amistad,
generosidad de los medios gráficos o cualquier otra frase obvia pero eficaz
para desviar las sanciones hacia otra parte. Y entonces, luego de la dádiva, el
cabo soltaba prenda a cuentagotas, como si se tratase de secretos del
recontraespionaje.
Todavía no había informe forense, así que no había mucho para alimentar
el fogón del chismerío local, pero Martello no tenía duda alguna de que el
ansiado reporte sería leído por muchos ojos de la Regional antes que los suyos,
nada más que para retribuir los favores recibidos. Y cuando leyeran el dosaje
de alcohol en sangre del occiso, saltarían chispas de los teléfonos.
Levantó el interno para pedir café y Cáceres le anunció que los testigos
habían llegado.
— Haga pasar a uno y llámeme por el interno en diez minutos.
El primero en entrar a su despacho fue Santiago Saguie, uno de los ilustres
miembros de la lista de González. Martello hizo un esfuerzo por no apretar los
dientes.
Saguie pertenecía a la clase alta de la ciudad, aunque nadie recordara muy
bien a qué se había dedicado en sus años mozos. Era obvio que lo que hubiera
hecho para subsistir le había alcanzado para adquirir y restaurar una de las
mejores propiedades antiguas de la ciudad: un chalet en la falda de la montaña,
enmarcado por pinos, cipreses y cedros azules dispuestos con arte. Una
ubicación privilegiada por varios motivos: la vista panorámica, la belleza de la
construcción en piedra y el aislamiento. El chalet era visible desde varios
kilómetros a la redonda, pero no así su acceso, siempre oculto por el monte
que cubría los alrededores y protegía la casa de chismosos. Al mirar a Saguie
nadie jamás hubiera dicho que el viejo se anotaba en las joditas, con ese
aspecto de prócer en el ostracismo.
Martello le preguntó si quería un café pero Saguie negó con la cabeza, así
que pidió uno para él. Necesitaba esa dosis de cafeína. Y una o dos más
también: el dolor de cabeza lo rondaba como un perro con hambre.
— Y tráigame una aspirina, Cáceres — dijo en tono lo suficientemente
medido como para el cabo comprendiera que la orden debía ser cumplida de
inmediato y así lo hizo, presentándose en tiempo récord ante la superioridad
en posición de firmes, con la taza de café y la aspirina.
— ¿Cómo fue que se encontraron anoche con González? — preguntó el
comisario luego de atragantarse con el café y el comprimido.
— No nos encontramos... — Saguie replicó seco.
— Me expresé mal: cómo fue que se lo cruzaron en el momento del
accidente.
— Ya le dijimos anoche: escuchamos el ruido del choque, estábamos cerca
y llegamos al lugar.
— ¿Cómo supieron adónde ir?
— A esa hora no había mucha gente en la calle. Dimos un par de vueltas y
lo encontramos.
Estaban en la avenida principal, a tres cuadras de donde había ocurrido el
accidente. Martello le recordó que uno de ellos dijo que habían visto el
accidente. Saguie no sabía, no lo recordaba: él se acostaba temprano y aquella
salida estaba fuera de sus horarios, así que se había quedado medio dormido.
Cosas de viejo. Al preguntarle precisiones sobre la hora, Saguie vaciló entre
las doce y media y la una de la madrugada. El interno sonó puntualmente y
Martello respondió.
— ¿Me disculpa un momento? Enseguida vuelvo.
— ¿Demorará mucho? Tengo cosas que hacer.
— Cinco minutos— y salió sin darle espacio a Saguie para protestar.
Afuera, le hizo señas a Cáceres y el cabo se acercó al trote a recibir
instrucciones. Martello no acababa de entrar a la oficina vacía de su superior
— que sólo se ocupaba una vez al mes, cuando el jefe de las Regionales hacía
su visita —, que Cáceres apareció escoltando a otro testigo.
Se ve que la ensalivada de culo que le pegué el otro día funcionó. No hay
caso, son todos hijos del rigor.
Las preguntas a Otto Koppf fueron parecidas a las que le hizo a Saguie y
las respuestas, casi calcadas. ¿Dormitaba en el momento del accidente? Por
supuesto que no, respondió el hombre, extrañado. Dejó a Koppf en la oficina y
se encerró con los dos restantes: Alberto Straub y Humberto Russo.
La familia Straub figuraba entre las fundadoras de varios hoteles. Cuando
el manejo de los negocios recayó en manos de hijos y yernos, prolijamente se
ocuparon de irse casi a la ruina con la excusa del deterioro de la economía
nacional y los ministros ad-hoc; el desprestigio del turismo interno; los
impuestos exactivos que los intendentes pretendían cobrarles justo a ellos, que
colaboraban con el municipio regalándole estadías y agasajos baratos para las
"estrellas" invitadas a los festivales; o las cenas proselitistas con vino barato
incluído, para recaudar fondos para el político local de turno y de paso ganar
unos porotos. ¿Y encima tenían que pagar semejantes impuestos? ¡Si la
temporada era cada vez más corta y los turistas gastaban cada vez menos! No,
si a un trabajador honesto no lo dejan vivir en este país, y allá iban los hijos y
los yernos con 4x4 nuevas cada dos años, Brasil y Punta del Este, alguna
escapada a Miami, "compromisos de negocios" en Buenos Aires y demás
necesidades sociales que los dejaban sin fondos para pagar al Fisco, arreglar
las goteras cada vez más grandes, o cambiar las alfombras desgastadas de los
otrora hoteles de varias estrellas.
Russo confirmaba el dicho popular que rezaba: "Padre estanciero, hijo
caballero, nieto pordiosero". Heredero de campos en el sur de la provincia, se
había dado la buena vida en su juventud y subsistía con el alquiler de esos
mismos campos que había descuidado y que ahora ponía en manos de
arrendatarios más o menos cumplidores, todo dependía de la cosecha.
Koppf era propietario de varios locales comerciales en la ciudad que
administraba hábilmente y sin intermediarios, pero su fuente principal de
ingresos eran los préstamos usurarios. Era preferible deberle plata al Fisco que
a Koppf, cuyas espaldas estaban cubiertas por abogados capaces de ejecutar —
en el sentido procesal del término—, a tu vieja, tu hija y tu hermana juntas
para cobrar la deuda. Straub y Russo vivían de las apariencias y de los
préstamos a cuentagotas de Koppf, que no comía vidrio y no les daba más de
lo que le podían devolver. Y en todo caso, si la deuda crecía, siempre estaban
las propiedades. La sospecha generalizada aunque no verbalizada en la ciudad
era que, a cambio de los favores recibidos, Straub y Russo hacían las veces de
cobradores para Koppf.
A esas alturas, Martello no esperaba escuchar algo distinto de los dos
últimos. Era obvio que al menos tres de ellos habían concertado qué decir.
Se habrán pasado la noche estudiando el libreto.
Eso no le importaba. La contradicción que buscaba estaba en otra parte.
Llamó a Cáceres y le pidió que trajera a Saguie a la oficina de la jefatura
mientras él escoltaba a Straub y Russo al mismo lugar. Los cuatro hombres
intercambiaron miradas rápidas y se sentaron algo rígidos en las sillas
incómodas que Cáceres y Bustos trajeron.
Todavía de pie, Martello metió una mano en el bolsillo como si buscara
algo y un teléfono celular empezó a chillar. Russo sacó su aparato, miró la
pantallita titilante y casi dio un salto en la silla.
— ¿Algo importante? — preguntó solícito el comisario. Russo estaba
pálido mientras respondía a un interlocutor que ya había cortado la
comunicación.
Segundos después, otro celular sonó y el que saltó fue Straub, con el
mismo resultado. Nuevo chirrido, nuevo sobresalto de Russo. Koppf y Saguie
los miraban sorprendidos.
Martello se acomodó en el sillón de la jefatura y sacó un teléfono celular
de su bolsillo. Tecleó y les mostró a sus invitados la pantallita del teléfono
celular que el suboficial había encontrado en el auto accidentado la noche
anterior.
— Éste es el teléfono de González. Anoche, unos minutos antes del
accidente, ustedes lo llamaron tres veces desde sus celulares. Aquí están los
números y así es como yo acabo de llamarlos. ¿Qué era eso tan importante que
tenían que decirle a González?
— ¡Por Dios, comisario, qué broma de mal gusto! — chilló Russo.
— ¿Creyó que lo llamaba un muerto? — replicó Martello.
— ¡No es gracioso!
— Ya lo creo que no. ¿Podría decirme de qué tenían que hablar con
González en el momento de su accidente?
— No creerá que... — Straub amagó a dfenderse.
— Yo creo nada más que en las pruebas.
Koppf, Straub y Russo se encerraron en un mutismo tozudo. Saguie,
seguro de que el palo no era para él, se acomodó en su silla y se permitió
esbozar una sonrisita que le llegó a los ojos verdes medio velados por los
párpados arrugados. ¿Entonces, es un asunto de los otros tres? ¿González le
debía plata a Koppf? Decidió apretarlos un poquito y puso su mejor cara de
efigie funeraria etrusca.
— Señores, puedo pedir que se rastreen sus llamadas. Mientras me llega
esa información, puedo decidir dejarlos detenidos en calidad de imputados por
homicidio.
El sobresalto les cortó la respiración a los tipos.
— También puedo volver a preguntarles porqué llamaron a González
anoche tantas veces, y ustedes pueden responder honestamente y salir de esta
comisaría libres de culpa y cargo mientras yo me olvido de los cargos por
falso testimonio.
Koppf apretó los labios hasta que le quedaron blancos. Russo y Straub
estaban paralizados, a mitad de camino entre la lealtad hacia su benefactor y la
posibilidad de pasar unas vacaciones en los calabozos de la Regional. Saguie
le dedicó una mirada fría que no transmitía nada.
Koppf aflojó para alivio de sus secuaces
— González del Río tenía una deuda importante conmigo. Lo único que
queríamos era sentarnos a tomar un café y charlar sobre el asunto. Llegar a un
acuerdo amigable. Les pedí a los muchachos que lo llamaran. Yo no uso
celular, soy medio viejo y no me acostumbro— sonrió de costado.
El Provenzano local. Me imagino la clase de "acuerdo amigable".
— ¿Y entonces?
— Lo llamamos una vez y cortó. Vimos pasar el auto y lo seguimos.
Llamamos de nuevo. Él iba muy rápido. Muy rápido— Koppf meneó la
cabeza y frunció el ceño.
— ¿Quién manejaba de ustedes?
— Yo — dijo Russo.
— ¿Lo persiguieron?
Hubo una pausa larga y Straub continuó.
— Queríamos hablar con él. Bien, sin quilombos. Cuando nos acercamos,
él aceleró y se alejó muy rápido. Él — Straub señaló a Russo con un cabezazo
—, lo llamó, quería decirle que se tranquilizara, pero González del Río no
atendió. Me pareció que quería doblar cuando... cuando se estrelló en esa
esquina. Fue un accidente, Dios mío, iba como un loco — el hombre enterró la
cara entre las manos.
Russo meneaba la cabeza y Koppf había bajado la mirada al suelo. El
único que no mostraba impacto alguno era Saguie.
Se sabe limpio. Pero entonces, ¿qué mierda estaba haciendo con estos tres?
Martello anotó mentalmente una cita privada con el viejo.
El ring del teléfono cortó el aire como con una navaja.
— Comisario, el ingeniero Borrelli para usted — anunció Bustos del otro
lado.
— Ya voy. Páselo a mi oficina — y a los cuatro —: espérenme, por favor.
Borrelli era el perito mecánico y accidentológico. Uno de los mejores de la
provincia, había que admitirlo, pese a su deformación profesional de
explicarlo todo con lujo de detalles. Cuando la cosa se puso seria y Borrelli
empezó a describir la fórmula para el cálculo de la energía frenante en el
momento del impacto, Martello consideró que lo más saludable para su dolor
de cabeza era una pregunta específica.
La respuesta del perito lo dejó sin habla durante diez segundos: el auto de
González del Río no tenía una gota de líquido de frenos. ¿Podía haber sido
intencional?, preguntó, y Borrelli estuvo de acuerdo en que era una
posibilidad. A Martello se le cayeron algunas hipótesis al suelo. ¿La luz testigo
de bajo nivel de líquido de frenos no funcionó?, preguntó. El estado del auto
no permitía saber si estaba operativa en el momento del impacto. Si además,
como lo demostraba la evidencia de las marcas de neumáticos, el conductor
había intentado maniobrar y frenar, el sistema había expulsado el poco líquido
que le quedaba y el resultado era el que tenían entre manos. Borrelli prometió
adelantarle la pericia completa por fax y se despidieron.
Con la nuca apretada por la mano de un gigante malhumorado de la
mitología germana, Martello intentó pensar. Si Koppf de veras quería
recuperar su deuda, no liquidaría a González antes de pagarla. No tenía sentido
que le hubiera mandado sabotear el auto. Sin embargo, su persecución desató
la tragedia. Los hombres habían sido partícipes involuntarios del homicidio
que alguien más había organizado.
Volvió al despacho en donde estaban los cuatro y les dijo que podían irse,
no sin aclararles que no salieran de la ciudad y que los citaría nuevamente. No
dijo una palabra acerca del informe de Borrelli: después de todo, todavía era
secreto de sumario.
De vuelta en su oficina, la nausea se hizo dueña y señora de su miserable
existencia. Llamó a un agente y lo mandó urgente a la farmacia a comprarle su
droga dura preferida: ergotamina con dipirona. Tenía decidido ver a Saguie esa
misma tarde y ningún dolor de cabeza lo haría retroceder.
***
Dos comprimidos-bomba más tarde, el dolor de cabeza había cedido y
nada más quedaba la nausea. Una molestia menor, comparada con el martirio
previo. Sin almorzar para evitar incidentes desagradables — vomitar lo
asustaba desde que tenía uso de razón—, se subió al auto y condujo hasta la
casona de Saguie.
El paisaje era bellísimo y la casa brillaba en la mitad de la cuesta como una
perla berrueca. Pero tan pronto como se tomaba el camino de acceso lleno de
vueltas y de árboles, dejaba de ser visible. Desde la pequeña explanada delante
de la casa, Martello pudo verificar que desde arriba las curvas del camino
estaban bien a la vista.
El que diseñó el acceso era un maestro del camouflage.
Llamó a la puerta y Saguie en persona abrió. Si estaba sorprendido, el viejo
se cuidó de ocultarlo. Lo invitó a pasar con cortesía y le ofreció algo para
tomar, pero el comisario ya había cubierto su dosis de alcaloides así que
declinó con gentileza.
— Si no le molesta, estaba a punto de servirme un té.
— No hay problema.
Saguie tenía la camisa arremangada y Martello se anotició de los pinchazos
en el antebrazo. ¿Sería adicto? Bueno, él no estaba ahí para eso en ese
momento. Paseó la mirada por la habitación. Ahí estaba la consabida vitrina
con objetos preciados por su dueño. En el interior se exhibían armas de fuego:
una pistola MAB, una MAC-50, un revólver Manurhin y otra pistola más
pequeña que no reconoció; una plaqueta, boinas, divisas y charreteras con el
dorado ennegrecido por el tiempo. La plaqueta estaba dedicada a "Colonel
Jacques Saguie, ses copains et amis — Argel, 1962".
Saguie volvió con la taza y Martello comprendió que en la casa no había
personal de servicio. Tampoco había ese desorden cálido y querible de una
casa habitada por varias personas. El hombre vivía solo y se las arreglaba
bastante bien, por lo visto.
— Ah, mis pequeños trofeos— sonrió Saguie y por primera vez Martello
advirtió la levísima guturalidad de las erres del hombre—. Recuerdos de
juventud. Tuve que dejar el frente cuando la diabetes me declaró su guerra
personal.
Martello respiró un poquito más tranquilo: los pinchazos eran de insulina.
Y también entendía un poco mejor el orden estricto de la casa.
— Bien, lo escucho, comisario— dijo el viejo, acomodándose en el sillón
para tomarse el té, y Martello tuvo la sensación de que el interrogado era él
mismo.
— Quise verlo en privado porque me quedaron algunas dudas. Creo que
entendí perfectamente porqué sus compañeros tenían interés en reunirse con
González, pero no veo sus propios motivos.
— Estaba en el auto con ellos, nada más.
— Y antes habían cenado juntos.
— Así es. Un encuentro de amigos.
— No sabía que Koppf tenía amigos.
Saguie se rió entre dientes.
— Es cierto que no tiene muchos. Pero conmigo tiene una buena relación.
— Por lo visto, usted no le debe plata.
— No, gracias. Entre mis medios de subsistencia no están los préstamos de
usurero. Todavía puedo ganarme la vida por las mías.
Si Saguie lo hubiera dicho humildemente, quizás Martello no hubiera
saltado como lo hizo, reflexionó más tarde. Pero el tonito de suficiencia del
viejo lo irritó. Lo estaba acicateando, casi invitándolo a preguntar lo que no
debía. Y Martello vivía precisamente de eso: de preguntar lo que no debía.
— Por ejemplo, alquilando su casa para orgías — largó sin poder
contenerse más.
— ¿Es una acusación? — devolvió Saguie, impertérrito.
Martello sacó dos videocasetes de la bolsa que traía consigo.
— Si tiene una videorreproductora se los puedo mostrar, así le refrescan la
memoria.
Ni siquiera entonces el viejo pestañeó o perdió la sonrisita sobradora.
— Ah, siempre el mismo asunto dando vueltas. "Las acciones privadas de
los hombres..." Eso dice su Constitución, ¿no?
— Pero si esas acciones privadas afectan a menores de edad, entonces la
Constitución autoriza a caerles encima a los hombres con todo el peso de la
ley.
El viejo se bebió un buen trago de té antes de responder.
— Por lo general soy discreto. Es lo que se espera de mí. Mi discreción me
jugó una mala pasada en esa oportunidad. Por supuesto nunca participé de
esos encuentros. Sufrí mucho durante todo el proceso, se lo aseguro.
Martello aguantó la mueca sardónica: "encuentros "
Claro, te habrás quedado sin alquilar el bulín durante un tiempito largo.
— Dígame, Saguie, ¿no le afecta que lo consideren un vulgar alcahuete?
— Vamos, comisario, usted no puede ser tan inocente. ¿De qué se cree que
viven los hoteles de esta zona en el invierno? De las trampitas de los
ejecutivos, empresarios y funcionarios provinciales, que son capaces de
recorrer más de doscientos kilómetros para divertirse en privado. Esto no es
Buenos Aires.
— Y usted les ofrece mucha privacidad y discreción.
— Recibo parejas que buscan un refugio menos conspicuo. Aquí no hay
registro de pasajeros. Sólo vienen amigos o recomendados por amigos, que
invito a pasar una noche o un fin de semana. Me ocupo de la comida, el
desayuno, la ropa limpia. Muchas veces no sé ni con quién vienen.
— Como con el asunto de los videos.
— Ese fue un error, lo admito. Gaudet podía ser muy convincente, y nunca
aclaró que se trataba de menores. No fui procesado. Ni siquiera estaba en la
casa cuando ocurrieron los hechos.
"Los hechos". Eufemismo por "arruinar la vida de mocosos inocentes". Y
lo dice tan tranquilo.
— ¿González se contaba entre sus amigos?
— Venía — dijo sin aclarar nada.
— ¿A menudo?
— Podría decirse que con cierta frecuencia. No llevo registros, ya le dije.
A esas alturas de la conversación, Martello había llegado a varias
conclusiones. Una de ellas, que Saguie mentía acerca de los registros. ¿Para
qué insistir tanto con algo que no hacía? Porque sí lo hacía pero no quería que
lo supieran quienes no debían. ¿Y para qué guardarse la info? Para usarla
cuando hiciera falta, claro. ¿Y dónde había adquirido "le colonel Saguie" esos
hábitos tan particulares? No en el ejército francés. Pero muy posiblemente en
el servicio secreto francés, en Argelia.
Un profesional del apriete, eso es lo que eras en Argelia. Y no te retiraste
por la diabetes. Te sacaron cuando vieron que perdían la guerra y te mandaron
bien lejos, para lavarse las manos de tus cagadas respaldadas por el Estado.
¿Qué hiciste durante nuestros años de plomo, Saguie? ¿Diste clases en algún
centro clandestino de detención?
Profesional contra profesional, Martello sabía que ese no era su momento.
Tendría que esperar la oportunidad.
— Una última pregunta y me voy — Saguie lo miró con educado interés
—. La información que usted no tenía sobre González, ¿la conocía Koppf?
El viejo sonrió como un gato que se acaba de comer el pescado.
— Si yo tuviera datos que no tengo, no los ofrecería gratuitamente al
primer recién llegado.
La respuesta tenía varias interpretaciones y Martello eligió una: Koppf le
pagaba al viejo por la información. Pero tenía que ser algo tangible y no
simple chusmerío. ¿Fotos? ¿Filmaciones? No podía meterse en la casa de
Saguie sin una orden de allanamiento, a buscar pruebas...¿de qué? ¿De los
adulterios de media provincia? ¿De las medidas extorsivas de Koppf para
cobrarle a sus escasamente inocentes incobrables? "Las acciones privadas de
los hombres..." Pero había un muerto: González. No, uno no: tres, aunque
Grünebaum no contara. Si Saguie no estaba en la casa cuando ocurrieron los
hechos, entonces ¿por qué González habría incluído a Saguie en la lista?
¿Querría asustarlo para sacárselo de encima? ¿O recuperar la información que
Saguie "no tenía" acerca de él? Nunca se le había ocurrido que González
pudiera usar la bendita lista para su propio beneficio.
Soy un pelotudo de primera clase. Me quería usar para sacarse de encima a
Saguie y de paso a Koppf. Y yo me tragué el anzuelo.
Pero González estaba muerto; Saguie, limpio, y Koppf, sin poder cobrar la
deuda.
Se levantó con lentitud para que los jirones de nausea, todavía presentes,
no lo hicieran vacilar.
— ¿Puedo hacerle una sugerencia, comisario?
— Por supuesto.
— Yo, en su lugar, le preguntaría a Koppf por el motivo de los préstamos a
González del Río.
— Gracias. Es lo que pensaba hacer.
Manejó despacio cuesta abajo mientras pensaba que Koppf sería el más
interesado en preservar la salud de González.
Entonces, ¿por qué este hombre inculpa a Koppf? No, no a él, sino al
"motivo".
Un motivo que Saguie conocía bien.
Un amante. Hombre o mujer, seamos amplios de criterio.
¿Sabotearon el auto de González por celos? Tendría que ir a ver a la viuda
de González. Eso sí, esperaría hasta después del entierro: antes, sería de mal
gusto.

8.

Ella pasa. Los hombres la desean con rabia y la rabia se les reconcentra en
la entrepierna. Ella lo sabe y demora un poco más en pasar, para que puedan
extender su deseo y su rabia hasta el límite de lo decente. Alguno suelta una
guarangada, pero es nada más que calentura sin literatura: alguien un poquito
más educado diría algo menos grosero. A ella no le importa: la obscenidad que
le dedican es una muestra más de la admiración que despierta.
Pasa apartándose de la cara la cabellera siempre revuelta; se enrosca un
rulo en un dedo, lo suelta y se chupa el dedo, distraída. Pero está atenta a las
miradas venenosas de las otras mujeres que envidian su belleza vulgar; que
critican sus labios demasiado voluptuosos, delineados como los de una
vedette; que rehuyen sus ojos siempre maquillados para simular una sorpresa
que está lejos de sentir.
Le gusta el juego de provocar y el de las habladurías, porque sabe que
todos hablan de lo que no conocen. Ella elige a sus amantes entre los hombres
temerosos del escándalo. ¿Para qué complacer a un soltero que se vanagloriará
de su conquista, cuando los casados son discretos a la fuerza? Además, el
estado civil de sus víctimas le permite obtener sus verdaderos objetos de
deseo. Porque ella no desea al hombre sino lo que pueda conseguir de él.
Quizás sea ese el verdadero motivo de la generalizada aversión femenina que
despierta. Ella consigue lo que las otras no pueden y lo exhibe en un
despliegue de poder femenino que se cree inmune a la maledicencia y la
envidia.
Se ve que no conoce el verdadero peligro que corre. La envidia mata.
*
Una noche de descanso hace milagros y Martello era creyente devoto. Se
despertó a las seis y media, despejado y muerto de hambre porque tampoco
había cenado. Saltó de la cama y se preparó mate. Después de la ducha hizo un
poco de tiempo para esperar a que abriera su bar favorito, que era el que
conseguía las mejores medialunas de la ciudad, hazaña nada despreciable
teniendo en cuenta la escasez de pasteleros dignos de tal nombre en la
localidad.
A las ocho se acomodó en un rinconcito tibio, lejos de las ventanas del
local, y se despachó media docena de mediaslunas de un tirón, rociadas con
dos tazas de café con leche mientras leía los diarios de la mañana. Los diarios
de Buenos Aires no habían llegado todavía, pero él ya casi no los leía. A veces
le parecía que Buenos Aires estaba en otra dimensión, lejana, indescifrable e
impermeable a las minúsculas miserias de todos los días del interior.
Monstruosa y megalocefálica, su vientre de dimensiones cósmicas devoraba
las catástrofes que ella misma producía. Las relaciones interpersonales morían
ahogadas en el mar del anonimato del ascensor de una torre de Catalinas.
Buenos Aires te vomitaba en la cara su esplendor, su poderío y su indiferencia
con las multitudes que todos los días y a cualquier hora, salían de los trenes,
los colectivos y los subtes, los edificios-torre y las villas, sin mirarte, sin
hablarte y sin pedir permiso. No había lugar para el chisme diminuto y
meticuloso que reunía a los vecinos en la cola del banco, ni para la charla
morosa en el mostrador del almacén. Todo era instantáneo: debía serlo para
poder sobrevivir.
Él lo había intentado y había fracasado. Hacía mucho, ¿o quizás no tanto?,
con Laura. Todavía le dolía, llaga que se negaba a curarse y que él ocultaba
pudoroso para que no le vieran la carne y el alma lastimadas. Había intentado
entenderla, contenerla y amarla, pero Laura se alejaba cada vez más, perdida
en sí misma. Él no había visto — o no había querido ver —, el mal que le
carcomía la mirada hundida y la voz cansada, dejándola sin fuerzas para
querer seguir viva. Él había creído que podría ayudarla y no entendió que
Laura estaba más allá de todo auxilio. Como la noche en que llegó y la
encontró amortajada en su propia piel, tirada en la cama de sangre, con los
ojos enormes que lo miraban para siempre.
Durante un tiempo anduvo a los tumbos, sin poder explicarle a nadie que
ese día él no quería llegar tarde, que estaba preocupado por ella, que la quería,
que se sentía culpable.
Después, cuando aceptó la ayuda que a Laura no le había bastado para
salvarse, le explicaron que no era su culpa. Que Laura estaba
inalcanzablemente enferma y que él solo jamás hubiera podido redimirla de su
frenesí de muerte. Trató de comprender y logró hacerlo intelectualmente, lo
que le resguardó la vida y la cordura. Pero en su corazón perduraba todavía el
reproche que los ojos muertos de Laura le gritarían cada día de su existencia.
"Usted no la mató", le había dicho el psiquiatra. "La ayudó todo lo que
pudo, la trajo a la consulta, la alentó con los tratamientos. Los trastornos
maníaco-depresivos no se curan, se manejan. Laura llegó a un punto más allá
de cualquier ayuda. Lo único que la hubiera salvado del suicidio hubiera sido
la internación, y a la larga eso quizás también la hubiera matado. Viva en paz."
Así que para vivir en paz se alejó de esa Buenos Aires que lo espantaba
porque no la entendía, como no había entendido a Laura.
¿Había alcanzado la paz? En parte. La rutina del trabajo mantenía a raya
sus fantasmas casi todo el tiempo, tanto que creyó estar curado. Entonces
conoció a Magda y la llaga supuró. Pero él se rebeló, porque quería vivir y
aunque tenía miedo de empezar de nuevo, tenía el coraje de atreverse.
— ¿Jefe, le cobro?
— ¿Eh? Sí, Ramón, cóbreme que se me hace tarde.
Los teléfonos de la Regional hervían.
— ¡Comisario! — gritó Bustos tapando el micrófono de uno—. ¡Llamó el
forense, que lo llame!
Cabeceó un sí y se escabulló antes de que Cáceres le pusiera al habla con
un noticiero de la capital. El cabo hacía señas como un molino de viento
mientras farfullaba "¡Canal 10! ¡Canal 10!" y señalaba el auricular, excitado.
— No hay declaraciones. Todo está bajo secreto de sumario— y le hizo un
gesto con la mano para que contestara en su lugar.
Cáceres pareció crecer: cuadró los hombros y repitió la frase sin comerse
ni una ese final. Bueno, la frase tenía una sola. Cerró la puerta y llamó a
Lynch, que le informó lo que él ya sabía: que González estaba alcoholizado la
noche del accidente. Martello lo puso en antecedentes sobre el peritaje
mecánico. Lynch se quedó en silencio y después dijo:
— Una combinación fatal. Si hubiera estado sobrio, quién sabe se salvaba.
Si yo no lo hubiera dejado ir, así, medio borracho... Se reprochó pero se
guardó la información. No hubiera tenido modo de detenerlo, asustado como
estaba González, a menos que lo hubiera arrestado por ebriedad.
Y uno no hace eso con sus invitados.
Golpearon a la puerta, dijo "Pase" y el agente Álvarez entró con la pila
habitual de papelería para firmar. Escabullida entre los expedientes para
archivo, estaba la planilla mensual de gastos. La revisó a conciencia para
asegurarse de que se correspondía con sus propios registros y encontró una
diferencia en el rubro "Combustibles". Salió del despacho planilla en mano,
para verificar con los responsables de los patrulleros cuándo se había
producido la erogación extraordinaria. No sería la primera vez ni la última que
algún uniformado — de cualquier rango y número de galones, eso lo había
comprobado durante su estadía en la Central provincial —, llenara su propio
tanque a expensas del presupuesto oficial.
El inconveniente se solucionó cuando ingresaron los hombres de la patrulla
nocturna. Sí tenían el vale con la autorización pero no habían cargado el
combustible la noche anterior sino ese día por la mañana. Le entregaron el
ticket de la estación de servicio y Martello, en paz con su conciencia, agregó el
dato y firmó la planilla. Se la estaba entregando a Álvarez cuando entró un
hombre de aspecto consumido y piel oscura y resquebrajada por años de sol
impío, como muchos de los lugareños históricos. Miraba para todos lados, sin
saber a quién dirigirse. La agente de turno en el mostrador lo llamó dos veces:
"Señor, señor", y el hombre la miró sorprendido. Se acercó y habló en
susurros, lo mismo que en un confesionario. Martello, que le daba la espalda al
hombre, vio los ojos de la agente abrirse con alarma. La mujer hizo que el
hombre se sentara y lo llamó.
— Comisario, este hombre dice haber encontrado un cuerpo.
Martello volteó y lo miró, y el hombre le sostuvo la mirada.
— Tómele la exposición.
— Venga, señor— la agente llamó al hombre y lo hizo pasar detrás del
mostrador mientras se acomodaba delante de la tatarabuela de las máquinas de
escribir eléctricas. Con voz monótona y dicción empastada por la falta de
varias piezas dentarias, el hombrecito desgranó la historia de su hallazgo.
Martello preguntó si podía acompañarlos en un móvil para señalarles el
sitio exacto y el hombre asintió. Sentado junto al conductor, les indicó el
camino. El comisario seguía sin habituarse al uso local de desconocer los
nombres de calles, avenidas, rutas y puntos cardinales, y en cambio guiarse
por la topografía del paisaje para llegar a cualquier parte. Menos mal que sus
subordinados eran nativos y conocían los cruces por los árboles, las ruinas de
algún almacén de ramos generales de tiempos idos, o la casa de algún vecino
más o menos conspicuo que servía de mojón. Martello se sentía un explorador
del África Negra de los tiempos de Livingston buscando las fuentes del Nilo y
pifiándole fiero.
Sin embargo, inclusive él se dio cuenta de que no iban camino del sitio en
el que habían encontrado el cuerpo de Gaudet y se desilusionó. Casi había
abrigado la macabra esperanza de que el hallazgo tuviera relación con la
muerte del empresario.
Bajaron con cuidado por el barranco, agarrándose de ramas retorcidas
llenas de clavel del aire y de raíces viejas desenterradas. El suelo estaba
cubierto por un colchón de hojarasca que olía a leve podredumbre vegetal. A
medida que descendían el olor cambió, volviéndose cada vez más dulzón y
penetrante hasta hacerse ofensivo. El olor nauseabundo de la carne muerta.
— Aiá,— el hombre señaló un bulto y se los quedó mirando con ojos de
perro hambreado. Estaba claro que él no volvería a bajar.
Martello se cubrió la boca y la nariz con un pañuelo y avanzó cuesta abajo.
El bulto exhibía jirones mugrientos de prendas de vestir rojas. Mechones de
pelo húmedo y revuelto cubrían piadosamente lo que había sido un rostro. En
el cuello brillaban una cadena y algo más. Se acercó aguantando la respiración
para ver mejor el dije: una "S" dorada, dentro de un circulo. El anular
izquierdo aparecía deformado en la base por un anillo, también dorado. Sin
tocar nada, trepó por la pendiente y le hizo señas a sus acompañantes, que se
habían quedado quietecitos en donde estaban. Quién sabe si la parálisis se
debía al azoramiento ante la audacia de su superior o el espanto por la
posibilidad cierta de encontrarse cara a cara con un cadáver en no muy buen
estado de conservación. Martello se guardó las opiniones sobre su personal
subalterno y llamó a la morgue.
***
De vuelta en la Regional, Cáceres se acercó presuroso con un café caliente
y el comisario aprovechó para pedirle que verificara las denuncias recientes de
desapariciones de personas. En la cocina, el mate esperaría a los valientes
agentes del orden que habían llevado a cabo el operativo de recuperación del
cuerpo, así que mejor que el oficial de mayor rango de la Regional se armara
de paciencia. La paciencia tampoco le vendría mal cuando empezaran los
llamados al directo del mencionado oficial tan pronto como se conociera la
noticia del nuevo óbito. Demasiadas muertes en demasiado poco tiempo para
un sitio como éste. En cualquier momento me empiezan a tirar de las bolas,
meditó Martello camino de su oficina, acompañado del único testigo del caso.
Repasó la declaración mientras el hombre esperaba con paciencia y
expresión tótemicas.
—¿Qué hacía en ese lugar? — preguntó con brusquedad.
— Y... sé andar juntando leña chica p'a l'estufa. A vece' sabe habé tronco'
má grande y entonce' voy con lo' hijo' p'a que m'ayude a cargálo.
¿Cuándo había ido a juntar leña por última vez?, Martello insistió, sin
dejarse conmover por la imagen del padre abnegado socorrido por su prole.
Esa mañana, claro. ¿Y antes de eso? El hombre hizo memoria.
— La semana pasá. Dispué no hizo frío, pero antiiér empezó juerte otra vé,
asi que me jui a juntá.
¿Vivía cerca? Y sí. ¿Cuánto? Unas quince, veinte cuadras. Martello miró el
cuerpo enjuto y nudoso a fuerza de trabajo bruto, sin vacaciones, aguinaldo ni
obra social. Después miró los ojos oscuros como el orozuz, velados por las
cataratas incipientes. ¿Cómo se ganaba la vida? Había trabajado en las
canteras pero los pulmones se le habían endurecido y ya no podía seguir, así
que hacía changas de lo que saliera. Los hijos ayudaban cuando podían: él
prefería que fueran a la escuela. Sintió vergüenza: ese hombre era incapaz de
mentir porque su dignidad no se lo permitía. Le dio las gracias por el
testimonio y le dijo que podía irse.
O sea que la tiraron ahí hace una semana a lo sumo.
El estado de descomposición parecía corresponderse con las fechas. De
acuerdo con la evidencia, "S" estaba casada.
¿Por qué no hay denuncia de la desaparición? Por lo general, la respuesta a
una pregunta semejante es: 'Porque el marido es el asesino'. Pero no era
cuestión de prejuzgar.
Miró la hora: las ocho y media de una noche helada. Había vuelto a
saltarse el almuerzo y el cuerpo le reclamaba combustible. Llamó al
"Belvedere" nada más que para recordar que era miércoles, que desde hacía un
mes el restaurante cerraba los miércoles y que Magda aprovechaba para bajar
a la capital a hacer compras. Con un pinchacito de decepción se fue a casa y
pidió una pizza y media docena de empanadas. Mientras empujaba las
empanadas con cerveza, decidió que lo primero que haría al día siguiente sería
ir a ver a la viuda de González y acomodar todos los horarios y compromisos
para estar libre e ir a cenar a lo de Magda.
***
Encontró a María del Carmen Ayala viuda de González del Río en las
oficinas de CableStar, en el despacho del extinto director. No se veía muy
apenada por la lamentable pérdida: más bien daba la sensación de una
ejecutiva ocupada y sin tiempo que desperdiciar.
Lo mismo que el finado, la señora Ayala estaba hablando por teléfono
cuando la secretaria lo hizo pasar al despacho. Martello no se perdió la mirada
huidiza de la mujer y sus modales apresurados, amén del cambio de vestuario,
todo lo cual contrastaba con el aspecto seguro, el pantalón ajustado y el andar
envanecido con que lo había hecho pasar cuando visitara a González.
Semejante cambio podía significar varias cosas, a saber: a) que el
desconsuelo de la señora Ayala se había transmitido a sus empleados; b) que la
señora Ayala tenía previsto un downsizing con posterior reingeneering del
imperio mediático; o c) que la señora Ayala estaba al tanto de los diversos
grados de simpatía y mutua amistad entre su finado marido y el personal
femenino y no le gustaba ni medio.
La mujer colgó el teléfono e intercambiaron saludos corteses.
— ¿Hay alguna novedad? — preguntó ella con voz neutra.
— Recibimos un preliminar de la pericia mecánica— hizo una pausa
mientras la secretaria dejaba los pocillos de café sobre el escritorio, salía y
cerraba la puerta— El auto no tenía líquido de frenos en el momento del
accidente. El circuito estaba completamente vacío.
Ella asintió despacio, absorbiendo la noticia.
— Necesito hacerle algunas preguntas respecto de su marido.
Ella se acomodó en el sillón sin hablar y sin dejar de mirarlo. Martello
siguió.
— ¿González tenía algún..., cómo decirlo, ...
— ¿Enemigo? ¿Gente a la que le caía mal? ¿A la que había cagado? ¿A la
que le debía algo más que plata? — la mujer esbozó una sonrisa cínica.
— Podría decirse — respondió Martello en tono llano.
La mueca de la boca femenina se hizo despectiva.
— La mitad de la ciudad, la mayor parte de sus familiares entre los que me
incluyo, excompañeros de trabajo de cuando estaba en la capital...
— ¿En Buenos Aires?
— No, acá, en Canal 10. En Buenos Aires no hubiera pasado de chofer de
móvil de exteriores, pero en el interior cualquier pinche hace televisión.
— ¿Cómo consiguió entonces manejar tantos medios?
— En estos lugares cualquiera tiene un canal de cable y dos o tres FM de
morondanga.
— Que ahora son suyos.
— Siempre fueron míos, — la mujer siseó como una yarará —. Lauro
manejaba todo porque yo se lo permití o porque se fue tomando demasiadas
atribuciones. Pero todo esto es mío: mi padre me dejó las acciones de las
radios y la distribución de televisión por cable en la región. CableStar lo
empecé yo y después Lauro se metió para darle "una vuelta de tuerca" a las
programaciones. Y yo fui tan imbécil que lo dejé.
— Entonces la muerte de su marido la benefició.
María del Carmen Ayala se incorporó en el asiento.
— Si lo que insinúa es que yo lo maté, no pierda el tiempo. Nada de lo mío
le pertenecía, ni siquiera como bien ganancial, aunque él hiciera de cuenta que
sí y despilfarrara lo que no tenía.
— ¿Su marido mantenía alguna relación de la que se supone usted no
estaba enterada? — preguntó Martello, apuntando a la información que le
había dado Saguie.
— ¡Ja! ¿Una? Si pongo en fila a todas las chiruzas a las que le prometió
trabajar en televisión a cambio de un polvo, la cola llega hasta la plaza.
— Yo me refería a una relación estable — Martello aclaró calmo.
La mirada envenenada de la mujer se lo confirmó antes que le respondiera.
— Me había prometido dejarla.
— ¿Usted la conocía?
Otra vez la mirada como una puñalada.
— Todos la conocen, ¿quién no? Sandrita Bermúdez — el "Sandrita"
restalló como un latigazo.
Martello recordó el dije en el cuello del cadáver y el estómago le dio un
pinchazo.
— ¿Cuándo fue la última vez que discutió con su marido por ella?
Ella se quedó pensando, los ojos bajos.
— La semana pasada, diez días, no sé. Ahí le dije que nos divorciábamos y
que lo iba a dejar en la calle— dejó pasar una pausa que Martello no
interrumpió—. Me juró que esta vez la dejaba. Que no la quería, que lo
perdonara, todas esas estupideces— la mujer apretó los labios pero no pudo
contener el quiebre de la voz.
Lo quisiste mucho, ¿no? Él te cagaba y vos lo perdonabas. El comisario
bajó la mirada hasta sus manos entrelazadas.
— ¿Qué pasó después de esa discusión?
— Me dijo que la había dejado. Que era definitivo, que se había dado
cuenta de que estaba equivocado... Que ella no nos iba a joder más — la
mirada femenina se perdió por las paredes del despacho.
Martello meditó la última frase y una sensación familiar empezó a
caminarle por la espalda. ¿Demasiadas coincidencias? ¿Casualidad? No podía
descartar ninguna hipótesis, pero su mentecita paranoica se había agarrado de
una y lo chicaneaba, empujándolo a imaginarse posibles situaciones de
homicidio en primer grado. Suficiente por hoy. Se levantó y le tendió la mano
a la mujer.
— Posiblemente vuelva a hacerle algunas preguntas más.
—No hay problema.
***
De vuelta en la Regional, ordenó que localizaran a Sandra o Sandrita
Bermúdez. No habían pasado ni veinte minutos que Bustos entró con cara de
preocupación.
— Jefe, ¿mandó buscar a la Sandrita?
— ¿Cuántas Sandra Bermúdez hay acá?
— Que yo sepa, ella y nada más.
— Bien, entonces búsquenla y cítenla. Tengo que hablar con ella.
— ¿No sabe quién es?— Ante lo obvio de su expresión, Bustos explicó: —
la chica del videoclú. Esa de pelo largo colorado, alta, bien puesta...— hizo
una serie de gestos muy aclaratorios con las manos a la altura del pecho y las
caderas de una mujer imaginaria.
Así que esa es Sandrita. Evocó a la mujer y su andar sinuoso de
provocadora profesional. Sí, la había visto en la puerta del videoclub,
exhibiéndose para regocijo y exasperación de los pobres mortales.
— Dígale que el comisario quiere invitarla a tomar un café en la Regional.
Bustos salió y volvió a los cinco minutos.
— ¿Y si le llamo al marido?
— Ah, es casada — dijo más para sí que para el otro.
— ¡Uh, cuánto hace! Con el "Termo" Romero.
Era evidente que su ignorancia en materia social se hacía más patente cada
día que pasaba en la ciudad. Pero tampoco se había hecho tiempo para ponerse
al tanto de las estrellas locales.
— ¿Por qué él y no ella?
— Porque la Sandrita hace como una semana que se fue a la capital a
trabajar en la tele.
Más coincidencias. No prejuzgues, esperá la evidencia.
— ¿Y usted cómo lo sabe?
— Mi mamá es comadre de la tía de la Sandrita. Y la comadre le contó que
la sobrina había conseguido un contrato en Canal 10.
— Mire qué bien— murmuró Martello, evaluando las posibilidades de que
ese contrato fuera una de las tantas promesas incumplidas del finado Lauro
González.
— Si quiere lo llamo al Romero— sugirió Bustos, henchido de orgullo
informativo.
— Bueno, que venga él.
Apenas Bustos salió, Martello llamó a la morgue por celular y pidió que en
cuanto pudieran, le pasaran algún dato para identificación del cuerpo: huellas
digitales, dentadura, cualquier cosa. No había tenido tiempo de cortar que
Bustos se apersonó en la oficina.
— Tengo a Romero acá afuera.
— Hágalo pasar pero antes dígame el nombre de pila.
Bustos se quedó pensando qué le había querido decir.
— Que cómo se llama. Me imagino que no lo anotaron como "Termo",
¿no?
— ¡Ah! Roberto. Pero nadie le dice Roberto, le decimos ...
— Está bien. Que pase.
Roberto "Termo" Romero era lo último que uno podría imaginarse en
materia de maridos de alguien. Desaseado — por no decirle "mugriento" —, el
pelo grasiento y largo se le adivinaba grisáceo. La media sonrisita canchera
dejaba adivinar un brillo sospechoso cuando el sujeto se presentó. Martello
tuvo que esforzarse para ocultar el desagrado.
— Tome asiento, por favor. Estoy tratando de localizar a la señora Sandra
Bermúdez.
— Mi señora — aclaró el hombre, ampliando la sonrisa centelleante de oro
odontológico.
— Necesito hablar con ella para confirmar una información.
— ¿Hay algún problema con la Sandri?
— En principio no— y no dijo más, a la espera de que Romero confirmara
la información que le había dado Bustos.
— Pero la Sandri se fue pa' la capital por un trabajo.
— ¿Podría ubicarla? Quizás podamos charlar telefónicamente y...
— No hay problema. La llamo a la casa de la madre.
Martello le ofreció el teléfono pero Romero negó con la cabeza.
— No, mi suegra tiene celulá. Uso el mío— sacó el último alarido
tecnológico del bolsillo del jean manchado y probó dos o tres veces sin éxito
—. Q'seyó, habrá salido.
— ¿Cuánto hace que se fue su mujer?
— Y... una semana, masomeno.
— ¿Y usted habló con ella en estos días?
— No— el tipo se encogió de hombros.
— O sea que hace una semana que usted no sabe nada de ella.
— ¿Qué hay? Ella va muy seguido. A vé a la madre, a trabajá... E' modelo,
desfila. A vece' se va a otra provincia con lo' desfile' y se queda dié día...— la
"s" de "desfile" le sibilaba entre los labios delgados—. A vece' me llama, a
vece' no tiene tiempo. Yo no soy celoso, je— otra vez el oro relució altanero
en la sonrisa del tipo.
Había algo irritante en el sujeto y no era nada más que su aspecto, se juró
Martello. La siguiente pregunta la hizo más que nada para ver si se conmovía
con algo.
— ¿Tiene conocimiento de la relación íntima de su mujer con Lauro
González del Río?
El hombre enarcó una ceja despectiva mientras se sacaba un mechón de
pelo de la frente.
— Acá les gusta hablá mierda de todo el mundo.
— ¿Entonces, usted lo desmiente?
— La gente es envidiosa— pero desvió la mirada y Martello se agarró del
microscópico gesto de derrota para machacar.
— Nada más necesito un sí o un no.
El tipo se encogió de hombros.
— La Sandri sabe lo que tiene que hacé.
Nunca conocí un cornudo consciente tan pagado de sí mismo. Pedazo de
pelotudo. Martello dudó entre cogotear al mugroso, mandarlo de culo al
calabozo por desacato, o seguir preguntando con cara de comisario aburrido.
Optó por la última, más que nada en beneficio propio.
— Está enterado de la muerte de Lauro González, ¿no?
— Salió en todo' lo' diario'.
— No fue un accidente. Fue un atentado.
— ¡A la mierda! ¿Lo liquidaron?— el hombre abandonó la postura
indolente.
Pero podría ser calculado. Insistamos un poco más.
— Y si su mujer tenía una aventura con González, uno de los sospechosos
por esa muerte es usted— Martello se recostó contra el respaldo del sillón para
disfrutar del giro de la situación.
No te gustó un carajo,¿eh?
Romero sacó un paquete de cigarrillos negros y le preguntó si podía fumar.
Le dijo que sí.
— La Sandri y yo tenemo' una relación... — el tipo hablaba con el
cigarrillo entre los dientes—, cómo le diría, abierta, ¿vio? Nosotro' somo'
abierto'. A ella le gusta hacé de modelo, ¿vio?, y yo no le digo nada.
¿Entiende?
— Y González le conseguía trabajos de modelo.
— El tipo tenía un montón de relacione'. En Canal 10, en el 8, el cable. La
Sandri salió en un montón de programa de cable.
— ¿Y qué fue a hacer esta vez?
— Fue al Canal Dié, a un show de música tropical.
—¿Usted la vio?
— Fue a hacé las prueba. Pero seguro que queda. Baila bien.
— Y a usted le gusta que ella salga en la tele.
— Y, linda, e' linda. Claro, no e' una piba, ¿vio?, y ahora en la tele la
quieren pendeja. Quince, dieciséi año. La Sandri tiene veintinueve. Q'seyó,
tenía la ilusión de la tele así que le dije andá y probá total si no te contratan pa'
bailá, por ahí quedá para un desfile.
Tiene razón: ella será bonita pero ya no tiene la edad necesaria para hacer
de muestraculos en un programa de bailanta.
Con veintinueve, había dejado atrás la edad adecuada para inciarse en el
mundo de la prostitución bien remunerada del espectáculo, al menos mientras
mantuviera la carne firme y la boca cerrada... o bien abierta, según el caso.
Martello dejó pasar un silencio mientras trataba de encontrar la mirada huidiza
del tipo.
— ¿Por qué tolera una situación semejante? No estamos en una ciudad de
cinco millones de habitantes como para que nadie sepa lo que pasa en la casa
de al lado.
Romero aplastó el cigarrillo en un cenicero.
— Ella me quiere a mí— se golpeó el pecho con el pulgar—. A mí. Soy el
único que la banca. ¿Sabe que me dicen "Termo"? ¿A que no sabe por qué?
— Me lo imagino — abstengámonos de comparaciones odiosas.
— Ella siempre vuelve conmigo. Siempre— aseveró con un movimiento
de la mano.
Y eso te basta para ser feliz. Qué suerte tenés, hermano, con qué poco te
arreglás. Prefirió dar por terminada la entrevista, al menos hasta que
consiguiera algo más concreto.
— Romero, cuando se comunique con su mujer, infórmele que
necesitamos hablar con ella por el caso González. Puede irse, pero no puede
salir de la ciudad.
— ¿Qué, soy sopechoso?
— A los efectos de la investigación, todavía sí.
El tipo enarcó las cejas y se pasó la mano por el pelo, echándoselo para
atrás.
— Tá bien. Yo la llamo a la Sandri y le esplico.
El tipo se fue y Martello se quedó haciendo dibujitos en el block de
anotaciones. Dibujó dijes con letras "S" y autos. El teléfono-fax ubicado
encima del archivero sonó y empezó a vomitar hojas con el sello de la morgue
judicial. Martello juntó los papeles y leyó ávido. En el tapizado del vehículo
de González había de todo: pelos de distintos largos y colores, naturales,
sintéticos y teñidos; vellos pubianos; fibras sintéticas de prendas de vestir;
manchas de fluidos orgánicos, semen y saliva para empezar. Sangre del occiso
y escasos rastros de sangre femenina, grupo A positivo. ¿Antigüedad de las
manchas de semen? Una semana como mínimo.
El teléfono sonó de nuevo. Más faxes. Estaba tan interesado en el informe
que no prestó atención a los papeles hasta que se cayeron al suelo. Cuando los
levantó, encontró las huellas digitales de la mujer encontrada el día anterior
más el informe preliminar: muerte por estrangulación. Sin perder un minuto,
llamó a la central y pidió hablar con Saulo Ibáñez, el oficial a cargo del
archivo de impresiones digitales.
— Negrito, habla Hugo Martello. Necesito un favor.
— ¡Qué hacés, Loquito! Lo que necesites.
— Ahí te voy a mandar un fax. Tengo que identificar esas huellas urgente.
— Lo más rápido que pueda, Loquito. ¿Qué es?
— Víctima de homicidio. NN por ahora.
— Comprendido. Cambio y fuera.
—Chau, hermano y gracias.
La sensación que le había caminado por la espalda toda la mañana le dio
un sacudón en el diafragma. Escribió los nombres: Sandra Bermúdez, Lauro
González, Roberto Romero, María del Carmen Ayala. Tanta sordidez, tanta
mentira, lo espantaban. ¿Dónde estaría Sandra Bermúdez, que su marido no
podía localizarla? ¿Sería tan "liberal" la relación? ¿O el tipo al fin se había
hinchado las pelotas y...? Todavía no sé nada de ese cadáver, aparte de que es
mujer y lleva un dije con una "S". Podría ser cualquiera. Claro, y los chanchos
vuelan.

9.

En el estacionamiento de "El Belvedere" había tres autos cuando Martello


llegó. Previo a ingresar al establecimiento, efectuó una inspección ocular de
los vehículos para constatar que dos de las unidades pertenecían a conspicuos
vecinos del lugar y el restante no se correspondía con ninguno de su
conocimiento. Cumplido el ritual de burlarse de sí mismo y de su investidura
por lo menos una vez al día, no fuera cosa de tomarse demasiado en serio eso
de las tiras y los solcitos en las charreteras, entró al restaurante mientras se
repetía una pregunta sin respuesta. ¿De qué manual de procedimientos sacaban
los efectivos de los diversos cuerpos de policía del país, ese léxico altisonante
que se daba de trompadas con el castellano cotidiano? El mal no era
patrimonio exclusivo de la suboficialidad devoradora de eses: él conocía casos
flagrantes de oficiales de alto rango que jamás hablaban de "hombres",
"mujeres" o "muertes" sino de "masculinos", "femeninos" y "óbitos"; que
nunca "llegaban" sino que "se constituían" y para quienes los delincuentes
eran "malandras", "malvivientes" o "malhechores". De criminales, asesinos o
ladrones, ni hablar. Perdón: "negativo".
— Buenas noches, comisario— saludó Héctor.
— ¿Hay mucha gente? — Martello espió el salón y verificar que su mesa
estaba ocupada. El mozo se disculpó con la mirada y Martello sonrió —. No se
preocupe. ¿Por qué no me arma una mesita acá? — señaló un rincón frente a la
barra, junto a una ventana.
Se sentó y estaba eligiendo el vino cuando por encima de la barra asomó la
cabeza de Magda, con el eterno pañuelo negro.
— Esta noche el menú lo elijo yo— dijo sin saludo previo. La mirada de
ámbar se volvió de fuego líquido durante un latido, o eso le pareció a Martello.
— Me entrego— le devolvió la pelota.
Ella sonrió con los ojos entrecerrados y se volvió a las entrañas del
restaurante, después de cambiar la botella de vino que Héctor traía por otra y
avisarle al adicionista que iba sin cargo.
— Para la mesa del comisario.
— Sí señora— el mozo sonrió y se acercó para descorchar la botella: un
Cabernet-Sauvignon de la bodega Catena Zapata, exquisitamente caro y que le
halagaría la boca como seda espesa.
Se entretuvo en disfrutar del vino mientras el mozo llevaba los pedidos de
las otras mesas. De puro glotón, mordisqueó la focaccia con provolone y
hierbas, desdeñando los pancitos saborizados tibios porque quería disfrutar de
la cena.
El plato de entrada era una insinuación flagrante: almejas y vieiras
flambeadas con jerez, bañadas con una salsa de terciopelo rojo que le acarició
la lengua para incendiársela después. El plato principal fue más calmado, pero
profundo: un chateaubriand de lomo con su centro rosado y jugoso que
prometía el punto perfecto de cocción y algunas cosas más, envuelto en jamón
de Parma y caramelizado en oporto con jenjibre y canela, acompañado de una
crepe vistosa, rellena de verduras crujientes y coloridas. Tuvo que esforzarse
por no mojar el pan en el fondo de oporto oscuro e incitador de pésimos
modales en la mesa.
El mozo retiró el plato vacío sin preguntarle nada ni darle tiempo a decirle
que no quería postre. Cuando volvió de la cocina, le dejó delante su postre
favorito: mousse helada de moka con praliné de almendras y sabayón caliente.
Puedo morirme en paz, pensó el comisario mientras se esforzaba por comerse
la mousse lo más lentamente que pudiera, sin decidirse si ello le servía para
prolongar el placer o el sufrimiento.
La música dejó de sonar y desde el salón se escucharon aplausos, silbidos
y el "Feliz Cumpleaños" desafinado de rigor. Los de las otras mesas
aplaudieron discretamente. El ruido volvió a sus niveles habituales,
entremezclado con la música suave.
— ¿Le traigo un café? — ofreció el mozo, que iba y venía del salón con
bandejas cargadas de pocillos y copas de champagne.
— Sin apuro— y se levantó a buscar una revista de vinos de la pila sobre
la barra. Se acomodó en su rinconcito a disfrutar de la lectura y de lo que le
quedaba de vino mientras esperaba el café. Y a Magda. Trató de concentrarse
en las virtudes de las cosechas 2002 y 2003 de las bodegas Tal y Cual, pero el
recuerdo de los ojos de fuego líquido lo distraía y no pasaba del "cálido en
boca". Pasó las hojas de atrás para adelante, leyendo por encima las notas
sobre restaurantes de moda en Buenos Aires.
— ¿Te gustó? — la voz del otro lado de la revista lo sorprendió. Magda
estaba dejando dos cafés y una copa sobre la mesa y se sentaba enfrente de él.
— Todo exquisito. Increíble. Un regalo para el paladar.
— Yo también te quiero coger— susurró ella y el mejor amigo de Martello
se disparó como la alarma de un auto nuevo. El comisario tuvo que apretar los
dientes y esconderse detrás de un sorbo de vino mientras llamaba al orden al
susodicho.
— No sé cómo voy a hacer para levantarme— admitió.
Ella sonrió como un gato de ojos amarillos y hambrientos y a él un
escalofrío de anticipación le erizó los pelos de la nuca. Ella se sirvió vino en la
copa que había traído y se lo bebió sin desprenderle la mirada.
— No tomes con el estómago vacío, te va a hacer mal— le dijo con voz
ronca.
— Comí temprano — y se secó una gotita de vino con la punta de la
lengua de gata.
— Claro, y a mí me engordaste para el sacrificio.
— Un hombre con el estómago vacío es un hombre desdichado y sin
iniciativa. Además, los platos eran sutiles.
— Sí, sobre todo las almejas y las vieiras. Me quemaron la boca.
— Una entrada identificada con lo femenino— ella encogió un hombro.
— Yo más bien lo llamaría "feminista".
— El plato principal era bien machista: una porción generosa y fálica de
carne rosada y jugosa.
— Completamente de acuerdo. ¿Y el postre?
— La tregua en la batalla de los sexos.
En el salón principal, las voces se superpusieron a la música varias veces.
El mozo fue y vino con las adiciones y bandejitas con bombones para las
señoras. El adicionista encendió un cigarrillo y lo escondió debajo de la barra
para tomarse un café, mientras cerraba las planillas de la noche. Martello
percibía todos esos movimientos, pero su atención estragada por la adrenalina
y la testosterona estaba obsesivamente enfocada en los pasos a seguir, a saber,
la cama de Magda o la suya. Todavía estaba en condiciones de mantener un
simulacro de conversación coherente aunque plagada de insinuaciones, que
Magda devolvía con maestría y con pezones erectos que empujaban la
camiseta verde.
El mozo se acercó a ofrecerles más café.
Una dosis extra de cafeína no viene nada mal, pensó y sonrió como si
debajo de la mesa y de sus pantalones no pasara nada. Magda agradeció la
gentileza de su empleado con un aplomo que no reflejaba el tenor de la
esgrima dialéctico-sexual de cinco minutos antes, y le pidió el cappuccino de
siempre.
— Voy a cerrar la cocina— dijo ella y se levantó de la mesa—. Ya vuelvo.
Martello se quedó mirando los posos de café de su pocillo, preguntándose
acerca de la discreción del personal de la casa. No se hacía demasiadas
ilusiones excepto en el caso del mozo. Bueno, ya se ocuparía del chusmerío a
su debido tiempo: en ese momento tenía cosas mucho más importantes en qué
pensar. Saludó con un cabezazo al adicionista, que había apagado la
computadora y se despedía para irse por la cocina.
— ¿Me llevás? Tengo el auto en el taller— Magda había regresado sin el
"uniforme de fajina" y con un bolsito al hombro.
Sentados en el auto, ella no le dio opciones.
— Vamos a mi casa.
— Claro, y el que tiene que madrugar soy yo.
— Una cuestión de caballerosidad.
— Creí que eras feminista.
— También soy remolona.
Llegaron hasta la casa de Magda y ella le dijo que metiera el auto en el
garage vacío. Él bromeó acerca de vecinos chismosos y ella aclaró:
— No es por mí: es por vos. No quiero ser responsable de tu mala fama
local— lo besó apenas en los labios.
— Pensás en todo.
— Pensé en vos — lo miró a los ojos—. Todo el tiempo.
Le aplastó la boca con un beso furioso que ella respondió con voracidad y
se bajaron del auto para no terminar en el asiento de atrás.
El cuerpo Magda lo sorprendió. Había horas de gimnasio en la espalda lisa
sin blandura, los hombros trabajados y los brazos recios. Las piernas de
músculos largos y felinos podrían haber sido las de un atleta. El estrógeno
había cumplido con sus deberes hormonales llenándole los pechos, y la cintura
y las caderas eran el marco adecuado para la curva dulce y prometedora del
abdomen, pero no había otras concesiones a la mórbida suavidad que suele
acompañar las redondeces femeninas. Martello sintió una punzadita de
vergüenza ante su pancita de cuarentón mediano, pero Magda se encargó de
hacerle olvidar su escaso estado atlético.
No se hicieron el amor. Fue un duelo a muerte. Magda era una amazona
que lo montó, mordió, lamió, chupó y llevó al éxtasis, arrancándole el aire
junto con los orgasmos. No le importó rendirse y entregarse: ella jugó con su
cuerpo y él se dejó adorar como un ídolo pagano por la sacerdotisa
todopoderosa. Su propio falo era el instrumento de tortura que ella usaba para
someterlo. Él la penetraba pero era ella quien lo encerraba en su carne y lo
encadenaba con sus piernas. Nunca antes había disfrutado de ser el objeto y no
el sujeto del sexo, y la mera idea le quemaba la sangre en las venas y en la
verga.
Intentó comportarse como un caballero y ponerse un preservativo, pero ella
se lo sacó de las manos.
— No hace falta — lo miró a los ojos—. Estoy sanita y vos también, ¿no?
— Sí...— asintió confuso—, pero, bueno, ... te quiero cuidar...
— Está todo bien. No te voy a acusar de paternidad irresponsable— sonrió
burlona y dio por terminado el tema enterrándole la lengua en la boca, con un
beso que lo dejó sin aire y sin argumentos.
Más tarde, a las seis de la mañana, mientras se duchaba en su casa y dejaba
que los picotazos calientes del agua intentaran despegar el olor a sexo de su
piel, quiso recordar si ella había gozado tanto como él. Hubo un momento en
el que le pareció que ella se abandonaba y perdía el control absoluto que había
ejercido sobre él toda la noche. No estaba seguro. De lo único que podía estar
seguro era de cuánto había disfrutado él y de la nula culpa que había sentido.
Soy un irresponsable sexual. Y lo peor de todo es que me gustó.
Tuvo que pelearse con la erección que amenazaba con obligarlo a volver a
prácticas juveniles.
Carajo, parezco un borrego.
Perdió el desafío y salió de la ducha con ganas de tirarse en la cama y
dormir media horita, nada más. Se despertó a las ocho y se vistió a las
apuradas, intimando al sujeto de abajo a responder a los mandos naturales.
***
En la Regional, el nivel de quilombo no salía de los parámetros normales,
lo que le causó una moderada alegría. Dos choques sin heridos, de esos
accidentes estúpidos que ocurrían por manejar con exceso de confianza y no
hacer las señales reglamentarias. Uno de los borrachos habituales dormía la
resaca en el calabozo. Una mujer insistía en hacer una exposición para dejar
constancia de la prolongada ausencia injustificada de uno de sus empleados y
la agente de turno intentaba convencerla de que era asunto del juzgado de paz
y no de la policía.
— Buenos días, comisario. Llamó el comisario inspector general Herrera.
— Gracias, Álvarez. Ya lo llamo.
Se acabó la paz. Herrera llama para tirarme de las pelotas.
Alguien aburrido en la jefatura regional había agarrado las estadísticas, y
ahí estaba su anodino distrito turístico esforzándose por sobresalir en los
diagramas de barras de los últimos meses. El celular le cortó el brote de
autoconmiseración.
— Martello.
— Habla Ibáñez, "Loquito".
— ¡"Negro"! ¿Tenés alguna novedad de las huellas?
— No tiene antecedentes.
Martello puteó para sus adentros. La búsqueda por huellas dactilares se
complicaba. Ibáñez se ofreció a buscar en sus ratos libres.
— Podemos empezar por los registros de la localidad. En una de esas,
tenemos suerte.
¿Y si no tenían suerte y la mujer no pertenecía a la localidad, la región o la
provincia, Ibáñez iba a revisar los "pianitos" de toda la ciudadanía? Era una
locura y se lo dijo.
— Dale, "Loquito". No me digas que no tenés ninguna candidata.
— La verdad es que...sí tengo— no lo había admitido hasta ese momento
—. Pero quería asegurarme de que no fuera otra persona. No busques más—
había tomado la decisión.
Se saludaron y se prometieron un encuentro y un café. Martello levantó el
interno para pedir que citaran a Romero. Tuvo que aclarar que se trataba de el
"Termo" para que supieran a quién llamar.
— Señor, Romero está esperándolo— anunció Álvarez.
Roberto Romero estaba de color gris y con un aspecto peor que el que le
conocía, si es que podía haber algo peor.
— ¿Habló con su mujer? — preguntó sin dar vueltas.
— No 'sta en lo de la madre. No fue— la voz le temblaba.
— O sea que hace más de quince días que no sabe nada de Sandra.
— No.
— Quédese acá— le ordenó y salió de su despacho para llamar. Arregló
que los esperaran y volvió a entrar —. Vamos.
— ¿Adónde?
— A la morgue.
Los ojos del tipo se llenaron de miedo.
***
El pasillo de color indefinible se le hizo eterno. Casi tuvo que arrastrar a
Romero, que no sabía qué hacer primero, si vomitar o desmayarse. El auxiliar
los llevó hasta las heladeras y el olor inconfundible de la muerte congelada le
llenó la nariz, los pulmones y el cerebro. Romero murmuraba una letanía
incomprensible. El auxiliar, con la indiferencia de la práctica, abrió el cajón
metálico y descubrió el cuerpo. Romero balbuceó dos o tres incoherencias de
las que el comisario alcanzó a entender "tatuaje".
— ¿En dónde está el tatuaje?
— La espalda... Abajo.
El auxiliar sacudió la cabeza y desapareció por la puerta del archivo para
volver con un sobre del que sacó un paquete con fotos. Una toma era del coxis
y mostraba un tatuaje de filigranas y flores. Romero asintió con la boca abierta
de horror. Martello sacó del sobre una bolsita plástica con el dije de la letra
"S" y la alianza matrimonial. Romero se puso a llorar, primero sin ruido y
después a los gritos. El comisario le hizo una seña silenciosa al auxiliar y éste
cerró el cajón.
No sería esa la primera ni la última vez que Martello tuviera que
acompañar a alguien a reconocer un cadáver, pero siempre le provocaba la
misma sensación nauseosa. No por el estado del cuerpo en sí, sino por empatía
con quien tenía que hacer la identificación. El recuerdo implacable del cuerpo
de Laura desparramado en una sábana encharcada de sangre, se le superponía
a todos los cuerpos de todas las morgues a las que había ido o tendría que ir
durante lo que durara su carrera de policía.
Hicieron el viaje de vuelta en tiempo record y se detuvieron en la casa de
Romero para que el hombre recogiera el documento de su mujer y poder
comparar las huellas. Martello se fue haciendo a la idea de un día largo y
tedioso.
— Comisario, el comisario inspector general Herrera volvió a llamar—
anunció Álvarez con cara de velorio.
La puta que me parió, lo que me faltaba.
Asintió con una sonrisa forzada y le pidió al agente que llamara a Herrera
y se lo pasara a su oficina.
La conversación no fue agradable y Herrera dejó bien en claro que la
situación local se estaba tornando "inaceptable" para la superioridad, lo cual
significaba que dado que el sacrosanto culo del señor comisario inspector
general estaba en peligro, el suyo propio corría riesgo cierto de ser roto a la
brevedad. Querían resultados, detenidos y procesados en el menor lapso
posible. De nada sirvió explicarle al señor comisario inspector general que el
caso Gaudet tenía análisis de ADN en curso que requerían un tiempo
determinado y que tanto las muertes de González del Río como de Sandra
Bermúdez eran demasiado recientes. Herrera contraatacó con la frasecita de
las primeras cuarenta y ocho horas, sin que le importara una mierda que el
cuerpo de la mujer hubiera sido encontrado por casualidad hacía una semana,
cuando llevaba una semana de muerta. Martello tuvo ganas de recordarle a su
superior los reclamos nunca satisfechos de más personal mejor calificado, pero
apretó los dientes y prometió resultados con los dedos cruzados.
Salió de su oficina con dolor de cabeza y de estómago, y se llevó a Romero
a una piecita que habitualmente los muchachos de la Regional usaban para
descansar y tomarse unos mates. Ahí no había teléfonos, así que si llamaban
por el directo para romperle las pelotas, no lo encontrarían.
El día en que la occisa desapareció — la terminología procesal la había
convertido en eso—, Sandra Bermúdez tenía que tomar el ómnibus de las ocho
de la noche para llegar a casa de su madre a un horario razonable y acostarse
temprano para estar fresca para la audición al día siguiente. Romero había
estado en el videoclub, entrado y salido dos o tres veces, no sabía, y cerrado a
las diez de la noche. O a las diez y media, no se acordaba. Sandra se había ido
en taxi desde su casa. Él se había ido a comer al boliche de siempre. ¿A qué
hora? No se acordaba. ¿A qué hora había vuelto a casa? Tarde. ¿Con quién
había estado? Solo, bueno, con la gente del boliche. No podía dar una sola
precisión de horarios ni personas que pudieran atestiguar en dónde había
estado y a qué hora.
Martello salió para pedirle a Bustos que verificaran si quince días atrás,
alguna de las empresitas de remises y taxis de la ciudad había llevado a la
mujer desde su casa hasta la estación.
¿No se había preocupado porque su mujer no lo llamaba? Romero intentó
encontrar algún argumento válido, pero no lo tenía y se encogió en la silla.
¿Conocía el lugar en donde habían encontrado el cuerpo? Sí, todo el mundo lo
conocía. Abandonado hacía mucho, en las épocas de gloria de la ciudad allí
funcionaba un club de golf. Ahora era a medias un basural, a medias un monte
desgreñado de talas, molles y espinillos en el que ni los bichos querian vivir.
Bustos asomó la cabeza y le hizo señas. En el pasillo, le informó que ninguna
empresa de taxis había llevado a Sandra Bermúdez o recibido un llamado suyo
pidiendo un auto para ir a la terminal en las últimas tres semanas. Sandra
siempre llamaba a la misma empresa, así que estaban seguros.
— ¿Quién llevó a su mujer a la terminal de ómnibus?
— El taxi.
— No — lo enfrentó y Romero bajó los ojos—. ¿Quién la llevó? — El otro
se encerró en un silencio empecinado.— ¿No habrá sido González? ¿Usted no
se ofreció a llevarla, ella le dijo que no hacía falta, usted la quiso sorprender y
cuando llegó a su casa la vio subirse al auto de González?
Romero estaba más mudo que nunca, la boca retorcida en una mueca
deforme; el pecho subiéndole y bajándole a fuerza de pasar aire a los
trompicones por la garganta. Martello siguió golpeando.
— Y como eran una "pareja abierta", en lugar de hacer un escándalo ahí
mismo, los alcanzó en la ruta, hizo bajar a su mujer y volvió con ella para casa
mientras discutían. Sólo que en vez de ir al centro, donde todos escucharían la
pelea, se fueron a un lugar más discreto, porque ustedes nunca se peleaban en
público.
El hombre levantó la cabeza y negó.
— No, no... Yo nunca... A vece' me calentaba, qué soy yo, ¿eh?, un boludo,
un forro, pero ella decía que todo era pa' nosotro'... Lo' gile' son ello', decía...
.Qu'seyó, a vece' le daba un sopapo, pero ella se l'aguantaba...
— Pero esta vez se le fue la mano, Romero.
— ¡No, no la seguí, se lo juro! — sollozó y se tapó la cara —. ¡Yo lo' vi a
ello' nel'auto, pero no hice nada, se lo juro! Me volví al negocio...No hice
nada...
—¿Sabía que su mujer estaba muerta cuando le vació el sistema de frenos
al auto de González?
— Yo no le hice nada a Gonzále— murmuró Romero.
— Pongámoslo de esta forma: ¿sabía que Sandra estaba muerta cuando
González se mató?
— No, no, yo la esperaba, ella iba a volvé...
Martello se puso de pie, mirando con pena a ese desecho que tenía delante
y salió a pedirle a Bustos que lo comunicara con el juez de instrucción para
pedirle la orden de arresto. Le informó a Romero que estaba demorado y que
no podía abandonar la sede policial y se volvió a su despacho con un regusto
amargo en la boca. Recordó las palabras de un forense famoso: "Cualquiera de
nosotros puede convertirse en un homicida. Un ciudadano honesto puede
matar en un momento de emoción violenta".
Romero tenía todas las fichas en contra. Bien podía haber liquidado a su
mujer y después a González. No, no estaba convencido, pero no tenía otro
candidato tan bueno como él y necesitaba uno para taparle la boca a Herrera,
al menos por un tiempo. Se sentía un soberano hijo de puta y no lo consoló el
pensamiento de que Romero tenía los móviles.
Falta verificar la evidencia. Aunque Romero no parece del tipo de los que
borran sus huellas con cuidado. Y además, está lo que González le dijo a su
mujer sobre la Bermúdez: que ella no los iba a joder más.
¿Por qué no? Quién sabe, Sandra lo estaba presionando demasiado, y
entonces...
Encima de su escritorio estaban las hojas de fax de la morgue con el
peritaje preliminar del auto de González. Tuvo una corazonada y llamó a
Lynch.
— Martello, qué dice, che. Estaba a punto de llamarlo.
— Transmisión de pensamiento, doctor.
— Así que identificaron a la NN. Tengo novedades interesantes respecto
de ese caso.
— Espere que tomo nota.
Mientras escribía, el pulso del comisario se aceleró hasta que la sangre le
galopó en las sienes. Sandra Bermúdez estaba embarazada de seis semanas. Su
grupo sanguíneo era A positivo. Bajo las uñas había restos de piel: la mujer se
había defendido de su atacante, que la había golpeado hasta dejarla
inconsciente y estrangulado mediante lazo, posiblemente de cuero por el tipo
de lesiones. No había existido ataque sexual.
— Doctor, una última pregunta. Recuerda la pericia del auto de González
del Río, ¿verdad?
Del otro lado, Lynch asintió.
— Había manchas de semen en los asientos del auto. ¿Se podría comparar
el ADN de González con el del feto de Bermúdez y con el del atacante?
Lynch se entusiasmó con la idea y le prometió que hablaría con el juez
para pedir las autorizaciones.
Si la mujer estaba embarazada de otro, Romero más que nunca tendría
motivos para matarla y matar después al tipo. Entonces, ¿por qué González le
dijo lo que le dijo a María del Carmen?
Empezó a anotar fechas de entrevistas, reuniones y hallazgos y dedujo que
González se había reconciliado con su mujer para la época en que Sandra
había sido asesinada. ¿González sabría del embarazo? ¿Sandra lo habría
chantajeado con eso? Se levantó de un salto y cuando pasó delante del
mostrador de la entrada, avisó que salía y que lo localizaran en el celular.

10.

Otto Koppf no tenía oficinas. Su "despacho" estaba en la mesa de una de


las confiterías tradicionales de la ciudad. Allí leía los diarios, cobraba los
alquileres de sus locales, y realizaba sus operaciones de usura a la luz del día y
al doble de los intereses de plaza. Martello encaró hacia la mesa de Koppf
cuando éste ya le hacía señas para que se acercara a tomar un café.
Se saludaron e intercambiaron banalidades mientras el mozo los atendía y
los demás parroquianos paraban las orejas. Martello se acomodó de forma de
quedar de espaldas al público.
— Ya me extrañaba que no viniera a verme — dijo Koppf con calma.
— ¿Por qué?— Martello fingió una moderada sorpresa, como para no
desilusionar al viejo.
— Estuvo en lo de Saguie...— Koppf dejó la frase sin terminar.
— Entonces, podemos ahorrarnos un montón de tiempo los dos.
— González del Río vino a verme por un asunto privado — Martello
enarcó una ceja entendedora y Koppf se apuró a aclarar—. No, no es lo que se
imagina. Tenía que pagar los tratamientos de infertilidad de la mujer.
El comisario curvó la boca hacia abajo mientras asimilaba la información.
Y esas cosas nunca son baratas. Su interlocutor se permitió una sonrisita
cómplice.
— Cuestan fortunas, y González del Río se había dado el lujo de perder
unas cuantas. No le podía decir a su mujer que no podían pagar los
tratamientos así como así.
— Si González estaba quebrado, ¿cómo pensaba usted que le devolvería la
plata?
— CableStar es una uvita. Como director financiero, González del Río era
desastroso, pero la empresa todavía tiene nombre.
— Pero González no era el propietario de CableStar ni de las radios— fue
el turno de Martello de sorprender al viejo, que palideció y enrojeció apenas
—. La dueña es la mujer y, según ella, no son bienes gananciales.
Koppf murmuró algo así como "pero qué hijo de puta" y recompuso su
imagen patriarcal.
— Supongo que si Carmencita hubiera quedado embarazada, González no
habría tenido problemas en convencerla de vender CableStar.
— Pero no quedó.
— Lamentablemente.
— Y usted estaba empezando a reclamar lo adeudado.
El viejo negó con un ademán.
— González vino a pedir más plata. Carmencita quería hacer un nuevo
intento y yo quería más garantías, imagínese.
— O sea que la noche en que González murió...
— Quería hablar con él sobre el nuevo préstamo. Iba a dárselo si él
aceptaba poner acciones de las radios como garantía. Las mujeres y los chicos
siempre me conmueven.
Seguro, Herr Corleonenn.
—¿Cómo piensa recuperar lo que le prestó?
— Tendré que hablar con Carmencita, explicarle. Es una chica razonable.
Martello estaba a punto de irse cuando una pregunta se le cruzó y se sentó
de nuevo.
— ¿Gónzález le habló alguna vez de su relación con Sandra Bermúdez?
— ¿Hablar? — Koppf soltó una risita como un ladrido—. ¿Para qué? Si lo
sabía todo el mundo...
Menos yo, que soy un caído del catre.
— Bueno, ella también le costaría plata...
— A Sandra le interesan las influencias de González del Río en los canales
de televisión, los contactos, los trabajitos que él pudiera conseguirle.
Martello reparó en que Koppf hablaba de Sandra Bermúdez en presente.
Todavía no se había dado a conocer la identidad del cuerpo. Prefirió mantener
la confidencialidad del dato.
— Y que él se cobraba en especie.
— Cualquiera en su lugar hubiera hecho lo mismo— el viejo torció la boca
en una mueca.
— Sabe, no termino de entender... González se endeudó para pagar los
tratamientos de infertilidad de su mujer; sin embargo, su relación con Sandra
Bermúdez era vox populi, amén de las otras canitas al aire.
— Comisario, acá estamos acostumbrados a estas cosas. Mientras no se
salgan de sus carriles, todos nos hacemos los zonzos, esposas legítimas
inclusive. Los problemas vienen cuando aparecen hijos extramatrimoniales
que nadie espera.
La última frase le disparó la alarma interna a Martello y lo empujó a hacer
la siguiente visita. Quiso pagar los cafés pero Koppf insistió en invitarlo, así
que le agradeció la cortesía y se fue.
***
La secretaria de CableStar le informó que la señora estaba con el contador
y que demoraría un poco en recibirlo.
— Puedo esperar — le sonrió lo más luminosamente que pudo y la
secretaria agradeció el piropo tácito.
— ¿Le sirvo un cafecito, comisario?
— Bueno, gracias...Disculpe, no sé su nombre.
— Analía— aclaró mientras le alcanzaba la tacita.
— Analía, usted es un ángel.
— Lástima que todos no piensen lo mismo— ella cabeceó hacia la puerta
del despacho.
— La situación debe ser difícil para todos— contemporizó.
— Y encima, es lo que hay. Esto... o nada.
La secretaria se volvió a su escritorio tapado de agendas y empezó a apilar
algunas en un extremo. Martello vio que esas tenían iniciales en dorado: LGR.
— Analía, ¿usted llevaba las agendas de González?
— Todas— se pavoneó ella—. El señor Lauro me tenía absoluta confianza
— y "absoluta" sonó en letras de neón.
Diez minutos después, Martello se había enterado de unas cuantas cosas y
aprendido otras tantas, que podían resumirse en un único enunciado: no hay
como una secretaria eficiente para contarle las costillas a un jefe. Costillas que
incluían horarios, viajes, gastos, amantes fijas y actividades
"extracurriculares", todo codificado y anotado prolijamente en diversos
registros de variados grados de accesibilidad al público en general. Las
probabilidades de que Analía recibiera algún tipo de atenciones especiales —
económicas y de las otras —, por parte del extinto zar de los medios, irían
parejas a su íntimo conocimiento del pedigré del sujeto, conjeturó el
comisario.
— ¿Alguna vez Sandra Bermúdez visitó a González aquí?
— Día por medio— la mujer bajó un poco la voz—. Sandra entra como
Perico por su casa. Bueno, no hace falta que le explique, ¿no?
Martello negó con una sonrisita cómplice.
— ¿Cuándo fue la última vez que vino?
— Y ... — se detuvo a sacar cuentas—, hace como quince días, algo así...
Ay, Dios, justo una semana antes de lo del señor Lauro— se mordió el labio.
— ¿Sandra hizo algún comentario en esa ocasión?
— El señor Lauro le consiguió algo en Canal 10 — Analía casi susurraba
—. Debe estar bailando en una pata de contenta, imagínese. En la tele, lejos
del salame ese del marido,...
— También iba a estar lejos de González...
La mujer chasqueó la lengua.
— Esa es una aprovechada, no anda con un tipo si no puede sacarle algo.
Él ya estaba medio podrido. En otro momento, él mismo la hubiera llevado a
la capital y ese día le dijo que tenía que irse sola porque tenía una reunión.
Bueno, era cierto. Pero al principio cancelaba reuniones importantes para salir
con ella— la mujer hablaba con conocimiento de causa.
Martello recordó colateralmente que nunca hay que arrepentirse del todo
por escuchar a un chismoso y dedicó los siguientes minutos de su máxima
atención a la información con que Analía regalaba sus oídos.
Un tipo con cara de contador público harto de los despelotes de sus clientes
salió del despacho, cargado con una carpeta vieja y gorda, a fuerza de
montones de papeles mal acomodados. Analía lo saludó y el tipo respondió
con un gruñido que sonó a "vuelvomañana". La mujer lo anunció y lo hizo
pasar.
María del Carmen Ayala estaba rodeada de facturas, recibos, vales de caja
y de una atmósfera algo pesada.
— Lamento interrumpir en este momento...
— Cualquier interrupción es bienvenida. Esto es un desastre — la mujer se
pasó la mano por el pelo. — Hay órdenes de pago emitidas dos veces, vales de
caja sin respaldo de gastos, espacios de publicidad sin facturar... Problemas
con uno de los bancos... Necesito un café. ¿Quiere uno?
No había alcanzado la dosis diaria máxima de alcaloides suaves y asintió
con una sonrisa. Ella despejó un espacio en donde apoyar las tazas que Analía
trajo casi enseguida y sin hacer ruido.
— ¿Cuándo se enteró de los problemas económicos de CableStar? —
Martello preguntó y ella lo miró sorprendida. Él señaló con el mentón los
papeles desparramados.
— Ahora— la mujer esbozó una media sonrisa triste.
— ¿Entonces, no sabía que Otto Koppf le había prestado plata a su
marido?
— ¿Qué...?
— Acabo de verlo. Me confirmó que González le debía una suma
importante.
— No me imagino los motivos...— pero a Martello le pareció que ella se
los estaba imaginando y bien.
— Disculpe la indiscreción pero, según Koppf, ese dinero fue para pagar
tratamientos de infertilidad.
La mirada de la mujer se volvió opaca y ella pareció hundirse en el sillón.
— Lauro no me dijo que había pedido prestado. Ahora entiendo... — y
sacudió la cabeza.
— Usted misma admitió que su marido había despilfarrado lo que no tenía.
Ella hizo una pausa larga antes de responder.
— A veces una no ve lo que no quiere ver, ¿no? En cualquier momento,
don Otto vendrá a reclamar lo que se le debe. Viejo de mierda, hace no sé
cuánto que anda detrás de CableStar. Parece que esta vez se va a dar el gusto,
pero no se la voy a hacer fácil — masculló entre dientes con ferocidad
inesperada.
Martello dedujo que Carmencita Ayala no era de las que le hacían las cosas
fáciles a nadie y una chispita de intuición le fulguró en algún lugar de la
cabeza.
— Necesito hacerle unas preguntas sobre la semana previa a la muerte de
su marido— ella asintió distraída y él siguió—. Más precisamente, para la
fecha en que él le dijo que había terminado su relación con Sandra Bermúdez.
La mirada de la mujer se volvió venenosa pero no abrió la boca.
— ¿Después de esa ocasión, González volvió a hacer alguna referencia a
Sandra?
— Se imaginará que esa no era mi tema de conversación preferido.
—Por supuesto. Pero se lo pregunto porque el marido de Sandra Bermúdez
aseguró que González le había conseguido un contrato en Canal 10.
— Habrá sido el precio por dejarlo en paz— escupió ella con desprecio—.
Sandra no daba puntada sin hilo.
El sentido auditivopolicial de Martello le pasó el aviso. ¿Por qué habla de
Sandra en pasado?
— ¿A qué hora volvió a casa su marido, la noche en que le dijo que había
cortado su relación con Sandra?
— Alrededor de las once y media. Supongo— agregó, pero ya había
respondido demasiado rápido y con demasiada precisión como para que
Martello pasara de largo.
— ¿Venía de verla? —preguntó.
— No me lo iba a decir directamente, ¿no le parece? — restalló la mujer.
— Su secretaria me confirmó que ese día su marido tuvo una reunión aquí
en el canal y que no fue a ninguna parte.
— No es lo que Lauro me dijo a mí— retrucó ella, con cara de "mi palabra
vale más que la de esa".
—No, cierto. ¿Su auto tenía cristales polarizados, verdad?
— Sí— respondió ella, molesta—, ¿Qué tienen que ver los cristales?
— Que no se sabe quién conduce el auto.
— Para eso son los cristales polarizados, ¿no? — esta vez la cara decía
"¿sos tan idiota?"
— Por supuesto... Sabe, hay algo en todo esto que no me cierra del todo.
Roberto Romero vio el auto de ustedes en la puerta de su casa, esperando a
Sandra Bermúdez.
Ella bajó las comisuras de los labios en un gesto de desentendimiento. Él
insistió.
— Pero si González tenía una reunión aquí, ¿cómo es posible que a la
misma hora fuera a buscar a Sandra para acompañarla?
— ¡Habrá mandado a alguien a buscarla! ¡Qué se yo! ¡Lo único que me
falta es preocuparme por la puta esa que bien está en donde está! — Las
palabras se le amontonaron en la boca tensa de rabia.
— Sí, yo también pensé que debía ser otra persona la que estaba en el auto.
¿Por qué esta mujer no me pregunta qué tiene que ver lo de Sandra
Bermúdez con la muerte de su marido? Salta como leche hervida cada vez que
se la menciono, pero habla de ella en pasado. ¿Es tan rencorosa o ...?
En los últimos tiempos, la conjunción disyuntiva "o" tenía la particularidad
de desencadenar bifurcaciones que por lo general desembocaban en hipótesis
desagradables. Y la hipótesis alcanzada en esa bifurcación empezó a crecer y
tomar cuerpo.
"Bien está en donde está". ¿Y en dónde se supone que está?
Tenía que conseguir más elementos de juicio, pero ya no podía continuar
con las preguntas a María del Carmen Ayala sin una orden del juez o sin el
abogado de ella. Aunque el que no arriesga, no gana.
— Una última cosita...
— ¿Qué? — lo interrumpió sin gentileza.
— ¿Podría darme un detalle de sus actividades de ese día en particular?
Los ojos de la mujer eran rendijas en la tapa de un pozo.
— Seguro. Me fui temprano a la capital, a la clínica de fertilidad, y volví a
mi casa alrededor de las nueve y media de la noche — sonrió, y la sonrisa
parecía la de una yarará a punto de embucharse un ratón de campo.
O sea que más temprano podría haber estado en otra parte. En la puerta de
la casa de Sandra Bermúdez, por ejemplo.
Pero ya no tenía más espacio para continuar sin que la mujer lo acusara de
apremios ilegales o algo parecido. Se despidió murmurando un saludo que no
fue correspondido.
Ya en la calle, cruzó hasta la playa de estacionamiento en la que los
empleados y directivos de CableStar, las FM y la revista, dejaban sus autos. El
encargado estaba moviendo un autito de color gris, bastante baqueteado por el
clima y las condiciones de uso. El hombre lo saludó obsequioso — acá me
conocen hasta los perros y yo todavía no me aprendí las calles, caviló — y le
preguntó por el auto de don Lauro. En tono profesional, Martello aclaró que el
vehículo de los González del Río continuaría secuestrado hasta tanto
concluyeran las pericias. El hombre asintió varias veces con cara de velorio.
— Lindo... Un autazo, viera. Nuevito, ricién estrenao. Una lástima —
parecía más apenado por el destino del coche que el de su propietario.
— ¿Los autos quedan siempre con las llaves puestas? — preguntó
Martello, dando una ojeada al resto de los vehículos estacionados, casi todos
con las ventanillas abiertas.
— Y sí— respondió el encargado —, acá e' tranquilo, ¿vio?
Cierto que no había robos de automotores en la zona, no al menos de los
más conspicuos, razonó. ¿Quiénes manejaban el auto de González? El
encargado dijo que sólo el finado o su mujer lo usaban. ¿Nunca se lo prestaba
a algún empleado? Nooo, el hombre puso cara de sacrilegio. Para eso estaba el
"vehículo de flota", y señaló el autito gris que acababa de estacionar. ¿La
señora de González usaba el auto a menudo? Y sí, respondió el hombre. Se lo
llevaba y lo dejaba ahí, para el marido. ¿Le avisaba al marido? El hombre no
sabía, no preguntaba. Era la mujer, ¿no?, le avisaría. A él no le decían nada.
Martello le agradeció y se fue caminando despacito de vuelta a la Regional.

11.

Camino de la Regional se cruzó con la mitad de la ciudad, que a esa hora


circulaba por la avenida prinicipal sin más objetivo que el de encontrarse con
la otra mitad, para ver en qué andaba. Saludó a gente que ni sabía cómo se
llamaba, ni si era de su localidad o de la vecina, pero no era cuestión de
enemistarse con cualquiera o quedar mal por un "buenas tardes".
De su experiencia en otras ciudades del interior, había adquirido un
repertorio de frases neutras y preguntas sin compromiso que le permitían salir
bien parado sin hablar de nada más complicado que el tiempo. Que cuándo
llovería, que estaba haciendo demasiado calor, que el invierno duraba cada vez
menos, que el frío había venido de golpe. Pasar a mayores implicaba tener
conocimiento del entorno social, cosa que con los años se le hacía cada vez
más difícil. Martello se preguntaba si eso era compatible con la profesión que
había elegido y detectaba algunas antinomias en sus cada vez más lamentables
hábitos gregarios.
¿Cuánto hacía que no establecía una relación más cercana con sus pares o
sus superiores, aunque fuera por estricta conveniencia laboral? "Los ascensos
no se ganan nada más que con la chapa", decía un excompañero de camada
que sí sabía de recursos para trepar por el escalafón. "Si vos creés que nada
más laburando hacés mérito, sos un pichi, Loquito ", y ahí estaba el colega,
encaramado a un sillón nuevo de cuero, con aire acondicionado y oficina
privada, pegadita a la del secretario de Gobierno de la provincia.
A Martello le gustaba demasiado el "trabajo de campo". No se sentía
nacido para general, de esos que arengan a la tropa: "Armémonos y vayan".
No le salía. Él tenía que estar ahí, en la línea de fuego, pasara lo que pasara.
Por supuesto, así no se hace carrera en ninguna parte y él lo sabía. Sus galones
de comisario estaban bien ganados, pero en su fuero interno sentía que no
habría más que eso para él. Y no le importaba.
El celular le vibró en el bolsillo, haciéndole cosquillas.
— Habla Martello.
— Hola, nene. ¿Cuánto hace que no me llamás?
Sonrió agradecido. El comisario mayor Sívori. El viejo se lo había puesto
bajo el ala cuando él acababa de llegar desde Buenos Aires y era un pajuerano
tierra adentro. Era el único que no le decía "Loco" o "Loquito", sino "nene". El
viejo Sívori estaba a punto de jubilarse — o más bien la Fuerza estaba a punto
de sacárselo de encima —, con todos los honores.
Uno que se ganó los galones a costa de jugárselas.
Sólo que en épocas de Sívori, los méritos valían mejores tiras que en la
actualidad.
— ¿Así que ese pelotudo de Herrera te está jodiendo?
— Y... Me pegó una apretada — admitió y dobló en una esquina para
alejarse de la avenida. Si tenía que llorar telefónicamente en el hombro de
Sívori, no quería orejas indiscretas cerca.
— ¿Qué anda pasando por ahí? Siempre fue una localidad tranquila, sin
despelotes... Un lugar para tomarse vacaciones o esperar la jubilación.
— La verdad es que desde hace casi tres meses, no paran de liquidar gente
— su propia voz reconociendo los hechos lo sorprendió.
— ¿Raro, no? Digo, en un lugar así...
— Raro de verdad— había oscurecido y la plaza estaba casi vacía.
Aprovechó para sentarse en un banco —. Ni que les hubieran dado permiso—
bromeó con humor negro.
— Contáme.
Y le contó hasta donde sabía. Sin demasiados detalles, porque Sívori podía
imaginárselos y muy bien.
— Ese Gaudet... Un pájaro de cuenta por lo que me decís. Pero lo que le
hicieron no fue cosa de mafiosos — puntualizó el viejo.
— No. Yo más bien me inclino por un crimen sexual, relacionado con algo
de su pasado.
— Y lo tenía bastante turbio. ¿Investigaste a las víctimas de corrupción y
los familiares?
— Sí, pero creo que no habrían esperado tanto tiempo para hacer algo
contra Gaudet. Estamos todos un poco desorientados: el forense, el juez y yo.
— No creo que andes muy lejos con eso de que es alguien relacionado con
el pasado del tipo. Debe ser algo viejo, porque de otro modo, no se explica el
ensañamiento.
Martello reflexionó sobre el comentario de Sívori. Sí: ahí había un odio
reconcentrado, madurado lentamente. Y cuando había llegado el momento,
había estallado sin aviso previo.
— ¿Y los otros? ¿Cómo vas?
Se abstuvo de mencionar a Grünebaum y le comentó lo último que había
estado averigüando sobre González y Bermúdez. Sívori coincidió con las
conclusiones de Martello.
— No vas a dejar contenta a mucha gente, nene.
— Me parece que no.
— Si yo estuviera en tu lugar, abandonaría la discreción y empezaría a
participar del chismerío. Así te enterás quién le debe a quién, quién cornea a
quién y con cuál, y podés hacer un poquito de prevención del delito.
Se rieron.
No estaría nada mal cuidarle las espaldas a Saguie y a Koppf. No porque
me caigan simpáticos, sino porque me quiero ir de este lugar con la frente alta
y sin más cadáveres.
Se estaban despidiendo cuando el viejo disparó la última frase.
— ¿Sabés a qué dedico las horas muertas? Busco en los sitios de Internet
que cazan nazis.
A Martello se le pararon los pelitos de la nuca.
— En la Argentina debe haber unos cuantos bien escondidos todavía. Y
como yo soy un perro viejo, me gusta recordar mis épocas de buscar
criminales. Más baratos que éstos, claro, je,je. Por ahí por donde estás ahora,
pasaron unos cuantos y otros tantos se deben haber quedado. Como en
Bariloche. ¿Te acordás de Priebke?
— ¡Cierto, Priebke! Bueno, si encuentro a alguno por acá, le aviso.
— Pero avisame antes de que se muera o que te lo liquiden— bromeó
Sívori y él se atragantó con su propia saliva.
— No hay problema — alcanzó a decir.
— Chau, nene. Cuidate. Llamáme. Mandálo a la mierda a Herrera.
— Seguro, comi.
Guardó el celular en el bolsillo como si guardara un objeto precioso. El
viejo Sívori tenía la extraña capacidad de hacer sus apariciones cuando él
estaba más necesitado de ellas. No tenía en quién confiar sus especulaciones y
lo resentía. La Regional era más parecida a una oficina municipal que a una
delegación policial. Los agentes del orden locales esperaban terminar el día y
la carrera tranquilos, sin más sorpresas que el borracho del barrio que le había
dado una zurra a la mujer, o la captura de un ratero que robaba garrafas y
televisores. La gente iba por la calle tranquila, sin que le arrebataran el maletín
o la cartera desde una moto en marcha. Todo el mundo se bajaba del auto y lo
dejaba abierto. Las casas jamás estaban cerradas con llave, al menos durante el
día. No se robaban bancos. Un poco de raterismo durante la temporada, todos
malandras venidos de la capital a "hacer el verano", robando casas alquiladas
por turistas. ¿Qué carajo estaba pasando en ese pueblo de mierda, que les
había dado a todos por tomar la vida y la muerte del prójimo en sus propias
manos?
La puta que los parió.
Parecía que la muerte de Gaudet hubiera sido el disparador que todos
estaban esperando para lanzarse a hacer su propia experiencia en el asesinato.
Lo peor de todo era que todavía no había ningún indicio cierto que apuntara al
homicida del empresario.
Se miró los zapatos constelados de motitas del polvo finísimo y
omnipresente de la estación seca. Al igual que todos los vecinos, lamentó la
sequía tozuda que venía ensañándose con la región y la dejaba sin agua para el
verano.
Los hoteles la van a pasar mal en la temporada, se compadeció.
Estaba empezando a hacer frío y volvió a paso rápido a la comisaría: como
siempre, había salido sin más abrigo que el saco del traje.
Preguntó por las novedades. El juez de instrucción había dictado la
preventiva de Romero así que el hombre dormiría en la Regional hasta el día
siguiente, hasta que lo trasladaran. Llamó al juez Litvik y mantuvieron una
conversación de quince minutos. Cuando cortó, citó a reunión del personal en
su despacho. En menos de cinco minutos, estaban todos adentro, apretujados y
lo más lejos posible del escritorio, no fuera cosa que el comi hubiera decidido
sancionar a alguien por conductas impropias tales como llevarse pizzas,
empanadas y docenas de facturas sin pagar.
— ¿Quedó alguien afuera?
— Álvarez, comisario— informó Cáceres.
— Dígale que cierre la puerta con llave y que venga.
Paseó la mirada de una punta a la otra de la fila de uniformes azules en
diverso estado de conservación, meditando cómo lograr el mejor efecto con la
menor cantidad de palabras posible.
— Señores— arrancó con el tono medido que ya habían aprendido a
temerle—, ya saben que Roberto Romero está en esta unidad.
Algunos gestos de sorpresa, otros de " qué te dije"; todos menearon la
cabeza para murmurarle algo al vecino.
— Hoy identificó el cadáver de la NN como el de su esposa, Sandra
Ramírez y quedó detenido en calidad de sospechoso de homicidio.
Más murmullos.
—La investigación todavía sigue adelante así que les ruego a todos, repito,
les ruego extremada discreción sobre este caso. No quiero filtraciones de
ningún tipo, ni sobre la identidad de la mujer ni sobre los motivos del arresto
de Romero. ¿Está claro?
Paseó una mirada asesina por toda la fila, que había enmudecido para
escuchar su tono de voz cada vez más bajo.Hubo varios síes nerviosos.
— ¿Se entendió que todo está bajo secreto de sumario y que si alguno de
ustedes lo viola, me voy a encargar no sólo de pedirle la baja deshonrosa, sino
de que lo archiven en alguna penitenciaría en donde tengan un amigo del alma
esperándolos?
Álvarez estaba más blanco que la pared en la que se apoyaba. A Cáceres le
corrían gotitas de transpiración por el cogote. Los demás presentaban diversos
grados de nerviosismo.
Bueno, tenía que hacer el intento. Seguro que la noticia ya corrió como
reguero de pólvora, perdonando el lugar común.
Se puso de pie despacio, a sabiendas de que no podía ocultar la expresión
de desaliento.
Qué manga de pelotudos. Y yo más pelotudo que ellos.
— Pueden retirarse.
Salieron como quien se va de un velorio.
En un arrebato de inspiración, Martello llamó a los hombres de la patrulla
nocturna. Les dio instrucciones específicas y les recordó su número de celular.
Después se fue a su casa. La temperatura seguía bajando y el trayecto era
demasiado corto como para que la calefacción del auto comenzara a entibiarle
el cuerpo.
Apenas entró, sin cerrar la puerta metió unos troncos para encender la
salamandra. El acto de prender el fuego lo llenaba de alegría primitiva.
La horda alrededor de la hoguera, contando los avatares del día: la caza
esquiva, el avistamiento de los de la tribu del otro lado del valle. El fuego
tiene la virtud de reunir a la gente... Aunque se trate de un incendio, filosofó.
En demasiadas ocasiones había visto a los bomberos en medio de uno,
echando literalmente a patadas a los curiosos atraídos como polillas por las
llamas. El calor le devolvió el alma al cuerpo y junto con ella, un hambre
feroz. "Por qué carajo no habrá una rotisería como la gente en este sitio",
rezongó mientras rebuscaba en los cajones del freezer. Supremas de pollo con
espinacas, supercongeladas. La fotografía a solo efecto ilustrativo las hacía
parecer apetecibles. ¿Guarnición? Puré instantáneo comprado en un ataque de
previsión culinaria.
Se preparó una bandeja con las cuatro supremas — más parecidas a
croquetas hipertróficas que a verdaderas piezas de ave —, un jarro entero de
puré y media botella de agua mineral con gas. Pensó dos veces antes de
descorchar una botella de Malbec de buena marca y al final se entregó al
pecado capital de la gula, dejando para otra ocasión — y otra botella igual—,
el de la avaricia.
Se sentó frente al televisor, control remoto en mano, y recorrió los
nosecuántos canales de la televisión satelital, sin decidirse. Boca jugaba el
domingo, no tenía ganas de engancharse con una película y su canal favorito
de documentales insistía con "la semana de los grandes reptiles". A él le
gustaban los bichos con pelo o plumas — en ese orden—, pero no con
escamas y en lo posible con un número par de patas ni inferior a dos ni
superior a cuatro. Dejó el canal cultural porque había un concierto de piano.
Las supercroquetas no estaban tan mal después de todo y el puré le había
salido bien: ni chirle ni seco, con el toque justo de manteca. El vino le entibió
algo más que el estómago y se agradeció por haberse premiado con él.
Satisfechas las necesidades básicas de alimento y abrigo, agarró el
anotador tirado en la mesita baja junto al sofá y empezó a escribir nombres y a
hacer dibujitos mientras escuchaba a medias la música. Fryderyk Chopin,
"Polonesa" N° 1, op.71, lo instruyó el sobreimpreso de la pantalla. Se sirvió
una copa de vino y la dejó a mano. Dibujó una mujer flaca y sin vientre y
debajo escribió "Carmencita"; después, una mujer con panza de embarazada:
"Sandra". Por último, el monigote varón, "González", y empezó a trazar líneas
de unión entre las dos mujeres o más bien, entre el vientre abultado de una y el
escueto de la otra. ¿Había mentido Carmencita al relatarle el último encuentro
entre su marido y Sandra? Cuando le había referido aquella conversación,
parecía sincera. Y amargada.
Pero me esquivó la mirada.
Algo menos que una idea le vivoreó entre los pensamientos.
¿Y si González...? No, es una locura…
No se atrevía a formular la frase completa y empezó a garabatear.
"González", "Sandra", "embarazo", "Carmencita", "estéril", "adopción".
¡Dios santo! Este tipo no pudo ser tan caradura... Aunque conociendo el
paño... No, soy un hijo de puta,... Y si soy tan hijo de puta, ¿por qué pedí la
vigilancia? Porque tenía la íntima convicción de que había sido tal como él lo
acababa de imaginar, pero todavía no podía demostrarlo. ¿Y la muerte de
González? ¿Quién era el asesino entonces?
El celular sonó pero a él le pareció que le encendían una alarma dentro de
la cabeza. Uno de los hombres de la patrulla le pasó el informe. Martello
manoteó la reglamentaria y una campera — tampoco era cuestión de cagarse
de frío—, y corrió a buscar su auto mientras daba instrucciones al suboficial
que lo había llamado.
***
Los hombres del móvil pasaron de largo, tal como él se los había pedido.
Estarían en contacto con él por el celular y el radio. Los suboficiales volverían
al lugar en quince minutos, tal como si estuvieran siguiendo una nueva rutina
de ronda. Después de todo, la comunidad estaba pidiendo más vigilancia.
Martello avanzó con las luces del auto apagadas y rezando para no salirse
del asfalto. Cuando consideró que estaba lo suficientemente cerca, paró y
siguió a pie. El barranco estaba apenas iluminado por la luna en cuarto
creciente. Esperó a que se le acostumbrara la vista a la penumbra y después de
unos segundos, vislumbró un reflejo ajeno al lugar: la luz de una linterna,
escondida detrás de algo que la ocultaba y la descubría por momentos.
¿Qué estará buscando?
Se esforzó por recordar los detalles de la autopsia y la frase de Lynch le
volvió a la memoria: "estrangulada mediante lazo, posiblemente de cuero".
Avanzó con precaución, tanto para prevenir un buen porrazo como para no
delatarse. Rebuscó su linterna en el bolsillo de la campera y la encendió. Oyó
crujir hojas y ramas secas, y una puteada entre dientes.
Esperó con los pelos de la nuca erizados como los de un perro, una mano
sobre la linterna y la otra en la reglamentaria. Acopló su respiración al ruido
del viento. Un haz de luz dibujó un agujero en la oscuridad que el bulto de una
figura se apresuró a tapar. Todavía no, se dijo Martello y dio dos o tres pasos
precavidos. Ni se imaginaba cómo alguien podría encontrar cualquier cosa en
semejante sitio, pero él no era del lugar y no conocía el barranco.
Parece que vos sí lo conocés bien.
Escuchó remover las hojas del suelo con furia y entonces la luz de la
linterna iluminó algo parecido a una culebra de buen tamaño. Quien buscaba
no le tenía miedo a las bichas porque apagó la luz de inmediato. Hubo un
silencio y después oyó la respiración agitada de quien trepa por una pendiente
empinada. Martello avanzó, sacó la linterna y apuntó directo a la cara de
Carmencita Ayala, que traía los pantalones llenos de agujas de "amor seco",
abrojos y restos de hojas, una linterna apagada en la mano derecha y un
cinturón de cuero en la izquierda.
***
— Señora Ayala, por favor...
— Conozco mis derechos— recitó la tipa por enésima vez, sin mirarlo. —
No voy a hablar sin que mi abogado esté presente.
Martello se aguantó la furia violenta que le estaba subiendo desde el
bajovientre, salió sin azotar la puerta y fue a llamar al juez de instrucción, que
le preguntó quién era el letrado de la mujer. Se lo dijo y casi se cayó de culo
cuando Litvik le dijo que salía para la Regional. El comisario le hizo señas a
Bustos para que telefoneara al abogado de María del Carmen Ayala.
— El abogado no entra hasta que el juez Litvik lo autorice— aclaró.
El juez llegó en veinte minutos, lo que significaba que había violado la
velocidad máxima por un buen margen.
— Bueno, después de todo, no siempre es malo que se filtre información—
comentó Litvik con una mueca.
— Ella niega todo.
— Y el abogado la va a sacar por falta de evidencias. Es toda
circunstancial.
— ¿Y qué fue a hacer al lugar del hecho? Sabía en dónde había estado el
cuerpo, sabía lo que tenía que buscar...
— ¿Quiere que le diga cómo la hace zafar el letrado? Declara que el
marido le confesó que él estranguló a la víctima y que perdió el cinturón. Lo
único que ella quería era mantener limpias la memoria y buen nombre de su
finado. Le dan una pena menor por ocultamiento de pruebas. Ni siquiera es
cómplice, sólo una pobre mujer engañada que amaba al turro del marido.
Hasta el tribunal siente pena por ella, pobrecita. Ni siquiera va a pasar un
tiempito adentro.
— ¿Por qué no se lo pasa por escrito al abogado, doctor? — Martello acotó
irritado.
— No hace falta— retrucó Litvik—. Conozco a ese hijo de puta de
Larrazábal. Es el penalista más cotizado de la provincia. Me debe unas
cuantas.
— Pero tenemos una evidencia por verificar, doctor. ¿Lynch no le pasó el
reporte completo de la autopsia? — el juez enarcó las cejas y Martello siguió
—: Sandra Bermúdez tenía piel debajo de las uñas. Se había defendido de su
atacante.
Los ojitos de Litvik brillaron con ferocidad.
— Cierto... Hay que tomarle una muestra de tejidos o de saliva a Ayala. Y
las huellas digitales. Déjela fumar, ofrézcale un café, agua, cualquier cosa. Ya
mismo le libro la autorización y la orden para el forense.
— ¿Podremos dejarla adentro?— preguntó Martello, esperanzado.
Litvik apretó la boca y meneó la cabeza.
— No sé. Puedo dictar una preventiva pero Larrazábal seguro pedirá fianza
y tendré que dársela. Sin evidencia concluyente,...
— ¿Y si se profuga?
— Ahí le caemos con todo el peso de la ley. Hacemos intervenir a Interpol
si es necesario. Pero Larrazábal no es tan estúpido como para dejar que ella se
profugue — Litvik tenía una miradita maligna—. Los prófugos no pagan
honorarios.
Bustos asomó para avisar que el doctor Ignacio Larrazábal estaba
esperando ver a su cliente.
Martello se tomó un par de minutos para estudiar al sujeto vestido con un
traje que era el último alarido de la moda, no en la capital provincial sino en
las embajadas de Barrio Parque, en Buenos Aires. Larrazábal ostentaba reloj
de marca auténtico y bronceado falso de cama solar. La corbata de "Hermès"
costaría encima de los doscientos dólares y la camisa llevaría etiqueta de
"Hugo Boss" por lo menos.
Hoy en día cualquier gil usa "Christian Dior", pensó Martello recordando
la remera que tenía puesta. Magro consuelo, los zapatos del tipo se habían
ensuciado de polvo lo mismo que el maletín, también de "Hermès". La nube
de perfume lo envolvía como una aureola. Pensó en Litvik y su traje oscuro y
no muy nuevo, los zapatos comunes y corrientes, la corbata anodina y la
loción para después de afeitar igual a la que él usaba, y entendió un poco de la
inquina del juez hacia la estrella de los tribunales provinciales. Claro, no eran
motivos nobles para detestar a una persona, pero sabía que Litvik hacía su
trabajo a conciencia, en nombre de un Estado que le pagaba regularmente un
sueldo regular, mientras que el otro facturaba cifras de seis ceros por cada
defensa que aceptaba. Obvio, no defendía a cualquier perejil: nada más que
peces gordos, pájaros de avería y todo el rosario de frases penitenciarias ad
hoc.
La debés levantar en pala para pagar todo ese cuero francés. Carmencita va
a tener que vender su imperio mediático para pagarte los honorarios.
Volvió a la oficina donde esperaba Carmencita Ayala y educadamente le
ofreció algo para tomar. La mujer lo miró rencorosa, pero cuando él le dijo que
ya habían llamado a Larrazabál— sin aclararle que estaba allí—, respiró
profundo y preguntó si podían traerle un café bien caliente.
Martello le alcanzó la taza con cuidado de tocar nada más que el plato y
salió de la oficina. Esperó un par de minutos y entró de nuevo.
— Su abogado ya llegó y el juez de instrucción, también. Por favor,
acompáñeme.
La mujer se levantó y cuando salieron, Martello cerró la oficina con llave.
Lo único que me falta es que algún pelotudo diligente lave la tacita.

12.

El arresto de María del Carmen Ayala no había contribuído a la


popularidad de Martello, pero el comisario no se preocupaba por el rating.
Quince días atrás, el abogado de Carmencita había pedido fijación de fianza y
Litvik había establecido una cifra digna de un mafioso, así que la señora
seguía bajo arresto hasta que lograra reunir los fondos. El juez también había
librado las órdenes de allanamiento de la vivienda y las empresas de la señora
Ayala.
La evidencia obtenida en las oficinas de CableStar y sus dependencias
podía ser considerada circunstancial.
Léase, mierda pura en tarrito de azafrán para un juicio.
No era cuestión de ofrecer a Larrazábal la oportunidad de lucirse
destrozando punto por punto cualquier correlato de horarios, ausencias, citas
del finado González, idas y venidas de Sandra Ramírez y cruces con
Carmencita Ayala. Carmencita estaba al tanto de todos los detalles, gracias a
las prolijas agendas de Analía y a sus prerrogativas como propietaria de
CableStar y esposa del director general. ¿Eso la calificaba como homicida?
¡Pero por favor! Cualquier esposa humillada y engañada se pegaría a los
talones de su marido y la amante y no por ello sería responsable de asesinato.
Necesitaba evidencia tangible de la culpabilidad de la mujer, de su
premeditación. Así que antes de ir a la casa había releído la autopsia hasta que
le dolieron los ojos, para saber con qué debía encontrarse. Y había encontrado.
Allí estaba, colgada en la pared entre otras herramientas, a modo de
paráfrasis funesta de "La carta robada". Si no hubiera conocido el informe
forense, la habría pasado por alto. Tomó la maza de madera con las manos
protegidas por guantes descartables y la metió en la conspicua bolsita plástica.
Después, rumbeó para lo del casero a interrogar a la esposa, que cumplía con
las tareas de limpieza y cocina en la casa grande. Sí, había lavado una blusa de
la señora con manchitas de sangre. La señora Carmencita le había dicho que se
había raspado. ¿Se acordaba cuándo la señora la había usado por última vez?
Para ir a la clínica. "A la señora Carmencita le gusta ir bien arreglada", afirmó
la mujer. Guardó la blusa en otra bolsa. El Luminol se encargaría de contarle
la verdad al juez.
Había enviado las evidencias a la Policía Científica. Lynch había
confirmado que Sandra Bermúdez estaba embarazada de Lauro González del
Río y que la piel bajo sus uñas pertenecía a María del Carmen Ayala. Los
restos de sangre en la blusa de Carmencita correspondían tanto a su propietaria
como a la occisa. El fiscal tenía un caso fácil. Sería el turno de Larrazábal de
pelarse algo más que las manos.
Faltaba establecer quién había matado a Lauro González. La fiscalía se
ensañaría con Carmencita, que no podría alegar "estado de emoción violenta"
si había dejado al auto sin líquido de frenos. Pero, ¿era verdad? La mujer tenía
coartada para ese día: había salido a almorzar con las chicas de la fundación de
beneficencia del hospital público de la ciudad y después se había quedado en
su casa, sin cenar. La casera había confirmado la llegada de su patrona pasadas
las tres y media y que no había vuelto a salir.
Lo de "chicas" era una gentileza cronológica hacia las damas patricias; lo
de "hospital público" era una denominación que no se correspondía con la
realidad del servicio sanitario local.
A gatas te pueden atender por una uña encarnada. Si te pasa algo serio,
rezá porque la ambulancia llegue rápido a la capital.
El comisario se había entrevistado con la señora presidenta de la
fundación, que había confirmado la presencia de Carmencita en el almuerzo
para planificar el siguiente evento para recaudar fondos. Se había lamentado
por el terrible percance de Carmencita y esperaba de todo corazón que todo
fuera un gran error, insistió, mirándolo con patricio disgusto. Antes de irse, le
preguntó en dónde habían almorzado y la señora presidenta le proporcionó el
nombre de un restaurante en la localidad vecina. "Acá no hay un solo lugar
decente en dónde almorzar", sentenció la señora. "Es cierto", coincidió y la
señora sonrió con suficiencia. "El Belvedere abre únicamente de noche",
agregó Martello y se despidió, dejando a la mujer con las palabras en la boca.
Por Magda sabía que las damas de la fundación no frecuentaban su
establecimiento de avanzada gastronómica: preferían el vitel thonné y el pollo
al champignon con papas a la crema, desterrados de la cocina de "El
Belvedere" por anacrónicos.
Había interrogado nuevamente a Roberto Romero, que insistía en su
inocencia. Romero había dado muestras de no tener el coraje de matar, al
menos con premeditación. Pertenecía a esa clase de boludos que matan
accidentalmente porque se les dispara el arma de pura casualidad, y de paso
terminan con una bala en el pie. ¿Y si se estaba haciendo el boludo más de la
cuenta? Martello no percibía eso del tipo, y había aprendido a dar cierto
crédito a sus percepciones.
El comisario se encerró en su despacho con una taza grande de café,
después de advertirle a Cáceres que tenía que hacer unos llamados importantes
y que no quería interrupciones hasta nuevo aviso. Cáceres asintió muy
comedido, "Siseñor", pero él le pescó la sonrisita irónica.
Seguro que cree que tengo que llamar al turro de Herrera y la está
disfrutando. Sacó sus anotaciones sobre las muertes de González y Bermúdez.
Y la pregunta del millón es...¿quién querría cargarse a González, además
de su mujer?
¿Koppf? González le servía más vivo que muerto. Sus acólitos Straub y
Russo no parecían tener mucha iniciativa personal. ¿Saguie? No era su estilo.
Y además, ¿con qué motivo? ¿Algún enemigo que había quedado en el
camino, como había mencionado Carmencita con el sarcasmo ensuciándole la
voz? Cada frase que había pronunciado la mujer la inculpaba más y más. Y sin
embargo... Tenía que hacer una verificación: no podía cargarle esa muerte sin
estar completamente seguro de que era culpable. Su conciencia no se lo
perdonaría.
Llamó al ingeniero Borrelli, que le dio una clase magistral telefónica sobre
las diversas formas de dejar a un auto sin líquido de frenos, fuera accidental o
intencionalmente. Cuando pudo cortar la comunicación, Martello tenía una
idea de tiempos y oportunidades. Faltaba determinar quién había tenido todo
eso a su disposición.
Salió de su despacho con ceño fruncido y expresión oscura — como si me
hubieran cagado a pedos de nuevo —, y nadie se atrevió a interceptarlo.
— Enseguida vuelvo. Ubíquenme en el celular.
— Siseñor.
En la playa de estacionamiento de CableStar, el encargado estaba tomando
mate con la oreja pegada a la radio. Lo saludó con temor reverente y él le
sonrió con amabilidad, aclarándole que quería hacerle unas preguntitas y nada
más. El hombre abrió mucho los ojos y puso cara de dar el pésame. Sí, él
estaba trabajando el día del accidente del señor González del Río. Sí, había
venido solo: la señora Carmencita vino más tarde a buscar el coche, a eso de la
una.
— ¿Ella le dijo adónde iba?
— ¿A quién, a mí?— se sorprendió el hombre y soltó una risita —. ¡Ni me
dirige la palabra!
— ¿Y a qué hora volvió?
— Esperesé.
Entró al cuartito que servía de oficina y puesto de vigilancia. De encima de
la mesa, recogió un cuaderno manoseado. Tenía dos columnas: "Hora ingreso"
y "Hora salida", escritas ambas veces sin hache, y en cada renglón figuraba la
patente de los autos.
— A ve'... Sí, acá le anoté, vea — y le mostró los renglones
correspondientes a la señora. Carmencita había vuelto a las tres y cuarto.
— ¿Me permite...?
— ¡Faltaba má! — El hombre le entregó el cuaderno y le ofreció la silla.
El registro era prolijo y completo: el hombre se tomaba en serio su trabajo
y anotaba a cuanto ser viviente entrara y saliera en auto del estacionamiento.
El día fatídico, González había salido a las cinco y vuelto a las cinco y
media: eso Martello ya lo sabía porque era el horario en que el finado había
ido a verlo a la Regional para decirle que tenía la información. Se habían
encontrado para cenar y después... No hubo más "después".
De puro curioso, pasó a la hoja del día anterior. Carmencita no había
aparecido por el estacionamiento, pero González había llegado a las nueve de
la mañana, vuelto a salir a las tres y media, regresado a las seis y media y
salido definitivamente a las diez menos cuarto de la noche.
Le dio las gracias al encargado y se acordó de preguntarle el nombre.
— Julio Rivero pa' servirle — sonrió el hombre.
— Gracias, don Rivero.
***
De vuelta en la Regional, pidió más café y se sentó a escribir un punteo de
los hechos del último día de la vida de González. Cuando había venido a verlo
a la Regional, estaba nervioso. En el restaurante, se había mostrado más
inquieto todavía. De acuerdo con los dichos de Straub y Russo, el hombre
estaba asustado cuando lo llamaron por el celular.
Todo el tiempo, Martello había pensado que ese nerviosismo creciente se
debía a la información que le había exigido. Sin embargo, el director general
de CableStar le había vendido carne podrida y él había estado a punto de
tragársela. ¿A quién más se la había vendido?
Dibujó monigotes y les puso los nombres debajo; después dibujó signos
pesos volando alrededor. González había puesto sus empresas al borde de la
quiebra y Koppf le estaba dando empujoncitos para que saltara. ¿Por qué le
habría ocultado González a su mujer el asunto de los préstamos? ¿Por amor?
¿Para protegerla? María del Carmen Ayala no parecía el tipo de mujer que
requiriera de un capullo de algodones para transitar por la vida. Por otro lado,
la relación de González con Sandra parecía estar terminada, de acuerdo con lo
referido por Analía, la secretaria.
Volvió a repasar lo que sabía y lo que suponía. González era un mentiroso.
Le mentía a Carmencita, a Sandra; le había mentido a él y a Koppf.
Carmencita siempre lo perdonaba, a pesar de las amarguras, del despilfarro y
de las amantes; a la que no había perdonado era a la pobre Sandra y a su
embarazo.
Una idea empezó a rondarle la cabeza y lo hizo llamar a Analía, a
CableStar. No le resultó fácil llegar al tema del que quería hablar: tuvo que
ponerle la oreja a las quejas y temores de la "secretaria de nadie", como se
denominaba autoconmiserativamente. ¿Qué iba a pasar con el canal y las
radios y la revista? ¿Quién se haría cargo? ¿Cómo pagarían los sueldos? Con
lo difícil que estaba la situación del país, ¿qué iba a hacer ella si se quedaba
sin trabajo? En cuanto pudo meter baza, le preguntó y Analía le dio la
información precisa. Le agradeció y pudo despedirse después de prometerle
que hablaría con el intendente y con los notables de la ciudad para que se
ocuparan de encontrar la forma de sostener al canal local.
Miró la hora: si se apuraba, llegaba a ver al mecánico de González antes de
que cerrara.
***
El taller mecánico de Horacito Mendieta — así, en diminutivo, en el cartel
— parecía un quirófano: limpio, azulejado y luminoso. Horacito se ufanaba de
atender los mejores autos de la ciudad y localidades vecinas. El mecánico miró
el modelo '2002 de Martello casi con pena. En las paredes, junto a un pañol de
herramientas quirúrgicas estaban los cuadritos con los diplomas de cursos
tomados en las casas matrices de las mejores marcas del mercado.
— Efetivamente, comisario, yo le atendía lauto a don Lauro. Le atendía
todo' lojauto' desde hace die' año'.
— Era un vehículo nuevo.
— Efetivamente. Y don Lauro lo cuidaba. Siempre cuidaba mucho lojauto'.
Lo' cambiaba seguido.
— ¿Qué tal manejaba don Lauro?
— Y... Le gustaba pisarlo' lojauto'. Por eso lo' tenía hecho' un violín.
Cuando a uno le gusta andar fuerte, lauto tiene que está bien de todo: motor,
embrague, freno.
— ¿Cuándo fue la última vez que vino?
Horacito fue a buscar una agenda y le informó la fecha, la hora y la
duración del servicio. Martello sacó las cuentas mentalmente: un día antes de
matarse. Le preguntó al mecánico si el auto tenía algún problema y el hombre
se encogió de hombros: don Lauro era un poco maniático y lo traía una vez al
mes por las dudas. El auto estaba en perfectas condiciones. Ese mes le había
pedido adelantar la fecha de la visita y por suerte él tenía un turno.
— ¿Don Lauro entendía de autos?
— Efetivamente — el mecánico sacudió la cabeza con vigor—. Le gustaba
la mecánica. Una ve' me dijo que él hubiera querido corré en TC o rally, pero
que la mujer no lo dejaba porque era peligroso. Igual él le hacía uno' toquecito'
por la' suya'. Yo me daba cuenta, claro. Que el ralentí, que lo' chiclé, bueno,
eso ante' ; en lo' má' nuevo, la inyesión. Lo' fierro' le tiraban.
— ¿La mujer venía al taller?
— Nooo — Horacito estiró los labios para acentuar la negativa —. Ni
pisaba por acá. ¡A gata debe sabé por dónde se le pone la nasta a lauto!
— ¿Don Lauro iba también a algún otro taller?
— ¿Con ese auto? ¡Ni soñando! — aseguró el mecánico —. Acá tenemo'
lo último de lo último en tenología compudatarizada para testeá losircuito' de
lo' modelo' má moderno'. — Y señaló a R2D2 recién llegado de "La guerra de
las galaxias", lleno de displays, visores, conectores y otros "ores" más que él
desconocía, ya que su pobre autito todavía tenía carburador y no sabía qué
querían decir "ABS" o "airbag".
— No le digo que no haya otro' tayere' . Hay de eletricidá, de chapa y
pintura — se agarraba los dedos de a uno para enumerar —, pero como éste,
nada de nada — se ufanó Horacito.
Le agradeció la información y se estaba metiendo en el auto cuando el
mecánico le dijo:
— Jefe, cuando quiera— señaló el auto con el mentón—, me lo trai y le
hacemo' un servi que se lo dejo hecho un violín. Ahí sí que va a alcanzá a lo'
malandra'.
***
De regreso a la Regional, Martello condujo despacio para tener tiempo de
pensar. Se detuvo un momento en la banquina — el taller de Mendieta estaba
sobre la ruta provincial —, para llamar a Bustos e indicarle que verificara si
González había concurrido a algún otro taller mecánico en los días previos a
su muerte.
— Enseguidita, comisario. Son dos o tres talleres, nada más. ¿Quiere que
le avise al celular?
— Sí, por favor. Espero la información.
Estaba entrando a la ciudad cuando le sonó el celular. Respondió sin
detenerse — me van a multar y me voy a joder ¬—, y Bustos le informó que
González ni había ido ni era cliente de ninguno de los otros talleres. Algo de
todo lo anterior no cerraba con el accidente y eso le molestaba a Martello
como una piedrita en el zapato. Tanto le molestaba que paró el auto, agarró el
anotador extra que siempre llevaba en la guantera y se metió en un bar al que
nunca había entrado. Pidió un café doble y empezó a ordenar la información
reciente. Lo primero que hizo fue anotar los horarios de idas y venidas de
González para no perderse ningún detalle y encontró la primera discrepancia.
Había una diferencia de casi una hora y cuarto entre el horario que
Mendieta tenía registrado como salida de González, y el que figuraba como de
ingreso en la playa de estacionamiento.
Martello había hecho el recorrido desde el centro hasta el taller en menos
de quince minutos y teniendo en cuenta que al finado le gustaba darle al
acelerador, calculó que podría haber hecho el recorrido en la mitad del tiempo.
¿Qué había hecho González durante los aproximadamente setenta minutos
restantes?
Manoteó el celular y llamó a Borrelli.
— Me pescó en la puerta, comisario.
— Disculpe, ingeniero. Necesito confirmar una cosita, nada más.
— Diga.
— ¿Existe la posibilidad de que haya huellas digitales en el depósito de
líquido de frenos del auto de González?
— ¡Deben de estar las de todos los mecánicos que le revisaron el auto!
— Usted dígame sí o no.
— Si esa sección del vehículo se conservó después del impacto, sí. Un
segundito... — Borrelli se demoró algo más en responder: estaba buscando el
informe de la pericia—. De acuerdo con el reporte, esa parte del vehículo no
se destruyó por completo. Sí se podría.
— Entonces mañana mismo le mando gente para que haga una toma de
improntas dactilares. Muchas gracias.
Se tomó el peor café doble de su vida pero casi ni se dio cuenta mientras
llamaba al "Negro" Ibáñez: seguro que todavía estaba en la repartición.
— ¡Qué hacés, "Loquito"!
— Perdoná la hora. Siempre te jodo, "Negro".
— Todo bien, papá. Decíme.
Le dijo lo que quería. Ibáñez se entusiasmó y le prometió mandar gente
enseguida y llamarlo apenas tuviera novedades.
Siguió anotando, o mejor dicho, recordando lo que había recogido de
Saguie, Koppf, Carmencita y Analía. ¿Cómo encajaban los datos entre sí?
Saguie sabía algo que él no sabía y se lo había dado a entender. Por ese
motivo, había ido a ver a Koppf, que le había explicado con claridad los
problemas de González y de cómo éste le había mentido acerca de la
titularidad de CableStar y las demás empresas del grupo. Recordó cómo Koppf
se había sorprendido.
También a vos te vendió carne podrida...¿O no?... ¡A la mierda! ¿Y si
realmente tenía pensado convertirse en propietario de las empresas...?
Y el único modo que tenía González de conseguir esa titularidad era
heredando a Carmencita. Sin hijos ni sobrinos o cuñados de por medio, y con
los padres de su mujer finados desde hacía tiempo, el heredero universal de
María del Carmen Ayala era Lauro González.

13.

El café horripilante que se había tomado en el bar le estaba dando una


acidez que amenazaba volverse dolor de estómago. Después de consultar con
su reloj, Martello dedujo que su patología gástrica se debía a la falta de ingesta
de alimentos sólidos durante el transcurso de la jornada. No era la primera vez
que se olvidaba de comer cuando estaba detrás de un caso, pero hoy tenía una
ventaja: era jueves y "El Belvedere" estaba abierto.
Estacionó en la playa del restaurante decidido a calmar su apetito
fisiológico y sin segundas intenciones. El mozo lo saludó con la cordialidad
habitual.
— Su mesa está desocupada.
— Ya mismo me encargo de ocuparla entonces. Poca gente, ¿no?
El mozo se encogió de hombros resignado. El restaurante estaba vacío.
Magda apareció con la sonrisa bailándole en los ojos.
— Creí que hoy cerrábamos vírgenes.
— Está fría la cosa...
— Mucho— Magda corrió la silla frente a él y se sentó con un suspiro
pesado—. Si sigue así, cierro hasta la temporada.
— ¿Comés conmigo?
Acababa de pronunciar la invitación cuando llegó una pareja.
— Parece que me traés suerte— dijo ella y se levantó.
— Me había hecho ilusiones— él frunció la trompa.
— No las pierdas...— Magda no se refería a la comida.
— ¿Puedo pedir mi plato favorito? — ella levantó una ceja reprobadora—.
Por favor...
— El postre lo elijo yo.
— Hecho.
El mozo le trajo unas cazuelitas con meze y varias porciones de focaccia,
para que no llegara desesperado al plato principal. No hubo más comensales
que él y la pareja que se había acomodado en el otro extremo del salón, bien
lejos de la mesa de Martello.
— Enamorados— murmuró Héctor cuando le trajo su plato—. Ella no va a
comer nada para que no le salga pancita y él va a pedir el plato más barato de
la carta porque la plata tiene que alcanzarle para el hotel.
Martello se mordió para no reirse. Las predicciones del mozo resultaron
ciertas: ella pidió una ensalada y él, pastas, y tomaron agua. Magda tenía razón
en querer cerrar.
—No dejaron ni las monedas del vuelto— se quejó el mozo cuando le
retiró el plato.
Las luces de la playa de estacionamiento se apagaron. El mozo bajó a
cerrar la puerta y el adicionista saludó desde la barra. Magda asomó en ropas
de civil.
— ¿Y mi postre? — preguntó.
Magda no dijo ni mu mientras se sentaba.
— Quiero mi postre— insistió él metiéndole una mano por debajo del
suéter y acariciándole el estómago y el ombligo. Nunca hubiera pensado que
el ombligo podía ser tan erótico.
— ¿Te lo vas a comer todo de una vez?
— Lo voy a devorar y después me voy a relamer. O a relamerte, todo
depende.
— ¿De qué?
— De cuánto tardes en servírmelo— encontró el primer botón del jean de
Magda y lo desprendió. Su mano siguió camino abajo hasta que Martello
escuchó subir al mozo y se apartó de la fuente de todos los pecados.
Magda le ofreció café y él aceptó.
— Yo los preparo— se fue hasta la barra y le dijo al mozo que podía irse a
casa. El hombre saludó y se fue.
Magda espió que ya no quedara personal en los alrededores, apoyó una
mano en la barra y se impulsó por encima de un salto.
— ¿Cómo hiciste eso? — se sorprendió Martello, que se había levantado
de la mesa.
— Artes marciales. Practico para no perder la forma.
— Ojalá nunca te haga poner de mal humor. ¿Qué es, karate?
— Taekwondo. Es bueno para liberar tensiones. Deberías practicar.
Siempre creí que los policías sabían artes marciales, como Chuck Norris o
Steven Segal.
— Prefiero a Peter Falk en "Columbo" — dijo mientras se escurría detrás
de la barra hasta la cafetera express, a tomar a Magda por la cintura.— No sé
si quiero el café— le susurró en la nuca.
— Ya están listos — dijo ella y puso un chorrito de whisky en cada jarrito.
Le alcanzó uno y ella bebió del suyo. Sin darle tiempo a nada, le estampó
la boca en la suya. La lengua de Magda estaba caliente y sabía a café y
whisky. Él bebió de su café y le devolvió las atenciones una por una, en tanto
que le desprendía todos los botones del jean y se lo bajaba. Ella se sacó el
suéter y la ropa interior. Él la levantó y la apoyó contra la barra y se acomodó
las piernas de ella alrededor de su cintura. Mientras Magda le soltaba la
corbata y le desprendía la camisa, él se abrió la bragueta y sin molestarse por
desembarazarse del boxer, la penetró de un solo envión.
Mi primer polvo de parado después de no sé cuántos años.
— Me hacés hacer cosas de pendejos— le susurró al oído cuando recuperó
el primer aliento después del orgasmo.
— Vamos a mi casa— ronroneó Magda, todavía colgada de su cintura—.
Acá está empezando a hacer frío.
La ayudó a cerrar el restaurante y la cocina y se fueron abrazados hasta el
auto.
***
Estaban los dos tirados en la cama, disfrutando de la paz postcoital cuando
Magda se sentó de golpe.
— ¡El postre!— dijo y saltó de la cama.
Volvió con un plato cubierto por una tapa plateada, de esas que Martello
había visto sólo en películas.
— Cerrá los ojos y abrí la boca.
El tacto frío del metal sobre la lengua fue reemplazado por un terciopelo
que le provocó una oleada de voluptuosidad.
— Dios mío, esto es la representación gastronómica del pecado. ¿Qué es?
— preguntó mientras abría los ojos para no perderse ni una miguita de la joya
negra y dorada que reinaba en medio del plato.
— Biscuit joconde , ghianduia y salsa Noissette perfumada con licor
"Strega" y espolvoreada con hojas de or...
La interrumpió para meterle una cucharada llena de torta en la boca. Ella
se tomó el tiempo para paladear el bocado antes de continuar.
—Me encantó el nombre que le pusiste: "Pecado".
Continuaron comiendo, una cucharada cada uno.
— Lo preparé pensando en vos— dijo Magda cuando dejó el plato vacío
sobre la mesita de noche.
La besó con suavidad, emocionado por la confesión.
— Hace mucho que nadie prepara algo pensando en mí.
Magda le enredó sus dedos en el pelo y lo despeinó.
— ¿Tenías a alguien?
No supo cómo fue que empezó a contarle de Laura. Quizás todo estaba
esperando ahí, flotando bajo la capa tenue de otros pensamientos más
urgentes, a la espera de la primera oportunidad para escurrirse hasta la
superficie. A medida que hablaba, sentía llenársele los ojos de lágrimas que no
quería limpiar para no traicionarse.
— Todavía sigo culpándome por lo que hice— murmuró, acostado boca
arriba y sin mirar a ninguna parte.
Magda se incorporó sobre un codo para mirarlo. Habló con los dientes
apretados.
— Vos no hiciste nada, ¿entendés? ¡Nada! — mordía las palabras—. ¡Ella
te lo hizo a vos! ¡Ella te destruyó las ilusiones, el corazón, tu amor! ¡Estuvo a
punto de arrastrarte con ella, casi te destruyó la vida! ¡Vos sos inocente y ella
era una hija de puta!
Los ojos de Magda ya no eran los de una gata: eran los ojos amarillos de
un lobo.
***
Se despertaron juntos, a las seis y media.
— Toda-vía está... os-curo...— Magda tartamudeaba de sueño.
— Tengo que irme. Estoy esperando una información en la Regional y
quiero llegar temprano.
— ¿Algo importante? — ella preguntó, completamente despierta.
— Tiene que ver con la muerte de Lauro González— explicó mientras se
vestía.
Magda asintió y se levantó a ponerse una bata de toalla.
— ¿Me llamás esta noche?
— Seguro— le dio un beso—. Y si no te llamo, llamame vos. ¿Prometido?
— Prometido.
Ella lo acompañó hasta la puerta.
— Cerrá con llave— le dijo y la besó.
Escuchó girar la cerradura cuando iba para el auto.
La mañana venía movidita. Dos vecinos del mismo barrio venían a
denunciar sendos robos en sus viviendas; una mujer con un ojo en compota,
vestida humildemente y abrigada peor, esperaba para hacer la denuncia de la
enésima paliza a manos del marido; otra, con campera de gamulán, lentes
negros gigantescos y carísimos y las llaves del auto colgadas de un dedo
nervioso, venía por motivos similares. Ambas cruzaron miradas y la más
humilde hizo un lugar en el banco de madera despintada para que la otra se
acomodara. La del auto se sentó en el borde y se cubrió la boca con el puño
cerrado, al tiempo que la primera le palmeaba la otra mano. Martello
observaba de reojo, leyendo a medias el reporte nocturno. "Sin novedades",
decía.
¿Y cuándo carajo robaron dos casas, fajaron a dos mujeres y quién sabe
qué más? ¿En el cambio de turno?
Se anotó mentalmente llamar a los hombres de la patrulla y pegarles una
buena levantada en peso.
— Cáceres...
— Siseñor.
— Acompañe a los señores, verifique los daños y pregunte en la zona si
alguien vio o escuchó algo.
Cáceres hizo mutis por el foro con cara de culo: se perdía el mate y las
facturas.
Llamó a Bustos a un aparte.
— ¿Son de la zona? — le preguntó por los cacos.
— Seguro. En esta época no hay gente de afuera.
— Los quiero acá — señaló el suelo—, a mediodía. Y lo que se llevaron.
— Y... la mercadería la mandan para la capital rapidito...
— Bueno, que la traigan de vuelta igual de rapidito.
Bustos sacudió la cabeza, dio media vuelta y le hizo señas a Álvarez para
que lo acompañara.
La agente femenina Menéndez Leticia — una chica joven con la cara
estragada por el acné — tomaba las declaraciones de las mujeres. Se inclinó
junto a la mesita con la máquina de escribir para hablar con la uniformada y
leer los nombres de las denunciantes. El nombre de la del auto casi le hizo dar
un respingo: Alejandra Weber de Straub.
— Cuando las señoras terminen, que pasen a verme. De a una — aclaró
por las dudas.
Menéndez Leticia se puso colorada: no estaba acostumbrada a alternar con
la superioridad. Él le sonrió y la chica masculló un "siseñorcomisario",
poniéndose de color bordó.
Golpearon a la puerta de su despacho. Dijo "Pase" y entró la mujer más
humilde. Durante los siguientes quince minutos intentó sonsacarle a la mujer
los motivos de la paliza, sin éxito. La pobre tipa balbuceaba que su marido era
un buen hombre, pero que cuando tomaba "un poquito de má", se ponía
"pesao".
— En cuanto se le pasa la mona, é' un monaguíio. É bueno con lo'chico',
trabajador. Tiene nomá el problemita ese de la bebida.
— Disculpe, señora, pero, ¿para qué viene a denunciarlo, entonces?
— Pa' ve' si se asusta y larga la botéia.
— ¿No sería mejor que fueran a Alcohólicos Anónimos?
La mujer lo miró como si le hablaran de ir a Marte.
— ¡Pero si mi marido no é borracho!
Martello se mordió las mejillas para no mandarla al carajo y le indicó que
fuera a ver a la licenciada Iraola, la jueza de paz. La mujer se encogió de
hombros y salió. Afuera, esperaba la otra y el comisario la invitó a pasar. La
mujer era atractiva a pesar del moretón en el lado derecho de la cara. La
evolución de la charla fue similar a la anterior, sin los localismos. La señora de
Straub no pensaba avanzar más. Le preguntó porqué.
— Es la primera vez que hago la denuncia.
— Eso quiere decir que no es la primera vez que la golpea — afirmó el
comisario.
La mujer no respondió y desvió los ojos.
— No sirve que usted se calle...
— Esto lo va a asustar y me va a dejar en paz.
El comentario críptico le acicateó la curiosidad profesional.
— ¿Dejarla en paz respecto de qué?
— Yo no lo jodo con sus cosas. Que no me joda con las mías— respondió
la mujer con una ceja enarcada.
Así que esas tenemos: Straub pone cuernos pero no le gusta lucirlos.
Resolvió seguir el consejo de Sívori y ponerse al tanto de las astas locales.
Despidió a la señora Straub, sugiriéndole poner en claro sus diferencias con el
marido de forma menos violenta. La mujer sonrió con frialdad y se fue.
— Comisario— Bustos asomó la cabeza—. Tengo a la gente que usted
buscaba en el calabozo.
— Ya voy. ¿Y... las cosas?
Bustos sacudió la cabeza con una sonrisa. Le ordenó a Bustos que se
comunicara con Cáceres para que volviera con los damnificados a reconocer la
mercadería robada.
El teléfono lo distrajo.
— "¡Loquito"! Habla Ibáñez.
— Qué hacés, "Negro".
— Tengo lo que me pediste— Ibáñez hizo un silencio teatral. A Martello el
corazón le dio un saltito.
— Dale, largá.
— Te lo paso por fax.
— ¡No seas turro, decíme!
— Las huellas más recientes en el depósito de líquido de frenos
corresponden a Lauro González del Río.
Martello respiró profundo. Le dio las gracias al "Negro" Ibáñez y después
le dio señal de fax. Las otras huellas presentes en el resto del auto pertenecían
a Mendieta, Horacio. No había huellas del mecánico en ninguna parte del
sistema de frenos, por lo menos en lo que quedaba de él.
Dobló el fax y lo metió en un sobre. Antes de salir, hizo un llamado más.
— Me voy al juzgado de instrucción. Llámenme al celular.
Llegó al juzgado en tiempo récord y encontró a Litvik a punto de irse. Le
dio el sobre y el juez leyó despacio y lo miró con el ceño fruncido.
— ¿Se suicidó?
— Tengo otra teoría. ¿Me acompaña con un café?
Fueron a un bar en la esquina del juzgado. El mozo saludó a Litvik,
preguntándole si quería lo de siempre. Martello pidió un cappuccino para no
correr riesgos excesivos por ingesta de café con diversos grados de
quemadura. Mientras Litvik atacaba un "académico" sin jamón, el comisario le
explicó su versión sin dar nombres de más.
— González estaba ahorcado por deudas y no tenía forma de poner las
manos sobre el activo de CableStar y las radios, porque eran de su mujer.
— Y la deuda la tenía con gente con la que no se jode— comentó el juez,
limpiándose las comisuras. Litvik estaba más al tanto de lo que Martello
suponía, que asintió sin hablar y se tomó un sorbo del cappuccino, que no
estaba nada mal. Litvik se apoyó en el respaldo de la silla.
— ¿Y por qué se estrelló, si sabía que el auto no frenaba?
— Hablé con Borrelli. El líquido de frenos no se vacía tan rápido como
podría suponerse. Depende de cómo se use el freno. González le dejaría el
auto con el mínimo posible y en cuanto su mujer lo usara de nuevo, ocurriría
un "accidente". Llamé a la clínica en donde María del Carmen Ayala se trataba
por el tema de la infertilidad: tenía una cita al día siguiente de la muerte de
González para iniciar un nuevo tratamiento hormonal. Por supuesto, nunca fue
y hasta se olvidó del asunto.
— Qué sutil— ironizó el juez —. Pero— levantó el índice derecho—, si
González sabía todo eso, ¿por qué cuernos aceleró hasta matarse?
— Había tomado de más y quizás no pensó que iba tan rápido. Pero creo
que tengo una hipótesis adicional. Se me acaba de ocurrir, gracias a una
denuncia que recibimos hoy— Litvik se acodó en la mesa para escucharlo—.
Carmencita confirmó que González no dejaba pasar una pollera, así que no
debe haber perdonado ni a las mujeres de vecinos y amigos, si es que le
quedaba alguno. Hoy, la señora Straub vino a hacer una denuncia por malos
tratos. Lo único que quería, dijo, era que el marido la dejara en paz: "yo no lo
jodo con sus cosas, que él no me joda con las mías". La noche del accidente,
tanto Russo como Straub llamaron a González al celular, mientras lo seguían
en auto. González imaginó el motivo de los llamados, se puso nervioso, estaba
un poco pasado de alcohol ... y chau.
El juez pidió un café y Martello, otro cappuccino.
— Deberíamos verificar la relación de González con la mujer de Straub... y
con la de Russo.
— Discretamente.
— Por supuesto. No es cuestión de ensuciar el buen nombre de nadie— la
sonrisa de Litvik parecía la de un tiburón —. Sí, podría ser. Todo puede ser ...
— "...En la dimensión desconocida" — dijeron los dos a la vez.
Martello volvió a la Regional a la velocidad permitida. Desde el auto llamó
a Bustos para que le consiguiera los teléfonos de las casas de Straub y Russo.
Cuando estaba poniendo el pie izquierdo en el umbral de la Regional, Cáceres
lo atajó con cara de susto.
— Comisario, denunciaron un hecho.
— ¿De qué tipo, cabo?
— Policial.
— No me diga — la voz se le volvió de terciopelo pero Cáceres no acusó
recibo.
— En la casa de don Saguie.
— ¿Un robo?
— No: lo encontraron muerto.
— ¿Quiénes lo encontraron? — Martello recordaba que Saguie vivía solo y
no tenía personal de servicio.
— Una pareja que lo fue a visitar.
Claro, algún "amigo" que iba a pasar el fin de semana.
— ¿Llamaron al forense y a la Científica?
— Lo estábamos esperando a usted.
— Ya llegué. Llámenlos y vayamos para lo de Saguie.
— ¿Tengo que ir con usted? — Cáceres empezó a sudar.
— No. Es una forma de decir.
Volvió a salir.
Está visto que cuando entro con el pie izquierdo, se me termina cagando el
día.

14.

Viven espiando la vida de los otros. Detrás de la actitud displicente, debajo


de la mirada eternamente encapotada, ocultan la atención insidiosa. No hay
actitud, inflexión de la voz o gesto imperceptible que se les escape. La mueca
de la boca simula una sonrisa, pero es nada más que el rictus de la evaluación
cínica. Viven vidas vampíricas, sorbiendo de sus víctimas informaciones
nimias cuyo cúmulo les sirve para listar las miserias ajenas con minuciosidad,
para obtener quién sabe qué beneficios. Se saben temidos, odiados, pero no les
importa porque eso les vuelca adrenalina en las venas. Se sienten tan
poderosos que se olvidan que sirven a alguien más y que ese alguien es más
temible que ellos. No piensan que sus propias vidas son observadas, tan
cínicamente como ellos lo hacen con otros. Ni siquiera consideran la
posibilidad de convertirse en prescindibles, tanta importancia le dan a la
información que viciosamente recogen para otros. Es entonces cuando se
vuelven descuidados. Y eso puede ser mortal.
*
Los "amigos" de Saguie estaban atrincherados en el interior de un auto
importado con cristales polarizados. Junto a ellos estaba la camioneta
camouflage, con sus respectivos efectivos en uniforme de combate,
borceguíes, quepís y anteojos negros. Martello se persignó mentalmente.
En cuanto lo vieron, los hombres hicieron la venia y se pararon en posición
de firmes.
Por qué carajo no se habrán enrolado en Infantería de Marina.
Les devolvió una venia desvahída mientras espiaba el interior del auto de
la puta madre. El cristal del lado del conductor bajó con un zumbidito, para
dejar entrever un par de lentes oscuros con marco dorado, al borde de una
pelada incipiente. La memoria visual del comisario le dijo que era la pelada
que poblaba los afiches políticos más recientes.
— Buenas tardes, soy el comisario Martello.
El cristal bajó otro poquito y Martello vio la totalidad del rostro — o por lo
menos, lo que no cubrían los lentes — del sujeto, hasta la altura de la barbilla.
Junto a él, una mujer se parapetaba detrás de de lentes de sol del tamaño de
antenas parabólicas. Una mata de pelo sospechosamente rubio y enrulado se le
desparramaba estratégicamente alrededor de la cara, los hombros y la espalda.
Una peluca. ¿Por qué siempre las usarán rubias?
El hombre sacó una tarjeta y se la entregó al tiempo que farfullaba algo
que Martello supuso era un saludo. Los dedos que sostenían el papel estaban
bronceados y tenían uñas manicuradas. El comisario leyó la tarjeta y se la
guardó en el bolsillo. El campeón de los pesos pesados. Ergo, tendría que
preguntar con pies de plomo. Y ni pensar en interrogar a la falsa blonda. El
hombre bajó del auto con una cara de culo que espantaba. El comisario hizo
acopio de toda la diplomacia de que era capaz.
— No quiero demorarlos mucho.
— Se lo voy a agradecer— el tipo cogoteaba para todos lados.
¿Te preocupa que caiga la prensa? Si yo estuviera en tus pantalones y en tu
despacho, también estaría preocupado.
— ¿A qué hora llegaron?
— Hace media hora, más o menos. Toqué timbre, toqué bocina, después
llamé por celular, y nada. Entonces entré y lo encontré tirado en el piso.
— ¿La puerta estaba sin llave?
— Sí.
— ¿No le pareció raro?
— Y... sí.
— ¿Fue a algún otro sitio de la casa?
— No. Volví a salir y los llamé a ustedes desde el celular.
— ¿La señora bajó del auto?
— No. En ningún momento.
— ¿Cómo conoció a Saguie?
— Yo no lo conocía: me lo recomendó un amigo.
— ¿Cuándo lo contactó?
— Lo llamé por teléfono la semana pasada, para... — vaciló en la elección
del término—, reservar. Tendría que haber venido ayer a la noche, pero resultó
que ya me había comprometido para la comida anual del Hospital de Niños y
no podía faltar. Llamé y le dejé mensaje en el contestador, que pasaba la
reserva para hoy a la tarde, que me avisara si había algún inconveniente.
Como no me avisó, me vine.
El tipo hablaba cada vez más rápido, mientras miraba a todas partes, como
si esperara que le pegaran un tiro desde detrás de un árbol. Ese día había ido a
su despacho, desde las nueve hasta las dos y media. Después había pasado a
buscar a su acompañante y había venido para lo de Saguie.
— Puede llamar a mis asistentes y le van a confirmar todo. Estamos por
empezar la campaña, tengo una agenda apretada.
— Espéreme cinco minutos, nada más.
El tipo alargó el morro pero se sentó en el auto sin decir mu. Martello
avisó a los de la patrulla que vigilaran que los tórtolos se quedaran en donde
estaban. No quería que se fueran hasta que llegara el forense.
— Y si cae alguno de la prensa, le dan el raje. Que ni se acerque al auto,
¿se entendió?
Los uniformados asintieron al mismo tiempo y pusieron cara de bulldog.
El comisario dio media vuelta y entró a la casa, poniéndose los guantes
descartables.
El cuerpo de Saguie yacía en posición decúbito ventral, con las piernas y
los brazos separados del cuerpo, como si se hubiera caído. Todavía tenía los
ojos abiertos.
En la sala no había señales de aparato telefónico alguno. Fue hasta la
puerta que comunicaba con los corredores del chalet y buscó la cocina. Ahí
tampoco había teléfono. Abrió la heladera: dos botellas de champagne de muy
buena marca; jugos envasados, gaseosas "light", ¡latitas de caviar! y otras
delikatessen.
Comida para gatos de raza, ironizó Martello. Pero no había rastros de
insulina. Era imposible, casi suicida, que el viejo se hubiera quedado sin
medicación.
Salió de la cocina y rumbeó para el interior de la casa, que no conocía.
Abrió una puerta: el dormitorio de Saguie. Volvió a cerrar. ¿Dónde estaría el
"nidito de amor"? Al final del corredor había una escalera. Subió hasta una
puerta cerrada. La abrió y encontró un pequeño recibidor alfombrado y con
dos puertas. Una daba a un baño compartimentado y lujoso, con una bañera
doble con hidromasaje, empotrada en el suelo. En una canastita, había un
frasco de espuma de baño, shampúes, cremas, jabones y adminículos de
tocador. La otra daba acceso a una suite de dos ambientes, tan espectacular
como el baño: un estar-comedor y un dormitorio. Se acercó a la cama king:
tenía las sábanas puestas y perfumadas.
¿Dónde carajo está el teléfono?
Cuando bajó, los fotógrafos forenses ya estaban trabajando y Lynch estaba
junto al cadáver. Martello se acercó y el patólogo no esperó a que le
preguntara.
— El deceso se produjo hace unas doce horas, aproximadamente.
— ¿Algún indicio sobre la causa de muerte?
— No hay golpes aparentes, ni herida de arma blanca o de fuego, o señales
de violencia...— Lynch examinaba el brazo izquierdo con cara de
circunstancias.
— Era diabético insulinodependiente— aclaró el comisario y el forense
asintió.
— Habrá que indagar la posibilidad de un coma.
Uno de los asistentes del forense los llamó: en la mano enguantada
sostenía un teléfono celular.
— Lo tenía en el bolsillo interno de la campera.
Martello abrió el aparato y entró al menú de funciones. No había nada en
"Mensajes recibidos", pero sí en "Correo de voz". Rezó porque el correo no
tuviera clave, pero el Flaco de Arriba debía estar ocupado en otra cosa, porque
la pantallita pidió la clave de acceso.
Y la puta que la parió.
Probó con la más salame de todas: "1-2-3-4" . Nada. Después, probó con
las cuatro últimas cifras del número de línea. Nada. Mierda. ¿Qué hacía,
esperaba a que los de la Científica se llevaran los laureles por aplicar sus
algoritmos de desbloqueo de claves?
Un último intento.
Miró la vitrina y, porque no se le ocurría otra cosa, probó con "1-9-6-2".
"No hay mensajes nuevos en su correo de voz", dijo la computadora del
sistema de telefonía celular, y Martello disfrutó del triunfo microscópico
durante casi un segundo.
¿No hay mensajes nuevos? Mierda. ¿Habrá alguno guardado?
"Presione 1 para escuchar su primer correo de voz guardado", y él,
obediente, presionó el 1. Después de la fecha y la hora, se oía la voz del peso
pesado avisando que pasaba la cita para el día siguiente. El tipo no había
mentido. "Presione 7 para escuchar otros mensajes". "No tiene mensajes en su
casilla de correo de voz". Gracias, señorita computadora del sistema.
Guardó el telefonito en una bolsa de plástico. El peso pesado podía irse y
preservar su imagen pública, pero antes... Martello corrió de regreso al
departamentito de la planta alta. Quería encontrar lo que buscaba antes de que
llegaran los de la Científica. Volvió al baño y al dormitorio y se detuvo un rato
en cada uno. Después voló a la cocina, a buscar las escaleras que llevaban a
las dependencias de servicio. De acuerdo con sus cálculos, esas habitaciones
tenían que estar detrás del departamento. Comprobó que estaba en lo cierto, y
que, tal como había supuesto, los espejos del dormitorio y el baño eran como
los de las salas de interrogatorio o de identificación de testigos. Sin embargo,
en la habitación faltaba lo más importante: la cámara de video y las
grabaciones. Quienes se las habían llevado, no se habían tomado el trabajo de
limpiar el polvo de los estantes y en donde habían estado las cajas de VHS
ahora había marquitas minuciosamente paralelas. Ahora estaba seguro de que
habían asesinado al viejo para llevarse los videos.
Salió de la casa. Los de la Científica acababan de llegar. Un grupo rodeó el
chalet con precintos y otro empezó a bajar maletines de una camioneta con la
identificación policial.
Se ve que les compraron equipo nuevo y están calientes por estrenarlo.
Los de la morgue estaban cargando la bolsa negra en la ambulancia, y
Martello corrió para alcanzar a Lynch, que estaba a punto de subir al auto
oficial.
— Diga, comisario.
— ¿Cómo se puede matar a un diabético? Quiero decir, sin emplear la
violencia.
— Lo más fácil es cambiarle la dosis de insulina. Una dosis demasiado alta
es tan mortal como una transfusión de glucosa.
— ¿Es detectable?
— Sí, si uno sabe lo que tiene que buscar.
— Si no...
— Pasa — Lynch se encogió de hombros—. Un insulinodependiente de la
edad de Saguie vive en un equilibrio muy frágil.
— ¿Puede buscar?
Lynch se lo quedó mirando y levantó una ceja.
— ¿Está seguro?
— Completamente.
El forense asintió sin hablar y se fue detrás de la ambulancia.
Martello se acercó al auto de puta madre. El hombre bajó sin que se lo
pidiera.
— ¿Podría abrir el baúl del auto, por favor?
El tipo lo miró con cara extrañada pero abrió. No había nada
comprometedor dentro y Martello se permitió un suspirito: no tenía ganas de
encanar por sospecha de robo y homicidio al muy probablemente futuro
gobernador de la provincia.
— Gracias. Rutina, nada más— se excusó y el otro lo miró con cara de "a
éste le falta un tornillo", sin saber de lo que se había salvado.
— Una cosa más. ¿Puedo saber el nombre del amigo que le recomendó a
Saguie?
El hombre apretó los labios.
— Preferiría no tener que hacerlo.
— ¿Se da cuenta que ese nombre puede ser parte de su coartada?
El tipo se puso bordó.
La palabra "coartada" siempre surte un efecto intimidatorio, Martello
filosofó colateralmente mientras esperaba la respuesta del tipo.
— Escuche, yo no quiero comprometer a nadie... Se imagina que... la gente
que conoce este lugar, viene... cómo decirlo...
— De contrabando— Martello colaboró con el enunciado.
Eso, usted entiende. Mire, esto...— hizo un ademán hacia el auto —, no es,
cómo decirlo, nada permanente, ¿me entiende? Una... una escapada.
— Usted no quiere comprometer a nadie, pero si se hubiera hecho la
"escapada" ayer, ahora estaría en medio de un flor de despelote.
— ¿Por qué? — el tipo se puso en guardia.
— ¿Quién sabía que usted tenía que venir ayer? — insistió el comisario.
— ¡Nadie!
— Nadie, no. Saguie sabía. Y alguien más, también. Piense.
El otro meneó la cabeza antes de hablar.
— Mis asistentes. Pero pongo las manos en el fuego por ellos. Son de
fierro.
Martello enarcó una ceja, dubitativo, pero no dijo nada. Sacó una tarjeta
personal del bolsillo interior del saco y se la dio al hombre.
— Llámeme. Es mi número privado. Escúcheme — detuvo al tipo, que
estaba empezando a protestar —. Sé que no me mintió con lo de la llamada y
quiero devolverle la atención. Tengo la impresión de que quisieron hacerle una
cama. Si hubiera venido ayer, hoy se habría despertado con un cadáver en la
planta baja.
El hombre abrió la boca como si le hubieran pegado un derechazo en el
hígado, y palideció. pero se recompuso y la expresión se le volvió oscura. La
expresión de alguien a quien es mejor tener de amigo que de enemigo.
— Gracias. Lo voy a tener muy en cuenta— le tendió la mano y Martello
se la estrechó con una sonrisa de circunstancias.
Bueno, si llega a ganar las elecciones... Uno nunca sabe.
Se acercó a los de la Científica para darles la bolsita de plástico con el
celular de Saguie, se subió a su auto y volvió a la Regional.
Cuando llegó, los agentes del orden del turno le estaban pasando la posta a
los de la noche. Preguntó por las novedades, y le respondieron que ninguna.
Miró la hora. Pensándolo bien, yo también me puedo ir a casa. Basta por hoy.
Estaba cabeceando frente al televisor cuando sonó el celular. Era Magda.
— ¿Cómo estás?
— Medio dormido...
— Pobrecito... ¿Mucho trabajo?
— Están decididos a no dejarme vivir en paz — le contó de la muerte de
Saguie, sin entrar en detalles.
— Bueno, entonces, te perdono que no hayas llamado.
Se despidieron con un beso y Martello corrió a meterse en la cama. No
sería la primera vez que pasara la noche en un sofá, de puro cansancio.
***
La mañana del sábado se presentó inusualmente bella y tibia. Martello
sabía que Lynch no enviaría el informe antes del lunes, así que se ahorró el
trámite de pasar por la Regional.
Total, para joderme está el celular.
Mientras tanto, podía dedicar su atención a otros asuntos pendientes, como
por ejemplo, verificar su teoría acerca de la muerte de González y sus
constantes violaciones al noveno mandamiento.
No desearás la mujer de tu prójimo.
El chalet de los Straub pertenecía a la belle epoque de la ciudad y había
resistido el paso del tiempo gracias a la nobleza de la construcción. Pero si uno
se tomaba el trabajo de mirar de cerca, enseguida se encontraban señales de
deterioro y descuido. Persianas despintadas, ventanas con signos de herrumbre
y con rajaduras en los vidrios; alguna que otra teja desplazada de su lugar
original, y que seguramente se correspondería con una gotera.
Buscó en vano el pulsador del timbre.
Parece que cuando se construyó la casa, no se había inventado.
Golpeó varias veces a la puerta; golpeó las manos. Estaba a punto de gritar
"¡Buenas y santas!" cuando la puerta se entreabrió y lo espiaron desde dentro.
— Buenos días, soy el comisario Martello.
El que había abierto la puerta era Alberto Straub, de entrecasa y con el
diario en la mano.
— ¡Qué sorpresa, comisario! — Straub sonrió y después compuso la cara
adecuada a las circunstancias.— ¿Algún problema?
— En absoluto. Nada más quería charlar un momento con usted.
Straub lo invitó a pasar a una habitación de la planta baja, que definió
como "mi estudio". El comisario dedujo que la persiana llevaba años sin
moverse de su posición en la mitad de la ventana, y que el olor a tierra
provenía de los cortinados.
— ¿Algún tema de la cooperadora policial? — preguntó Straub,
acomodándose detrás de un escritorio que había conocido tiempos más
benévolos.
Martello negó con la cabeza.
— Estoy tratando de cerrar un caso y quisiera verificar algunas teorías que
tengo — dijo, y se echó hacia atrás en la silla, que crujió por el atrevimiento.
— Usted dirá.
— Ayer por la mañana, su mujer vino a la Regional a hacer una denuncia
por malos tratos.— Miró a los ojos a Straub, a quien la información le
endureció la boca.
— Fue un malentendido — Straub restalló.
— Un malentendido que le dejó un lindo hematoma en la cara.
Straub enrojeció y trató de interrumpir pero él no le hizo caso y siguió.
— No soy consejero matrimonial, así que si tienen problemas, espero que
puedan resolverlos sin intervención externa de ninguna clase, y mucho menos,
la policial. Pero un comentario que hizo su mujer, más algunas otras cosas, me
llamaron la atención sobre un hecho en particular.
Hizo una pausa para apreciar el efecto de lo que estaba diciendo en el otro.
Seguro de que el hombre le prestaba toda su irritada atención, Martello
continuó.
— La noche en que Lauro González murió, Russo y usted lo llamaron al
celular varias veces.
— Creí que ya habíamos aclarado ese asunto— interrumpió Straub.
— Me gustaría aclararlo un poco más—lo paró en seco—. Hay algo que no
me termina de cerrar. Si querían hablar de plata con él, ¿por qué se escaparía?
No tiene mucho sentido.
— ¡Yo qué sé! Estaba medio borracho— retrucó Straub.
— Totalmente de acuerdo con eso. Y en ese estado, algo pasó que lo asustó
lo suficiente como para que acelerara hasta matarse— se inclinó hacia el
escritorio y Straub retrocedió apenas—. ¿Para qué lo llamaron?
— Ya se lo dije, por el tema del préstamo...
— No. Si usted o Russo hubieran mencionado la palabra "préstamo",
González estaría vivo— y María del Carmen Ayala, muerta, pero no se lo dijo.
— ¿Qué quiere decir?
— González estaba demasiado apurado por irse esa noche. No es muy
razonable que alguien que necesita plata desesperadamente, huya de la gente
que puede prestársela. ¿O se estaba escapando de los acompañantes de esa
gente?
Straub apretó tanto los dientes que los huesos de las mandíbulas se le
marcaron bajo la piel. Martello continuó.
— ¿Por qué lo llamaron esa noche con tanta insistencia? ¿Qué había hecho
Lauro González para que ustedes se tomaran la molestia de seguirlo por toda
la ciudad?
— Me parece que está imaginando cosas, comisario— Straub amagó a
incorporarse, pero Martello se acomodó y cruzó las piernas. Straub volvió a
sentarse, erguido como un palo.
— Puede ser. A ver qué le parece esto que estoy imaginando. Ustedes
querían hablar con González, pero no de plata. Tuvieron la suerte de que
Koppf saliera al paso con la versión del préstamo. Podría haber pasado, y yo
mismo me la hubiera tragado, de no haber sido por la presencia de Saguie en
la reunión. ¿Por qué iba Saguie con ustedes en el auto? ¿No sería que el viejo
les había proporcionado cierta información y ustedes querían confrontarla con
Lauro González? Por lo que sé, la información que podía ofrecer Saguie era
muy específica y muy bien documentada.
Había mandado un farol a medias: la posible relación entre Saguie y los
secuaces de Koppf se le acababa de ocurrir y resultaba plausible. La cara de
Straub le dijo que estaba en lo cierto.
— Yo no lo maté— murmuró el hombre.
— Cierto, y no lo estoy acusando. Nada más quiero saber qué pasó esa
noche.
El otro no hablaba. Martello arriesgó de nuevo.
— Hagamos así: yo le digo lo que pienso que pasó y usted dice "sí" o "no".
— Y después me manda en cana por homicidio preterintencional. No,
gracias.
— Así que habló con su abogado, después de todo.
Straub le lanzó una ojeada negra.
— Hizo bien. No pienso usar nada de esto para acusar a nadie. Nada más
estoy probando una teoría. No hable si no quiere, pero escuche. González era
cliente de Koppf y de Saguie. Koppf y Saguie mantienen una relación
comercial ligada a cierta información específica que Saguie consigue. Gracias
a esa información, Koppf se entera de ciertas indiscreciones de González, que
involucran a dos damas casadas con sendos baluartes de la sociedad local y
amigos de Koppf.
Si Martello deslizó un poquito así de ironía en las palabras, Straub no
acusó recibo. El comisario continuó.
— Koppf invita a a sus dos amigos a cenar con él y con Saguie, para
ponerlos al corriente de la situación. Quiere la casualidad que en una mesa
vecina, González esté cenando con una autoridad policial que en estos
momentos no viene al caso mencionar. González, que come cualquier cosa
menos vidrio, se da cuenta de la situación y trata de irse lo más rápido que
pueda. Los amigos de Koppf, directos damnificados por las indiscreciones de
González, lo siguen. Koppf y Saguie los acompañan. Llaman por celular a
González para amenazarlo con cortarle las pelotas si persiste en su actitud
hacia las damas antes mencionadas; González corta una vez, dos veces, y a la
tercera, mientras los ve aparecer por el espejo retrovisor, se estrella con el
auto. Fin de la historia.
Straub se miró las manos durante un rato largo.
— ¿ Qué le dijo Saguie? ¿ O fue Koppf?
Martello supo que había ganado la apuesta.
— No viene al caso lo que me hayan dicho. Y como le dije antes, no vine a
acusarlo de nada. Es nada más que una teoría que quería comprobar — se puso
de pie. Straub también se levantó y era evidente lo afectado que estaba.
— ¿Va a ir a verlo también a Humberto? — Straub preguntaba por su
compinche, Russo.
— ¿Es necesario?— preguntó el comisario.
El otro negó con la cabeza.
Martello se estaba subiendo al auto cuando Straub se acercó corriendo.
— ¿Para qué hizo todo esto?
— Para que María del Carmen Ayala no cargue con un crimen que no
cometió.
— ¿Y entonces, quién...?
— Lo único que puedo decirle por ahora, es que Lauro González hizo mal
los cálculos y murió en un accidente.
— No entiendo.
— No importa.

15.

Gracias a Dios, el fin de semana había pasado rápido. Con tanto ajetreo
criminalístico, Martello había estado a punto de olvidarse del operativo
"Festival". Menos mal que Bustos lo había llamado para preguntarle por los
agentes destinados al predio. Volvió corriendo a la Regional, sacó las planillas
de abajo de una pila de papeles, armó los turnos y despachó a los uniformados
justo a tiempo para la entrada del intendente. Tuvo que hacer acto de presencia
y aguantarse el desfile de las delegaciones vestidas con trajes típicos, al ritmo
del pericón nacional. Durante esos dos días, el público se empachaba de
danzas folklóricas, choripanes y empanadas, todo bien regado con tinto bien
helado, y amenizado por conjuntos tradicionalistas que desgranaban zambas y
chacareras entre presentaciones de los ballets y para deleite de la concurrencia.
El comisario tuvo que ponerle cara de perro a un par de efectivos que,
enfervorizados con pasión telúrica, aullaban a voz en cuello la "López
Pereyra".
Martello se comió un choripán a las tres y media de la mañana del sábado
y a las cuatro se le incendió el estómago. Tuvo que esperar hasta las ocho a
que abriera la farmacia de turno, para comprar un sobrecito de sales
efervescentes, porque hasta los kioskos estaban cerrados. A las nueve, mandó
a un agente a comprarle una tira de antiácidos. A las diez, empezó a pensar
seriamente en comprar un balde de ranitidina. A las once, rendido ante lo
inevitable, vomitó. Corrió a mirarse al espejo para comprobar que tenía todos
los órganos en su lugar, y verificar que el exabrupto gástrico había vapuleado
más su dignidad que su apostura.
El domingo transcurrió en similares condiciones al sábado, a excepción de
las ingestas del comisario, que se mantuvo prudentemente alejado de las
viandas autóctonas y optó por un pebete de jamón y queso y agua mineral sin
gas.
La cuenta final dio cinco demorados por ebriedad, dos por riña callejera y
cuatro por amigos de lo ajeno. Nada digno de salir en los diarios, más allá del
"renovado éxito que se repite año a año, cada vez con más participantes de
primerísimo nivel", como insistía el locutor y maestro de ceremonias. El
festival terminó a las diez de la noche; a las once y media, el predio quedó
vacío y cerrado, y el personal policial constituído en el lugar, se retiró bien
pasadas las doce de la noche.
Martello estaba muerto de hambre cuando se subió al auto. Con un hilo de
esperanza, llamó a "El Belvedere".
— ¿Me vas a dar de comer? — preguntó al escuchar la voz de Magda.
— Si te disculpás por tus pésimos modales telefónicos...
— Tengo hambre. No puedo tener buenos modales.
— Está bien, por esta vez te perdono.
Magda le puso delante un plato pantagruélico de ravioles verdes. El relleno
de calabaza y mascarpone era suavísimo, y la salsa de hongos, perfecta, pero
él pudo apreciar el conjunto sólo cuando hubo devorado la mitad de la
porción. A salvo de la inanición, se sintió en condiciones de comportarse
socialmente.
—¿Cómo anduvo el fin de semana?
— Como la mona. Con el chiste del festival, se quedan todos metidos ahí
adentro, embuchándose empanadas fritas en grasa y sandwiches de chorizo —
Magda suspiró y se removió en la silla—. Voy a cerrar. Hasta diciembre por lo
menos.
— Está muy duro, ¿no?
— Ya no puedo seguir cubriendo los gastos. Estoy perdiendo plata.
Él asintió meneando la cabeza.
— ¿Y mientras tanto, qué vas a hacer?
— No sé. Darme una vuelta por Buenos Aires, supongo. Actualizarme, ir a
los restaurantes de moda a ver qué se come... Conseguir un comprador para
"El Belvedere"...— lo dijo mirándolo desde debajo de las cejas.
— ¿Querés vender? — él preguntó y no supo porqué se le había hecho un
nudo en la garganta.
— No funciona. O yo no sé hacerlo funcionar — ella dejó pasar un silencio
y continuó—. Cuando empecé con el proyecto, todos con los que hablé se
llenaron la boca hablando del éxito que tendría un lugar así; que la ciudad
necesitaba de estos emprendimientos; que la gastronomía local ya no daba
para más... Todos esos vinieron a la inauguración a comer gratis y nunca
volvieron. Y ya ves: siguen prefiriendo el asado, las empanadas y el vitel
thonné...
— Y no te olvides del pollo al champignon...— intercaló él como para
cortar el clima denso que se había generado.
— No, no me olvidé— ella sonrió de costado —. En fin: por lo menos, la
propiedad conservó el valor inmobiliario. Entre eso, y la venta del
equipamiento gastronómico, puede ser que salga sin perder tanto.
Martello no la miraba y sabía que Magda no lo miraba. La siguiente
pregunta la hizo sin pensar.
— ¿Cómo compraste la casa?
— Gaudet se ocupó de buscarla. Él fue uno de los que me convenció de
invertir acá.
La mención del empresario le provocó un pinchazo de remordimiento. Con
tanto finado al voleo, había dejado de lado la investigación de su asesinato.
Tenía la excusa del estudio de ADN, pero eso no lo disculpaba. Se prometió
retomarla al día siguiente, sin falta. Aunque también estaba pendiente el
asunto de Saguie. ¿Cuándo carajo le mandarían más oficiales? Había pedido
un subcomisario que reemplazara al que había sido transferido justo antes que
él se hiciera cargo del puesto, y todavía se lo debían. Sacudió la cabeza y
volvió a la conversación.
— Bueno, por lo menos Gaudet venía a comer...
Magda torció la boca, encogió un hombro y meneó la cabeza, y él trató de
arreglar la metida de pata que acababa de cometer sin conocer el motivo.
—Yo vine invitado por él...
— Me acuerdo— ella le dedicó una mirada dulce—. Fue la única vez que
no me molestó que Gaudet me hinchara las pelotas con sus recomendaciones,
sugerencias y pedidos fuera de carta.
¿Le había parecido a él, o cada vez que nombraba a Gaudet, los ojos de
Magda se ensombrecían? Deshechó la idea y le tomó una mano por encima de
la mesa para hacerle la siguiente pregunta.
— ¿Entonces... te vas? — había mucho más que eso en la pregunta.
Ella lo miró y los ojos se le volvieron de oro líquido cuando le respondió.
— Vivo de esto. Si no puedo vivir acá, tendré que ir a trabajar a otra parte.
Hubo una pausa.
— Te voy a extrañar— murmuró él.
Ella se levantó de su silla y lo abrazó.
— Todavía no me fui.
***
Martello llegó a la Regional más temprano que de costumbre. Había
pasado la noche con Magda y conservaba el tacto de su piel en el cuerpo. No
habían hablado; nada más se habían encamado casi con desesperación. Él
llegó a su casa arrepentido de no haber dicho nada, ni entonces, ni antes.
¿Y qué le hubiera pedido?, se había preguntado mientras se duchaba.
No se habían hecho ninguna promesa, se recordó. ¿Y entonces, por qué esa
desazón? ¿Qué más quería él que una relación sin consecuencias, que no lo
jodiera? ¿No había tenido bastante con Laura? La razón fría le decía que lo
mejor que le podía pasar era un touch and go. El sarcasmo no le resultó.
En la Regional todavía no había empezado el habitual barullo mañanero, y
pensó que era una buena oportunidad para sentarse a trabajar sin
interrupciones y no pensar boludeces. ¿Qué era lo más urgente? Sin duda, la
muerte de Saguie. Ahí había metida gente con la que no se jodía, así que
tendría que andar con pies de plomo.
Sacó el anotador y empezó a hacer cuentas. El peso pesado había llegado a
lo de Saguie a eso de las cuatro de la tarde, cuando el viejo llevaba unas doce
horas de muerto. Trató de imaginar las actividades de Saguie durante las horas
previas a su muerte. ¿Cómo trabajaría el viejo? Armó un esquema posible:
recibía a los "amigos", los alojaba, les guardaba el auto en la cochera cerrada
para evitar indiscreciones que no fueran las suyas. Preparaba la comida: cena,
almuerzo, desayuno, aperitivos.
El tipo es un buen chef amateur. ¿Entra a las habitaciones a dejar la
comida? No, debe dejarla en el recibidor. Toc, toc, la mesa está servida.
Después, se dedica a sus aficiones cinematográficas. No se queda mirando: no
es un voyeur. Prepara las cámaras, pone los casetes y se va a dormir.
El timbrazo del interno le hizo soltar el lápiz.
— El doctor Ramírez Lynch, comisario— avisó Cáceres cuando le pasó la
comunicación.
Lynch tenía la confirmación de sus suposiciones. Saguie había muerto de
una embolia pulmonar severa acompañada por hipoglucemia aguda, todo
provocado por sobredosis de insulina coadyuvada con un beta-bloqueante.
¿Cuánto demoraban el coma y la muerte en esas condiciones?, quiso saber el
comisario y se sorprendió ante la información: diez o quince minutos para
entrar en shock hipoglucémico, media hora más para la muerte, seguramente
menos gracias al beta-bloqueante.
— ¿La sobredosis hubiera bastado para matarlo?— preguntó mientras
anotaba los datos que Lynch le pasaba.
— A lo sumo hubiera tenido una agonía un poco más larga — confirmó el
forense.
Los responsables se habían asegurado el resultado.
Antes de cortar, Martello le preguntó si tenía novedades de los resultados
de ADN de Gaudet y Lynch prometió ponerse en contacto con el laboratorio.
Martello retomó su anotador.
¿Qué pasó esa noche? El viejo entra en coma por una sobredosis. El
asesino entra a la casa, roba la cámara y los videos. Ahí se da cuenta de que el
huésped no está, pero no puede hacer nada y se va con el botín. El que le
encargó el trabajito putea porque no pudo llevar a cabo todo lo planeado, que
incluía joder a su enemigo político. Pero eso era un bonus extra: le basta con
recuperar sus propias filmaciones. Todo muy lindo pero... ¿cómo se hace para
que alguien que conoce de memoria su medicación, se equivoque y se inyecte
accidentalmente una sobredosis?
Uno, el asesino entró a la casa mediante engaño o por la fuerza, e inyectó
personalmente a Saguie.
En ese caso, el viejo se hubiera resistido y debería haber alguna señal de
violencia en la casa.
Pero si el asesino actuó suponiendo que Saguie tenía huéspedes, hubiera
sido muy riesgoso: ¿si a los tipos les daba por salir o por pedir algo justo
cuando estaba liquidando al viejo? ¿Qué hacía, los liquidaba a ellos también?
¿Aun cuando el que se suponía que estaba de trampa fuese...? No, era una
locura. Descartó la hipótesis de plano.
Segunda posibilidad: que el mismo Saguie se hubiera inyectado la mezcla
de drogas, sin saberlo. ¿Le habían cambiado las ampollas?
¡Mierda! ¡Por eso no había ni una sola en la heladera!
Era más sutil, pero infinitamente más retorcido. Y peligroso, porque
implicaba a mucha más gente: el que preparaba la mezcla explosiva de drogas;
el que le vendía a Saguie las ampollas adulteradas; el que entraba a la casa a
robar; el que se beneficiaba con la muerte del viejo y la recuperación de los
videos... ¿Por dónde empezaba?
Llamó a Álvarez. El agente se presentó en posición de firmes, sin hacer
contacto visual.
— Álvarez, vaya a todas las farmacias y pregunte si Santiago Saguie les
compraba insulina, con qué frecuencia y qué dosis, y si la retiraba él o se la
enviaban a domicilio.
Álvarez, compenetrado con su rol de investigador, chocó los talones, dio
media vuelta y salió al trote.
Mirálo vos al pibe. Estaba esperando una oportunidad.
No esperaba que le trajera la información enseguida: en la ciudad había
más farmacias que pizzerías.
Golpearon, él dijo "pase" y Cáceres asomó su humanidad cuasiesférica.
Entre sus dedos de morcilla, el cabo sostenía respetuosamente un sobre grueso
con el escudo de la policía de la provincia.
— Señor — le tendió el sobre —, acaban de traerlo con el correo interno.
El cabo se quedó en posición de firmes, aguantando la respiración mientras
trataba de atravesar el papel con la mirada. No sería la primera vez que una
reestructuración se circularizara sin aviso previo y que hubiera que dar el
pésame al superior que acababa de ser defenestrado epistolarmente.
Martello abrió el sobre fatídico. No era la reestructuración: eran las
planillas para los operativos del verano. Por lo visto, los de Central estaban
decididos a mostrar que la provincia era un lugar seguro para pasar las
vacaciones en familia. El comisario suspiró.
De buenas intenciones está empedrado el camino del infierno.
Ya conocía el paño: armaría los operativos y pediría los efectivos y el
equipamiento adicionales, que terminarían destinados a alguna localidad más
importante.
Porque tiene que haber presencia policial en las calles pero ahí en donde se
note, no seamos tan salames. Y además, tampoco hay tantos efectivos. Muchos
caciques y pocos indios.
Después, cuando los intendentes se quejaran por los robos en casas
alquiladas para la temporada, o los bolsiqueos durante los festivales y shows al
aire libre; cuando en esos mismos festivales, los borrachos habituales y los
dealers ocasionales embarraran las respectivas canchas; cuando los accidentes
en ruta aumentaran en proporción a la cantidad de visitantes apurados por
llegar o por irse; entonces, los funcionarios de Central les tirarían de las
pelotas a los comisarios de cada Zonal y cada Regional y los cambiarían de
destino, a ver si aprendían de una buena vez.
Martello resopló y revoleó las planillas encima de la bandeja de
"Pendientes". Iba a retomar sus anotaciones cuando se acordó del pobre
Cáceres, sudando por no saber si seguía a las órdenes del comisario Hugo O.
Martello, o si debería aprender al galope los hábitos del nuevo oficial a cargo.
Y ya se sabe, más vale malo conocido...
— Es la planificación para la temporada— sonrió y Cáceres se relajó.
— ¿Le traigo un cafecito?
— Bueno, gracias.
Y allá iba el cabo, presuroso, a pasar el dato: Martello seguía al frente de la
Regional, por lo menos hasta el final de la temporada. No había terminado de
abrir el anotador cuando golpearon de nuevo.
— Pase.
Era Álvarez, con cara de traer información importante.
— Señor, el occiso Saguie no adquiría insulina en ninguno de los
establecimientos de la ciudad, porque se la enviaban desde la capital—
Martello frunció el ceño y Álvarez interpretó correctamente el gesto —. Desde
el Ministerio de Salud de la provincia.
Bien. Resultó tener madera; habrá que tenerlo en cuenta.
— ¿Dónde obtuvo la información?— preguntó, en su papel de oficial de
los cuadros superiores.
— En la farmacia Villalba de la avenida. Saguie se tomaba ahí la presión y
compraba alguna que otra pavadita, pero los medicamentos se los mandaban
desde el Ministerio. Se lo comentó a Abelardo, el encargado.
Las farmacias "Villalba" eran una institución en la región. Había
farmacéuticos Villalba desde la época de la colonia, cuando todavía se los
llamaba boticarios. Eran gente respetable, así que no había motivos para poner
en duda los datos proporcionados por ellos o sus dependientes.
— Muchas gracias, Álvarez. La información es muy útil. Muy útil —
repitió.
Álvarez sonrió y salió con los botones del uniforme a punto de saltarle de
puro orgullo.
El comisario sacó la guía telefónica y empezó a llamar a todos los
teléfonos del ministerio, tratando de averiguar varias cosas a la vez.
Paciencia: es una repartición pública, se dijo cuando lo dejaron en espera
musical por quinta vez. Cuando ya desesperaba de conseguir algún dato que
sirviera, una secretaria le tuvo piedad. El Ministerio sí proporcionaba
medicamentos, pero únicamente en casos especiales, por lo general derivados
por el servicio social. Obediente, Martello se comunicó con el servicio ad hoc
y se dio de trompa contra la burocracia, en este caso, del estado provincial.
Los expedientes no eran públicos. No podían darle información telefónica
sobre ningún beneficiario. Cualquier dato que necesitara, debía solicitarse por
escrito y en forma oficial. Desesperado por una respuesta, preguntó cómo se
obtenían los beneficios. Si deseaba presentar una solicitud, debía hacerlo
personalmente y con un formulario que le entregarían en mesa de entradas. El
otorgamiento estaba sujeto a las evaluaciones de un trabajador social de la
división y de la junta médica.
Sin saber por dónde seguir, llamó a la jueza de paz Iraola, que resultó
bastante más ilustrativa que los empleados del Ministerio. Como asistente
social, había trabajado en salud y se había encargado en su momento de casos
de provisión de medicamentos. ¿Cualquiera podía ser beneficiario? Claro que
no: el Ministerio no estaba en condiciones de proveer gratuitamente a toda la
población y tampoco era ese el objetivo. Se daba prioridad a los menores; a los
indigentes; a personas con familiares discapacitados, con enfermedades
terminales o que necesitaban trasplantes; luego venían los usuarios de drogas
oncológicas, tratamiento de HIV y de medicamentos importados que no
existían en plaza. Todo debidamente respaldado por información sobre
situación socioeconómica del peticionante y el paciente, factibilidad de
obtención de las drogas y todo el resto de requisitos interminables y muchas
veces, incumplibles. A veces, la gente tenía el mal gusto de morirse antes de
que el Ministerio le entregara los medicamentos.
Y no siempre se concedían, puntualizó Iraola, con cierto retintín irritado en
la voz. ¿Los diabéticos podían ser beneficiarios? La jueza se sorprendió. La
insulina era relativamente accesible. Los pocos casos que ella había conocido,
correspondían a personas de escasos o ningún recurso económico. Además, los
hospitales zonales y regionales podían abastecer la insulina para esos casos,
sin recurrir al Ministerio. Y nada garantizaba la continuidad de las entregas del
Ministerio, ya lo sabía ella por los reclamos constantes. Él también lo sabía,
gracias a los noticieros. Le dio las gracias y se despidieron.
Así que no era tan fácil hacerse de medicamentos gratuitos proporcionados
por el Ministerio. Tampoco se podía estar seguro de que la provisión se hiciera
en tiempo y forma, algo de crucial importancia para un insulinodependiente.
Saguie no parecía sufrir de estrecheces económicas; tampoco necesitaba
medicación difícil de conseguir. Entonces, ¿por qué? La respuesta llegó
sigilosa: porque alguien le estaba haciendo o pagando un favor. Siguiente
pregunta: ¿Quién? No parecía muy probable que fuera un pinche, dadas las
características del servicio. La orden tenía que venir de más arriba. ¿Cuán
arriba? De la posición del "arriba" dependían las siguientes deducciones.
En primer lugar, lo más probable es que el de “arriba” fuera cliente de
Saguie. Segundo, de alguna manera, sabía de la información confidencial que
el viejo coleccionaba. ¿Saguie lo habría chantajeado con los videos, así de
frente?
No parece haber sido su modus operandi. Lo más probable es que vendiera
su información a quien la pagara mejor.
Y hablando de pagar, ¿dónde estaría la plata? Porque la cantidad de videos
que denunciaban las marquitas de polvo en los estantes era señal de unas
cuantas horas de grabación, a las que sin duda habría sacado provecho.
Hasta esta última vez. Fuiste demasiado lejos o demasiado alto, Saguie.
Y en cuanto a la plata...
¿Koppf? ¿Por qué no? Una financiera "informal" con dos socios: uno
visible, otro invisible.
Si esa posibilidad era cierta, ¿qué más sabría Koppf de las actividades de
Saguie? ¿Lo suficiente como para que también tuviera buenas posibilidades de
convertirse él mismo en cadáver? Una sensación de extrema incomodidad se
le escurrió por la entrepierna. Uno más de quien ocuparse.
Lamentablemente, había sujetos de los que tenía que ocuparse con
prioridad mucho más alta que Koppf. Por ejemplo, el peso pesado. Un tipo de
ese nivel sólo hubiera aceptado una "recomendación" semejante de parte de
uno de sus pares. ¿Cuál de todos esos estaba en posición de pedir favores al
Ministerio de Salud? Varios, quizás, pero no tantos. Suficientemente
influyentes para que el favor se prolongara en el tiempo y en forma ordenada.
Los funcionarios iban y venían según el humor político del momento; un
empleado del escalafón intermedio se arriesgaba a que lo sancionaran o
exoneraran si lo pescaban. Subió la apuesta. ¿Un intendente? Podría ser, pero
tenía que tratarse de uno de importancia, y eso sólo era posible en la capital o
alguna de las ciudades ganaderas del sur de la provincia. ¿Quién más? ¿Quién
tendría tanta confianza con un candidato firme a la gobernación como para
sugerirle un buen lugar para ir de trampa? El mismo que quería clavarle un
metafórico cuchillo entre los omóplatos. Un competidor que quería convertir a
su rival en un cadáver político.
Te vas a meter con gente jodida, se dijo.
Sin pensarlo demasiado, salió de su despacho, avisó que lo localizaran en
el celular, y se fue a la capital.
***
Las oficinas eran un hervidero de gente que corría de un lado para otro con
papeles y agendas; que hablaba a los gritos por teléfonos celulares; que traía
carpetas de publicidad y encuestas; más gente hablando por celular; una
recepcionista que pedía silencio porque no escuchaba lo que un pobre mortal
decía por el teléfono normal. Tuvo que esperar un alto en el tráfico para
acercarse a la recepcionista y preguntar.
— ¿Tiene cita con el doctor? — preguntó la mujer con petulancia.
— Avísele que está el comisario Martello.
La mujer puso cara de "no" y él se atajó.
— Necesito hablar con él cinco minutos nada más.
Ella lo inspeccionó con cara de "otro que viene a tirar la manga". Siguió
muda.
— No se trata de una colecta, ni cena, ni rifa, ni beneficio ni nada parecido.
Es un asunto personal del doctor.
La tipa levantó una ceja pero llamó por el interno. La respuesta le hizo
bajar la ceja.
— Pase al primer piso. El doctor está en una reunión. Lo va a recibir el
secretario privado del doctor.
El nivel de ruido del primer piso era sensiblemente inferior al de la planta
baja, en parte gracias a la alfombra y los sillones tapizados en pana. Una
sucesión de puertas adornaba un pasillo que terminaba en una doble puerta de
madera lustrada y tiradores de bronce. Antes de que Martello pudiera
acercarse, un hombre de traje y con lentes de marco dorado se le acercó a buen
paso.
— ¿El comisario Martello?
El hombre le tendió la mano y el comisario la aceptó.
— Soy Gabriel Peralta— se presentó sin aclarar cargos —. Pase por acá.
Entraron por la última puerta del pasillo, a una oficina cómoda y luminosa.
Sobre el escritorio se amontonaban teléfonos, carpetas de distinto grosor y lo
que Martello supuso eran las muestras de los afiches políticos de la campaña
que estaba a punto de lanzarse.
Peralta le ofreció un café exquisito. Mientras él paladeaba el café, Peralta
avisó por teléfono que ya estaban ahí. El peso pesado entró a la oficina por una
puerta lateral que comunicaba con el despacho principal del piso.
—¡Cómo anda, comisario! — le tendió la mano con una sonrisa impecable.
— Bien, doctor. No quiero robarle demasiado tiempo. Imagino que usted
ya sabe a qué vengo.
Hubo miradas de entendimiento.
— Gabriel es mi mano derecha. Está al tanto de todo — aclaró el hombre,
después de invitarlos a sentarse.
— En ese caso, voy al grano. Santiago Saguie murió por una sobredosis de
insulina mezclada con un betabloqueante. Las probabilidades de que se haya
inyectado por error son muy escasas, salvo que Saguie pretendiera suicidarse,
y no creo que ese fuera el caso. Me inclino por la hipótesis del homicidio.
Sus interlocutores se removieron en sus sillones giratorios.
— ¿Qué pasa si... el doctor menciona un nombre y... resulta que no tiene
nada que ver con esto? — preguntó Peralta.
— Todos somos inocentes hasta que se demuestra lo contrario— respondió
Martello.
— No en política. Supongamos que alguien quisiera asesinar a ese hombre
y...
— No es una suposición. Lo asesinaron para obtener algo que él guardaba
y que no hubiera entregado fácilmente.
— ¿Qué era eso tan importante que justificaría un homicidio?— preguntó
el político.
— Videos de los huéspedes,
Lo dejó digerir la idea.
— Qué hijo de puta...— murmuró el hombre, con la cara retorcida de
rabia.
— Una de dos: Saguie trabajaba para el que lo mandó matar y lo
eliminaron porque ya no les servía; o el viejo estaba extorsionando a quien no
se debe y así le fue. Justo en medio de todo, aparece usted, que viene como
anillo al dedo para sacarse de encima dos pájaros de un tiro: un proveedor
inaceptable y un rival político inconveniente.
Bueno, lo dije. Que ratifiquen o rectifiquen.
En medio del silencio que se produjo, un tipo asomó desde la puerta que
daba al despacho principal.
— Doctor, disculpe. La llamada de Presidencia...
El hombre se levantó con un "ya vuelvo" y cerró la puerta tras de sí.
Martello se quedó a solas con Peralta.
— ¿Se da cuenta de las implicancias políticas de todo esto? — preguntó el
secretario privado, con cara de muro de Berlín.
— Por completo. Si tengo razón, el doctor tiene una herramienta magnífica
para limpiar a su rival y ganar las elecciones al galope. Si además de razón,
tengo suerte, quizás consiga un ascenso. Aclaro que no vengo por eso. Si me
equivoco, las cosas no pasarán a mayores, políticamente hablando: estas cosas
se arreglan entre caballeros. Pero yo soy cadáver, espero que en sentido
literario y nada más.
Peralta se lo quedó mirando mientras una sombra de sonrisa le rondaba los
ojos.
— Un policía honesto... Creí que ya no quedaban.
— No crea: somos unos cuantos más de los que la gente piensa. Lo que
pasa es que no hacemos ruido.
—¿ No siente a veces que le tira margaritas a los chanchos?
— ¿Lo dice por este caso?
Peralta sonrió abiertamente.
— También inteligente... ¿Y me dice que no quiere hacer carrera?
— Me gusta mi trabajo. Lo hago de corazón.
—Entonces, déjeme darle un consejo. Tenga cuidado cuando se meta con
gente como ésta — sacudió la cabeza hacia la puerta lateral—. Hoy son
aliados, mañana, enemigos. Si les conviene, entregan a la madre a la
oposición.
— Pensé que usted era la mano derecha del hombre.
— Y lo soy. Por eso lo conozco tanto. Le debo mucho más de lo que la
gente imagina, pero no me trago todos los sapos. Como decía una vieja amiga
mía, "El cementerio está lleno de imprescindibles".
— O sea que no voy a tener la información que vine a buscar.
— Es lo más probable.
— ¿Puedo seguir investigando?
— Sí, pero no espere nada de acá. Cuando encuentre al asesino, cosa que
no dudo hará, lo más probable es que tenga que usarlo como chivo expiatorio.
Si intenta ir más lejos o más arriba, se le van a poner feo.
Era el consejo más crudamente honesto que Martello había recibido en su
vida.
— De acuerdo— dijo y se levantó del sillón.
— Sé que no me va a hacer caso— Peralta se levantó y lo miró a los ojos
—. Hace bien y hace mal.
— ¿Por qué?
— Si yo estuviera en su lugar, también querría ir a fondo. Ahora, ¿usted de
verdad cree que el que se mandó la jodita, no está al tanto de su investigación
y no tiene pensado pararla de cualquier manera? Mire, lea — le dio una
carpeta.
Martello la hojeó y empezó a ponerse colorado, no sabía si de indignación.
— No se ofenda — Peralta lo atajó—. Es habitual que pidamos este tipo de
información respecto de cualquier persona que tenga relación con el doctor.
Eso incluye las "escapadas"— sonrió sin ganas—. Usted es un buen policía, ya
se lo dije. Le tocó una zona de mierda, con personal de tercera categoría, y
está sacando las cosas adelante. Al doctor le interesa la policía, quiere trabajar
para mejorarla, darle más y mejores hombres, equipamiento y capacitación.
No le estoy vendiendo un discurso, es la verdad. Por eso nos esforzamos por
conocerlos — señaló con el mentón, la carpeta que Martello todavía sostenía
en la mano y siguió hablando.
— Hay gente a la que no le gusta la gente como usted. Lamentablemente,
esa gente está más alto que usted y por supuesto, sabe lo que pasa acerca de
todos los que están abajo. Y están parados del otro lado de la raya, por ahora.
Hasta que ganemos las elecciones. Después se pasan y listo. Pero mientras
tanto, a los que no piensan como ellos, les puede ir mal. Tenga cuidado. No
queremos perderlo.
Martello le devolvió la carpeta al secretario privado.
— Le agradezco el consejo. Déjele mis saludos al doctor.
Se dieron la mano y el comisario salió al pasillo con regusto amargo en la
boca. Le echó la culpa al café.


16.

La ruta estaba despejada y Martello no tenía apuro en llegar, aunque estaba


oscureciendo. No hacía calor, pero cerró las ventanillas y encendió el aire
acondicionado en mínimo, para no seguir tragando tierra. El viento, que a esas
alturas del año ya debiera estar arrastrando semillas para verdear la primavera,
sólo traía sequía. Si no llovía pronto, iban a terminar todos como en un cuento
de García Márquez, hundiéndose para el resto de la eternidad en remolinos de
polvo.
Quería aprovechar el viaje para pensar. Le habían cerrado una puerta en la
cara, pero eso no significaba que no buscaría al homicida. Y al autor
intelectual. La política le importaba un carajo y si tenía que limpiar a algún
capitoste, a limpiar se ha dicho.
No pregunto cuántos son...
El rugido de un motor acelerado a fondo le atravesó los pensamientos y un
Renault Mégane con vidrios polarizados lo sobrepasó a velocidad suicida. Las
luces rojas desaparecieron en la curva siguiente.
Boludo de mierda.
El Mégane era demasiado viejo como para hacer ese tipo de maniobras.
El celular le vibró en el bolsillo y levantó el pie del acelerador para
responder.
— ¿El comisario Martello?
— Él habla. ¿Quién es?— mientras preguntaba tomó la curva y vio al
Mégane a menos de cincuenta metros delante. ¿Se te pasó el apuro?
— ¿Martello? —, repitieron, y no supo porqué le sonó a burla.
— ¿Quién habla?— insistió.
Cortaron. Molesto, tiró el celular al asiento del acompañante, mientras
maniobraba para sobrepasar al Mégane. Puso tercera, aceleró y cuando iba a
tomar la mano contraria, el otro se abrió, cerrándole el paso.
— ¡La reputa madre que te parió! — aulló al aire y volanteó, pisando el
freno y volviendo a su carril.
Las luces traseras del Mégane se enfurecieron, obligándolo a tirarse a la
banquina y parar. El otro auto se detuvo unos veinte metros delante y bajaron
dos hombres. Uno de los tipos sacó algo que relumbró a la luz de los faros de
su auto.
— ¡Policía! — gritó el hombre. Martello dedujo que lo que brillaba en la
mano del tipo era la placa. El comisario tanteó su identificación en el bolsillo
interior del saco y bajó del auto.
¿Qué carajo les pasa a éstos?
— Soy el comisario Hugo Martello...
— Ya sabemos — dijo el de la placa y sin avisar, le tiró un gancho al
hígado que lo dobló en dos.
Entre los dos le dieron una paliza memorable. Trató de defenderse pero los
tipos sabían lo que hacían, y lo hicieron a conciencia. Primero en la base de
los pulmones, para dejarlo sin aire ni capacidad de reacción; después, el
estómago. Los rodillazos en los cuadriceps no lo inutilizaron, pero le aflojaron
las piernas. Cuando cayó, le patearon la espalda y los costados. Ni un golpe en
la cara.
Todavía doblado en el suelo, escuchó que su celular sonaba y que uno de
los tipos respondía.
— ¿Quién? — ladró el mandamás de la placa.
— Sívori— respondió el otro—. ¿Qué le digo?
Hubo un silencio breve pero pesado.
— La puta que lo parió— masculló el tipo—. Decí que ya va.
Alguien lo enderezó y lo sostuvo contra la puerta de su auto. Otro le
alcanzó el celular. El de la chapa le hizo señas para que contestara la llamada.
— Lo llamo en cinco minutos— pudo articular. Por suerte, resultó
convincente y Sívori le dijo que lo llamara sin falta. Se lo prometió y cortó.
— Te salvó la campana, Martello — dijo en voz alta el mandamás—. Esto
es nada más que un avisito. Volvé a tu Regional y ocupate de tus asuntos,
¿entendiste?— lo agarró de las solapas y le puso la boca pegada a su oreja: —
Olvidate del viejo y de los videos. Yo no tengo nada contra vos, nada más me
mandan. Dejate de joder.
Se subieron al Mégane, dieron vuelta en "U" y desaparecieron a velocidad
demencial rumbo a la capital.
Martello se sentó al volante, incapaz de poner el auto o el cerebro en
marcha. "Te salvó la campana", le habían dicho. Lo había salvado el llamado
de Sïvori. Manoteó el celular y buscó el número del comisario.
— Nene, ¿en dónde te metiste?
— Me parece que en un quilombo.
— ¿Quién atendió el teléfono? No era tu gente.
— Le puedo jurar que no— no pudo evitar un gruñido de dolor.
— ¿Andás en algo raro?
— Yo pensé que no, pero parece que sí.
— ¡No te hagas el gracioso! Hay mucha gente preguntando por vos. ¿En
qué te metiste?
Casi se lo dijo, pero una sospecha le trabó la lengua. ¿Y si los estaban
escuchando? Vaciló tanto en responder que Sívori gritó.
— ¿Estás ahí o te pasa algo?
— Estoy, estoy...¡Ugh! — se le escapó un quejido.
— Decíme en dónde — y como él tardaba en responder—: ¡Decíme,
carajo!
Delante, a unos diez metros, había una señal vial. Encendió las luces altas
para poder leer la indicación.
— No te muevas de ahí— ladró Sívori—. Llego en quince minutos. Poné
las balizas.
Le hizo caso al consejo y encendió las balizas. Tenía nauseas, le dolía todo
el cuerpo y también la cabeza. Se tocó con cuidado y se encontró unos cuantos
chichones en erupción. Durante un rato, mantuvo la atención sobre el espejo
retrovisor. Varios autos, una o dos motos y dos ómnibus de pasajeros pasaron
sin novedad. Empezaba a distraerse cuando un par de faros se quedaron fijos
detrás de él. Se puteó por enésima vez por no haber llevado el arma, trabó las
puertas y puso el auto en marcha, por las dudas.
— Soy yo, nene — Sívori le golpeó el vidrio de la ventanilla.
Apagó el motor y cuando bajó del auto, las piernas se le habían enfriado y
le dolían tanto que no podía estirarlas. Casi se cayó al suelo y Sívori lo
sostuvo. El viejo le inspeccionó la cara y le palpó las costillas. Martello no
pudo contener un quejido.
— La putísima madre— masculló—. Vení, te llevo con mi auto. Así no
podés manejar.
— ¿Y qué hago con el mío?
— Llamamos al auxilio, boludo.
Esperaron a que llegara la grúa y Sívori inventó vaya a saber qué gansada
acerca de la batería.
— Lo van a dejar en la Regional. Vamos y me contás en el viaje.
— No: primero me cuenta usted por qué me llamó.
— Por como te dejaron, debería haber llamado antes— Sívori lo miró de
reojo—. ¿Qué fuiste a hacer a la capital?
Le contó de la visita y de los resultados.
— No quiso hablar. Me la banqué. ¿Será tan hijo de puta de haberme
mandado a esos monos?
— No. Los monos te los mandaron de otro lado.
— ¿Para quién trabajaba Saguie? — preguntó Martello.
Sívori tardó en responder.
— Para los servicios.
No hablaron durante tres o cuatro kilómetros.
— Saguie era de los servicios— Martello afirmó sin preguntar y Sívori
asintió.
— Yo le hablé de él cuando le comenté lo de González. ¿Por qué no me
dijo nada?
— ¿Y qué te iba a decir? Es gente de la que es preferible no saber nada.
— ¡Pero yo lo tenía ahí! ¡Un vecino emérito, respetable...!
Sívori soltó una risita amarga.
— Respetable... ¿Sabés a qué se dedicaba Saguie en los setenta? ¿A
quiénes entrenó?
— Me imagino. Vi la plaquetita de "ses copains et amis” de Argelia —
retrucó con amargura—. Lo mismo podría haberme dicho algo.
— Claro, y entonces, cuando encontraras el cadáver, te hacías el boludo y
listo, ¿no? — el viejo le dedicó una ojeada oscura—. Te conozco. Habrías
hecho lo que estás haciendo ahora, y te habrían cagado a palos lo mismo. Sos
cana de alma. Querés seguir buscando al que liquidó a esa cucaracha y si te
dejan, querés colgar de las pelotas al que lo mandó liquidar. Pero esta vez no
es así. Dejalo correr.
— Hay un asesino suelto.
— Hay un ajuste de cuentas entre gente de los servicios. No tienen nada
que ver con nosotros. Abrite.
Se le hizo un nudo en el estómago que le subió hasta la garganta, y no
hablaron más hasta la entrada a la ciudad. Llegaron a su casa en menos de
cinco minutos. Cuando estaba a punto de bajarse, preguntó en un susurro:
— ¿Y a usted, quién lo mandó, comi?
Sívori apretó las manos sobre el volante.
— Conozco al tipo al que fuiste a ver hoy— respondió a media voz.
Una lucecita se encendió en la cabeza de Martello.
— ¿Fue usted el que le pasó mi legajo?
— Copia. Los originales no salen de Central.
— ¿Por qué?
— Me llamó para preguntarme. Ahí me enteré de lo de Saguie. Tendría que
haberte llamado antes, así te ahorraba el viaje y la paliza.
— No entiendo un carajo.
Sívori se volvió hacia él.
— Ya sé que a vos no te gusta la política y menos cuando se mezcla con la
policía, pero a veces es muy útil. El hombre es el futuro gobernador. No es
ningún nene de pecho y conoce el paño. Le caíste bien porque tuviste las
pelotas para decirle que le habían hecho una chanchada. Pero el tipo juega
fuerte y se la banca. Prefirió guardarse la información para una ocasión más
oportuna. ¿El secretario, ese Peralta, no te dijo nada?
— ¡Pero, carajo! Si ese Peralta estaba al tanto de quién era Saguie, ¿por
qué dejó que su jefe fuera derechito a meter la cabeza en la boca del lobo?
Sívori esbozó una mueca despectiva.
— Quién sabe, Peralta es un turro muy convincente y nuestro hombre se
tragó el cuento. Quién sabe, pensarían usar a Saguie en beneficio de ellos y la
competencia se les adelantó a liquidarlo, por si acaso.Todas conjeturas
posibles cuando se trata de política.
Martello se sentía un soberano pelotudo. Todos estaban enterados menos
él. Asintió de un cabezazo.
— Perdonáme, nene— Sívori soltó una mano del volante y le palmeó el
brazo—. Yo sé que en este momento sentís que te traicioné, pero cuando se te
enfríe un poco el mate, te vas a dar cuenta de que lo hice por tu bien.
Martello apretó los dientes, lo que hizo que los chichones le dolieran más
de lo debido. No pudo ocultar la mueca de dolor, pero juntó coraje para
preguntar con el sarcasmo suficiente.
— ¿Y ahora, qué tengo que hacer?
— La Científica también está sobre aviso. No van a encontrar nada raro.
No hubo robo, no hay testigos.
— Lynch estableció que la muerte fue por una sobredosis de insulina
mezclada con un beta-bloqueante.
— Suicidio.
— Pero...
— Lynch estableció qué lo mató, no quién ni el motivo. Creéme: lo mejor
que podés hacer es cerrar el caso como suicidio. Era viejo, estaba solo y
enfermo, y adiós.
Martello se quedó mirando fijo a ninguna parte. Lo que quería preguntar le
quemaba la lengua.
— ¿Alguna vez hizo algo parecido?— largó por fin.
— ¿Comerme un apriete de los servicios? ¿Cerrar un caso porque te lo
mandan de arriba? — el viejo quería ser irónico pero sonaba amargo.
El celular de Martello sonó en ese momento. De la Regional le avisaban
que había llegado la grúa con su auto. Cortó, se guardó el teléfono en el
bolsillo y abrió la puerta para bajarse.
— Gracias por los consejos— murmuró.
— Cuidate.
— Seguro.
***
La ducha caliente le reavivó todos los dolores corporales. Se tomó dos
analgésicos juntos con un jarro de café. No tenía nada en el botiquín para la
desazón interior.
Después de todo, ¿quién carajo va a llorar a Saguie? ¿A quién le importa
por qué lo liquidaron? A vos, pelotudo, le dijo al espejo.
Bueno, ya lo averiguaste, le contestó el del otro lado. ¿También querés los
nombres?
Se vistió con cuidado: todavía le dolían las piernas y la espalda.
Cuando llegó a la Regional, Álvarez le preguntó si quería que le llevara el
auto a algún taller.
— Gracias, yo me ocupo después. Es una pavada con la batería, seguro que
la tengo que cambiar.
Bustos asomó mate en mano y le dio los buenos días.
— Ayer, después de que usted se fue, llamó el doctor Ramírez Lynch. Dejó
dicho que lo llame sin falta.
Espero que no tenga nada que ver con Saguie.
Tenía que sentarse a pensar cómo mierda iba a armar el "suicidio" sin
ensuciarse demasiado las manos. Sacó el anotador y repasó sus notas. No
había hablado con nadie acerca de la desaparición de los videos. Nada más se
había limitado a investigar el asunto de la insulina. No parecía tan difícil: sin
testigos ni evidencia contundente, a lo sumo podía calificarse como "muerte
dudosa".
¿Y si...?
Recapacitó: no era lo que le habían mandado decir con Sívori.
Lo que más le dolía era el papel que habían obligado a desempeñar al
comisario en todo ese asunto. "Yo sé que sentís que te traicioné...". ¿Ese era el
precio que se pagaba por las promesas de un político? Sacudió la cabeza y
apartó el anotador. Ya se le ocurriría algo para cerrar el puto expediente.
Mejor lo llamo a Lynch y de paso tanteo el terreno.
El forense todavía no había llegado. El auxiliar que había atendido, no
sabía de qué quería hablarle su jefe. Le pidió que le avisaran que lo había
llamado.
Cuando volvía del baño, escuchó a Cáceres pasar el informativo matutino.
—... y ahora lo alquilan. Deben pedir unos cuantos mangos, ahí en la
avenida. Dicen que el banco andaba atrás de ese local hace rato...
— ¡Primero van a tener que desalojar las pulgas! — Bustos se rió, guaso.
— ¿De quién es? — preguntó Menéndez, muy interesada.
Cáceres mencionó un apellido que Martello desconocía.
— Es dueño de la mitad de los locales sobre la avenida— aseveró Bustos y
Cáceres asintió. Cuando lo vieron interesarse en la conversación, lo
incorporaron al círculo y le completaron la información faltante — La
veterinaria de Wassermann. Se fue y ahora el local está para alquilar.
— ¿Se fue? ¿Cuándo? — preguntó el comisario con toda la indiferencia de
que fue capaz.
No se pusieron de acuerdo: ¿dos días, la semana pasada, el viernes?
— Hay gente que no se acostumbra a esta vida tranquila— sentenció
Álvarez—. Necesita el ajetreo de la gran ciudad— concluyó muy orondo, con
una frase sacada de los diarios.
— Parece que la señora extrañaba mucho a los hijos— agregó Cáceres.
— Y él tenía a la mamá en Buenos Aires. Muy mayor, la viejita, para estar
sola. — completó Bustos
Siempre sorprendido por el nivel de información de sus subalternos,
Martello volvió a su despacho masticando las novedades. Sentado delante del
expediente Saguie, se recordó a sí mismo que había mandado el de
Grünebaum al archivo sin más. ¿Cuáles eran las diferencias entre ambos
casos? Wasserman con una sola ene era culpable de homicidio, y sabía que el
comisario Hugo O. Martello lo sabía. Inclusive el juez de instrucción Litvik lo
sabía. Y la mujer de Wasserman, la madre de Wasserman, los sobrinos de
Litvik... Sin embargo, el comisario Hugo O. Martello se había callado la boca.
¿Y ahora? ¿Cuál es la diferencia?
Llamó a la Científica más que nada para cumplir con la burocracia policial.
Un oficial joven, el teniente Vázquez de la Policía Científica, le informó que
no se habían detectado huellas de ningún tipo que evidenciaran una intrusión
para robar o atentar contra la vida del occiso. Hasta le evitó la incomodidad de
saltearse la pregunta del millón: se había encontrado una jeringa con restos de
insulina y un beta-bloqueante, con las huellas de Saguie en ella. También sin
que tuviera necesidad de preguntar, Vázquez aclaró que la mencionada jeringa
había sido hallada bajo el sillón junto al cual había sido encontrado el cuerpo.
Con relación a la posibilidad de que el occiso hubiera efectuado
personalmente la mezcla letal, el equipo técnico opinaba que un hecho
semejante era del todo factible, lo que apoyaba la hipótesis del suicidio. Le
pasarían copia del informe final luego de remitírselo al juez de instrucción.
Martello cortó mientras pensaba que jamás había mencionado la "hipótesis
del suicidio" al teniente Vázquez de la Científica.
Asi que ellos ya tienen la letra y ahora esperan que yo haga la música.
Bueno, pero primero quiero hablar con el juez, así nos ponemos todos de
acuerdo con la partitura.
Iba a llamar a Lynch pero cambió de idea. Antes, tenía que dar una
disculpa.
— El comisario mayor Sívori, por favor.
— ¿De parte de quién?
— El comisario Martello.
Tardaron unos segundos en pasar la llamada.
— Nene — la voz de Sívori se oyó levemente alarmada—. ¿Pasó algo?
— Nada, nada... ¿Se acuerda de cuando me dijo que se entretenía con los
sitios de Internet que cazaban nazis? Bueno, quiero contarle algo.
***
Martello miró la hora: casi mediodía. Se apuró a marcar el número del
forense, porque Lynch almorzaba con puntualidad y fervor religiosos y la
mejor manera de ganarse su encono, era interrumpirlo durante su ritual
gastronómico.
— Martello, cómo anda, che. Lo anduve buscando ayer.
— Tuve una reunión imprevista en...— empezó a armar una excusa que
sonara decente pero Lynch lo interrumpió.
— Me llegó el resultado de los ADN del caso Gaudet. Demoraron porque
detectaron lo que parecía una anomalía y tuve que mandar muestras nuevas
para que repitieran los estudios.
— ¿Una anomalía? ¿De qué tipo?
El otro se aclaró la voz antes de seguir, lo cual, en los códigos del forense,
venía a significar que estaba a punto de soltar una bomba atómica.
— Se determinaron dos tipos de ADN, tanto en los vellos pubianos como
en las mucosas. Uno de los ADN corresponde al occiso. El otro fue el que
originó la discrepancia.
Esperó a que Lynch continuara.
Hoy tiene ganas de hacer teatro, pensó el comisario.
Tenía que darle el pie correcto y se preocupó por seguir el guión.
— Caramba, no me lo esperaba. ¿Qué encontraron?
— El ADN restante es masculino y se corresponde con el de Gaudet.
El tono estrictamente profesional de Lynch lo puso en guardia. Las
palabras le dieron vueltas en la cabeza, buscando un sitio en dónde
acomodarse.
— Disculpe, doctor. Se imaginará que no soy ningún experto en genética,
pero... ¿el análisis establece que... la persona que estaba con Gaudet era varón
y tenía una relación de... consanguinidad?
— Exacto.
— Mi Dios... — Martello tragó saliva —. ¿Puede... puede saberse de qué
tipo?
— No se descarta el tercer grado colateral, pero el parentesco más probable
es el primer grado ascendente.
Martello hizo un esfuerzo por digerir la fraseología aséptica del forense lo
más rápido posible, pero sus deducciones no le parecieron fiables y quiso
confirmarlas.
— O sea que antes de morir, Gaudet mantuvo relaciones sexuales con un...
pariente cercano.
— Un sobrino o un hijo, — la voz del forense era de hielo.
El silencio fue largo y Martello lo agradeció, porque se había quedado sin
respiración.
— ¿El juez de instrucción ya tiene el informe? — preguntó para terminar
de algún modo civilizado con la llamada.
— Todavía no. Se lo voy a mandar esta tarde y mañana despacho el suyo.
— Bien. Le agradezco el adelanto, doctor.

17.

La última semana lo había dejado con una sensación incómoda a la que no


podía definir por completo como amargura.
El comisario inspector general Herrera se había encargado de señalar la
falta de progresos en el caso Gaudet, con un énfasis desagradable en la voz y
el vocabulario.
— ¿Qué carajo pasa en esa Regional, Martello? ¿Está rodeado de
pelotudos o se basta solito para mandarse las cagadas?
El aludido se había tragado la hiel de su primera e impulsiva respuesta y le
había explicado a su superior — después de esperar a que terminara de ladrar
para la concurrencia que seguramente hacía de coro griego a Herrera —, el
motivo de la demora en los estudios de ADN y las nuevas búsquedas que éstos
habían generado. Con voz contenida, detalló su hallazgo de la documentación
personal del occiso, escondida en un doble fondo de la cajafuerte de la oficina
inmobiliaria. Y de paso, palos para la Científica, que se comió algo tan obvio.
Qué carajo, no me voy a llevar puestas todas las patadas en el culo yo solo.
Cuando el nivel sonoro de los aullidos de Herrera disminuyó a un nivel
tolerable, Martello continuó con la relación de los datos encontrados en la
partida de nacimiento y libreta de enrolamiento de Gaudet. De la primera,
surgía que el occiso era diez años mayor de lo que la documentación personal
en poder de la policía señalaba. La libreta de enrolamiento cargaba además
con el sello infamante del penal de Olmos, donde Gaudet había pasado seis
años. Ambas circunstancias habían desembocado en el duplicado de DNI
utilizado por la víctima al momento de su deceso, con la fecha de nacimiento
alterada y sin rastros del paso de su titular por la penitenciaría.
Gaudet era viudo. La finada esposa, María Magdalena Castel Ruiz, era
diez años más joven, y menor de edad en el momento del matrimonio,
debidamente certificado con el acta correspondiente. El padre de la menor,
Fernán Castel Mora, había dado el permiso a su hija para contraer nupcias. La
pareja había tenido dos hijos: María Salomé Gaudet Castel, nacida en 1964,
poco después de la fecha del matrimonio civil, y Fernando Gabriel Gaudet
Castel, cinco años menor y fallecido tres días después de su nacimiento, junto
a su madre.
En la requisa había secuestrado videos y DVDs que todavía no había visto,
más una serie de fotografías que suponía, correspondían a Gaudet, su mujer y
su hija. Había solicitado la colaboración de la Científica para analizar las fotos
y el material fílmico. Tendría que recurrir a registros civiles, de cementerios,
penales y judiciales para reconstruir el pasado de Gaudet.
En tono hosco pero sin rastros de violencia verbal, Herrera le dijo que lo
mantuviera al tanto de las novedades y cortó la comunicación: Martello se
había conseguido un indulto provisorio.
Había pensado en premiarse con una cena en "El Belvedere" y si la
oportunidad cuadraba, con algo más. Ya en el estacionamiento del restaurante,
lo habían sorprendido las ventanas a oscuras. Se había bajado del auto para
encontrar la puerta cerrada, aunque no era miércoles. En lo de Magda nadie
respondía a los timbrazos. Dio la vuelta al chalet y le resultó evidente que no
había nadie. En una de las casas vecinas, se encendió una luz indagadora.
Mejor me voy. A ver si algún vecino comedido denuncia a un
merodeador...
Medio triste, medio contrariado, había conducido despacio camino a su
chalet mientras llamaba inútilmente por el celular. Mientras esperaba la pizza,
le había mandado un mensaje de texto y el servicio de telefonía celular se
empeñó en avisarle que el mensaje no podía enviarse. Se había ido a dormir de
malhumor.
***
El día siguiente no fue alentador para sus relaciones personales. Un
encuentro fortuito con el mozo de "El Belvedere" lo puso al tanto de las
novedades: Magda había puesto en venta el restaurante — "hace una semana,
más o menos", aclaró Héctor — y había viajado a Buenos Aires.
Martello admitió para sí que la decisión no debería sorprenderlo. Magda se
lo había avisado: estaba perdiendo plata y no tenía muchos más recursos
económicos. Era lo razonable. ¿Entonces, por qué esa desazón? ¿Por qué el
sentimiento de abandono?
No nos prometimos nada, se repitió sin convencerse.
Compuso la mejor cara de póker que pudo y le preguntó al mozo si había
conseguido trabajo. El hombre le dijo que empezaba el fin de semana en una
de las confiterías más importantes de la ciudad. Le deseó suerte.
La que parece que yo espanto, se compadeció de sí mismo.
No había terminado de poner el pie — derecho, por si las moscas —, en la
Regional, que la agente Méndez le avisó que le pasaban un llamado de la
Central. Levantó el auricular pensando que alguien en el infierno lo tenía muy
presente, pero por una vez, no llamaban para tirarle de las pelotas: el asistente
de Herrera le informaba que habían asignado al subcomisario Juan Alberto
Aguirre a su Regional, y que entraría en funciones la semana siguiente.
Agradeció debidamente la gentileza de su superior y se sentó a meditar la
medida, café de por medio.
Semejante regalo del Cielo bien podía ser un presente griego. Conocía a
Aguirre, un buen elemento que venía de una localidad al sur de la capital
provincial. Un tipo al que le gustaba su trabajo. También cabía la posibilidad
de que Aguirre fuera el preludio de su reemplazo, y que el siguiente destino
del comisario Hugo O. Martello fuera un pueblo perdido a mitad de camino
entre la nada y el vacío interestelar. Había que esperar la comunicación oficial
de Personal.
El zumbido del celular le provocó un saltito entre dos latidos, pero cuando
miró la pantalla, leyó el nombre de Sívori. Se le notaba en la voz que esperaba
el llamado de alguien más y Sívori se lo dijo. Después de preguntarle cómo
andaba, y de que él le contestara que para qué carajo preguntaba si ya sabía,
Sívori se rió entre dientes y le sugirió tocar algunos timbres que le aceleraran
un poquito los pedidos de informes.
El diablo sabe por diablo pero más sabe por viejo, fue la conclusión de
Martello mientras llamaba a Gabriel Peralta a la sede partidaria.
En un intento por tratar de alejar el malestar sin nombre que lo aquejaba, y
que prefirió identificar como hambre, salió a comer algo. En la Regional
reinaba la calma chicha, confirmada por las ruedas de mate y los comentarios
del partido de la noche anterior.
Se acomodó en una mesa lejos de la entrada vidriada, atestada de
viandantes en exhibición. No terminaba de explicarse de qué vivía esa gente
que se la pasaba sentada en las confiterías tradicionales de la ciudad, sin más
ocupación aparente que la de estar ahí mostrándose para regocijo o envidia del
prójimo, según correspondiera.
Apuró los sandwiches y se fue a caminar. El día estaba dulce; el final del
invierno los estaba tratando bien. Se encaminó hacia la parte alta de la ciudad
por una calle secundaria. A medida que subía, las viviendas cambiaban de
chalecito de clase media de construcción más o menos reciente y de regular
calidad, a casas espectaculares de dos y tres plantas, con todo el confort
moderno y tejas esmaltadas, prueba del buen pasar de sus propietarios. Había
que subir todavía un poco más para alcanzar las mansiones más antiguas, de
piedra y maderas nobles, construídas en la belle epoque, en un país en el que
los argentinos se iban a Europa con la vaca a bordo para que no les faltara el
vaso de leche diario.
Bajo el sol tibio y el cielo despejado, la ciudad tenía un falso aspecto de
calma y prosperidad. La lluvia había reverdecido los jardines polvorientos y
amarillos de sequía, y algunos vecinos ya estaban cortando el pasto. Todos los
autos que vio, relucían lustrosos. Pero sus propietarios los usaban nada más
que para dar la vuelta del perro, bien despacito, para asegurarse de que sus
vecinos-enemigos-de-toda-la-vida se enteraran de que habían cambiado el
modelo. Ninguno confesaba que cargaba gas en lugar de nafta en su cuatro por
cuatro japonesa, y no por motivos ecológicos.
La ciudad y su gente se le antojaron una escenografía en cartón pintado. La
encontró repentinamente vacía de sentido; en cuanto se rascaba un poco la
superficie aparecían las miserias, los agujeros en la camiseta debajo de la
camisa de moda. Los crímenes cometidos hablaban de ríos subterráneos de
odio, envidia y resentimiento que desmentían duramente y sin pudor, la
pretendida apariencia señorial y benevolente.
Regresó a la Regional de humor sombrío y se encerró en su despacho a
releer los informes del forense del caso Gaudet. Se recordó que aún no había
visto los videos y DVD y se prometió que esa noche haría el esfuerzo.
Miró el reloj: las siete de la tarde. A mitad de camino entre el aburrimiento
del papeleo y la desazón interior que lo había dominado todo el día, pensó que
era una buena hora para irse a casa. Durante el camino, el celular empezó a
sonarle en el bolsillo del saco. Respetuoso de la ley vial, detuvo el auto.
— Martello...
— Hola, soy Magda.
Se hizo un silencio enorme, tanto que Martello pensó que ella había
cortado.
— ¿Cómo estás? No sabía que te habías ido a Buenos Aires.
— Lo que pasa es que... recibí una oferta de trabajo... Muy buena
Otro silencio eterno durante el cual empezó a dolerle la cabeza.
— ¿Es... un puesto interesante? — se puteó por no preguntar nada más
inteligente.
— En un hotel cinco estrellas. No lo podía dejar pasar, ¿entendés? Si me
va bien acá, quién sabe, en unos años, puedo... tener algo mío otra vez.
— Claro... Hiciste bien. Es... es lo mejor. Lo mejor — repitió para
convencerse—. ¿En dónde estás trabajando?
Ella le dijo el nombre de una cadena internacional. Él le aseguró que le iba
a ir muy bien porque ella era talentosa. Ella se lo agradeció. Se dijeron un par
de estupideces más y Magda se despidió.
— Me voy a trabajar. Me escapé de la cocina para llamarte.
— Gracias. Un beso.
— Un beso. Chau.
Clic. Magda cortó la llamada antes de que él pudiera decir algo más, algo
que le había quedado atragantado a mitad del pecho. Mejor así. Cortar por lo
sano. Pero no podía convencer a sus entrañas ni a la sensación de angustia que
le apretaba el costado.
Soy un pelotudo, no aprendo más.
***
Los contactos de Peralta abrían más puertas de lo que Martello hubiera
imaginado. Si me viera Sívori, se cagaría de la risa.
En menos de diez días había reunido los retazos de información que
completaban la historia negra de Gaudet. Martello revoleó con asco los
papeles dentro de la carpeta, que estaba cobrando proporciones alarmantes.
Había juntado coraje para ver los DVD y videos secretos. Era un material que
podía comprarse por Internet, si es que uno sabía dónde: no eran sitios que
pusieran banners en Yahoo.
Eras un hijo de puta, Gaudet.
Recordó la compasión que le habían causado las fotos del cadáver, pero era
un sentimiento que ya no podía recuperar: los antecedentes del tipo lo
impedían. Habían hecho justicia por mano propia de un modo terrible. ¿Quién
era él, Hugo Martello, para juzgar a quien lo había hecho?
Pero yo no estoy para juzgar: mi papel es hacer que se cumpla la ley y
detener a los que la infringen. La justicia la administran otros.
A su pesar, tenía que encontrar al asesino. Para eso le pagaban el sueldo.
Volvió a los papeles de mierda. Ya tenía una punta por dónde empezar a
buscar: la hija de Gaudet, María Salomé, había quedado bajo la tutela de sus
abuelos maternos. Se habían mudado a Buenos Aires cuando la chica tenía
doce años. Cuando el padre fue la cárcel.
El juzgado de menores interviniente había prohibido a Antonio Gaudet
mantener contacto con su hija. Martello había ordenado publicar en los diarios
el pedido de paradero de María Salomé Gaudet Castel, argentina, de cuarenta
y tres años, último domicilio conocido.... Era el procedimiento, aunque no
tenía muchas esperanzas en cuanto al resultado.
Lo más probable es que tenga que ir personalmente a Buenos Aires...
¡Como si fuera tan fácil!
Álvarez entró con la correspondencia y la dejó acomodada por riguroso
orden de tamaño, en una punta del escritorio. Le dio las gracias y para
distraerse, se puso a revisar los sobres. Uno tenía el sello de la Central y lo
abrió en primer lugar con un poquito así de aprensión, pero el contenido de la
nota lo tranquilizó. Convocó a la tropa para darle las novedades oficializadas:
el subcomisario Aguirre entraría en funciones en pocos días.
Alguien hizo la pregunta del millón: Bustos, en honor a su calidad de
efectivo con mayor antigüedad de la Regional.
— ¿Y usted, comisario?— que venía a significar: "¿Le dan el pase o sigue
con nosotros?"
Interpretando correctamente la pregunta, Martello respondió que Aguirre
formaba parte del personal que había requerido a Central cuando se había
hecho cargo de la Regional y que él continuaba al frente. Le reconfortó ver
que la mayoría suspiraba, aliviada.
No me odian tanto, entonces.
***
Apenas terminadas las presentaciones, se encerró con Aguirre en su
oficina, para ponerlo al tanto del estado de situación. Aguirre conocía a fondo
el paño de las Regionales, por haber circulado ya por dos o tres como oficial
en ascenso, así que no se asustó de nada. Tampoco se había hecho demasiadas
ilusiones: era un hombre realista.
Martello pidió otra ronda de café, mientras pasaba al caso Gaudet.
— ¿Y si te vas a Buenos Aires, a ver si encontrás a la hija?— sugirió
Aguirre.
— Lo había pensado, pero no podía dejar la Regional ...— no terminó la
frase pero cabeceó hacia la puerta y el otro sonrió de costado.
— Pero ahora estoy yo para darles contención afectiva a los muchachos.
Se rieron a carcajadas.
Sí, era una buena idea. Un poco de papeleo para no hacer las cosas de
contrabando, y se iba tres o cuatro días, a constatar los datos que tenía. Con un
poco de suerte, hasta le daban bola los de la Federal.
Y en una de esas, puedo ir a ver a Magda, se entusiasmó como un chico.

18.

Buenos Aires seguía aturdiéndolo con sus ruidos crueles. Bocinazos,


puteadas, frenazos; escapes de colectivo que roncaban el malhumor de su
conductor; gritos de gente que se peleaba de auto a auto y por cualquier cosa;
vendedores ambulantes que vendían lo que el contrabandista de turno hubiera
traído desde el Paraguay, Bolivia o Taiwan. Las terminales de ómnibus no
solían ser el mejor lugar para juzgar a una ciudad y Martello lo sabía, así que
se apuró a conseguir un taxi que lo llevara hasta el hotel para dejar el bolso y
empezar con el city tour.
Allá voy, Registro Nacional de las Personas.
Previendo la reacción de los empleados del Registro, había concurrido
provisto de las correspondientes autorizaciones judiciales. Lo hicieron pasar a
una pecerita de aluminio y madera terciada y le mostraron una máquina
expendedora de café. Se acercó con desconfianza y decidió arriesgar una
moneda para probar la calidad de la cafeína local. El perfume y el sabor lo
sorprendieron y se animó a una segunda ronda.
Juntó varios vasitos encima de la mesa de madera algo venida a menos por
el uso, hasta que el empleado volvió con los datos. Fernán Castel Morá y Ana
Luisa Ruiz Casau había muerto, el hombre en 1987 y la mujer en 1995. María
Salomé Gaudet Castel ya no tenía a nadie en el mundo. El hombre le facilitó
también el último domicilio del matrimonio, que también figuraba como
domicilio de María Salomé.
Se embarcó en un taxi hacia el barrio de Devoto. Tocó el timbre del portero
eléctrico en la dirección que le habían dado en el Registro, y le respondió una
voz de mujer que alimentó sus esperanzas durante el tiempo que demoró en
enterarlo de que ella no era la persona que él buscaba. Cuando consiguió que
la mujer abriera la puerta, le explicó que era policía y que estaba tratando de
localizar a la anterior propietaria por un grave asunto familiar. Ella se ablandó
un poco ante la identificación y le informó que le habían comprado la
propiedad a un dentista que tenía allí su consultorio. Tuvo la gentileza de darle
el nombre del tipo.
Nuevo éxito-fracaso: el dentista era un hombre respetuoso de la ley y sus
representantes y quería colaborar, pero no tenía idea del paradero de María
Salomé. Sí le proporcionó los datos de la escribanía en donde habían firmado
la escritura de compraventa. Con un dejo de desazón, llamó al estudio Arias
Campbell, para enterarse de que el horario de atención había caducado hacía
quince minutos.
Tomó conciencia de que el estómago le dolía de hambre.
Mejor me vuelvo al hotel, me baño, como algo y me voy a dormir.
El cansancio y la sensación de futilidad estaban empezando a pesarle.
La ducha le devolvió un poco de buen ánimo y el hambre terminó de
espolearlo. ¿Y si llamaba a Magda?
"El celular al que usted llama está apagado o fuera de servicio", le informó
la voz de la computadora.
Debe estar laburando a full. La llamo mañana.
***
La escribanía Arias Campbell tenía la pertinente aura de seriedad y la
correspondiente secretaria entrada en años y amargura. La vieja inspeccionó
con cara de sabueso de Interpol, cada papel sellado que Martello le puso
delante. Lo mismo había hecho con su identificación oficial.
— Voy a consultar con el doctor— dijo la vieja y se levantó con aires de
emperatriz viuda.
Mientras el comisario esperaba, se entretuvo observando el movimiento
del personal, en particular el de una señorita con una espalda interesantísima
que iba y venía de las tripas de la escribanía con pilas de fotocopias, folios y
libros encuadernados en azul oscuro. La secretaria senior salió del despacho
principal, le dedicó una mirada cargada de desprecio mayestático a la espalda
interesantísima, e invitó a Martello a pasar.
Apenas el escribano abrió la boca, quedó instantáneamente calificado
como perteneciente al grupo "Ramírez Lynch" de la escala social de Martello.
Mientras lo invitaba a sentarse, entró la señorita de la espalda a dejar una
respetable cantidad de folios cargados de sellos, y el doctor le dedicó una
ojeada que Martello juzgó tan lujuriosa como la que él mismo le había
dispensado momentos antes.
No hay como un buen culo para emparejar las diferencias de clases.
Un vistazo a los títulos enmarcados repartidos por las paredes forradas en
madera, le confirmó que Nicanor Arias Campbell era abogado y se había
dedicado a la escribanía para no descuidar el negocio familiar.
Componiendo su mejor perfil de representante de la ley y el orden, explicó
los motivos de su visita. Arias — el "Campbell" irremediablemente perdido
desde el punto de vista de Martello —, prometió buscar la información que
tuviera disponible. ¿Podía volver por la tarde? Por supuesto, dijo Martello y se
despidió del escribano después de acordar la hora.
Para pasar el tiempo hasta las cuatro y media, se fue al Departamento
Central de Policía a visitar a viejos conocidos. Los muchachos lo recibieron
con afecto.
— La debés estar pasando bomba en el interior, turro — el comisario
Marinelli, transferido a Sustracción de Automotores por decisión propia, le
palmeó el hombro casi hasta sacárselo de lugar —. ¿Seguís jugando al fútbol?
Si te quedás el fin de semana, te venís el sábado con nosotros y después del
partido, nos comemos un asadito.
No podía quedarse hasta el fin de semana y lo lamentó. Aparecieron otros
excompañeros que lo saludaron, algunos con un leve dejo de envidia por su
posición privilegiada, lejos del minuto a minuto de Buenos Aires.
— No sabés lo que es esto, "Loquito"— masculló el recientemente
ascendido comisario Suárez, división Homicidios—. No tenemos paz. La
gente está cada día más loca. Mirá— y le alcanzó el expediente de la violación
y homicidio de una nena de nueve años, a manos de su padrastro—. Allá no
pasan estas cosas, ¿no?
— No vayas a creer. También tenemos lo nuestro— les contó el motivo de
su viaje a Buenos Aires. Un silencio frío pasó por la habitación.
Se fue a almorzar con "los muchachos" — aunque de 'muchachos' nos está
quedando poco, meditó mientras miraba con disimulo las peladas y las
pancitas —, en una pausa bienvenida. Le prometió a Marinelli que haría lo
posible por ir a comer a su casa antes de volverse al pago.
En la escribanía, la secretaria senior lo esperaba con cara de culo y con la
escasa información reunida. El doctor tenía una firma de hipoteca en un banco
y ya se había ido. Martello hizo memoria: los bancos en Buenos Aires
cerraban a las tres de la tarde. La ausencia de la señorita de la espalda
esplendorosa aumentó las sospechas del comisario.
— Me imagino que el trabajo de buscar los datos es todo mérito suyo, así
que se lo agradezco... No sé su nombre — le sonrió.
— Mercedes— la vieja desarrugó un poco la jeta, lo suficiente como para
devolverle una sonrisa. "¿Ven? Yo sí sirvo para trabajar", decía el gesto acre.
En un ángulo del escritorio, había una foto blanco y negro en un marco de
plata. Un grupo atildado a la moda de treinta años atrás le sonreía a la cámara.
La única mujer no podía ser otra que la emperatriz viuda, con unos cuantos
años menos y sin la decepción de la vida marcada en la boca. Un hombre que
era la versión original del actual titular de la escribanía, tenía un brazo perdido
por detrás de la espalda de ella.
La mujer lo vio observar la fotografía y apretó los labios, desviando la
mirada. Martello se dedicó a leer la información: dos números telefónicos y un
domicilio que se indicaba como laboral.
— Espero no haberle complicado demasiado el día, Mercedes.
— No es nada. Algo para salir de la rutina.
Y tu vida debe estar llena nada más que de rutina desde hace mucho.
Se despidió dándole las gracias nuevamente.
En la calle, marcó el primer número sin demasiadas esperanzas. Nadie
respondió, ni siquiera el contestador de la empresa telefónica. Con el segundo
número tuvo más suerte. La amable grabación del preatendedor de un
restaurante de Recoleta le pedía que marcara el número tal para reservas, el
número cual para proveedores, o cero para que lo atendieran en recepción.
Sólo entonces reconoció el domicilio, que se correspondía con el número.
Cortó y apenas consiguió un taxi, salió para el restaurante.
El recepcionista era nuevo y no conocía a nadie llamada María Salomé
Gaudet Castel. Llamó al encargado, un hombre cerca de la cincuentena que lo
miró con desconfianza hasta que Martello le mostró la chapa. Sí, María
Salomé había trabajado en el restaurante, hasta hacía unos tres años, primero
como subchef y después como chef ejecutiva. Una excelente profesional. ¿Por
qué había dejado el puesto? El encargado se encogió de hombros. Ella había
dicho nada más que se iba. Como no habían tenido más novedades, suponían
que se había ido de Buenos Aires. ¿Al exterior?, preguntó Martello con un
pinchazo a la altura del escroto. Nuevo encogimiento de hombros y al
comisario se le cayeron el alma y las pistas al suelo.
— ¡Espere! Me parece que una de las chefs ayudantes tiene una dirección
de correo electrónico— el encargado se fue y volvió un par de minutos más
tarde, dejando entretanto a Martello hundido en el mar de las dudas. ¿Y si se
había ido del país? Bueno, eso la dejaba afuera del caso. No, no, hacía tres
años de eso. ¿Y si había vuelto?
En tanto tiempo pueden pasar tantas cosas...
— Acá tiene— el encargado le tendió un papelito con una dirección de
Hotmail. María Salomé podría estar en una isla de la Micronesia y tener una
casilla en Hotmail. Pero todavía había una lucecita al final del túnel y Martello
le agradeció al encargado por la información.
¿Qué hacía ahora? ¿Le mandaba un e-mail? "Estimada señorita Gaudet,
estamos investigando la muerte de su padre. ¿Tiene coartada para la fecha en
que fue asesinado?".
El celular le vibró en el interior del saco. Lo abrió esperando que fuera
Magda.
— "Loquito", habla Marinelli. ¿No te venís a comer esta noche a casa? Ale
preparó goulasch con spatzle.
— Me rompiste el corazón, hermano. ¿A qué hora?
Camino de la casa de Marinelli, intentó con el celular de Magda. Idem de
idem anterior.
Mañana paso por el hotel y listo.
El goulasch de Alejandra Goldberg de Marinelli era algo para recordar.
Los spatzle eran diminutos, sutiles, cremosos, casi etéreos en su delicadeza al
deshacerse en la boca y acompañaban de maravillas la textura y los aromas de
la carne. Cumpliendo con sus deberes de invitado, Martello contribuyó con
dos botellas de Merlot de buena cuna y flores para la dueña de casa.
— Te pasaste, "Colorada" — Marinelli le palmeó el traste a su mujer, que
le devolvió un beso en medio de la frente en la que escaseaba la otrora varonil
melena —.¿Hay postre?
— No, por favor. No puedo comer más nada— suplicó Martello.
— Preparé apfelstrudel — Alejandra sonrió angelical.
— ¿Tibiecito y con crema? — casi sollozó Marinelli.
Mientras se comía su porción, Marinelli miraba a su mujer con ojos de
carnero degollado y ella le correspondía con mimos gastronómicos y de los
otros. Los chicos saludaron con besos pegajosos de crema y se fueron
corriendo al dormitorio a mirar San Lorenzo-Vélez. Alejandra trajo café y se
fue a acomodar la cocina.
En un rincón del corazón, Martello sintió el pinchacito de la envidia. Una
familia normal, una casa normal. Una cena preparada amorosamente y
devorada más amorosamente todavía.
¿Estaré a tiempo para algo así?
— ¿Y? ¿Averiguaste algo más? — preguntó Marinelli mientras encendía
un cigarrillo.
Le contó de sus laberínticos recorridos por la ciudad, rastreando a una
mujer que parecía inencontrable.
— ¿Por qué estuvo en cana el padre?
Martello se sirvió un poco más de vino antes de responder.
— Estoy esperando el informe del juzgado... Pero el zorro pierde el pelo
pero no las mañas. Debe haber sido un quilombo con menores — con su
propia hija, admitió para sí mismo por primera vez en forma consciente. Se
quedó mirando el vino rojo oscuro girar dentro del cristal.
Y eso basta y sobra para generar el odio suficiente para no dejarte vivir
hasta terminar con tu pasado. Aunque ese pasado sea tu padre.
Levantó los ojos y Marinelli le estaba leyendo la mente a través del humo.
— Ella también debe odiarse a sí misma. No debe tener paz.
— ¿Por qué mierda te fuiste de Homicidios?— preguntó Martello a media
voz.
Marinelli no respondió pero cabeceó hacia el interior del departamento.
— No tengo más estómago. Cuando tenés pibes, ¿viste?, ciertas cosas se
vuelven difíciles.
— Lo querían en Narcóticos — dijo Alejandra, volviendo de la cocina—, y
yo quiero que disfrute de la jubilación y de la familia. El año que viene cumple
los venticinco de servicio y se retira.
Marinelli bajó la cabeza.
— Me lo prometiste... — la "Colorada" fulguró y Marinelli asintió,
derrotado—. Mi viejo te ofreció la dirección de la fábrica miles de veces. Sos
licenciado en Administración de Empresas, ¡dejate de joder!
— Ale tiene razón, hermano. Mandá esto a la mierda en cuanto puedas.
— Se lo dicen todos — Alejandra tenía apoyo logístico y no iba a
desperdiciarlo.
— Ya le dije que sí al zeide. Y cuando uno le promete algo a tu viejo,
mejor irse a la Legión Extranjera que no cumplir.
— ¡Papá te adora! Te hace caso con la fábrica...
— Me entregó a la nena... Les hicimos el briss a los chicos... — otra
palmada en el traste.
Se hacía tarde y Martello se despidió de Marinelli y de su mujer, con
mutuas promesas de futuras visitas.
Mientras volvía al hotel, pensó que nunca se le había cruzado por la cabeza
el retirarse o hacer otra cosa que no fuera ser policía. Ni siquiera cuando
estaba con Laura. Algo le dolió en alguna parte del cuerpo entre la garganta y
el estómago, pero no quiso darse por aludido.
19.

Había dormido mal: en el sueño rondaba un cazador furtivo. Y la presa era


él. No tenía sentido.
Yo soy el cazador, ¿quién podría perseguirme a mí?
Miró la hora: demasiado temprano para bajar a desayunar o emprender
cualquier actividad. Se quedó sentado en la cama, con todos los papeles
desparramados a su alrededor. Se había traído una copia de los resultados del
ADN del tercero implicado en el caso. De los antecedentes personales dede
Gaudet no surgía que tuviera familiares colaterales varones. El tipo era hijo
único y hasta donde Martello había llegado con sus investigaciones, tampoco
tenía primos. Por lo tanto, no tenía sobrinos varones consanguíneos. Si Gaudet
había mantenido relaciones sexuales con un pariente varón en los momentos
previos a su muerte, tal como lo denunciaba la evidencia forense, no quedaban
muchas más posibilidades: debía ser un hijo. Además del asesino. Pero ¿de
dónde había salido ese varón? ¿Quién era la madre? ¿Gaudet era gay después
de todo? No sería la primera ni la última vez que un perverso pedófilo ocultara
su homosexualidad detrás de una máscara hétero de conquistador irreductible.
El asesino debía haber planeado todo con muchísimo cuidado: acercarse
nuevamente a Gaudet, después de años sin verse y que éste no lo reconociera;
guantes para no dejar huellas en el auto o en el cuerpo; la desaparición del
arma homicida. Seguramente había tenido en cuenta los análisis de ADN, pero
confiaba en volverse invisible para la policía y la justicia. Hasta ahora, lo
había conseguido. La planificación había sido cuidadosa, pero tenía que tener
alguna falla. Inclusive, podía haber un cómplice. ¿Por qué no? ¿Quién?
Alguien que aborreciera lo suficiente a Gaudet como para implicarse. ¿Cuál
era el papel de María Salomé en todo eso? Algo no terminaba de cerrar.
¿Cómo un varón adulto lograría intimidad con Gaudet? El tipo sólo se dejaba
ver con mujeres mayores de edad y su vicio eran las menores de edad. ¿Y los
pelos de peluca rubia que había en el auto? Bien podrían pertenecer a la peluca
de alguna anterior pareja del finado y haber quedado enganchados en el
tapizado. O no. ¿Entonces…? Una sensación incómoda le recorrió la espalda.
¿A quién carajo estoy buscando?
Hizo una lista de gente a la que debía volver a interrogar: la mucama; los
empleados de la inmobiliaria; los efectivos que habían encontrado el cuerpo.
¿Quiénes más tendrían algún tipo de relación con Gaudet? Tres de ellos,
Grünebaum, González del Río y Saguie, estaban muertos. De los conocidos,
quedaba Koppf. Por el momento…
Tengo que volver hoy mismo.
Saltó de la cama para preparar el bolso. Seguro que si se apuraba, llegaba a
Retiro a tiempo para tomar el servicio de las 22:30. Eso le daba unas cuantas
horas para ordenar los pensamientos y los datos.
A mitad de camino recordó que la noche anterior se había prometido ir a
ver a Magda al hotel. Pensó en llamarla al celular.
¿Y qué le digo? "Estuve en Buenos Aires y no tuve tiempo de pasar a
verte".
La verdad era que se había olvidado.
Bueno, tengo una buena excusa... Siempre tenés la misma, ¿eh, boludo? El
oficio te puede, se puteó a sí mismo.
***
En la Regional reinaban la paz y el orden; Aguirre hacía marchar a los
muchachos a buen paso. Mientras compartían un café en el bar favorito de
Martello, Aguirre lo puso al tanto de la situación: dos arrestos por posesión y
tráfico de drogas. Cinco sobrecitos de blanca de segunda calidad, diez porros,
diez pakos. Todo destinado a los barrios más humildes de la ciudad. Martello
asintió: para los barrios elegantes, la merca se traía de la capital provincial y
los dealers conducían autos de reconocida marca alemana.
— Menores de edad — suspiró Aguirre—. En un par de meses están en la
calle.
— ¿Por qué tanto?
— Son reincidentes. ¿Cómo te fue?
Le contó de sus peripecias urbanas y del motivo de su pronto regreso.
Aguirre asintió despacio.
— Mejor que empieces cuanto antes, entonces. En la Regional está todo
tranquilo, aprovechá. En quince días tenemos el rally...
— ¿Cómo que quince días? ¡Si se hace en mayo!
— Ese es la fecha mundial. Este rally es para promocionar una categoría
nacional. La provincia le ganó de mano a otras dos que peleaban por
organizarlo.
Martello cerró los ojos insultando para sus adentros al rally, a la categoría,
al gobierno provincial y al planeta Tierra. Más planificación, más efectivos de
plantón en caminos de montaña que nadie recorría salvo durante el putísimo
rally, convocando gente que se moría — a veces literalmente —, por ver el
torbellino de tierra que los autos de carrera dejaban detrás. Más los hombres
necesarios para cuidar que los enfervorecidos hinchas de tal o cual marca no
se cagaran a trompadas en medio de la ruta justo cuando pasaba el equipo de
sus amores; o que el papá fanático que había llevado al benjamín de la familia
a ver la carrera, no lo soltara de la mano en el momento preciso como para
provocar una tragedia. Más los infaltables borrachos: los habituales, con
provisión propia y los eventuales, que paliaban el frío matinal con ginebra
comprada a vendedores clandestinos.
— Bueno, por lo menos el calorcito no los hará tomar ginebra — dijo en
voz alta, a modo de consuelo.
— No. Van a tomar cerveza. Otra que la Oktoberfest — acotó Aguirre—.
No te desanimes: preparo un esquema y después lo revisás. Ya hice algunos y
me los aprobaron.
Martello sabía de qué hablaba el subcomisario: el comi de turno le había
cargado el laburo pesado y después se había lucido con la superioridad. Ya
había hecho su propia amarga experiencia.
— No quiero largarte solo con ese despelote... Voy a ver a algunos de los
que tengo en la lista y cuando vuelvo, nos sentamos a trabajar.
— Ya adelanté un poquito: la circular llegó ayer.
Le dio las gracias a Aguirre, pagó los cafés y salieron.
***
El barrio de Florentina Almada era uno de los menos recomendables.
Barrio obrero en sus orígenes, había sido copado por el lumpenaje local
dedicado al alcohol barato, el descuidismo y, más recientemente, al consumo y
comercialización de drogas de calidad adecuada al mercado emergente.
Encima, la frula ni siquiera es de segunda y quedan "quemados" la segunda
o tercera vez que consumen, pensó el comisario mientras estacionaba y le
ponía la alarma al auto.
La droga los volvía suficientemente audaces como para intentar empresas
más importantes: robo de automotores, asalto a mano armada en locales
comerciales y en casas de familia. Necesitaban los fondos para seguir
consumiendo.
Florentina lo hizo pasar con cara de susto: creyó que venía por algún
problema con sus hijos. Casi suspiró de alivio cuando le dijo el motivo de su
visita, aunque se sentó rígida, en la punta de una silla que le se perdía bajo las
caderas.
— Quiero repasar con usted algunas notas que tomé el día que la
interrogué en casa de Gaudet.
Se arrepintió de haber usado el verbo "interrogar", pero era tarde. Sacó su
anotador y empezó.
¿Qué había encontrado en el dormitorio cuando entró a limpiar? Nada, la
cama revuelta, ropa, respondió sonrojándose... ¿Ropa de quién, además de la
de Gaudet?
Si estaba acostumbrada, no tiene motivos para ponerse colorada.
Bueno, ropa, nada más que la del patrón. Cosas. ¿Qué cosas? Martello se
las imaginaba, pero quería la confirmación.
—Cosa' d'esa'— tartamudeó Florentina —, medio... medio asquerosa'.
Había... uno abajo la cama.
— ¿Qué hizo con el consolador? — preguntó con irritación. Había una
prueba que no habían detectado.
— Le agarré y le guardé... ahí donde el patrón guardaba... esa' cosa'.
¿Cómo era? ¿De qué color? La mujer tuvo un acceso de asma pero
Martello consiguió la información. ¿Lo había lavado? Lo miró con horror. ¡Si
le daba impresión tocarlo! ¡Mire si lo iba a lavar! ¿Qué más había? Pelos,
muchos pelos largos y rubios. Gruesos, difíciles de sacar. La peluca.
— Había pelo' de eso' por tóa la casa. Hasta en la cocina. Se ve que ella
anduvo cocinandolé al patrón.
— ¿Cuántos platos lavó el lunes?
— Cuatro chico', do' grande'. Do' copa' de vino, otra' do' má grande', do'
compoterita'... Habrán comido el postre en la' compoterita'.
Cena para dos: entrada, plato y postre.
— ¿Había restos de comida o de bebida?
— No, ná má que del postre. Era de rico...— evocó la mujer—. Suavecito,
con gustito a café. Como una espumita. Cuando me quise dar cuenta, me lo
había comido too. Pensé: "qué egoísta, no le llevé a lo' chico' ", pero la
verdad...
— ¿Se da cuenta de que ocultó información importante? — casi estalló.
La mujer se puso violentamente roja y se ahogó con la tos.
¡Cristo, lo único que me falta es que se me muera, la puta que me parió!
Le alcanzó un vaso de agua y la tranquilizó: no le iba a pasar nada. No
quería asustarla, le pedía disculpas. Su colaboración era de veras importante y
le estaba agradecido. La mujer se recompuso aunque no dejaba de hipar.
— Si se acuerda de algo más, lo que sea, venga a verme a la Regional o me
llama al celular — le dio una tarjetita con el número—. Para usted, estoy
disponible las veinticuatro horas.
— Acá pasan tanta' cosa'... No sabe cómo la roban a la gente... —
Florentina aprovechó la puerta que le abrían.
— Llámeme.
Sentado en el auto, Martello recapituló la información. Gaudet y una mujer
habían pasado juntos la noche del domingo. Ella había cocinado y se habían
ido a la cama. Probablemente ella se había ido temprano.
¿Cuándo entraba el varón? Un prurito incomprensible le impedía llamarlo
“hijo”. ¿Cómo había sido el encuentro con Gaudet? Era obvio que estaba con
el finado en el auto. ¿Gaudet lo habría pasado a buscar por alguna parte?
Después habían ido por el camino de montaña hasta el barranco y el resto era
historia conocida.
El asesino debió haberse alojado en algún hotel de la zona — uno cercano,
pensó— poco antes del crimen, y haberse ido inmediatamente después de
cometerlo, o casi.
Rebuscó en la guantera hasta encontrar un mapa turístico de la ciudad.
¿Cuántos lugares de alojamiento estaban cerca de la casa de Gaudet? Descartó
los hoteles sobre la avenida: eran demasiado obvios. Buscó ubicaciones más
discretas y descartó los hoteluchos de mala muerte y los de segunda categoría,
más que nada teniendo en cuenta las ínfulas sociales del finado, que jamás se
hubiera dejado ver en semejantes sitios. Quedaban tres aceptables. Llamó a la
Regional y pidió que averiguaran si era posible identificar a todos los
pasajeros alojados en los días previos al asesinato y hasta el día del hecho.
Mientras conseguían la información, fue hasta la casa de Gaudet a buscar
la evidencia. Recogió el vibrador y lo metió en una bolsita para despacharlo a
lo del forense.
En una de esas tengo suerte y todavía hay huellas digitales.
No quería albergar demasiadas esperanzas. Por las dudas, confiscó el resto
del material de pornoshop y lo guardó por separado.
Más trabajo para el forense. ¿Y ahora? ¡A la inmobiliaria, carrera march!
Los tres exempleados de Gaudet estaban tomando café. Los escritorios
escrupulosamente ordenados hablaban de las escasas operaciones
inmobiliarias de esos días. Alcira, la mayor de las mujeres, corrió a abrirle la
puerta y le ofreció café. Martello declinó amablemente en vista del artefacto
eléctrico subversivo que entrevió en la cocinita de la oficina.
Ese lunes, Gaudet había llegado al horario habitual y se había ido alrededor
de las siete, porque tenía que ver a unos clientes. Nunca les dijo el nombre de
esos clientes y Martello sospechaba que no existían: habían sido la excusa para
salir sin dar explicaciones. ¿Cómo había estado ese fin de semana? Los otros
tres se miraron entre sí y coincidieron en que su finado jefe había estado de
buen humor. El sábado había tenido una cena en "El Belvedere", recordó
Elenita, la empleada más joven.
¿Con quién había cenado? Tardaron en ponerse de acuerdo pero
coincidieron en que uno de los comensales era Otto Koppf. ¿Era una comida
de negocios? Alcira se encogió de hombros, dando a entender que Gaudet sólo
celebraba ese tipo de agasajos. ¿Alguna mujer lo había llamado durante los
días previos a su muerte? La novia lo había llamado el sábado y el domingo,
respondió Elenita con un no sé qué de irritación, que hizo que el comisario se
tomara el trabajo de estudiarla analíticamente. Menuda, con un cuerpo casi
infantil por lo delgado y carita idem, casi se podía apostar a qué se dedicaba
Gaudet en las horas muertas de la siesta, cuando no tenía nada mejor que
hacer. ¿Gaudet estaba en la inmobiliaria los domingos?, preguntó sorprendido.
Sólo si había una operación prospectiva importante. Si no, ellos se turnaban
para hacer guardias. ¿Y ese domingo? Sí, había estado ahí, con Elenita
atendiendo el teléfono. Por eso sabía lo de la novia.
¿Estaba segura de que era la novia?, preguntó Martello y Elenita se mordió
el labio. Bueno, la tipa llamaba, debía ser ella, ¿no? Ellos no le conocían otra.
¿No conocieron a ninguna otra? Bueno, sí, a las anteriores. Juan Manuel, el
único hombre — aunque de vocación dudosa, reconoció Martello—, se
acordaba perfectamente de las anteriores y le dio los nombres y descripciones,
junto a algunas apreciaciones personales sobre la elegancia de la agraciada de
turno. La última acompañante oficial del finado era la viuda Gregor,
propietaria de una conocida empresa de transporte de carga. "Una linda
señora, muy fina", agregó Juan Manuel.
***
Hilda Wald viuda de Gregor era una atractiva mujer que parecía rondar los
cuarenta y cinco años. Martello sabía que tenía más de sesenta. Sí, había
mantenido una relación con Gaudet. Nada demasiado comprometido: alguna
salida, una que otra cena. ¿Dormían juntos? Hilda volvió a sonreir: una o dos
veces se había quedado en casa del empresario. Ella prefería tener la opción de
irse cuando le diera la gana. De la expresión de la mujer, Martello dedujo que
Gaudet no tenía grandes performances en la cama.
No con adultos, por lo menos.
¿Lo había visto el fin de semana previo a su muerte? No, respondió ella
con naturalidad: había viajado a la capital para asistir a unas jornadas de
capacitación empresarial el viernes y el sábado, en un hotel importante. Se
había alojado allí. El domingo había tenido lugar el almuerzo de despedida y
después, ella se había ido de compras y había cenado con unas amigas. Había
vuelto el lunes después de mediodía. No había tenido tiempo de llamar a
Gaudet y no había sabido nada de él hasta que se conoció la noticia de su
muerte. "Algo terrible", dijo con sentimiento de pena que sonaba auténtico.
Martello se comunicó con el hotel, se identificó como policía y le dio el
teléfono de la Regional al empleado de Reservas, pidiéndole que lo llamara
para constatar que la señora Gregor se había alojado en el hotel durante un
seminario. Cinco minutos más tarde, el empleado le devolvía la llamada,
confirmando que la viuda había dicho la verdad.
Entonces, ¿quién era la mujer con la que Gaudet había cenado el domingo?
¿Tenía alguna relación con la muerte del empresario o era una casualidad? Y
volviendo al asesino, ¿estaba en la ciudad o había venido a cometer el crimen?
Le estaba empezando un suave dolor en las sienes cuando Aguirre asomó la
cabeza.
— ¿Tenés ganas de darle una miradita a esto? — sacudió unas planillas y
Martello le dio la bienvenida a la interrupción.

20.

Con la conciencia tranquila y la planificación terminada, Martello decidió


hacer la última visita del día y rumbeó para la confitería en la que Koppf tenía
su escritorio. Cuando entraba, un hombre abandonaba la mesa con expresión
de alivio.
¿Le habrán concedido una prórroga?
Saludó a Koppf, que pescó al vuelo que venía a verlo a él y apartó una silla
para invitarlo a sentarse.
— ¿Cómo anda, comisario?
— Trabajando.
— Horas extra.
Martello soltó una sonrisa resignada y acercó la silla.
— Cómo le va, comisario — lo saludó Héctor, el exmozo de "El
Belvedere", cuando le dejó un café—. Cargado, como le gusta a usted
Le dio las gracias y se volvió hacia Koppf, que cruzó las manos sobre el
regazo con expresión de patriarca.
— ¿En qué lo puedo ayudar?
— Diciéndome la verdad, para empezar— Martello lo miró con total
intencionalidad.
— No recuerdo haberle mentido...
— Yo sí me acuerdo. ¿O ya se olvidó de González y el accidente que le
costó la vida?
Koppf meneó la cabeza.
— Había que proteger la reputación de dos damas.
— No me diga.
— Pero le di información que le permitió avanzar mucho en la
investigación, si no me equivoco. Y usted es un hombre muy inteligente que
supo llegar a las conclusiones adecuadas.
— El falso testimonio y el encubrimiento son delitos penados por la ley.
— Soy un hombre viejo, a veces me olvido o me confundo respecto de
algunas situaciones. Le puede pasar a cualquiera.
Te está ganando uno a cero, Martello. Sacá bandera blanca si querés
sacarle información.
— Es cierto, le puede pasar a cualquiera. De todos modos, vine a verlo en
relación con la muerte de Gaudet.
— Usted dirá— Koppf relajó apenas los hombros y le dedicó toda su
atención.
— Estuve hablando con los empleados de la inmobiliaria, y coinciden en
que la noche del sábado anterior a su muerte, Gaudet se encontró con usted
para una cena de negocios.
— Cierto. Había invitado a unos clientes que buscaban terrenos para
construir una hostería de lujo y necesitaban financiamiento adicional.
— ¿Recuerda los nombres de esos clientes?
Koppf le dio un par de apellidos. Gente de Buenos Aires, dijo.
— Comimos en "El Belvedere". Gaudet estaba encaprichado con el
restaurante, pero me parece que más encaprichado estaba con la dueña —
soltó esa risita que parecía un ladrido.
— Conociendo los gustos de Gaudet, me parece raro — acotó Martello con
sarcasmo.
Koppf no dijo nada pero entrecerró los ojitos como un animal de presa.
— Que yo sepa, fue la única vez que Gaudet no cobró su comisión por una
operación inmobiliaria. Le presentó los vendedores a esa chica, Magda. La
compraventa fue directa. ¿No le parece un favor muy grande tratándose de
Gaudet?
¿Qué quería decir el viejo? ¿Que Gaudet se había cobrado el favor en
especie? Magda lo detestaba.
— ¿Cómo supo que no había habido comisiones?
— Yo era amigo de los anteriores propietarios. Un matrimonio de la
colectividad alemana que había venido antes de la guerra, espantados por el tío
Adolf. No todos los que vinieron para estos pagos eran nazis. Antes de que
pregunte, se volvieron a Duseldorf, tienen los hijos allá.
De nuevo esa mirada de predador aburrido que considera la posibilidad de
comerse una presa demasiado pequeña para su apetito.
Entonces, también sabías de Grünebaum. ¿O te lo habrá contado tu
amigote Saguie?
— Esa chica sí que hizo un buen negocio— agregó Koppf—. Va a hacer
una buena diferencia.
— Por lo que sé, estaba perdiendo mucha plata con el restaurante.
— La va a recuperar — Koppf se inclinó hacia él—: esa propiedad vale
oro. Está en una ubicación privilegiada y la construcción es ideal para un hotel
boutique como el que querían montar los tipos que cenaron con Gaudet y
conmigo aquella noche. La tontería fue poner el restaurante.
— La habrán asesorado mal, entonces— retrucó el comisario, más molesto
de lo que estaba dispuesto a admitir.
El viejo levantó una ceja
— El asesor fue Gaudet, que sabría mucho de propiedades pero cero de
gastronomía y gustos locales. "El Belvedere" es demasiado sofisticado para la
gente de acá. Difícil que prosperara. Quién sabe, si hubiera cambiado el
estilo...
Koppf pidió otra vuelta de café mientras saludaba a unos parroquianos que
se estaban sentando a dos mesas de respetuosa distancia. Nadie era tan osado
como para escuchar las conversaciones del "padrino", razonó el comisario.
Después de que el mozo trajo los cafés, Koppf continuó.
— A mí me parece que Gaudet llevó a esos tipos a cenar ahí esa noche
porque quería venderles la propiedad. Nunca daba puntada sin hilo— dijo,
pocillo en mano.
— ¿Los clientes hablaron de dinero con usted?
— En realidad, si la operación se hacía sólo con "El Belvedere", no
necesitaban el financiamiento extra. Si insistían con los otros terrenos, sí,
porque tenían que construir.
— ¿Y usted qué sensación tuvo?
— Que los tipos iban a comprar "El Belvedere" y Gaudet no les iba a hacer
el favor de no cobrarles la comisión. Viendo las cosas a la distancia, creo que
me usó para tratar de empujarlos a esa compra — se bebió el resto —.
Seguramente estaba al tanto de que el negocio no funcionaba bien y le quería
dar una mano a la chica.
Martello bebió en silencio, evaluando la información. Esta vez, Koppf no
tenía motivos para encubrir a nadie. Era obvio que no sentía gran simpatía por
el finado: apenas un contacto comercial como otros tantos, con el que hacía
ocasionales negocios.
— Una última pregunta. Durante la comida, ¿Gaudet recibió alguna
llamada?
— No. Y ya que lo comenta, me llamó la atención que comiéramos tan
tranquilos.
Le dio las gracias y se fue.
***
El sentido del deber lo hizo pasar por la Regional antes de volver a su casa.
Álvarez le entregó las listas de pasajeros que había pedido.
Sentado delante del televisor, sacó el anotador y empezó a pasar en limpio
toda la información recogida. Trató de concentrarse en el caso, pero su
atención volvía una y otra vez a Magda. ¿Realmente había habido algo entre
Gaudet y ella? Su experiencia le decía que Koppf era un muy buen juez de las
actitudes de su prójimo: debía serlo para elegir a quiénes prestar su dinero. Los
comentarios ácidos del viejo se le habían clavado entre las costillas. ¿Y si
llamaba a Magda y le preguntaba? Ya se imaginaba la respuesta. ¿Con qué
derecho se metía él en su vida? Clic, fin de la comunicación.
Bueno, la excusa podría ser la investigación del homicidio...
Sí, y en cuanto avanzara hacia terreno más íntimo, Magda lo mandaría
perentoriamente a la mierda. No se debían fidelidad, recordó.
Pero la puta madre, las veces que estuvimos juntos...
Reparó en el enunciado: no "mientras estuvimos juntos", sino en cuántas
oportunidades.
Entendélo de una vez, macho: no tuviste una relación sino una serie de
encamadas.
Lo mismo le dolía.
Qué pelotudo sos, Martello. Sos peor que una mina.
¿Qué carajo le estaba pasando? ¿Era la conciencia de pasar de los cuarenta
y seguir solo como un perro lo que lo había hecho aferrarse a esa relación
agarrada con alfileres?
¡Ponéte a laburar, salame!
Tenía que encontrar a dos personas: la mujer que había cenado el domingo
con Gaudet, y el hombre – seguía resistiéndose a llamarlo “su hijo” – que lo
había asesinado. ¿Y si el tipo se había hecho pasar por uno de los clientes
compradores?
Punto número uno: consultar en la inmobiliaria los nombres de los clientes
para investigarlos; dos: verificar las listas de huéspedes de los hoteles y
cabañas de ese fin de semana, un trabajo de hormiga que habían llevado a
cabo los efectivos de la Regional con diversa suerte. Los resultados eran tan
magros como era de esperarse en baja temporada. Varias parejas mayores de
60 años; tres matrimonios con chicos en edad escolar. Contingentes de
jubilados que aprovechaban los precios por el piso para vacacionar.
Contingentes de alumnos de primaria en su primera ruidosa experiencia de
viaje de fin de curso. ¿Tenía que buscar en los hoteles que había descartado?
Suspiró resignado. ¿Y si se había alojado en otra localidad? En las ciudades
vecinas había más hoteles sindicales que otra cosa y fuera de temporada,
estaban cerrados. Había que recorrer veinte kilómetros hasta la otra ciudad
turísticamente importante del valle, para encontrar hoteles de buena categoría.
Otra hipótesis le fulguró como un relámpago: ¿y si la mujer y el asesino
eran cómplices? Empezó a escribir furioso. Gaudet come con la tipa en su casa
el domingo y se encama con ella. Acuerdan encontrarse el lunes nuevamente.
Gaudet se encuentra con ella y no sospecha nada. Aparece el tipo y lo corta en
pedacitos. El asesino y la mujer se van.
¿Juntos? Digamos que juntos.¿Cómo se van desde allí?
Los monigotes poblaron la hoja cuadriculada, con flechas que unían unos
con otros.
¿Y si el tipo estaba esperando en el barranco? Si era así, ¿el auto dónde
estaba? Gaudet no hubiera parado jamás si había testigos a la vista. El asesino
debía estar bien escondido, esperando a la pareja. Y la mujer tenía que haber
convencido a Gaudet de dirigirse a ese lugar en vez de volver a la casa de él.
¿Con qué excusa? ¿Coger en un sitio agreste y romántico, como adolescentes?
Gaudet tenía que estar muy caliente con la tipa como para acceder a semejante
estupidez. O lo habían obligado.
Volvió a su relato de los hechos. La mujer volvía a su hotel, en el auto del
asesino. Si el auto no era igual al de Gaudet, o parecido, quizás alguien había
notado la diferencia. Más preguntas para los hoteleros.
*
Una sensación de vacío interestelar a la altura del diafragma le recordó que
sin combustible, el cerebro deja de funcionar adecuadamente. Volvió de la
cocina con tres sandwiches XL, una botella de cerveza y una lata de duraznos
en almíbar.
En paz con su estómago, revisó sus notas de las entrevistas en la
inmobiliaria: había habido llamados de mujer el sábado y el domingo. Por lo
que parecía, la misma mujer, o eso había creído Elenita. Pero la "novia oficial"
no se había molestado en llamar a Gaudet. Dibujó un monigote con pelo largo
y enrulado, hablando por un teléfono conectado al de otro monigote de pelitos
cortitos y parados y amplia sonrisa. Debajo, dibujó al monigote de pelo largo
con un delantal de cocina. Más monigotes, esta vez componiendo un
kamasutra casero.
En un plano, marcó la ubicación de la casa de Gaudet, la inmobiliaria y el
barranco en donde había aparecido el cuerpo. Empezó a trazar líneas de
posibles recorridos.
La va a buscar, pasan la noche del domingo juntos. ¿Y la del sábado?
Digamos que también: se encontraron después de la cena. Ni él ni ella quieren
que los vean juntos, por eso no estuvo en la comida. Ella se va el lunes por la
mañana, o él la lleva hasta donde ella se aloja y después va a la oficina. Pasa a
buscarla a la tarde, van al barranco, aparece el asesino y masacra a Gaudet.
¿Ella se quedó mirando? ¿Se metió al auto del asesino para no ver? El tipo
vuelve, sube, se van. ¿Nadie lo vio cuando dejó a la mujer en su hotel?
Las líneas sobre el plano empezaban a parecerse a una telaraña. Volvió al
círculo que señalaba el barranco, ubicado sobre un camino secundario y sin
pavimentar, que cruzaba hacia el valle del otro lado de las montañas. Por allí
pasaba la traza de una futura ruta asfaltada como Dios manda, que estaba
esperando que concluyeran los enfrentamientos partidarios entre intendentes
para hacerse realidad. Pasó el lápiz por encima de la línea de rayas gruesas y
cortas hasta el punto en que se convertían en una línea continua, más fina: el
acceso noreste de la ciudad. Intentó seguir en dirección a la oficina de Gaudet,
pero el sueño y la cerveza lo estaban traicionando y las coordenadas de
referencia del plano se estaban empezando a mover demasiado para su gusto.
Dobló el plano y se prometió que al día siguiente, lo primero que haría
sería recorrer en auto los caminos que había trazado.

21.

El barranco se veía más desolado que la tarde en que habían hallado el


cuerpo torturado de Gaudet. Quizás fuera por la hora temprana y el frío que le
cortaba el aliento y se lo convertía en vapor.
En un rato más, cae una helada de antología y quema todos los brotes
nuevos. El clima se está volviendo loco.
Todavía colgaban de los arbustos restos de la funesta cinta plástica con que
se acordonan las escenas del crimen. Con cuidado bajó hasta el tala que había
sostenido el cadáver y lo señaló con un pedazo de cinta que acababa de
desatar. Siguió bajando hasta el lugar en que había quedado el auto y ató otra
cinta. Volvió sobre sus pasos hasta el camino y comprobó que desde ninguna
ubicación podía verse porque el terreno se remetía un poco debajo del
terraplén. Unos veinte metros antes, el camino se ensanchaba a lo largo de
unos ciento cincuenta metros cuesta arriba, con amplias banquinas hasta la
curva siguiente. Los muchachos de la Regional la llamaban la "ruta de los
enamorados": el lugar al que las parejas furtivas y no tanto de la ciudad
concurrían a violar el octavo mandamiento, por lo general los viernes y
sábados por la noche.
No se habían encontrado rastros de sangre que atravesaran el camino, por
lo que suponían que Gaudet había detenido el auto del lado del barranco.
Martello volvió a su vehículo y ascendió la cuesta hasta la curva desde la que
se balconeaba al valle debajo. No había espacio para esconder un auto, ni
vegetación que pudiera ocultarlo de observadores más abajo. Descendió a baja
velocidad, buscando posibles escondrijos y no encontró ninguno: el camino se
estrechaba para pasar entre dos farallones de piedra desnuda. La pendiente se
suavizaba cuando se avistaban los límites de la ciudad, con sus casonas
desperdigadas por las cuestas entre cipreses, pinos y cedros plantados para
protegerlas de ojos curiosos.
Pasaron junto al auto estacionado en la banquina y Gaudet no le prestó
atención, creyendo que se trataba de una pareja... No, imposible. Gaudet tenía
un auto escandalosamente conspicuo y no se hubiera arriesgado a que lo
vieran revolcándose con alguien, como un pendejo.
Las posibilidades del segundo auto para la fuga disminuían rápidamente.
Después de la curva desembocó en una bifurcación. La rama principal
descendía, convertida en calle con alumbrado público. Sobre ambas veredas
aparecían chalets de dos plantas con tejas esmaltadas y los respectivos
mastines de raza que ladraban ante el paso de cualquiera que osara perturbar la
tranquilidad del lugar — sin desmedro alguno de la perturbación que ellos
mismos causan a todo el vecindario, rumió —.
Mientras Martello vacilaba, un vecino en equipo de gimnasia pasó al trote.
Los perros ladraron furiosos pero el tipo ni mosqueó. Desde uno de los
jardines, alguien gritó un "Buenos días" que el hombre devolvió con
vivacidad.
Demasiada gente atenta a lo que pasa afuera, pensó el comisario.
¿Y la otra? Una callecita estrecha, poceada y sin pavimentar. En lugar de
bajar, subía, pasando por terrenos vacíos y con los alambrados rotos, a la
espera de inversionistas que los consideraran "una oportunidad única en la
mejor zona de la ciudad". Unos trescientos metros más adelante, destacaba una
construcción magnífica, rodeada de una arboleda casi centenaria. Excitado,
Martello pisó el acelerador, nada más que para llegar al final de la calle,
señalado por la tranquera trasera cerrada de una mansión que le resultaba
extrañamente conocida.
Sacó el mapa: tenía que retroceder hasta la bifurcación porque no había
forma de rodear esos terrenos en los que la traza de las calles se había perdido
entre la maleza. Regresó a la calle habitada, recorrió unos trescientos metros
más cuesta abajo hasta encontrar una salida lateral que trepaba hacia donde
suponía estaba la mansión. La pendiente era bastante pronunciada y su autito
tuvo que hacer ingentes esfuerzos por superarla. Ya podía ver la casa de tres
plantas recostada en la colina, con el parque frondoso como telón de fondo. La
callecita de tierra rodeaba el conjunto por el este y desembocaba a un acceso
pavimentado. Cuando llegó a la entrada principal, descubrió el porqué de la
familiaridad: era "El Belvedere".

22.

A lo largo de la Historia, el parricidio ha sido condenado con las penas más


grandes. ¡Ay de aquél que se atreva a levantar la mano contra su padre! Porque
el padre representa el orden social, la ley y la moral. No en vano se
equipararon el parricidio y el regicidio, en tanto el rey era padre de su pueblo.
Semejante delito mereció los suplicios más atroces, con el objeto de someter al
criminal a una agonía prolongada hasta el infinito. Mil muertes en una sola
muerte para el parricida. En tiempos más piadosos, se les cortaba la mano con
la que habían cometido su crimen antes de ajusticiarlos.
El padre, al igual que el rey, tiene poder de vida y muerte sobre su
descendencia. Así lo afirma el derecho romano. Así lo confirmaron reyes,
emperadores, zares y sultanes, al ejecutar a su progenie rebelde. Así lo quiso el
Dios de los hebreos, castigando una y otra vez a su pueblo elegido cuando éste
se rebelaba a Sus designios. El mismo Abraham accedió a sacrificar a su único
hijo Isaac, nada más que para probar su obediencia al Padre más severo de
todos. Sólo el angel enviado por el mismo dios que ordenó el sacrificio detuvo
la mano homicida. ¿Acaso Yahvé le hubiera ordenado a Isaac matar a su
padre? Absalón lo intentó y David lo condenó entre lágrimas. La Historia está
poblada de filicidas sin castigo: Constantino, Ivan el Terrible, Pedro el Grande.
Los parricidas nunca obtienen el perdón.
"Honrarás a tu padre y a tu madre". ¿En qué parte de la Biblia dice que
también deberías honrar a tus hijos?
*
Llegó a la Regional y se encerró en su despacho. Cáceres se asomó,
obsequioso, a ofrecerle café, y el tono ahogado con que respondió hizo que el
cabo saliera al galope, volviera de inmediato con la bebida requerida y
desapareciera a velocidad supersónica, no fuera cosa de ser el inocente objeto
de la injustificada furia de su superior.
Desparramó el expediente, sus anotaciones y el mapa encima del
escritorio. Se tomó el café de un trago y pidió otro, que fue depositado en
medio de un silencio reverente. Dio las gracias entre dientes, sin mirar quién
lo había traído. Arrancó una hoja en blanco y empezó a escribir fechas,
horarios y nombres. Buscó los puntos comunes entre las declaraciones de la
mucama, las de los empleados y sus anotaciones de la conversación con
Koppf. No podían ser más que coincidencias sin sentido... Debía haber una
explicación razonable y él tenía que encontrarla. Después de todo, el que el
camino desembocara en una calle sin salida que llevaba a "El Belvedere" no
significaba nada. Completamente circunstancial. ¿Y las otras "casualidades"?
Nada más que eso. ¿Cuántas veces las investigaciones desembocaban en
paradojas? ¿Cuántas veces la justicia se equivocaba frente a evidencia
circunstancial? "Suavecito, con gustito a café. Como una espumita", había
dicho Florentina del postre que había probado en lo de su patrón.
Mousse de café...
El café le dejó la boca amarga. La teoría que estaba elaborando no podía
ser posible.
¿Magda era cómplice del homicida? Si era así, ¿cómo se relacionaba con el
asesino? ¿Sabía que era hijo de Gaudet? ¿Qué sentido tenía la puesta en
escena del restaurante? Y si verdaderamente era cómplice, ¿por qué querría
quedarse tanto tiempo después del homicidio?
Nada de esto tiene lógica, se dijo.
¿Y los supuestos clientes de Gaudet? ¿Serían compradores o le habrían
tendido una trampa? Empezó a garabatear nuevas hipótesis. ¿Estarían
relacionados con Magda o con el asesino? ¿Qué tipo de relación? Debía
verificar los nombres que le había dado Koppf: ellos tampoco estaban libres de
sospecha por el momento.
Alcira le confirmó los apellidos después de consultar con una agenda de
tapas desgastadas en la que se anotaban las citas y visitas a propiedades.
¿Quién había llevado adelante las negociaciones? El señor Gaudet,
respondió Alcira, mirándolo como si él fuera deficiente mental.
Lógico, no iba a dejar en manos de estos perejiles una operación de
envergadura. ¿Habían vuelto a comunicarse después de la muerte de su
patrón? No, Alcira se encogió de hombros. ¿Ella sabía que estaban interesados
en "El Belvedere"? No, no sabía; creía que venían por unos terrenos cercanos
al antiguo campo de golf. ¿Tenía algún teléfono de esa gente? La mujer le
facilitó dos números de Buenos Aires: uno, de teléfono celular y el otro, de
teléfono fijo.
Marcó el número fijo desde su celular y le respondió el contestador de un
estudio contable. Volvió a la Regional y buscó en Internet las Páginas
Amarillas. Ahí estaba el estudio, y los apellidos que figuraban en la razón
social eran los clientes de Gaudet. Anotó el domicilio, a sabiendas de que no le
dirían nada por teléfono: si quería información, tendría que ir personalmente.
¿Y para qué? ¿Qué es lo que estoy buscando?
La razón le decía que difícilmente un homicida deje sus datos auténticos a
los empleados de la víctima.
Pero siempre es una posibilidad.
Llamó a Aguirre a su celular.
— Necesito pedirte un favor.
— Lo que sea, siempre que sea legal. Si no, dejáme ver el tarifario.
— Tengo que ir a ver al juez de instrucción. Después te cuento.
— Andá tranquilo y no apagues el celular. Por las dudas.
***
El secretario del juzgado salía haciendo equilibrio con una respetable pila
de expedientes, pero se las arregló para dejarlo pasar al despacho de Litvik.
El juez lo escuchó sin interrumpirlo.
— ¿Qué es lo que necesita, comisario?
— Asesoramiento... — suspiró.
— No. Usted sabe perfectamente lo que tiene que hacer. Yo puedo
extender las órdenes judiciales pertinentes en diez minutos.
— Pero y si...
— Si está equivocado, habrá descartado una hipótesis a la que parecían
apuntar las evidencias circunstanciales y deberá tomar otro camino.
Martello asintió despacio.
— Creo que lo que lo preocupa es no estar equivocado— agregó Litvik a
media voz.
El comisario paseó la mirada por la pared detrás del escritorio del juez, sin
abrir la boca, y Litvik se recostó en su sillón.
— No voy a preguntar por las razones de su renuencia, pero le sugiero que
termine con sus dudas lo antes posible. Y el mejor modo que conozco— dijo
Litvik—, es haciendo las preguntas pertinentes a quien corresponda. Después,
usted decidirá qué hace con las respuestas.
Martello lo miró, sorprendido.
— ¿Por qué se asombra? Soy juez, no Dios. Alguna vez, todos nos
enfrentamos a nuestro deber y tenemos que elegir cómo cumplirlo... o cómo
no hacerlo.
Se miraron a los ojos y Martello preguntó:
— ¿Cuándo puedo tener las órdenes?
— Lo que demore en tomarse un café.
***
Aguirre lo estaba esperando con mate, una docena de medialunas y un
sobre de papel madera con el sello de un juzgado de la provincia de Buenos
Aires: la copia de la sentencia judicial que había mandado a Gaudet a Olmos
durante seis años. Martello la leyó a las apuradas.
— Qué hijo de puta era este tipo...— masculló mientras revoleaba los
papeles en el escritorio.
— Nadie lo va a llorar. Ahora contáme.
Trató de exponer los hechos y la evidencia recogida de la forma más
impersonal posible.
— Debería volver a Buenos Aires y...
— ¿Y qué estás esperando? — Aguirre se conectó a Internet mientras le
respondía — A ver...— tecleó los códigos de origen y destino y la fecha de
salida—. Hay un vuelo que sale en tres horas. Tenés tiempo de pasar por tu
casa y recoger un bolsito con ropa. ¿Reservo el pasaje?
Sentado en el avión, repasó sus notas con cuidado tratando de planificar
cada movimiento, pero el vuelo llegó al "Jorge Newbery" antes de que él
hubiera tomado una decisión. Pasó por el hotel en donde se había alojado la
primera vez y pidió una habitación. Dejó el bolso y salió a buscar un taxi. Su
subconsciente tomó las riendas, dándole al chofer la dirección del hotel en
donde trabajaba Magda.
En el lobby reinaba ese ronroneo mezcla de música de fondo y voces
educadas, característico de los hoteles de primera categoría. El conserje detrás
del mostrador en acero y madera oscura parecía el capitán de un crucero de
lujo.
Martello se identificó en forma discreta, gesto que el conserje agradeció
debidamente, ofreciéndole esperar en el bar del primer piso mientras enviaba
por el gerente. Una empleada de recepción lo acompañó hasta una mesa junto
a las ventanas panorámicas que mostraban el despliegue de riqueza de Puerto
Madero, y le avisó al maître que los gastos iban por cuenta del hotel. El
hombre le ofreció bebidas alcohólicas pero el comisario aceptó un cappuccino.
Un cuarentón de traje oscuro de buen corte y corbata discreta y carísima,
salió del ascensor vidriado y se dirigió al maître, que le señaló su mesa.
Martello se puso de pie para recibirlo. Volvió a sacar sus credenciales y le
explicó el motivo de su visita: un empresario de su ciudad había muerto en
circunstancias dudosas, originando la investigación policial. En la búsqueda de
familiares, había surgido el nombre de la persona que, según las referencias
que obraban en poder de la policía, se desempeñaba como chef ejecutivo del
hotel. Necesitaba tomar contacto con ella para verificar el parentesco y en caso
de identificación positiva, ponerla al tanto de la situación. Martello se sentía
una cucaracha de alcantarilla mientras hablaba con la impersonalidad de un
oficial de los cuadros superiores de las fuerzas del orden.
El gerente puso cara de "mi más sentido pésame". No tenía problemas en
colaborar y suponía que María tampoco. Martello sintió que el nudo en el
pecho le apretaba hasta ahogarlo. Ya era tarde para arrepentirse. "Todos nos
enfrentamos a nuestro deber y tenemos que elegir cómo cumplirlo... o cómo
no hacerlo". ¿Cómo mierda iba a cumplir con su deber ahora...?
— Ya la hago llamar.
Nunca supo cómo había continuado la conversación con ese hombre
elegante y educado, preparado para hablar de cualquier tema intrascendente
que sirviera para entretener a un huésped. El pulso le tamborileaba en los
oídos y en las sienes cuando el gerente, sentado de frente al ascensor dijo:
— Ahí está.
Se levantó de la silla con rodillas flojas y se volvió mientras el gerente los
presentaba.
— El comisario Hugo Martello, la señora María Salomé Gaudet Castel,
nuestra chef ejecutiva.
Martello tendió la mano hacia una mujer de mediana estatura y cabello
rubio recogido en un rodete. No podía pronunciar palabra, tal era su sorpresa.
¿Y Magda? ¿En dónde está Magda?
La mujer se sentó en una silla que acercó el gerente.
— Lo escucho, comisario. ¿En qué le puedo ser útil?
¿Quién carajo era esa tipa prematuramente envejecida? A mitad de camino
entre la sorpresa y el alivio, trató de comportarse como un profesional.
— En primer lugar, debo hacer una constatación. ¿En dónde se encontraba
usted entre el viernes 19 y el lunes 22 del pasado mes de mayo?
— Trabajando aquí en el hotel. Hubo una convención muy importante,
unos cuatrocientos participantes de toda América Latina que desayunaron,
almorzaron, cenaron y tuvieron coffee-breaks desde el viernes por la noche
hasta el lunes por la mañana. Mi trabajo es supervisar todas las cocinas del
hotel y no podía descuidar la cocina principal.
— ¿Tiene testigos?
La mujer lo miró como si le estuviera preguntando si necesitaba respirar
para mantenerse viva.
— Por supuesto. Rick — señaló al gerente, que esbozó una sonrisa —, el
personal de la cocina, los sub-chefs, los maîtres de salón... Inclusive me quedé
alojada en el hotel, en el sector para personal. Era más fácil quedarme para
supervisar que irme a mi casa.
Las teorías de Martello se cayeron como un castillo de naipes. ¿Y ahora?
¿Qué carajo sigue? ¡Pensá en algo, pelotudo!
— ¿Vive sola?
— Sí. Soy soltera y vivo sola.
— ¿Desde cuándo trabaja en el hotel?
— Dos años y medio. Comisario, ¿sería tan gentil de explicarme de qué se
trata esto?
Puso cara de póker y sacó del portafolio las copias de los documentos junto
a la serie menos ofensiva de fotografías forenses. María Salomé palideció y
abrió enormes los ojos rodeados de arruguitas como telarañas y sólo entonces
Martello supo que eran de color ámbar.
— ¿Conoce a este hombre?
— Dios mío... Es... es mi... padre...
Martello se dirigió al gerente.
— ¿Habrá algún lugar en donde pueda hablar en privado con la señora?
El hombre los acompañó hasta una salita en el mismo piso y salió,
cerrando la puerta. La mujer estaba agitada.
— Señora, su padre fue asesinado.
María Salomé se sentó, cubriéndose la boca con las manos.
— ¿Tengo que... ir a identificar el... cadáver...?— dijo cuando recuperó el
habla.
— No es necesario. Pero de las pericias forenses surge que al momento de
su muerte, Gaudet se encontraba con un consanguíneo varón.
La mujer abrió los ojos enormes durante una décima de segundo y ese
gesto mínimo puso a Martello en alerta.
La mujer estiró la mano y tomó las fotografías. Las imágenes la
horrorizaron.
— Dios mío... Dios... cómo es posible... — los ojos se le llenaron de
lágrimas.
— ¿Su padre tenía hermanos o hermanas, sobrinos...?
Tuvo que repetir la pregunta porque la mujer pasaba una y otra vez las
fotos, articulando palabras que no se atrevía a pronunciar.
— No sé... Yo no conocí ninguno. Creo que no tenía a nadie más.
— Y Usted no tiene noticias de un segundo matrimonio...
— No sé... No volví a verlo desde... que tenía doce años — terminó en un
murmullo, alejando las fotos hacia el centro de la mesa, pero sin poder
despegar los ojos de esas imágenes atroces
— ¿El nombre de Magda le dice algo?
La mujer se volvió hacia él con la mirada vacía. Martello eligió no insistir.
Le dio su número de celular anotado en la tarjeta del hotel en donde se alojaba.
Ella asintió, se guardó la tarjeta y se fue.
No eran el momento ni el lugar para avanzar con más preguntas. Como por
ejemplo, quiénes sabían que ella trabajaba allí. Porque Magda debía saberlo,
¿o había arrojado el nombre del hotel como podía haber mencionado cualquier
otro? No, no le parecía. Recordó la escueta conversación telefónica: Magda lo
había guiado hasta ahí. ¿Por qué? ¿Quién era Magda? Se dio cuenta que no
sabía casi nada de ella.
Apenas salió María Salomé, Martello marcó el número de celular de
Magda. La computadora del sistema le informó que ese número no
correspondía a ningún abonado en servicio. Casi estrelló el aparatito de mierda
contra el suelo, pero recordó que era material del Estado provincial y que si lo
deterioraba intencionalmente, se lo iban a descontar del sueldo.
¿Y ahora? Un último recurso: ir a ver a los clientes de Gaudet que querían
comprar "El Belvedere", con la esperanza de que tuvieran algún dato de
Magda. Pero el reloj del lobby le informó que ningún estudio contable estaba
abierto a esas horas. Habría que esperar al día siguiente.
***
Se levantó demasiado temprano porque no había podido dormir. Cada vez
que conciliaba el sueño, algo, una frase dicha por alguien, lo perseguía hasta
desvelarlo. No podía recordar ni las palabras ni a quien las había dicho, sólo
que era algo que él había dejado pasar. Ni siquiera era la hora del desayuno en
el bar del hotel y salió a buscar un bar en donde desayunar algo decente.
Mientras paliaba el hambre con unas medialunas de grasa de antología, la
frase que no lo había dejado dormir le arañó los bordes de la conciencia. Se
dijo que lo que le faltaba era combustible y pidió otro café doble y tres
medialunas más. Con la mente abierta y el estómago lleno, se relajó contra el
respaldo de la silla sin pensar en nada. Ya era la hora de los oficinistas y había
colas en las paradas de colectivo. Leyó los carteles de los ómnibus.
"Congreso", "Correo Central", eran los más concurridos. Los que iban a
"Devoto" y "Cementerio de la Chacarita" tenían menos público, bastante
lógico a esa hora en que todos iban hacia el centro.
Estaba recordando ocioso todos los chistes obvios que conocía
relacionados con el cementerio cuando las palabras llegaron nítidas: "¿Tengo
que ir a identificar el cadáver?".
María Salomé nunca había preguntado "dónde". Ni "cuándo" había
ocurrido la muerte. Podría ser fruto del shock... Aunque tampoco preguntó
después. ¿Qué más dijo? "No volvi a verlo... ". ¿Sabía en dónde estaba su
padre aunque no hubiera vuelto a verlo? Tenía que verla y preguntarle. E
insistir con lo de Magda. La alarma del celular le avisó que era una hora
prudente para visitar el estudio contable Berro, Jakim & Asociados.
Era un lugar respetablemente aburrido, lleno de asistentes, contadores y
contadoras junior y cadetes concentrados en sus respectivas tareas. Los
doctores estaban en reuniones con clientes, informó la recepcionista,
repitiendo con petulancia las instrucciones diarias de no pasar llamados ni
admitir visitas por parte de cualquier perejil que no tuviera cita previamente
concertada. Cuando Martello le explicó someramente el motivo de su visita, la
chica abrió la boca, la cerró, le pidió que esperara y salió disparada hacia el
interior del estudio. Volvió en menos de tres minutos: el doctor Berro había
salido de su reunión y lo esperaba en su despacho.
Berro lo recibió en su oficina oscura y atestada de apostillas y
actualizaciones de legislación impositiva. Sus socios estaban buscando
propiedades para invertir y Gaudet les había mostrado, entre otras, "El
Belvedere". Se enteraron de la muerte del empresario cuando retomaron el
contacto con la agencia inmobiliaria.
Martello le preguntó si habían vuelto a comunicarse con la propietaria.
— Queríamos ver la posibilidad de hacer una operación conjunta con los
terrenos aledaños, y quedamos en informarle nuestra decisión. Después,
surgieron otras cosas y decidimos posponer el proyecto y así se lo
comunicamos a la señora Castel.
— ¿La señora Gaudet Castel?— preguntó, con un pinchazo en la base de la
espalda.
—La propietaria... A ver... — Berro sacó una agenda electrónica y empezó
a buscar.
¿La señora Castel propietaria de "El Belvedere", era María Salomé Gaudet
Castel? Eso empezaba a explicar algunas cosas. Con expresión neutra le
preguntó si tenía algún número telefónico de la señora Castel.
— Acá está: María Magdalena Castel.
El hombre tenía un número de celular: el mismo que Martello tenía de
Magda, y que ya estaba fuera de servicio.
Sintió un pulso violento subirle hasta la garganta y tuvo que hacer un
esfuerzo para no saltar del asiento. Mantuvo la compostura e hizo cuatro o
cinco preguntas más del catálogo policial: si el occiso había recibido llamadas
telefónicas sospechosas durante sus encuentros con ellos; si le parecía que el
occiso estaba nervioso o preocupado; si habían concertado alguna cita
posterior de la que el occiso se hubiera disculpado o no hubiera acudido y en
ese caso, cuándo. Berro le dio las respuestas anodinas que Martello esperaba y
que de hecho, ni siquiera le interesaban.
Salió del estudio con la impotencia agarrándole los testículos. Marcó el
número del hotel y pidió con la señora Gaudet Castel mientras le hacía señas a
un taxi. Le informaron que habitualmente, la señora no llegaba sino hasta
después de las dos de la tarde. Detuvo el taxi y llamó a la casa de María
Salomé.
Hubiera jurado que la voz de la mujer se había endurecido cuando él se
identificó.
— Pensé que ya se había ido.
— Necesito hablar con usted
— No sé de qué...
— Estoy camino de su departamento — la interrumpió. — Son cinco
minutos— mintió.
María Salomé lo esperaba nerviosa. El departamento no parecía muy
grande, pero estaba decorado con buen gusto femenino. Sobre una mesita
frente al sofá, había portarretratos. Uno mostraba la foto de un matrimonio
mayor junto a una adolescente, en una toma no muy buena: estaba algo
descentrada y el fotógrafo aficionado había enfocado a sus modelos hasta las
rodillas. Típica foto sacada por un chico, pensó descuidado. Otro
portarretratos llevaba una foto igual a la que Martello había encontrado en la
cajafuerte de la inmobiliaria: María Magdalena, la madre de María Salomé.
María Salomé tenía la palidez de los recién bañados y llevaba el cabello
húmedo todavía suelto, como un halo dorado alrededor del rostro de facciones
redondeadas y frente apenas abombada. La luz que entraba por la ventana a
sus espaldas le daba el aspecto entre antiguo e infantil de una Madonna
renacentista.
Lo invitó a sentarse en el sofá y ella hizo lo propio en el borde de un
silloncito.
— Cuando nos vimos ayer en el hotel, no me preguntó en qué
circunstancias murió su padre.
— Preferiría no conocer los detalles — respondió ella con calma.
— No vine a dárselos. Sólo a informarle que estaba manteniendo
relaciones sexuales cuando lo asesinaron.
La mirada de la mujer se volvió impenetrable. Martello continuó.
— La policía tiene indicios ciertos de que la persona con la que estaba
manteniendo relaciones podría ser el homicida.
Ella miró a otra parte, susurrando "Dios mío, Dios mío".
— Usted no tiene noticias de un segundo matrimonio o pareja de su padre
o de...
—Ya le dije que nunca lo volví a ver.
— Tampoco me preguntó dónde murió. Ni cuándo.
— Me... enteré por el diario — replicó ella con voz neutra.
— ¿Cuál?
— No sé, no me acuerdo. Debo haberlo leído en alguno de los diarios que
llegan al hotel.
— ¿Reciben diarios del interior?
— Del interior, del exterior... De todas partes.
Tengo que darle el beneficio de la duda... Sabía que la noticia no había
pasado del principal diario provincial, aunque era posible que un periódico
capitalino hubiera publicado algún suelto en "Policiales". Algo más para
verificar...
— ¿Quién es María Magdalena Castel?
Ella desvió la mirada y encogió un hombro.
— Era mi madre.
Tuvo la convicción granítica de que la mujer mentía y manoteó el
portarretrato.
— No me refiero a esta María Magdalena— la enfrentó—. Estoy hablando
de una mujer de unos treinta años, propietaria de un restaurante en la localidad
en la que Gaudet vivía y fue asesinado. Ella me dio la dirección del hotel en
donde usted trabaja, diciéndome que le habían ofrecido el puesto que
actualmente usted ocupa. ¿Por qué esa mujer, que se llama igual que su madre,
querría involucrarla a usted en el homicidio de su padre? ¿De dónde sacó la
información sobre usted?
Ahí está, ya lo dije. La convicción de la complicidad de Magda en el
homicidio le retorció los intestinos.
María Salomé se volvió de mármol.
—No sé de qué habla.
—La persona que se identificaba como María Magdalena Castel era
propietaria de un restaurante en la ciudad en donde su padre, Antonio Gaudet,
fue asesinado. Cuando María Magdalena Castel dejó la ciudad, informó que
tomaba un puesto de trabajo que casualmente, es el suyo. ¿Cómo tenía esta
persona conocimiento de su empleo? Que en realidad es su puesto desde hace
más de dos años. ¿Por qué esa mujer querría empujar a la policía a semejante
equívoco?
Se descubrió temblando de coraje. ¿Creía eso de Magda o lo había dicho
para sacarle una verdad distinta a María Salomé? ¿Cuál verdad? ¿Una que me
guste a mí?, se preguntó.
El rostro femenino perdió el halo virginal y se volvió duro y frío en el
contraluz.
— ¿De qué me acusa, comisario?
— De encubrimiento a una cómplice de homicidio.
—Nadie puede incriminarme de algo que no hice— dijo ella entre dientes.
— Tengo copia de la sentencia judicial que mandó a Antonio Gaudet seis
años a Olmos por abuso reiterado de menor, agravado por el vínculo. No hace
falta imaginar...
— ¡No — restalló la mujer, con los ojos arrasados—, no se lo puede
imaginar! ¡Nadie se lo imagina!
Martello nunca había interrogado a víctimas de abuso infantil y estaba
viviendo una experiencia desagradable.
Ser cana puede ser una experiencia desagradable.
Tenía que seguir golpeando si quería la verdad.
— No tengo dudas acerca de qué es lo que la afecta de su relación con su
padre. Nadie las tendría. ¿De verdad cree que un tribunal no lo consideraría
causa suficiente para cometer homicidio? — aseveró.
— Yo no lo maté. Quise morirme muchas veces; quise verlo muerto
muchas veces, pero no lo maté— se secó los ojos de un manotazo.
—Entonces, alguien que la conoce bien se ocupó de armar evidencia en su
contra. ¿Todavía quiere proteger a esa persona?
—Váyase.
— Escúcheme...
— Váyase o llamo a la policía— corrió hasta la puerta y la abrió. — ¡Si no
se va ya mismo, empiezo a gritar!
Derrotado por las circunstancias, salió del departamento.

23.

Caminó un rato sin rumbo, tratando de ordenar los pensamientos. Se sentó


en un bar junto a una ventana, pidió un café doble, sacó una lapicera y empezó
a garabatear las servilletas de papel. Palabras sueltas, sin sentido. Nombres.
Monigotes con pelo largo y pelo corto. María Salomé lo había echado de su
casa cuando él había acusado a Magda.
A María Magdalena Castel, se corrigió. ¿Qué relación había entre esas dos
mujeres para que una encubriera a la otra, que obviamente la había usado
como pantalla para confundir sus huellas? Se esforzó por recordar todas las
expresiones de María Salomé desde que la conociera en el hotel.
Si odiaba tanto a su padre, ¿por qué se le llenaron los ojos de lágrimas al
ver las fotos?
Había dicho: "Dios, cómo es posible..."
¿Cómo es posible qué? ¿Morir así? ¿O matar así? ¿Es el verdugo el que te
merece piedad? ¿Quién te preocupa tanto para que te desesperes por lo que
hizo?
Volvió a los nombres. La madre había muerto hacía treinta y seis años y él
no había encontrado otra partida de nacimiento más que la del hermano
fallecido. Si Gaudet tenía otro hijo, ¿cuándo lo había engendrado, y con
quién? No tenía respuestas para esas preguntas, posiblemente porque no había
hecho las preguntas suficientes. Desalentado, pidió otro café. Las perspectivas
no eran muy halagüeñas: podía volver al Registro Nacional de las Personas y
pedir información sobre todas las María Magdalena Castel nacidas entre
treinta y treinta y cinco años atrás, y aguantarse las caras de culo de los
empleados del Registro a los que les tocara en gracia la búsqueda. Necesitaba
una orden judicial para eso, pero no quería esperar. Sentía que si dejaba pasar
un solo día, el caso se le escurriría de las manos.
¡Pensá, Martello!
Anotó las fechas de nacimiento de los abuelos, la de María Magdalena
Castel Ruiz y la de María Salomé. Junto a cada fecha anotó los nombres
completos. ¿Dónde entraba Magda en todo eso? ¿Y el varón? El ADN no
había dejado ninguna duda: había un hermano. Y por fuerza debía ser menor
que María Salomé.
Se puteó por no haber leído a fondo la sentencia judicial con la condena de
Gaudet. De hecho, no había pasado de la primera página. Llamó a Álvarez y le
pidió que le leyera el resto de la sentencia.
Cuando cortó, estuvo más de 5 minutos mudo frente a un café frío. Se lo
tomó y el sacudón de cafeína obró el milagro de poner sus neuronas a
funcionar. ¿Dónde conseguir información? En la escribanía Arias Campbell,
por supuesto. En la escritura de la propiedad vendida debían figurar los
titulares. Se levantó de la mesa del bar a tomar un taxi rumbo a la escribanía
Arias Campbell.
Mercedes lo recordaba. Lo que le pedía no era algo usual pero,
considerando las circunstancias, estaba dispuesta a hacerle el favor. Si podía
pasar después de las seis, cuando se iba todo el mundo... Martello lanzó una
ojeada por el escritorio y descubrió una novela de respetables proporciones,
con un señalador dentro. Tomó nota mental del autor y el título. Ya sabía cómo
devolverle las atenciones a la mujer.
Si el hijo de Gaudet figuraba en la escritura, también estaría su número de
documento. Con eso podía pedir una orden de captura a nivel nacional. O
internacional: ¿quién le aseguraba que no hubiera salido del país? Había
tenido tiempo suficiente... Pero hasta que tuviera una identificación, y siempre
que el juez de instrucción considerara relevante la evidencia, no podría hacer
nada más. La burocracia judicial muchas veces hacía más por los reos que los
abogados defensores, meditó con desaliento.
Anduvo por el centro sin rumbo, como un fantasma. Entró a un "bar
literario", como se llamaban ahora las librerías con rubros alternativos — por
lo general, gastronómicos —. Preguntó por el autor del libro de Mercedes y
compró un título nuevo, con notable detrimento de su economía personal.
Mientras se lo envolvían para regalo lanzó una mirada a las mesas de café,
llenas de señoras y señores bien vestidos que charlaban de asuntos personales,
de espaldas a la literatura. Al fondo, entre las estanterías de "Clásicos",
"Teatro" y "Filosofía", dos o tres fanáticos identificables por ese nosequé de
innata desprolijidad que envuelve a los chiflados por los libros, hojeaban
ejemplares con el mismo cuidado con que se manipula una ojiva nuclear.
Seguramente vienen todos los días a leer unas páginas más del mismo libro
inalcanzable, hasta que algún empleado se acerca a preguntarles qué buscan.
Entonces, disimularán citando a un autor que, ya saben, no figura en el
catálogo de la librería. Mentiritas blancas que él también había dicho alguna
vez.
Salió a la avenida con el paquete bajo el brazo. En otro momento, se
hubiera metido de cabeza en las librerías de ofertas a revolver en las pilas de
libros, buscando un tesoro oculto entre las baratijas. O estaría tomando un café
con algún amigo. Se sintió más solo y perdido que nunca. Quizá fuera por eso
que respondió al chirrido del celular con más ansiedad de la debida.
— ¡Turro! ¿Estás de vuelta en Buenos Aires y no fuiste capaz de llamar?
— aulló Marinelli. — ¡Me tuve que enterar por tu subcomisario! ¿Ahora que
tenés personal subalterno calificado no das bola? ¿En dónde estás?
Le dijo la altura de avenida Corrientes y en menos de cinco minutos, el
auto de Marinelli dobló por la esquina de Uruguay.
— Si serás pelotudo. ¿Por qué no me llamaste para pedir apoyo?
— Si ahora estás en Sustracción de Automotores, chanta...
— Pero algún contacto en Homicidios me queda— su amigo sonrió con
suficiencia.
— ¿Y qué les voy a decir? "Muchachos, ando buscando a una mujer de la
que no sé dónde vive ni dónde trabaja, ni tengo datos sobre su filiación y
además, busco a un tipo del que sólo tengo el ADN". ¿Complicadito, no?
— ¿Qué vas a hacer hasta las seis de la tarde?
— No sé...
— Te quedás conmigo y me contás todo el asunto, bien detalladito.
Después, yo te llevo hasta la escribanía.
***
El estudio Arias Campbell estaba vacío. Mercedes lo esperaba con cara de
conspiración y le entregó un sobre de plástico opaco.
— Tenía razón, comisario: en la escritura están todos los datos — los ojos
de la mujer brillaban de excitación.
Se debe sentir Agatha Christie.
Le temblaban las manos cuando sacó las fotocopias. Ahí estaba: "... y en
representación de Luis María Castel, menor de edad, D.N.I. N°...". El entonces
menor figuraba como coheredero de los difuntos Fernán Castel Mora y Ana
Luisa Ruiz Casau, en tanto su hijo. María Salomé Gaudet Castel, nieta de
Fernán y Ana y con quien Luis María compartía el legado, se constituía en
curadora de los bienes del menor hasta su mayoría de edad.
Cuando levantó las vista, Mercedes lo miraba con ansiedad.
— Se lo agradezco infinitamente. Me es de gran utilidad.
Ella sonrió henchida de orgullo profesional. Martello le dio el libro y
Mercedes se quedó congelada. Atinó a tenderle la mano cuando él se despedía.
Tenía los ojos empañados.
Marinelli lo esperaba en el auto, excitado como un chico.
— ¿Y ahora? ¿Al hotel?
— No. A la casa. Ya les di demasiado tiempo.
***
La espera fue larga. Martello trató de convencer a Marinelli para que lo
dejara solo, sin resultados.
— Ni loco. Esto no me lo pierdo.
— ¿Y el laburo?
— La tropa puede trabajar sola de vez en cuando. Y si me necesitan, me
llaman— palmeó la Motorola del tablero y el celular enganchado en su
cinturón.
— Deberías haberte quedado en Homicidios.
— No vayas a creer que en Automotores no liquidan a nadie...
— Entonces les estás dando dos comisarios al precio de uno... ¡Ahí está!
— ¿Esa quién es?
— María Salomé.
Se bajó del auto a tiempo para poner el pie en la puerta que se cerraba.
Corrió hasta el ascensor. La mujer estaba a punto de tomarlo y cerró la puerta
al verlo.
— ¿Y ahora qué quiere?— masculló con hostilidad.
— Charlar con usted acerca de una escritura de compraventa — él le
mostró el sobre de plástico.
Ella frunció el ceño y reaccionó una décima de segundo después.
— No tengo nada que decirle. Si vuelve a molestarme, lo voy a denunciar.
— Como guste. Y si prefiere ir a la Central de Policía a hacer la denuncia,
tengo un auto esperándome enfrente— señaló hacia la puerta.
El celular de la mujer vibró y ella leyó un mensaje que borró. El ascensor
subió.
— Váyase— susurró la mujer, repentinamente nerviosa.
— Ésta— sacudió el sobre— es la copia de la escritura de s compraventa
de la casa de Devoto en la que usted vivió con sus abuelos. Y con Luis María
Castel, de quien usted era curadora al momento de la venta. ¿Es realmente hijo
de sus abuelos?
— No voy a hablar sin un abogado presente. Mándeme una citación
judicial...
—En el acta de nacimiento de Luis María Castel, Ana Luisa y Fernán
figuran como los padres, pero eso no es verdad.
Inspiró profundo antes de decir lo que seguía. Le temblaban las manos
mientras hablaba
— El padre de Luis María era Antonio Gaudet. Usted es la madre. Por eso
Gaudet fue a la cárcel y le prohibieron volver a verla. Por eso ustedes se
vinieron a Buenos Aires y Gaudet nunca supo qué había pasado con el hijo
que había engendrado de su propia hija de doce años. Sus abuelos ocultaron su
desgracia y todos convivieron con un chiquito inocente que era su hijo y su
hermano al mismo tiempo. ¿Quién de los dos tuvo la idea de buscar a Gaudet
y asesinarlo? ¿Cómo se contactaron con María Magdalena Castel para que los
ayudara? ¿Es familiar de ustedes y se unió al grupo de justicieros?
La puerta del ascensor se abrió a sus espaldas. Él se apartó a un lado sin
volverse, para dejar pasar a quien bajaba. Por eso el golpe lo tomó
desprevenido. Alcanzó a girar cuando otro golpe magníficamente aplicado a la
altura del bazo lo dejó sin aliento, doblado sobre el estómago. Otro más, y
perdió la conciencia.
***
Cuando volvió en sí, estaba sentado y esposado a una silla. Frente a él
estaba sentada Magda, con un arma que le resultó familiar. Más atrás, de pie,
María Salomé lloraba en silencio.
— ¿Por qué viniste, Hugo?— murmuró Magda.
— Ya deberías saber — le dolía tanto la cabeza que las palabras le
retumbaron.
—Andáte— susurró María Salomé entre dos hipos.
— Calláte — dijo Magda sin volverse. Y después a él: — ¿Buscás justicia
para ese hijo de puta?
— Yo no hago la ley ni dicto sentencias.
— Seguro que no. Sos nada más que un perro guardián.
— ¿Creíste que no te iba a encontrar? — dijo Martello.
— Tardaste bastante.
— Pero llegué.
— ¿Adónde?
— Hasta el ADN de Luis María Castel, el hijo de María Salomé.
— ¿Qué más tenés? No hay huellas en el cuerpo ni en el auto o la casa de
Gaudet.
—Puedo incriminar a María Salomé como autora intelectual…
—No podés porque no tenés nada, Hugo. Estuve en tu hotel, en tu
habitación, buscando.
Así que de ahí conozco el arma... Seguro que las esposas también me son
familiares.
El pensamiento no colaboró con su dolor de cabeza. Magda continuó.
— No sos tan hijo de puta como para acusar a una inocente por un crimen
que no cometió. Descubriste a la asesina de Sandra Bermúdez y sin embargo
te tomaste el trabajo de librarla de la sospecha de haber asesinado también a su
marido. Sí, las cosas corren rápido en los pueblos. No tenés nada.
— Un buen fiscal podría encontrar los motivos y la oportunidad y
convencer al jurado o los jueces.
— Y un buen penalista la sacaría en andas de ese mismo tribunal.
— Entonces, ¿por qué estoy esposado a una silla y vos me apuntás con mi
propia arma, mientras María Salomé te suplica que te vayas?
Magda se volvió hacia María Salomé.
— Andáte afuera.
— ¿Qué vas a hacer? — replicó la otra, asustada.
— Andáte, te dije. Dejános solos.
María Salomé abrió los ojos enormes.
— ¡Me dijiste que no le ibas a hacer nada! ¡Por Dios, andáte mientras lo
retengo acá! ¡No hagas locuras, por el amor de Dios!
—Dejálo a Dios en paz. Bastante tiempo nos abandonó. ¡Andáte!— se
levantó, se metió la pistola en la cintura del pantalón, y sacó a María Salomé a
empujones del departamento. Cerró con llave y volvió a sentarse frente a él.
— ¿Por qué estás encubriendo a un asesino? ¿Tanto le debés a Luis María
Castel que aceptaste ser su cómplice?
— No entendés, ¿no, Hugo?, no podés entender cuánto mal hizo Gaudet, y
a cuánta gente. Cuando me enteré de lo que le había hecho a esos chicos, supe
que era hora de que pagara por todo. Pero nunca pensé en encontrarte.
— ¿Fui tu único error?
Magda sonrió con pena.
— Un error del que no me arrepiento.
— ¿Acostarte conmigo fue parte de la estrategia?— él preguntó en voz
baja, sin poder disimular del todo el dolor.
— No eras parte de nada. No quería involucrarme con nadie.
— Nada más que un trabajo limpio— dijo él con sarcasmo y Magda cerró
los ojos un instante.
— Sé que no voy a convencerte, pero fuiste lo único limpio que tuve
alguna vez. Ojalá te hubiera conocido antes.
—¿Te hubiera hecho cambiar de opinión?— Martello preguntó con
sarcasmo.
Magda meneó la cabeza.
—No…Te hubiera envenenado la vida.
Estiró una mano y le acarició la cara.
— ¿Y esto que me hiciste, qué es? — preguntó él entre dientes.
— ¿Qué te hice? El amor. Sos el único tipo en toda mi vida al que se lo
hice. Me viste como mujer; nadie más llegó hasta donde vos llegaste.
Algo en él quería creerle desesperadamente, mientras la parte uniformada
de su conciencia le decía que estaba sentado delante de la cómplice de un
asesino con el que habían premeditado todas sus acciones. Magda era tan
criminal como Luis María. Y estaba en situación de matarlo también a él. Y a
todo eso, ¿dónde estaba ese hijo de puta?
Magda siguió hablando.
—Gaudet era un perverso y le seguí el juego. 'Me hacés acordar a alguien
que conocí' me decía el miserable. Y yo sabía a quiénes había conocido y
cómo las había destruído. Quería que pagara, y que sufriera mientras pagaba.
— ¿Te acostaste con él desde el principio, ese era el plan?— preguntó, con
las entrañas desgarradas.
— No. Era tan bocón que hubiera desparramado su hazaña por toda la
ciudad. Lo mantuve a raya; el cerdo creía que era un jueguito retorcido. Hasta
el último fin de semana, cuando apareció con esos contadores, empujándolos a
comprar el restaurante, tal como yo se lo había pedido. Entonces le agradecí
debidamente. El hijo de puta exultaba cuando le pedí que me mostrara los
videos. ¡Dios! No... Me niego a describirlos...
La mirada se le perdió por la habitación.
— Me preparé durante mucho tiempo. Soy muy fuerte, ya te diste cuenta.
Y hago maravillas con las cuchillas de cocina — sonrió como una loba y los
ojos le brillaron amarillos.
Martello se estremeció de horror. ¿Qué quería decir con lo de los
cuchillos? Se negaba a creer lo que Magda estaba diciendo.
— Me tomé el tiempo de estudiarlo a él y al lugar que había elegido para
vivir, tan lleno de hipócritas inmorales como él. Supe que nadie lo lloraría
porque era un canalla entre canallas. Ese pueblo de mierda estaba esperando la
oportunidad para empezar a cobrar deudas y yo les hice el favor de dar el
puntapié inicial. ¿O no te diste cuenta de cómo se fueron sucediendo las
cosas? Necesitaban nada más que un empujoncito para vomitarse el odio unos
a otros. ¿No lo viste? No, porque no los conociste como yo. No sabías de
cómo Grünebaum escupía impunemente su orgullo de raza en la cara del
prójimo, ni de las actividades solapadas del torturador de Saguie, ni de los
cuernos que lleva la mitad del pueblo, regalados por la otra mitad, igualmente
cornuda, hipócrita y culpable.
— Vos entregaste a Saguie…
— No fue tan difícil. El secretario del gobernador electo también venía con
sus trampas a lo de Saguie y cenaba de incógnito en “El Belvedere”. Sólo le
abrí los ojos. Del resto se encargó él.
— No sé porqué pero me lo imaginaba— murmuró Martello.
—¿Y no te imaginás lo de los otros? La cucaracha de Grünebaum tuvo la
muerte que merecía. Ayudé a Wasserman a entrar en contacto con el alemán y
cuando tuvo acceso a la casa, descubrió la verdad. Lo mismo que vos,
supongo. ¿O me vas a decir que no viste las condecoraciones en la vitrina de la
vieja? El nazi seguía pavoneándose de su carrera en la SS. No sabés cómo
disfruté la noticia de ese criminal de guerra asesinado por sus propios perros.
Martello tragó saliva.
—¿Y González del Río, qué carajo te hizo?
— Podría argumentar que me quiso coger, como tantos otros, lo que es
cierto. Que se hizo el simpático, el influyente y que finalmente me amenazó.
“Mirá que si quiero, te tiro abajo el boliche, linda. Soy un tipo muy reconocido
en la zona”. Pero no me conmuevo fácilmente frente a las amenazas. No, ese
se la buscó solito cuando fue cómplice de Gaudet con los videos de mierda.
No tuve que hacer mucho más que abrir el restaurante para que Saguie y
Koppf se pusieran al día con las andanzas extramatrimoniales del tipo, que
ponían en peligro todo el secreto de los videos, porque era un bocón. Lamento
lo de la pobre Sandra, pero eso también fue culpa de él. Arruinaba todo lo que
tocaba.
El comisario cerró los ojos. Se sentía un imbécil que a veces usaba
uniforme de policía. Y sin embargo, había desentrañado todas las muertes
excepto la de Gaudet. Sin mencionar que todavía no había encontrado a Luis
María Castel. ¿Y si el tipo estaba en la casa, esperando para liquidarlo? O al
contrario ¿Magda lo retenía para darle tiempo a Castel para que se fugara? ¿Y
si Castel pensaba deshacerse también de Magda? La voz de Magda lo trajo de
vuelta a la realidad de estar frente al cañón de su propia reglamentaria.
— Sos inteligente, sagaz, pero básicamente bueno. Como yo hubiera
querido que fuera mi padre, o el hombre para tener al lado toda la vida. Pero
no puedo. Creí que podía vivir si cambiaba lo que era, pero no pude. Mi
interior no cambió. Yo quería ser diferente. Odiaba lo que era y soñaba con
cambiarlo y empezar una vida nueva como una persona nueva, pero lo único
que puedo tener en mi interior es odio.
Martello la escuchaba y no sabía si no entendía o no quería entender.
¿Persona nueva? ¿Vida nueva? ¿De qué cuerpo hablaba?
Por Dios…
— Magda...
— ¡No! ¡Dejame hablar! Estoy maldita desde antes de nacer. Vi morirse a
mis abuelos de pena, lentamente, cada vez que me miraban y veían en mí el
recordatorio de lo que Gaudet les había hecho a su hija y a su nieta. Todos me
querían, pero yo me daba cuenta de cuánto sufrían. Y sufrían todavía más
porque ni siquiera yo podía aceptar lo que era.
— Quién carajo sos… — murmuró Martello más para sí que para ella.
—¿Todavía no te diste cuenta? Yo era Luis María Castel.
Martello no pudo evitar el estremecimiento. Magda lo miró, cerró sus ojos
de ámbar y meneó la cabeza.
— Te doy asco…
— ¡No, por Dios, no!
—Nací en el cuerpo equivocado. ¿Es tan difícil de entender?
La frase lo golpeó en medio del pecho. Recordó su reacción ante aquella
otra pobre tipa, Marcela y su miseria, su vida trágica de dolor y abusos. Pero
las palabras no le salieron como hubiera querido. No podía consolarla, decirle
que no le importaba, que nada importaba más que lo que ellos habían tenido y
que podían recuperarlo. Que estaba dispuesto a renegar de todo en lo que
había creído hasta ahora y apoyarla. Pero no pudo hablar. Tenía asco de sí
mismo. Tartamudeó de horror y pena.
— Mag-da, por… por favor, yo …
—Te quise, Hugo. Te juro que te quise.
Mientras se le escapaba una lágrima, levantó el arma de Martello y se la
metió en la boca.
—¡Nooo, Magda, nooooo!
Oyó gritos provenientes del pasillo. Gritos desesperados como los suyos,
mientras Magda se deslizaba hasta el suelo en cámara lenta. Cuando María
Salomé y Marinelli consiguieron abrir, él estaba arrodillado junto a Magda,
llorando como un chico.

24.

No había dudas sobre el suicidio: las huellas de Magda estaban por toda el
arma. También estaban en la habitación del hotel de Martello, en su bolso y las
esposas. Pero ni rastro del juego de cuchillas de acero inoxidable sueco que
estaba guardado en un estuche de cuero, con el resto del instrumental de
cocina profesional que Héctor, el exmozo de "El Belvedere" declaró haber
visto siempre en la cocina del restaurante, y del que Martello sospechaba que
alguna de las hojas se correspondía con las heridas de Gaudet. Tampoco se
encontraron la peluca ni la ropa que vestía Magda la noche del crimen.
Martello suponía que todo había sido quemado en el horno de barro del
restaurante. El análisis de las cenizas no dio ninguna prueba concluyente.
El cambio de identidad de género de Luis María Castel se había hecho tres
años atrás mediante un amparo judicial, dos años después de la operación de
cambio de sexo realizada en Chile.
El caso Gaudet se cerraba con otra muerte.
***
Marinelli le pasó un brazo por los hombros.
— Loco... Loquito... Dale, che...
Martello apretó los dientes hasta que le dolieron las mandíbulas. No quería
hablar y que le temblara la voz.
— Salió todo bien... — insistió su amigo.
— ¿Todo bien? ¡Carajo! ¡Se suicidó!— golpeó la mesa con el puño.
— No fue tu responsabilidad, no podías hacer nada...
— Me dominó como a un principiante.
— No la esperabas. No sabías que ella estaba ahí.
— Fui un boludo. Debí haber ido con vos.
— Y posiblemente no la hubiéramos agarrado. Ella conocía el edificio y
nosotros, no.
Martello meneó la cabeza.
— Dios, qué imbécil fui... — se pasó la mano por la cara y el pelo, y los
ojos se le llenaron de lágrimas. — Yo no iba a hacer nada, ya había tomado la
decisión. Magda tenía razón y ese hijo de puta no merecía otra cosa.
— Estás razonando por el lado equivocado. Gaudet era una mierda, pero
eso no justifica hacer justicia por mano propia.
— ¿Viste los videos? ¿Tenés idea de la basura que compraba? ¿De las
porquerías que hacía? ¿Lo que le hizo a su familia?...
— Pará, Loquito— Marinelli lo encaró con serenidad—. Vos ya sabías
todo eso cuando volviste a Buenos Aires. Inclusive, estabas convencido de
quién era la culpable. Querías estar completamente seguro, te conozco, sos un
perro de presa. No ibas a parar hasta conseguir la verdad.
¿Y qué gané con eso?
— Magda tenía tomadas sus decisiones desde hacía mucho, Hugo, ¿no te
diste cuenta? ¿Cómo iba a poder vivir con esa muerte en la conciencia?
¿Cómo iba a mirar a María Salomé a la cara? Ella tenía muy claro lo que iba a
hacer. Quiso la puta casualidad que te le cruzaras en el camino.
Martello miró a Marinelli durante un rato largo, sin hablar.
— Si yo hubiera sabido, habría podido ayudarla.
— Pero no sabías. No te eches la culpa de nada.
Marinelli conocía su historia con Laura. Había sido el primero en darle
apoyo y contención después del suicidio y había hecho lo imposible para que
se quedara en Buenos Aires, y él, tozudamente, había largado todo y se había
ido al interior a empezar de nuevo, carrera policial incluída. Y acá estoy, de
vuelta en Buenos Aires y con la vida hecha pelota.
— Decíme, hermano, ¿yo me las busco así?— lo miró desconsolado.
— No seas pelotudo. Con Laura, eras un pendejo. ¿Cómo mierda ibas a
manejar semejante grado de neurosis? Y a Magda apenas la conociste, ¿o no?
¿No fueron media docena de encamadas?
La dureza de las palabras lo cacheteó. Marinelli era un buen enfermero: no
tenía piedad de las heridas.
— Pasó que estabas más solo que la una y te aferraste a una relación que
no existía.
— ¡Sí, existió! Magda me lo dijo. Fui... algo especial para ella… Me dijo
que había nacido en el cuerpo equivocado… Y yo la lastimé, Dios, me vio la
cara y se pegó el tiro, ¿te das cuenta? ¡Me horroricé porque me dijo que había
sido hombre! ¡No puder pararla!
Marinelli suspiró, se levantó, dio unos pasos y volvió a sentarse.
— Escucháme— le dijo como quien le habla a un chico encaprichado—.
Te enganchaste con alguien que no estaba del todo en sus cabales, y te juro
que entiendo por qué. Ni vos ni Magda pensaron que pasaría, y pasó. Pero lo
que Magda hizo se interpondría siempre entre los dos, aun cuando vos nunca
lo hubieras sabido. Era una asesina y lo sabía. Todo ese cuento de la justicia
no la justificaba ante sí misma, porque su propia vida le resultaba
injustificable. Quería matarse, pero antes iba a vengar a toda su familia y
resarcirla por haber existido.
— Ahora resulta que sos perito psiquiátrico— retrucó Martello con
amargura.
— Andá al carajo. Estoy tratando de hacerte ver las cosas como son.
— Ya sé— le palmeó la mano—. Tenés razón y yo soy un soberbio
pelotudo. Lo que pasa es que... No sé... Ya no sé...
Marinelli dejó transcurrir un silencio.
— Vení. Vamos a tomar un café.
***
El conserje lo saludó con una sonrisa y le pidió que esperara en el bar del
primer piso. Se sentó en la misma mesa que la primera vez, mirando por la
ventana, pero en esta ocasión se permitió un whisky. No estaba de servicio.
— Comisario Martello... — casi susurraron a sus espaldas.
María Salomé estaba de pie junto a la mesa. Se levantó para saludarla y
correrle la silla.
— Yo... quisiera disculparme... y darle las gracias por — la mujer miró a
su alrededor— ser tan discreto. Yo... me habría quedado sin trabajo si...
— No quería escándalos, quería la verdad— la interrumpió—; usted es
inocente, no había motivos para involucrarla. Siendo Magda su hija, ni
siquiera hubiéramos podido obligarla a declarar en un juicio.
— Ya lo sé — murmuró ella, mientras ponía sobre la mesa un cuaderno —.
Esto era... de ella. Lo encontré entre las cosas que tenía en una valija
cerrada...que había traído cuando volvió... — apretó los labios pero no pudo
contener una lágrima ni controlar la voz.
La pausa fue más larga hasta que María Salomé pudo volver a hablar,
aferrada al cuaderno como a un salvavidas.
— Cuando se fue al interior, yo pensé que... que se iba porque ya no podía
seguir viviendo conmigo. Sufrió mucho cuando... mis abuelos murieron. Era
muy pegada a ellos.... Claro, yo también, pero, bueno, usted entiende, ellos
fueron como... sus padres.
Hizo una pausa medio ahogada y él no la interrumpió.
— Cuando se fue a Chile a operarse, yo… yo no quería. Tenía miedo. Le
dije… que yo no necesitaba una operación para quererla y entenderla. Pero
ella quería. Después vino el pedido de amparo y el cambio de identidad. Fue
difícil, humillante, las pericias médicas…
— No tiene porqué contarme nada de eso.
— Necesito hacerlo, nunca se lo conté a nadie.
Hubo otra pausa larga y dolorosa.
— Un día me dijo que se iba a probar suerte a otro lado. Que querría tener
su propio restaurante y todo eso. Me engañé pensado que necesitaba tomar
distancia de todo lo familiar y que le haría bien. Yo sabía que ella lo estaba
buscando y yo rezaba para que no lo encontrara. Me llamaba, de vez en
cuando... Me mandaba emails y me contaba cómo le iba... Que más o menos,
que el lugar era una mierda — dijo la grosería poniéndose colorada—. Lo que
no sabía era que lo había encontrado. No lo supe hasta que volvió. Nunca...
nunca pensé... No creí que pudiera hacer algo así... Estaba llena de odio. No
pude evitar transmitirle toda esa amargura, no supe— la mirada se le perdió,
aguachenta.
— ¿Cuándo conoció Magda la historia familiar?
— La historia completa la supo cuando murió mi abuelo. Pero a mí me
parece que ella ya sospechaba algo desde muy chiquita...
Martello asintió mientras recordaba las últimas palabras de Magda. "Los vi
morirse de pena..."
Cruzaron miradas durante menos de medio latido.
— Yo... tengo que seguir trabajando — María Salomé empujó el cuaderno
hacia él y se levantó. — Es lo único que tengo ahora. Mi trabajo.
— La entiendo. A mí me pasa lo mismo.
***
— ¿Qué vas a hacer ahora?— preguntó Marinelli, sentado con los pies
sobre el escritorio de su cubículo.
— Volver, cerrar el expediente, mandarlo al archivo, esperar el próximo
traslado o irme al carajo y poner un kiosko — Martello se encogió de hombros
mientras se hamacaba en el sillón giratorio medio venido a menos.
— Volvé a Buenos Aires — Marinelli se incorporó de golpe y su sillón
crujió por la impertinencia—. Mandálos a la mierda y volvé para acá.
— No... — meneó la cabeza.
— A Interpol. Están reclutando gente. Tenés una foja de servicios
impecable y te estás desperdiciando en esos pueblitos de morondanga. En la
Interpol tenés un montón de oportunidades, capacitación, viajes...
— ¿Te pasaste a Recursos Humanos? ¿O te dedicás también a reinserción
laboral?
— ¡No seas boludo! Necesitan gente con buen nivel para las operaciones
en América Latina.
— No, droga no. No me lo banco. La droga termina ensuciando a todos los
que la tocan...
— Tráfico de menores. Peor que la droga. Quieren gente con buenos
antecedentes, de carrera, limpia— Marinelli bajó la voz—: por eso no quieren
a nadie de Narcóticos. Pensálo.
Martello meneó la cabeza.
— No está tan mal... Un cambio de aire, ¿eh?
Marinelli sonrió y sacó unos formularios de un cajón del escritorio.
— Tomá. Llenalos y traémelos cuanto antes.
— Entonces es en serio que estás en RRHH.
— No levantes la perdiz.
— Me perdí de mucho desde que me fui, ¿no?
— No tanto.
***
Aguirre lo felicitó de corazón. El personal subalterno lo miraba como si
fuera el Maradona de las fuerzas del Orden.
Interpol siempre suena rimbombante.
Estaba juntando las cosas de su despacho cuando Litvik asomó por la
puerta entreabierta.
— Lo vamos a extrañar, comisario.
— Aguirre se va a encargar de que no se aburra, Señoría.
— Por favor, déjenme aburrirme un poquito. Y Lynch está pidiendo
vacaciones.
La pregunta se le escapó antes de que tuviera tiempo de pensar dos veces.
— ¿Cómo es que Lynch vino a parar a esta morgue?
Litvik torció la boca a un lado en una media sonrisa.
— Trabajar con los vivos es bastante más complejo de lo que uno cree. Se
dedicaba a anatomía patológica y tenía una cátedra en la facultad de Medicina
de la UBA. Un día erró un diagnóstico y a la paciente la operaron de un cáncer
que no tenía: histerectomía total, ovarios incluídos, en una mujer de treinta y
cinco años. Fin de la carrera de anátomopatólogo de vivos, bienvenido a la
patología de los muertos. La morgue judicial de la provincia, bien lejos de las
luces del centro es un sitio poco conspicuo cuando uno carga con un pasado.
Martello silbó. Litvik se acomodó en el silloncito, ya en plan de
confidencias.
— ¿Siente que tomó la decisión correcta?
— Bueno, Interpol es un paso adelante...
— No me refería a Interpol— Litvik lo miró directo a los ojos y Martello
entendió lo que el juez preguntaba.
— En realidad, no me dieron tiempo para elegir: decidieron por mí. No fue
lo que yo hubiera querido.
— Los caminos del Señor son infinitos, lo mismo que Su misericordia.
— Para ser judío, Señoría, su fe en la misericordia divina parece casi
cristiana.
— Pero yo no creo que con la confesión de los domingos alcance para que
nos perdonen nuestros pecados. Ni que nadie haya pagado por ellos en nuestro
lugar.
— Suena razonable— meneó la cabeza —. Pero entonces, ¿no hay perdón
para los criminales?
Litvik lo miró durante un rato largo.
— Tomar la vida de otro en nuestras manos es una carga muy pesada para
llevarla solo. Por eso necesitamos de la misericordia de Dios.
Se hizo un silencio íntimo, lleno de confidencias no pronunciadas en voz
alta.
— No les envidio el trabajo — dijo por fin Martello y Litvik levantó las
cejas —. Ni al de Arriba ni a usted
— Y por lo general, Él tiene un porcentaje de aciertos mucho mejor que el
mío. Mi Dios, eso es blasfemia.
Se levantaron al mismo tiempo para darse la mano.
— No se olvide de los pobres cuando se junte con la élite internacional.
Fue un placer trabajar con usted, comisario.
— Lo mismo digo, doctor.
***
Detuvo el auto en un parador al que la presencia de varios camiones
delataba como proveedor de viandas adecuadas en calidad y cantidad. La carta
era sencilla y la comida, sustanciosa.
El día anterior, la empresa de mudanzas había terminado de cargar sus
escasos muebles y pertenencias que no podía transportar en el auto. En el baúl
llevaba un bolso de mano y una valija. En la guantera iban sus CD preferidos y
un pendrive con más música.
Reconfortado por el almuerzo y el café, volvió al auto para cargar nafta y
seguir. En el asiento del acompañante estaba el cuaderno que María Salomé le
había entregado y que no se había atrevido a hojear. Extendió la mano derecha
y lo rozó, sin abrirlo.
Todavía no, se dijo.
Todavía estaba demasiado cerca.
Cuando llegue a Buenos Aires. Cuando la ciudad me aturda lo suficiente
como para que no me duela tanto.
Condujo acompañado por la música, hasta que los ruidos de la
Panamericana se impusieron con su ritmo vespertino: había llegado casi sin
darse cuenta, entre tangos de Piazzolla y conciertos de Chopin. Marinelli le
había ofrecido quedarse en su casa, pero él había preferido la soledad y el
anonimato de un hotel de buena categoría. Tampoco quería quedarse entre
paredes vacías y llenas de ecos hasta que llegaran sus muebles y pudiera
montar el departamento que había alquilado, en dos o tres días más.
Desarmó el bolso y la valija; colgó los trajes y las camisas con
meticulosidad y acomodó los artículos de tocador en orden riguroso, en el
estante de vidrio del baño amplio y con hidromasaje. Se afeitó y se dio un
baño sibarítico que le dio hambre. Se vistió y salió a buscar un lugar donde
comer.
Los porteños sufrirían de los mismos inconvenientes que todos los
habitantes de grandes ciudades del mundo pero eso no les había quitado el
placer de la reunión frente a una buena comida. Los restaurantes estaban
llenos, como correspondía a la noche del sábado. Los mozos, siempre
apurados, eran corteses pero austeros; el público se concentraba en sus propios
asuntos, más o menos ruidosos de acuerdo con lo que se celebrara con la cena.
Nadie lo miró demasiado cuando se sentó solo. No hubiera sido de buena
educación.
La comida era más pretenciosa que buena, pero no estaba mal. No quería
pensar en cómo Magda la hubiera preparado. Pagó y salió a caminar. Nadie lo
saludó, pero lo extraño hubiera sido lo contrario.
Se dio cuenta de lo fácil que sería fundirse en ese anonimato que Buenos
Aires ofrecía. Pasar inadvertido era lo corriente. Era lo que necesitaba en ese
momento de su vida: tiempo y espacio para lamerse las heridas.
De vuelta en el hotel, se tiró en la cama. En la mesita, esperaba el
cuaderno. Lo tomó y lo abrió en la primera página.
"La ciudad es un dibujo de Escher: parece tener tres dimensiones pero es
nada más que una ilusión óptica fabricada por la mano de un artista de mente
sinuosa..."
Se quedó leyendo hasta tarde.

FIN

También podría gustarte