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Los ojos de un sastre están obligados a seguir el hilo con precisión, pero su
pensamiento es libre de perderse en varias direcciones; puede profundizar en
su propia vida, meditar sobre su pasado, lamentar las oportunidades perdidas,
crear dramas, imaginar insultos, afligirse, exagerar. En pocas palabras, el
sastre, cuando teje, tiene demasiado tiempo para pensar.
Mi padre, que trabajaba como aprendiz todos los días, antes y después de la
escuela, estaba al tanto de que algunos sastres podían sentarse en la silla del
taller por horas, arrullando un vestido con la cabeza baja y las piernas en cruz,
y tejer sin necesidad de moverse, sin una corriente de oxigeno que les
refrescara el cerebro. Luego, con brusquedad inexplicable, mi padre vería a
uno de estos hombres ponerse de pie y sentirse plenamente ofendido por el
comentario, bastante casual, de algún compañero; por una observación trivial
y nada provocativa. Entonces mi padre se agazapaba en un rincón mientras
dedales y carretes volaban por todo el lugar. Había ocasiones en las que, si era
provocado por un colega particularmente insensible, el sastre ofendido iba en
busca del instrumento preferido en el taller para incitar al terror: las tijeras,
largas como una espada.
Hubo una ocasión en la que un cliente entró para probarse un traje pero fue
incapaz de deslizar sus brazos en el interior de las mangas porque eran
demasiado estrechas. Francesco Cristiani no sólo se negó a disculparse con el
cliente, sino que se comportó como si hubiera sido insultado por la ignorancia
de éste respecto al sentido de la moda y el estilo masculino único de la
sastrería.
—¡Los brazos no van en las mangas! —le informó Cristiani a su cliente con
aires de superioridad—. ¡Esta chaqueta fue diseñada para llevarse sobre los
hombros!
Fue durante esta época —primavera de 1911— cuando la sastrería sufrió una
catástrofe que no parecía tener solución. El problema fue tan serio que la
primera intención de Cristiani fue salir de la ciudad por un tiempo en vez de
quedarse en Maida y encarar las consecuencias.
Aunque a los aprendices se les repetía una y otra vez que no tocaran las tijeras
pesadas —su trabajo consistía en cocer botones e hilvanar costuras—, algunos
muchachos cometían el error de violar esta regla en su afán por adquirir más
experiencia en el oficio. Pero lo que agigantó el crimen de aquel muchacho fue
que esos pantalones habían sido hechos para un mafioso cuyo nombre era
Vincenzo Castiglia.
Mientras que sus colegas continuaban insistiendo en que lo mejor sería cerrar
la sastrería y dejar una nota para el Sr. Castiglia alegando una enfermedad o
cualquier otra excusa que retrasara el enfrentamiento, Cristiani les recordaba
firmemente que nada podría absolverlo de no entregar el traje del mafioso a
tiempo para la Pascua y que era mandatorio encontrar una solución ahora,
cuanto antes, o por lo menos dentro de las cuatro horas que quedaban para el
regreso del Sr. Castiglia.
Fue interrumpido por los refunfuños de los otros sastres, a quienes no les
agradaba la idea de perderse la comida y la siesta, pero Cristiani se impuso y
de inmediato mandó a uno de sus hijos a la villa para que le dijera a las
esposas de sus sastres que sus maridos regresarían hasta que se pusiera el
sol. Luego le ordenó a los otros aprendices, incluyendo a mi padre, que
corrieran las cortinas y cerraran con candado la puertas (frontal y trasera) de
la sastrería. Después, durante los próximos minutos, todo el equipo de
Cristiani, una docena de hombres y muchachos, se congregó en silencio, como
si participaran en un velorio, dentro de las oscurecidas paredes del taller.
Varios minutos más tarde, con un chasquido de sus dedos, Cristiani se puso de
pie. Aunque medía apenas 1.65 metros, su porte, su estilo y su lustre le
añadían substancia a su presencia. Había un brillo en sus ojos.
—Creo que se me ocurrió algo —anunció sin prisa, pausando para crear
suspenso hasta que todos le prestaran atención.
—Pero, maestro —dijo uno de los muchachos con un tono de mucho cuidado y
respeto—, ¿el Sr. Castiglia no se dará cuenta, después de que le presente esta
“nueva moda”, de que nosotros, los sastres, no vestimos pantalones de ese
estilo?
Cristiani abrió las puertas del armario, descolgó varios pares de pantalones de
los ganchos y los lanzó hacia sus sastres para que se los probaran rápido. Él
mismo ya estaba en sus calzoncillos de lana y tirantes negros, buscando un
par de pantalones que se ajustaran a su escasa estatura, y cuando los
encontró, se metió en ellos, subió a la mesa y se paró por un momento, cuan
orgulloso modelo, frente a su equipo.
—Ahora, rápido, corten las rodillas de los pantalones que usarán y sutúrenlos
con el diseño que acaban de ver.
Sin esperar oposición alguna (y sin recibirla), Cristiani agachó la cabeza para
concentrarse por completo en su propia tarea: terminar la otra rodilla de los
pantalones que iba a usar, y luego comenzar, meticulosamente, a trabajar en
el par del Sr. Castiglia.
Cristiani planeaba no sólo bordar el diseño alado con seda igual a la tela que
sujetaba los ojales del saco del Sr. Castiglia, sino que también insertaría un
forro, también de seda, en el frente interior de los pantalones que se
extendería desde los muslos hasta las pantorrillas, esto para proteger las
rodillas del Sr. Castiglia de la picazón causada por el bordado, además de para
disminuir la fricción contra éstas cuando el mafioso anduviera de paseo en
la passeggiata.
Durante las dos horas siguientes, todo mundo trabajó bajo un feroz silencio.
Mientras Cristiani y los otros sastres añadían los diseños alados a las rodillas
de cada pantalón, los aprendices ayudaban con pequeñeces: cociendo botones,
planchando las orillas y otros detalles que harían que las prendas de los
difuntos se vieran lo más presentables posibles sobre el cuerpo de cada sastre.
Francesco Cristiani, como era de suponer, no dejó que nadie más que él se
encargara de la ropa del mafioso. Cuando las campanas de la parroquia
anunciaron la hora de la siesta, Cristiani inspeccionó admirado la labor de
costura que había hecho, y agradeció a su homónimo en el cielo, San Francis
di Paola, por ser inspiración y guía de su mano con la aguja.
Dentro, los sastres estaban parados en fila atrás de Cristiani, todos ellos
exhaustos y hambrientos, además de nada cómodos con sus pantalones de
rodilla alada, pero la ansiedad y el miedo que les causaba la posible reacción
del Sr. Castiglia ante su traje de Pascua dominaba sus emociones. Cristiani,
por otro lado, conservaba una extraña calma. Aparte de su nuevo par de
pantalones cafés, con extremos que alcanzaban los botones de sus zapatos con
puntas de tela, vestía un chaleco gris y una camisa rayada de cuello blanco
adornada por una corbata color vino y un alfiler con punta de perla. En la
mano, colgando de un gancho de madera, sostenía el traje del Sr. Castiglia, el
mismo que, momentos antes, había cepillado y planchado cuidadosamente por
última vez. La tela aún estaba caliente.
A los 22 minutos después de las cuatro, mi padre corrió por la puerta y, con
una voz chillona que evidenciaba su pánico, anunció: “Sta arrivando!”. Una
carroza negra, jalada por dos corceles, se detuvo con un estruendo frente a la
tintorería. El cochero (armado con un rifle) saltó de su asiento y abrió la puerta
del carruaje. Fue entonces cuando apareció el ancho y oscuro marco de
Vicenzo Castiglia, bajando el par de escalones hasta la banqueta. Tras él venía
un hombre delgado, su guardaespaldas, vestido con un sombrero negro de ala
ancha, gabardina larga y botas tachonadas.
El Sr. Castiglia se quitó el fedora gris y, con una servilleta, se limpió el polvo
que se había acumulado sobre su frente durante el camino. Entró a la
tintorería, donde Cristiani se adelantó para saludarlo y, sosteniendo el traje en
lo alto, proclamar:
—¡Su maravilloso traje de Pascua lo está esperando!
Estrecharon las manos y el Sr. Castiglia examinó su traje sin decir nada.
Luego, tras rechazar cortésmente el vino y el whiskey ofrecidos por Cristiani,
fue directo hacia su guardaespaldas para que le ayudara a quitarse la chaqueta
y así poder probarse su atavío pascual.
Cristiani se paró cerca, junto a los demás sastres, observando cómo se mecía
la pistola pegada al pecho de Castiglia con el movimiento de sus brazos, que
levantaba por encima de sus hombros para deslizarse en el interior del
chaleco, seguido del saco de anchos hombros. Inhalando mientras abotonaba
ambas prendas. El Sr. Castiglia se miró en el espejo triple junto al probador.
Admiró su reflejo desde cada ángulo y volteó a ver a su guardaespaldas, quien
asintió afirmativamente. Comentó, con voz imperativa:
—Perfetto!
Por más de un minuto, no hubo palabra en el aire. Los únicos sonidos audibles
eran los que hacía el Sr. Castiglia cambiándose de pantalones. Primero se
escuchó el golpe de sus zapatos cayendo al piso. Luego el leve susurro de una
pierna entrando en el pantalón. Segundos más tarde, un choque fuerte contra
la madera; seguro el Sr. Castiglia había perdido el balance estando de pie
sobre una pierna. Después de un suspiro, una breve tos y el rechinar del cuero
en sus zapatos, más silencio. Pero entonces, muy de repente, una voz
profunda bramó desde el otro lado de la puerta. “Maestro!”. Luego más fuerte:
“MAESTRO!”.
Cristiani lo miró en silencio por un segundo, tal vez dos. Finalmente, con el
tono autoritativo de un maestro que reprende a su estudiante, respondió:
—Usted exige saber qué he hecho con sus pantalones sin darse cuenta de que
esto que le ofrezco es una introducción al mundo moderno, a donde yo creí
que usted pertenecía. Cuando nos visitó por primera vez, el mes pasado, para
tomarse medidas, parecía tan distinto al pueblucho retrógrada de esta región.
Tan sofisticado. Tan individualista. Había viajado a América, dijo, había visto el
Nuevo Mundo, y asumí que estaba en contacto con el espíritu contemporáneo
de libertad. Pero mi juicio fue muy erróneo… Un traje nuevo, ciertamente, no
transforma al hombre que lo lleva puesto…
El Sr. Castiglia no respondió. Farfulló, se mordió los labios, pero no dijo nada.
Quizá nunca había experimentado semejante atrevimiento hacia su persona, y
menos por parte de un minúsculo sastre. Estaba demasiado atónito como para
actuar. Hasta su guardaespaldas parecía paralizado, con la mano aún metida
en la gabardina. Después de unos segundos más de silencio, los ojos de
Cristiani volvieron a elevarse poco a poco, y vieron al Sr. Castiglia, de pie, con
los hombros encorvados, su cabeza levemente agachada y una mirada acuosa
y arrepentida. Por fin, habló.
—Mi madre, que en paz descanse, decía lo mismo cuando la hacía enojar —
pronunció suavemente el Sr. Castiglia; luego añadió—: Yo era muy joven
cuando murió…
—¿Dónde?
—¿Pero no aquí?
—No aún –dijo Cristiani—. Usted es el primero en usarla entre los hombres de
esta región.
—Pero, ¿por qué la moda más nueva de aquí tiene que comenzar conmigo? —
preguntó el Sr. Castiglia con una voz llena de dudas.
—Ya veo —dijo el Sr. Castiglia—. Y también veo que le debo una disculpa,
maestro. A veces un hombre requiere de cierto tiempo para poder apreciar la
moda.