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Envejezco... envejezco...
Levantaré los bajos de mis pantalones.
T. S. Eliot
W. B. Yeats
Ahora bien, nadie negaría que la edad nos puede castigar con
pérdidas profundas e intensas — pérdida de la salud, de nuestros se
res queridos, de un hogar que ha sido nuestro refugio y nuestro orgu
llo, de un lugar en una comunidad familiar, del trabajo, de nuestra con
dición social, de los horizontes objetivos y de la seguridad material, de
la capacidad de control y de nuestras decisiones. Nuestros sentidos nos
comunican la decadencia de nuestra fuerza y de nuestra belleza. Nues
tros sentidos pierden agudeza y nuestros reflejos se vuelven lentos.
Nuestro poder de concentración es más pobre, y somos menos eficien
tes para procesar nueva información y sufrimos pérdidas de la memo
ria... “¿Cómo se llamaba aquella chica? Sé que es un nombre que co
nozco.”
Muchos han señalado que la vejez es una realidad a la cual esta
mos condenados si queremos vivir una larga vida. Y, como observa un
amigo de más de ochenta años, “la mayoría de nosotros atraviesa esta
etapa más bien cojeando que bailando”.
Sin embargo, no podemos hablar de la vejez como si fuese una en
tidad singular, una enfermedad, un estado terminal, una mera espera
del final. Porque si bien el comienzo de la vejez está señalado técnica
mente por la jubilación, los pagos especiales a la Seguridad Social y las
rebajas en las entradas de cine para la tercera edad, las experiencias
de pérdidas significativas relacionadas con la vejez pueden no produ
cirse hasta muchos años más tarde. En realidad, los estudiosos de la
vejez tienden a hacer una subdivisión de ésta que consiste en distinguir
entre los “ancianos jóvenes” (de los sesenta y cinco a los setenta y cin
co años), los “ancianos medios” (de los setenta y cinco a los ochenta y
cinco o noventa), y los “ancianos viejos” (de los ochenta y cinco en ade
lante), reconociendo que cada uno de estos grupos tiene problemas,
necesidades y capacidades diferentes, También reconocen que si bien
la buena salud y los buenos amigos, la buena suerte y un buen ingreso
evidentemente hacen la vejez más soportable, lo que determina la ca
lidad de nuestra vejez es la actitud con que nos enfrentamos a nuestras
pérdidas y la propia naturaleza de esas pérdidas.
Pero aun si acogemos la vejez con buena salud y con una esperan
za intacta, aún debemos luchar contra la visión que la sociedad tiene
de la vejez. A pesar de que actualmente en los Estados Unidos15 casi
veintisiete millones de personas tienen más de sesenta y cinco años, y
a pesar de que las expectativas de vida han aumentado desde una me
dia de cuarenta y siete años en 1900 a setenta y cuatro coma dos años
en 1981, se considera a estas personas de edad fundamentalmente co
mo personas sin sexo, sin funciones y sin poderes, completamente fue
ra de juego.
“La vejez en Norteamérica es a menudo una tragedia...”,escribe
el conocido gerontólogo Robert Butler16. “Fingimos tener respeto por
las imágenes idealizadas de los queridos y tranquilos abuelos, de los
sabios ancianos, de los patriarcas y las matriarcas de pelo blanco. Pe
ro la imagen opuesta denigra a los ancianos y ve en la vejez decaden
cia, decrepitud y una dependencia desagradable e indigna.”
Se pueden hacer las excepciones de rigor con la clase selecta de
los políticos y de los artistas y estrellas de cine. Pero la mayoría de los
ancianos son objeto de piedad o de paternalismo. Malcolm Cowley
señala con tristeza que “empezamos a envejecer a ojos de los demás,
y luego, lentamente, llegamos a compartir sus juicios”17.
Es muy difícil hacer lo contrario.
En la vejez nos vemos sexualmente castrados por la nefanda sen
tencia de que el deseo en la vejez es improbable, que los fuegos de la
pasión deberían extinguirse o esconderse. Todo el mundo sabe — o de
bería saber — que no sólo los ancianos y ancianas “cochinos”, sino tam
bién los “limpios”, pueden desear y tener una vida sexual en sus últi
mos años. Sin embargo, la imagen de las carnes de los ancianos
fundidas en un abrazo apasionado sigue siendo para muchos — si no
para la mayoría— una imagen repelente.
En un delicado estudio sobre la vejez, el investigador inglés Ro-
nald Blythe describe cómo la sociedad desexualiza a los ancianos,
señalando que “si una persona de edad no parece estar en perfectas
condiciones de reprimir o controlar estas compulsiones, él o ella son
considerados personas peligrosas o patéticas y, en ambos casos, inde
centes. A menudo los ancianos no viven más que vidas a medias, por
que saben que provocarían desagrado y temor si intentasen vivirlas en
teras. No toda la pasión ha sido necesariamente gastada a los setenta
u ochenta años, pero es preferible que los ancianos se comporten co
mo si así fuera”.
(Mi excepción favorita a esta visión de la sexualidad fue recogida
de una dama de setenta y cinco años que me contó que sigue hacien
do lo que su madre hace mucho tiempo le dijo que hiciese: “Debes ser
cocinera en la cocina, una dama en el salón ytahka (‘también’, en Yid
dish) una puta en la cama.”)
Cuando renunciamos a nuestra sexualidad también renunciamos
a los placeres que nos brinda —el placer sensual, la intimidad física y
una sólida autoestima. Y cuando la sociedad nos dice, de muchas otras
maneras, que los ancianos son personas disminuidas, nos resultará
difícil luchar contra ese sentimiento de disminuidos.
La jubilación, que normalmente es una obligación para mujeres y
hombres al comienzo de su vejez, puede contribuir a crear ese senti
miento de disminución que muchos experimentan.
“Me deprimía la idea de la jubilación”, dice un médico que aho
ra tiene setenta y nueve años, “porque no estaba seguro de lo que me
sucedería. Verá, había ocupado mis funciones durante tanto tiempo
— mi trabajo como especialista, mi equipo en el hospital, mis viajes pro
fesionales y la docencia. En realidad, yo era todas estas funciones que
poseía, y tenía que renunciar a ellas a los setenta y cinco años, lo cual
me convertía en un ser casi irreconocible.”19
El trabajo es un sostén de nuestra identidad. En él se fundan tan
to el yo privado como el social; los define a ambos para sí mismos y pa
ra el mundo. Y al carecer de un lugar de trabajo, de un círculo de co
legas con quienes relacionarse, de una tarea que confirme nuestra
competencia, de un sueldo que asigne un valor a nuestro trabajo, de la
posibilidad de definir el propio trabajo como un instrumento de pre
sentación ante los desconocidos, todo esto como consecuencia de la
jubilación, quizá nos preguntaremos acuciados por la ansiedad:
“¿Quién soy?”.
Este es un problema más grave para los hombres que para las mu
jeres.
Psicológicamente, el trabajo ha constituido un dato de índole di
ferente para unos y otras en el pasado. El trabajo de un hombre lo de
finía a éste más cabalmente de lo que podía definir a una mujer. Y a
pesar de que esta diferencia psicológica quizás esté disminuyendo
rápidamente debido al número creciente de mujeres que se incorpo
ran al mercado de trabajo, el trabajo de los hombres sigue siendo me
nos opcional porque — a pesar de que la opinión es arriesgada — no
pueden tener bebés.
Privado de su definición en cuanto trabajador y privado de su jus
tificación social, el jubilado perderá parte de su propia condición y de
su autoestima. Y mientras algunos usufructuarán de la jubilación para
embarcarse en viajes o en nuevos proyectos, para dedicar más tiempo
a su familia, para lograr que sus sueños se cumplan, hay muchos otros
— incluidos aquellos que trabajan a pleno rendimiento como volunta
rios— que se sienten, según esos criterios sociales, soeialmente inúti
les.
Para aquellos que han tenido una larga historia de pérdidas nun
ca absorbidas ni resueltas, la jubilación puede revivir antiguos temo
res y dolores. Pero aun sin una historia de esas características las pérdi
das del ingreso y del status del trabajador, el aislamiento y el
aburrimiento pueden conducir a algunos a la desesperanza. Abando
nar un empleo equivale a un exilio si no existe nada que nos permita
invertir nuestros intereses y nuestra energía. Y los ancianos viven en
una sociedad donde a menudo no existe ese tipo de compensaciones.
Quizás el personaje más extremadamente afligido por su con
dición de jubilado es aquel héroe trágico y monumental, el Rey Lear,
que renuncia a sus tierras y poderes en aras de dos de sus hijas,
confiando en que ellas lo cuidarán con el respeto debido a un padre
— y a un rey — “mientras nosotros, que nada cargamos sobre nuestras
espaldas, nos arrastramos hacia la muerte”" . Pero Lear es despojado
del “gobierno, del cuidado de sus territorios y de los asuntos de
Estado”21, es despreciado y maltratado por sus hijas. Se ha convertido
en un viejo impotente que no puede cumplir con su amenaza, según la
cual “recobraré la forma que vosotras pensáis que he suprimido para
siempre”"".
Se sabe que en el pasado existían sociedades que otorgaban a sus
ancianos poderes, honores y respeto. Y a través de los siglos los mora
listas han elogiado la nobleza de la vejez. Sin embargo existe otra cla
ve del pensamiento que tiende a calificar la vejez como una edad de
impotencia. Homero ha hecho declamar a Afrodita, en términos nada
equívocos, que hasta los propios dioses detestan la vejez.
La visión moderna de la vejez nos dice que los ancianos constitu
yen una carga; que se trata de gente que sólo recibe sin tener nada que
darnos; que su sabiduría no es especialmente sabia ni nos puede en
señar a vivir; que sus conversaciones son recurrencias banales y abu
rridas. A menudo los ancianos evocan lo que Ronald Blythe llama una
“repulsión creciente”22 y suscitan un “distanciamiento espiritual y físi
co”. Y, como agresión adicional a la imagen de sí mismo está el “pro
blema subyacente”, nos dice un especialista “de que a los ancianos no
se los quiere”"4.
Sin que se los ame, y sufriendo la condescendencia de los demás,
sin que se los escuche, considerados como una especie aparte, los an
cianos son marginados y, a menudo, ignorados. Vivimos en una socie
dad en la que se rinde culto a la juventud y se aborrece a los ancianos
sin disimulo. Y a medida que envejecemos y la sociedad nos margina
del juego de la vida, también nos puede condicionar para que compar
tamos sus sentimientos de rechazo, nos puede enseñar —si no toma
mos conciencia— a aborrecernos a nosotros mismos.
Entre los que mejor han sabido dar libre curso a esa expansión se
encuentra el mundialmente célebre pediatra, doctor Benjamín
Spock3", un sólido octogenario que ha recorrido un largo camino des
de sus orígenes WASP* y republicanos de Nueva Inglaterra. A pesar
White anglo saxon protestant. Blanco, anglosajón y protestante. (N. del T.)
de que seguramente supo a una edad temprana que Calvin Coolidge
no había sido el mejor de los presidentes de los Estados U nidos, todos
los cambios más asombrosos en la vida de Spock han ocurrido entre
los sesenta y los ochenta años.
Durante aquellos años el prestigiado autor de Bahv and Child Ca
ra (Cuidado del bebé y el niño), un libro cuyas ventas se cifran actual
mente en más de treinta millones de ejemplares, un libro cuyo buen
sentido le ha granjeado el alecto y la gratitud de madres en todo el
mundo, arriesgó su reputación, su comodidad, su tranquilidad y sus in
gresos porque su conciencia le dijo que así debía hacerlo. Moralmen
te escandalizado por la guerra de Victnam, Spock se comprometió ca
da vez más con los movimientos contra la guerra de los años 60, y se
unió a las manifestaciones, fue arrestado por desobediencia civil y, en
196X fue acusado, juzgado y condenado por conspiración en la resis
tencia e incitación a desobedecer al reclutamiento (Más tarde, sin em
bargo, una corte superior no sólo denegó la condena sino también re
conoció su derecho a ser indemnizado).
Las consecuencias de su compromiso político, me dice Spock, fue
ron a veces dolorosas, porque muchos antiguos admiradores lo consi
deraban entonces un comunista, un traidor o cosas peores. Pero una
vez convencido de la corrección moral de su posición ya no pudo vol
ver atrás porque, explica,“no le puedes decir a la gente: ‘Bien, creo que
ya he hecho bastante’,‘o tengo miedo’ o ‘podrían bajar las ventas de
mis libros’ ”,
Sin volver atrás, Spock se presentó como candidato a la presiden
cia por el Partido del Pueblo en IÓ72, y fue candidato a la vicepresi
dencia en 1976. También se convirtió en feminista, sacudido por críti
cas como las de Citoria Slcincm, que lo definió como un “gran opresor
de las mujeres, en la misma categoría que Sigmund Frcud’’. Spock se
ríe y dice que “intenté sacar el máximo de satisfacción al verme vincu
lado tan estrechamente a la figura de Freud”, aunque después de esa
y otras críticas que lo locaron profundamente se convirtió en un deci
dido defensor de los derechos de la mujer.
Otro de los grandes cambios de la década de los años 70 fue el fi
nal de su matrimonio con Jane, matrimonio que había durado casi me
dio siglo. Y cuando le pregunto a Spock si se siente culpable de haber
dejado a su otra mujer, responde sin vacilar que no, y que el divorcio
había sido precedido por cinco años de terapia para intentar resolver
las diferencias matrimoniales.
“Soy una persona con una tremenda susceptibilidad de culpa, una
persona que se siente culpable de casi lodo”, dice Spock. Pero fue pre-
cisamcntc este don de la culpabilidad lo que lo llevó a intentar duran
te un período largo y difícil — hoy cree que f ue demasiado largo — arre
glar su matrimonio. Al igual que en el caso de su activismo político, la
decisión de divorciarse fue bien pensada — intelectual, no emocional
mente — y una vez adoptada, no se vio sujeta a segundas reflexiones.
Al divorciarse de Jane, sintió — como lo siente ahora — que estaba ha
ciendo “lo correcto”.
En 1976 Benjamín Spock volvió a casarse. Era una mujer enérgica,
cuarenta años más joven que él, — Mary Morgan — que le hizo conocer
los masajes, los Jacuzzi y lo puso frente a su primera (al principio, “muy
difícil”) experiencia como padrastro de una chica adolescente. Spock
dice que le gustó Mary por su energía, su vivacidad, porque era
"decidida y bella y porque me gustó su entusiasmo por mí. Me encan
tó”. Con el típico acento de Arkansas (pronuncia su nombre como
“Bin”), su modo extravertido y su presencia física no se parece mucho
a la dama de los sesenta y cinco años,profesora de Vassar que — sospe
cha Spock - era la persona con la cual sus hijos esperaban que se
casara. Además de cariñosa, Mary es una persona inteligente, muy
competente, ahora encargada de los detalles de la vida profesional de
Spock, y que le da su cariño y su cuidado, además de la idolatría que
él adora. Sus diferencias son las normales del matrimonio; no se deben
a las di fercncias de edad, según Spock. Y, respondiendo a mi pregunta,
se define a sí mismo como un “hombre felizmente casado —con sus
reservas”, lo cual parece bastante juicioso.
El matrimonio Spock vive en Arkansas una temporada del año y
otra en dos embarcaciones de vela — una en las Islas Virginia y otra en
Mainc — y Spock continúa su labor política y se compromete esporádi
camente con actos de desobediencia civil, mientras sigue escribiendo
una columna sobre educación infantil en la revista Redbook. Además,
actualmente sigue una terapia individual, una terapia de pareja y una
terapia de grupo puesto que, me explica con tristeza, sus dos mujeres,
sus dos hijos y varios terapeutas le han dicho a lo largo de los años que
es una persona que no logra contactarse con sus propios sentimientos.
Mientras tanto, sin embargo, no parece demasiado preocupado
por ello. En realidad, parece un hombre que se siente perfectamente
consigo mismo. Dice que hay una foto que le tomaron cuando tenía un
año que quizás ayude a explicar el porqué.
En esa foto está sentado en esa sillita, acicalado con su sombrero,
su ropa, un elegante abrigo de cuello festoneado, impecables medias
blancas y zapatos de charol. Sus pies no llegan a tocar el suelo, pero
sus manos están firmemente plantadas en los brazos de la silla. Y en
su rostro distendido y amable hay una sonrisa, una sonrisa que espera
confiada, una sonrisa cuyo dueño sabe, dice Spock, “que el mundo le
pertenece”.
Es evidente que aún cree que el mundo le pertenece. ¿Y por qué
no? Ha llegado más allá de los ochenta años y su inteligencia, su pa
sión, su salud y su aspecto permanecen intactos. Es normalmente la fi
gura más destacada (con su altura de más de un metro noventa y una
figura esbelta y erguida) en los lugares donde se encuentre, y también
es el más encantador (grandes abrazos, besos y anécdotas a granel), el
más alegre (ojos azules que brillan, una risa a flor de piel) y el más
atractivo de entre los presentes. Es un navegante apasionado, un en
tusiasta remero por la mañana y un bailarín consumado hasta altas ho
ras de la noche. Dice que también es beneficiario de buenos genes
(“creo que el ser tan activo a los ochenta se debe en parte a que mi ma
dre vivió hasta los noventa y tres”) y de un optimismo de toda la vida,
explicado porque su madre —a pesar de su actitud dura y crítica con
él — “me comunicó el sentimiento de que era un ser muy querido”.
Spock se define a sí mismo como un hombre que ha “rejuveneci
do de espíritu a medida que pasan los años”, y también menos procli
ve a emitir juicios, más sociable, menos reservado y mucho más extra
vertido. “Puedo reconocer que soy viejo, y no me da vergüenza serlo.
Pero nunca me siento viejo.” Reconoce, sin embargo, que no “puedo
pretender tener la misma frescura y el vigor de los ochenta a los no
venta. Tarde o temprano tienes que empezar a decaer”. Una vez ini
ciada la decadencia, dice que le preocupa no ser patético, conservar
la dignidad y —lo dice en broma pero también en serio— “ser parti
cularmente cuidadoso con las manchas en mis trajes, y tener especial
cuidado de abrochar mi bragueta cuando salga de un baño público”.
En lo que concierne a la muerte, dice que no le preocupa. “Pro
bablemente”, agrega cpn una sonrisa, “porque no consigo conectarme
con mis propios sentimientos.” Sin embargo se apresura a prometer
que seguirá intentando aquella conexión. “Lo intentaré hasta el final.”
Algunos ancianos esperan sentados, nos dice Blythe, hasta que les
traigan de comer en su silla de ruedas o los sorprenda la muerte. Otros
ancianos, como un amigo de setenta y dos años que desea ser licencia
do, tienen tantos proyectos que nunca tendrán tiempo para morir. Al
gunos hablan de la muerte, otros piensan en la muerte, otros sufren
tanto que ansian la muerte, y otros la niegan una y otra vez, persua
diéndose realmente de que en su caso se hará una excepción.
Pero no existe, al parecer, evidencia alguna de que los ancianos
sean víctimas de temores muy particulares frente a la muerte. De he
cho, quizá le teman menos que los jóvenes.
Además, se dice a menudo que se preocupan más por las condi
ciones en que se produzca su muerte que la muerte misma.
Sin embargo, es verdad, como Sófocles observa penetrantemente
en una obra escrita a los ochenta y nueve años, que