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LOS VALIENTES SASTRES DE LA MAFIA

Por Gay Talese


Existe cierto tipo de enfermedad mental, endémica en el oficio de la sastrería,
que comenzó a tender hilos dentro de la psique de mi padre durante sus días
como aprendiz en Italia, cuando trabajaba en el taller de un volátil artesano de
nombre Francesco Cristiani, cuyos antecesores habían practicado la sastrería
en sucesión por cuatro generaciones. Todos ellos, sin excepción alguna, habían
exhibido los síntomas de este mal del oficio.

Aunque nunca ha atraído el interés de la comunidad científica, careciendo por


lo tanto de un nombre oficial, mi padre alguna vez describió este malestar
como una especie de melancolía prolongada que ocasionalmente estalla en
ataques de furia —producto, según él, de demasiadas horas de trabajo lento,
preciso y microscópico que se desenvuelven puntada a puntada, centímetro a
centímetro, hipnotizando al sastre con la luz reflejada contra una aguja que
parpadea en su ir y venir entre la tela—.

Los ojos de un sastre están obligados a seguir el hilo con precisión, pero su
pensamiento es libre de perderse en varias direcciones; puede profundizar en
su propia vida, meditar sobre su pasado, lamentar las oportunidades perdidas,
crear dramas, imaginar insultos, afligirse, exagerar. En pocas palabras, el
sastre, cuando teje, tiene demasiado tiempo para pensar.

Mi padre, que trabajaba como aprendiz todos los días, antes y después de la
escuela, estaba al tanto de que algunos sastres podían sentarse en la silla del
taller por horas, arrullando un vestido con la cabeza baja y las piernas en cruz,
y tejer sin necesidad de moverse, sin una corriente de oxigeno que les
refrescara el cerebro. Luego, con brusquedad inexplicable, mi padre vería a
uno de estos hombres ponerse de pie y sentirse plenamente ofendido por el
comentario, bastante casual, de algún compañero; por una observación trivial
y nada provocativa. Entonces mi padre se agazapaba en un rincón mientras
dedales y carretes volaban por todo el lugar. Había ocasiones en las que, si era
provocado por un colega particularmente insensible, el sastre ofendido iba en
busca del instrumento preferido en el taller para incitar al terror: las tijeras,
largas como una espada.

También había confrontaciones al frente de la tienda en la que trabajaba,


disputas entre los clientes y el propietario: el diminuto y presuntuoso
Francesco Cristiani, quien sentía un enorme orgullo por su profesión, y que
además creía que él y cada uno de los sastres bajo su tutela eran incapaces de
cometer errores; de haberlos cometido, era muy poco probable que lo
reconociera.

Hubo una ocasión en la que un cliente entró para probarse un traje pero fue
incapaz de deslizar sus brazos en el interior de las mangas porque eran
demasiado estrechas. Francesco Cristiani no sólo se negó a disculparse con el
cliente, sino que se comportó como si hubiera sido insultado por la ignorancia
de éste respecto al sentido de la moda y el estilo masculino único de la
sastrería.

—¡Los brazos no van en las mangas! —le informó Cristiani a su cliente con
aires de superioridad—. ¡Esta chaqueta fue diseñada para llevarse sobre los
hombros!

Fue durante esta época —primavera de 1911— cuando la sastrería sufrió una
catástrofe que no parecía tener solución. El problema fue tan serio que la
primera intención de Cristiani fue salir de la ciudad por un tiempo en vez de
quedarse en Maida y encarar las consecuencias.

El incidente que causó tanto pánico tuvo lugar en el taller de la sastrería, el


sábado anterior a Pascua, y tuvo que ver con el daño, accidental pero
irreparable, que uno de los aprendices había causado al traje nuevo de un
comprador de lo más exigente: un hombre que estaba entre los más
reconocidos uomini respettati [“hombres de respeto”] de la región,
popularmente conocidos como la Mafia.

Antes de que Cristiani se enterara del accidente, estaba disfrutando de una


mañana próspera en la sastrería, recolectando el dinero de varios clientes
satisfechos que habían venido para probarse sus ropas por última vez antes de
portarlas al día siguiente durante la passeggiata de Pascua, el evento mas
ostentoso del año para todo hombre en Italia. Las modestas mujeres de la villa
—a excepción de las esposas, más atrevidas, de los inmigrantes americanos—
pasarían la tarde (después de ir a misa) paradas discretamente en sus
balcones; los hombres, por su parte, estarían caminando en la plaza,
agarrados del brazo, fumando, cuchicheando y echando miradas clandestinas
para examinar las ropas nuevas de los otros. Ya que a pesar de la pobreza en
el sur de Italia (o tal vez debido a ella), había un énfasis excesivo en las
apariencias; era parte del síndrome de la fare bella figura sufrido por la región,
y la mayoría de los hombres que se reunían en la piazza de Maida, y en otras
docenas de plazas similares esparcidas por todo el sur, tenían un conocimiento
poco común sobre el arte de la sastrería fina.

Podían evaluar en pocos segundos la calidad en el traje de otro hombre,


valorar la destreza en cada puntada y apreciar el dominio de una de las tareas
más difíciles para un sastre: el hombro, del cual más de 20 partes
independientes deben colgar en armonía y permitir la fluidez de la prenda. Casi
todo hombre que se respetara, al entrar a una sastrería en busca de tela para
un nuevo traje, sabía de memoria las 12 medidas fundamentales de su cuerpo,
desde la distancia que va del cuello a la cintura, hasta el grosor exacto de los
tobillos. Entre aquellos hombres había quienes llevaban toda su vida siendo
clientes de la familia Cristiani, como lo habían sido sus padres y sus abuelos.
De hecho, los Cristiani se habían dedicado al negocio de la ropa para hombre
en el sur de Italia desde 1806, cuando la región estaba bajo el control de
Napoleón Bonaparte. Cuando el cuñado de Napoleón, Joachim Murat, quien
había sido instaurado en el trono de Nápoles en 1808, fue asesinado en 1815
en el paredón por los Borbones de España, en la villa de Pizzo, unas cuantas
millas al sur de Maida, el ropero dejado por Murat incluía un traje hecho por el
abuelo de Francesco Cristiani.

Pero ahora, en el Sábado de Gloria de 1911, Francesco Cristiani confrontó una


situación que no podía beneficiarse de la extensa tradición de su familia en el
oficio. Sostenía en sus manos un par de pantalones nuevos con un corte de
una pulgada a lo largo de la rodilla izquierda. El corte había sido hecho por un
aprendiz que andaba tonteando con unas tijeras sobre la mesa en la que
Cristiani había puesto los pantalones para una inspección posterior.

Aunque a los aprendices se les repetía una y otra vez que no tocaran las tijeras
pesadas —su trabajo consistía en cocer botones e hilvanar costuras—, algunos
muchachos cometían el error de violar esta regla en su afán por adquirir más
experiencia en el oficio. Pero lo que agigantó el crimen de aquel muchacho fue
que esos pantalones habían sido hechos para un mafioso cuyo nombre era
Vincenzo Castiglia.

Castiglia era un cliente nuevo. Vivía en Cosenza, un barrio cercano a la


sastrería, y era muy abierto sobre su profesión criminal, tanto que mientras le
tomaban medidas para el traje, le pidió a Cristiani que dejara suficiente
espacio en el interior del saco para la pistola. Sin embargo, en esa misma
ocasión, el Sr. Castiglia hizo varias especificaciones que le ganaron el respeto
del sastre, transformándolo en un hombre con sentido del estilo y conocedor
de lo que favorecía a su corpulenta figura. Por ejemplo, pidió que el corte de
los hombros fuera extra ancho para darle una apariencia más angosta a sus
caderas; también ordenó, con la intención de esconder su abombada barriga,
un chaleco plegado con una cadena de oro de la cual colgaría su reloj de
bolsillo. Además, Castiglia especificó que levantaran los dobladillos del
pantalón, según los cánones de la última moda continental; y cuando se asomó
al taller de Cristiani, expresó lo satisfecho que estaba al ver que los sastres
tejían a mano en vez de con máquinas, que, a pesar de su rapidez, carecían de
la capacidad para moldear los ángulos y costuras de una prenda del mismo
modo que las manos de un sastre talentoso.

Con una reverencia de agradecimiento, el sastre Cristiani le aseguró al Sr.


Castiglia que su taller nunca sucumbiría ante una máquina sin gracia alguna,
aunque las máquinas de coser ya se utilizaban ampliamente en Europa y
también en América. Con la mención de América, el Sr. Castiglia sonrió y dijo
que había visitado el Nuevo Mundo, y añadió que tenía varios parientes
viviendo allá. (Entre ellos estaba un joven primo, Francesco Castiglia, que en
un futuro, a comienzos de la Prohibición, alcanzaría gran notoriedad y riqueza
bajo el nombre de Frank Costello.)

En las semanas posteriores, Cristiani dedicó mucha de su atención a satisfacer


las especificaciones del mafioso, y al final quedó orgulloso de los resultados,
hasta ese Sábado de Gloria en el que descubrió la larga cortadura en la rodilla
izquierda de los nuevos pantalones del Sr. Castiglia.
Entre gritos de furia y desesperación, Cristiani no tardó en sacarle una
confesión al aprendiz, quien admitió haber estado cortando pedazos de tela
descartados sobre la mesa en la que se encontraba el par de pantalones.
Cristiani se quedó ahí parado, en silencio, temblando por un par de minutos,
rodeado por sus igualmente intranquilos y estupefactos asociados. Podía, por
supuesto, huir y esconderse en las colinas, el primero de sus impulsos; o podía
dar un reembolso y explicar lo que había pasado, ofreciendo al aprendiz
culpable del accidente como un sacrificio para el mafioso. El muchacho era
sobrino de María, la esposa de Cristiani. Antes de casarse, su nombre fue María
Talese. Era la única hermana de su mejor amigo, Gaetano Talese, que ahora
trabajaba en América. Y el hijo de Gaetano, un niño de ocho años llamado
Joseph Talese —quien se convertiría en mi padre— no paraba de llorar.

Mientras Cristiani buscaba la manera de tranquilizar a su arrepentido sobrino,


su cabeza seguía en busca de una solución plausible. No había manera, con las
pocas horas que quedaban para el regreso de Castiglia, de hacer un segundo
par de pantalones, incluso si contaban con los materiales en bodega. Tampoco
era posible borrar la cortadura sin dejar rastro, ni siquiera con un remendado,
por maravilloso que fuera.

Mientras que sus colegas continuaban insistiendo en que lo mejor sería cerrar
la sastrería y dejar una nota para el Sr. Castiglia alegando una enfermedad o
cualquier otra excusa que retrasara el enfrentamiento, Cristiani les recordaba
firmemente que nada podría absolverlo de no entregar el traje del mafioso a
tiempo para la Pascua y que era mandatorio encontrar una solución ahora,
cuanto antes, o por lo menos dentro de las cuatro horas que quedaban para el
regreso del Sr. Castiglia.

Las campanas sonaron al atardecer en la iglesia de la plaza principal. Cristiani


anunció entonces, sombrío:

—Hoy no habrá siesta para nadie. Este no es momento el momento para


comer ni descansar; es un momento de meditación y sacrificio. Quiero que
todos se queden donde están y piensen en algo que pueda salvarnos de este
desastre…

Fue interrumpido por los refunfuños de los otros sastres, a quienes no les
agradaba la idea de perderse la comida y la siesta, pero Cristiani se impuso y
de inmediato mandó a uno de sus hijos a la villa para que le dijera a las
esposas de sus sastres que sus maridos regresarían hasta que se pusiera el
sol. Luego le ordenó a los otros aprendices, incluyendo a mi padre, que
corrieran las cortinas y cerraran con candado la puertas (frontal y trasera) de
la sastrería. Después, durante los próximos minutos, todo el equipo de
Cristiani, una docena de hombres y muchachos, se congregó en silencio, como
si participaran en un velorio, dentro de las oscurecidas paredes del taller.

Mi padre se sentó en un rincón, aún estupefacto por la magnitud de su error.


Otros aprendices se sentaron cerca, irritados con él pero de todos modos
obedientes ante las órdenes de su maestro. Sentado en el centro del taller,
entre su equipo de sastres, estaba Francesco Cristiani, un hombre menudo con
un bigotillo, sosteniendo con ambas manos su cabeza y elevándola cada
cuando para mirar el par de pantalones que tenía enfrente.

Varios minutos más tarde, con un chasquido de sus dedos, Cristiani se puso de
pie. Aunque medía apenas 1.65 metros, su porte, su estilo y su lustre le
añadían substancia a su presencia. Había un brillo en sus ojos.

—Creo que se me ocurrió algo —anunció sin prisa, pausando para crear
suspenso hasta que todos le prestaran atención.

—¿Qué? —preguntó el más antiguo entre sus sastres.

—Lo que puedo hacer —siguió Cristiani— es cortar a lo largo de la rodilla


derecha para emparejarla con el daño de la izquierda y….

—¿Estás loco? —lo interrumpió el viejo sastre.

—¡Déjame terminar, imbécil! —gritó Cristiani, azotando su pequeño puño


contra la mesa—… Y luego puedo tejer ambas rasgaduras con costuras
decorativas e iguales entre sí. Le explicaré al Sr. Castiglia que es el primer
hombre en esta parte de Italia en vestir pantalones diseñados según la última
moda: la costura en las rodillas.

Los demás lo escucharon estupefactos.

—Pero, maestro —dijo uno de los muchachos con un tono de mucho cuidado y
respeto—, ¿el Sr. Castiglia no se dará cuenta, después de que le presente esta
“nueva moda”, de que nosotros, los sastres, no vestimos pantalones de ese
estilo?

Cristiani arqueó, sólo un poco, las cejas.

—Buen punto —concedió al muchacho, y el aire de pesimismo volvió a la


habitación.

Entonces los ojos de Cristiani resplandecieron de nuevo, y dijo:

—¡Pero sí seguiremos la moda! Le haremos cortes a las rodillas de nuestros


pantalones y le haremos costuras similares a las del Sr. Castiglia…

Antes de que los otros pudieran decir algo, añadió:

—No serán nuestros propios pantalones. ¡Usaremos los del armario!

De inmediato todos voltearon hacia un par de puertas cerradas de un armario


que había al fondo del taller y en cuyo interior colgaban los últimos trajes
vestidos por hombres ahora muertos; trajes que varias viudas, afligidas y sin
ganas de conservar artículos que les recordaran a sus esposos fallecidos,
habían donado a Cristiani con la esperanza de que se los diera a forasteros
para ser vestidos en villas lejanas.

Cristiani abrió las puertas del armario, descolgó varios pares de pantalones de
los ganchos y los lanzó hacia sus sastres para que se los probaran rápido. Él
mismo ya estaba en sus calzoncillos de lana y tirantes negros, buscando un
par de pantalones que se ajustaran a su escasa estatura, y cuando los
encontró, se metió en ellos, subió a la mesa y se paró por un momento, cuan
orgulloso modelo, frente a su equipo.

—Miren —dijo, señalando el largo y el ancho—, la talla justa.

Los demás sastres comenzaron a elegir de entre un amplio surtido. Cristiani ya


se había bajado de la mesa, sin pantalones, y comenzaba a cortar a lo largo de
la pierna derecha del par del mafioso, duplicando el daño hecho en la
izquierda. Luego aplicó incisiones similares a los pantalones que había escogido
para sí.

—Ahora, presten mucha atención —le dijo a sus hombres.

Con un movimiento de la seda en su aguja, aplicó la primera puntada en los


pantalones del difunto, penetrando la parte baja de la rasgadura con un punto
interno que se cerraba con destreza en el borde superior, un movimiento
intrépido y circular que repitió varias veces hasta unir el centro de la rodilla
con un bordado pequeño y redondo: una guirnalda del tamaño de una moneda.

Procedió a suturar, a la derecha del bordado, una costura de forma


ligeramente cónica y que se inclinaba en un extremo; luego, después de haber
reproducido la misma costura del lado izquierdo, dibujó la minúscula imagen
de un pájaro que extendía sus alas a la distancia, volando en dirección de
quien lo viera; el pájaro recordaba a halcón peregrino. Así fue como Cristiani
inventó el pantalón con rodillas de punta de ala.

—Entonces, ¿qué les parece? —preguntó a su equipo con una despreocupación


tal que indicaba el poco interés que tenía en sus opiniones.

Los sastres se encogieron de hombros, y un murmullo se elevó desde el fondo


del taller. Cristiani añadió con urgencia:

—Ahora, rápido, corten las rodillas de los pantalones que usarán y sutúrenlos
con el diseño que acaban de ver.

Sin esperar oposición alguna (y sin recibirla), Cristiani agachó la cabeza para
concentrarse por completo en su propia tarea: terminar la otra rodilla de los
pantalones que iba a usar, y luego comenzar, meticulosamente, a trabajar en
el par del Sr. Castiglia.

Cristiani planeaba no sólo bordar el diseño alado con seda igual a la tela que
sujetaba los ojales del saco del Sr. Castiglia, sino que también insertaría un
forro, también de seda, en el frente interior de los pantalones que se
extendería desde los muslos hasta las pantorrillas, esto para proteger las
rodillas del Sr. Castiglia de la picazón causada por el bordado, además de para
disminuir la fricción contra éstas cuando el mafioso anduviera de paseo en
la passeggiata.

Durante las dos horas siguientes, todo mundo trabajó bajo un feroz silencio.
Mientras Cristiani y los otros sastres añadían los diseños alados a las rodillas
de cada pantalón, los aprendices ayudaban con pequeñeces: cociendo botones,
planchando las orillas y otros detalles que harían que las prendas de los
difuntos se vieran lo más presentables posibles sobre el cuerpo de cada sastre.
Francesco Cristiani, como era de suponer, no dejó que nadie más que él se
encargara de la ropa del mafioso. Cuando las campanas de la parroquia
anunciaron la hora de la siesta, Cristiani inspeccionó admirado la labor de
costura que había hecho, y agradeció a su homónimo en el cielo, San Francis
di Paola, por ser inspiración y guía de su mano con la aguja.

Ahora comenzaba a escucharse actividad en la plaza: los cascabeles de los


carruajes, los cantos de los vendedores de comida, las voces de los
compradores yendo y viniendo sobre los adoquines de la calle frente a la
sastrería. Acababan de correr las cortinas del negocio, y mi padre y otro
aprendiz estaban de pie afuera con ordenes de avisar tan pronto vieran el
carruaje del Sr. Castiglia.

Dentro, los sastres estaban parados en fila atrás de Cristiani, todos ellos
exhaustos y hambrientos, además de nada cómodos con sus pantalones de
rodilla alada, pero la ansiedad y el miedo que les causaba la posible reacción
del Sr. Castiglia ante su traje de Pascua dominaba sus emociones. Cristiani,
por otro lado, conservaba una extraña calma. Aparte de su nuevo par de
pantalones cafés, con extremos que alcanzaban los botones de sus zapatos con
puntas de tela, vestía un chaleco gris y una camisa rayada de cuello blanco
adornada por una corbata color vino y un alfiler con punta de perla. En la
mano, colgando de un gancho de madera, sostenía el traje del Sr. Castiglia, el
mismo que, momentos antes, había cepillado y planchado cuidadosamente por
última vez. La tela aún estaba caliente.

A los 22 minutos después de las cuatro, mi padre corrió por la puerta y, con
una voz chillona que evidenciaba su pánico, anunció: “Sta arrivando!”. Una
carroza negra, jalada por dos corceles, se detuvo con un estruendo frente a la
tintorería. El cochero (armado con un rifle) saltó de su asiento y abrió la puerta
del carruaje. Fue entonces cuando apareció el ancho y oscuro marco de
Vicenzo Castiglia, bajando el par de escalones hasta la banqueta. Tras él venía
un hombre delgado, su guardaespaldas, vestido con un sombrero negro de ala
ancha, gabardina larga y botas tachonadas.

El Sr. Castiglia se quitó el fedora gris y, con una servilleta, se limpió el polvo
que se había acumulado sobre su frente durante el camino. Entró a la
tintorería, donde Cristiani se adelantó para saludarlo y, sosteniendo el traje en
lo alto, proclamar:
—¡Su maravilloso traje de Pascua lo está esperando!

Estrecharon las manos y el Sr. Castiglia examinó su traje sin decir nada.
Luego, tras rechazar cortésmente el vino y el whiskey ofrecidos por Cristiani,
fue directo hacia su guardaespaldas para que le ayudara a quitarse la chaqueta
y así poder probarse su atavío pascual.

Cristiani se paró cerca, junto a los demás sastres, observando cómo se mecía
la pistola pegada al pecho de Castiglia con el movimiento de sus brazos, que
levantaba por encima de sus hombros para deslizarse en el interior del
chaleco, seguido del saco de anchos hombros. Inhalando mientras abotonaba
ambas prendas. El Sr. Castiglia se miró en el espejo triple junto al probador.
Admiró su reflejo desde cada ángulo y volteó a ver a su guardaespaldas, quien
asintió afirmativamente. Comentó, con voz imperativa:

—Perfetto!

—Mille grazie —respondió Cristiani, haciendo una leve reverencia mientras


removía los pantalones cuidadosamente del gancho y se los entregaba al Sr.
Castiglia. Disculpándose, el Sr. Castiglia entró al vestidor. Cerró la puerta.
Algunos de los sastres comenzaron a caminar por la habitación, pero Cristiani
permaneció de pie al lado del probador, silbando con calma para sí. El
guardaespaldas, aún vestido de gabardina y sombrero, estaba sentado sobre
una silla, con las piernas cruzadas, fumando un cigarrillo. Los aprendices se
amontonaron en el cuarto de atrás, fuera de vista, a excepción de mi enervado
padre, quien permanecía en el frente de la tienda acomodando y
reacomodando montones de material sobre un mostrador mientras sus ojos se
enfocaban en aquella puerta cerrada.

Por más de un minuto, no hubo palabra en el aire. Los únicos sonidos audibles
eran los que hacía el Sr. Castiglia cambiándose de pantalones. Primero se
escuchó el golpe de sus zapatos cayendo al piso. Luego el leve susurro de una
pierna entrando en el pantalón. Segundos más tarde, un choque fuerte contra
la madera; seguro el Sr. Castiglia había perdido el balance estando de pie
sobre una pierna. Después de un suspiro, una breve tos y el rechinar del cuero
en sus zapatos, más silencio. Pero entonces, muy de repente, una voz
profunda bramó desde el otro lado de la puerta. “Maestro!”. Luego más fuerte:
“MAESTRO!”.

La puerta se abrió de golpe, revelando el ceño fruncido y la figura encorvada


del Sr. Castiglia, con los dedos apuntando directo a sus rodillas dobladas y al
diseño alado sobre los pantalones. Bamboleándose rumbo a Cristiani, gritó:

—¿Maestro, che avete fatto qui? [“Maestro, ¿qué ha hecho aquí?”]

El guardaespaldas se paró de un brinco, con una mirada feroz para Cristiani. Mi


padre cerró los ojos. Los sastres dieron un paso hacia atrás. Pero Francesco
Cristiani permaneció de pie, firme aun cuando la mano del guardaespaldas
desapareció tras la gabardina.
—¿Qué es lo que ha hecho? —repitió el Sr. Castiglia con las rodillas aún
dobladas, como si sus articulaciones estuvieran tiesas.

Cristiani lo miró en silencio por un segundo, tal vez dos. Finalmente, con el
tono autoritativo de un maestro que reprende a su estudiante, respondió:

—¡Oh, cuánto me decepciona! Qué triste e insultado me siento por su falta de


aprecio por este honor que intentaba otorgarle porque creí que lo merecía…
Pero veo, tristemente, que me equivoqué…

Antes de que el confundido Vicenzo Castiglia pudiera abrir la boca, Cristiani


siguió:

—Usted exige saber qué he hecho con sus pantalones sin darse cuenta de que
esto que le ofrezco es una introducción al mundo moderno, a donde yo creí
que usted pertenecía. Cuando nos visitó por primera vez, el mes pasado, para
tomarse medidas, parecía tan distinto al pueblucho retrógrada de esta región.
Tan sofisticado. Tan individualista. Había viajado a América, dijo, había visto el
Nuevo Mundo, y asumí que estaba en contacto con el espíritu contemporáneo
de libertad. Pero mi juicio fue muy erróneo… Un traje nuevo, ciertamente, no
transforma al hombre que lo lleva puesto…

Acarreado por su propia grandilocuencia, Cristiani giró hacia el más viejo de


sus sastres, que estaba parado junto a él, y soltó un antiguo proverbio italiano
que se arrepintió de haber pronunciado inmediatamente después de que las
palabras salieron de su boca:

—Lavar la testa al’asino e acqua persa —entonó Cristiani.

Lavarle la cabeza al burro es un desperdicio de agua.

Un silencio atónito cubrió toda la sastrería. Mi padre se encogió tras el


mostrador. El sastre de Cristiani, aterrado por semejante provocación, se
quedó sin aire y tembló mientras la cara de Castiglia enrojecía y las cejas se le
estrechaban; no habría sorprendido a nadie si después se hubiera escuchado
un disparo. De hecho, el propio Cristiani había agachado la cabeza y mostraba
indicios de arrepentimiento en su rostro, pero, cosa extraña, habiendo llegado
ya demasiado lejos, Cristiani, la imprudencia encarnada, repitió aquellas
palabras: “Lavar la testa…”.

El Sr. Castiglia no respondió. Farfulló, se mordió los labios, pero no dijo nada.
Quizá nunca había experimentado semejante atrevimiento hacia su persona, y
menos por parte de un minúsculo sastre. Estaba demasiado atónito como para
actuar. Hasta su guardaespaldas parecía paralizado, con la mano aún metida
en la gabardina. Después de unos segundos más de silencio, los ojos de
Cristiani volvieron a elevarse poco a poco, y vieron al Sr. Castiglia, de pie, con
los hombros encorvados, su cabeza levemente agachada y una mirada acuosa
y arrepentida. Por fin, habló.
—Mi madre, que en paz descanse, decía lo mismo cuando la hacía enojar —
pronunció suavemente el Sr. Castiglia; luego añadió—: Yo era muy joven
cuando murió…

—Lo siento mucho —dijo Cristiani, y la tensión comenzó a desvanecerse—. Sin


embargo, espero que me crea cuando le digo que de verdad teníamos la
intención de hacerle un bello traje para Pascua. Me decepcionó tanto ver que
sus pantalones, que siguen las últimas expresiones de la moda, no fueran de
su agrado.

Mirando de nuevo sus rodillas, el Sr. Castiglia preguntó:

—¿Esta es la última moda?

—Sí, por supuesto —le aseguró Cristiani.

—¿Dónde?

—En las grandes capitales del mundo.

—¿Pero no aquí?

—No aún –dijo Cristiani—. Usted es el primero en usarla entre los hombres de
esta región.

—Pero, ¿por qué la moda más nueva de aquí tiene que comenzar conmigo? —
preguntó el Sr. Castiglia con una voz llena de dudas.

—Oh, no, no ha comenzado con usted realmente —lo corrigió de inmediato


Cristiani—. Los sastres ya la hemos adoptado.

Cristiani levantó una de las rodillas de su pantalón y dijo:

—Véalo usted mismo.

El Sr. Castiglia examinó las rodillas de Cristiani y luego le echó un vistazo a


toda la habitación. Vio a los demás sastres, uno tras otro, levantando una
pierna, asintiendo mientras apuntaban a las ya familiares alas de aquella ave
infinitesimal.

—Ya veo —dijo el Sr. Castiglia—. Y también veo que le debo una disculpa,
maestro. A veces un hombre requiere de cierto tiempo para poder apreciar la
moda.

Luego, después de haber estrechado la mano de Cristiani y pagado la cuenta


—pero sin ganas de permanecer un segundo de más en aquel lugar en el que
había sido expuesto—, el Sr. Castiglia llamó a su taciturno y obediente
guardaespaldas y le entregó su viejo traje. Vistiendo la nueva prenda, y con
una inclinación de su sombrero, el mafioso caminó hacia el carruaje y a través
de la puerta que había sido abierta por mi padre.
*Texto publicado en Reader’s Digest  (1988). Traducción de Staff de El Barrio
Antiguo

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