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ARDE CÁDIZ

José Carlos Giménez Sánchez nace en Sevilla en 1968 y reside


en Cádiz desde 1994. Ha escrito, entre otras, las novelas Voyager
a América (2001), Repatriado (2003) y Fuera de lugar (2005).

© José Carlos Giménez Sánchez 2010


Impreso en Cádiz, España
Depósito legal: Ca-6842-2010
PRÓLOGO

Esto no es una novela más sobre la guerra civil española. Esta es


mi novela sobre la guerra civil española.
Por eso, fiel a mi estilo, no es estrictamente una novela. O vaya us-
ted a saber.
Es el resultado de mi investigación sobre la guerra civil en Cádiz.
Porque lo que he hecho ha sido investigar qué pasó en Cádiz, y de
aquí han irradiado los conocimientos hasta alcanzar una idea general
de lo ocurrido en España.
Hasta entonces mis nociones al respecto eran vagas o casi nulas,
así que tenía que escribir una novela para obligarme a ponerme al
tanto. Me llamaba poderosamente la atención la pasión que se ponía
al hablar de esta guerra, no había términos medios, era inevitable la
adscripción a uno u otro bando.
Mi investigación circunscrita a Cádiz no va más allá de primeros
del año 37, porque enseguida descubrí que aquí apenas hubo guerra:
inmediatamente triunfaron los sublevados e impusieron sus normas.
Sucedió, esto sí, un anticipo de la posguerra, imagen de la que luego
se implantaría en todo el territorio nacional. Más allá de primeros
del 37, no haría más que repetir ambientes y episodios parecidos a
los ya expuestos; adentrarme en los años 37, 38, etc., hubiese sido
incluir más de lo mismo, en relación con Cádiz, aunque haya episo-
dios no exentos de atractivo como la muerte de Ramón de Carranza
en septiembre del 37, la despedida de los italianos en octubre del 38
o el final de la contienda en abril del 39.
He escogido días claves y episodios que han atrapado mi atención,
recreándolos a mi modo. La mayoría de personajes que desfilan por
estas páginas son reales, existieron, escribieron aquellas amargas
horas de la historia local. Donde el misterio o el desconocimiento
cohabita con la realidad, he introducido la imaginación y aplicado la
lógica de los acontecimientos, de acuerdo con la sensación que me
ha imbuido la lectura de muchos libros y trabajos sobre el tema. He
logrado así vislumbrar cómo pudo vivirse aquel estado de cosas, me
he puesto en situación.

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Para sustentar esta mi novela, que puede presumir de ser el resulta-
do de un arduo trabajo de investigación en toda regla, añado al final
unos Comentarios a los capítulos, sobrevenidos sin orden y al albur
de mis ocurrencias, así como Referencias de algunos datos y las
Fuentes de las que he bebido. Creo así ilustrar el proceso de mi la-
bor creativo-investigadora.
En el futuro me gustaría continuar saltando al año 42, primero, y
luego al 47, para componer lo que serían las siguientes partes de es-
te escrito. Lo que me atrae del año 42 está en relación con el general
Varela y con que había una guerra mundial en auge y unos submari-
nos alemanes campando por el Mediterráneo y repostando puntual-
mente, en Cádiz. Del año 47 me cautiva, naturalmente, la explosión
en agosto del polvorín de la Base de Defensas Submarinas, sobre la
que ha aparecido recientemente un excelente trabajo: La noche trá-
gica de Cádiz.
Por el momento espero que este trabajo inspire la suficiente cali-
dad como para tomarlo en serio o, cuando menos, entretenga, cual
es la finalidad de toda novela, incluso de mi novela sobre la guerra
civil española.

Cádiz, 2010

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18 JULIO 1936

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ARDE CÁDIZ

Arde Cádiz en lugares puntuales, las llamas flamean, resplandecen


entre los abigarrados edificios. El vandalismo contagia a los refrac-
tarios a la sublevación militar, unos empiezan por arrojar piedras
contra los comercios, los más temerarios, los que siempre violenta-
ron las huelgas, otros les imitan, contagiados del frenesí destructivo.
El desgobierno, la ausencia de autoridad policial, entretenida en de-
cidir por quién tomar partido, propicia esta desbandada, que en parte
saquea para apropiarse de elementos que puedan servirles en el futu-
ro incierto que se les avecina. Después vienen las botellas inflama-
bles, o incluso antes, sin esperar a sacar provecho, causando un fue-
go incontrolable. El primer establecimiento que sufre estos atrope-
llos es "La Innovación", propiedad de Santiago Hervías; rápidamen-
te las llamas arrasan toda la finca, e incluso las aledañas, obligando
a los vecinos a desalojarlas. En la calle Columela arden "El Siglo
Gaditano", la casa de tejidos "Viniegra", la librería Cerón y el café
Lido, previamente saqueados. En la plaza de la Catedral la tienda de
tejidos de Francisco González y la casa Valiente. En los barrios de
la Viña y de Santa María, barrios eminentemente obreros, destrozan
una tienda de ultramarinos y un estanco, la droguería propiedad de
Fernández Alba, la zapatería "Garach", la perfumería "Tosso", el lo-
cal de tejidos "Merchan", el establecimiento "La Maison Elegante",
la barbería de Guillermo Burgos, la cristalería de Fermín Cabezas y
las tiendas de bisutería de Fernando Romero Castro y Francisco Du-
rán. En la calle Libertad asaltan un establecimiento de ultramarinos
y la lonja de hortalizas. En la calle Arbolí y sus inmediaciones, don-
de está la sede de la Casa del Pueblo, forman barricadas en previ-
sión de la defensa que hayan de hacer ante el paso de militares y fa-
langistas, amontonan muebles, sacos y escombros. Los bomberos no
dan abasto, no pueden abarcarlo todo, por eso el fuego se relame, se
explaya, se recrea, es su fiesta, su delirio.
También cabe entender estos desmanes como una maniobra dis-
tractora, para llamar la atención sobre sí y alejar a los militares de
los centros que les representan y están siendo asediados: Gobierno
Civil, Ayuntamiento, Correos y Telégrafos... Desde Radio Cádiz, la

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emisora EAJ-45, los concejales republicanos Servando López Soria
y Antonio Martínez Jurado han llamado a la resistencia, a oponerse
a los golpistas, a levantarse en armas, a saquear, incendiar y matar a
los militares facciosos. Sin embargo no es necesariamente este lla-
mamiento el que ha encrespado a la gente, pues hace menos de vein-
ticuatro horas el gobernador civil Mariano Zapico remitía un comu-
nicado apaciguador para prevenir cualquier reacción popular ante
los movimientos militares en Melilla. Verdaderamente han visto a
los soldados invadir las calles y las plazas, agruparse, rodar los ca-
miones, desplegarse, han oído ráfagas de metralleta y disparos, han
presenciado la lectura del bando de guerra. Así que, es la propia
trasformación del paisaje urbano, con aquella irrupción militar, la
que ha soliviantado a los trabajadores, a los sindicalistas, a los con-
cejales y, por alguna razón distorsionada de la oposición que hubie-
ran de ofrecer, la que ha repercutido contra sus propias cosas, sus
propios medios de vida, sus propios oficios. Es como si les domina-
ra un ansia autodestructiva impelida por la inercia a provocar una
hecatombe, al sentir atropellados sus modos de vida.
Hay algo en los templos sagrados que concentra su encono, su
odio. Quizás no gustan del dictado de las normas que rigen en el
cielo, en el más allá, ni de los elegidos para interpretarlas y endosár-
selas, dudosamente competentes, amigos de los privilegiados, que
son quienes aflojan el bolsillo para que aquellos templos estén
siempre repletos de riquezas artísticas, olvidándose de la penuria de
los pobres o, si es que no la olvidan, tratándolos con una piedad
humilladora. Arde la Iglesia de San José en Extramuros y un colegio
de religiosas aledaño. Lo intentan con la Iglesia de San Antonio, el
convento de Las Descalzas y el Seminario San Bartolomé pero fra-
casan. Y no porque hayan intervenido las fuerzas del orden, hoy ex-
traviadas, descabezadas, sino los propios vecinos, gente de bien,
buenos ciudadanos, que son mayoría, sofrenando a los vándalos, a
los desatados, arriesgando su propia seguridad en franca oposición
contra aquella locura, no obstante reprobar por encima de todo su
desencadenante, esto es, la sublevación militar. A pie de los templos
y los establecimientos se producen discusiones entre conciudadanos,
algunos se conocen, conocen a sus familias, a sus amigos, sus ofi-

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cios, su sentir, y juegan a convencerse mutuamente de lo que con-
viene hacer y lo que no, de lo que está bien y lo que es excesivo, y
por eso se evitan muchos más fuegos.
Las llamas propician un fulgor suave, un aura tenue, un crepitar le-
jano, el humo se eleva parsimonioso y silente hacia el cielo, parece
que se lleve el alma de la quietud, del sosiego, de la paz, dejando
atrás una ciudad de incertidumbres.
El fuego que prende en los corazones es otra clase de fuego, fuego
de ideas, de sentimientos, de creencias, de convicciones, de odios,
de filiaciones, de miedos, de desesperaciones, de crueldades, de ca-
lamidades. Por culpa de ese fuego también arde Cádiz.

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ASEDIO AL GOBIERNO CIVIL

Cesan los tiros y suena el teléfono en el despacho del gobernador


civil. Todos lo escuchan. Todos cuantos están parapetados con sus
armas en puertas, ventanas, balcones..., o acurrucados en dependen-
cias, salas, pasillos... Todos cuantos resisten, y también los que es-
tán detenidos; y los que ignoran el asedio refugiándose en el trabajo,
como el presidente de la Diputación Provincial, Francisco Cossi
Ochoa, cuyo despacho queda en el ala opuesta del edificio.
Y lo escuchan los nobles y reyes retratados en los grandes cuadros
de las paredes; y los dorados angelitos, hadas y robin hoods de los
relojes de mesa bajo los cuadros; y los relojes de pie y de pared que
ralentizan sus lánguidos péndulos para no dar las cinco y media an-
tes de que alguien descuelgue.
El joven capitán de la Guardia de Asalto Antonio Yáñez-
Barnuevo, quien ha asumido sin vacilaciones la dirección de la re-
sistencia armada, guiando no sólo a los suyos sino también a los ci-
viles, sisea y hace un gesto con la mano al guardia de asalto que ha-
ce unos minutos ha apuntado y disparado contra el general.
- Mira que si me lo he cargado.
- Chist -le calla.
El cabo Cesáreo Berrocal detiene su inspección ocular de las fuer-
zas desplegadas en la plaza de las Cortes y del revuelo formado en
torno al abatido. Comparte en seguida la importancia que encierra el
estridente timbre del teléfono: quizás sea la consecuencia de su pe-
ricia.
Así también lo piensan quienes ocupan el despacho del gobernador
civil, incluido los oficiales Julio Almansa Díaz y Joaquín Rodríguez
Llanos, capitán y teniente de infantería respectivamente, detenidos
cuando marchaban a acuartelarse a su regimiento, y el falangista
Joaquín Arcusa, detenido cuando defendía la armería de su padre,
para quienes la noticia de la muerte del general constituiría un golpe
devastador, como lo sería para el rey cuyo retrato de gala permanece
exiliado en el pasillo desde que el de Manuel Azaña lo desplazara,
ya que el general es monárquico y por eso, parece ser, encabeza la
sublevación en Cádiz.

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Para el avieso comisario de policía Adolfo de la Calle, secreto
amigo del gobernador militar de la plaza, general José López-Pinto
Berizo (quien declaró el estado de guerra al mediodía tras el telefo-
nazo de Queipo de Llano desde Sevilla: Pepe, ¿Qué quieres Gonza-
lo?, Ya lo he hecho, ¿Palabra de honor?, Palabra, Pues yo, ahora
mismo, más persuasivo que el de Beigbeder la madrugada pasada
desde Tetuán: El ejercito de África se ha hecho aquí con todos los
resortes del mando, Comprendido), también sería una contrariedad
desgraciada, así como para el teniente de la Guardia Civil José Ló-
pez Lajarín, quien sospecha que su jefe de comandancia, el teniente
coronel Vicente González, después de remitirle orden de reunirse
con él aquí, se olió el percal, esfumándose antes que mojarle las
barbas al bilaureado militar africanista.
Para los hombres de honor, en cambio, para los de excelso sentido
del deber, como el capitán de fragata Tomás Azcárate García de
Lomas, segundo comandante del crucero República, quien atando
cabos ha comprendido su deliberado alejamiento de la base por par-
te del almirante José María Gámez Fossi y del propio comandante
del República, Juan Benavente García de la Vega, accediendo al
asesoramiento naval que de él demandaba el gobernador civil; así
como para el teniente coronel Leoncio Jasso Paz, jefe de la coman-
dancia de carabineros, quien se encuentra a pocos meses de pasar a
la reserva y lo mismo que en octubre del 34 protegió la Audiencia
Provincial, la Catedral y el convento de Santo Domingo de los ván-
dalos, hoy defendería, si pudiera trasmitir sus órdenes, el Gobierno
Civil de los sublevados, sería una fatalidad indigna de alegrarles,
pero merecida cuanto el general habría encabezado una rebelión
ilegal y violenta.
Para Mariano Zapico Menéndez-Valdés, el gobernador civil, que
en este punto ha alcanzado el máximo de enojo e indignación posi-
bles, después de que el emisario del general, el comandante Baturo-
ne Colombo, pretendiera hace media hora la rendición bajo la ame-
naza del cañoneo del edificio, frustrado al atascarse la pieza de arti-
llería al primer disparo, y le informara de la excarcelación del gene-
ral, arrestado en el Castillo de Santa Catalina, por disponerlo el go-
bernador militar de la plaza (el, a la postre, destapado traidor gene-

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ral López-Pinto, cuya adhesión nunca sospechara, al manifestárselo
más de una vez: Guarde cuidado, Nunca apoyaré una sublevación
en Cádiz), sí que la noticia de la muerte del general le embargaría
de rabiosa alegría.
El cabo Cesáreo Berrocal hace un mohín interrogativo a su supe-
rior el capitán Yáñez-Barnuevo, preguntándole si es que nadie va a
descolgar el teléfono y es preciso que abandone el balcón para ha-
cerlo él mismo, todo con tal de acallar el estridente timbre, su se-
cuencial martilleo de las sienes, más torturante que los precedentes
silbidos y golpes sordos de las balas contra la piedra ostionera del
edificio, piedra que se desmenuza en el lugar de los impactos, exha-
la una nubecilla de finísimo polvo áureo y, arrullada por la misma
brisa que aletea las hojas de las acacias en la plaza de las Cortes, in-
vade el despacho y tapiza tenuemente los muebles, los uniformes y
el teléfono.
El oficial de telégrafos Luis Parrilla Asensio, de paralelo entusias-
mo al del capitán Antonio Yánez Barnuevo, solo que revestido de la
prudencia que dan los años, viniendo de repartir ánimos a diestro y
siniestro, irrumpe en el despacho, atraído por el mismo sonido que
escuchan todos, amplificado por el silencio de las balas. Su mirada
choca con la del capitán de la Guardia de Asalto, que acaba de
abandonar el gesto de su subordinado, y juntas convergen en el en-
corajado gobernador Zapico, quien parece propuesto a agotar la pa-
ciencia de quienquiera aguarde respuesta al otro lado y, en todo ca-
so, haya sido abatido o no el general, a no dejarse convencer ni
amedrentar más, si es que en lo que va de asedio se ha dejado, si es
que no hubiera quedado ya clara su postura desde que saliera al bal-
cón para responder al bando de guerra dictado al son del redoble de
tambores en la plaza Argüelles, colindante a la de las Cortes, un
enérgico y categórico: ¡Viva la República!
-¿Diga?
Descuelga el teléfono Antonio Macalio Carisomo, secretario del
gobernador civil, y el silenciado timbre alivia los oídos, y el polvillo
áureo que tapiza el negro teléfono empolva la mano sudorosa, y las
miradas de los presentes aprecian el leve mohín de desesperanza del
secretario al identificarse la voz al otro lado.

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-El general Varela Iglesias al habla, gobernador.
El secretario alarga el teléfono a su jefe y, mientras este lo coge a
disgusto, el cabo Cesáreo Berrocal se pregunta a quién ha abatido
entonces.
De hecho, todavía duda si ha fallado, sospecha si no será un im-
postor quien esté al otro lado del aparato, comprueba la mirilla del
fusil, mira de nuevo al exterior, localiza el barullo en torno al abati-
do, entre los árboles y alrededor de los mármoles del monumento a
la Pepa. Los presentes reparten su atención entre los aspavientos del
guardia de asalto y el enfado del gobernador y, en ambos casos, en-
tienden retrospectivamente que un general, aunque sólo sea de bri-
gada, no es alguien que muera así como así, a la primera de cambio,
por una bala furtiva, susceptible de sortear la vanguardia del ataque,
los parapetos, los árboles, los monumentos y alcanzar el puesto de
mando, y menos un general africanista, que en las campañas contra
las cábilas ha adquirido una inmunidad sobrenatural de tanto pasear
entre fuegos cruzados sin que proyectiles ni explosiones le pertur-
ben, y menos desde que, al término de la pacificación, el espíritu del
enemigo derrotado, el espíritu de los caídes, de los bajaes..., lo ab-
sorbiera como en una suerte de trasmigración hechicera, y con él su
demoníaca fuerza.
-Si su asistente personal ha muerto... no es cosa que pueda cul-
pársenos. No hacemos sino defender la legalidad oponiendo a su
fuego el nuestro. El estado de guerra no está respaldado por el par-
lamento, único caso en que la autoridad civil se someterá a la mili-
tar. Detenga, pues, esta agresión absurda y peligrosa. Ordene la reti-
rada de las tropas.
La entereza del gobernador civil es admirable, pese a que, como a
todos, ha impresionado la noticia de una muerte.
Escogido la tarde anterior cuando el general era encerrado en el
Castillo de Santa Catalina por orden de Casares Quiroga, al iniciarse
la revuelta en Melilla, el joven de dieciocho años Rafael Soto Gue-
rrero experimentó una gran alegría al poder servir a un general. Pa-
recía que el servicio militar no depararía tales sorpresas, en lo único
que había destacado hasta entonces era tocando la corneta, su come-
tido hasta anoche mismo. A solas con él, en la celda, ya demostrada

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su servicialidad, encajó un par de preguntas, a la manera como las
hacen en tales intimidades los generales, sobre su familia, refirién-
dole orgulloso del padre que trabajaba en el arsenal de la Carraca;
del hermano mayor que había fallecido en accidente cumpliendo el
servicio militar en la armada; y así de la madre y del resto de sus
ocho hermanos, escamoteando los destalles aburridos y exagerando
los de interés, ayudando a que el general, recostado en el catre, se
enfrascara en la evolución de los planes conspirativos.
A las tres de la tarde de hoy, al ser este liberado, pensó que regre-
saría a su regimiento, a la rutina, y contaría entusiasmadamente a
sus compañeros cómo es un general visto de cerca. Pero ya no se
separaría de él. Le acompañó hasta su casa, le ayudó a vestirse el
uniforme, las botas altas, la cartuchera de cuero, los guantes blan-
cos, admirando subrepticiamente las medallas puntiagudas, el bas-
tón de mando, la espada de gala, la chilaba de invierno y otros ense-
res morunos. Luego al Gobierno Militar, donde asistió a la penosa
discusión que sostuvo con el teniente coronel Juan Sánchez Plasen-
cia, jefe de Estado Mayor, que concluyó con la detención de este.
Luego al Regimiento de Artillería de Costa nº 1, donde supervisó la
salida de una batería y cuarenta artilleros comandada por el capitán
Juan Muro Marcos. Luego a su propio regimiento, el nº 33 de infan-
tería, donde venció las reticencias del coronel Juan Herrera Mala-
guilla, que acabó ordenando al capitán Nicolás Chacón Manrique de
Lara capitanear el segundo batallón, ¡el suyo!, ante cuyos compañe-
ros de la segunda compañía se ufanó de su modesto papel, hacia
quien demostraba en aquellos trascendentales momentos un electri-
zante don de mando.
Por último, frente al Gobierno Civil, en la plaza de las Cortes, en
medio del cruce de disparos, le ha prestado un último servicio, sir-
viéndole de escudo.
Al tenerse noticia de una muerte violenta, la atención se atasca
unos minutos, el pensamiento sufre un íntimo vértigo, la luz de la
conciencia dirige su haz por los rincones oscuros de la mente. Hay
quien trata de ponerle rostro al abatido, de acertar con sus facciones,
su expresión, sobre todo si se convence de que se lo cruzó en vida,
como es el caso del comisario Adolfo de la Calle o el teniente de la

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Guardia Civil José López Lajarín, quienes intervinieron ayer tarde
en el arresto del general, en el trascurso del cual apareció aquel mu-
chacho que a duras penas disimulaba la excitación producida por su
designación como asistente. Tratan de aprehender su imagen, su ac-
titud, su paso desapercibido entre el grupo de oficiales, de rescatarlo
entre los azarosos registros de la memoria, de vincularlo a la presen-
te desgracia, de establecer una intrínseca relación entre su designa-
ción como asistente y su muerte, cosa que logra y resuelve el comi-
sario comparándolo a un peón de ajedrez, tanto por su carencia de
rostro como por su llamada al sacrificio y, en distinta forma, el te-
niente, quien sí descubre un rostro afable, barbilampiño y cautelo-
samente entusiasta.
Para quienes son padres de hijos en edad de ser asistentes de gene-
rales, como el capitán de fragata Tomás Azcárate y el jefe de cara-
bineros Leoncio Jasso, el joven caído cobra la inquietante expresión
de sus hijos, infundiéndoles una peregrina desazón, contrapuesta al
alivio de saber que no lo son, que no son sus hijos, ni ellos el padre
que ha de recibir la terrible noticia y que ya sufrió la muerte del
primogénito cuando hacía el servicio militar en la armada. Y los que
son jóvenes y tienen hermanos en edad de ser asistentes de genera-
les, como el capitán de la Guardia de Asalto Yáñez-Barnuevo o el
falangista Joaquín Arcusa, trasponen momentáneamente, en lo que
dura el atasque de la atención y el íntimo vértigo del pensamiento,
en el lugar del desgraciado a sus respectivos hermanos, sintiendo un
íntimo furor vengativo, aplacado y pospuesto para cuando sea legí-
timo.
Todos los presentes se precipitan más o menos conscientemente en
estas traslaciones al ámbito familiar, librándose del dolor, al menos,
de momento, no así de comprender la gravedad de las circunstancias
que atraviesan y por ello del inteligente acuerdo a que llegan quie-
nes hablan por teléfono.
-Saldrán las mujeres, niños y cuantos jóvenes quieran hacerlo li-
bremente. Envíe de nuevo al comandante Baturone para garantizar
el desalojo. Los demás nos quedamos en calidad de representantes
del gobierno legítimo y de las fuerzas que lo salvaguardan, entre las
que el ejército debiera contarse.

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¿Quién tiene la culpa de la muerte del corneta Rafael Soto Guerre-
ro? Culpar es viciosa y callada inclinación del ser humano, la des-
gracia se atribuye a una actitud terca y arrogante, para los unos, del
ejército por sublevarse, para los otros, de los políticos por refugiarse
y resistir. No es el guardia de asalto quien lo ha matado, no es su ba-
la dirigida al general gaditano, ha sido Sanjurjo desde Estoril, Casa-
res Quiroga desde Madrid, Mola desde Navarra, la Pasionaria desde
Asturias, Durruti desde Zaragoza, José Antonio desde Alicante,
Queipo de Llano desde Sevilla, Compayns desde Barcelona... Han
sido los falangistas que mataron al teniente Castillo y los guardias
de asalto que mataron al cedista Calvo Sotelo.
Entre los presentes, sin mediar palabra, se elucubra sobre la culpa-
bilidad de esta muerte. Surge un debate interior donde replican a sus
adversarios, hacen acopio de argumentos. Las conciencias inician
una vertiginosa caída hacia el descargo propio y el abultamiento de
la culpa ajena. Los detenidos están de una parte, quienes resisten de
otra. Pero no es el momento de debatir. Ahora la sola idea de un
parlamento constituyente es incluso abominable, la acción va to-
mando cuerpo, las balas desplazando a las palabras. La imparciali-
dad cae del lado de quienes creen en el sentido del deber, incluso
cuando ignoran que desde Madrid los están ascendiendo. Es el caso
de Tomás Azcárate García de Lomas, nombrado en las últimas ho-
ras nuevo jefe de Estado Mayor de la Base Naval de San Fernando.

Algunos se resisten a salir, pese a que Mariano Zapico les ordena


que lo hagan. Quieren permanecer en el interior, compartir el des-
tino de sus compañeros, mantenerse en sus parapetos como pulpos
apegados a su cueva o tortugas a su caparazón. Milagros Rendón, la
hija del comunista Francisco Rendón, el relojero de la calle Alfonso
X el Sabio, quien en estos momentos resiste a tiros en el Ayunta-
miento a las órdenes del ex jefe de la Guardia Municipal Antonio
Muñoz Dueñas (al alcalde Manuel de la Pinta le ha pillado de viaje
y a su sustituto Rafael Madrid en casa), renuncia a contarse entre los
evacuados, a desfilar ante el impávido emisario el comandante Ba-
turone Colombo, no quiere marcharse ni adoptar una actitud pasiva,

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ahora que las posturas se radicalizan, nadie cede y ha habido un
muerto; quiere empuñar un arma, eximirse de la simple vigilancia
de un detenido, el hermano del falangista Joaquín Arcusa, Leandro
Arcusa, adolescente retraído y de malas pulgas. Pero no hay forma
activa de participación, no hay armas para todos, los guardias de
asalto han repartido sus pistolas, quedándose los fusiles, no insista
con que aguardará a relevar a quien primero caiga; no, asegura Ma-
riano Zapico, no habrá más muertos.
Milagros Rendón atisba un arma libre, es su último intento, y la
señala con el dedo, a espaldas del gobernador, en la lustrosa cartu-
chera del jefe de carabineros Leoncio Jasso Paz; no la ha desenfun-
dado, no la está usando, por tanto, es una opción desaprovechada.
Admirable empeño, sería émula del capitán Yánez Barnuevo y el
oficial Parrilla Asensio de darle cuartel; pero, ¿cuántas ventanas
cree que hay para doscientos resistentes armados? Aunque, no..., no
se trata de que falten ventanas o sobren resistentes; de una cuestión
aritmética; no se trata sólo de eso.
Mariano Zapico no ha sido partidario en ningún momento de armar
a los civiles (sindicalistas, anarquistas, frentepopulistas..., o, cabe
mejor decir, panaderos, tipógrafos, almadraberos, sastres, depen-
dientes...), ha sido cosa sobrevenida; una imprevista ola que ha roto
al pie del Gobierno Civil, abandonando una espuma de indómitos
mozos en su interior, deseosos de defenderse. Estos mismos son
aquellos que disolvió la policía a instancias suya durante las huelgas
de junio, después de que los distintos gremios enarbolasen sus
reivindicaciones y amenazasen con poner patas arriba la ciudad,
alentados por el éxito de la huelga en mayo de los astilleros de
Echevarrieta y la incautación gubernamental. Si se le nombró a par-
tir de marzo gobernador civil había sido porque ante los desórdenes
varios no pecaría de permisivo e inoperante como su predecesor Jo-
sé Montañes. Las mejoras de unos no frenarían el progreso de los
otros, si bien, convino, había sido lícito exigir el pago de los jorna-
les y la mejora de las condiciones de trabajo, hacia donde dieron un
gran paso los secretarios locales de UGT y CNT, Manuel Lapi y Vi-
cente Ballester respectivamente (a propósito, en estos momentos los
dos defendiéndose a tiros en el edificio de Correos y Telégrafos),

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dando ejemplo al sindicalismo nacional, concertando sus estrategias.
Rompió la ola de civiles al pie del edificio buscando amparo y res-
paldo a su sentir democrático, y Zapico les permitió la entrada en su
legítimo templo; no pudo impedir que Antonio Yánez Barnuevo ar-
mara a unos cuantos. El gobernador considera que hasta para resistir
a un poder faccioso hay que respetar unas mínimas fórmulas demo-
cráticas, entre las cuales, lo ha confirmado con el Ministerio de la
Gobernación, no se incluye la de armar a los civiles. Por eso niega a
Milagros Rendón la pistola del jefe de carabineros, si es que estu-
viera en sus manos disponer de ella, y le ruega que abandone el edi-
ficio y se ponga a salvo.
La hija del relojero obedece inclinando la cabeza, la desilusión di-
bujada en el rostro, mezclada con barruntos de ideas aciagas basadas
en la superioridad armamentística del enemigo. La provisión de ar-
mas es cuestión capital en estos casos y ahí les han ganado la parti-
da. Corrió el rumor del atraque en el puerto de un carbonero repleto
de fusiles consignados a nombre del presidente de la Patronal Ra-
món Grosso, que confirmó un agente del SIS (Secret Intelligence
Service), un tal Emilio Griffith, más preocupado en averiguar si
provenían de la Abwehr de Canaris que de ayudarles a interceptarlo.
Está segura de que han servido para armar a los falangistas. De he-
cho, al pasar cerca de Joaquín Arcusa le lee en los labios una media
sonrisa prepotente como regodeándose de la delantera que les llevan
en este asunto. La indignación le hace estallar súbitamente:
-¡No os saldréis con la vuestra, hijos de puta! -abalanzándose so-
bre él.
Leandro Arcusa, el hermano, da un brinco, saliendo de su retrai-
miento. La cólera de la comunista le impresiona, la carga de odio
contenida en sus palabras, el que la mujer que le había estado vigi-
lando, una mujer por la que había comenzado a sentir una incómoda
ternura, pudiera revolverse contra su hermano y lanzarle aquel in-
sulto en un detestable tono bronco y furibundo, y no fuera a más
gracias a la intervención del secretario del gobernador Antonio Ma-
calio, quien le ha echado un brazo tranquilizador por encima del
hombro y la aleja varios pasos, y de Yáñez-Barnuevo, quien encarga

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de su custodia hasta la salida al guardia de asalto Cesáreo Berrocal,
todavía cavilando cómo pudo errar el tiro dirigido al general.
Al bajar las anchas escaleras de estilo imperial se cruzan en el re-
llano, justo cuando el gigante espejo de marco suntuoso atrapa sus
reflejos, al comandante Baturone Colombo, que sube de camino a
las dependencias del gobernador para hacer una última solicitud an-
tes de dar por concluida la evacuación y retirar los soldados aposta-
dos a la puerta. Milagros Rendón recibe una sacudida de calor al sa-
lir del edificio y dejar atrás el mármol que refresca los amplios inte-
riores y al guardia de asalto que la ha acompañado y que la ve re-
chazar con un imperceptible ademán el cacheo de algún soldado y
volver la mirada hacia la plaza de las Cortes, entre la rala arboleda y
las inmediaciones del imponente monumento a la Pepa, donde los
artilleros se emplazan y también el general y su cohorte, y luego ha-
cia la plaza Argüelles, por la que se encaminan hacia aquel punto,
ejecutando un desfile imperioso, un grupo de camisas azules. Mila-
gros no les observa los fusiles que debieron venir ocultos en el car-
bonero, lo que no necesariamente desmiente la información confir-
mada por el espía ingles, ni, por tanto, su concepto de ellos, que
vuelve a mascullar entre dientes, mientras se pierde por las calles
aledañas.
Antes de que el comandante Baturone llegue adonde se encuentra
el gobernador civil, este envía al oficial de telégrafos Luis Parrilla
Asensio al despacho del presidente de la Diputación Provincial para
que le ponga al corriente de la evacuación y le invite a incluirse en
la misma si lo desea, lo que hace extensivo, barriéndolos con una
mirada preocupada y expectante, a los presentes, entre quienes el
corpulento capitán de fragata Tomás Azcárate y el fornido aragonés
teniente de carabineros Leoncio Jasso Paz aprovechan para, con pa-
labras suaves y juiciosas, aconsejarle la rendición, por la inutilidad
de la resistencia y el riesgo que comporta, desestimándola Mariano
Zapico en el mismo tono amable, distinto del que emplea con Batu-
rone Colombo cuando este se presenta y repite el mensaje de la pri-
mera visita y la amenaza de reanudar el fuego, esta vez, más intenso
y junto al empleo de la pieza de artillería de 75 mm., ya desatasca-
da:

18
-¡Estoy harto de la misma memez! Son ustedes quienes deberían
retirarse, dando por concluida esta rebelión ilegal, este flagrante
atropello del poder público.
El comandante Baturone desiste y pasa a abordar la petición que
cree más factible, la de liberar a los detenidos Julio Almansa Díaz y
Joaquín Rodríguez Llanos, así como a la patrulla que comandaban,
gesto que restará intensidad al ataque y suavizará la acusación de
rebeldes contra la autoridad militar cuando sean juzgados, petición
que el gobernador recibe con una sonrisa sarcástica y un mohín ner-
vioso:
-¿Me cree estúpido? ¿Liberarlos para que se sumen al asedio, lo
que era su propósito cuando fueron detenidos? Además, serán uste-
des quienes respondan ante la autoridad civil por esta traición.
Mariano Zapico duda en su fuero interno de que se restablezca la
normalidad; de que esta resistencia no pase de testimonial; pero ha
de mostrarse así: seguro, decidido; vacilar es ceder terreno, rendirse
darles la razón. Ha sido militar y asume la obligación de ser leal al
gobierno elegido democráticamente, de no inmiscuirse en política,
de garantizar la seguridad de la nación que le ha confiado las armas
para su salvaguarda, no para atacarla a traición, no para pisotearla,
no para arrancarle sus poderes a punta de pistola; los obreros se de-
claran en huelga para exigir el pago de los jornales; los militares dan
golpes de estado para restablecer sus privilegios.
Luis Parrilla Asensio asoma por la puerta y deniega con la cabeza,
el gobernador entiende que el presidente provincial Francisco Cossi
ha desestimado marcharse, que se queda en su despacho trabajando,
apurando su capacidad de concentración, resistiendo a las perturba-
ciones externas. El comandante Baturone cruza una mirada de re-
signación con los oficiales de infantería detenidos. El taimado comi-
sario de policía y vigilancia Adolfo de la Calle esperaba la libera-
ción para probar a marcharse él también; no da un paso en falso, no
se descubra; en realidad, no es demasiado sacrificado permanecer en
silencio y retraído, y en este caso, tomando buena nota de la actitud
de cada cual por si en el futuro hay que testificar; sabe que el golpe
ha estado bien organizado en Cádiz, lo ha urdido el general Varela,
a quien el cuerpo de policía ha vigilado desde su confinamiento en

19
abril; ha seguido sus pasos, sus contactos clandestinos con el jefe
local de la Falange Manuel Mora Figueroa, con el vicealmirante de
la Base Naval de San Fernando Manuel Ruiz Atauri, con el jefe del
primer Regimiento de Artillería de Costa, el coronel Pedro Jevenois
Labernade y, por supuesto, con el gobernador militar general López-
Pinto Berizo, a través del capitán de artillería Juan Muro Marcos; ha
sabido que a última hora pudo haber escapado a Madrid para liderar
allí el golpe conforme al plan de Sanjurjo, que envió a verlo a su en-
lace José Fariña Ferreño.
El comandante Baturone Colombo está a punto de marcharse, dan-
do por concluida su misión, cuando salta el falangista Joaquín Arcu-
sa para solicitar, con un deje de exigencia más que de súplica, que
su hermano, detenido con él, adolescente, inofensivo, sea puesto en
libertad. Hay un silencio expectante. La comunista ya no lo vigila,
encargar a alguien de hacerlo es inutilizar un efectivo para la defen-
sa, es, también, emborronar la altura moral de la misma, tratándose
de un adolescente. Estos son los pareceres del capitán de la Guardia
de Asalto y el gobernador civil, por lo que, aquél da la orden cuando
este hace un gesto rápido de conformidad.
Leandro Arcusa se une a Manuel Baturone Colombo, abandonan
juntos el edificio. A la puerta los azota una ola de calor, la soldades-
ca entiende que ha concluido la evacuación, obedece el gesto del
comandante para retirarse. Leandro no se despide, no se aleja, no se
pierde por las calles aledañas como los otros, no se separa del lado
del comandante, ignora la rápida y descuidada indicación para que
se esfume, de hecho, el militar cree que lo ha hecho cuando al cabo
de unos metros nota su presencia a la espalda, inflamada por el sol,
insistente e inesquivable como una sombra enigmática y testaruda
que atraviesa con él la línea de fusileros de vanguardia, agazapada
tras los árboles de la plaza de las Cortes y atenta a la reanudación
del fuego. Lo deja estar porque según alcanza el puesto de mando en
la plaza Argüelles, los falangistas que parlamentan con el general
Varela Iglesias y el capitán de artillería Juan Muro Marcos lo reco-
nocen, es el hermano de Joaquín, el hijo del armero, quien por toda
respuesta a las interesadas preguntas que le dirigen, sin cambiar el
gesto enfurruñado, señala el brazalete rojo y negro de uno que no

20
lleva camisa azul, comprendiéndose que quiere que le proporcionen
uno, y así lo hacen, colocándoselo en el brazo izquierdo.
El jefe local de la Falange Manuel Mora Figueroa y Gómez Imaz,
en nombre del resto, solicita al general el aprovisionamiento de ar-
mas. Los falangistas han cumplido las indicaciones de los militares
dadas hace unas horas, han recorrido las céntricas calles de la ciu-
dad sofocando el pillaje de los comercios, lo han logrado en gran
medida, pero, con tan escasas armas, dieciocho pistolas, no lo sufi-
ciente. Necesitan más, y fusiles, sobre todo fusiles para contrarrestar
el acoso desde las azoteas, donde cualquier artilugio es un arma
arrojadiza. Añade el falangista que el frenesí destructivo responde a
la estrategia calculada de atraerse al ejército para que reduzca las
fuerzas sitiadoras, es menester, por tanto, demostrar su inutilidad,
pertrechándose ellos.
El general Varela y su plana mayor se sonríen malévolamente, si
es eso cierto, aquella patulea no entiende de tácticas militares. De
ningún modo el vandalismo podrá distraer al ejército, y menos en
tanto los centros de poder no estén sometidos. El vandalismo com-
promete la consistencia de la ley o representa su desafío cuando
aquella se desintegra, y por eso el populacho, que presiente la zozo-
bra e intuye su desprotección, se presta al delirio destructivo, a la
euforia insumisa, al arrebato violento.
El general finalmente accede, aunque sin tener claro en qué medida
proveerlos, que será la medida tangible de su confianza en ellos, lo
que se asemeja a cuando armaba a los cabileños con indisimulada
suspicacia. En definitiva, les conviene improvisar un cuerpo policial
que detenga el hervor de las calles, que acalle su molesto y descon-
centrador zumbido, lo que no significa suponer un refuerzo impres-
cindible para la conquista de aquel poder que se resiste. Los frunci-
mientos de entrecejo del general responden a la maquinaria mental
que termina en la cristalización de sus decisiones. La presente con-
siste en hacerles entrega de una treintena de fusiles con sus respecti-
vos correajes y munición, podrían haber sido más, pero, para él, así
queda tasada la medida de su confianza en ellos. Leandro Arcusa se
apropia de uno.

21
Es de noche y apenas un lagrimeo de luz estelar se cuela en el inte-
rior del edificio. Los candelabros de la época isabelina permanecen
apagados para no proponer un blanco a los tiradores, la luz eléctrica
no funciona, un descolgado cable eléctrico del paseo Canalejas
chisporrotea al contacto con el tendido del tranvía. La tarde ha sido
un festival de silbidos, tableteos y estampidos, estos últimos a cargo
del achacoso cañón de 75 mm, lo que ha obligado a los políticos y
militares a trasladarse, primero, al ala opuesta, cerca del despacho
del atareado presidente de la Diputación Provincial Francisco Cossi
Ochoa, ya rendido a los acontecimientos, segundo, después de cer-
cado completamente el edificio, y herido en el muslo el secretario
del gobernador Antonio Macalio Carisomo por una bala de rebote, a
dependencias interiores, incluyendo, en este último caso, el cuarto
de baño, donde la pringosa sangre se enjuaga mejor. El secretario
del gobernador desbarata cualquier duda sobre si terminar la resis-
tencia o, siquiera, establecer una nueva tregua para desalojarlo a él y
a otros heridos, es un servidor leal, él y otros como él se han conver-
tido en la prolongación abnegada y laboriosa de sus jefes; le asoma
un genio de indignación, un genio de orgullo ultrajado, cobrando
vigor para rechazar cualquier protagonismo imprevisto: es más la
rabia quien detiene la sangre que el nudo del pañuelo sobre el mus-
lo.
Mariano Zapico agradece su actitud, no deja de ser un gesto entre
grotesco y heroico, apenas conserva la esperanza de que las fuerzas
del ejército se retiren por sí solas, animadas por el fracaso de la su-
blevación a nivel nacional más que por la ventaja local, respecto a la
cual el factor desequilibrante ha de ser la llegada de refuerzos de
fuera, ya que el respaldo de los regimientos de la ciudad ha sido in-
suficiente gracias a la resistencia en los edificios públicos y al re-
chazo del pueblo. Han desplegado las tropas y ocupado las calles, sí,
los espacios abiertos, han congelado la vida, detenido el discurrir
ciudadano, haciendo que los elementos más expresivos de la ciudad
sean las estatuas, por ejemplo, del monumento a la Pepa, invocando
el mármol su recóndita vocación humana para abandonar los frisos
y pasear entre los fanfarrones y animar a las gaditanas a hacerse con

22
las balas tirabuzones; pero aún no han podido con los reductos de
resistencia.
El temor a la llegada de refuerzos de fuera es compartido por su
asesor naval Tomás Azcárate García de Lomas, con quien viajó ha-
ce dos días a Algeciras, para entrevistarse con el capitán de fragata
Fernando Barreto, comandante del destructor Churruca. El encuen-
tro se celebró de noche, en el mismo coche en el que viajaron, dete-
nido en el muelle, ya que el comandante eludió recibirlos en el na-
vío, para no inquietar a la marinería. De sus palabras cortantes y
evasivas sacaron en claro que no continuaría el viaje hasta Cádiz, tal
como se le había ordenado al partir de Cartagena; al menos, no di-
rectamente; al menos, no antes de desviarse a recoger un pasaje
añadido no precisamente para apoyar la primitiva razón de su veni-
da; más bien para emprender un plan que sobre un mapa quedaría
representado por coloridas flechitas saltando de la costa africana a la
gaditana.
En adición, Tomás Azcárate había creído inverosímil que la invisi-
ble telaraña de la conspiración alcanzase la Base Naval de San Fer-
nando, aunque recelara pasajeramente de los mandos, la consideró
una idea retorcida. Recientemente había sido nombrado nuevo jefe
de la Base Naval el almirante José María Gamez Fossi, no dando
tiempo a accionar los mecanismos de captación, si es que los hubie-
ra habido; desconocía, es claro, que a quien había captado el general
Varela Iglesias había sido al vicealmirante Manuel Ruiz de Atauri y
que el almirante Gamez Fossi se dejaría llevar por este. En todo ca-
so, la facilidad con que por la mañana consintieron en su alejamien-
to, aun conociéndose el revuelo en Melilla, y la ausencia de desplie-
gue marítimo, le escamaron, favoreciendo aquel temor compartido
con Zapico. De ser él el jefe de la Base Naval (desconoce que lo es
desde hace unas horas por orden directa del Ministerio de Guerra)
habría ordenado zarpar al Cánovas y al Lauria, fondeados en la Ca-
rraca, para patrullar la costa, e incluso al República, del que es se-
gundo comandante, aun sin haber sido totalmente reparado.
La quietud de la bahía, convertida en una enigmática franja oscura,
abunda en sus sospechas y temores. Le invade un angustioso pesi-
mismo. Ya al abandonar el hogar a primera hora de la tarde había

23
tenido un mal presentimiento, paseó la mirada por las habitaciones
en forma de despedida; también la dirigió a través del balcón hacia
el frondoso parque Genovés, a donde entre abigarrados arbustos ju-
gaban sus hijos pequeños; por último, no creía en sus propias pala-
bras cuando a la preocupada esposa anunció: “Volveré pronto...”,
antes de dejarse guiar por el guardia de asalto que había venido en
su busca de parte del gobernador civil. Desconoce que los niños
asomaron al poco, anunciando a la madre entre miedosos y privile-
giados los montones de soldados que habían visto subirse a una hile-
ra de camiones, allí mismo, tan cerca, en las inmediaciones del par-
que Genovés: “¿Dónde está papá, que se lo contemos?”
La noche es propicia para misiones arriesgadas. Bajo su manto
protector cabe la posibilidad de atravesar las líneas sitiadoras. Pri-
mero habría que descolgarse sigilosamente por una ventana emba-
durnado de betún, luego moverse a rastras, serpenteando, en direc-
ción al muelle, y, una vez allí, entregar una orden firmada por Leon-
cio Jasso Paz dirigida a sus subalternos para hostigar al enemigo por
la retaguardia. Voluntarios no faltarían, ahí está Antonio Yáñez-
Barnuevo, partidario de la idea, joven incansable, de brillante carre-
ra militar y profundas convicciones republicanas; pero Zapico no
quiere prescindir de él, menos aún después de observar los pros y
los contras. Desaprueba la idea primero porque no hay garantía de
que, a estas alturas, los carabineros obedezcan; segundo, porque
prefiere no arriesgar la vida de nadie; tercero, porque las fuerzas, si
no compensadas, están equilibradas, y el posible desequilibrio no ha
de venir de la movilización de nuevas fuerzas de la ciudad, lo que,
por otro lado, empañaría la victoria moral, para él, de su parte; por
último, no desea comprometer a Leoncio Jasso, pese a que este no
rehúsa cursar la orden si se lo manda.
Mariano Zapico, conforme van pasando las horas, vaticina un final
desfavorable y un futuro adverso. Como militar que ha sido, vis-
lumbra el estado de cosas que sucedería al triunfo de los sublevados:
juicios, inhabilitaciones, prisión... Desde el inicio del asedio han ido
cociéndose los ingredientes de futuros sumarios, los testimonios de
los detenidos no serán nada prometedores y las pruebas brotarán de
escondrijos insospechados, por eso, anticipándose a este demencial

24
despropósito (ojalá sólo sea fruto de su imaginación), ha decidido
escogerse como único responsable y, por ello, ir eximiendo de res-
ponsabilidad a quienes se limitan a obedecer sus instrucciones; de
ahí que evite pruebas que los incriminen, y un papel firmado por el
jefe de carabineros lo sería.
Leoncio Jasso Paz lleva cuarenta años de intachable conducta, ya
la jubilación esboza su risueña sonrisa, su esposa e hijos le esperan
en Madrid, de donde irá a Aragón, su tierra, a terminar sus días apa-
ciblemente. Mas nada hay, ni siquiera esta deliciosa perspectiva de
futuro, que doblegue su adhesión al poder legalmente constituido; lo
que mande Zapico, él cumplirá, con gozoso valor y orgullo; lo mis-
mo que siempre hiciera, guiado por un diáfano sentido del deber. En
el 34 le concedieron una distinción por su defensa de las iglesias de
Cádiz, aquella vez no sólo había respondido al llamamiento de lo
que sentía su obligación, sino de sus creencias. Aquellos templos
peligraron debido a un arrebato histérico y revolucionario, a un rap-
to de niños furiosos y desengañados, así que no sólo hubo de impo-
ner el respeto a lo sagrado, sino de plantearse aquel descarrilamiento
como una prueba para distinguirse los buenos cristianos, lo que se
tradujo en no vencerse al tentador ojo por ojo, diente por diente,
siendo, después de todo, aquellos ojos y dientes de la madera de los
santos esculpidos. Leoncio Jasso habría podido ignorar la presente
convocatoria del gobernador civil, a imitación, por ejemplo, del jefe
de la Guardia Civil Vicente González; pero su honestidad le hubo
empujado a este puesto de honor y sacrificio; y, aunque no desen-
funde la pistola, sí dirige sus plegarias en silencio.
-¿Qué tal fue? ¿Enviaremos a alguien al muelle para avisar a los
carabineros?
-Me temo que no.
El capitán Yáñez-Barnuevo se ha acercado hasta el guardia de
asalto Cesáreo Berrocal, tras disolverse el conciliábulo que baraja
las decisiones. En toda la noche no queda más que esperar, perma-
necer resguardados y al acecho, responder a los tiros erráticos con
tiros dirigidos, recordando su atenta vigilancia. Munición hay para
varios días y valor para meses.
-¿Qué hay por este ala?

25
-Me parece que el general ha cruzado por aquí atrás. ¿Y sabe
quién iba en el grupo de falangistas que le acompañaba?
Un bosque de sombras se extiende por el paseo Canalejas, se diría
que, según las especies de árboles, la mimesis con la noche es ma-
yor o menor y, en consecuencia, distinta la tonalidad de las sombras.
Es difícil distinguir entre el hormigueo de tropas la presencia de un
oficial, y menos la de aquel que ostenta mayor rango; sin embargo,
ha acertado, el general Varela Iglesias inspeccionaba el despliegue
de las tropas, exponiéndose al peligro una vez más; es decir, sin sa-
berlo, a quien a la tarde hubo errado el tiro dirigido a él, lo que vol-
vería a intentar si un resplandor del fuego lejano descorriese mo-
mentáneamente el velo de noche que lo protegía.
Cesáreo Berrocal había recordado, mientras aguzaba la vista y aca-
riciaba el fusil, el atentado que sufriera cuatro años atrás cuando en-
tonces era solo coronel (qué rápido había escalado posiciones), son-
riéndose, irónicamente, al comprender cuánto ajetreo estaría aho-
rrándose la ciudad si no hubiera resultado fallido; y cuánto estaría
ahorrándose si en el 32 en vez de un año de prisión en Guadalajara
le hubieran condenado al exilio como a Sanjurjo; y cuánto si en
abril de este año en vez de confinarlo en Cádiz hubiera quedado
preso en Madrid. El general Varela se había paseado por delante de
sus narices, inspeccionando las tropas, acompañado del comandante
Baturone Colombo, de quien había rechazado la sugerencia de dar
comida y descanso a los soldados. Poco antes había despedido al
grupo de falangistas que lo escoltara durante la ronda por la ciudad
para valorar los destrozos y el alcance de la oposición ciudadana,
entre quienes figuraba Leandro Arcusa, de quien Cesáreo había con-
siderado un error su puesta en libertad. Después de acompañar a la
salida a Milagros Rendón se lo había cruzado y había visto cómo no
se despegaba del comandante Baturone; había sentido un raro es-
tremecimiento al pasar por su lado, como si le hubiera rozado una
estela de odio contenido, provocado por una herida reciente: el in-
sulto de Milagros Rendón a su hermano mayor; o, remontándonos
un poco más, el insoportable afán protector del hermano mayor re-
matado por aquella intercesión por él; o, remontándonos otro poco
más, la oposición de este a hacerse con una de las armas de la arme-

26
ría del padre, antes de avasallarles los obreros. Al retirarse el grupo
de falangistas del lado del general Varela y perderse en el dédalo de
calles aledañas, lo había reconocido según lo alumbraba un resplan-
dor flamígero.
-Hola. A usted le conozco.
Un hombre corpulento se dirige al capitán Yáñez-Barnuevo, la
expresión afable, la ropa deslustrada. Dice llamarse Pedro Messia y
refiere que hace apenas un mes le había detenido durante la huelga
de los panaderos. Él no lo es, trabaja en los astilleros, solo que apo-
yaba aquella huelga por solidaridad. La que la factoría de Echava-
rrieta protagonizara en mayo había sido un éxito, había demostrado
la eficacia de este método reivindicativo, doscientos cincuenta tra-
bajadores encerrados y declarados en huelga de hambre en protesta
por el impago de los jornales, la patronal se había desentendido, fi-
nalmente el gobierno se había hecho cargo, librando quince mil pe-
setas para sueldos e incautando la factoría. Concluía así la etapa del
empresario vasco, próspera durante la anterior década; del empresa-
rio que había construido el buque escuela Juan Sebastián Elcano, el
submarino E1 por encargo de los alemanes; que había pagado a Abd
del Krim el rescate de los prisioneros del Rif y había botado el Tur-
quesa con fusiles para los mineros de Asturias. Los panaderos, los
tipógrafos, los almadraberos..., habían imitado a los trabajadores de
los astilleros, animados por su éxito, algunos de los cuales se unie-
ron por solidaridad, sólo que no tuvieron tanta suerte y la policía y
el ejército no contemporizó, realizando duras cargas y numerosas
detenciones.
-Curioso. Hoy estamos en el mismo bando.
Apoyando en el suelo el mosquetón, ofrece tabaco a los guardias,
que aceptan agradecidos. Al encender la mecha, el punto incandes-
cente atrae a algún soldado que, enojado consigo mismo por andar
dando cabezadas de sueño, apunta atolondradamente hacia la venta-
na y dispara. Una lámpara de araña de cristal de roca emite el deli-
cado carillón que envuelve un doloroso gemido.

27
-¿Seguro que era el Churruca?
Tomás Azcárate, después de regresar de la azotea, asiente con la
cabeza: era el destructor que temían. La luz del amanecer le ha per-
mitido distinguirlo bien, así como a la motonave que escoltaba, a la
comisión encabezada por el general de los guantes blancos, que con-
templaba la maniobra de atraque desde el muelle, y, asomado a la
borda, al capitán de fragata Fernando Barreto, que esperaba impa-
ciente descender la escalinata y recibir una calurosa acogida.
Mariano Zapico comprende que es hora de rendirse, la balanza se
ha inclinado del otro lado, la resistencia se esfuma como un símbolo
repentinamente caduco, el orden establecido se desparrama, lo insó-
lito triunfa como una pisada de gigante que aplasta las buenas inten-
ciones, a su alrededor las estancias que albergaban su trabajo reivin-
dican una imagen de museo, repentinamente le rechazan, no harán
un hueco en las paredes para colocar un retrato suyo, ni aunque lo
firmara Federico Godoy. Los suntuosos objetos, los relojes de pie y
de sobremesa policromados, las arañas de cristal de roca, los lien-
zos, los tapices..., le despiden y aguardan pusilánimes al usurpador
de turno. El único objeto que le es fiel y ha esperado toda la noche
para brindarse generosamente es la bandera blanca que le acerca
doblada y polvorienta su secretario Antonio Macalio Carisomo.
No se han oído disparos, las baterías de Torregorda, las de Corta-
dura, las del Castillo de San Sebastián, las de Candelaria, las del
Regimiento de Artillería de Costa nº 1..., han permanecido mudas al
paso del destructor Churruca y la motonave Ciudad de Algeciras:
estaban ya vendidas; la ciudad amurallada entregó pronto los baluar-
tes que tanta batalla protagonizaran en el pasado. En el puerto tam-
poco se oyen tiros, Leoncio Jasso Paz no piensa mal de los suyos, y
hace bien, hubiera sido suicida un enfrentamiento al descubierto con
las tropas africanas que trasportan las naves. Por si acaso, para evi-
tarlo, el general Varela Iglesias ha irrumpido previamente en el
cuartel de los carabineros y dirigido una conminatoria invectiva,
evocando la emotiva confianza que le merecen unos moros que en el
pasado comprobaron su invulnerabilidad. Los falangistas se toma-
ron entre tanto un interludio de celebración, derribando la puerta de
la cantina del muelle al no recibir contestación, al no atreverse el

28
cantinero a salir de debajo del mostrador, lo que ha hecho después
de ser sorprendido y tranquilizado con las variaciones de un júbilo
que no le concierne y le arredra. Le han pedido coñac para desinfec-
tar la herida en la cabeza de Leandro Arcusa, un roce de perdigón
llovido de una azotea. El joven ha mostrado una imperturbabilidad
inusual, alrededor el destrozo era un paisaje estimulante, no le ha in-
timidado y lo ha pagado con esa pequeña aunque molesta herida. El
coñac realiza una asepsia superficial, luego va cambiando de manos
para escanciarse en los gaznates de cada uno. Leandro Arcusa se es-
trena, por primera vez da un trago a una botella de alcohol.
-¿Quién es el oficial al mando?
Mariano Zapico pregunta desde el balcón a la comisión que se ha
acercado hasta el pie del edificio, atraída por el ondear de la bandera
blanca. El capitán de artillería Juan Muro Marcos se identifica. En
ausencia del general Varela Iglesias y de su jefe de regimiento el co-
ronel Pedro Jevenois Labernade, asume supervisar la rendición. El
capitán del batallón de infantería Nicolás Chacón Manrique de Lara,
no ha de hacerle sombra, pues tardó más en movilizar sus tropas y
ello tras la vehemente intervención del general Varela y la detención
de los oficiales reticentes. La artillería tiene preferencia, como lo
demuestran los mordiscos en la fachada del cañón de 75 mm.
-¡Suba usted!
-No. ¡Baje usted! De comienzo el desalojo.
Juan Muro Marcos preparó la entrevista secreta entre el general
Varela y el gobernador militar de la plaza José López-Pinto. El ge-
neral Varela no había pensado contar con López-Pinto, tenía sobra-
da confianza en su sola autoridad sobre los oficiales, una vez se
desataran las hostilidades. En cualquier caso, el capitán de artillería
que había contribuido con aquel sutil pespunte a asegurar el triunfo
de la conspiración en Cádiz disfrutaba ahora, imponiendo su criterio
en el control de la rendición, de su minuto de gloria: no entraría él al
Gobierno Civil, bajaría el otro, y consigo los cariacontecidos adscri-
tos al desarticulado poder civil; despachaba así la ya deshilachada
autoridad del gobernador civil.
La claridad del día hiere los ojos, que parecen resistirse a ver el
desperezo de alivio de los soldados, la llegada rugiente de las ca-

29
mionetas, el aplauso de los fanfarrones del monumento a la Pepa y
el vuelo de una gaviota, signo de mal agüero para un oráculo opor-
tunista. El edificio neoclásico va largándolos a través de las colum-
nas y los arcos rasgados por las balas, salen cabizbajos, entumeci-
dos, maltrechos... Los soldados les desarman, las camionetas les en-
gullen, algún herido parece necesitar ayuda para auparse.
Juan Muro Marcos indica que atiendan a Antonio Macalio Cariso-
mo, pero este se revuelve contra quienes le ponen la mano encima,
es un coletazo de orgullo, que aplaca Mariano Zapico, pidiendo ex-
cusas al capitán de artillería, unas excusas preventivas no vaya la
arrogancia militar a emprenderla con el lenguaje de las balas. El se-
cretario agacha la cabeza y fuerza su muslo herido a ganar la cubier-
ta de la camioneta después de tropezar en el estribo, la jerarquía se
ha resquebrajado, pero no para él, que seguirá fiel a su jefe cual-
quiera que sea el orden imperante.
A la misma camioneta sube la selecta plana que ha rodeado al go-
bernador todo el tiempo, los ojos de Tomás Azcárate y Leoncio Jas-
so agradecerían ver un rostro familiar, pese a que simultáneamente
tacharían su presencia de imprudente. Francisco Cossi añora a su
madre, capaz de abrirse paso a empellones entre los soldados, solo
que vive en el Puerto de Santa María. El teniente de la Guardia Civil
José López Lajarín no añora más que a su escurridizo jefe. El comi-
sario Adolfo de la Calle busca la presencia de López-Pinto para no
tener que envidiar los pasos de los liberados Julio Almansa Díaz y
Joaquín Rodríguez Llanos; mas por el momento ha de conformarse
con un escaño reservado en la camioneta. El capitán Yáñez-
Barnuevo, antes de venir a ocupar su puesto, ayuda a Cesáreo Be-
rrocal con Pedro Messia, resentido en el hombro por la herida de
una bala nocturna. Pedro Messia aprieta el rostro de dolor al subir a
la camioneta. Hace un mes, quien hoy hace de muleta, estaba en-
frente dándole mamporrazos.
El falangista Joaquín Arcusa ha alcanzado el muelle acompañado
del sargento enviado por Juan Muro Marcos para dar cuenta al gene-
ral Varela de la rendición del Gobierno Civil. Ha aprovechado rápi-
damente su puesta en libertad para sentirse útil, para entrar en ac-
ción, para incorporarse al tren de los acontecimientos, ha perdido

30
quince horas, nada ha podido hacer estando detenido, aunque lo ha-
ya pensado, sobre todo después de marcharse su hermano: robar un
arma, amenazar al gobernador, provocar un fuego, escapar de no-
che..., acciones prácticamente imposibles. No había por qué apresu-
rarse, allí estaba la prueba: formando en el muelle el Tabor nº 1 de
Regulares de Ceuta, al mando del comandante Luis Oliver Rubio, y
el Escuadrón nº 1 de Regulares a pie, al mando del capitán Luis
Sanjuán Muriel, unos cuatrocientos moros exhibiendo las blancas
“resas”, los rojos “tarbus” y los pardos zaragüelles ante el regocijo
del general Varela Iglesias; dispuestos a emprender su particular
yihad (mecanismos hay para manipular las creencias religiosas), sin
menoscabo de tomar el óbolo que enviarán a sus familias acuciadas
por la falta de trabajo; soldados disciplinados, obedientes, sanguina-
rios llegado el caso.
El sargento trasmite la novedad al general Varela, Joaquín Arcusa
da fe de ello, su presencia es la prueba del éxito. Los planes se alte-
ran sobre la marcha, no hará falta dirigirse al Gobierno Civil, sí a los
otros enclaves de resistencia: Ayuntamiento, Correos y Telégrafos,
barrios La Viña y Santa maría... Harán un barrido por la ciudad, en
unos casos, para reforzar los sitios, en otros, para reducir los pa-
queos; cada sección, ordena el comandante Oliver tras decidirlo con
el general Varela, marcha a uno u otro punto. Entre los moros, Ali
Hassam se cuelga el fusil a la espalda e inicia los pasos acompasa-
dos a continuación de Abdul, el compañero que le precede.
Joaquín Arcusa se une al grupo de Manuel Mora Figueroa, no lejos
del general Varela Iglesias, en el que advierte con amarga sorpresa a
su hermano Leandro, el brazalete rojo y negro en el brazo, el fusil
del ejército en ristre, la señal de una herida torpemente curada en la
cabeza, la mirada acuosa y vacilante. No se le acerca hasta no aten-
der los comentarios del afiligranado Mora Figueroa. Este ha dudado
en sugerir al general Varela el envío de vuelta con el Churruca de
una sección de regulares para garantizar el trasporte continuado de
las tropas de Marruecos, los oficiales a los que ha interpelado no se
fían de la marinería y aun así sus temores han sido desdeñados por
el comandante Fernando Barreto; no ha querido importunar al gene-
ral y ahora ya es tarde, el Churruca zarpa, su quilla surca el agua

31
mansa del puerto en dirección a la bocana de salida. Ellos, a su vez,
parten tras la estela del general Varela, que encabeza la marcha de
los regulares. A la ametralladora Hochtkins apostada frente al
Ayuntamiento, parapetada tras la estatua de Segismundo Moret, le
resta poco por hacer. Joaquín Arcusa, por todo saludo a su hermano
Leandro, le arrebata bruscamente el fusil, sin que este, afectado sen-
siblemente por el coñac, rechiste.
Las camionetas, en su rodeo del paseo Canalejas hacia la prisión
militar del Castillo de Santa Catalina, se cruzan con el general Vare-
la y su séquito, que hace un alto en el camino y fija su atención en
los grupos apiñados en las cubiertas. Entre ellos, un descompuesto
Mariano Zapico retiene su mirada mientras el vehículo describe una
curva y se aleja. El ex gobernador civil piensa: Esta canalla me ha
perdido.
En la camioneta que le sigue, Cesáreo Berrocal repara también en
el general, lo que no es recíproco, y piensa: Desde esta distancia no
hubiera fallado.

32
6 AGOSTO 1936

33
34
DESCARGA DEL USARAMO

La descarga de los setecientos setenta y tres fardos está a punto de


finalizar sin contratiempos, en ellos vienen desmontados y cuidado-
samente embalados diez aviones de trasporte Junkers 52, converti-
bles en bombarderos, seis cazas Heinkel 51, veinte baterías antiaé-
reas, bombas de 250 kg. y 50 kg., pertrechos y abundante munición.
Ha ocupado toda la mañana, desde el amanecer en que felizmente
atracó el mercante Usaramo, después de cinco días de viaje, viaje no
exento de tensión e incertidumbre, de los que gustan al veterano
comandante Alexander von Scheele, jefe de la expedición. La ope-
ración podía haberse abortado en cualquier momento, si hubiera co-
rrido verdadero peligro; y lo ha corrido, a pesar de las naturales pre-
cauciones de una operación secreta.
La ayuda alemana la ha descubierto el gobierno republicano, pese
a que no es oficial, pese a que la Wilhelmstrasse la ha negado repe-
tidamente. El correo francés de Casablanca avistó un Junker 52 a la
altura del Estrecho de Gibraltar en dirección Sevilla-Marruecos, uno
de los diez que han cubierto el trayecto en vuelo directo desde Des-
sau, Stuttgart y Friedrichshafen para sumarse al puente aéreo que
trasporta a la península el ejército de África. También ha sido adver-
tido este mismo material en el puerto de Hamburgo, cuando durante
la carga un fardo fue dejado caer deliberadamente, poniendo al des-
cubierto su contenido: no era mobiliario como rezaba el marchamo,
armamento puro y duro, para los sublevados en España. La red de
células comunistas trasmitió la noticia, el gobierno la confirmó a
través de su servicio especial de información en París y cursó la or-
den de interceptarlo, de la que se hizo eco el jefe de flotilla de sub-
marinos Remigio Verdía. No hacía ni cuatro días, dicho comandan-
te, a bordo del submarino C-2, había asomado frente a la costa de
Rota para abordar al pesquero Santa Adelaida y robarle ochocientos
litros de gasoil y cuarenta de aceite de engrase. Es decir, había revo-
loteado alrededor del Usaramo; y no sólo él, también un buque de
guerra.
Francisco Vives Camino, capitán de ingenieros destinado en el ae-
ródromo de Tablada, hacia donde se dispone a partir el largo tren

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que termina de cargar los más de setecientos fardos, había pregunta-
do a Alexander von Scheele al respecto del buque de guerra, pues su
superior, el general de la segunda división, Gonzalo Queipo de
Llano, ha tenido noticia de que la escuadra enemiga se concentraba
para interceptarlo, a lo que aquél respondió, en su atropellado y ar-
caico español del Chaco, que, en efecto, un buque divisaron a lo le-
jos, grande, presumiblemente un acorazado, con ocho cañones de
300 mm, que no llegó a abrir fuego y al que despistaron durante la
noche. En caso de tratarse de un acorazado, sólo podía ser el Jaime
I, pensó el capitán de ingenieros, cuya incomprensible ausencia
ayer, durante el convoy que pasó a Algeciras tropas africanas, que-
daría así explicada.
Los mejores barcos enemigos anduvieron tras el Usaramo u holga-
zaneando en el puerto de Málaga o el de Tánger, facilitando la ope-
ración: Jaime I, Churruca, Cervantes... De todas formas aviación
había suficiente como para haberlos rechazado a todos, y ello sin
trasformar a los Junkers en bombarderos; a las malas, en la costa
ceutí anduvieron prevenidos los acorazados Deutchsland y Almiran-
te Scheer.
Alexander von Scheele conocía esta presencia y le indignaba, la
Kriegsmarine no les había puesto escolta, al menos una escolta se-
gura, y a un centenar de millas campaban aquellos acorazados que
“oficialmente” no podían intervenir; oficial había sido la denegación
de la ayuda, y allí estaban. Las cartas enviadas por los generales su-
blevados Mola, Queipo de Llano y Franco las rompieron en la
Wilhemstrasse después de leerlas. El avisado nazi Johanes Bern-
hardt, proveedor del ejército español a través de la firma H.O. Wil-
mer en Marruecos, se olió el negocio y viajó desde Tetuán a Berlín
y luego a Bayreth valiéndose de contactos, saltándose farragosos
formulismos burocráticos. Le acompañó Adolf Langhenheim, jefe
del partido nazi en Marruecos, y el capitán de aviación Francisco
Arranz Monasterio, al que no se le permitió empañar con su presen-
cia el elevado espíritu del Führer, recién embargado con el canto de
una gorda soprano intérprete de Wagner.
Alexander von Scheele había realizado en el Chaco operaciones
parecidas, allí hubo de defender los intereses de la Duth Shell en Pa-

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raguay frente a Bolivia. Está acostumbrado a vestirse el mono de
mercenario para defender los intereses comerciales y expansionistas
de su país y a marchar desprotegido o, al menos, con los torpederos
Kondor, Mowe y Leopard a demasiada distancia como para soco-
rrerlos a tiempo en un enfrentamiento serio con un submarino o un
buque de guerra. En verdad, no se puede brindar escolta sin llamar
la atención sobre lo escoltado y se supone que el centenar de milita-
res que comanda realiza un viaje de recreo, que pertenece a la Rei-
segesellschaft Union. La Luwftwaffe los ha licenciado para guardar
las apariencias. Pero ellos saben a lo que vienen: jóvenes pilotos
como Hannes Trutloft o Kraft Eberhardt no se contentarán con en-
señar a pilotar los Heinkel a los españoles, lo harán ellos mismos;
Hermann Göring no se opondrá a que quieran hacer carrera; si el
conflicto dura será además un campo de pruebas idóneo para los fu-
turos aviones; no siempre una anexión resultará tan fácil como la de
Renania y el Führer está hambriento de expansionismo.
Le recuerdan a él cuando combatió en la Gran Guerra, acuden lle-
nos de entusiasmo, de ganas de abatir a los achacosos Breguets XIX
y Nieuports 52. Durante el viaje se han dedicado a abatir gaviotas.
Había que ocuparlos en algo, matar el aburrimiento, no bastaba con
emular a los atletas olímpicos sobre la cubierta, la competición entre
soldados no puede estar exenta del uso de armas. Además había que
liberar tensiones después de doblar el cabo de San Vicente, una vez
descartado Lisboa o cualquier otro puerto portugués como destino;
solo hace menos de veinticuatro horas recibió un telegrama cifrado
aclarando que era Cádiz. Los siguientes envíos posiblemente no se
adentren tanto. El primero comporta mayor riesgo, al tener que al-
canzar un punto estratégico más alejado.

Mientras en el muelle finaliza la descarga del Usaramo, en el Go-


bierno Militar el general López-Pinto se sume en sus tribulaciones
tras despedir a Francisco Vives Camino, que parte de regreso a Se-
villa. Vino antes de ayer con una carta de Queipo de Llano que aún
yace en su mesa de despacho, y que reza así:

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“Mi querido amigo y compañero. El capitán de aviación Francis-
co Vives Camino va a ésa con una misión reservada que te expon-
drá. Procura que se le den todas las facilidades posibles, y de pala-
bra te dirá lo que es preciso hacer. Un abrazo de tu buen amigo
Gonzalo. Posdata: ¡Esto se acaba! Lo más que durará son diez
días. Para esa época es preciso que hayas acabado con todos los
pistoleros y comunistas de ésa.”
Al releerla siente un escalofrío. La posdata es especialmente signi-
ficativa, la conclusión asoma amarga y sombría: Queipo de Llano
juega con él, lo maneja, no con arreglo a las reglas de la jerarquía
militar, las cuales acata, sino a unas intenciones oscuras y funestas;
lo ha estado haciendo desde el principio, desde que por teléfono le
asegurara que Sevilla había caído, instándole a hacer lo propio en
Cádiz; no era verdad y por eso al día siguiente le urgió el envío ín-
tegro del Tabor de Regulares llegado con el destructor Churruca.
¿Todo el tabor para someter unos pocos barrios revoltosos? No po-
día ser, lo discutieron, hubo de contentarse con una compañía, otra
quedó en Cádiz y las demás marcharon a los pueblos de la provin-
cia.
El respaldo al golpe no había sido unánime, para seguir adelante
necesitaban ayuda, de la clase que él había comenzado a recibir na-
da más iniciarse el puente aéreo, entre otros, con dos hidroaviones
Dornier procedentes de la factoría aeronáutica de Cádiz. Ha recibido
la suficiente como para ordenar la marcha hacia Madrid de doce ba-
tallones hace cuatro días, y ello sin la incorporación del contingente
que cruzó ayer en el convoy. Este ha supuesto un éxito anecdótico,
una victoria testimonial, la armada republicana sigue controlando el
Estrecho, el verdadero éxito reside en el puente aéreo, reforzado con
los Junkers alemanes desde finales de julio y pronto con la nueva
remesa llegada en el Usaramo.
La primera parte de la misión de Francisco Vives está terminando
de ejecutarse en el puerto. La segunda dará comienzo dentro de unas
horas. La marcha al frente del general Varela Iglesias ha despejado
el camino a Queipo de Llano, todo ha sido uno: partir el general y
aparecer el capitán Francisco Vives Camino. El general Varela Igle-
sias nunca hubiera contado con él para el pronunciamiento militar,

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de hecho, en la conspiración de abril no contó con él, ¿será que pre-
sumía sus métodos? Las invectivas que lanza por radio son la viva
muestra de una mente sádica y homicida, ignora los valores de la
noble y honorable profesión militar, probablemente en Sevilla haya
comenzado el exterminio a que ahora le incita en Cádiz: “Esto se
acaba. Lo más que durará son diez días. Para esa época es preciso
que hayas acabado con todos los pistoleros y comunistas de ésa.”
Cádiz va con retraso, el triunfal vaticinio no se lo cree ni él; le
apremia para acelerar la represión, el exterminio en la retaguardia;
una orden impropia, excesiva, indigna, mezquina. Hace poco avisó
de que no hubiera represiones incontroladas, al amanecer ejecutados
tres civiles (Juan de Dios Ríos Pérez, Manuel Ruíz de los Píos, Ma-
nuel Esparragosa Rodríguez) al pie de la plaza de toros, uno de ellos
ex concejal de izquierda republicana. Hay peligro de que se desate
la locura, de que Cádiz se convierta en una ciudad sin ley; pero debe
estar equivocado. Y ¿para esa época?, ¿para antes de diez días?,
¿qué mecanismos pretende que utilice? El ejército está para luchar
en el frente, cara al enemigo, no para dedicarse a exterminar inde-
seables en la retaguardia. Y ¿a quiénes incluir?, ¿por qué a Zapico?
Es un compañero de armas, ex comandante de artillería, no un pisto-
lero, ni un comunista. De acuerdo que se encerró en el Gobierno Ci-
vil, que respondió a tiros al asedio; pero el juicio ha resultado una
farsa, no merecía un Consejo de Guerra precipitado y resuelto a aca-
tar las consignas de Queipo de Llano, a seguir la dirección de su de-
do pulgar apuntando hacia abajo. No ha sido ingrata la misión para
Francisco Vives, en unas horas se finiquitará, sí le es ingrato a él su
papel, si es esta la táctica que ha de seguirse en la retaguardia.
Envidia al general Varela Iglesias, su marcha antes de ayer a Cór-
doba. En el frente es donde ha de estar un general digno y valeroso.
Antes de iniciar en Cádiz lo que en Sevilla debe ir muy adelantado
preferiría vestirse la guerrera y ceñirse la espada de mando para
guiar a los soldados. No renunciará a ello, hará una petición formal
a Queipo de Llano, en su ánimo no cabe quedar relegado a la mera
"limpieza" de rojos en la retaguardia.
En la mano izquierda sostiene la nota traída por el capitán de avia-
ción, su carta de presentación, la letra picuda, los renglones inclina-

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dos hacia arriba, escalando la hoja de puro entusiasmo aniquilador
(...a todos los pistoleros y comunistas de ésa), al alcance de la dere-
cha, el teléfono. Lo llamará ahora mismo, quiere marchar cuanto an-
tes al frente. Descuelga, empieza a marcar, cuelga bruscamente. Me-
jor no, no es oportuno; le notará el disgusto; recibirá una tajante ne-
gativa; mejor cuando se cumpla la sentencia; a última hora de la tar-
de, o mañana, u otro día, cuando sea plausible la concesión de su
deseo. Y ¿cuándo lo será? ¿Cuando la maquinaria de exterminio es-
té funcionando a buen ritmo?

Los pilotos, mecánicos y demás personal de la expedición alemana


regresan al muelle después de un tranquilo paseo por la ciudad, vis-
ten de sport, van tocados de las gorras olímpicas que se distribuye-
ron en Berlín, son cómodas y adecuadas para contrarrestar los hi-
rientes rayos de sol, a los que no están acostumbrados. Con retraso
conocen los éxitos de sus atletas, por la borda del Usaramo asoma el
radiotelegrafista y les participa con gutural énfasis la noticia que
acaba de recibir: Luz Long se ha clasificado para la final de salto de
longitud con una marca que bate el récord olímpico, mientras el ne-
gro yanki Jesse Owens ha pasado por los pelos. Desde el muelle
prorrumpen en vítores y lanzan sus gorras al aire. Alexander von
Scheele también lo celebra, a la par que saluda a quien les ha servi-
do de guía.
Hans Fonsaken es un alemán afincado en Cádiz, trabaja para la
firma Defries proveedora de maquinaria naval, a la que el antiguo
astillero de Echevarrieta hizo la concesión el año pasado de la Fá-
brica de Torpedos para, entre otras medidas, afrontar la crisis finan-
ciera que le acuciaba. La confiscación del astillero por el ejército al-
zado promete actividad: el acondicionamiento de mercantes para
apoyo logístico, la reparación de buques de guerra y, sobre todo, la
puesta a punto del cañonero Zacatecas; destinado inicialmente a la
armada mexicana, ha quedado atrapado en Cádiz y ya no saldrá para
aquel país amigo de la República. El que haga negocio aquí o allá
dependerá de la prisa y los planes de los sublevados. Es prometedor
saber del presente envío.

40
Pedro Messia ayuda a colocar en el tren el último fardo, la opera-
ción de descarga termina, las enormes patas de arácnido en el ab-
domen del Usaramo se pliegan y detienen su actividad, la locomoto-
ra foguea chispas de polvo encendido por su cuerno de rinoceronte,
las bielas se tensan a punto de girar las ruedas. Les ha llevado toda
la mañana, las camisetas están empapadas en sudor.
Pedro Messia se sumó a esta labor a pesar de las molestias en el
hombro deficientemente curado, no esperó para escurrirse del hospi-
tal a que la herida de bala terminara de cicatrizar, ha permanecido
escondido y hoy ha salido a la calle por primera vez en quince días.
No hay previsto un plan de sabotaje, no hay organizada una resis-
tencia clandestina capaz de perturbar los planes de los sublevados y
sus aliados, hay iniciativas peregrinas de grupos dispersos, cuidado-
samente escondidos en casas de familiares. La acción está limitada,
no se puede ir más allá de la mera protección de uno mismo, de la
búsqueda de refugio seguro, la salida de la ciudad está vigilada por
el ejército, las cárceles están colapsadas y en medio de la bahía el
vapor Miraflores se mece siniestramente con las bodegas repletas de
prisioneros. Salir a la luz para incorporarse a la actividad laboral,
aunque sea a costa de ayudar al enemigo, descargando los pertre-
chos de guerra de sus aliados, conviene para pasar desapercibido,
para mimetizarse con la realidad, para confirmar los rumores sobre
el cargamento y, con mucha suerte y audacia, estorbar su partida.
Amarra bien el último fardo, comprueba el cabo suelto del nudo,
alza la mano, da el listo y, cuando el reguero de órdenes culmina en
la traducción al alemán de subir al tren los intrépidos excursionistas,
da un tajo a la maroma con una navaja escondida, deshilachándola
parcialmente. Así ha obrado con cuantos fardos ha podido.
Entre los alemanes reconoce a Hans Fonsaken, quien nunca le fue
de su agrado. Ya en los tiempos de la construcción del submarino E-
1 manifestaba una arrogancia y petulancia excesivas, de civilizador
en tierras salvajes, de benefactor en tierras de zotes. El advenimien-
to de la Republica torció sus intereses, parejos, en lo que a Cádiz
atañía, a la consecución de dicho submarino y a su compra por parte
de la armada española, tal como se había pactado con el general
Primo de Rivera. El submarino vagó por los despachos de distintos

41
gobiernos, prestándose a una progresiva puja a la baja, el industrial
vasco no lograba venderlo, y, por tanto, quienes habían aportado la
maquinaria, no amortizaban el gasto. La propia Kriegsmarine había
renunciado a adquirirlo aun estando avalado por sus propios inge-
nieros y técnicos.
Y es que ya la elusión del tratado de Versalles no exigía irse a tan
remotos lugares: en el propio territorio habían desarrollado la serie
de submarinos U, habiendo servido el E-1 de prototipo del que
emanaron importantes enseñanzas y mejoras. El año pasado al fin
fue adquirido por la armada turca por un millón de pesetas, que en
absoluto sirvieron para salvar las finanzas de Echevarrieta, ni para
compensar a las firmas asociadas que colaboraron en el proyecto,
entre ellas, la Defries, a la que cedía la Fábrica de Torpedos. Hans
Fonsaken volvía a campar a sus anchas por una tierra en la que se
sentía feliz, cómodo, arropado por magnates de la clase media, be-
nefactor de ínfimos y serviles pueblerinos. Volvía a pasear sus aires
de negociador jocoso y afecto a una raza privilegiada, a airear su ri-
sa estrepitosa y ronca que busca contagiar al interlocutor de turno a
quien dirige una chanza brutal y sin gracia, como la que en estos
momentos espeta a Alexander von Scheele, al estrecharle la mano y
despedirse:
-Ahora solo falta que Luz Long le de para el pelo al negraco ese, a
Jesse Owens, así como hace un mes Max Schemelling humilló a Joe
Lewis. Ja, ja... -risa que suscita en el interlocutor, una apagada y
discreta, condescendiente y embarazosa.
En ese preciso instante el aire se puebla de truenos, a todos des-
concierta, sorprende y atemoriza. Al punto comprenden que son ca-
ñonazos provenientes de alta mar, disparan a la ciudad, ¿les dispa-
ran a ellos?, ¿será el Jaime I?, ¿el acorazado que había supuesto el
capitán de aviación español al hacerle Alexander von Sheele una
somera descripción? Lo habían despistado durante la noche, sí, pero
podía haber previsto el puerto de destino. Los estampidos suenan le-
janos, no se traducen en estallidos, la ciudad se interpone, ellos es-
tán del lado de la bahía, no ven nada, solo escuchan la reiteración
del ataque al otro lado de las apretadas casas, del egregio Ayunta-
miento, de la mastodóntica Catedral.

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Alexander von Scheele apremia a sus hombres, hay que partir
cuanto antes, le obedecen, corren al tren, alguna gorra cae al suelo,
los semblantes antes alegres se vuelven profesionalmente serios, los
estampidos se repiten, la ciudad retiembla. A Hans Fonsaken se le
ha quedado una mueca grotesca, una risa recubierta de un íntimo
pánico, verifica que nada explota alrededor, que no les alcanzan las
bombas, lo que no garantiza que no lo hagan en cualquier momento
y algún vagón salte por los aires y con él todo su contenido de bom-
bas pesadas. Ahora suenan más cerca los estampidos, no en el mar,
en tierra, el suelo trasmite su vibración y un hormigueo alcanza las
plantas de los pies, son las baterías de costa, responden al ataque,
por encima del abrupto horizonte de casas se eleva un penacho de
humo.
La máquina del tren bufa y rechina, rezonga para sus adentros, las
tuercas vibran. Pedro Messia contempla el lejano correr de la gente,
el calor distorsiona las siluetas, a él no le importaría saltar por los
aires si ello significara la destrucción de aquel peligroso cargamen-
to. Las bielas de la locomotora describen un semicírculo, los estam-
pidos traen ráfagas de calor que azotan su camiseta sudada, hay que
detener el tren, impedir que abandone la ciudad. Advierte a gritos
que al pasar por el istmo se expondrán al ataque naval. Hans Fon-
saken no reconoce a este personaje, pero el mismo temor le hace re-
petir la advertencia y el maquinista frena bruscamente, los vagones
cabecean, varias maromas dan sendos latigazos, algunos fardos
caen.
Alexander von Sheele se asoma por la ventana y grita:
- ¡Adelante, adelante!
Pedro Messia sabe que si fuera cierto lo que ha dicho dejaría que el
tren atravesara el istmo; pero son las baterías del Castillo de San
Sebastián las que atronan, no las de Cortadura ni las de Torregorda,
el ataque no está tan escorado.
Alexander von Scheele repite:
- ¡Adelante, adelante!
A los estampidos lejanos responden los cercanos que hacen tem-
blar la tierra. Alexander von Scheele se percata de los fardos caídos,
increpa a Pedro Messia y a los compañeros que huyen a toda prisa.

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Empuña furibundo la pistola, les apunta y en ese momento frena
ruidosamente un coche que venía presuroso por el paseo Canalejas,
del que se apea el capitán Francisco Vives Camino. Al mismo tiem-
po alcanzan el muelle un grupo de falangistas, informando al capi-
tán que el buque republicano no está lo suficientemente cerca de la
costa para que los proyectiles les alcancen. No hay pues, peligro.
Francisco Vives ordena partir y Hans Fonsaken se adelanta a Ale-
xander von Scheele para, restituido su valor y pragmatismo, señalar-
le las maromas rotas y los fardos caídos.

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TROPAS AFRICANAS

El reloj de la torreta del Ayuntamiento marca las tres y media de la


tarde. Frente a la estatua del bigotudo Segismundo Moret se alinean
las tropas africanas. El general López-Pinto se dispone a arengarles,
cuando termine partirán hacia Sevilla. Debía precederles el tren con
el cargamento venido en el mercante Usaramo, pero está entretenido
en reponer los fardos volcados; ha habido que recurrir a falangistas
voluntarios; los estibadores se han evaporado aprovechando los
desatinados disparos del buque rojo.
Puede que el objetivo de aquel buque fuera este millar de soldados
desplegados en la plaza de la República; la mayor parte de los des-
embarcados ayer en Algeciras, llegaron anoche en precarios medios
de locomoción: coches, camiones..., requisados apresuradamente.
Había que sacarlos de allí en previsión de un ataque al puerto: lo
que no lograra la escuadra roja durante la travesía, pudieran conse-
guirlo una vez atracados. Entre Málaga y Tánger se concentraban un
acorazado, dos cruceros, tres destructores, un cañonero, un torpede-
ro y un guardacostas. La escuadra roja había estado torpe, pero en
cuanto arribase el Alcalá Galiano a Málaga, único buque que había
estorbado el paso del convoy, y diese cuenta de los hechos, pudieran
partir el acorazado Jaime I, el crucero Libertad o, mismamente, el
crucero Cervantes, que es el que ha disparado a la ciudad hace unas
horas.
La humeante llegada por la mañana a Málaga del destructor Le-
panto, después de ser atacado por un Savoia 81 italiano y un Junker
52, haber desalojado los heridos en Gibraltar y haber trasladado allí
un cadáver, les debía haber advertido del inusitado control del Es-
trecho por parte de la aviación nacional (patrullaban dos hidroavio-
nes Dornier, dos cazas Nieuport 51, seis Breguets XIX, tres trimoto-
res Focker y tres trimotores Savoia 81), de los prolegómenos del pa-
so del convoy. Por la tarde, sobre las cuatro y veinte, el jefe de las
fuerzas aéreas general Kindelán había trasmitido al jefe de las fuer-
zas africanas general Franco que el camino estaba despejado y este,
desde su observatorio en la ermita de San Antonio en las estribacio-
nes del monte Hacho, dado la orden de partir, esperando no tener

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que recular como a la mañana al descubrirse al Lepanto. Corría el
rumor de que el Alcalá Galiano venía hacia Cádiz, ¿con cuál propó-
sito?, ¿atacarla?, ¿interceptar al Usaramo?, ¿simplemente patrullar
por las inmediaciones? Entonces viró ciento ochenta grados a la al-
tura de Punta Marroquí, alteró los planes, encaró a unas cinco millas
de distancia una línea formada por las motonaves Ciudad de Algeci-
ras y Ciudad de Ceuta, los guardacostas Uad Kert, el remolcador
Arango y el cañonero Dato; un postergado remolcador, el Benot,
había regresado al poco de partir, incapaz de afrontar el temporal,
mientras por la bahía de Algeciras asomaba el Torpedero 19.
El comandante del Alcalá Galiano, Eugenio Calderón, ordenó
avante a toda máquina y disparar las baterías de proa ya desde aque-
lla distancia y de forma ininterrumpida durante la aproximación. En
seguida se le echaron encima como avispas los aviones, despegaron
incluso los Breguets XIX y los Savoia 81 de reserva, también las ba-
terías de costa de Punta Carnero dispararon. Hubo de maniobrar en
zigzag para paliar el frenético hostigamiento, descartando concen-
trar el fuego sobre cualquiera de los barcos hasta que el cañonero
Dato, guiado por el comandante Súnico, viró a rumbos paralelos y
de vuelta encontrada primero y de misma vuelta después, en el mo-
mento en que sobrepasaba la línea por detrás del Arango, para apun-
tarle las baterías de estribor contra las de babor del destructor.
Los proyectiles le llovían de todas partes mientras en Málaga y
Tánger permanecían sesteantes sus compañeros. Tampoco del aeró-
dromo de Los Alcázares, en Cartagena, despegó ningún avión para
colaborar con él o protegerlo. ¿Cómo, si la vigilancia y el castigo de
Ceuta había sido constante, les habían buscado de aquella manera
imprevista las espaldas? ¿Sería que la presencia del Deutsland y el
Almiral Scheer les retrajo de aquella actividad, no fueran a malquis-
tar a los alemanes? ¿O es que el verdadero valor del tránsito de las
tropas africanas radicaba en el puente aéreo, mejorado a más de 500
soldados al día, al habilitar el aeródromo de la Zarandilla en Jerez e
incorporar más aviones, de ahí que menospreciaran la relevancia del
convoy?
En el Alcalá Galiano impactaron las bombas. Desde el Savoia 81
constituido en puesto de mando, comandado por el coronel Rugero

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Bonomi, les arrojaron a mano varias de ellas. Desde la cubierta del
Arango y el Uad Keart la propia tropa descargó los fusiles, uniéndo-
se al fuego de ametralladora, haciendo lo propio los falangistas en-
cabezados por Adrés Daunis desde el cañonero Dato, que suplían a
cuanta marinería había sido arrestada por desconfiarse de ella días
antes.
En definitiva, constituyó una torpe y atolondrada tentativa la del
destructor, que arribaba a Málaga humeante mientras en Algeciras,
entre cánticos y vítores, desembarcaban la Primera Bandera de la
Legión, el Tercer Tabor de Regulares de Melilla, Regulares de Ceu-
ta, parte del Tercer Tabor de Regulares de Larache, material de
transmisiones, morteros, dos ambulancias, una estación de radio
móvil, un batería de 105 mm y dos millones de cartuchos.

Junto al general López-Pinto se coloca el teniente coronel Rolando


de Tella, jefe de aquella columna, al que estrecha efusivamente la
mano, felicitándolo. Este no ha arriesgado tanto como sus hombres,
ni como los comandantes de las naves trasportadoras, pues ha cru-
zado el Estrecho en un Dornier 5 cuando la misión se hubo comple-
tado. El mayor reconocimiento ha recaído sobre el comandante del
cañonero Dato, Manuel Súnico. El general Franco, antes de recoger
sus bártulos para trasladarse a Sevilla, habiendo divisado silencioso
el combate desde su atalaya, dificultada la visión por el temporal y
la bruma, le ha remitido un telegrama: Envío entusiasta felicitación
por su heroico comportamiento al conducir sus buques bajo fuego
enemigo, alcanzando a costa de grandes dificultades y con gran pe-
ricia ante el peligro el puerto de Algeciras. Ha destacado la acción
del marino antes que la de los aviadores. El coronel italiano Rugero
Bonomi no ha sido tan elogiado y eso que ya el general Kindelán
previera: Uno o dos destructores no serán enemigos contra nuestro
despliegue aéreo.
El teniente coronel Rolando de Tella agradece el gesto, después de
todo, a través de su persona el general López-Pinto felicita a toda
aquella aguerrida tropa, cuyo valor ha quedado demostrado en el de-
talle de luchar desde cubierta de los buques rezagados que el des-
tructor bordeaba, enarbolando fusiles contra cañones. Ante ellos se

47
muestran sonrientes, complacidos, moros y legionarios de verdad,
no frailes disfrazados como propagan los rojos, incapaces de reco-
nocer su fracaso; intrépidos y temerarios; dispuestos los unos a hun-
dir las gumias en el pecho del enemigo con sádico placer, los otros a
desposarse con la muerte; en general, a seguir el ejemplo de aque-
llos que les preceden y forman las columnas de Asensio y Castejón,
en la provincia de Badajoz, a donde han conquistado Almendralejo
y Zafra respectivamente.
El calor aprieta, bochorno de agosto que no alivia el paso de unas
nubes como gasas. Los pechos de los legionarios lucen descubiertos,
los moros llevan ropas finas y holgadas, la gente curiosea, se arre-
molina alrededor, admira las poses, los músculos, las armas, prefi-
gura el asalto en la batalla, el comportamiento de cada cual según su
aspecto: el bajito y contrahecho arremeterá como un jabalí despia-
dado; el alto y afibrado como un astuto lince; algunos saludan a los
niños, demostrando un corazón de paloma en un cuerpo de fiera;
suena la corneta, su sonido metálico estremece como un sable, obli-
ga a retomar el puesto en la fila y la postura firme, los legionarios
con la barbilla levantada y la mirada perdida, los moros con la pose
taciturna y los ojos hundidos.
El general López-Pinto les habla, exalta su valor, su misión patrió-
tica y salvadora, son los protagonistas de un certero golpe moral y
táctico al enemigo, ahora les queda continuar la memorable hazaña.
Recuerda la necesidad de restablecer el orden en una nación aboca-
da al caos, a la ruina por los caprichos de unos pocos, que desoyen
la tradición, los nobles valores, no les engañen, tanto ellos como él
provienen de clases humildes, sencillas, sólo que no se han dejado
engatusar y corromper por el veneno rojo. Hay que reconducir al re-
baño enfermo, para eso están ellos, hombres leales, incorruptibles,
generosos, a cuyo frente tienen a un gran jefe.
La voz del general vibra de emoción, se encuentra en su salsa, le
reconforta la oportunidad que le brindan estas arengas, en su fuero
interno envidia al teniente coronel Rolando de Tella, desearía des-
plazarse con él a Sevilla y reunirse en el palacio de Yanduri con
Franco y Queipo de Llano para planificar la reconquista, será pa-
ciente, por el momento se le pasa la amargura que sintió hace unas

48
horas en su despacho del Gobierno Militar tras la visita del capitán
de aviación Francisco Vives Camino. La visión de este cuerpo de
ejército le enardece, además el fervor de la gente desmiente la pre-
sunción implícita en aquella misiva: limpiar a todos los rojos de
ésa, no será tan ingenuo como para pensar que no hay comunistas
en Cádiz; pero tampoco tantos como pudiera creer Queipo de Llano
y, posiblemente, no necesariamente declarados como aquellos a los
que aguarda esta tarde el patíbulo.
El público congregado se maravilla de la manifestación castrense,
nunca ha visto tantos solados juntos y de aquella catadura, la artille-
ría y la infantería tienen un aspecto más cuidado, distinguido, seño-
rial, la legión y los regulares presentan un aspecto fiero, descarnado,
de desprecio a la muerte, es como si obviaran cualquier motivación
ideológica, sencillamente la depositan en sus jefes, ellos la susten-
tan, les basta obedecer ciegamente sus órdenes, ejecutar enérgica-
mente sus consignas. Por eso el discurso del general López-Pinto les
resulta lábil, el público lo acoge bien, le parece apropiado, pero no
es seguro que ellos, hombretones absortos, lo perciban correctamen-
te; por descontado los moros no lo entienden y entre los legionarios
hay mucho extranjero.
Aunque no se trata de esto, es que el estilo idóneo sería el de un
Castejón o un Yagüe. Algo así encajaría mejor:
“Hay que arrancar a esos canallas las camisas rojas de sus cuer-
pos y la mala semilla roja de sus corazones, aplastarlos y destro-
zarlos por haber hecho germinar la semilla de la rojería en el cora-
zón del pueblo, darles muerte por oponerse a engrandecer Espa-
ña…”
Al menos la respuesta final es unánime y poderosa: “¡Viva el Ejér-
cito de África! ¡Viva España!”
El teniente coronel Rolando de Tella le felicita, posiblemente él
entienda que el estilo no ha sido el más acertado, pero no hace co-
mentarios al respecto, ya tendrá tiempo él de dirigirse a sus hombres
de forma adecuada, de fustigarlos con el látigo de las invectivas ro-
jeriles. Es el momento de desfilar, lo que a la gente entusiasma, y
aunque lo hacen con determinación y cantando con fuerza los legio-
narios soy un novio de la muerte que va a unirse en lazo fuerte con

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tal leal compañera, se les nota levemente apagados, flojos, como
deseando terminar, pasar a la acción, abreviar estas exhibiciones
populares; será que, aunque les espera lo peor, el día de ayer fue te-
rrible; demasiada tensión; pasaron casi veinticuatro horas metidos
en los barcos.
A eso de las seis y cuarto de la mañana el atronador rugido de los
aviones terminó por despertar a los pocos que lograron conciliar el
sueño, iban y venían sin cesar, adentrándose en el Estrecho. Poco
después de las siete y media dieron la orden de partir; pero solo lo
hizo el guardacostas Uad Kert, al avisar un Dornier del avistamiento
de un destructor; el Uad Kert se dio media vuelta, los demás conti-
nuaron a la espera. A las diez de la mañana volvía a estar el paso
despejado, los puertos de Málaga y Tánger controlados por los Fo-
cker y los Savoia y sus estómagos agradecidos del parco desayuno
templado; hubiera sido un buen momento; pero la incertidumbre so-
bre lo que haría el Lepanto hizo aplazar lo operación para la tarde,
lo que fue acertado, ya que a media mañana abandonaría Gibraltar
protegido por el Churruca en dirección a Málaga. El calor en las
sentinas, la claustrofobia, los malos olores, la humedad, el balanceo
inquietante debido al temporal y las frías viandas del almuerzo aca-
baron por impacientarles, cuando al fin, sobre las cuatro de la tarde,
comenzaron a navegar. Los moros se encomendaron a la virgen de
África, los legionarios a su leal compañera. Siguieron dos horas
tranquilas de travesía, salvo el paréntesis de treinta minutos por los
petardazos del Alcalá Galiano. Al pisar tierra firme apenas tuvieron
tiempo de celebrarlo, de prisa los montaron en camiones para viajar
por unas carreteras tan bacheadas que acabaron baldados. No han
tenido respiro, hace unas horas han vuelto a escuchar los cañoneos
de otro buque de guerra, muchos han pensado que eran ellos los
causantes, que el fuego enemigo les persigue, pues tal es su sino
desde que salieran de Ceuta.
El aclamado desfile concluye y suben al tren. Echan un último vis-
tazo a la gente, entusiasmada ante su propia contribución indirecta
al conflicto, insuflando ánimos a los combatientes; al muelle, donde
ronca soporífero el Usaramo antes de regresar a Hamburgo, contraí-
das sus articulaciones; al tren que acarrea a las espaldas más de se-

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tecientos fardos con material de guerra, cuya despedida no ha de ser
tan clamorosa por desconocerse su contenido; a Segismundo Moret,
en su atalaya, un tipo simpático; y al gobernador militar de la plaza,
visiblemente agradecido por el sacrificio a que se prestan.
Dice adiós López-Pinto, erguido, sereno, respetuoso, la hechura de
satisfacción y un nudo en la garganta, orgulloso de este pueblo no-
ble. Por la mente le atraviesa como un rayo: todos los comunistas de
ésa... Está claro que no es para tanto, la gente acaba de demostrar
su fervor, de parte de quiénes están. Las bielas de la máquina chi-
rrían, las ruedas giran, la máquina exhala hollín y humo. Algunos
legionarios agitan la mano a través de las ventanas, los moros ya
han tomado asiento en los duros bancos de madera, les esperan un
par de horas de viaje, tiempo suficiente para dormir. Acoplan los pe-
tates, desparraman los cuerpos, nuevamente sufren estrecheces. La
leal compañera de los legionarios no les acompaña por el momento,
no sube al tren, se les unirá más adelante. Esta tarde tiene trabajo en
Cádiz.

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PRIMEROS FUSILADOS

Son cerca de las cinco y media de la tarde y el capitán de fragata


Tomás Azcárate García de Lomas está en su celda del Castillo de
Santa Catalina, solo, atribulado, la austeridad de la estancia ha co-
brado un tinte trágico tras la salida de sus infortunados compañeros.
No es como ayer, ayer los trasladaron a la sala de banderas del Re-
gimiento de Artillería de Costa nº 1 para celebrar un apresurado
Consejo de Guerra, quedaba una esperanza. Hoy no, hoy el módulo
de oficiales destila un silencio lóbrego, sepulcral. Antonio Muñoz
Dueñas, ex jefe de la Guardia Municipal, que lideró la resistencia en
el Ayuntamiento, en otra celda, tampoco, como él, respira tranquilo:
el frío de la desolación ha congelado sus alientos, los muros han ab-
sorbido los recientes sonidos, de pasos y murmullos sordos, de con-
ducción protocolaria hacia la muerte, los han absorbido como si pre-
tendieran perpetuarlos durante lustros para que pudieran percibirlos
como un eco de desdicha quienes en cada momento ocupen las cel-
das.
Los tres, Mariano Zapico Menéndez-Valdés, ex gobernador civil,
Leoncio Jasso Paz, ex jefe de carabineros, y Antonio Yánez Bar-
nuevo, ex capitán de la Guardia de Asalto, han desfilado por delante
de ellos, estoicos, incólumes. La sentencia la comunicaron esta ma-
ñana, cuánta rapidez, ayer dictada y esta mañana sancionada por la
Auditoria de Guerra de Sevilla, que la remitía al juez instructor, el
comandante Camarero Arrieta, para que dispusiese los medios para
su inmediato cumplimiento.
El juicio sumarísimo comenzó incluyéndole a él: el auto de proce-
samiento por delito de rebelión según el artículo 238 del código de
justicia militar. Estaba, pues, llamado a seguir sus pasos, a ser
igualmente escoltado hasta el patíbulo: el Castillo de San Sebastián,
en el polo opuesto de esta encrucijada de baluartes y castillos, sur-
cada por la recoleta playa la Caleta. En su declaración dejó traslucir
la misma contrariedad sentida por los otros, aun siendo más escueta:
“El acto realizado por las tropas es ilegal y violento y oponerse a
toda rebelión es virtud y deber de todo militar.” Mariano Zapico
había puntualizado más: “La declaración del estado de guerra es

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absolutamente ilegal por cuanto no ha sido decretado por el go-
bierno legítimo de la nación ni en lo que respecta a Cádiz ha dima-
nado de un acuerdo de la Junta de Autoridades que como goberna-
dor tenía que haber convocado y presidido.” Leoncio Jasso Paz ha-
bía convertido la suya en una exhortación contra la participación de
los militares en política: “El que voluntariamente abraza la profe-
sión militar debe saber que a cambio de ciertas ventajas y preemi-
nencias que el estado le otorga al entregarle las armas y confiarle
su salvaguardia, renuncia a parte de su propia personalidad y por
eso resulta abuso intolerable, cuando no traición, poner al servicio
de sus particulares preferencias la fuerza moral, la material y los
demás medios que el estado le confía y otorga para otros fines.”
En general, todos expresaron, en una u otra forma, el desatino de
ser acusados de rebelión militar precisamente por los rebeldes. Los
testigos de cargo fueron depurando responsabilidades, el comandan-
te Baturone Colombo resaltó la inutilidad de su encargo como emi-
sario del general Varela, al rechazar el gobernador civil la rendición.
Los oficiales detenidos, especialmente el capitán de infantería Julio
Almansa, inventaron que en comunicación telefónica con la Casa
del Pueblo el gobernador había instado a los obreros a una maniobra
de distracción de las fuerzas sitiadoras consistente en causar destro-
zos y atropellos por toda la ciudad; y que por medio del teniente co-
ronel de carabineros Leoncio Jasso Paz había cursado la orden de
atacar la retaguardia de las tropas del ejército; y que al capitán de la
Guardia de Asalto Antonio Yáñez-Barnuevo había ordenado armar
las hordas comunistas refugiadas en el Gobierno Civil.
Resueltos a reforzar el argumento de franca rebeldía, concedieron
incluso que algunos, entre ellos el capitán de fragata Tomás Azcára-
te, en el trascurso del asedio, le aconsejaron la rendición, para así
destacar su testaruda resistencia, ayudando a perfilar actuaciones, a
discernir quiénes fueron más activos y más pasivos, a concretar
quiénes a su juicio merecían un castigo ejemplar aun cuando se
equivocaran, al incluir entre los más activos a Leoncio Jasso Paz,
quien ni desenfundó la pistola, ni la entregó a los civiles, ni firmó
orden alguna para que los carabineros atacaran la retaguardia del
ejército sitiador, animando, en consecuencia, a su propio y máximo

54
jefe, el ex Inspector General de Carabineros, autoproclamado gene-
ral de la Segunda División Orgánica, Gonzalo Queipo de Llano, a
incluirlo en la cohorte patibularia recién puesta en camino, haciendo
gala, y ampliando el alcance, de aquel dictamen suyo del 31 de julio
sobre que: “Cualquier acto, no ya de insubordinación, sino de re-
sistencia, será castigado con el inmediato fusilamiento del culpa-
ble.”
Queipo de Llano había sancionado su inclusión en el juicio suma-
rísimo elevado a plenario el día 1 de agosto por la Auditoría de Gue-
rra de Sevilla, quedando excluidos Tomás Azcárate, Antonio Maca-
lio Carisomo y Francisco Cossi Ochoa, cuyo juicio sumarísimo con-
tinuaría por los cauces ordinarios, a falta de más pruebas, no así el
oficial de telégrafos Luis Parrilla Asensio, a quién a estas horas
también habrían sacado de la cárcel provincial para aplicarle la
misma suerte.
La extraña alegría del 1 de agosto, por lo mezquina debido a la
irreversible suerte de sus compañeros de presidio, por constituir
prácticamente una exención fortuita y caprichosa, no sólo se ha tro-
cado en lamentable al ver salir la lúgubre comitiva, sino en agorera
en el trascurso de la visita que esta mañana le ha dispensado su cu-
ñado, el coronel de artillería de la armada Félix Garcés de los Fayos,
de manera que al iniciarse el ataque del buque republicano, buque
que, por el sonido de los estampidos, atribuyó a un crucero, deseó,
como sus compañeros de infortunio, que un misil estallara en pleno
Castillo de Santa Catalina y perforara el muro, brindándoles una vía
de escape, una esperanza de salvación, un antídoto a la pesadilla, un
camino de acceso a la playa, a las barquillas hozando al son de las
olas, donde quizás alcanzaran, con la anuencia de las baterías de
costa, en ese momento distraídas, aquel navío, el crucero que a lo
mejor disparaba con este propósito, el de salvarlos, no el de impedir
el abyecto fin del Usaramo, el de aniquilar a las tropas africanas o el
de castigar a la ciudad por el exitoso convoy de ayer.
La escisión del sumario el 1 de agosto aparecía como una suerte
falaz, las fauces de la muerte irían devorándolos paulatinamente,
sobre todo si la contienda se prolongaba, y tan falso era que el gene-
ral Mola se encontrara ya en Madrid, según los unos, como que el

55
movimiento faccioso hubiera sido dominado, según los otros. La
carnaza había que tenerla dispuesta, el almacén repleto, alimento de
calidad por un lado, en las prisiones militares, de relleno por otro, en
las prisiones civiles, menús a la medida de toda clase de apetitos.
La falta de pruebas no era óbice, cuando despacharan a los cuatro
de hoy, se reanudaría el juicio, dimanante del otro, contra él, Anto-
nio Macalio Carisomo y Francisco Cossi Ochoa, y entonces traerían
a colación la prueba que le había revelado su cuñado Félix: una car-
ta del jefe de la Base Naval de San Fernando, almirante Gamez Fos-
si, que aseguraba haber enviado el día 18 de julio al Gobierno Civil,
anulando el permiso dado de permanecer como asesor naval de Ma-
riano Zapico. Por la mañana de aquel día había hablado directamen-
te por teléfono con él y el gobernador civil, y no había visto incon-
veniente en seguir tal como venía haciéndolo desde hacía dos días
con motivo del envío del destructor Churruca desde Cartagena a
Cádiz para vigilar la costa de África. La carta le ordenaba acuarte-
larse, pues toda la base había pasado a la situación C de emergencia.
Finalmente, el almirante Gamez Fossi aseguraba que, según le había
confirmado al día siguiente el cabo cartero, la carta había alcanzado
su destino, y se le había hecho caso omiso.
Las galerías de una prisión al filo del mar atrapan en forma de bri-
sas autóctonas las palabras que se cruzan entre las celdas, conde-
nándolas a un eterno peregrinaje por los recovecos de los muros,
una vez traspasaron los oídos a los que fueron dirigidas. La carta era
una invención, jamás llegó a su destino. Mariano Zapico, desde la
celda contigua, ahora acorazada por un silencio aciago, deploró
aquella farsa: ¿cómo hubiera sido posible con el edificio sitiado?,
¿cómo, viniendo de San Fernando, con el acceso a la ciudad corta-
do? Ningún cabo cartero entregó tal misiva en el Gobierno Civil. La
treta pretendía demostrar su desacato, si verdaderamente el almiran-
te hubiera querido trasmitir aquella orden, habría contactado por te-
léfono con él como anteriormente hiciera. Además, observó Félix
Garcés de los Fayos, a la hora de la conversación telefónica donde
reiteraba el permiso, ya había sido ordenado el acuartelamiento de
las tropas con motivo del levantamiento en Melilla.

56
Había llegado, sí, un telegrama al domicilio de la familia dos días
más tarde, enviado, parece ser, la noche del 18, con retraso provo-
cado por el bloqueo de la ciudad, firmado por su inmediato superior,
el comandante del crucero República, Juan Benavente García de la
Vega, en el que le conminaba a presentarse en el barco. Había esta-
do con él aquel sábado por la mañana en la Carraca, donde se repa-
raba el buque, y no había puesto objeción a lo pactado entre el go-
bernador civil y el almirante Gamez Fossi, dispensándole de perma-
necer en el barco puesto que la situación se normalizaba en Melilla.
Aquel telegrama traído por su primogénito de 18 años a prisión para
leerlo no le espantó tanto, porque no alcanzó a ver el sentido de la
trama que se urdía en torno suyo, tal como hoy sí lo hizo el tener
conocimiento de esa falsa carta remitida por el almirante, inventada
o programada de antemano, tendenciosa y agorera, que se presenta-
ría como prueba a la reanudación del juicio.
La confabulación estaba clara. Supusieron, quienes se adhirieron al
golpe militar en la Base Naval de San Fernando, ganados por el ge-
neral Varela, su fidelidad a la República, su rechazo del pronuncia-
miento militar, sus palabras en el juicio debieron despejar sus últi-
mas dudas. Un hecho había confirmado lo oportuno de haber facili-
tado su alejamiento de la base y era que el Ministerio de la Gober-
nación había remitido un telegrama la tarde del sábado 18 nombrán-
dolo interinamente jefe de la base y a Virgilio Pérez Pérez, capitán
de corbeta, su segundo. Este último, al ocupar en aquel momento el
puesto de jefe del Centro de Comunicaciones fue el receptor de la
comunicación, trasladándola ingenuamente a su superior, más con
intención de aclararla que de aplicarla, ordenando este su detención
inmediata.
La integridad de Tomás Azcárate era consabida, igualmente su tra-
yectoria como excelente marino. Recibió dos veces la cruz roja del
mérito naval: por su valor en la campaña del Rif, a bordo del corbe-
ta Nautilus, en el año 1914, y en la campaña de Marruecos, a bordo
del guardacostas Recalde, en el año 1922. En 1925 se le impuso la
cruz de la Real Orden de San Hermenegildo, después de ser ascen-
dido a capitán de corbeta. Había sido comandante del submarino
A3. Durante siete años en situación de supernumerario ocupó el

57
puesto de jefe de Electricidad, Torpedos y Movimiento en la Socie-
dad Española de Construcción Naval. Al reintegrarse a la armada en
1934, mereció el caluroso homenaje de la plantilla, menudeando los
elogios: modelo de jefes, caballero, buen amigo, íntegro, familiar,
leal...
Valores que exhibió a continuación como segundo comandante del
portaviones Dédalo, primer comandante del destructor Lazaga y se-
gundo del crucero República. El primer día del mes pasado fue as-
cendido a capitán de fragata y el 18, sin que lo supiera, nombrado
interinamente jefe de la Base Naval de San Fernando.
El telegrama con su nombramiento no es que fuera interceptado
por el almirante Gámez Fossi, es que le fue dócilmente entregado en
mano, como un obsequio, como una revelación de los oficiales
desafectos. A Tomás Azcárate podía haberlo imaginado en el go-
bierno, pues por aquellas altas esferas orbitaban Gumersindo, su
hermano, ayudante de órdenes del presidente de la República, Ma-
nuel Azaña, y Justino, su primo, nombrado Ministro de Estado el
día 19. Su instinto rapaz celebró aquel telegrama y al portador del
mismo, el capitán de corbeta Virgilio Pérez Pérez, premió con unas
vacaciones en la cárcel militar de Cuatro Torres. De Tomás Azcára-
te ya daría cuenta el general Varela, que bien arropadito de artilleros
tenía el edificio del Gobierno Civil.
Por lo demás, aun quedó morralla sin destapar, la sublevación del
cañonero Cánovas del Castillo el día 21, fondeado en la Carraca, lo
había demostrado, y la del cañonero Lauria, al desobedecer la orden
de disparar contra aquél. Fueron horas de incertidumbre que se re-
solvieron con la intervención de las tropas de Regulares. De paso se
depuró la marinería, entre otros, del crucero República, practicando
detenciones ejemplarizantes. El almirante Gamez Fossi tenía de su
parte al comandante Juan Benavente García de la Vega. Pero ¿qué
hubiera ocurrido con aquel buque de no estar en reparación, de ha-
ber estado bogando en el Mediterráneo y con su segundo comandan-
te a bordo?
Mariano Zapico se había declarado único responsable de la resis-
tencia en el Gobierno Civil, los demás obedecían órdenes, suyas o
de sus superiores, en particular, Tomás Azcárate del jefe de la Base

58
Naval. La aparición de aquella carta pretendía demostrar que hubo
una contraorden desobedecida, al no sumarse a los evacuados du-
rante el segundo requerimiento del comandante Baturone. Entre los
informes remitidos al juez instructor, comandante Camarero Arrieta,
el único favorable había sido el del contraalmirante Francisco Már-
quez Román, segundo jefe de la Base Naval de Cádiz cuando él
mandaba el destructor Lazaga: Durante aquel tiempo cumplió con
eficiencia mis órdenes así como cooperó al momento en cuantos
servicios hubo de desempeñar. Había esperado que se incorporasen
más informes favorables, por ejemplo, de su inmediato superior,
Juan Benavente García de la Vega, quien, sin embargo, se excusó de
por llevar sólo dos meses a su cargo. La reanudación del juicio de-
bía movilizar a quienes admiraban su trayectoria y, en cambio, no
aparecían; no había más informes; al contrario, aparecía aquella car-
ta, nada halagüeña.
Félix Garcés de los Fayos midió mucho las palabras cuando le su-
girió que había de suavizar, si no rectificar, aquella declaración suya
de que: “El acto realizado por las tropas era ilegal y violento y
oponerse a toda rebelión es virtud y deber de todo militar.” Evitó
que le oyeran quienes, en las celdas adyacentes, descontaban las ho-
ras antes de su último viaje, su voz solapada parecía la de quien ob-
serva una conducta sediciosa que no le es propia; un temblor le sa-
cudió provocando una reverberación nerviosa; creía estar dirigién-
dose a un arcángel castigado por conservarse recto y altivo. Le pro-
puso razones para escurrirse, políticas unas: “El gobierno ha sido
desbordado por una revolución anarquista y el ejército intenta salvar
la República...”, familiares otras: “Piensa en Maruja y en tus hijos,
cede por ellos, el honor es virtud que se amolda a las circunstancias
sin que pierda su esencia.” Leoncio Jasso había hecho una exhorta-
ción intachable, la suya, menos extensa, también había sido la de un
hombre de honor ultrajado; no fue transgresor, como tampoco había
sido activa su oposición a la rebelión, de lo que dieron razón los tes-
tigos; las palabras pudiera cambiarlas, la declaración suavizarla, pe-
ro quizás fueran palmetazos al viento; la carta de Gámez Fossi suge-
ría un guiño funesto del diablo.

59
Había pedido a su cuñado que hiciese lo posible porque le visitaran
Maruja y los niños, no le resultaba difícil abstraerse pensando en
ellos, la política, la guerra, los interrogatorios... naufragaban ante la
visión de aquella cuadrilla de revoltosos de entre cinco y trece años.
A José María y Tomás los consideraba aparte, eran ya hombretones
de diecisiete y dieciocho años, edades que, dadas las circunstancias
(un padre detenido y a la espera de juicio), les forzaban a madurar
precipitadamente; los mocosos, con sus riñas, sus inofensivas veja-
ciones y sus grandilocuentes heroísmos constituían una sociedad al
margen, afortunada, en donde la mano disciplinaria del padre no era
sino un amoroso intento de comulgar con ellos: premios y castigos,
regalos y amonestaciones; ecuanimidad, comprensión; conquista por
las buenas de aquel país de las maravillas, para ser expulsado y
vuelto a admitir; hacer bailar a Isabelita y Cuchi el can-can como
abusaran del hermanito, evitar que Juanito les respondiera con un
sopapo; asimilar su jerga, elogiar sus progresos, reconducir sus fra-
casos; los imaginó allí mismo, correteando alrededor de la mesa de
endeble madera, haciendo equilibrios sobre el largo banco, desmon-
tando la sordidez del lugar, engatusándolo, arropándolo, haciendo
alpinismo sobre su corpachón, desfilando ante sí como leales e inco-
rruptibles soldados, dándose las manitas, colocándose uno al lado
del otro, las espaldas contra la pared, gritando al unísono: ¡Viva...
papá!
Le sobresalta, más que la descarga de fusilería procedente del Cas-
tillo de San Sebastián, el estrépito de una gaviota espantada que pa-
rece haber salido de la celda. La imagen de sus hijos se desvanece
en mil pedazos. A continuación le acongoja el lastimero gemido del
ex jefe de la Guardia Municipal. Y le aterra el nítido sonido de los
cuatro tiros de gracia: espaciados, sordos, rotundos.

60
MACANDÉ EN LOS TRES REYES

Canta por fandangos un gitano menudo, enteco, la hija Teresa lo


contempla entusiasmada, Julia, amiga de Teresa, ha bailado por ale-
grías y ahora descansa.
La hija Teresa descorre una sonrisa grotesca, le habían avisado de
que lo sacaban del manicomio para oírlo cantar un capitán de navío,
un alemán y el comisario de policía, solo por esta noche, en los Tres
Reyes, luego lo retornarían. El loquero escucha apartado, taciturno,
no toma nada, podía aguardar abajo en el salón en vez de en este re-
servado del primer piso, en lo que va de velada no ha dado muestras
de nerviosismo, los ojos perdidos apenas han notado el cambio, no
diferencia a quienes le atienden de los locos que habitualmente
deambulan en uniforme de áspera tela por Capuchinos. A estos can-
ta al compás de unos jaleos embarullados y unas palmas desfasadas,
lo que a él no afecta, pues se concentra marcándose con los dedos.
Los locos le palmean a su arbitrio, la mayoría ni atienden, even-
tualmente alguno se retuerce de excitación, babea y sacude a un
compañero, que se revuelve furioso y le devuelve el sopapo. Los ja-
leos se giran hacia el aparatoso combate pugilístico, los loqueros in-
tervienen, detienen la pelea, acallan al cantaor, que emprende un pa-
seo solitario, el andar errabundo por galerías desoladas.
Macandé no es un loco polémico, por más que cuando canta ponga
en peligro la relativa calma de sus compañeros, al suscitarles una ín-
tima euforia. Los del reservado no son locos, no visten el uniforme
de áspera tela, raso e impersonal. El loquero se muestra confiado, no
hay locos susceptibles de revolucionarse y Macandé, el único, es un
loco pacífico.
Bien es verdad que loco al fin y al cabo, y no hay loco absoluta-
mente pacífico. Hubo un tiempo en que la cordura empezó a fallarle,
en que menudearon los raptos extravagantes que serían los primeros
indicios. Al guitarrista Rafael de la Rosa, por mirarle fijamente, le
arrojó los cinco duros recién cobrados de una actuación, partiéndole
la guitarra, y al general Sanjurjo desairó interrumpiendo el canto
iniciado a su gusto y largándose por haberle ofrecido cien pesetas.

61
Sucedió en Ceuta, en los años 30, al día siguiente el general ordenó
su expulsión.
El ruiseñor no canta si le ofrecen dinero o le presionan; cosa de lo-
cos. Aunque entonces no era un loco registrado. Caramelero de ofi-
cio, pregonaba por las calles el género: “A la salía de Asturias / Y
en la entrá de la montaña / Jago yo mis caramelos / Pa venderlos
por toa España...” El aire asturiano devino en la pravana. Tan popu-
lar era como pobretón, no quiso explotar su arte, profesionalizarse,
sostenía una estrafalaria teoría sobre el peligro de corromperse el ar-
te si se vive de él, de prostituirse si se programa; por los circuitos
del cante pulularon otros mucho menos dotados. Total que no gana-
ba para mantener a su familia, y menos una familia de sordomudos:
la esposa muda, los hijos mudos...
Realizó alguna gira pero no alteró su filosofía, fascinó a los mejo-
res sin aceptar dinero o si lo aceptó al poco lo hubo gastado en los
menesterosos: recién estrenados unos zapatos, caminaba con una al-
pargata en el lugar de uno de ellos: el que le faltaba se lo había rega-
lado a un cojo. Los caramelos los envolvía en cromos de toreros:
“Si los quieres de menta / Yo los tengo de limón / Los tengo de
Gaona, Belmonte, Vicente Pastor...” Después del aire asturiano
mezclaba tercios de seguiriya, soleá y bulerías.
El tocaor ataca unos adornos del maestro Patiño, Macandé hace
una pausa, atiende, queda absorto en los afilados dedos. Tampoco
Capinetti es un profesional, siendo un guitarrista excelente. Cuando
no trabaja en el matadero se pasa el día en la Habana rasgueando la
guitarra, probando combinaciones, incorporando falsetas, aguardan-
do a que le avisen. Cada vez que hace escala en Cádiz Aurelio Sellé
lo llama, no quiere a ningún otro, toca de una manera bárbara, ex-
trae sonidos que arrancan los quejíos del cantaor, sólo él podía inci-
tar a Macandé, accionar un mecanismo interior, los etéreos engrana-
jes del duende, las entumecidas articulaciones del ángel. El ido Ma-
candé abandona pronto su estulto hermetismo:
- Yo maldigo mi amor primero / La mujer que quería / se vendió
por dinero / pero la querré toa la vida...
A Hans Fonsaken le entretiene, no le emociona como al coman-
dante de marina Sebastián Nogal, secreto aficionado, quien poco an-

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tes de que lo ingresaran en el manicomio, de lo que pronto se cum-
plirá un año, lo oyó cantar en el bar Corona. El comandante lo admi-
ra sinceramente, cree que es un prodigio de la naturaleza, corren
tiempos en los que son factibles ciertos caprichos y su amigo el co-
misario Adolfo de la Calle le ha concedido este. Sanjurjo tampoco
hubiera desaprovechado la oportunidad, de no haberse estrellado en
una avioneta. Completa el grupo Antonio Mayo, al que aprecian por
los relatos de sus travesuras, como la de la convocatoria bajo enga-
ño de todos los jorobaos de la ciudad en el barrio de la Viña. Le
proponen repetirla para reírse y contagiar a Fonsaken y que no les
hable de negocios; pero se le nota tenso, empalagoso, demasiado
preocupado por agradar; será que la presencia del comisario de poli-
cía le cohíbe. Hoy no está fino, aunque al alemán distrae, satisface
su curiosidad por la historia de Macandé, por la de ese loco que pro-
sigue el cante, o cabría decir llanto, pues es llanto, una soleá que-
jumbrosa:
-No debe un hombre de pegarle / a la mujer que sea santa y buena;
/ porque antes de pegarle, / debe el hombre de mirar / que una mujer
fue su mare.
Antonio Mayo aprovecha la letra para ironizar:
-Bien que zurraba a la suya, a la Encarna, a la que hoy prohíbe vi-
sitarle al manicomio.
-¿A la muda? -inquiere Fonsaken.
Más de una vez acabaron en comisaría, una mujer abnegada y de-
cente que, extrañamente, acabó resultando fastidiosa, encima de
aquel cargamento de hijos mudos que parió. Le empujó al noma-
dismo, a la venta de caramelos por los pueblos del contorno, a las
juergas y borracheras nocturnas, a los amaneceres durmiendo la
mona a la sombra de un árbol o de una barcaza recostada en la pla-
ya; a la prodigalidad con los pobres, a los escarceos amorosos con
las prostitutas: “Siendo potente y con dinero, / tengo una hermana
en la vida; / siendo potente y con dinero / yo voy a devolverle / la
honra que tenía.”
La Peca la Berreona le pegó la sífilis y quién sabe si será verdad
que le dio el bebedizo que le provocó la demencia, las alucinacio-
nes, los raptos de violencia al malinterpretar un gesto o una mirada.

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Más de una vez blandió la correa contra los mercaderes profanado-
res del itinerante templo del cante, lo que en ocasiones le valió salir
peor parado. Porque los locos perciben la intencionalidad de un ges-
to, de una mirada, su poderosa psique es capaz de eso y de mucho
más, aunque de forma imprevista y descontrolada.
Esa es la diferencia con los poderes telepáticos, premonitorios... de
los arios, en los que cree Fonsaken, los de sus ancestros, los que hoy
Alemania se ha propuesto recuperar, los que ingresan en la guardia
personal del Führer, las SS, para destilar la pureza de la sangre. Es-
tán llamados a repoblar los territorios perdidos tras la Gran Guerra:
Austria, los Sudetes... La culminación del hombre puro, impoluto,
superdotado, colofón del recorrido evolutivo, precisa la injerencia
en este proceso, de ahí el programa de higiene racial elaborado por
el Departamento de la Raza y la Repoblación.
Hans Fonsaken alcanza a comprender su sentido, traviesas combi-
naciones revolotean en su coleto, sabrosas perversiones, excitadas
por la historia de Macandé, de ahí que se divierta. Lo imagina en
Alemania, recluido en el psiquiátrico Bernburg, esterilizado para
impedir una viciada prole de hijos mudos, la proliferación de sub-
humanos, para erradicar del orbe este tipo de vidas erráticas, mise-
rables, al propio tiempo que se incentiva el auge de la raza aria. Un
programa similar necesita este país, de depuración, las similitudes
emergen, la democracia es una aberración, no pueden gobernar los
ineptos. La democracia la aprovechó Hitler para encaramarse al po-
der en el 33 y desde allí pulverizar los peldaños que le sirvieron para
auparse. El golpe del año 23 hubo fracasado porque aún era pronto,
hoy la bandera ensangrentada de aquella avanzadilla flamea en la
cima, ha ardido el Reichstaff, las SS han castigado sanguinariamen-
te a las SA en la noche de los cuchillos largos; contra el parecer del
ejército, al fin se han armado. El programa funciona, cuaja, los ca-
balleros teutones despuntan una nueva era, los redivivos patricios
medran, la morralla, la hez de la tierra, la gleba piojosa, el rebaño
pútrido, el abrojo tóxico... sucumbe.
Macandé vive interno en el manicomio de Capuchinos gastando
del erario público con lo poco que costaría administrarle una su-
brepticia dosis letal de luminal o morfina y que luego constase la

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muerte por agravamiento de su mal. Hijos mudos, cojos, lerdos... re-
llenando los estratos de la miseria. Judíos, gitanos, comunistas, ma-
ricones... estorbando el camino hacia la apoteosis de la civiliza-
ción...
Fonsaken se seca el sudor de la frente, devuelve el pañuelo al bol-
sillo de la chaqueta, bebe vino, esboza una aviesa sonrisa a la par
que inicia un comentario jocoso, algo así como:
-De manera que zurraba a la mujer este malnacido.
Macandé le atraviesa con una mirada extraviada, su psique de loco
no ario le ha adivinado los pensamientos, le acuchilla con sus chis-
peantes pupilas. Capinetti intenta que cante, rescatarlo con la magia
de su guitarra. La hija Teresa adivina la crisis, articula unos gemi-
dos, Julia los interpreta correctamente. El gitano loco, cantaor pro-
videncial, artista nato, aprofesional, popular caramelero, trasforma-
do por culpa del bebedizo de la Peca la Berreona, se levanta de su
asiento, hace un aspaviento rápido en lucha contra una alucinación
camicace, agarra la silla y la arroja con fuerza en aquella dirección.
Fonsaken esquiva el golpe por poco. El loquero se abalanza sobre
el cantaor y, a una señal de asentimiento del comisario, se lo lleva a
la fuerza camino del manicomio. Macandé se aleja anatematizando:
-La Pepa me ha condenado a cumplir novecientos años, pero yo te
condeno a ti, ¡canalla!, ¡maldito!, ¡asesino!

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ASKARI DE REGULARES

Atraviesa la plaza de la Catedral Ali Hassam, askari de regulares,


junto a su compañero Abdul, hay escasa luz, el cielo estrellado la
racanea, los faroles dormitan. Está aturdido y excitado, lo está desde
la tarde, desde que matara por primera vez, cara a cara, ahora disfru-
ta de permiso, por esta noche, y se ha unido a Abdul, más joven que
él, sin esposa, sin hijos, al que compró con la muna por alistarse en
el askar de regulares su lote de víveres: cinco litros de aceite la Gi-
ralda, tres pilones de azúcar la Rosa, un paquete de té verde y varios
chuscos de pan.
Le demostró generosidad, lo tasó a la baja, contribuyó al sosteni-
miento de los suyos, nunca había visto lote tan preciado, ni en la
etapa más boyante en Dechar de Tagasa estando a cargo de varias
higueras, dos mulas, una vaca, un pequeño rebaño de cabras y unas
pocas hectáreas para cultivo de haba y cebada. Fátima Ben Enfeddal
lo celebró como maná llovido del cielo o provisión generosa de Alá,
pocas veces la notó tan radiante y feliz, habían pasado muchas pena-
lidades juntos: los tres años de sequía en Dechar, el temporal que
destrozó la flotilla de pesca en Yebha y acabó con la vida de su pa-
dre el rais del bahar Enfeddal, el exiguo jornal de albañil en Ceuta...
Hacía pocos meses del nacimiento de Sel-Lam, el cuarto hijo, los
apuros económicos les estrangulaban y, de pronto, aquello. El uni-
forme color garbanzo y el fez rojo le sentaban divinamente, le reju-
venecían, no parecía que tuviera ya treinta y cinco años.
Mas aquella felicísima sorpresa se vino al traste cuando al mes
anunció que se marchaba a combatir. Fátima maldijo la hora en que
se dejó deslumbrar por aquel tesoro, su tío había muerto en la bata-
lla de Annual, le abrumaron los malos presentimientos, qué sencillo
había sido comprar los servicios de un pueblo desfallecido, ¿qué
pintaba él en aquel conflicto? Ante aquella inesperada reacción ra-
biosa y ofuscada, Ali Hassam no se refirió al dinero y los víveres,
tan necesarios a sus macilentos estómagos, sino a razones religiosas
que, cuando menos, respaldaban aquella asunción de su destino. Los
caídes y bajaes habían animado al pueblo a enrolarse en la Yihad de
los Ahl Alkitab, creyentes en el Dios único, contra los Kuffar, infie-

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les sin Dios, dueños de España y peligrosa amenaza del Marruecos
musulmán. Era su deber religioso ayudar a exterminarlos. El Jalifa
del Sultan, el príncipe Mulay Hasan ben Mahdi, apoyaba la inter-
vención. Alá les llamaba a convertirse en xahides...
Fátima desdeñó aquellas razones, no quedó convencida, hablaba de
otra religión, no de la de ellos, del Islam, no admitía exponerse a
morir por otra. Además aquel ejército no era el genuinamente ma-
rroquí, eran fuerzas mercenarias, él era un mercenario; la voz se le
quebró: ¡mercenario!; si se hubiera alistado en una Mehala... Pero
también las Mehalas acudirían, le aseguró Ali Hassam, así que uno
u otro cuerpo era indistinto.
Fátima no podía saber más de leyes y textos sagrados que los tol-
bas y alfaquíes. La víspera de la partida, durante la ceremonia reli-
giosa de despedida, hubo de escuchar del alfaquí Sidi Mohammad
Baqqali palabras parecidas: designio divino, llamamiento de Alá...
No se doblegó, masculló apesadumbrada los rezos del Corán, rogó
por la salvación de su esposo con malestar y resquemor, aquello
más parecía un funeral. Examinó acusadoramente aquellas reliquias
que se le entregaban: un dalil aljairat y un heyab (libro de oraciones
y amuleto)..., como si se tratara de exvotos que hubieran de descan-
sar junto a su tumba... La mujer enrabietada aduce verdades sin que-
rer, sin ser enteramente consciente, sin que sepa fundamentarlas, sin
hallar los términos que la sustentan, las escupe la intuición y el
hombre sufre una íntima zozobra, las siente agoreras, a partir de
donde todo acontecimiento venidero es examinado al trasluz de
aquellas andanadas... La despedida fue triste, tirante, ella disimuló
mal su rencor, él partió compungido, la confusión iría creciendo en
su interior.
Dos semanas han pasado y las noticias y rumores deslizados entre
sus compañeros le inclinan a compartir aquella impresión, quizá sí
sea un mercenario, un sicario contratado por unos militares astutos,
los caídes, bajaes, jefes de cofradía, etc., ocupan sus cargos gracias
a ellos, ¿qué iban a predicar entonces?, ¿qué actitud iban a propug-
nar? Pero cuántos de estos o cuántos de sus hijos son ahora askaris,
ninguno, y qué puede objetar el Jalifa del Sultán, el príncipe Mulay
Asma Ben Mahdi, a lo que disponga el Alto Comisario, general Or-

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gaz Yoldi. Hasta ha debido consentir los arrestos de muyahidines,
nacionalistas, ex cabecillas de la resistencia armada durante la “pa-
cificación” entre los años 1909 a 1927, indultados por la República,
masones, funcionarios..., y suscribir la incorporación de los reservis-
tas al ejército y prestar su diáfana sonrisa y sus ademanes principes-
cos a las ostentosas paradas militares y sancionar la imposición de la
Cruz Laureada de San Fernando al gran visir Ahmad Ganmia por su
actuación bajo las bombas lanzadas sobre Tetuán, al dirigir y conte-
ner montado sobre su flamante alazán a la masa enfurecida, presta a
acabar con el levantamiento militar, lo que es mentira porque ya los
años le impiden cabalgar y apenas si puso el pie fuera del Mexuar.
Las Mehalas también han cruzado el Estrecho, combaten bajo la
enseña marroquí, pero ¿está Marruecos en guerra? Los nacionalistas
han presionado para que no combatan y les han silenciado, la Yihad
no puede entenderse al lado de sus tradicionales enemigos y ocu-
pantes del territorio, no quieren prescindir de ningún contingente. El
generoso desembolso de dinero endulza la participación, estimula su
concurso, proceden con tacto, la mano que estrecha amistosamente
disimula la que acecha a la espalda asiendo el arma intimidatoria. El
profesor Torres es ordenado detener después de la disputa con el
general Orgaz, el príncipe Mulay Asma Ben Mahdi tiene las manos
atadas, acata lo que le dictan, él y sus visires son meros figurantes,
los ulemas no condenan la participación de las fuerzas jalifianas,
unos y otros son marionetas, es imposible soslayar la coacción del
ejército español.
¿Entonces está Marruecos en guerra? Los askaris de regulares son
mercenarios, las Mehalas es un cuerpo mercenario, no hay tal Yihad
si el reo de muerte se santigua. ¿Era un infiel?, ¿un kaffir? Inclinó la
cabeza aceptando la bendición del sacerdote, encomendó su alma a
Dios, se santiguó, ¿por qué le apuntó? Le apuntó porque era el que
quedaba alineado a su fusil, el porte robusto, la expresión serena,
madura, admitía la brusca interrupción de su vida, renunciaba a una
jubilación rodeado de nietos ávidos de escuchar sus batallitas. La
brisa marina le golpeaba intermitentemente el fusil, como queriendo
desviarlo, los tensos brazos luchaban en contra, mal escogido pare-
dón, tan expuesto a la brisa y al agüilla levantada por las olas al

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romper, ¿por qué no quedó alineado a quien aparentaba su misma
edad?
Este era espigado, los ojos vivaces, la expresión de un pez atrapado
en una red, desconcertado y engreído, más desilusionado por el fra-
caso que miedoso, aunque también resignado a su destino, al no po-
der rasgar la red y regresar al medio donde alcanzaba la máxima ex-
presión de su vitalidad. Rehusó la bendición sacerdotal, ¿era un kaf-
fir?, ¿un infiel representativo? Pronunció: Tengo fe en no pasar a la
paz eterna sino a otra vida más humana y justa. A diferencia del
suyo, el alineado a su fusil, encadenado al cumplimiento del deber y
a sus fatalidades, lo había perdido el idealismo; en la otra vida, por
eso, pudiera hallar su realización; en otro mar donde sus vigorosas
aletas no se enredasen en la red fatal.
Los otros dos, en diagonal respecto a él, uno político, el otro fun-
cionario. Al primero habían atropellado su modelo de sociedad co-
mo revelaba su semblante adusto, terco y exhausto de tanto odiar a
quienes sentía traidores, el segundo aparecía agarrotado, no por po-
breza de espíritu, sino por sentir sobrepasada su capacidad de resis-
tencia.
¿Eran infieles? Disparar cara a cara no era lo mismo que tirotear
por las calles, el fusil pesaba como el plomo, las manos le sudaban y
un leve temblor, amortiguado o acompasado, según las vaharadas de
la brisa, había de contrarrestarlo con la tensa sujeción de los brazos.
El infiel se santiguó, él apuntó a la intersección de la cruz, disparó,
mató por primera vez, cara a cara, la descarga desconectó cuatro vi-
das, los cuerpos se desplomaron, los remataron cuatro tiros de gra-
cia, que hirieron sus tímpanos cuando ya el fusil, sobre el hombro,
dejó de pesar como el plomo.
Abdul le zarandea al pasar por delante de la relojería que saquea-
ron, de un infiel, ¿infiel como los de esta tarde? El general Varela lo
permitió después de muchas horas de patrullar y repeler a los pacos,
sabía recompensarlos, permitirles un desahogo, brindarles un im-
provisado botín fuera de lo estipulado, de la muna y los víveres que
remitían a las familias. En el campo de batalla dejaba saquear a los
muertos, en los pueblos invadidos los comercios de los infieles,
momento de frenética expansión; el zoco de Larache no generaba

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tanto alborozo. La relojería era de un infiel, un rojo, un comunista,
el escaparate había caído hecho añicos bajo los culatazos de fusil,
Abdul se había llenado los bolsillos, Ali Hassam engrosó los zara-
güelles.
Abdul estaba allí por otras razones, era askari por otros motivos,
ninguna familia dependía de él, vivía con una tía, ningún sentimien-
to religioso le animaba aunque hubiera podido apropiárselo como
justificación. Más bien buscaba aventuras, emociones fuertes y, por
supuesto, aquellas expansiones: baños desenfrenados en tesoros,
raptos descontrolados de lujuria. Respecto a esto aún no habían dis-
frutado y eso que les dijeron que les darían rienda suelta con las mu-
jeres de los infieles, las mujeres de los infieles no tenían dignidad ni
virtud que salvaguardar, no tenían alma, habían renunciado a ella al
renunciar a Dios, y una mujer sin alma es un ser incompleto, inaca-
bado, un cuerpo para el disfrute, sin por ello incurrir en pecado ni
desprecio a la ley islámica.
Ali Hassam acompaña a Abdul porque no soporta su propia confu-
sión, la refriega de ideas torturantes, desatadas esta tarde, al matar
por primera vez, cara a cara, al infiel que se santiguaba. La juventud
de Abdul aligera los sentimientos de culpa, simplifica y desbarata la
complejidad de las cosas. Los prostíbulos estaban cerrados o los ve-
cinos no quisieron señalárselos, ¿yerba?, ¿linda yerba?, habría en-
trado con Abdul y pagado con el acopio de la relojería. Le acompa-
ña para contagiarse de su liviandad y desparpajo, para convencerse
de que no es malo ser y comportarse como un mercenario. La reloje-
ría la habían limpiado después del destrozo, el hueco del escaparate
semeja una boca grotesca, podrían buscar un resto de valor. ¡Yerba!,
¿dónde habrá linda yerba?
Por la plaza de la Catedral asoman dos mujeres jóvenes, no puede
ser, es una aparición. Abdul se humedece los labios, le chispean los
ojos, parece que vienen de recogida, una de ellas oculta bajo la toca
un traje gitano de baile, llevan el paso ligero, ¿cómo es que andan
solas a estas horas?, ¿en estos tiempos?, ¿con los moros mercenarios
campando a sus anchas por una ciudad desprotegida? ¡Yerba!, linda
yerba puesta en el camino por Alá.

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La juventud de Abdul toma la iniciativa y Ali Hassam se deja
guiar, comienza a sentir un sopor placentero, su errática mente disi-
pa la bruma de ideas pesarosas para saludar la belleza de las muje-
res; la belleza de las mujeres desplaza la fealdad de la muerte, no
importa que desvíen del camino recto y virtuoso, ahora es un mer-
cenario y está en un país extranjero.
Teresa y Julia regresan a casa después de acompañar a Macandé al
manicomio, rechazaron quedarse con el orondo alemán, el entusias-
ta comandante de marina, el jovial humorista y el pérfido comisario
de policía. La hija del cantaor disfrutó de la velada aunque al final
se torciera por una de las habituales crisis del padre. De Capuchinos
a sus casas en el barrio de Santa María hay poco trayecto, las calles
aparecían solitarias, hasta ahora, en que aquellos dos se les acercan
con dudosas intenciones. Teresa articula un gemido para advertir a
Julia.

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MUERTE DEL FALANGISTA ARCUSA

Leandro Arcusa abandona el Casino Gaditano en la plaza de San


Antonio, cuartel general de la Falange desde el levantamiento, re-
quisado a ese club elitista formado por miembros de la clase media
gaditana que anduvo remisa a implicarse en la conspiración y ahora
simpatiza con ella y suscribe las aportaciones. Camina apesadum-
brado, ligero de pies hasta donde le permiten los intermitentes tro-
piezos que parecen decantar su peso hacia uno u otro lado como si
un cargamento interior se hubiera soltado y ampliara el balanceo
con sus corrimientos. La solitaria plaza parece que lo retuviera en
un gigantesco matraz para el estudio de raros especimenes, mientras
se debate en franquearla y seguir la hilera de luces mortecinas de la
calle Ancha camino de la plaza de la Catedral.
No ha querido que lo acompañe nadie, ni su amigo Pacho, joven de
diecisiete años, al que ha dado un severo manotazo cuando le ofre-
cía consuelo; no lo quería, no quería ser compadecido por nadie; le
ha producido una sensación agria, le ha desgarrado las entrañas, le
ha abrasado... convertirse de pronto en centro de miradas cuando ce-
rraban una jornada de buenas noticias entre vasos de vino y licor: la
partida del tren con la carga del Usaramo, la despedida de las tropas
africanas, la ineptitud del buque rojo en su castigo de la ciudad, las
primeras ejecuciones...
Todo ha quedado empañado por la noticia de la muerte de su her-
mano. Llega la comunicación por radiotelegrama desde el hospital
de Ceuta, su repentino protagonismo le pareció bochornoso, rema-
tándolo aquella granizada de condolencias, la de su amigo Pacho, la
peor, no la soportó y reaccionó destempladamente. Manuel Mora
Figueroa, jefe local de la Falange, hizo un ademán para que lo deja-
ran en paz, el grupo obedeció y prosiguió el repaso del día sin la
efusividad de antes, aquella baja era un duro golpe, pero no querían
comentarla, rememorar la misión en la que Joaquín Arcusa había re-
sultado herido grave; el pensamiento tiraba hacia allí; la presencia
de Leandro les apartaba. Apenas se emitió un murmullo pesaroso y
un fugaz interés por el estado de salud del comandante de caballería
Arsenio Martínez Campos, también herido y convaleciente en el

73
hospital de Ceuta. Leandro podía oírles y eludieron el tema, a ráfa-
gas estudiaron aquel enigmático jovenzuelo, el semblante duro, su
habitual introversión agudizaba, perfilando un aire temible. No era
fácil saber si sentía aquella muerte, aunque nadie se hubiera atrevido
a pensar lo contrario. Los dos hermanos mantenían una extraña rela-
ción, Joaquín le sobreprotegía, cortando su afán de participación en
acciones peligrosas. Leandro le obedecía sin rechistar pero sufrien-
do una íntima frustración. A la misión de los faluchos le prohibió ir,
si su amigo Pacho iba, ¿por qué él no? Porque así lo mandaba y no
había más que discutir.
Avanza enajenado, a trompicones, como si estuviera borracho o
una mano omnisciente agitara a capricho el imaginario matraz con-
teniéndolo. Rebasa la plaza San Antonio, sale costosamente, el rose-
tón ciclópeo de la torre de la iglesia depone su espionaje. No sabe
qué siente, el torbellino interior le ha descompuesto, tampoco es que
le preocupe saberlo, ni controlar el rebullir interior que pudiera pre-
cipitarlo definitivamente contra el suelo y dejarlo consumirse en un
rincón, no le interesa pero es algo próximo a un odio visceral, colo-
fón de una relación apasionante y controvertida. Si lograra pronun-
ciar unas palabras vendrían a decir cosas tan absurdas, contradicto-
rias y pueriles como: le odio por haber muerto, lo merece por no de-
jarme ir...
Había imaginado que se curaría, la muerte no parecía formar parte
de los planes de alguien valiente y precavido, las heridas se la pinta-
ron leves, aunque lentas de sanar, y por eso había disfrutado del re-
lato que a la vuelta le hiciera Pacho con una mezcla de admiración y
envidia. El entusiasmo de su amigo era el propio de quien ha sentido
el peligro y ha dominado el miedo, esto último gracias al ejemplo de
los adultos, entre ellos su hermano Joaquín.
Ya la salida había sido complicada, el Pitucas no encontró oposi-
ción partiendo de San Fernando y aguardaba en la desembocadura
del caño Santi Petri mientras el Nuestra Señora del Pilar se topaba
en el muelle de la factoría de la almadraba con la resistencia de la
tripulación y la suspicacia de los carabineros. Manuel Mora Figue-
roa se vistió la guerrera blanca de teniente de navío y desenfundó la
pistola, obligando, a unos, los carabineros, a permanecer quietos, y a

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otros, el patrón, el maquinista y el resto de la tripulación a poner en
marcha el falucho rumbo a Ceuta. Cualquier sombra fantasmagórica
en medio de la noche parecía un buque rojo, las luces del puerto
ceutí aparecieron al cabo de las horas, lo más difícil de la primera
parte de la misión había pasado, no habían sido descubiertos, nada
hacía sospechar que los recibirían a tiros. Las ametralladoras table-
tearon desde los puestos de vigilancia, les creyeron enemigos al
asalto, camuflados en los faluchos de pesca, corrieron a protegerse
tras los parapetos del barco, a Pacho le pilló en cubierta y el hijo del
patrón, con quien venía conversando amistosamente, cayó fulmina-
do a su lado; el cuerpo temblequeaba, la sangre mezclada con las
salpicaduras del agua de mar regó las cuadernas; y hasta él serpen-
teó un hilo pringoso que, tumbado como estaba, no pudo evitar.
Transcurrieron cinco minutos, el primero en sobreponerse y com-
prender el error había sido Manuel Mora Figueroa, quien comenzó a
gritar arribas a España y vivas al ejército para hacerles entender que
eran de los suyos, los demás le imitaron, hasta que los legionarios
de las garitas cesaron los disparos. Bogó hasta ellos el chinchorro de
un torpedero cuyo comandante, el teniente de navío Liaño, resultó
ser compañero de promoción de Manuel Mora Figueroa. Ya en el
muelle evacuaron al muerto y trasladaron a los heridos al hospital,
entre ellos a Joaquín Arcusa.
Leandro se había reservado juzgar a quienes cometieron el error de
no advertir de la misión, de ahí el recibimiento. Martínez Campos y
Manuel Mora lo habían decidido junto al general Varela, para no
correr el riesgo de que el aviso telefónico fuese interceptado por el
enemigo. El comandante de caballería lo estaba pagando, su her-
mano Joaquín sumaba la segunda víctima mortal. De no haber
muerto no hubiera rescatado el agridulce sabor de boca de aquel
error al que el propio Pacho despojó de importancia, pues así hicie-
ron todos: la misión había de completarse, si es que tenía sentido
aquel sacrificio...
Los faroles de la calle orbitan vertiginosamente sobre la cabeza de
Leandro, sigue avanzando a trompicones, traspasado por odios con-
trapuestos, baqueteado por emociones confusas. El licor ingerido se
ha vuelto pernicioso al mezclarse con el tormento desatado: el her-

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mano ha muerto por culpa de quienes no avisaron por teléfono a los
mandos ceutíes, había que probar con aquellas cobayas entusiastas,
él quiso ser una más, Joaquín se lo impidió, una vez más su humi-
llante sobreprotección le había salvado. No ha sido una muerte he-
roica, ha sido una muerte odiosa, nauseabunda, ha caído como co-
rresponde a un hermano arrogante: la bala que le hirió de muerte no
provino del enemigo, sino del bando propio, de legionarios como
los que completaron la misión cruzando a la vuelta en los mismos
faluchos.
Esta era la auténtica misión, la que tenía sentido, si hubiera muerto
en esta ocasión habría sido un héroe: durante el traslado por mar de
un contingente de fuerzas (la 18va compañía de la 5ª bandera de la
legión), el siguiente después del que vino con el destructor Churru-
ca. La ida sobraba, también había faluchos en Ceuta requisables a
punta de pistola y falangistas valientes y temerarios como los que
suplieron a la evadida tripulación una vez atracados en puerto y tras
el tiroteo. La vuelta con tropas escondidas en faluchos de pesca era
la auténtica misión, y si fuera por comandarla los promotores, que
hubieran volado en avión desde Jerez o Sevilla. Pacho le había refe-
rido las dificultades que encontró Manuel Mora Figueroa para poder
culminarla. El teniente coronel Yagüe se opuso en primera instan-
cia, un comandante de caballería convalecía a causa de aquel escar-
ceo de chiquillos, del campamento de Dar Riffien no saldría ningún
legionario. Entonces visitó al general Franco en Tetuán, quien ante
su insistencia, pasados tres días y con el beneplácito de la aviación,
dio su consentimiento, telefoneando a Yagüe para no dejar dudas:
Juanito. Dales el encargo y que partan esta misma noche. No hubo
recomendaciones ni consejos, un seco deseo de suerte. Aquello ha-
bía de ser un ensayo, un tanteo de la efectividad de la escuadra roja,
urgido por la necesidad de concentrar un ejército poderoso en la pe-
nínsula. El goteo de tropas era lento por avión, aún no se habían in-
corporado al puente aéreo los Junkers alemanes.
Los generales apuestan por las iniciativas endiabladas, a modo de
ensayo, antes de exponerse ellos mismos. Hasta hoy el propio gene-
ral Franco no ha trasladado su cuartel general a Sevilla, cuando ya
diez Junkers operan en el puente aéreo, el Usaramo ha traído otros

76
tantos, un nuevo mercante, el Wigbert, ha partido de Alemania con
destino a Lisboa, el teniente coronel Yagüe ha salido hacia Madrid
al frente de doce batallones y ayer cruzaron dos mil soldados en dos
motonaves, escoltadas por un cañonero, un guardacostas y los Sa-
voia italianos y los hidros Dornier. La idea del convoy nació de
aquel ensayo meritorio, los peones son los primeros avanzados en el
juego de estrategia, se probó una posibilidad suicida y resultó, el
fracaso hubiera orientado el juego hacia otros derroteros.
Las farolas de la plaza del Palillero orientan sus haces hacia las
penumbras de la mente de Leandro como los proyectores del Jaime I
registraban la oscuridad del mar intentando el descubrimiento de un
enemigo insospechado. Pacho le había descrito la tensa expectación.
Lola, la gruesa y desgarbada cantinera, única mujer, derramaba go-
tas de sudor por la frente y el cuello, y algunos legionarios asían con
fuerza los fusiles, apoyándolos contra la barbilla para dispararlos si
el acorazado les torpedeaba, naufragaban y habían de echar mano de
sus precarias nociones de natación. Manuel Mora Figueroa había
pensado pasarse por inofensivos pesqueros si eran descubiertos o, a
la desesperada, abordar el buque aprovechando el inesperado pasaje
que, ferozmente, en medio de tiros y granadas de humo, habría tre-
pado por el costado del barco. ¿Hubieran podido contener el empuje
de doscientos novios de la muerte y una decena de falangistas? Pa-
cho había mostrado una voraz imaginación, casi hubiera preferido
acometer el abordaje, no dudaba de que se habrían hecho con el bar-
co, ¿imaginaba la gesta?, ¿el más emblemático acorazado enemigo
conquistado por ellos?, ¿redirigido contra los compañeros que sur-
caban aquellas aguas? Pero aquel gigantón pasó torpe y cegato de
largo, les privó de comprobar su audacia, se libró de la amenaza.
Allí sí hubiera valido la pena haber caído herido o muerto, allí su
hermano sí habría sido un héroe. El Jaime I había pasado de largo
sin verlos, también al Usaramo rondó sin descubrirlo y ayer no par-
ticipó en interceptar el convoy que cruzaba el Estrecho. Un acoraza-
do en pena y errante bien podía haber caído en manos de unos le-
gionarios y falangistas émulos de piratas, aunque entre ellos hubiera
habido bajas, bajas heroicas.

77
En el puerto de Tarifa lo celebraron. Lola la cantinera se prestó a
un baile flamenco al son de unas palmas rudas e inexpertas y unos
piropos exagerados que embellecían la planta barrilona. Joaquín es-
taba ausente, convalecía en el hospital de Ceuta, malherido a causa
de una bala en la cabeza disparada quién sabe si por alguno de aque-
llos mismos legionarios que la jaleaban. Cuanto había escuchado a
Pacho le resultaba ahora lacerante y exacerbaba su embriaguez,
igualmente aquel gesto amistoso intentando consolarlo, desdecirse
del entusiasmo derrochado días antes. Lola la cantinera mostraba los
gruesos muslos en los recortes sugerentes de la falda y los saltos es-
pasmódicos del baile. Mientras, Manuel Mora Figueroa telefoneaba
al general Varela para informar del éxito de la misión, luego se des-
plazaba a la comandancia militar de Algeciras para requisar los ca-
miones que los conducirían a Sevilla.
Leandro atraviesa la plaza de la Catedral y emboca la calle Alfonso
X el Sabio, donde los gritos desfigurados de unas mujeres que for-
cejean con unos moros desquiciados se mezclan con el espectáculo
imaginario de la gorda cantinera bailando ante los rudos legionarios,
quienes, definitivamente, se precipitan sobre la mole provocativa
para repartirse a besos y chupetones los kilos de grasa. Del fondo
del tumulto salen gritos y alaridos hilarantes contra cuyo fragor de
cuerpos Leandro saca la pistola y dispara al interior de la relojería
del comunista Rendón, de donde provienen los gritos reales. Apenas
un hilo de sollozo lastimero sobrevive, guarda la pistola y trastabi-
llando sigue su camino, la cabeza dándole vueltas.

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16 AGOSTO 1936

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VISITA DEL JUEZ A FRANCISCO COSSI OCHOA

Hace tres días, el 13 de agosto, le rechazaron el recurso contra el


auto de procesamiento por delito de rebelión militar dictado el 28 de
julio. Lo había remitido el 31 de julio a la Auditoria de Guerra de
Sevilla, el borrador manuscrito aún lo conserva, se había esmerado
en confeccionarlo y luego en pasarlo a limpio con letra clara, co-
rrecta alineación y perfecto encuadre. No anduvo seguro de que lle-
gase a tiempo de incorporarse al procedimiento, de hecho, corrió a
trompicones en pos de los cincuenta y tres folios confeccionados
por el juez instructor, comandante de Infantería Joaquín Camarero
Arrieta, relativos a los siete procesados en la causa 82/1936, alcan-
zando trabajosamente la meta el 1 de agosto, no a través del general
López-Pinto, como aquellos folios, sino del juzgado especial de Cá-
diz. Es posible que algún efecto causara, lo mismo que los recursos
cursados paralelamente por sus compañeros, de ahí su exclusión, la
del capitán de fragata Tomás Azcárate y la del secretario del gober-
nador Antonio Macalio del juicio sumarísimo elevado a plenario pa-
ra el gobernador Mariano Zapico, el coronel Leoncio Jasso, el capi-
tán Antonio Yánez y el oficial de telégrafos Luis Parrilla.
Había apuntado que no entraría a valorar la situación creada a es-
paldas y frente al poder legítimo. También en el punto cuarto de sus
consideraciones de mérito y razones de justicia había escrito que no
pretendía enjuiciar la legitimidad o ilegitimidad de la autoridad mili-
tar sobrevenida y las medidas impuestas por ella. Abrazando las
propias reglas del código castrense desmontaba con esmerado celo
la absurda imputación que se le hacía: 1) Su presencia en el Go-
bierno Civil respondía a ser sede de la Diputación Provincial cuya
presidencia ocupaba, no a su oposición al estado de guerra; 2) La
renuncia a rendirse se concretaba en el auto en la persona del gober-
nador civil, no señalándose su coparticipación; 3) En los hechos de-
nunciados no se especificaba su participación delictiva, encuadrada
en la nomenclatura jurídica del código castrense, ni siquiera de for-
ma indiciaria; y 4) No cabía, si no era violentando los conceptos ju-
rídicos y dando a los hechos una interpretación caprichosa, estimar
que el delito de rebelión y rebelión armada se hubiese cometido con

81
su cooperación. En consecuencia, donde no había delito, no había
materia de enjuiciamiento y no cabía el procesamiento decretado ni
la prisión preventiva, habiendo lugar a dejarlos sin efecto.
El borrador está ajado, la tinta desvaída, la humedad de las celdas
le ha afectado. De las dobleces nacen fibrillas que degradan el papel
poroso, su lectura es dificultosa, además de haber en él enmiendas y
tachaduras que en el texto pasado a limpio desaparecieron. Hay
quien se come el papel, más de una veintena de días encarcelado y
el paupérrimo rancho carcelario castigan la salud y aumentan el ape-
tito. La última vez que almorzó decentemente fue en el restaurante
vasco aquel fatídico sábado 18 de julio, antes de regresar a su des-
pacho. La prisión provincial está copada y apenas cuatro fideos so-
brenadan el diario caldo frío e insípido, desmenuzaría el papel y lo
uniría a los fideos como hacen otros. Si hubiera permanecido en el
buque Miraflores, la improvisada prisión flotante, a donde le trasla-
daron un par de días después de sacarlo para entregar la caja provin-
cial a su sucesor el teniente coronel de infantería José Sánchez Noel,
se lo habría zampado ya. Ahora le sirve de recordatorio, lo repasa
sabiendo que después de Antonio Macalio le toca el turno a él, el
juez instructor comandante Camarero Arrieta y su secretario el capi-
tán Carretero Luque conversan con el ex secretario del gobernador
civil en su celda. No ve que haya nada que alterar o añadir a su ante-
rior declaración del 26 de julio, ya se pasaron entonces por aquí con
aire funesto por el peliagudo encargo que traían, no se quejen: la mi-
tad del procedimiento de inicio ya está despachado.
En las cárceles se conocen las noticias por las visitas, que él no re-
cibe (espera que a su madre y hermanos no se les ocurra venir desde
el Puerto de Santa María) o por los nuevos detenidos. A Luis Parri-
lla Asensio, el oficial de telégrafos, lo sacaron de aquí el 6 de agosto
y hasta dos días después no supo la suerte que corrió junto al gober-
nador, el jefe de carabineros y el capitán de la Guardia de Asalto. El
procedimiento rueda como una sigilosa apisonadora y, para cuando
se celebre la vista oral, ha de mantener la coherencia en su declara-
ción. El formulismo del recurso constriñe y no permite entrar en de-
talles onerosos que destilarían una súplica pusilánime de clemencia;
una actitud digna comporta la exigencia de justicia.

82
De viva voz sí podrá recalcar lo que ya mantuviera el día 26 ante el
juez instructor y su secretario: estuvo en su despacho trabajando, in-
cluso sabiendo del sitio y hostigamiento de las fuerzas del ejército,
hasta bien entrada la tarde, en que las fuerzas emplazadas en la tra-
sera del edificio hicieron peligrar su integridad, incorporándose al
grupo del gobernador Zapico, donde conoció los detalles de la situa-
ción, entre ellos la misión del comandante Baturone. Por eso no
abandonó el edificio. Y sin embargo la sospecha procesal se ceba en
este punto: no creen que no se quedara para resistir; quien lo hizo es
culpable de rebelión armada. Él estaba trabajando, no debería extra-
ñar que en situaciones así la persistencia en el trabajo sea una inme-
jorable postura, trascurrieron horas en que el organigrama adminis-
trativo no estuvo afectado por la usurpación del ejército, y todavía, a
pesar de los tiros, tenían vigencia los proyectos aprobados.
La última reunión plenaria de la comisión gestora provincial se ha-
bía celebrado el 15 de julio. Fue densa de contenido, se trataron
veintiséis puntos, entre otros, las condiciones de los centros de Be-
neficencia, Hospicio y Hospital Mora; los precios del suministro de
pienso y otros artículos a la Guardia Civil y al ejército; la revisión
de operaciones de contabilidad... En ruegos y preguntas dio razón
del viaje a Madrid representando al consorcio de la Zona Franca. No
mencionó el paréntesis que hizo para visitar al general de brigada
Julio Mena Zueco, subsecretario del Ministerio de Guerra, ex go-
bernador militar de Cádiz. Habían mantenido una buena relación
durante el tiempo en que ocupó la alcaldía del Puerto de Santa Ma-
ría, acudió a varias maniobras militares dirigidas por él en su juris-
dicción, los acontecimientos de octubre del 34 malograron su buen
entendimiento, consideración y simpatía mutua. El estado de guerra
declarado dio plenos poderes al gobernador militar, clausurando los
centros políticos de izquierdas, incluidos ayuntamientos, quedando
Francisco Cossi suspendido de su cargo. Con el tiempo admitió que
hubiese sido su deber tomar aquella medida drástica, después de to-
do el ex gobernador militar había demostrado su fidelidad a la Re-
pública impidiendo en agosto del 32 que prosperase en Cádiz el
golpe de Sanjurjo, eso que aquí conspiraba el entonces coronel Va-
rela Iglesias. La distancia entre la capital y Cádiz no brindaría mu-

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chos más encuentros. A fecha de hoy, sin que lo supieran, compar-
tían un mismo destino: prisión bajo el ejército sublevado, Julio Me-
na Zueco en Burgos, enclave de la XI Brigada de Infantería, de la
que había sido nombrado jefe poco antes del golpe.
Lo último de que había dado cuenta Francisco Cossi en el pleno
del 15 de julio fue del más ambicioso proyecto: el estatuto de auto-
nomía de Andalucía. Era miembro de acción pro estatuto por Cádiz,
cuyo presidente local, el alcalde Manuel de la Pinta, era amigo suyo
y asesor informal en las mejoras previstas para el Hospital Mora,
donde había dejado su impronta de médico excepcional. En relación
a la asamblea hispalense del 5 de julio explicó que se había nom-
brado un comité ejecutivo con facultad para designar los ponentes
que habrían de redactar el proyecto de estatuto y comités provincia-
les para diseñar las campañas de propaganda. Respecto a la jornada
del 12 de julio, reseñó la saludable impresión que tuvo de la visita
de Blas Infante, presidente de la Junta Liberalista de Andalucía, Ho-
racio Hermoso Araujo, alcalde de Sevilla, José Manuel Puelles de
los Santos, presidente de la Diputación de Sevilla, Amador Mora,
alcalde de Tarifa, etcétera. Fue una jornada memorable, histórica,
izaron la bandera andaluza en el balcón del Ayuntamiento entre la
expectación y los vítores de la gente, pronunciaron sendos discursos
en el salón de actos del conservatorio de música y declamación. Por
la tarde acudieron a la asamblea de municipios en Medina Sidonia,
presidida por su alcalde, Ángel Ruiz Enciso, acompañándoles Ma-
riano Zapico. Allí Blas Infante dirigió una apasionada alocución
acerca de los municipios libres, las ventajas del poder regional fren-
te al central, etc., y animó encarecidamente a la remisión de un in-
forme al Comité Pro Estatuto con las sugerencias para mejorar la
gestión de los respectivos municipios. La sesión del 15 de julio se
cerró con inefable sensación, arduo pero ilusionante trabajo les es-
peraba, se fijó la siguiente para el jueves 30. Tres días más tarde,
seis de la visita de Blas Infante, trece de la Asamblea Hispalense...
Francisco Cossi estaba en su despacho concentrado en el trabajo
cuando las fuerzas del ejército sitiaron el edificio del Gobierno Ci-
vil.

84
Al pie del borrador del recurso lee: “Incluir súplica para designa-
ción de abogado a Andrés López Gálvez...” Recordó aquella parte,
era la baza que jugaría a partir de una presumible denegación del re-
curso, la incluyó al final, después de la rúbrica, se obviaría si el do-
cumento prosperaba, si anulaban el procesamiento y lo excarcela-
ban. Ahora esta baza cobraba crucial importancia, especificó incluso
la dirección del estudio del abogado para facilitar su búsqueda, tiró
de formulismo intachable y apeló a la conciencia.
La mañana apenas se vislumbra en la celda, la luz tiene vedado el
paso, las emanaciones de cloaca perfuman el ambiente, a la penum-
bra del habitáculo se han ido adhiriendo las sombras de los días
trascurridos sin luz y sin esperanza.
Su primer acto oficial como presidente de la Diputación había sido
recibir a José Montañés Genera con todo fasto en la estación de tren,
quien poco tiempo duró en el cargo de gobernador civil, sólo dos
semanas, al írsele de las manos los disturbios de marzo. Le sustituyó
Mariano Zapico, quien sí supo imponer el orden, vigilar la marcha
de las huelgas, a la par de mediar entre las partes. Zapico había sido
fusilado. Por esas fechas también ejecutaron a su homólogo de Sevi-
lla, José Manuel Puelles de los Santos, al alcalde de Medina Sido-
nia, Ángel Ruíz Enciso, al de Tarifa, Amador Mora y a Blas Infante
Pérez.
Las noticias tardan en salvar el cerco de falangistas y soldados que
guardan el penal, pero al final lo hacen. La desesperanza le consu-
me, las sombras añaden paletadas de oscuridad a la penumbra hú-
meda y estancada de la celda, las galletas del desayuno estaban du-
ras como cantos rodados de la Caleta.
¿Qué significa que hoy domingo asomen el juez instructor y su se-
cretario? ¿Cuántos días faltan para la vista oral?
Cuando el comandante Camarero Arrieta y su secretario entran en
la celda se sorprenden de ver a un demacrado Francisco Cossi
Ochoa, el rostro afectado por las tumultuosas cavilaciones. Van al
grano, le ratifican que el recurso que presentó se ha desestimado, y,
en otro orden de cosas, que el letrado Andrés López Gálvez ha re-
nunciado a su defensa: alegó no contar con antecedentes del proceso
y desconocer las posibilidades de una correcta intervención; así que,

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se le asignará un oficial del ejército, si no ve inconveniente. Fran-
cisco Cossi hace un mohín vacío, perdido, ausente... ¿Algo que aña-
dir, cambiar o precisar a las manifestaciones del 25 de julio? Denie-
ga despacio con la cabeza, no responde, sufre una leve tos. El juez
instructor y su secretario no tardan en retirarse, han preferido no sa-
car a colación los últimos informes incorporados a su expediente,
especialmente duro el del capitán de infantería Ramón Iribarren, ac-
tual alcalde del Puerto de Santa María, que lo tacha de degenerado
sexual. No lo han visto oportuno, abandonan la prisión provincial,
hace un día radiante, ha sido un infierno penetrar aquellos muros.
Ahora les toca ir al Castillo de Santa Catalina, tomar declaración al
último encausado en este procedimiento: el capitán de fragata To-
más Azcárate García de Lomas.
A la hora del almuerzo Francisco Cossi rompe a trocitos el borra-
dor del recurso y los junta a los cuatro fideos que sobrenadan la so-
pa, alguna chirla se le empalaga, pero insiste hasta tragarla, el ham-
bre le prodiga buen sabor, la tinta no lo amarga.

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LA LLAMADA DEL GENERAL LÓPEZ-PINTO

El secretario del nuevo gobernador civil, Joaquín Lahero Sobrino,


abandona el despacho del gobernador militar José López-Pinto y es-
te se desploma en la silla giratoria ante la robusta mesa surtida de
papeles. El mensaje ha sido escueto y claro, es evidente que ni si-
quiera se celebrará juicio para aquellos desgraciados, la actitud del
secretario ha sido la propia de quien se ciñe a ser mero trasmisor, él
no es quién para desbrozar las irregularidades que se derivan de una
orden de ejecución, no hay más que descolgar el teléfono para con-
firmar que en última instancia procede de Sevilla.
Podría comprobarlo ahora que se ha quedado solo, que no está
Lahero delante para regalarse el gusto de confirmarse como el fia-
dor de tamaño encargo, el teléfono lo tiene a mano, lustroso, cóm-
plice. Queipo de Llano le convencería de no darle tanta importancia,
de no venir a cuento tanta preocupación por unos rojos traidores, le
replicaría que no era el caso la preocupación por dichas vidas, sino
por el irregular procedimiento y el frío regocijo del gobernador ci-
vil.
Así que la visita de Eduardo Varela Valverde ayer tarde a Sevilla
había sido para esto o acaso ocupó la parte menos relevante del en-
cuentro, debía estar cansado después de la celebración por la maña-
na del día de la Bandera, de los discursos, la misa de campaña, los
desfiles, las salutaciones, las inauguraciones... Claro que, su partici-
pación había sido escasa, de mera autoridad representativa, acaso
atenta vigilancia y toma del pulso a un pueblo cuyo fervor hay que
calibrar mediante estos actos. Las mil banderitas rojas y gualdas se
vendieron a peseta cada una, los mil pucheros se consumieron pre-
via presentación de los vales, la misa se siguió con unción, los dis-
cursos se aclamaron. López-Pinto habló desde el balcón del Ayun-
tamiento de la patria, la tradición, la religión y los enemigos de todo
esto, hasta ahora arracimados en torno a la bandera tricolor, recién
arriada; la bicolor representaba aquellos valores históricamente
arraigados en esta tierra, por los que derramó su sangre. Más breve
sería el discurso del alcalde Ramón de Carranza, pero también bien
acogido: sacó a colación la resistencia a los franceses en 1808 y la

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parangonó con el presente, aquellos gaditanos y estos que repelen
las hordas rojas son los mismos, la misma lealtad y arrojo, también
las gaditanas se hacían tirabuzones con las bombas de los fanfarro-
nes.
¿Tomaba buena nota Eduardo Varela Valverde?, ¿vigilaba la efu-
sión de los discursos?, ¿ponderaba la sinceridad de la respuesta de
los congregados? Habían retirado los símbolos y las referencias al
deplorable régimen anterior con arreglo a su bando del 14 de agosto.
Ahora la banda roja y gualda cubriendo la balaustrada del balcón
susurró su leyenda a los presentes, elevándose un grito unánime:
¡Viva el ejército!... ¿En qué manera informaría a Queipo de Llano
del trascurso de la mañana en Cádiz? En Sevilla también hubo fiesta
de la Bandera, en toda la zona nacional.
Parece que no sea suficiente; que ante el esplendor y ardimiento
populares haya aún desconfianza y cálculo; las referencias a extirpar
no son sólo símbolos... también personas, cuya abyección es necesa-
rio propalar para contrarrestar el veneno inoculado durante los últi-
mos años. Mas ¿quiénes han de ser los castigados?, ¿en qué forma?,
¿por qué vía han de decidirse?
Eduardo Varela regresó ayer noche de Sevilla y esta mañana le en-
vía a su secretario: sin mas ha de saltarse los trámites procesales,
soslayar al juez instructor cuyas diligencias ultima hoy; sospechaba
que un mensaje así llegaría tarde o temprano, aunque desviaba este
pensamiento atroz por no equiparar al ejército con las bandas de pis-
toleros que a la noche asesinan en las inmediaciones de la plaza de
toros o a las centurias que asaltan barriadas disparando a quemarro-
pa. Tal panorama ha venido asociado al nuevo gobernador civil,
que, aunque militar, pertenece a otra estirpe, más emparentada con
la de Queipo de Llano. Sobre el territorio conquistado se impone la
funesta lógica que expresaron Yagüe y Castejón en la matanza de
Badajoz: “Si no arrancas el mal de raíz, se volverá en contra; si no
extirpas la simiente corrupta, brotará de nuevo…”
A Ramón de Carranza había intentado convencer de que no dimi-
tiera de la alcaldía, una vez suplantado bruscamente en el Gobierno
Civil por disposición del mismo que le había colocado y a su hijo

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nombrado alcalde de Sevilla. ¿Lo volvería a hacer hoy, trascurrida
una semana, o apoyaría su dimisión, al compartir su enfado?
Es inútil esta disquisición: Queipo de Llano había sido tajante.
Aprovechó su imprevista visita a Cádiz del domingo último, se sen-
tía profundamente indignado, de la noche a la mañana le había susti-
tuido sin darle una razón precisa, la de descargarle de tarea no era
creíble, conjugaba perfectamente los dos cargos, el de gobernador
civil y el de alcalde. En cierto modo podía considerársele un blan-
dengue, un oligarca caduco, un monárquico y ex senador chocho e
hiperbólico, un ex almirante barrigón cuyo esfuerzo empeñaba muy
bien en grandilocuentes proyectos: en reponer la estatua de Fray
Domingo de Silos Moreno en la plaza de la Catedral; en restituir la
banda municipal y programar sus actuaciones en la plaza de Mina,
cerrando siempre con el himno de la Legión, el de Falange y el pa-
sodoble a Cádiz; en organizar las guardias cívicas; en promover los
Tercios Infantiles, a imitación de los flechas italianas y las juventu-
des hitlerianas, tal como lo pensara Calvo Sotelo para todo el terri-
torio nacional...; pero que empleaba muy mal en aplicar todo el ri-
gor y la severidad necesarios para imponer el orden y forzar el aca-
tamiento del nuevo estatus. Un buen alcalde para devolver a la ciu-
dad su idiosincrasia, pero un mal gobernador civil si se quiere im-
placable con la ralea que acecha en el más bajo estrato social, im-
pulsando el castigo ejemplar.
No habrá más miramientos frente a otro bombardeo de la ciudad,
por cada ciudadano muerto se fusilaran diez rojos; así debió haber
procedido cuando el destructor Almirante Valdés cercenó la vida del
jardinero municipal Fernando Domínguez Rodríguez: la curiosidad
le empujó, junto a otros vecinos, a asomarse a las azoteas para reírse
del inepto buque rojo; la caricaturización de la escuadra roja, en par-
ticular de la ridícula tentativa del día anterior, protagonizada por el
crucero Cervantes, propició esta imprudencia. Ramón de Carranza
entonó el mea culpa, burlarse del enemigo les había invitado a des-
preciar el peligro, visitó el número diez de la calle Pasquín, propie-
dad de José Luis Lacave, paseó entre los escombros, abrazó a la
viuda y besó a los hijos, les dispensó del gasto del funeral, que co-
rrería a cargo del municipio. Eduardo Varela Valverde no exhibiría

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tan irritantes rasgos de campechanía, recién llegado como estaba or-
denó lo que había que ordenar sin remilgos y a la noche catorce in-
fortunados abandonaron el buque-prisión Miraflores para solazarse
en el patio de las malvas.
Ramón de Carranza hubo estampado su dimisión en el rostro de
Queipo de Llano, no quería seguir siendo alcalde, habían pasado dos
días desde la llegada del nuevo gobernador civil. Le preguntaron
posteriormente cómo su adorada banda municipal no había ameni-
zado el recorrido por las calles del salvador de Andalucía: pues por-
que no había sido informado de la visita hasta que atravesaba las
Puertas de Tierra. Queipo de Llano apareció después de acudir a una
misa de campaña en San Fernando. La oficiaba el capellán del mu-
nicipio Eladio Cano Gay. Era un día resplandeciente donde destaca-
ba el ornato del altar: el dosel granate, la plateada candelería, los fi-
nos paños, la colorida floresta y, espeluznantes, las imponentes
ametralladoras. Hubo desfiles y colocación de detentes, bendecidos
por el párroco Recadero García Bendijo. Pronunció un breve discur-
so, seguido de rotundos vivas a España y al ejército; saludó a las au-
toridades militares, entre ellas el jefe naval de la base de San Fer-
nando, almirante Gámez Fossi. Le acompañaban autoridades sevi-
llanas y, cómo no, el teniente coronel de caballería Eduardo Varela
Valverde. Lo primero que visitó al llegar a Cádiz fue el Gobierno
Civil, en lugar del consistorio o el Gobierno Militar. Recorrió las
regias dependencias con descaro, aquél había sido lugar de resisten-
cia, aún había señales de disparos en las paredes. Las lámparas, los
relojes de pie y de sobremesa, las angelicales figuras de las consolas
acataron silenciosas el paso marcial y el breve reposo del espigado
inquilino, que aprovechó para sugerir algunas ideas sanguinarias al
gobernador civil. Después salió a recorrer las calles, la gente lo vio
y se arracimó a su alrededor con curiosa jovialidad y entusiasmo. En
la calle Columela, un comercio saqueado por la chusma aquellos
cruciales días de julio, conservaba íntegro un Corazón de Jesús, que
“milagrosamente” había sobrevivido al destrozo; quiso quedárselo y
se lo entregaron ceremoniosamente. Paró en el Casino Gaditano, ac-
tual cuartel de la Falange, y saludó desde el balcón. Hizo escala en
el Gobierno Militar, donde habló por un micrófono para ensalzar a

90
los gaditanos: nunca jamás vencerían los rojos habiendo ardientes
plazas como la sevillana y la gaditana. Tras concluir, Ramón de Ca-
rranza recién incorporado al cortejo, le endosó la dimisión como al-
calde de la ciudad. Queipo de Llano supuso los motivos, el amor
propio herido y todas esas paparruchadas, cerca se regodeaba del
patético gesto Eduardo Varela Valverde. Reaccionó rápido, manejó
bien la situación, bromeó, le restó gravedad al asunto, frivolizó y
remató con acento revestido de amenaza lo antipatriótico y desleal
que sería insistir en aquella postura precisamente ahora. La insinua-
ción quedó clara, Ramón de Carranza humilló la cabeza. Queipo de
Llano reanudó el recorrido. El sol radiante iluminó su paso hacia los
regimientos de infantería nº 33 y de artillería de costa nº 1, a donde
arengó a la tropa.
Al mediodía almorzó en el Hotel Francia y París. López-Pinto
aprovechó para preguntarle por el general Varela Iglesias y sus pro-
gresos. Queipo de Llano le miró entre suspicaz y molesto mientras
deglutía una caballa guarnecida con piriñaca; la interpelación podía
considerarla impertinente por dos razones: 1) la tirantez existente
entre ellos dos; 2) la presunción de que López-Pinto deseaba mar-
char lo más pronto posible al frente. Intentando eludir una escenita
semejante a la protagonizada por Ramón de Carranza, permaneció
serio y concentrado en el almuerzo. Como López-Pinto no preten-
diera nada fuera de lugar y dispusiera de sus propios cauces infor-
mativos (por ellos ha sabido de la bomba caída por la mañana en el
cuartel general de Varela en Antequera), inició por sí mismo la con-
versación, engarzando otra pregunta más precisa y desbaratando se-
gundas intenciones; sabía de la visita de Varela Iglesias a Sevilla el
día anterior, coincidiendo con la estancia del general Franco: ¿con-
seguía el objetivo de abrir las comunicaciones con Málaga y Grana-
da?... Definitivamente Queipo de Llano se prestó a conversar: aún
no habían caído Antequera, Archidona ni Bobadilla. La aviación
enemiga causaba estragos, como comprobaron en Castro del Río;
precisamente Varela Iglesias estaría viajando a Córdoba en aquellos
momentos para asistir al funeral del alférez de ferrocarriles Pedro de
la Peña Barbudo, caído allí en un bombardeo. Para contrarrestar
aquella superioridad se estaban poniendo los medios, los Heinkel

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llegados a Tablada; los pilotos alemanes instruían a los españoles,
necesitaban tiempo; en la primera prueba de pilotaje habían averia-
do tres aparatos, empezarían pilotándolos los propios alemanes.
Acabado el almuerzo y antes de prestarse al agasajo de la gente
que aguardaba en la plaza San Francisco, Queipo de Llano le es-
tampó una mueca donde se entendía lo siguiente: lo que necesita-
mos en el frente son pilotos y aviones, no generales, ¿enterado? Sí;
pero no convencido y, por eso, mientras aquél pasó a jactarse ante
las jovencitas que lo abordaron en la plaza de lo mucho que le ab-
sorbía el trabajo, pensó que también él cursaría una visita a Sevilla,
a la sazón la del 11 de agosto, dos días después, dando cuenta al ge-
neral Franco de su disponibilidad para marchar al frente en cuanto el
movimiento salvador lo requiriera. Las jóvenes saludaron también a
Ramón de Carranza, que apareció para acompañar a Queipo de
Llano hasta el Ayuntamiento, lo que este aprovechó para desparra-
mar jocosamente entre ellas su torpe intención de aquella mañana:
¿creéis que debí aceptar su dimisión?
La visita al Ayuntamiento se la hubiera saltado de no provocarle
mayor recelo, en el salón de plenos dirigió alabanzas al pueblo, al
que habrían de mimar y guiar certeramente, y elogios a las gadita-
nas, a su derroche de pasión y refuerzo del ánimo de los combatien-
tes. La intervención de Ramón de Carranza volvió a adolecer de la
manida resistencia a los franceses y la adornada cabellera de las ga-
ditanas con tirabuzones confeccionados con las bombas que les
arrojaban los fanfarrones. Le despidieron en la plaza de la Repúbli-
ca, frente al Consistorio, la que ayer se engalanó para la fiesta de la
Bandera, señoreándola Segismundo Moret sobre un pedestal de pie-
dra. Partió hacia Sevilla parando en el Puerto de Santa María y en
Jerez. A las seis de la tarde, hora en que recibía los parabienes del
consistorio jerezano, era fusilado en los fosos de Puerta de Tierra el
comunista Francisco Rendón, el relojero de la calle Alfonso X el
Sabio.

Carmen Sevilla irrumpe garbosa en el despacho. Habían quedado


para revisar las cuentas del Ropero del Soldado, ¿no se acordaba?
Ella es la presidenta, llevan recaudadas más de cuatro mil pesetas;

92
además han cosechado bastante éxito los últimos llamamientos para
recoger ampollas desechables, ropa, jabón...
-Es que me ha entretenido el secretario del gobernador civil.
-Hoy es domingo, ¿pasa algo?
-No, nada. Voy enseguida. Aguarda fuera un instante.
López-Pinto se acerca el teléfono al oído mientras la esposa cierra
obediente tras de sí.
El general Varela Iglesias salvó el pellejo de milagro esta mañana,
el bombardeo redujo a escombros su cuartel general en Antequera.
El coronel Buruaga le explicó por teléfono que había salido tem-
prano a inspeccionar las tropas, habría sido una fatalidad pillarlo allí
justo en vísperas de incorporarse a la columna los pilotos García
Morato y Ramaud Gomá. La fortuna está de parte de ellos, Dios está
con el movimiento salvador...
No, no ha de referir estas cosas a Carmen, la inquietaría, le quitaría
su deseo de marchar al frente... Marca los números y comunica con
su jefe de Estado Mayor, el capitán Jaime Puig Guardiola, al que
traslada la orden del secretario del gobernador civil. Cuelga, ordena
unos papeles sobre la mesa, corrige la posición de un par de objetos
decorativos, encaja la silla giratoria y corre a reunirse con la esposa.

93
94
FINAL DE TOMÁS AZCÁRATE GARCIA DE LOMAS

La visita familiar concluye bruscamente, un guardia ordena desalo-


jar la celda y la fortaleza, apenas han trascurrido diez minutos. Ma-
ría Josefa Ristori Suárez, Tomás Azcárate Ristori y su hermano José
María descienden las escaleras hasta la explanada frente al Castillo
de Santa Catalina. El sol achicharra, son las cuatro treinta de la tar-
de, el suelo levanta un polvillo áureo al pisarlo, el aliento reseco de
la tierra cuando el solano la abrasa. Lo más probable es que la
reanuden pronto, será un contratiempo menor, los hijos le quitan
importancia, procuran que la madre no se inquiete. También han
desalojado a la familia de Antonio Muñoz Dueñas, ex jefe de la
Guardia Municipal. En la explanada comparten los tórridos respira-
deros de la tierra, el polvo que la brisa marina revuela hasta enhe-
brar sus gargantas. Intercambian breves saludos, de desconcierto y
extrañeza.
Ayer la visita fue entrañable para los Azcárate, por primera vez
acudieron todos, incluidos los ocho niños. Era un signo halagüeño
habérselo permitido, para ellos también fue fiesta, aunque nada que
ver con el día de la Bandera. La familia al completo visitaba a To-
más Azcárate García de Lomas, capitán de fragata; por unas horas
olvidaron las penalidades y la zozobra de la separación. Los niños
refirieron con entusiasmo sus nuevos hábitos en la casa de San Se-
veriano, las peculiaridades de las gallinas y los conejos del corral,
algunas preparadas para el sacrificio en cuanto el cabeza de familia
regresase. Callaron los ataques sufridos en la casa de Valverde, la
reclusión forzada para evitar los gritos e insultos, las pedradas en las
ventanas. Habían mejorado con el cambio, a pesar de los lúgubres
disparos que extemporáneamente escuchaban en dirección al ce-
menterio o la plaza de Toros; contra ellos recurrían al rezo por el
alma del infortunado; Isabelita, con sólo trece años, demostraba
verdadera unción religiosa. Pasaron rápido las horas, el corpulento
marino volvió a demostrar que es un apetecible desfiladero por el
que los niños gustan de despeñarse o un fornido ogro que entre to-
dos pugnan por inmovilizar.

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Las risas infantiles conjuraron su triste reclusión, olvidó por un ra-
to las noticias que le llegaban con cuenta gotas. El cuñado Félix Ga-
yón de los Fayos, coronel de artillería de la armada, que no lo visi-
taba desde el 6 de agosto, le había escrito unas letras asegurándole
que intentaba su excarcelación hasta la hora de juicio. Había habla-
do con el comandante del crucero República, de quien esperaba, a
pesar de sus evasivas, que al presentarse al gobernador civil interce-
diera por él. Juan Benavente García de la Vega no mencionó el ca-
so, no lo consideró prudente. Hizo bien. José Mellado Bueno, un
chipionero amigo de la familia de Eduardo Varela Valverde, había
hablado a favor de su hijo detenido en Chipiona, temiendo los abu-
sos de las tropas; el gobernador le restó gravedad a sus temores; a
los pocos días casualmente aquel hombre era detenido bajo la falsa
acusación de haber inducido a un niño a apedrear la nueva bandera
nacional y conducido al penal del Puerto de Santa María para ser
ejecutado. El comandante del República Juan Benavente García de
la Vega no era ni siquiera familia del gobernador civil, no consideró
inteligente meterse en camisa de once varas ante una autoridad
puesta por el mismísimo Queipo de Llano, aquello no era asunto su-
yo, bastaba el informe que remitiera al juez instructor: “Por solo
llevar dos meses a mi cargo no puedo dar razón de él.”
La entrada en el Castillo de Santa Catalina de un furgón de la
Guardia Civil altera los ánimos, el polvo levantado por las ruedas
les azota, Tomás y José María empiezan a no ser capaces de conte-
ner el nerviosismo de la madre, atisban de lejos el interior de la cel-
da a través de una ventana, hay ajetreo, sacan al padre, también al
ex jefe de la Guardia Municipal.
En los escasos diez minutos que han compartido, han podido veri-
ficar en el rostro plácido y sereno la resaca por el feliz día de ayer,
apenas pudo concentrarse en el libro España traído por María Jose-
fa, vestía la ropa limpia que también le repuso. La esposa recupera
la calma cuando puede cumplimentar al marido en los pequeños de-
talles: el libro de cabecera, la ropa limpia, los pañuelos, el termo...
Ahora comienza a asustarse, ayer se llevó consigo alegría y espe-
ranza. El comandante militar del castillo, Rafael López Alba, recibe
de manos del teniente de la Guardia Civil, Luis Salas Ríos, la orden

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suscrita por el jefe del Estado Mayor, capitán Jaime Puig Guardiola,
y el gobernador militar, general José López-Pinto: “Sírvase hacer
entrega para su traslado al regimiento de Infantería nº 33 a los se-
ñores...”. Los prisioneros suben al furgón, el breve tránsito al des-
cubierto desde las celdas les ha brindado un pequeño respiro, a pe-
sar del golpe de calor. El vehículo rueda rápido ante los familiares, a
María Josefa Ristori tienen que apartarla, intentaba entorpecer el pa-
so. No renuncia a quedar en ascuas y regresa al interior de la forta-
leza, los hijos mayores la siguen, se abre paso entre los cariaconte-
cidos guardias hasta alcanzar al comandante del castillo:
- ¿A dónde los conducen?
- No puedo decírselo.
La actitud de la mujer es tal que no cejará hasta obtener respuesta.
- Al regimiento de Infantería.
- ¿Para? - insiste María Josefa.
- Me temo... - los hijos se quedan estupefactos ante la bofetada
que le propina al comandante, la agarran y alejan de allí; a duras pe-
nas contienen el ataque de nervios.

La gente merodea por los alrededores de las bóvedas de Santa Ele-


na y San Roque, la lúgubre noticia pasa de boca en boca, ayer todo
eran marchas pomposas, cantos, vítores, hoy no hay autoridades que
dirijan enardecedores discursos, el sopor inunda el descanso domi-
nical, sería hora de disfrutar de la playa o del frescor de los patios.
La noticia es que va a producirse un fusilamiento, la curiosidad no
es morbosa, entender el presente estado de cosas forma parte del
instinto de supervivencia, la confirmación del luctuoso rumor esta-
blecerá un contraste que les ayudará a andar precavidos. En el lin-
dante barrio de Santa María saben que son engañosas las banderitas,
los pucheros... del día de ayer. Han sufrido indiscriminadas deten-
ciones y una refriega que se saldó con ocho muertos, al poco de
nombrarse nuevo gobernador civil. Los rostros atienden desde bal-
cones y ventanas con disimulo y preocupación, las furgonetas de la
Guardia Civil regresan sobre sus pasos después de dejar a los pri-
sioneros, una camioneta seis doble trajo un pelotón de guardias de
asalto al mando del capitán Carlos Díaz Domínguez.

97
La piedra ostionera de las bóvedas apantalla la curiosidad, la ima-
ginación suple la falta de visión, reinventa los rituales, la torre de las
Puertas de Tierra observa como una vieja chocha que presume de
posición privilegiada. Barajan nombres: Antonio Macalio, ex secre-
tario del gobernador civil; Rafael Calbo Cuadrado, médico socialis-
ta; Julian Pinto, obrero metalúrgico.
Tomás Azcárate Ristori, hijo de Tomás Azcárate García de Lomas,
está apostado en las inmediaciones del barrio Santa María. Ha
acompañado a José María y a su madre un trecho hasta dejarlos ca-
mino de San Severiano, la entrada al cuartel ha sido imposible, lo ha
intentado apelando a la amistad de su padre con Antonio Vega Mon-
tes de Oca, comandante del Regimiento de Infantería nº 33. Le han
apartado, un perspicaz vecino ha comprendido que al muchacho le
toca de cerca alguien de los detenidos, la señora que irrumpe en la
explanada anterior a las bóvedas tampoco tiene opciones, los milita-
res la rechazan fastidiados al tener que soportar un ataque de histe-
rismo:
- ¡Quiero ver a mi hijo! -es la madre del obrero metalúrgico Ju-
lián Pinto-. ¡Mi hijo!

Tomás Azcárate García de Lomas toma una hoja en blanco con


membrete del Regimiento de Infantería nº 33 y escribe despacio el
nombre de su esposa: María Josefa Ristori Suárez... Al completarlo
no escribe nada más, pensaba que acudirían las palabras, que se en-
cadenarían solas, a partir del segundo apellido se extiende un abis-
mo blanco... ¿Cómo despedirse?, ¿qué decir?... No encuentra las pa-
labras... Es imposible expresar nada con sentido o intención recon-
fortadora: resignación, valor, entereza, oración..., cualquier cosa es
un tópico reduccionista, mutilador de los sentimientos... Lo van a
fusilar, parece mentira, es el resultado de un enredo imposible, es
inaudito que el destino haya podido conducirle hasta aquí.
Al llegar imaginó una excarcelación oportuna y justa, al frente del
regimiento figura su amigo Antonio Vega Montes de Oca, teniente
coronel de infantería, desde el 28 de julio, tras su paso provisional
por el Gobierno Civil. Desconocía, por haber estado encerrado, que
se había mostrado claro partidario del movimiento: el 21, había de-

98
clarado que sólo quedaba por caer Madrid, último reducto de la an-
tiEspaña; el 23, ordenado reabrir los comercios; el 24, impuesto sal-
voconductos de salida a los pueblos y extramuros; el 25, autorizado
la sustitución rápida del personal de las factorías que no acudiera a
trabajar... Esperaba encontrarlo, verlo aparecer como portavoz de
buenas noticias, pronto comprendió que era una sensación falaz, los
presentimientos arrojaban una inconsciente renuncia a la fatalidad,
la incertidumbre pintaba desenlaces contradictorios.
El juez instructor, comandante Camarero Arrieta, encargado de su
procedimiento, le había visitado por la mañana, aquello le imbuyó
de esperanza, aún primaban las formas. Al preguntarle si se ratifica-
ba en sus declaraciones anteriores, asintió en lo relativo a su desco-
nocimiento de los términos en que Mariano Zapico había pactado
con el comandante Baturone la evacuación parcial del edificio, per-
maneciendo en su puesto de asesor naval, sin adoptar resistencia ac-
tiva, más bien aconsejando la rendición… En cambio, enmendó
aquello de que “el acto realizado por las tropas era ilegal y violen-
to y oponerse a toda rebelión es una virtud y un deber de todo mili-
tar...”. La conversación con su cuñado Félix García de los Fayos le
había influido, así como la vulnerabilidad que presintió en los dete-
nidos, de algunos de los cuales habían dado pronto cuenta... La carta
ideada por el almirante Gámez Fossi, el empeño en demostrar su
desacato a una contraorden inexistente, le reveló su crítica situación:
“Aquellas manifestaciones fueron hechas conforme al ambiente y
criterio que existía en las personas que estaban dentro del Go-
bierno Civil, no teniendo otros conocimientos de lo que en el exte-
rior ocurría ni el carácter que el Movimiento tenía, por haber esta-
do incomunicado...”. El anuncio de que se le había designado como
abogado a Rafael Casares Uceda, capitán de infantería, cerró la visi-
ta, inspirándole un sentimiento de confianza.
Aquí no había encontrado al juez instructor, ¿tendría noticia de su
traslado? Si hubiera diligencias pendientes se las habría comunicado
esta mañana. Tampoco había visto al abogado, al menos, nadie se le
había presentado como tal.
Quien sí se le presenta en estos instantes es un sacerdote, el padre
Vicente de los Paules de Cádiz. Despierta de su embeleso frente al

99
papel, que se resiste a mancillar su blancura silenciosa tras el nom-
bre de la esposa. No reconoce a su amigo el padre Vicente de los
Carmelitas de San Fernando, confesor habitual, que es a quien ha
pedido que avisaran. Se lo explica, ha debido ser un error: o bien se
confundieron de padre Vicente o bien decidieron que el de San Fer-
nando resultaba más complicado de encontrar. Los preparativos se
ultiman, las botas golpean contra el suelo en el patio de armas, los
fusiles se amartillan... Ya es tarde para avisar al otro, no hay tiempo,
no tiene importancia, él mismo le sirve… El padre Vicente de los
Paules de Cádiz le confiesa y da la absolución, queda impresionado
por la aceptación y serenidad cristianas con que el marino se enfren-
ta al patíbulo. También confiesa y da la comunión al resto, excepto
al comunista Julián Pinto, que se niega.
El capitán Carlos Díaz Domínguez, jefe de los guardias de asalto,
encabeza el pelotón de fusilamiento. Ha elegido cuidadosamente a
los hombres, entre ellos al cabo Cesáreo Berrocal, que resistió en el
Gobierno Civil a las órdenes del capitán Yáñez-Barnuevo. Hace una
semana fue excarcelado y devuelto al cuerpo, si quería vivir debía
obedecer. La calurosa brisa zigzaguea en el foso como un pájaro
atrapado, los prisioneros se agrupan, el padre Vicente inicia un rezo,
el médico aprieta el estetoscopio, Julián Pinto alza el puño, Antonio
Macalio recuerda a su antiguo jefe, Antonio Muñoz Dueñas tiembla
de agitación, Rafael Calbo Cuadrado y Tomás Azcárate se cogen la
mano y poco antes de abrirse fuego todos gritan a la par:
-¡Viva la Constitución! ¡Viva la Ley!
Truenan los fusiles. El de Cesáreo Berrocal ha permanecido en si-
lencio.

La gente se dispersa cariacontecida y retemblona, algunos se han


santiguado, a la madre de Julián Pinto la trasladan al Hospital Mora,
desmayada. Tomás Azcárate Ristori logra ahora acceder al cuartel,
los ojos húmedos, el cuerpo cortado. Lo reciben la esposa y los hijos
del comandante del regimiento, ella lo abraza. Antonio Vega Mon-
tes de Oca no está en condiciones de recibirle, se ha recluido en sus
dependencias, abatido por la impotencia.

100
El recorrido de Tomás hasta su casa lo realiza como a través de un
túnel imaginario, prolongación de los glacis de Puerta Tierra. Las
lágrimas le empañan la visión, el tórrido calor evapora la humedad
de las mejillas, él mismo parece diluirse, evaporarse a cachos. En el
anafe del patio de la casa de San Severiano se han achicharrado los
cangrejos que los niños cocían, cazados por la mañana en la playa
Santa María. Isabelita había apremiado a Manolo y a Juan al oír la
descarga de fusilería:
-Hermanitos. Están matando a un hombre. Recemos por su alma.
El vuelo rasante de una avioneta los hubo arrancado del ritual y co-
rrieron a la azotea, los gritos de la madre les contuvieron, trastabi-
llando, horrorizada y descompuesta, venía hacia ellos:
-¡Han matado a vuestro padre! –lo repitió a cada uno, zarandeán-
dolos y atravesándolos con una mirada espantada.
Tomás Azcárate Ristori percibe el olor a cangrejo chamuscado, el
de los pequeños cadáveres iniciando el proceso de descomposición
al sol. Al entrar en la casa afronta el desconsuelo general, el llanto
resquebrajado, esparcido por las estancias.
María Josefa Ristori balbucea:
-Han matado a tu padre.
La aparición de Félix Gayón de los Fayos les reconforta y con él
planifica el entierro. Félix buscará un furgón de la armada mientras
él se encargará del ataúd, se encontrarán en el cementerio. Olvidó
un detalle que Tomás trata luego de solventar visitando los comer-
cios donde el padre era un estimado cliente: el féretro cuesta setenta
y cinco pesetas. Intenta reunirlas aquí y allá, se las niegan; al sastre
de la calle Columela, le suplica; no cede; al dueño del bar “Sol”, sí
convence, y por fin obtiene el dinero en medio del silencio hostil de
los presentes. A última hora de la tarde trasladan el cadáver desde el
cementerio San José al de San Fernando. Félix Gayón de los Fayos
señala a los operarios el panteón familiar, quienes conducen hasta
allí el féretro. Coincide la presencia del párroco Recadero García
Bendijo, quien el día de la visita de Queipo de Llano agotó todos los
detentes bendecidos. Al ver pasar la pequeña comitiva, el párroco
masculla:
-Hay que arrancar de raíz esta mala yerba de los Azcárate.

101
Uno de los operarios, al concluir el sobrio sepelio, abandona cinco
pesetas en la mano de Tomás Azcárate Ristori.

En el cuartel de la Guardia de Asalto los guardias recién llega-


dos en la camioneta seis doble, resentidas las nalgas de la dura tabla
de madera por el traqueteo, se despojan de los uniformes y recogen
sus enseres de paisano de las taquillas, concluida la jornada, no muy
entusiasmados con la misión de esta tarde. El capitán Carlos Díaz
Domínguez ha venido estudiando de soslayo al cabo Cesáero Berro-
cal. El rostro adusto no desmentía sus impresiones, el traqueteo del
vehículo provocó el choque repetido de sus afiladas miradas. La se-
lección del pelotón había sido cuidadosa y aunque otros también es-
tuvieron resistiendo en el Gobierno Civil a las órdenes del fallecido
capitán Yáñez-Barnuevo, él ha sido el único que no ha apretado el
gatillo. Le ha ofrecido la oportunidad de redimirse, la autoridad mi-
litar lo ha querido así con todos los que obedecían órdenes, a pesar
de que, como él, pudieron desoírlas. Carlos Díaz Domínguez era en-
tonces teniente y su jefe le aguardaba en el Gobierno Civil para
oponerse a la rebelión militar, no asomó por allí, previó el fracaso,
la inutilidad de cualquier resistencia frente al despliegue de la infan-
tería y la artillería. Al día siguiente le ascendían a capitán y le nom-
braban nuevo jefe. Este cuerpo policial debía resarcirse de su traido-
ra resistencia, lavar su imagen, amoldarla al nuevo orden, partici-
pando en las tareas de expurgación, no podía haber dudas, vacila-
ciones, ningún guardia titubeante. La redención que se les proponía
no solo garantizaba la conservación de su puesto sino la vida,
rehuirla era tentar la suerte.
Cesáreo Berrocal lo comprendió nada más ser excarcelado y rein-
tegrado al cuerpo, desde la cárcel obtuvo una visión clara de la evo-
lución de los acontecimientos, aumentaba el número de detenidos,
asumiendo labores policiales los grupos de falangistas, las milicias o
las guardias cívicas. La Guardia de Asalto no podía quedar a la zaga
y menos estando a las órdenes de quien había considerado una ali-
maña a la espera de la oportunidad de ascender a expensas de la
aniquilación de su capitán. Hasta ahora había sobrellevado aquellos
cometidos menores que le encargaban: registros, traslados, deten-

102
ciones..., a pesar de la imagen de traidor que le trasmitían algunas
miradas subrepticias de la gente llana, miradas de miedo, descon-
cierto y desprecio, extraordinariamente expresivas, que poco a poco
grupos como los falangistas irían anestesiando o redirigiendo hacia
la asunción del nuevo estado de cosas. Aguardaba la prueba de fue-
go, sabía que el capitán Díaz Domínguez no se la evitaría, que,
además, le escogería intencionadamente, para ponerlo en evidencia,
si es que conservaba un mínimo de apego al régimen anterior. Más
no solo fuera apego al pasado sino repulsa del presente en la medida
en que aquel valeroso jefe, el capitán Yánez Barnuevo, había que-
dado como rebelde advenedizo y ruin.
Planeó que a la fila de condenados apuntaría ligeramente desviado,
nada le habría impedido un disparo al aire, fallido, habría sido un
percance inadvertido. Pero ni siquiera apretó el gatillo, su dedo ín-
dice se le quedó paralizado, el fusil no retrocedió golpeando contra
el hombro, tardó incluso unas centésimas de segundo más en desha-
cer la postura. Había compartido aquella descompensada resistencia
en el Gobierno Civil con algunos de quienes encaraba, unos, como
el veterano marino, de aspecto más demacrado a como lo recordaba,
representaron la cordura, abogando, cuando se les pidió parecer, por
la rendición, mientras otros, como el obrero metalúrgico, representa-
ron el desparpajo frente a la lucha desigual con tal de no enmudecer
la voz reivindicativa que conformaba su sentimiento de libertad. Si
disparaba, aunque fuese al aire, contribuiría a sepultar la intención
de aquellos valientes, a otorgar la razón a quienes se imponían por
la fuerza, a quienes habían aniquilado a su antiguo jefe. Hubiese
preferido tener enfrente al general Varela. En aquel entonces lo tuvo
a tiro, creyó acertarle y, en cambio, vino a escudarle un inocente
soldado, cuya muerte la había sentido como la de un hermano. En el
pelotón adivinó cuál era su límite y decidió acatarlo, no disparando.
Así detuvo una vertiginosa carrera de menosprecio de sí mismo.
Termina Cesáreo de ordenar la taquilla, los compañeros le despi-
den, ya vestidos de paisano, uncidos definitivamente a los nuevos
tiempos, tras haber superado la cruel prueba de esta tarde. Presiente
que ha de aguardar a que salgan todos, despide a quien le brinda
acompañamiento. Cuando se queda solo, en efecto, aparece el capi-

103
tán Carlos Díaz Domínguez, flanqueado por dos guardias uniforma-
dos del siguiente turno. Esta vez sus miradas se aferran por unos
momentos duramente, no hay traqueteo que las aparte, ambos sabían
que iba a llegar este momento.
El capitán ordena pausadamente:
-Detengan a este rojo.

104
FINAL DE FRANCISCO COSSI OCHOA

La política es odiosa, los políticos son odiosos, hacer justicia es la


consigna, la bandera del alzamiento. Los políticos han corrompido
la sociedad, la han malogrado, han propiciado el desorden, el caos,
no se trata de que sean comunistas, socialistas, anarquistas, maso-
nes..., sencillamente son políticos, han alimentado su yo-político
hasta convertirse en políticos como quien alimenta su yo-depravado
hasta convertirse en seres depravados, no tienen solución. La políti-
ca sobra en una sociedad bien organizada, la entorpece, la deteriora,
la enferma, y la enfermedad sólo tiene una cura: la extirpación de
las pústulas que han proliferado y encasquillado su rodaje y evolu-
ción y la de quienes han compartido sus expectativas, aprobado sus
pareceres, aplaudido sus ideales, consentido sus normas, abanderado
sus propuestas.
Muchos han entendido el plan, la operación quirúrgica, y han co-
rrido a presentar sus respetos y la disolución de sus partidos ante el
gobernador civil; miembros irrelevantes, pues los principales andan
confinados en cárceles o barcos-prisión, en recintos de leprosos, en
campos de infestados, en cubículos a propósito para garantizar la
asepsia social. La justicia es anti-política, los procedimientos, los
sumarios, las instrucciones van a la zaga de su sed depuradora, los
trámites burocráticos, la recopilación de informes, su contrastación,
verificación, etcétera, la alelan y por eso dicta sentencia más aprisa
de la celebración los juicios, soslaya todo aquel barullo ralentizador.
De ahí que el capitán de infantería Cipriano Briz González, juez
instructor de la Base Naval de Cádiz, todavía el 8 de agosto cursara
oficio al comandante Camarero Arrieta preguntando si había dictado
auto de procesamiento contra el oficial de telégrafos Luis Parrilla
Asensio, acusado de un delito de insulto a la fuerza armada, habien-
do sido fusilado dos días antes, u hoy mismo llame a declarar a José
María Miranda Sardi, delegado gubernativo de la villa de Chipiona
en Cádiz, incurso en el procedimiento 47/1936, comunicándosele
que ha sido sacado del barco-prisión Miraflores y fusilado junto a
dieciséis políticos más a primeros de agosto. Los trámites amonto-

105
nan folios pretenciosos e inútiles, engrosan la culpabilidad de cadá-
veres en proceso de descomposición, acumulan tediosos epitafios.
El procedimiento contra Azcárate, Macalio y Cossi, dimanante del
82/1936, suma un sin fin de papeles, los últimos incorporados hoy
mismo: las declaraciones que hicieron a primeras horas de la maña-
na al juez instructor comandante Camarero Arrieta. Es papel moja-
do, detrito vegetal, solo faltaba concertar la vista oral. Había sido
designado abogado Rafael Casanueva Usera, a continuación remiti-
rían el resultado a la Auditoría de Guerra de Sevilla para su ratifica-
ción, cualquiera que fuese. Al comandante Camarero Arrieta, como
a su colega Briz González, cuando reanude los trámites procesales y
pregunte por ellos, le comunicarán que les han aplicado inopinada-
mente el bando de guerra, que han sido ya despachados.
Los actos de fervor patriótico y adhesión al Movimiento galopan
por la ciudad rodeados de fastos y solemnidad religiosa y castrense,
a ellos afluyen unas u otras autoridades, a la celebración del día de
la Bandera acudieron todas, al acto de bendición del nuevo cuartel
de requetés en la plaza Argüelles y de entronización del Corazón de
Jesús no falta el gobernador civil Eduardo Varela Valverde. El dis-
curso del capitán del Requeté José María García Cuevas ha recorda-
do la historia, a los gloriosos cruzados que se alzaron a la muerte de
Fernando VII, ha enumerado sus emblemas: honor, entrega, heroís-
mo... Cristo Rey capitanea su lucha contra el marxismo, contra los
judas nacidos en España y vendidos a Moscú. Los requetés compar-
ten el ¡viva la muerte! de Millán Astray, han de morir unos para que
nazcan otros, verter la propia sangre para regar la tierra donde re-
nazca el amor a la tradición, a Dios, a la Patria y al Rey... Las ben-
diciones sacerdotales y el sagrado Corazón de Jesús dispensan al
cuartel su protección, amparan la llamada al reclutamiento contra
sus enemigos, una representación de los cuales se desploma a esa
misma hora en los fosos de Puerta Tierra, Dios les perdone por su
desvío. El gobernador civil piensa en el general Manuel Goded y
Llopis, que ocupara su cargo en Cádiz hace años, y en Muriel, y en
otros, que del otro lado abaten bajo similares piquetes enemigos.
Durante el aperitivo vespertino las señoras gustan de saber los nom-
bres de quienes fusilan, por lo que discreta y hábilmente preguntan,

106
interrumpiendo la relación de joyas de que se han venido despren-
diendo para ayudar a la causa. La señora Varela Valverde pertenece
al Ropero del Soldado y premia a las de mayor probada generosidad
tras haberlo averiguado con un sondeo pertinaz y acaramelado del
secretario de su marido. Hasta el grupo de Eduardo Aranda Asque-
rino, comandante de artillería, alcalde interino del 18 al 28 de julio,
yerno de Queipo de Llano, llegan los nombres propios y vagas refe-
rencias, provocando al comandante Camarero Arrieta un espasmo,
al reconocer que actualmente dos de ellos (Macalio y Azcárate) per-
tenecen al sumario que está instruyendo. Intenta serenarse, despejar
su aturdimiento. ¿Y el tercero?, ¿y Francisco Cossi?
En la plaza Argüelles se despiden los asistentes al acto, sobre el
nuevo cuartel de requetés flamea la bandera roja y gualda izada
ayer. Eduardo Varela Valverde la contempla con fruición, emble-
mas así han de adornar las fachadas, su bando de hace dos días ha
hecho efecto, erradicando los del odioso régimen anterior. Girando
la cabeza contempla la bandera sobre el balcón del consulado ale-
mán: roja con la esvástica. El embajador Richard Classen le presen-
tó sus respetos al poco de llegar, los germanos conocen lo pernicio-
so de los políticos. ¿Cómo era el nombre de aquél que se ha queda-
do sin castigo?

De la chimenea de la Fábrica Nacional de Torpedos nunca ha sali-


do humo, de la Fábrica Nacional de Torpedos nunca han salido
torpedos. La presencia de la chimenea resultó del acondicionamien-
to de la fábrica, acondicionamiento inacabado. Una chimenea geme-
la debía acompañarla a poca distancia, formarían un dúo dócil y
compenetrado, trenzarían sus exhalaciones en el cielo, despacharían
juntas los mil torpedos que habían sido contratados por la armada
española. La que existe no se asemeja a la fornida y rocosa de la fá-
brica de tabacos, acaso la envidie por haber reanudado sus emana-
ciones después de haber sido detenidos quienes reunían dinero para
sus familiares presos en las cárceles o deslizaron consignas en con-
tra del movimiento salvador o no comparecieron en los primeros in-
tentos de reapertura o llamaron a la huelga mientras no se restable-
ciera el orden legítimo... No hay trabajadores a su cargo, la escuela-

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taller de mecánicos torpedistas no instruyó ningún aprendiz. En las
naves hubo arrumbada maquinaria que acabó siendo embargada por
los acreedores, no toda, un horno de fundición duerme siniestro, sin
que nadie le hostigue.
Por las naves pasaron objetos curiosos: piezas del submarino E-1;
torpedos italianos de la firma Fiume, para proveer a los buques de
guerra españoles; gran parte de las toneladas de granadas, munición
y armas ligeras que el 11 de septiembre de 1934 serían incautadas al
buque Turquesa en el momento de desembarcarlas en la playa astu-
riana de San Esteban de Pravia.
A la inacabada factoría sigue llamándosele Fábrica Nacional de
Torpedos, a pesar de que en 1934 se rescindiera el contrato de fabri-
cación de los torpedos. Tanto el Ministerio de Marina como el in-
dustrial vasco Horacio Echevarrieta perdieron interés en un proyec-
to plagado de obstáculos. Entonces gobernaba el general Primo de
Rivera y la modernización armamentística nacional coincidía con
intereses extranjeros, especialmente alemanes, que deseaban sosla-
yar el artículo 191 del Tratado de Versalles. Echevarrieta trató con
Wilhem Canaris, capitán de navío de la Reichmarine y representante
comercial de la firma holandesa Ingenieurskantoor von Scheeps-
bouw (tapadera de la alemana Blohm & Vass). En noviembre de
1926 se formalizó el contrato con la marina: el material y los técni-
cos serían de la Ingenieurskantoor von Scheepsbouw, el personal y
los sueldos suyos. Echevarrieta adelantó el dinero concedido a cré-
dito por el Deutsche Bank y el banco Trasatlántico Alemán, para ser
devuelto por el Estado en diez años a un interés del 5%. El beneficio
industrial sería del 10% sobre el precio final de venta de los mil
torpedos acordados. En diciembre de 1927 también concertó la
construcción de un submarino de 650 toneladas: el E-1. Aquí no hu-
bo compromiso de la armada española para su adquisición, de ma-
nera que al botarse en octubre de 1930 carecía de comprador y sus
planos vagaron por los ministerios de guerra de Francia, Polonia,
Yugoslavia... hasta interesar en 1934 al gobierno turco, que lo com-
praría por 9 millones de pesetas.
Las obras de la Fábrica Nacional de Torpedos no se iniciaron hasta
1929 por complicaciones en la compra de los terrenos y la preferen-

108
cia del ministro de Marina, el almirante Cornejo, por la industria
británica, lo que dio un vuelco en 1928 al sucederle Mateo García
de los Reyes, jefe de la base naval de Cartagena, impulsor de la
Unión Naval de Levante, avalada por la Krupp, proalemán y amigo
de Echevarrieta. En 1929 acordó con la firma alemana Defries la
provisión de maquinaria, quedando estancado el acuerdo con la fir-
ma Wahlemberg. El proyecto se empantanaría por diversas causas:
atrasos, desviaciones presupuestarias, presiones inglesas, incumpli-
miento de los pagos anuales acordados con el Estado, cambio de ré-
gimen político.
Las finanzas del industrial vasco empezaron a caer en picado, ape-
nas le brindó un pequeño respiro la venta del submarino E-1 o la
rescisión del contrato con la marina para la fabricación de los torpe-
dos y la consiguiente devolución de capital. Poco antes la había ce-
dido provisionalmente a Defries para compensar el coste de la ma-
quinaria no embolsado. El Ministerio de Hacienda le embargó, la
Compañía de la Luz le suspendió el suministro.
El problema económico y social generado movilizó en la ciudad a
políticos y sindicatos consiguiendo, con la huelga de mayo de este
año, la incautación gubernamental de los astilleros. Los trabajadores
cobraron, el trabajo se reanudó en la forma de construcción de un
buque para la armada mexicana, el Zacatecas, paralizado hasta en-
tonces. El 18 de julio, al declararse el estado de guerra, los astilleros
eran militarizados.
La Fábrica Nacional de Torpedos definitivamente no fabrica nada.
Constituye un complejo inacabado, destartalado, esquelético, multi-
usos y peregrino almacén. No tiene dueños, o son varios: la armada,
los astilleros, Defries, Ingenieurskantoor von Scheepsbouw, Eche-
varrieta... La chimenea no expele humo, se yergue anónima, hosca,
escrutadora, la escuela-taller no instruye a ningún aprendiz de me-
cánico-torpedista, las naves..., ¿qué almacenan las naves?
Pocos, no muchos..., prisioneros... No es oficial… La armada ya
dispone de la prisión de Cuatro Torres en la Carraca, San Fernando,
allí aguarda su suerte el capitán de corbeta Virgilio Pérez, entre
otros. Si Tomás Azcárate hubiese pasado a su jurisdicción, lo ha-
brían encerrado aquí; entonces quizás hubiese salvado el pellejo.

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La Fábrica Nacional de Torpedos retiene algunos prisioneros, no
marinos necesariamente, no se ha habilitado para descargo del haci-
namiento de las cárceles y el barco-prisión Miraflores, además de
que este problema empieza a resolverse por otras vías: cuerpos aho-
gados en Puntales, acribillados en las inmediaciones de la plaza de
Toros, desaparecidos en siniestras camionetas que no se sabe a dón-
de conducen... La fábrica sin uso claro, sin propietario definido, so-
bre el que varios tienen derecho de pernada, a medio camino de ha-
ber sido productiva, libre de máquinas que no llegaron a desemba-
larse, promesa abortada de producción en serie de torpedos... se ha
convertido, por consentimiento de las instancias militares, en espa-
cio de confinamiento de algunos políticos irredentos.
En algún momento habrá que juzgarlos, el Consejo de Guerra
Permanente de Cádiz los irá convocando para revisar sus pasadas
andanzas, su detención cautelar pertenece a la inercia de los aconte-
cimientos. El paso por la Fábrica Nacional de Torpedos no es ca-
sual. Emilio Margaleff Villalta pertenecía a Izquierda Republicana,
ha sido concejal interino y masón de la logia “Fidelidad”, tiene dos
hijos en el frente y excitó a las masas contra las iglesias y conventos
en el 31. Juan Costa Ríos perteneció a la logia “los 33 y el loro”
(igual que el falangista Manuel Mora Figueroa), a Izquierda Repu-
blicana Radical Socialista y era amigo del diputado por Cádiz Ma-
nuel Muñoz Martínez. Hay más políticos...
El paso por la Fábrica Nacional de Torpedos es como recalar en
una tenebrosa posada después de un recorrido errático, un reposo
traicionero que puede terminar en cualquier cosa, en cualquier
desenlace, no resulta difícil acondicionar unas naves para confinar a
unos indeseables, no son cómodas, ni apropiadas; mas es un lujo to-
do lo que no sea hacinamiento. Otro amigo del diputado Muñoz
Martínez es traído de madrugada, no por ser amigo, sino por haber
sido presidente de la Diputación Provincial y alcalde del Puerto de
Santa María, en definitiva, por haber sido político, y lo que es peor,
destacado. Y por no haber comparecido ante el pelotón de fusila-
miento de esta tarde...
¿Cómo dejaron este cabo suelto?, ¿cómo cometieron este descui-
do? Antonio Macalio Carisomo había sido sacado de la cárcel pro-

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vincial delante de sus narices, estaba incurso en el mismo procedi-
miento, ¿cómo es que a él no?, ¿qué suerte le aguardaba? El desalo-
jo intempestivo de los reclusos había dejado de ser un misterio, no
pasaban ya días en conocer el destino de quienes sacaban a la fuer-
za, ahora se estaba más atento a los movimientos de entrada y sali-
da.
Francisco Cossi Ochoa, demacrado por la mala alimentación, el in-
somnio y las pésimas condiciones de estancia en la celda, estaba li-
gado a aquel destino por un procedimiento común, dimanante del
que había resuelto la ejecución de los principales protagonistas del
encierro en el Gobierno Civil. Al ser sacado clandestinamente du-
rante la noche restituyó la lógica de los acontecimientos. La turbu-
lenta angustia de la tarde, imprevista, a pesar de que la mañana tor-
nara agorera tras la visita del juez instructor para comunicarle la ne-
gativa de López Gálvez a defenderlo y la inutilidad del recurso con-
tra el auto de procesamiento dictado contra él, se diluyó al recuperar
el protagonismo perdido. La exclusión, el olvido..., falseaban la
realidad prolongando una agonía que tarde o temprano habría de re-
solverse penosamente. Un político de su talla deseaba terminar sa-
liendo a la palestra para prestar su voz a la gente a la que represen-
taba, como cuando en abril regresó después de 16 meses de retiro
político para auparse directamente a la presidencia de la Diputación
Provincial. Tras haber sido suspendido de la alcaldía en octubre del
34 por la declaración del estado de guerra, los valores de la demo-
cracia, fluctuantes, volvían a tentarlo, a mostrársele apetecibles has-
ta arrancarlo de su cómodo puesto de administrador en la Eléctrica
Peral Portuense. Los amigos como Muñoz Martínez harían el es-
fuerzo necesario para rescatarlo, su visión del orden democrático era
esclarecedora y genuina, no podía ausentarse siempre y por eso en
abril se aupaba a la presidencia de la Diputación Provincial.
En la Fábrica Nacional de Torpedos adivina rostros que sustenta-
ron desde la retaguardia su labor de partido, por un momento pensó
que Muñoz Martínez, en parte su mentor, estaba allí detenido; por
fortuna, le había cogido en Madrid el levantamiento militar. La con-
fusión de su mente, el enervamiento de sus fuerzas, el agotamiento,
la falta de sueño..., gestan imágenes alucinadas. La cohorte que lo

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recibe bien podría pertenecer a un pleno municipal, a una asamblea
provincial o... a un Consejo de Guerra. Le resulta familiar el rostro
del comisario Adolfo de la Calle. Ante él le colocan los falangistas
que le han traído, no conoce al seboso Hans Fonsaken, ni al capitán
Sebastián Nogal. Y, ¿qué lugar es aquél?, ¿los astilleros? Espacioso,
despoblado, salvo por los compartimentos habilitados como celdas.
Hay maquinaria obsoleta, el cielo de chapa. No siente miedo, sí un
orgullo huidizo, en el ceño fruncido una fuerza innata, la mirada
resbalando de cualquier punto fijo. La política es hablar, alzar la voz
para afrontar los problemas. Gracias a él, y a Muñoz Martínez, a
Mariano Zapico, a Manuel de la Pinta..., la crisis de los astilleros se
solventó, el gobierno incautó la factoría, pagó los salarios, formó
una comisión gubernamental para gestionarla, reactivó la construc-
ción del buque Zacatecas. ¿Era aquella una nave de los astilleros? El
político no puede callar, permanecer expectante, desea alzar la voz,
debatir, informar, papelear, reivindicar, reforzar posturas, superar
trabas, vencer flaquezas. Las situaciones se le aturullan en la mente,
propiciadas por su estado febril, al fin pronuncia con esfuerzo unas
palabras, pues aquello debe ser un pleno municipal, o una asamblea
provincial, o un Consejo de Guerra: “Permanecí en mi despacho
trabajando hasta las siete de la tarde. Desconocía la misión del
comandante Baturone. Frente a la invitación al desalojo del edificio
solo hubiese exigido las garantías legales pertinentes...”
El comisario Adolfo de la Calle le ordena callar sin resultado.
Francisco Cossi delira, un político no debe detenerse como no quie-
ra perder el hilo del discurso, la oquedad de la nave hace resonar sus
palabras, trasladándolas por los austeros compartimentos. Los pri-
sioneros prestan funesta atención hasta que un golpe seco de culata
propinado por el falangista Leandro Arcusa lo derriba.
A lo largo de la noche sacan de sus respectivas cárceles al alcalde
de El Puerto de Santa María Manuel Fernández Moro, al de Puerto
Real José María Fernández Gómez y al hermano de Francisco Cos-
si, aunque no sea político, esté casado y tenga dos hijos. Los cuer-
pos desaparecen. También el del ex presidente de la Diputación
Provincial.

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Entrada la madrugada, la hierática chimenea de la Fábrica Nacio-
nal de Torpedos expele humo durante unas horas. La idea fue de
Hans Fonsaken, que conoce la maquinaria traída en otro tiempo y
aprecia las ideas del doctor Otmar Von Vershue respecto a los ju-
díos, los gitanos, los enfermos mentales, los inválidos y los apesto-
sos rojos.

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26 AGOSTO 1936

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VELATORIO DE UN BALILLA

Lo pagarán, los rojos lo pagarán, el bombardeo de los Breguets


XIX, si no los autores materiales, de regreso hacia el aeródromo de
Andujar, sí los afines, quienes engrosaron las filas del Frente Popu-
lar.
Los aviones no han sido abatidos a su paso por Jerez, el rumor era
falso, están fuera de alcance, pero no los rojos que pululan en Cádiz,
escondidos en guaridas insospechadas, en casas de familiares, ami-
gos o partidarios; hongos venenosos incrustados en la sociedad que
hay que arrancar. Ellos, desde sus escondrijos, han alentado las
bombas caídas del cielo. Enriqueta Fernández Romero gritó vivas al
comunismo a la vista de esta lluvia de mayo que ha salpicado muer-
te y destrozos, ha sido detenida, son muchos, desde los barrios ace-
chan, se confunden con la gente normal.
Eduardo Varela Valverde no está de acuerdo con Ramón de Ca-
rranza a la vista de la espontánea demostración patriótica de hoy, no
comparte que Cádiz sea eminentemente nacional, también Luis Ma-
ría Pardo, jefe local de la Falange, piensa así. Le ha pormenorizado
la manifestación popular iniciada esta mañana: un grupo de falan-
gistas improvisó una entusiasta marcha en respuesta a las explosio-
nes entonando cánticos fascistas, la parada más emotiva ocurrió
frente al consulado alemán, vibró la plaza Argüelles al son de los
cantos, los vivas a Hitler, a Alemania y al fascismo. El falangista
José María Quintero se encaramó al balcón y, ante la mirada aquies-
cente del cónsul Richard Classen, ondeó fervorosamente la bandera
con la esvástica. Hicieron otro tanto frente al consulado italiano. A
la tarde se concentraron frente al Ayuntamiento, uniéndoseles el al-
calde Ramón de Carranza, para dirigirse desde aquí a la sede de la
Falange, donde profirieron altisonantes discursos. Por fin se enca-
minaron al Hospital Mora para acompañar solemnemente el féretro
del balilla Ramón Sánchez Gey. Ochocientos balillas uniformados
formando dos largas filas, haciendo una parada en el cuartel de la
Guardia Civil en la calle Conde O´Reilly, antes de llegar aquí, a la
casa del padre, el sargento de la Guardia Civil Ramón Sánchez He-
rrada, entonando por el camino cánticos fascistas, los brazos alza-

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dos, las voces atipladas, los pantalones cortos, las piernecitas alám-
bricas, el pelo achaparrado; burda escolanía dirigida por el instruc-
tor Eduardo de Ory, presente en el velatorio, quien a pesar de los in-
números ingresos en tan breve tiempo ha hecho un buen trabajo: las
letras aprendidas, la entonación correcta, rectitud en el desfile, pres-
teza en la obediencia; recientemente ha recibido 200 fusiles de ma-
dera para la instrucción, que son insuficientes; aguarda al carpintero
ganador del concurso de fabricación de 500 más. Ahora le velan un
par de fieles amigos, serios, cándidos, harán turnos por la noche, al
amanecer se celebrará un funeral imponente.
Eduardo Varela Valverde descarta cualquier punto estratégico en
el objetivo de los Breguets XIX, los rojos sin alma tiraban a la po-
blación. Ramón Sánchez Gey jugaba en la Alameda Apodaca cerca
del sillero José García Barrero, que engarzaba en su puesto las
mimbres de una silla, los oyeron, Ramón escrutó el cielo empinán-
dose sobre la balaustrada, el mar bostezaba al pie de la muralla, la
curiosidad infantil no pudo evitarla a pesar de rectificar las autori-
dades su jactancia de la ineptitud roja tras la muerte del jardinero
municipal Fernando Domínguez Rodríguez por los disparos del Al-
mirante Valdés el 7 de agosto, los misiles los arrojaron aviones sin
brújula, sin goniómetro, sin mirilla para apuntar, el joven de catorce
años, sin conciencia del peligro, o envalentonado por su condición
de balilla, y el sillero, absorto en su trabajo, caían fulminados por
una explosión.
El presumible objetivo era la estación radiotelegráfica de la Guar-
dia Civil situada en la torre de la calle Fermín Salvochea. Otras
bombas causaron más daños personales: la segunda que impactó en
la Alameda Apodaca mató a José María Bensunsan e hirió de gra-
vedad en el brazo a Luis Álvarez Osorio; una tercera desgarró la
pierna de José Guerrero Cabeza de Vaca; la que impactó en la plaza
de las Cortes hirió gravemente a Mercedes Benvenuty, de quince
años, margarita tradicionalista; la que cayó en el barrio de Puntales
cercenó la vida de Asunción Roquero Roquero... Otros tantos daños
materiales fueron: los destrozos en la casa de Antonio Wagener en
Fermín Salvochea; el desplome de una viga en la casa de Hermene-
gilda Pereira; la ruina del volquete de un basurero que trabajaba en

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la calle Isabel la Católica; un socavón en la calle Tolosa Latour; de-
rrumbes en Puntales... Nada pudieron los Vickers 47/50 mm antiaé-
reos del crucero República, trasformado en batería flotante en la
punta San Felipe, ni los Vickers AA. 120/45 mm, modelo F., recien-
temente instalados en el fuerte de Cortadura.
La bandera nacional cubre el féretro, los cirios proyectan trémulas
sombras sobre la tela, si hubieran abatido los aviones al sobrevolar
Jerez de regreso a su base en Andujar habrían castigado merecida-
mente a los pilotos, como no ha sido así, el gobernador civil castiga-
rá a los afines. En cierto modo es incluso oportuno que hayan esqui-
vado las baterías antiaéreas, si no se habría zanjado el asunto rápi-
damente, así pagarán quienes están corrompidos por el mismo ve-
neno ideológico, al ser potenciales amenazas.
La manifestación patriótica de hoy no presupone una población
convencida, Eduardo Varela Valverde disiente de Ramón de Ca-
rranza, Cádiz no es eminentemente nacional. El alcalde se empeña
en maquillar la ciudad con bandos como el que prohíbe a los men-
digos campar a sus anchas por la vía pública; o a los vendedores
ambulantes a concurrir desaseados y sin uniforme; o a los ciudada-
nos en general a no ir sucios y desaliñados. O se afana en reponer la
banda municipal, en restituir la estatua de Silos Moreno, en disponer
las misas por Calvo Sotelo o las de desagravio por el Corazón de Je-
sús tiroteado en Madrid. Cádiz no ha de convertirse en la Nínive que
salvó Jacob. La población no se aviene a todo esto por voluntad
propia, abnegación o ánimo expiatorio, sino por miedo o convenien-
cia. En el sustrato social pululan los rojos y para combatirlos hay
que dar mayor cobertura a los falangistas, a las guardias cívicas...,
para así convertir Cádiz en un matadero, cumpliendo el anuncio de
Queipo de Llano de que ocho de cada diez mujeres vestirán de luto
en Andalucía. Aquellos cuerpos militarizados son los más cercanos
a la población, conocen a los rojos, los sufren. Hasta ahora Eduardo
Varela Valverde ha sido demasiado benigno con ellos, ordenará re-
gistros domiciliarios sin previo aviso, otorgando libertad para abrir
fuego sobre quienes se resistan o muestren el más mínimo reparo;
quienes les cobijen serán tanto o más culpables que los maleantes y
extremistas; consentirá la provocación para que el menor titubeo re-

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belde delate al contaminado por aquella lacra y sea abatido; el haci-
namiento de las cárceles y el barco-prisión Miraflores ha de resol-
verse sobre el terreno; hay exceso de detenciones.
Hace una semana sorprendieron al ex concejal socialista Santiago
Fernández Péculo escondido en un armario, era el segundo registro
en su domicilio, llevaba días ausente de su empleo en el Banco His-
pano Americano. El juzgado de primera instancia certificó su muer-
te al intentar escabullirse: hemorragia bulbar traumática. Dos días
después fue detenido su correligionario Federico Barberán Díez,
quien había permanecido escondido en un pozo cerrado con tablas
de madera. El comisario Adolfo de la Calle escenificó un intento de
fuga, abortado por sus subalternos y los falangistas que le acompa-
ñaban: dos tiros en la cabeza acabaron con su vida. Han de prodi-
garse estos desenlaces que, además, infundirán el necesario terror en
la población, para que se traicione a sí misma, los vecinos descon-
fíen, los hermanos encanallezcan. No ha de haber lazo afectivo que
se sostenga si el virus rojo late entre ellos, no hay otro medio de
identificarlos, el saneamiento social está en juego. Exigirá a las ad-
ministraciones, bancos y demás entidades las relaciones nominales
de sus empleados y su pasada filiación política, cualquier negligen-
cia en la confección de las listas recaerá sobre los superiores. La
aplicación del bando de guerra y su carácter retroactivo legitima la
implacable acción de las guardias militarizadas, a fin de evitar la
propagación endémica del mal.
Ramón Sánchez Herrada, sargento de la Guardia Civil, padre del
balilla muerto, se aproxima al gobernador civil. El semblante duro,
severo, frío, vengativo, los surcos del rostro remarcados, la piel ás-
pera. El gobernador civil alarga la mano, le da el pésame. El padre
del balilla no agacha la mirada, destella odio. Eduardo Varela Val-
verde le asegura:
-Lo pagarán.
La noche cae, la guardia juvenil inicia la vigilancia.

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29 AGOSTO 1936

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FINAL DE MILAGROS RENDÓN MARTEL

Milagros Rendón Martel no sabe qué clase de odio inspira al mu-


chacho que la ha delatado. Es tal que no sólo la ha señalado sino que
ahora acompaña a Luis Benbenuty, hermano de Mercedes Ben-
benuty, la margarita tradicionalista finalmente muerta por la bomba
de los Breguets XIX, que cayó en la plaza de las Cortes. Como pri-
vilegiado espectador de su inminente fusilamiento, a lo mejor es que
también un hermano suyo ha muerto de resultas de una escaramuza
roja.
Habían encontrado a quien buscaban, al dueño del bar La Última
Carta en el barrio de la Viña, Constantino Gutiérrez, en cuyos fon-
dos hallaron documentos comprometedores sobre personajes de la
derecha gaditana. El registro ulterior en el vecindario no tenía otro
objeto que el de descartar testigos del crimen o quienes pudieran
propalar que esto hubiera sido así. Constantino Gutiérrez, mero cus-
todio de los informes obtenidos por otros, cuyo mal o buen uso no le
competía, fue abatido en el Campo del Sur. Probablemente tarde o
temprano hubiera acabado como ella o como alguno de los otros tres
que también rasgan la tela del tiempo intentando no ser arrastrados
hacia la indefectible hora fatídica: José de Barrasa y Muñoz, capitán
del cuerpo jurídico militar y secretario del juzgado municipal de San
Antonio, Manuel Morales Domínguez, comandante de infantería re-
tirado, y Manuel Cotorruelo Delgado, oficial de telégrafos. Quizás
fuera mejor así, al haberse ahorrado minutos de angustia y desespe-
ración.
Milagros había solventado un registro anterior más peligroso, no
aquí, en Cádiz, sino en el Puerto de Santa María, al día siguiente de
la sublevación militar, después de que, a su pesar, pues hubiera pre-
ferido permanecer blandiendo un arma y usarla contra los sitiadores,
abandonara el edificio del Gobierno Civil. Estaba en la casa de su
cuñado Daniel Ortega, médico y ex jefe de las milicias comunistas,
de viaje por Madrid en aquellos días, y desde allí, a la vista del de-
plorable espectáculo del asalto al Ayuntamiento a cargo de los Re-
gulares, abrió fuego, desbaratando la jactancia que hacían desde el

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balcón tras su conquista. Les resultó difícil adivinar la procedencia
de los disparos, podían haber sido efectuados desde cualquier bal-
cón o azotea de los edificios circundantes, sospecharon del número
uno, entraron a saco los denodados falangistas del destacamento de
Mora Figueroa, que aprendían a ser expertos en arrasar domicilios.
Milagros les abrió la puerta del suyo, buscaron al paco infructuosa-
mente, la impasibilidad de ella no les alertó, pasaron de largo. En-
tonces había corrido más peligro que ayer y sin embargo salió airo-
sa, pasó desapercibida. Esta vez sí un falangista reparó en ella, ya
habían registrado la casa y la abandonaban resueltos a zanjar el
desmantelamiento de La Última Cabaña, la muerte del dueño y la
posible presencia de cómplices o testigos; ya la impasibilidad de
Milagros volvía a despistarlos, cuando aquel falangista, apenas un
muchacho, se quedó mirándola fijamente, antes de avisar a los otros.
Leandro Arcusa recordaba que había insultado a su hermano Joa-
quín cuando era evacuada del edificio del Gobierno Civil. Aquella
súbita cólera le había conmovido, después de haber sentido una in-
cómoda ternura hacia quien la había estado vigilando hasta ese mo-
mento. Milagros reaccionó así al haber encajado una mueca burlona
de Joaquín por llevarles la delantera en la provisión clandestina de
armas y verse privada incluso de la que dormitaba en la cartuchera
del jefe de carabineros. Leandro recordaba al hermano mayor insul-
tado furibundamente por la comunista, su autoridad moral menosca-
bada. Quizás, por eso, desoyendo su deseo, al ser él también eva-
cuado, encaminó sus pasos al grupo de correligionarios que apoya-
ban las maniobras del general Varela, apropiándose del fusil que,
más tarde, al acabar el asedio, le arrebataría. Una semana más tarde
había caído estúpidamente en la misión de los faluchos. Los legio-
narios apostados en las garitas del puerto de Ceuta les confundieron
y acribillaron, resultando gravemente herido y muriendo en el hos-
pital tres días más tarde. No había muerto bajo las bombas de unos
ruinosos y desalmados Breguets XIX, no le abatieron los rojos como
a la joven Mercedes Benbenuty, a cuyo hermano acompaña. Había
denunciado a la comunista, la había señalado con ceño frío y dedo
acusador, a continuación de ser abatido Constantino Gutiérrez, por
insultar al hermano.

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No es exactamente odio lo que siente, no odia el que se descubre
capaz de precipitar el final de quienes se erigen en perniciosos bi-
chos; la muerte de una cucaracha le es indiferente, salvo porque in-
vada el territorio doméstico. Milagros ha invadido la memoria que
debía conservar de su hermano y, sencillamente, no debe rondar por
ella permaneciendo viva. Podía haberle disparado a bocajarro antes
que propiciar su detención, le amparaba velar por la higiene social,
matar rojos es equiparable a un deporte o a un arte depurado, lo ha-
bía comprobado con el socialista Federico Barberán. El comisario
Adolfo de la Calle escenificó un intento de fuga, la presa estaba ya
atrapada, abocada a un final patibulario, desabrochar el cepo para
pintarle la ilusión de poder escapar acabó con dos certeros disparos
suyos. Los perniciosos políticos no abandonaban su adhesión a una
justicia y procedimientos súbitamente obsoletos, creían que no se
les podía asesinar impunemente, que no habría sicarios del mal que
sancionaran las trampas mortales, que hiciesen añicos los espejis-
mos de la esperanza. Milagros podía también haber sucumbido a un
disparo arbitrario suyo, sin luego penar por ello. Pero esta vez el
acortamiento de su final no prometía ningún aliciente y sí dejar que
cayera sobre ella el peso de la espada patriotera de la raza de con-
quistadores. La hija del comunista Francisco Rendón no sobreviviría
mucho tiempo, los hijos de los rojos eran simiente contaminada, en
muchos había germinado prematuramente, haciendo inviable otro
mecanismo de desintoxicación que la estricta desaparición del apes-
tado.
Era parecido al caso de los tres hijos del alcalde de San Fernando,
Cayetano Roldán Moreno, el menor de los cuales, de dieciséis años,
estudiante, se abrazó a los otros dos, a Manuel Roldán Armario,
médico como su padre, y a Juan Roldán Armario, maestro, cuando
los fusilaron hace diez días al pie del Pino Gordo en el Pinar de las
canteras en Puerto Real. Si descifráramos el balanceo jeroglífico del
tétrico pino que registró los hechos, leeríamos que los tres se confe-
saron al capellán Recadero García Bendijo con tal de evitar los re-
veses de crucifijo que este propinaba contra quienes no lo hacían. El
padre, confinado en el Ayuntamiento de San Fernando, aún ignora
cuál ha sido el destino final de sus hijos, los cree a salvo.

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Milagros rehúsa confesarse cuando ya los demás lo han hecho, el
capellán castrense del Regimiento de Infantería nº 33 no le insiste,
el comandante de infantería de marina retirado Manuel Morales
Domínguez repara en este gesto y se acerca a ella, una de sus hijas
es igual de joven y hasta tiene la misma mirada vivaz y penetrante,
le ruega que lo intente.
Manuel Morales Domínguez ha perdido a varios amigos, uno ayer
mismo por la mañana, el capitán de corbeta Virgilio Pérez Pérez. Lo
sacaron del penal de Cuatro Torres, en San Fernando, junto a otros
once también ex miembros de la armada, para asesinarlos en el caño
de la Jarcia; el jefe de la base naval, almirante José Gómez Fossi, no
le perdonó que fuera nombrado desde el Ministerio de la Guerra, el
mismo día del alzamiento, segundo jefe de la base, tal como venía
consignado en el telegrama que le entregó ingenuamente en propia
mano. Tampoco le perdonó, rascando en el pasado, que, siendo co-
mandante del buque español nº 5, condujera hasta Villa Cisneros a
los deportados por la fracasada sublevación de agosto de 1932. Ma-
nuel Morales Domínguez siente pena por los hijos de Virgilio Pérez,
de los que hablaban en sus tertulias en la casa de la República en la
calle Calderón de la Barca, a la vista de las cabriolas de su lozano
perro pastor; los hijos de ambos les sobrevivirán y lo harán marca-
dos por la brutal muerte de sus progenitores.
Manuel Morales Domínguez abraza paternalmente a Milagros y la
acerca al capellán, ella se deja guiar mansamente, no se confiesa pe-
ro sí estampa un húmedo beso en el crucifijo. Sin solución de conti-
nuidad, prosiguen abrazados hasta el paredón, la arena reseca del
suelo transfiere un remanente calorcillo a las plantas de los pies, los
oblicuos rayos de sol techan el foso, sin desbaratar las sombras del
interior.
Milagros recuerda al padre, murió en este mismo lugar hace veinte
días. El pelotón sólo le tenía a él en frente, ahora tiene a cuatro per-
sonas. Presiente un vínculo misterioso al unírsele muriendo en el
mismo lugar, es como adentrarse en el más allá por la misma puerta;
el reencuentro ocurrirá más pronto; les separan veinte días pero le
dará alcance más rápido que si la ejecución acaeciera en otro lugar.

126
Los brazos que le rodean ya no pertenecen a Manuel Morales sino al
padre, que la abraza fuertemente y le insufla serenidad y fuerza.
Los relojes de la tienda en manos de los saqueadores descuentan el
efímero tiempo que les separan, marcan al unísono las seis de la tar-
de, giran la llave de la puerta de la esperanza.

127
128
28 SEPTIEMBRE 1936

129
130
LIBERACIÓN DE 40 PRESOS Y FINAL DE MANUEL DE LA
PINTA

Eduardo Varela Valverde firma a su pesar un decreto de liberación


de cuarenta presos. No siempre uno hace lo que desearía, su reticen-
cia la percibe su secretario Joaquín Lahera Sobrino, que es quien
esboza por él una sonrisa condescendiente a los periodistas. El go-
bernador civil masculla entre dientes que ha de incluirse en la lista
al tal José Díaz Díaz, electricista, quedando así zanjada la escenita
de ayer domingo durante la procesión de la patrona.
Los periodistas abandonan el edificio convencidos de que el caria-
contecido gobernador civil tiene un corazón de oro, la mano dura
ceja ante conmovedores gestos como el de una esposa suplicando a
gritos la liberación de su marido, ora dirigiéndose a la engalanada
Virgen del Rosario, arropada en su recorrido hasta la iglesia de San-
to Domingo por un fervoroso público que comenta la procedencia
de los exquisitos adornos, ora a las autoridades locales allí presen-
tes, cuya representatividad queda comprometida ante la disposición
que hayan de tomar. De haber estado él presente, habría ordenado
arrestarla, como poco, ingresarla en el hospital San Juan de Dios;
pero hubo de ser el blando Ramón de Carranza quien estimara la
sinceridad de aquellas lamentaciones para preguntar al jefe de orden
público, el teniente coronel de la Guardia Civil Vicente González,
por los antecedentes de aquél, y prometer públicamente, por no ser
graves o desconocerse, su liberación. La mujer se lo agradeció llori-
queante y se persignó y arrodilló ante la santa imagen, cuya presen-
cia consideró determinante en aquella decisión.
Cuanto más imagina la escena más le abochorna, camina agitado
arriba y abajo del despacho, la leve vibración de los ventanales su-
giere un día ventoso. ¿Cómo pueden ser tan distintos padre e hijo?
Ramón de Carranza Gómez realiza una labor intachable en Sevilla,
digna del movimiento renovador, comprende acertadamente la for-
ma de arrancar la mala hierba, evita remilgos imprudentes. En aque-
lla ciudad esto no habría ocurrido. Pero ¿acaso el resto de liberados
es cosa del alcalde?

131
No; es cosa de su influjo. La rabia interior más se dirige contra sí
mismo, contra la pasajera debilidad contagiada o, lo que es peor,
contra la supeditación a una medida popular, a costa de mancillar un
plan de limpieza perfectamente concebido. Él no es un político co-
mo para tener que considerar la popularidad de una medida, menos
ahora que la era de la política ha terminado. El caduco oligarca le ha
contagiado su trasnochada mansedumbre, así como a las autoridades
a las que verdaderamente compete el destino de los detenidos. Le
habló Lahera de terror en la población y aquel rapto de histerismo
en medio de la solemnidad de la procesión ser un síntoma evidente.
Pero ¿era malo instaurar el terror?, ¿no mostraba miedo quien tenía
razones para ello, quien era culpable de algo, quien estaba atacado
de la peste marxista?
Prosigue dando pasos de león enjaulado, resoplidos de buey ofus-
cado. Joaquín Lahera ordena unos papeles observándolo de soslayo,
adivinando sus pensamientos. Entre los papeles hay una hoja, copia
de la nota que remitió a la prensa a primeros de mes. Releyéndola
penetra aún más en la contrariedad de su jefe: “Por lo visto aún
existen en esta capital enamorados de las delicias marxistas; los ex-
terminaremos en sus propias guaridas, ya que solo han de quedar
los enamorados de España./ No es mal amigo el que avisa, ni la-
mentaciones y lágrimas tardías han de mover a compasión hacia
los que no las merecen./ Ni prometo lo que no puedo cumplir, ni
amenazo con lo que no estoy dispuesto a realizar. Ayer fueron fusi-
lados unos cuantos rebeldes, vecinos del barrio de la Viña, que no
eran por cierto legítimos descendientes de aquellos patriotas de
principios del pasado siglo; como aquellos, caerán todos los que
quedan en esta rama bastarda./ En este renacer de la España tradi-
cional y heroica, no tienen sitio los marxistas./ Si después de estas
sinceras advertencias aun subsisten focos marxistas en el barrio de
la Viña, o en cualquier otro, acabaremos con el foco y con el ba-
rrio”.
Cuarenta presos liberados no entraba en sus planes, las lamenta-
ciones y lágrimas tardías de una esposa le han movido a compasión
y, para no personalizar, para no sentar un precedente y que los futu-
ros actos conmemorativos de la ciudad se pueblen de plañideras que

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supliquen por algún encarcelado, ha extendido la medida de gracia a
otros treinta y nueve detenidos. Mas no debería pesarle esta flaque-
za, pues la cacería sigue adelante.
Extraño vocablo, las palabras habría que medirlas o pueden esca-
bullirse de los despachos e inducir una errónea percepción de las co-
sas en la población: no es una cuestión cinegética sino médica, no se
caza un virus, se combate, reduciendo su virulencia, arrancándolo
del cuerpo sano.
El secretario recuerda la captura del comunista José Rodríguez
León. Desde las ventanas del lado norte del edificio la divisaron, la
madriguera de la alimaña se hallaba tan cerca que el conocimiento
por parte de sus partidarios debió propiciar la lógica jactancia: tan-
tas veces como asaltaron su casa en la calle Bendición de Dios y re-
sultó que lo tenían delante de sus narices, escondido entre los blo-
ques de piedra en la dársena del Dique Seco, en una oquedad a flor
de agua que el apilamiento caprichoso de las piedras había formado
y cuyo acceso exigía una agilidad reptiliana. La movilización de
fuerzas fue extraordinaria para lo inmerecido del sujeto, no podían
arriesgarse y que prosiguiera ridiculizando sus búsquedas. El jefe de
orden público, Vicente González, supervisó la operación, partici-
pando soldados de infantería de marina, guardias de asalto, guardias
civiles, carabineros, falangistas, requetés y milicias ciudadanas. Tras
batir la zona, provocaron la salida de la alimaña de su guarida y la
consiguiente aprehensión. El gobernador civil había ordenado la
conducción a su presencia previa a cualquier otro destino: ¿con cuál
propósito?, ¿saborear las mieles del trofeo obtenido?, ¿dirigir un in-
terrogatorio que le hiciera confesar la presunta trama revolucionaria
prevista en Cádiz antes del 18 de julio?, ¿la delación de sus cómpli-
ces?, ¿comprobar el cariz de sus ideales, el alcance de su fanatis-
mo?, ¿asegurarse de que no sería más el hazmerreír de los rojos, so-
breviviendo a sus espaldas?...
Dos días después apresarían en parecido escondrijo al tal Gañote,
pistolero que intervino en el atentado al teatro de las Cortes de San
Fernando hace dos años. El despliegue de fuerzas fue menor, la in-
mediata conducción ya no se realizó al Gobierno Civil sino a la
Comandancia de Marina, donde representó un número patético,

133
realzado por su lastimoso aspecto: suplicó que se le perdonara la vi-
da, que se le diera la oportunidad de expiar sus faltas enviándolo al
frente; las churretosas lágrimas naufragaron en la boscosa barba; era
un pobre diablo, un cobarde grotesco, indigno de ninguna conside-
ración...
En cambio, José Rodríguez León resultó ser un comunista conven-
cido, no se humilló cobardemente, más bien se ufanó de sus ideales,
de estar del lado de los legítimos representantes del pueblo. Había
escogido aquella guarida para no comprometer a ningún amigo o
vecino sabiendo que no hacían distinciones, si querían cómplices,
colaboradores, encubridores... que prendieran a los cangrejos que
vigilaron su escondite. A Eduardo Varela le exasperó aquella actitud
y cometió la imprudencia de rebajarse a un enfrentamiento verbal.
Resultaría afortunada la detención por la tarde de aquel día del
anarquista Vicente Ballester, un extremista más relevante, más po-
pular, las fuerzas intervinientes se redujeron al agente Lugardo
Aguilera, al sargento Andrés Arista y al cabo de serenos de la zona.
Insistieron en el registro de la casa del zapatero Antonio Leal Agui-
lera en la calle Celestino Mutis, obedeciendo un chivatazo, por más
que se propaló el bulo de que había logrado huir a Málaga e interve-
nía en la radio local. Lo encontraron en un recóndito cuarto de los
trastos, entre sombras de muebles apilados.
La caza menor encabezada por vulgares agentes había cosechado
un trofeo más preciado que la estrambótica montería de la mañana,
gracias a lo cual, la muerte del infeliz alpargatero José Rodríguez
León en las dependencias del Gobierno Civil había pasado desaper-
cibida.
El secretario Lahera piensa que no sólo por influjo de Ramón de
Carranza, no solo por no menoscabar su popularidad, no solo por no
contravenir su paternalista gesto de ayer, no solo por mantener una
aparente cohesión entre las autoridades... es por lo que ha concedido
cuarenta liberaciones: es también por ahuyentar el fantasma de
aquella muerte violenta sobrevenida dos puertas más allá de su des-
pacho.
De todas formas, una medida adopta, detiene su cavilar peripatéti-
co, apunta la mirada a su secretario, que ya optaba por abandonar el

134
despacho, por dejar que los humos del gobernador se apaciguaran
solos:
-Tome nota: nuevo nombramiento. En adelante será jefe de orden
público el comisario de policía Adolfo de la Calle. ¡Al carajo Vicen-
te González!
Sin duda es mejor cazador, por descontado, menos maleable que el
teniente coronel de la Guardia Civil, no se prestará a empalagosas
escenitas públicas, ni siquiera las promovidas por el alcalde. Ade-
más, aquél ya venía metiendo la pata desde hacía tiempo, siendo su
único mérito haber desoído la orden dada por el malogrado Zapico
de sumarse a la resistencia en este mismo edificio: la fastidió el 25
de agosto en la toma de Alcalá del Valle; también el 2 de septiem-
bre, al enviar dos guardias civiles para la escolta del general Varela
Iglesias, provocando la cólera de este y que los mandase de vuelta; y
ayer, lamiéndole los zapatos a Carranza.
Adolfo de la Calle merece el ascenso, tal pánico provoca en la po-
blación que la sola orden de comparecer en la comisaría de Policía y
Vigilancia les ahorra trabajo: José Acosta Verdugo, empleado en la
Asociación Patronal, se descerrajó un tiro en la sien en las oficinas
de la calle Tetuán; y Manuel Barce Rocaful, conserje de la residen-
cia Normalista, se arrojó al vacío desde la azotea de su casa. El sar-
gento Purcell es su mejor hombre, ha ganado enteros conforme ma-
yor terror ha infundido en los rojos, cualquier asomo de resistencia
la resuelve sin contemplaciones, no es menester demorar el final de
los más recalcitrantes, ni menos convertirlos en héroes por sus dotes
evasivas: después de aterrizar tras lanzarse de una altura de tres pi-
sos, todavía José Duarte Román hizo frente a los agentes; al vecin-
dario no podía ofrecérsele un héroe y le acribillaron en el mismo pa-
tio de vecinos... Tampoco el anarquista Clemente Galé tuvo muchas
opciones: una vez forzado a abandonar su guarida en la calle San
Dimas, evitó inicialmente el cerco aprovechando la oscuridad de la
noche y el hueco de escalera de una finca en la calle Hércules, don-
de, al cabo de una tensa hora, lo encontraron y prendieron y, como
forcejeara y se zafara, definitivamente fulminaron a tiros.
El secretario Lahera escribe a máquina el texto adecuado. Al pie,
Eduardo Varela estampa una firma. El nuevo nombramiento será

135
cursado de inmediato. Una última cosa. Para hoy un par de ejecu-
ciones que compensen aquellas liberaciones.

Hace dos días bajó del tren esposado, custodiándolo el capitán de


la guarda civil Escuin, de la guarnición de Córdoba. No se congregó
la gente para recibirlo, ni la banda municipal para entonar sones
rimbombantes, ni las autoridades para elogiarlo, ni las secciones de
los distintos cuerpos militarizados para rendirle homenaje. No como
hicieron al regreso de los falangistas y requetés que participaron en
la toma de Guadalcanal, no como esperan recibir al teniente de arti-
llería Tomas Rabina Poggio, único gaditano participante en la de-
fensa del Alcázar de Toledo. Manuel de la Pinta, alcalde antes del
golpe militar, fue conducido al Castillo de Santa Catalina. No es mi-
litar y sin embargo se le condujo a una prisión militar, de donde lo
trasladan ahora en un furgón de la Guardia Civil a los fosos de Puer-
ta Tierra.
El gobernador militar José López-Pinto ha suscrito la orden de
traslado dirigida al comandante de la prisión Rafael López Alba. La
funesta sombra del gobernador civil ha cruzado de nuevo el despa-
cho del general. No son agradables estos cometidos: lúgubres firmas
para abrir la trampilla de acceso al más allá. El general Varela Igle-
sias marcha a Toledo y a él no le colocan al frente de las columnas
que operan en la sierra, se dedica a recaudar dinero de las suscrip-
ciones a favor del ejército, a reunir víveres, a abastecer a los pueblos
de la provincia, a pertrechar las guarniciones, a contribuir a la for-
mación de una nueva columna gaditana, la comandada por el tenien-
te coronel Herrera Malaguilla, replegada después de la toma de
Ronda. A esto se reduce su participación en la reconquista. En Cá-
diz es la máxima autoridad del ejército, en cuyo nombre agradece
las espontáneas aportaciones de los operarios de Matagorda y San
Carlos, de la fábrica de tabacos, de los ferrocarriles, etcétera, cuyas
visitas corona con el mismo rancio discurso: alaba el gesto patrióti-
co y el compromiso de trabajar horas extras, cuyo beneficio destina-
rán al ejército, y les recuerda la garantía de conservación de su pues-
to si deciden incorporarse a las milicias. En Cádiz es el portavoz del

136
movimiento salvador con alocuciones que equidistan de la empa-
chosa idealidad tradicionalista de José María Pemán y la parquedad
y despecho del mutilado Millán Astray. Preferiría arengar a las tro-
pas prestas a liberar pueblos, alentar a los soldados heridos, diseñar
operaciones de castigo, sufrir el rigor de los cuarteles generales en
continua mudanza y esquiva del hostigamiento enemigo, en vez de
disfrutar del cómodo despacho del Gobierno Militar y de rubricar
órdenes de traslado al patíbulo.
El último alcalde elegido en las urnas, no nombrado por un dedo
militar, el joven médico de treinta y cuatro años Manuel de la Pinta
es sacado a empujones del furgón de la Guardia Civil. Respira el
olor de los sillares de piedra ostionera que sustentan las bóvedas de
Santa Elena y San Roque. En las inmediaciones no hay congregado
público para aclamarlo. No están quienes curaron de sus achaques
cuando ejercía de médico y cirujano en el hospital Mora, ni quienes
pasaron por su consulta privada en la calle San Pedro, con dos tar-
des gratis destinadas a beneficencia, ni quienes obtuvieron plaza en
la sanidad pública municipal por concursos promovidos por él, ni
quienes se beneficiaron de la inyección de capital en la Zona Franca
o del espaldarazo a la lonja de pescado, o de la mejora urbanística, o
del impulso a la Asociación Gaditana de la Caridad y el Asilo Gadi-
tano... No hay nadie en los alrededores, no porque se hayan olvida-
do de él, sino por miedo, por precaución, porque han aprendido a
ocultar sus inclinaciones, a atajar su curiosidad, a avizorar la pre-
sencia de la muerte, a pronunciar nuevas consignas, a mimetizarse
con la nueva realidad. Son prevenidos con antelación por las autori-
dades de las prácticas de tiro que hará la artillería desde Torregorda
o el Castillo de San Sebastián para no alarmarlos, pero no de las ba-
tidas del sargento Purcell o de los paseíllos de los falangistas en la
viuda negra. Saben que han apresado al ex alcalde en Córdoba y lo
han traído a Cádiz para fusilarlo. Desconocen por qué no lo han
despachado allí, por qué no le han aplicado allí el bando de guerra o
lo que quiera que esgriman. Manuel de la Pinta también se lo pre-
gunta, no entiende esta inútil demora tras su captura hace quince
días, no ha sido tan ingenuo como para pensar que aquí lo juzgarían,

137
supone que hubiese sido un plato mal servido acabar en Córdoba, en
el horror hay maneras, cabos que atar, impactos que provocar.
La captura fue planeada, consensuada con el general Varela Igle-
sias, gobernador militar de Córdoba, su aprehensión no resultó de
una escaramuza imprevista, sí de un plan preconcebido, más cuanto
había que arriesgar un Requeté penetrando en territorio enemigo. Lo
capitaneaba José María Cabeza Fernández de Castro, procedente de
Cádiz y recién agregado a las fuerzas del general. La guarida estaba
en el municipio de El Carpio, adonde vino a refugiarse al interrum-
pirse su regreso en tren de Madrid a Cádiz el 18 de julio. El Carpio
había sido conquistado en primera instancia pero recuperado por el
enemigo a los pocos días. El asalto al caserío resultó un éxito, am-
parado en el factor sorpresa. El Requeté del capitán Cabeza Fernán-
dez de Castro se apuntó su primer tanto, remitiendo el paquete
adonde cobraría significación su fusilamiento, adonde su sangre pe-
netraría la tierra como las raíces de un árbol aciago que a la gente
brindaría el persuasivo fruto del miedo, la desesperanza y el sinsen-
tido de cualquier lucha por restablecer el régimen anterior.
A Manuel de la Pinta le precede otro condenado: Antonio Leal
Aguilera, zapatero, quien reconoce al ex alcalde. Como solitario re-
presentante del sentir del pueblo percibe la perversión de haberlo
traído a Cádiz a morir. En este momento, rodeados de soldados y
sólidas murallas que disuaden de cualquier posibilidad de evasión y
aíslan de la ciudad y de la transformación surtida en ella, siente que
aún sigue siendo su alcalde. El sentimiento es recíproco y por eso en
la tensa espera el ex alcalde se interesa fraternalmente por él.
-¿Tú qué delito has cometido?
Antonio Leal Aguilera es culpable de haber dado cobijo al anar-
quista Vicente Ballester. Esta mañana, cuando liberaban a cuarenta
presos por un extraño antojo del gobernador civil, pensó que él les
seguiría, llevaba ya diez días sufriendo penalidades en la cárcel pro-
vincial, durante los cuales dudó si debía arrepentirse de haberlo es-
condido. Él entiende de zapatos, no de ideas, los del alcalde están
raídos. Leyó algunos de sus libros y le parecieron bien, acudió a al-
guno de sus mítines y no le parecieron mal, fuera de los recursos
dialécticos para enardecer al público. Vicente Ballester acabó como

138
alguno de sus personajes, un desenlace folletinesco, nació hombre
libre como Froilán en La tragedia vulgar de un hombre libre y el
compromiso con el anarquismo le perdió: al personaje le esperaban
los sicarios de un potentado ofendido por arrebatarle la amante y
volverla mujer honrada; en la casa del zapatero irrumpieron los
agentes del nuevo orden a por quien trató de zafarse de las múltiples
cadenas que les hacían esclavos.
La peripecia vital de Vicente Ballester osciló entre las ideas y la
acción, los estrados y las huelgas, los ateneos y los sindicatos, los
libros y las armas. La formación del pueblo pretendía contrarrestar
la senda de ataduras que comportaba su inserción social en las capas
humildes. Cuando los ateneos los clausuraban, venía la acción sin-
dical, terminando a menudo en meses de cárcel. Pero hubo éxitos,
pactos, acuerdos, acercamientos, reconocimientos, mejoras... Cádiz
vivió uno, fruto de la alianza local entre la UGT y la CNT. Los asti-
lleros de Echevarrieta acabaron siendo incautados por el gobierno
gracias a la huelga conjunta del 6 de mayo, los salarios embolsados,
los proyectos reactivados, todos los gremios, adscritos a uno u otro
sindicato, la secundaron, la paralización ciudadana fue total, no hu-
bo disturbios, no se trató de una huelga revolucionaria, no se recu-
rrió a la violencia. El acercamiento local a los socialistas molestó a
la cúpula del anarcosindicalismo, y más el mitin del 25 de mayo en
la plaza de Toros.
El zapatero recuerda el celebrado abrazo entre Largo Caballero y
Vicente Ballester, el obrerismo debía estar unido, quería decir aquel
abrazo, debía resolver en su seno la acción a tomar. Largo Caballero
aludió a huelgas revolucionarias, Vicente Ballester admitió acciones
extremas sólo si el yugo capitalista excedía el límite de resistencia
física y mental del pueblo. El recurso de las armas no lo descartaba,
por concesión al líder socialista nacional, si bien desearía retraerse
en el último momento, así como su personaje Néstor en Escoria so-
cial relajó la mano que empuñaba la pistola contra el policía que
vino a detenerle.
Antonio Leal Aguilera entiende de zapatos, no de discursos y dia-
léctica disuasoria, las palabras debieron ser como meteoritos incan-
descentes que finalmente acabaron prendiendo en los poderosos ha-

139
ciéndoles revolverse con violencia. Recuerda el mitin en el teatro
Cómico a primeros de año, comienzo de la aproximación local entre
CNT y UGT. ¿Dónde estaban hoy aquellos que promovieron un
hermanamiento que se materializó en la huelga de astilleros y el mi-
tin de Largo Caballero? Manuel Lápiz García, de la UGT, fusilado
el 2 de agosto; Rafael Calbo Cuadrado, médico socialista, el 16; Vi-
cente Ballester, de la CNT, el 18 de septiembre; y Antonio Carrero
Armario, hoy mismo, al amanecer, en las inmediaciones de la plaza
de toros... Quien presidiera el acto, Florentino Oitaben Corona, co-
munista y presidente de la Sociedad de Panaderos, había caído en
una batida de la escuadra del sargento Purcell...
Las palabras incendiarias se fundieron en balas de plomo volvién-
dose contra quienes las profirieron. Parece ser que quienes las escu-
charon también son culpables, parece ser que él, un zapatero, ha
contraído una cierta enfermedad, una cierta peste, por haber cobija-
do a un elemento propagador de las mismas. Su mujer no ha irrum-
pido en la procesión de la patrona gritando desesperadamente para
que lo liberen, lo hizo otra, la esposa del electricista José Díaz Díaz,
en nombre de todas aquellas que viven la pesadilla de tener un ma-
rido encarcelado. Vuelve a fijarse en los zapatos raídos del alcalde,
si estuviera en la zapatería le regalaba unos nuevos.
Manuel de la Pinta abomina de los militares cuando se llevan al
zapatero, emerge en él un último sentimiento de rebeldía, como si
asumiera su culpa por haberse metido en política en vez de haber
seguido ejerciendo la medicina. No tiene poder para alterar aquel
destino, por eso sólo profiere insultos inútiles que resbalan en los
hoscos rostros de los soldados. Solo le queda el triste consuelo de ir
a continuación.

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1 OCTUBRE 1936

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142
VISITA A LA CÁRCEL Y AL CEMENTERIO

Pedro Messia y su hija Julia franquean el rastrillo de la cárcel pro-


vincial junto a las otras visitas, la campanilla les anuncia, en el fron-
tispicio se lee la leyenda de Concepción Arenal: "Odia el delito y
compadece al delincuente".
La hermana lleva encerrada varias semanas, los registros en el Ba-
rrio Santa María se han recrudecido, la detuvieron por no informar
del paradero de su marido, huido en barca desde la Caleta, con in-
tención de alcanzar la costa de Málaga. Los falangistas la golpearon,
la condujeron a su cuartel general, insistieron soezmente en las pre-
guntas, la obligaron a tomar aceite de ricino y la raparon. Un fino
pañuelo granate cubría el pelo toscamente emparejado por las otras
presas a falta de útiles precisos cuando recibía visita, así la joven Ju-
lia soportaba mejor la vista del rostro enjuto y tenaz. A través de la
ventana de la celda sus palabras eran dulces y optimistas, con vagos
arrebatos temperamentales reflejo de aquellos cuando impartía las
lecciones de baile. Los ojos hundidos no habían perdido su expre-
sión afectuosa, la huida del esposo la reconfortaba y envalentonaba.
Había logrado la confianza de los celadores y se encargaba con va-
rias reclusas más de sacar los bidones de la basura al exterior; ocu-
parse en el mínimo quehacer, dentro de la excesiva desocupación y
el mucho hacinamiento, ayudaba a mantenerse activo. La proximi-
dad de la cocina traía un nutritivo olorcillo, engañoso el estómago, a
tenor de la final materialización del almuerzo, cuando al mediodía la
cascajosa campanilla tocaba a formar en los patios y de las cacerolas
vertían en los platos garbanzos picados y tocino rancio. Casi todas
las estancias se habían habilitado para meter presos: la capilla, la
barbería, el taller, el economato... Casi estaba por añadirse la des-
pensa, dado su pobre contenido y escaso interés en repoblarla.
Las visitas las permitían o no a capricho, el mejor control sobre
una cárcel atestada estribaba en su hermetismo. Una anciana buscó a
su hijo por todas las cárceles de la ciudad, se armaba de paciencia
hasta que le permitían el acceso; al fracasar la búsqueda, sólo cabía
que estuviera en la más hermética e inaccesible de todas, verdadero
Alcatraz flotante: el buque Miraflores, fondeado siniestramente en

143
la bahía (la prensa local deploraba a la roja Almería por un barco
similar del que arrojaban vivos a los presos atados a un lastre de
piedra; ¿a dónde creen que iban los retenidos en el Miraflores?).
Pedro Messia y Julia cruzan el patio central y por el pasillo lateral
izquierdo acceden a un segundo patio más reducido, los presos, pre-
venidos por la campanilla, se han agolpado en las ventanas. Entre
los macilentos rostros no está, no suele tardar en asomar, a lo mejor
se halla indispuesta, postrada en un rincón, dolorida de los huesos
por la alta humedad: las olas del mar rompen al pie de la prisión por
el lado de atrás. La llaman, los rostros cetrinos buscan sin recono-
cer, regresando a la penumbra desilusionados, alguna siente una
palpitación funesta, emite un quejido de fagot, se la han llevado. Ju-
lia percibe la preocupación del padre, cada vez que venían latía esta
posibilidad, la de topar la ausencia, la de afrontar una sonrisa esfu-
mada, un vacío desplazado por el resto de rostros perplejos y mus-
tios.
Desandan el camino y se dirigen a la primera planta por las escale-
ras del patio central, dejando atrás venturosos reencuentros que des-
lizan subrepticios comentarios de mal agüero. La parte de arriba es-
taba antiguamente destinada a presos políticos, ahora todos están
mezclados, se han equiparado ladrones y políticos, pistoleros y
obreros, funcionarios y asesinos. La pena capital amenaza a todos
por igual. Preguntan a un oficinista obeso que revisa unas listas, por
las escaleras desembocan otras visitas también súbitamente huérfa-
nas. Sí, allí aparece...

Pedro Messia acude solo al cementerio San José; en el frontispicio


lee: "Profetiza sobre estos huesos". Atraviesa el pequeño arco de
entrada, el recinto está cercado por una alta y encalada tapia, coge
por el sendero de la izquierda, las flores no mitigan la frialdad del
blanco mármol, las esquelas, las fechas y los nombres propios ape-
nas desenmascaran el anonimato de las sepulturas, la tierra salpica-
da de túmulos sugiere un malhadado silencio subterráneo. Cruza el
patio número 1, dobla una pared con su mosaico de nichos, una se-
gunda pared delimita el patio número 2, ocultándole todavía lo que

144
ya un fétido olor revela, pocos se atreven a hacer este recorrido, pa-
ra no exponerse a ser vistos y asociados a aquellas víctimas a las
que vienen a identificar, no los tachen de lo mismo que las precipitó
al montículo de cadáveres. Dos falangistas apostados en las inme-
diaciones del montículo contrarrestan con el tabaco el olor a muerte,
un tercero abandona el lugar por el mismo sendero por el que él lle-
ga, la mirada gélida rodando por el suelo. Están a punto de tropezar-
se, aquél por su abstracción y malhumor, este por su estupefacción
ante la visión de los cadáveres amontonados. Al esquivarlo, nota en
la mano que ciñe la correa del fusil un anillo niquelado, forjado tos-
camente...
Vuelve en sí para afrontar la dura tarea de reconocer el cadáver de
entre el desarticulado amasijo de cuerpos, entre seis y doce horas
aguardan para las identificaciones antes de enterrarlos en fosas co-
munes, tiempo máximo antes de que comience la descomposición y
el olor torne nauseabundo. Es complicado asociar algo sin vida a
quien se conoció cuando la tenía y más si aparece desfigurada por
las heridas de bala y confundida entre quienes la estrujan tenebro-
samente; un objeto inanimado la denuncia, al ondear levemente con
la brisa: el pañuelo granate destinado a la cabeza rapada.
Es trasladada al depósito de cadáveres, trae dinero para pagar me-
dia sepultura, un entierro pobre con los tristes ahorros sustraídos al
azote de las suscripciones y las horas extras regaladas al ejército
salvador, una tosca caja de madera y una simple cruz. Los orificios
de bala son visibles en el ojo y el pecho, bajo pegotones de sangre
reseca. Los fusilamientos son en los exteriores de la plaza de toros,
el heterogéneo piquete de espaldas al mar, las víctimas de cara a la
inmensidad azul, cuya inmersión en el más allá evoca. El Goleta
propina el tiro de gracia si se precisa, es el dueño de la perrera que
hay al lado de la estación de tren, usa la pistola de sacrificar perros,
es un ser detestable, huraño, sin amigos. La carreta traslada provi-
sionalmente los muertos al cercano cementerio, pocos familiares
comparecen para identificarlos, el miedo se lo impide, el espectácu-
lo horrendo.
En los propios barrios no se está seguro, los asaltos son inespera-
dos, las muertes frecuentes, las advertencias de las autoridades para

145
evitarlas, falaces. Un vecino del barrio de Santa María tardó en abrir
la puerta para atender los culatazos de los fusiles, cuando asomó la
cabeza por la portezuela, un fuerte estampido no veló el crujido del
cráneo, al que siguió el desplome fláccido y rotundo del cuerpo. Les
obligan a formar de noche en los patios y a cantar el cara al sol en
paños menores, más de uno se orina y defeca encima. Les intimidan
para evitar el encubrimiento, les amenazan para propiciar la dela-
ción. Las madres con hijos rojos se la juegan al esconderlos entre
los colchones de borra o bajo las faldas abombadas, la sangre fría es
su única garantía. Los vecinos presenciaron cómo abatieron a José
Duarte Román en medio del patio después de cortarle la huida por
las azoteas, quedó indefenso, contusionado, malherido, después de
haberse arrojado al vacío. Ateridos de miedo, rodeados de unifor-
mes azules, cangrejos en la pechera y rostros despiadados, regene-
ran sospechas infundadas cuya confesión les pudiera eximir de
aquella tortura y humillación, la ambigüedad y vacilación la pagan
con un severo mamporrazo o el arresto, en la cárcel habrán de re-
frescar la memoria e interpretar al gusto de aquellos los movimien-
tos clandestinos de sus vecinos. Los barrios, como las cárceles, son
la antesala de una caprichosa selección, nadie está a salvo.
Encajan a la hermana en el ataúd tras vencer la rigidez que lo difi-
cultaba, el ojo indemne se despide desde su frío horror, el otro aún
hospeda la bala que lo estalló. El dulce pecho lo mancilló el plomo,
nada personal conserva la masa informe evocadora de un sueño di-
luido, un reposo rígido que no significa descanso, una perpetua
muerte violenta en la memoria petrificada. Le retiraría el anillo que
le regaló, que forjó usando la maquinaria de los talleres, pero no es-
tá en su dedo anular, alguien lo lleva en el suyo, un ladrón. El falan-
gista que se cruzó.

146
13 OCTUBRE 1936

147
148
ENTIERRO DE FALANGISTAS

Los rojos no reclaman a sus muertos, sus cadáveres nadie viene a


recogerlos, en lo cual estriba la diferencia entre aquellos desdicha-
dos y los verdaderos españoles. La Gloria pertenece a quienes de-
rraman su sangre por la patria, son semilla de héroes, almas de már-
tires, desde la Eternidad ofrecen su ejemplo y estímulo a los que
quedan.
En particular los seis falangistas a los que ahora se rinde tributo y
da sepultura en el cementerio de San José son ya partícipes de la Vi-
sión Eterna, cinco féretros alineados en el patio, cubiertos con las
banderas de España y la Falange, traídos a hombros desde el depósi-
to de cadáveres, más un sexto que espera en el panteón de los Mo-
reno de Mora. Murieron en acción de guerra en Casares, Málaga,
recientemente conquistada, pertenecían al Tercio Mora Figueroa,
sus nombres son: Paulino Freire, Roberto Armario, José Huertas,
Manuel Herrero, Ernesto Durán y, quien aguarda en el panteón de
los Moreno de Mora, Fernando Aramburu.
Tras las guardias de honor de la noche, la actividad en la necrópo-
lis ha crecido con la amanecida, con el encuentro en la sala de duelo
de los familiares y las autoridades locales y la formación en el patio
de fuerzas de la Falange, una bandera de flechas, una escuadra de
gastadores, una banda de cornetas y tambores, una sección de mili-
cianos, un grupo de requetés al mando del capitán Rossety, una sec-
ción de carabineros, representaciones de la Guardia Civil, Guardia
de Asalto y Guardia de Seguridad, una comisión del Regimiento de
Infantería nº 33 encabezada por el comandante Nieto, capitán Mon-
tes de Oca y el teniente Montero y la llegada ceremonial de la cruz
alzada de la Parroquia San José, dirigiendo las preces el párroco
Balbino Salado. Concluidas estas, ya las autoridades agrupadas en el
patio central y los féretros conducidos del depósito hasta aquí, Joa-
quín Lahera Sobrino, nuevo jefe local de la Falange y secretario del
gobernador civil, ha pronunciado un discurso de tintes elevadas, sin
menoscabo del vituperio del enemigo: “Una vez más el viento hura-
canado de la barbarie marxista ha soplado sobre el jardín florido
de nuestra Falange gloriosa. Otra vez las rosas prendidas en el haz

149
de sus flechas aparecen ante nuestros ojos embellecidas con las
salpicaduras de la sangre generosa de nuestros camaradas [...] So-
bre las alturas de este hermoso y alegre cielo gaditano ha quedado
flotando una estela de perfumes que nos marcan las rutas de la
Gloria Inmortal. [...] Camaradas caídos en la pelea: Vuestras al-
mas de mártires y de héroes descansan ya en la Visión Eterna.”
Eduardo Varela Valverde ha estrechado la mano de su secretario al
reintegrarse a la fila, preguntándose por qué no recurrirá más a sus
dotes literarias para emitir sus bandos y proclamas. (En tal caso re-
cientes redacciones le habrían quedado más o menos así: Los avisa-
dos propietarios de los hoteles han de emitir escrupulosa relación
de cuantos inquilinos pernocten en sus centros so pena de incurrir
en delito…; o: Los gaditanos han de vestir los uniformes falangistas
o milicianos, no de paisano, a imagen de aquellas otras ciudades
españolas que exhiben los colores conforme a los nuevos tiempos y
en consonancia con el esfuerzo de nuestros hermanos destinados en
el frente para que vivamos en paz).
El gobernador militar José López-Pinto está ahora terminando su
discurso, más breve y llano, pero intenso y emotivo. Descuida los
apaños poéticos, pero impregna su voz de emoción y quebranto;
quizás perciba que se le pasa la oportunidad de hacer la guerra, es
inminente la toma de Madrid: “No es tristeza lo que me embarga el
ánimo en estos momentos. Los que mueren por la patria como estos
animosos muchachos, no deben despertar en nosotros tristeza, sino
envidia. Envidia porque ellos han visto cumplido por completo su
pensamiento de luchar en defensa de la patria y derramar hasta la
última gota de su generosa sangre. Por designio de Dios, los demás
aún estamos vivos y sin haber ejecutado aquel mismo deseo. La re-
compensa, la tienen: el descanso en la Gloria Eterna y el reconoci-
miento de quienes persisten en la lucha por la unidad de España.
Los rojos carecen de esta ventaja, por eso no reclaman a sus muer-
tos, sus cadáveres nadie viene a recogerlos, en lo cual estriba la di-
ferencia entre aquellos desdichados y los verdaderos españoles, la
Gloria pertenece a quienes derramaron su sangre por España, son
semilla de héroes, almas de mártires, desde la Eternidad ofrecen su
ejemplo y estímulo a los que quedamos...”

150
Después de recalcar que han muerto gloriosamente cumpliendo un
juramento de sangre, desemboca en apoteósicos vivas a España, al
ejército y a la gloriosa unidad de los españoles, respondiendo al uní-
sono los congregados, entonando seguidamente el himno de la Fa-
lange, los brazos alzados, la descarga reglamentaria. A algunos de
los presentes (Eduardo Varela Valverde, Adolfo de la Calle, Joaquín
Lahera…) el gobernador militar no acaba de resultarles convincente,
las diferencias en la manera de entender el orden local así lo sugiere,
la mirada del general está demasiado puesta en la exaltación de la
lucha en el frente, desmereciendo la que se realiza en la retaguardia.
A otros (Ramón de Carranza, Gabriel Matute…) les persuade la idea
de tildarlo, junto al general Varela Iglesias, de salvador de Cádiz.
Ramón de Carranza promueve una suscripción para levantar un
monumento al ejército, donde destacarían los bustos de los dos ge-
nerales, vendría a emplazarse en un lugar emblemático de la ciudad:
plaza San Antonio, San Juan de Dios… La lluvia de suscripciones
que asola la ciudad ha hecho que la suya no haya tenido de momen-
to mucho respaldo, el propio López-Pinto promueve una a favor de
los huidos de la zona roja, para cubrir sus necesidades básicas y
hospedarlos cómodamente; las que impulsa la esposa, presidenta del
Ropero del Soldado, también son más perentorias. La Junta de Da-
mas del Ropero del Soldado vigila el seguimiento de los días del
Plato Único (uno y quince de cada mes), a imitación del Socorro In-
vernal de los alemanes, cuyos ahorros se sumarán a las aportaciones
a la causa. También están previstos distintos eventos con fines re-
caudatorios, parecidos al celebrado hace dos días en el Conservato-
rio de Música y Declamación. En principio la construcción del mo-
numento al ejército podría iniciarse en cuanto entrara un primer di-
nero; luego, para no restar prioridad a aquellas otras aportaciones
más directamente relacionadas con la guerra, se pospondría hasta la
finalización de la contienda, la que se adivina próxima en el tiempo.
Los cinco féretros son conducidos con solemnidad a distintos ni-
chos (Manuel Herrero, patio quinto, línea del sur, nicho 29; Ernesto
Durán, nicho 27; Paulino Freire, nicho 25...), los congregados los
acompañan en respetuoso silencio, avanzando despacio, apretados,
escuchando los propios pasos, las respiraciones, los estómagos. Re-

151
cientemente apareció un llamamiento para socorrer a las milicianas
gaditanas, su situación la pintaban desoladora, paupérrima, su sacri-
ficio por la ciudad no se correspondía con los escasos medios de que
disponían, incluso para alimentarse adecuadamente. El llamamiento
tomaba el cariz de una nueva suscripción. Ramón de Carranza cursó
un desmentido: el batallón de milicias de Cádiz, si bien cada vez
asumía más responsabilidades (vigilancia de la cárcel provincial, fá-
brica de tabacos, Castillo de Santa Catalina...) no pasaba por ningu-
na situación deprimente; quien aseverara tal cosa causaba un inne-
cesario alarmismo. ¿Cómo iba a ser así, si hacía poco más de una
semana había porfiado con Queipo de Llano para que una sección
del mismo participase en la definitiva caída de Madrid?
El arrojo de este pueblo merecía protagonizar aquel momento his-
tórico. Este había abierto la cancela al éxito de la sublevación, su
espaldarazo inicial había sido fundamental para lograr la progresión
por el sur. El altivo Queipo de Llano resopló de pesar ante las anto-
jadizas peticiones del gordinflón Carranza. El general Franco hubo
de aclarar la cuestión desde Burgos: los batallones de milicianos re-
forzarían las guarniciones de la retaguardia, nunca compondrían un
frente de choque, lo que seguiría correspondiendo a los tabores de
regulares, legionarios y regimientos de Infantería; así pues, el bata-
llón sevillano del marqués de Soto se instalaría en Talavera de la
Reina y, llegado el caso, el batallón gaditano ocuparía algún otro
pueblo de la órbita de Madrid. (...José Huertas, patio quinto, línea
del sur, nicho 23; Roberto Armario, nicho 15...)
Ramón de Carranza quedó desencantado de la visita a Queipo de
Llano. Al menos había gaditanos protagonizando aquellas horas his-
tóricas: el general Varela Iglesias, el comandante Baturone Colom-
bo, el coronel García Escámez; y de la plasmación de aquellas pági-
nas memorables había sido encargado el insigne José María Pemán,
quien finiquitaba unos compromisos discursivos y propagandísticos,
antes de acudir a Burgos y desde allí al frente de Madrid para radiar
al mundo su definitiva conquista.
Concluyen las honras fúnebres de los cinco falangistas, el cemen-
terio comienza a despejarse, el público a dispersarse, las fuerzas ho-
noríficas regresan a sus cuarteles, sólo los más íntimos y las perso-

152
nalidades locales se quedan y pasan a la capilla cedida por los Mo-
reno de Mora, para despedir al sexto de los caídos: Fernando Aram-
buru y Pacheco.

En lugar tan recogido se celebra un discreto oficio, dirigido por el


capellán de la Falange Benítez Duarte. Un tanto apartados quedan,
por cuestión de espacio, el cónsul Richard Classen, los falangistas
Joaquín Bernal y Joaquín Lahera.
La familia de Fernando está presente: los padres, los hermanos Al-
fonso y Felipe, el tío Francisco, el marqués de Casa Riaño... Familia
de financieros gaditanos, cuyo capital ha respaldado innumerables
obras de mejora en la ciudad: Hospital Provincial, escuela Mirandi-
lla, Sanatorio Madre de Dios, astilleros Echevarrieta... No necesita-
ba en los tiempos que corrían a nadie de sus miembros enrolado en
el conflicto, metido en las refriegas bélicas, expuesto al peligro, sus
generosos donativos, a una u otra suscripción, bastaban para demos-
trar su filiación, su sentir nacional, su adhesión al movimiento sal-
vador. Mas tampoco desaprobaron la actitud del joven idealista, in-
quieto, incapaz de permanecer de brazos cruzados, de prestarse a las
expectativas puestas en él. También Paulino Freire, hijo de Manuel
Freire, presidente de la Junta de Obras del Puerto, era de familia
acomodada. No eran los primeros falangistas gaditanos muertos en
acciones de guerra (Gumersindo Vilariño había caído en Alcalá del
Valle el 3 de octubre), sí los primeros pertenecientes a insignes fa-
milias. El sacrificio a que apelaba la patria atañía a todos, y la muer-
te no hacía distinciones.
A Fernando Aramburu la suerte no le había acompañado (obviando
la que ahora disfruta frente al Altísimo), ya que pronto iba a ser sus-
traído a la campaña de Casares, no para trasladarse a Ronda, como
hará el resto del Tercio, sino a Sevilla, al cortijo El Torviscal, a las
afueras de Los Palacios, propiedad de José de la Cámara. Ha muerto
ignorando su inclusión en una escogida lista para una relevantísima
misión. Los falangistas Joaquín Bernal, jefe provincial, Joaquín
Lahera, jefe local, la conocen, así como los alemanes Richard Clas-
sen, cónsul de Cádiz, y Hans Fonsaken, dueño de la relojería alema-
na. No deberían saber de un proyecto en ciernes, y además secreto,

153
pero entre falangistas y alemanes hay buena sintonía, resultado del
intercambio amigable e interesado de información. Antes de ayer se
reunía un interesante grupo en la Comandancia de Marina, a orillas
del puerto, a través de cuyas ventanas orientadas al norte se divisa-
ban los buques alemanes fondeados en la bahía o atracados en el
muelle.
El torpedero Albatros, al arribar a Cádiz el 5 octubre, parecía haber
inaugurado la afluencia de importantes buques alemanes (acorazado
Deutschland, crucero Leipzig, torpederos Seadler, Moewe...), la
gente asistía entusiasmada a esta concentración paulatina, un disten-
dido paseo de la marinería del Albatros se había convertido en una
alegre fiesta, uno de los marineros improvisó un acalorado discurso
desde el balcón del Cuartel de la Falange, la traducción simultánea
que de viva voz hacía Pedro Krauss, profesor del colegio alemán,
casi era innecesaria, la gesticulación histriónica del marinero bastó
al público para dar rienda suelta a su fervor y admiración. El torpe-
dero Albatros abandonaba ayer la bahía de Cádiz con un importante
pasaje abordo, su comandante Georg Langheld había recibido la or-
den de su superior, el almirante Carls, comandante del acorazado
Deutschland y jefe de la flota alemana destacada en el mediterráneo,
de acatar cuanto se decidiera en aquella reunión en la Comandancia
de Marina. Sancho Dávila, Jefe Territorial de la Falange y Agustín
Aznar habían acudido de Sevilla, mientras Manuel Mora Figueroa,
requerido por estos, del frente de Casares, Málaga.
En la reunión que Agustín Aznar y Joakim Von Knobloch habían
celebrado en Cáceres con el general Franco, este había sugerido el
nombre de Mora Figueroa para incorporarse a la misión, consciente
de sus dotes de mando al frente de un comando de asalto, tras el éxi-
to del paso del Estrecho de los faluchos Pitucas y Nuestra Señora
del Pilar con legionarios ceutíes. No es que Agustín Aznar no le
ofreciera garantías después de su reciente fracaso en el soborno de
un carcelero, ni aun tratándose de liberar al primo de su esposa;
simplemente era imprescindible alguien más avezado en acciones de
guerra. La entrevista había sido en Cáceres en vez de en Burgos por
estar el Generalísimo supervisando la nueva remesa de tanques, ca-
miones, ametralladoras, cazas, etc., confiada al comandante Von

154
Thome, fruto de la ayuda alemana, definitivamente pactada para que
no cesara su continuidad tras proclamarse jefe del nuevo estado es-
pañol, en lo cual influyeron no poco los alemanes Bernhardt y War-
limont, quienes exigieron la unidad de mando para garantizar los
compromisos adquiridos a cambio de dicha ayuda armamentística.
El teniente coronel Walter Warlimont, delegado en España del mi-
nistro de guerra alemán, interesado en el asunto del rescate de José
Antonio Primo de Rivera, dudó de las futuras gestiones del cónsul
honorario en Alicante Joakim Von Konobloch, expulsado de allí por
el gobierno republicano, mostrando ante Franco su preocupación
porque malograse la ayuda clandestina si saltaba internacionalmente
la noticia de la implicación alemana en la liberación del líder falan-
gista. A pesar de todo, la comisión que intentaría por segunda vez el
soborno había partido ayer mismo del puerto de Cádiz en el torpede-
ro Albatros llevando abordo a Joaquim von Knobloch y a Gabriel
Ravello, presidente de la consignataria Ybarra, garante de los tres
millones de pesetas que el bando nacional pensaba ofrecer al gober-
nador civil de Alicante Antonio Vázquez Limón, cuando este cum-
plimentara la visita protocolaria al comandante del barco alemán.
Tres millones; tres veces más dinero que el encomendado la primera
vez por Queipo de Llano a Agustín Aznar para el soborno de un
carcelero. Las probabilidades de éxito por esta vía eran pocas, la re-
ticencia de los alemanes la encarnaba en Alicante el representante
del Negociado de Exteriores dr. Voelkers, quien inexorablemente
había deplorado el anterior descuido de Agustín Aznar de dejarse
ver en plena calle y ser reconocido, habiéndose negado a permane-
cer en el hotel Victoria, sede provisional del personal de la embaja-
da, escapando finalmente disfrazado de oficial alemán en el crucero
Admiral Scheer. El terreno lo había contaminado, en la cárcel se ha-
bía redoblado la vigilancia, el objetivo se había vuelto más caro e
inalcanzable, más arriesgado y expuesto.
El Generalísimo había tomado en consideración las reticencias del
teniente coronel Warlimont y por eso había sugerido el nombre de
Manuel Mora Figueroa para una misión de asalto, negando a Queipo
de Llano una nueva entrega de dinero procedente de las arcas del
Banco de España para intentar el soborno por segunda vez. Tan-

155
ques, camiones, ametralladoras, etc., desfilando por las calles de
Cáceres, preparándose para enfilar hacia Madrid, había que pagar-
los.
Los reflejos del teniente de navío Manuel Mora Figueroa le ayuda-
ron a bosquejar rápidamente un plan: en una lancha tipo K, como las
empleadas antaño en el desembarco de Alhucemas, se aproximarían
a la costa alicantina a rebufo de un buque de guerra, preferentemen-
te el Canarias (su comandante Salvador Moreno sería puesto al tan-
to) y, mientras este cañonease la ciudad por el norte, por el sur des-
embarcarían en la playa y asaltarían el penal. Los alemanes no in-
tervendrían, aunque las lanchas de sus buques las acercarían a la ori-
lla para trasbordarlos si les alcanzaban a nado. Tal era el plan de
rescate del líder falangista. En Sevilla, en el cortijo El Torviscal de
Los Palacios, aguardaba el grupo de escogidos falangistas, entre
ellos Uzcumun, campeón de escolaris, que derribaría a hachazos
cuantas puertas les cerraran el paso. Manuel Mora Figueroa había
remitido a Casares un escueto listado de compañeros cualificados,
unos veteranos, otros jóvenes y temerarios. En él figuraba Fernando
Aramburu.
El oficio concluye y el féretro abandona la capilla de los Moreno
de Mora serpenteando por los pedregosos senderos del cementerio
hasta el panteón familiar, seguido de los dolientes. Los hermanos
Alfonso y Felipe no son belicosos, sienten la pérdida, pero no odian
a nadie. El primero muestra dotes literarias, el segundo pictóricas;
cada cual conjura la tristeza con evocaciones artísticas complemen-
tarias.
El tío, Francisco Aramburu e Inda, después de veinticinco años
presidiendo la Junta de Obras del Puerto, había sido diputado a las
Cortes por Cádiz de los años 31 al 33, formando parte de la coali-
ción republicano-socialista, representando a la Derecha Liberal Re-
publicana, encabezada por quien a la sazón sería el primer presiden-
te de la segunda República: Niceto Alcalá Zamora. En las eleccio-
nes de noviembre de 1933 volvió a la carga, incluyéndose en la lista
del Partido Radical Republicano, representando a la rama escindida
el año anterior de la Derecha Liberal Republicana: el Partido Repu-
blicano Conservador de Miguel Mahura; solo que en el último mo-

156
mento renunció en favor del industrial gaditano Enrique Bernal,
abandonando definitivamente la política. Había emulado la incur-
sión en política de su hermano José Antonio, hasta el año 23 dipu-
tado por Cádiz en varios períodos, incluido en las filas del Partido
Liberal, aquél que algunas voces agoreras tachaban hoy de antece-
dente de la degeneración de la clase política. Pero ¿por qué había
renunciado en 1932? Las finanzas le reclamaron o es que carecía de
la vocación de su hermano José Antonio, o bien el auge económico
familiar durante la dictadura de Primo de Rivera demostró ser vano
perpetuarlo, a partir de partidos políticos que camuflaban unas dere-
chas enemigas de la República. Entre el liberalismo familiar de an-
taño y las derechas afines a la monarquía (Renovación Española,
Acción Ciudadana, etc.) andaban unos negocios en grave indefen-
sión política. Había algún partido cuyos miembros tentaban a los
socialistas, sin llegar a agradarles, y provocaba el recelo de la dere-
cha más extrema. En definitiva, la salvaguarda y prosperidad de los
negocios no provendría de la política.
La sede de la banca Aramburu Hermanos está en la plaza San An-
tonio, un edificio ecléctico, formando esquina con el Casino Gadi-
tano, actual cuartel general de la Falange, mientras la solariega y ro-
busta mansión familiar, de estilo isabelino, está a la vuelta de la es-
quina, en el número dos de la calle Veedor. En la capilla de esta
mansión proseguirán en adelante los rezos por el alma de Fernando,
el sobrino que ha llevado al extremo su ideal político. Había en él
algo de oveja negra descarriada en busca de una sociedad utópica, la
guerra perfiló la forma de alcanzarla, una forma cruda y violenta,
que ha provocado en la familia la pérdida de uno de sus miembros
más jóvenes. Su imagen campando por los rincones de la mansión
familiar sugerirá parejas lejanía y desdén hacia quienes permanecen
vivos y dedicados a amasar una fortuna.
En el cementerio las autoridades locales abrazan por última vez a
los familiares. Un gesto solemne y afectuoso que subraya el recono-
cimiento del generoso sacrificio de los jóvenes por preservar el or-
den y la jerarquía que ellos representan. Los hijos más alocados, an-
taño quebraderos de cabeza, hoy defendieron a muerte la conserva-

157
ción de su estatus. La muerte heroica les ha provisto el definitivo
salvoconducto de tranquilidad.

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18 NOVIEMBRE 1936

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ENCENDIDO DEL ALUMBRADO ELÉCTRICO

Es noche fría, despejada, el cielo invernal muestra su encanto de


estrellas, Orión domina el firmamento. La gente se lanza a la calle,
incluso aquella que ya reposaba cómodamente en casa, que despedía
plácidamente el día. El bullicio y la alharaca creciente contagian,
sumándose el vecindario, dejándose arrastrar sin saber exactamente
qué ocurre. Hacen conjeturas, interrogan al que pasa y grita efusi-
vamente, nada sacan en claro pero el alumbrado eléctrico previsto
para festejar la toma de Madrid ha sido encendido.
No en todas partes se completó la instalación, en la plaza de Espa-
ña (antigua de las Cortes) se inició más tarde, no dando tiempo a
terminarla, y gracias a la sugerencia de una perspicaz ciudadana: allí
estaba el domicilio del insigne general Varela Iglesias, pecando de
ingratos como dejaran sus inmediaciones a oscuras, además de ser el
lugar donde se concentraron las fuerzas que asediaron el Gobierno
Civil, logrando el éxito de la sublevación militar en Cádiz. A pesar
de esta negligencia, subsanada tarde, luces hay a porrillo como para
hacer disfrutar a los niños y despojarles momentáneamente su son-
rosado aire marcial: ahora sí parecen niños los pelayos, los balillas,
los flechas...
Desde hace un mes venía anunciándose la caída de Madrid, el poe-
ta José María Pemán, encargado por el Generalísimo de radiarla al
mundo, de asumir la memorable misión, concluyendo rápido el dis-
curso de presentación en el teatro Falla de la zarzuela “Cádiz”, ha-
bía partido de viaje al frente el 23 de octubre, omitiendo su paso por
Burgos, no fuera a llegar tarde. Desde entonces los preparativos han
ido acumulándose, tomando algunos carácter oficial. Las sugeren-
cias del párroco José María Franco las acogió la municipalidad de
buen grado, elaborando a partir de ellas un minucioso programa de
actos, encargándose una comisión patronal de festejos, presidida por
el teniente alcalde Martínez del Cerro. A partir de la confirmación
oficial se declararían tres días de fiesta: el primero para agradecer a
Dios y a la patrona, mediante misa oficiada por el obispo, hasta el
paroxismo de lo místico, la españolización de la capital; el segundo
para exaltar fervorosamente la nación, con oficio de campaña en la

161
Santa Iglesia Catedral; el tercero para gloria y homenaje al valiente
general Varela Iglesias.
Bandas de música había puestas sobre aviso para salir a la calle y
anunciar con sones españolísimos la buena nueva y por eso el tu-
multo se concentra al principio en los cuarteles de las milicias, fa-
langes y requetés, y en las sedes oficiales de las autoridades civiles
y militares, reclamando el redoblar de los tambores y el resonar de
las trompetas. Hay otros muchos actos que están a expensas del
anuncio de dicha conquista si se confirma. Mañana se dispensarán a
los pobres dos mil pucheros, encargándose la Junta de Damas del
Ropero del Soldado, la misma que supervisa los días del Plato Úni-
co, por cierto, con escasa participación a su inicio el 15 del presente,
de ahí el toque de atención del gobernador civil y la prórroga de seis
días para dar tiempo a los remolones a rendir cuentas ante la Cáma-
ra de Comercio. En la onda de los convites está el banquete que ce-
lebrarán las fuerzas de orden público en el Comedor Vasco, cuyo
listado de adhesiones allí expuesto no ha hecho más que engrosarse
desde que se aprobara la iniciativa hace diez días; los primeros que
figuran en él son: el comisario Adolfo de la Calle, el teniente de la
Guardia Civil Vicente González y el capitán de la Guardia de Asalto
Carlos Díaz Domínguez; excepcionalmente se obviará el plan de
austeridad promovido entre otros por Queipo de Llano y, por des-
contado, se evitará que coincida con los días del Plato Único, uno y
quince de cada mes.
Mañana el alcalde accidental Juan Luis Martínez del Cerro coloca-
rá la primera piedra para la construcción de cuarenta casas baratas
en la calle Trille, si es que no llega a tiempo Ramón de Carranza,
que se marchó al frente de Madrid, acaso porque había en Cádiz
demasiados actos esperando y ansiaba conocer cuánto tiempo más
habrían de retrasarse. En ulterior visita portará la cuantiosa recauda-
ción en pro de los hermanos necesitados de Madrid, iniciada a pri-
meros de noviembre con las desprendidas aportaciones de la familia
Mc-Pherson. Puede que al fin logre charlar con el general Varela
menos atropelladamente, menester de la atención que a este acapara
la contienda. Ha visitado a las boinas rojas del Requeté gaditano in-
corporado el cuatro del presente, con altar portátil e imagen de la

162
patrona que los reconforta en el oficio divino, sumándose a las nu-
merosas vírgenes venidas de toda España con sus respectivos Re-
quetés para servir de alivio a cuantos madrileños han sido privados
durante tan largo tiempo del sagrado consuelo.
Gaditanos hay en Madrid como para estar orgullosos: aparte de
Varela, el coronel García Escámez ha desplazado de su lugar al co-
ronel Yagüe, cansado aquél de que continuamente desaprobara abrir
brecha por el frente oeste, es decir, por la Casa de Campo, propo-
niendo frentes supuestamente más propicios. José María Pemán
aclara la garganta por los pueblos conquistados al sur de la capital;
en las próximas horas tomará el micrófono si se confirma la noticia:
como nadie sabrá embellecer el triunfo sobre la barbarie roja, cantar
la gesta; casi un mes lleva desplazado y pendiente, recogiendo im-
presiones.
El rector de los micrófonos, Gonzalo Queipo de Llano, creador de
un modo nuevo de aterrorizar al enemigo y enardecer al amigo, ha-
bía predicho para primeros de mes celebrar un Te Deum en la Cate-
dral de la Almudena; al pasar el tiempo, rectificaría: “Lo mismo da
el 4 que el 15, pronto, muy pronto, tomaremos los típicos bocadillos
de calamares en la plaza Mayor y desayunaremos picatostes en la
Puerta del Sol”.
El Generalísimo plasmó hace dos días el éxito en una breve nota
de prensa: “Sin literatura, escuetamente, hemos de decir que a las
cuatro de la tarde de hoy, las tres columnas del flanco izquierdo
mandadas por el general Varela pasaron el Manzanares y entraron
en Madrid rebasando las fortificaciones enemigas y rompiendo el
frente rojo. Viva España.”
¿Por qué ese día no se echaron los gaditanos a la calle?, ¿por qué
no se inauguró el alumbrado?, ¿por qué no se iniciaron los tres días
de fiesta, se repartieron los dos mil pucheros y se puso la primera
piedra de las cuarenta casas de la calle Trille?
Es igual, sólo ha habido que aguardar dos días más, romper el fren-
te no significaba someter la ciudad entera, aunque hubiera provoca-
do la desbandada de los resistentes y el desmoronamiento del ejérci-
to encabezado por el traidor general Miaja. Hoy han debido plantar-

163
se en la Puerta del Sol: ¿qué comunican oficialmente las autorida-
des?
Los vecinos se asoman a los balcones, colocan colgaduras vistosas,
arrojan papelillos, interpelan a voces a los que corren alegres por las
calles, ya se oye el redoblar de los tambores y el resonar de las
trompetas, no así el repique de las campanas, lo que causa una leve
extrañeza. Las naciones amigas, Alemania e Italia, son vitoreadas,
se cruzan preguntas respecto a ellas; precediendo a las bandas aso-
man las banderas de aquellos países: ¿qué tienen que ver con la caí-
da de Madrid?
Las autoridades locales abandonan sus hogares para incorporarse a
la fiesta, encaminándose a los consulados, en el alemán confluyen el
gobernador militar José López-Pinto, el jefe de Estado Mayor Jaime
Puig, el gobernador civil Eduardo Varela Valverde y el alcalde ac-
cidental Juan Luis Martínez del Cerro: un mar de cabezas les siguen
entonando cánticos de reconocimiento.
¡Ajá!, se trata de que aquellos países han reconocido oficialmente
el gobierno de Burgos. ¡Tal es la noticia! Bueno; no está en contra-
dicción con que haya caído Madrid, los ministros de exteriores res-
pectivos, Ciano y Von Neurath, habían concertado dicho anuncio
para cuando ocurriera aquella crucial victoria; así pues, no hay ra-
zón para detener la fiesta; además, lo ha pedido encarecidamente
Queipo de Llano en su alocución vespertina: “Láncese a la calle el
pueblo español para demostrar a aquellos pueblos amigos que que-
remos continuar por el camino de la civilización arrancando de su
suelo a la canalla marxista que lo deshonra”. En efecto, siempre es
motivo de regocijo que las civilizaciones se reconozcan entre sí para
poder dispensarse mutuo apoyo y combatir unidas al enemigo que
las importuna: “El marxismo sólo puede vivir amparado por esas
estúpidas democracias que permiten la propaganda de todas las
ideas, y también aquellas que, como el comunismo, sólo represen-
tan el crimen, el robo, el asesinato y todo el desarrollo de las bajas
pasiones. La civilización aboga por la diferenciación de clases, a
excepción de la clase política, sobre la que recae el desgobierno de
España por su permisividad con esas fieras corruptas que son los
hombres cuando no están sujetos a una educación y una censura...”

164
El gobernador militar López-Pinto sale al balcón del consulado
alemán y un grito unánime perfora el espacio, los haces de luz del
alumbrado destellan en su pelo entrecano y en los surcos relajados
de sus facciones, inicia un discurso, el que todos quieren oír, vuelve
a halagar los oídos con las consignas que vienen convenciéndolos:
“Los gobiernos alemán e italiano han reconocido al gobierno espa-
ñolísimo del general Franco. Era de esperar de parte de quien
muestra sus simpatías e inclinaciones por el movimiento libertador
de España, en lucha franca y noble contra el marxismo traidor. Es-
ta grandiosa manifestación supone el más vivo testimonio de grati-
tud hacia dichos pueblos hermanos. ¡Viva Alemania! ¡Viva Italia!
¡Viva España!...”
Retumba la plaza Argüelles, toma la palabra el cónsul Richard
Classen para agradecer en nombre de su país aquellas muestras de
fervor, el público redobla los vítores, los aplausos, la efusividad es
sincera. Es también desahogo, ayer cayeron bombas sobre la ciudad,
otra vez unos desalmados Breguets casi causan estragos, no hubo
víctimas, ni graves desperfectos materiales, pasado el susto, la mofa
ridiculizadora corrió de voz en voz: si aviación así repelía a la na-
cional en Madrid, poco tenía que hacer. Hablaban de imponentes
demostraciones aéreas, de numerosos bombarderos Junkers y Sa-
voia arrojando centenares de bombas sobre objetivos precisos, res-
petando determinadas zonas neutrales para proteger a la población,
de espectaculares duelos acrobáticos entre los cazas. La presente
manifestación contiene parte de desahogo y repudio del día de ayer.
La comitiva de autoridades abandona el consulado alemán, toma
ahora por la calle Antonio López hasta el consulado italiano, de la
petaca forrada de cuero, regalada por los trabajadores de la Fábrica
de Tabacos el pasado 11 (además aportaron 3.142 pesetas de las ho-
ras extras del mes, siguiendo el patriótico llamamiento), saca el ge-
neral López-Pinto un cigarro, ofreciendo a sus acompañantes.
Hay falangistas entre el gentío, entre los cuales anda ebrio de entu-
siasmo no exteriorizado Leandro Arcusa, quien junto a sus compa-
ñeros ansía saber si la noticia de la adhesión de las potencias her-
manas lleva aparejada la de la definitiva caída de Madrid. No se ha
hecho ninguna mención, no ha habido confirmación oficial, hace

165
dos días se rompió el frente rojo, tres columnas vadearon el Manza-
nares, el desmoronamiento subsiguiente estaba cantado, ¿qué ha pa-
sado?, ¿huyeron despavoridos los malvados hacia Valencia, en pos
del cobarde gobierno de Largo Caballero, animándose la escondida
población a salir y aclamar al incombustible general Varela?
Más bien no... Más bien no llegaron a entrar... Más bien las tres co-
lumnas (seis mil hombres) se quedaron atascadas a la puertas, solo
una, la columna de Asensio, y un batallón de la de Castejón, prece-
dida de los moros (siempre el arrojo de los moros abriendo camino:
la espada de hierro toledano, la empuñadura árabe, askaris de la san-
ta cruzada) al mando de Mohamed Ben Mizzian, jefe del III Tabor
de Regulares de Alhucemas, a quien el teniente coronel Delgado Se-
rrano había ordenado vadear el río Manzanares, toda vez que el
puente de los Franceses y el Nuevo habían sido volados, tomaron la
Escuela de Arquitectura y la Casa Velásquez... Más bien el avance
ha sido lento, costoso en vidas y material y, aunque han ocupado
posiciones estratégicas, después de dos días han quedado taponados.
Tras la desbandada de los anarquistas de la columna Durruti, esta
ha vuelto para restituir su valor en entredicho (venía de frente la im-
placable horda sanguinaria mora), repeliendo el asalto a la cárcel
Modelo, gracias además a la crucial aparición, conjurando el pánico,
del general Miaja y su ayudante el coronel Vicente Rojo. El batallón
Edgar André, de la XI Brigada Internacional, ha hecho lo propio en
el Hospital Clínico, mientras la XII Brigada Internacional, a la que,
no a Varela, el pueblo madrileño sí ha aclamado por las calles, ha
llegado a la Ciudad Universitaria para reforzar la resistencia. Ade-
más en los cielos han aparecido unos incordiosos Polikarpov, más
ágiles que los Fiat y Heinkels que escoltan a los bombarderos Jun-
kers y Savoias en su castigo indiscriminado a la capital (no sólo
descargan sobre los edificios gubernamentales y militares, también
sobre los museos, los hospitales, los barrios..., salvo el de Salaman-
ca, única zona neutral). Lo único que del ejército nacional ha pisado
por ahora la Puerta del Sol ha sido una bomba de 500 kg que ha
abierto un socavón de 30 metros de ancho y 15 metros de profundi-
dad y ha matado a cuatro ancianas.

166
Ahora mismo, mientras Cádiz resplandece con un portentoso
alumbrado eléctrico, Madrid, privada de suministro eléctrico desde
hace semanas, refulge por el fuego de las bombas incendiarias.
De nuevo el gobernador militar López-Pinto surge en una improvi-
sada tribuna de oradores, esta vez, el balcón del consulado italiano.
Avisa de que va a repetir sus palabras de hace unos minutos, pero al
oleaje de cuerpos no le importa, está dispuesto a escucharlas de
nuevo: “La adhesión que con el gesto del reconocimiento del go-
bierno de Burgos demuestran aquellas naciones hermanas resulta
de un idéntico modo de pensar, sentir y obrar, lo que augura la vic-
toria inminente sobre aquellos desdichados hermanos que han su-
cumbido a las doctrinas marxistas y nos abocaban a ser esclavos de
Rusia. Nuestra nación, que conquistó el mundo y fundó un gran im-
perio, no puede ser esclava de ninguna otra. A Italia y Alemania
agradecemos su apoyo fraternal, sirviéndonos de ejemplo en la muy
necesaria, noble y sacrificada lucha. El cañón y el fusil han despla-
zado la inútil palabrería. ¡Viva Mussolini! ¡Viva Hitler! ¡Viva
Franco!...”
No comparece el cónsul italiano Silvio Dellepiani al hallarse indis-
puesto, sí, en su nombre, el catedrático de lengua italiana en la Es-
cuela de Comercio señor Pettengui, quien da las gracias por las
muestras de simpatía de los gaditanos hacia su nación, terminando
con sendos vivas a las tres naciones. El griterío tiene un timbre es-
pecial, emerge con toda la fuerza de los pulmones como una emana-
ción de ardor providencial, capaz de traducirse en pundonor guerre-
ro si llegara el caso.
Claro que no todos lo entienden así, el hosco Leandro Arcusa es de
los que piensa que la fuerza se diluye por la boca, que los amigos de
la farándula flaquean al empuñar un arma si es menester abordar la
ingrata labor de hacer limpieza. Además hay una segunda lectura en
el discurso de López-Pinto, por no serlo de los previstos para cele-
brar la caída de Madrid y por anunciar que augura del gesto de
aquellas naciones una pronta victoria, y es, que ésta no se ha produ-
cido todavía, que tarda en llegar, que Madrid resiste, que no se ha
desmoronado tras la brecha abierta por el oeste, no se ha desangrado

167
tras el tajo infligido por la daga mora, no se ha rendido a la fiereza
de Varela.
Si será verdad la postura de Yagüe y otros mandos, confirmada por
la suavización del fracasado envite que ha hecho el cronista El Te-
bid Arrumi: “Hemos atacado la fortaleza de Madrid por el foso, y
un foso tanto más difícil de sobrepasar cuanto aquella malhadada
obra de canalización del Manzanares trocó el vadeo en una opera-
ción preñada de dificultades. [...] Cuando el general en jefe se lla-
ma Francisco Franco, nadie puede jactarse de conocer la integri-
dad de sus pensamientos y mucho menos el detalle de sus proyectos
porque la primera virtud de un Generalísimo es la discreción y la
prudente reserva de sus planes.”
La maniobra de penetración por el oeste ha sido un fracaso, los ga-
ditanos rojos pueden, después de todo, regodearse ante la presente
noticia, la que ha empujado a la gente a la calle y servido al hábil
Queipo de Llano para concederle un desahogo.

Leandro Arcusa no sigue el camino de la multitud, que traslada su


entusiasmo a las calles céntricas. Junto a sus compañeros toma el
camino de la cárcel provincial, hay motivos para festejos y ellos van
a hacerlo a su modo, fuera de que, de paso, acallen aquel posible re-
godeo rojo según se filtre la noticia.
El júbilo exagerado de la multitud arropa a tambores y trompetas,
precediéndoles aquellas banderas que comenzaron a serles familia-
res en actos culturales y deportivos, al presidir junto a la enseña na-
cional bicolor corridas de toros, encuentros de fútbol, etc. (muchos
con fines recaudatorios), ahora, definitivamente, flamearán junta-
mente en muchas más ocasiones. En la plaza San Antonio realizan
una parada especial ante el cuartel de la Falange. Callejeando hasta
la calle Columela asoman por la rebautizada plaza San Juan de
Dios, ex de la República. En uno de los balcones del consistorio
asoma el alcalde accidental Martínez del Cerro, si hubiera sido Ra-
món de Carranza, habría lanzado un fogoso discurso, se limita a sa-
ludar amablemente, secundando las risas y aplausos de la gente, así
como el gesto de trabarse del brazo las fuerzas de orden público y
militares (guardias civiles, de asalto, soldados, requetés, etc.) for-

168
mando una larga hilera, conformando una cadena humana indestruc-
tible. Entran en el Barrio de Santa María, acaso por entender que es-
te barrio eminentemente obrero es reacio a tales expansiones, ani-
mando a los vecinos a implicarse, algunos temiendo que sea una
monumental redada, a la vista de aquella mezcla de uniformes. En la
calle Alfonso el Sabio concluye esta demostración exaltada, lo cual
no deja de ser impreciso, cuanto quedarán focos dispersos de cele-
bración que persistirán toda la noche.
Aquí cobra especial protagonismo la relojería alemana, otrora del
comunista Rendón, actualmente del alemán Hans Fonsaken, cuyo
escaparate exhibe los aderezos de oro y plata que vienen sorteándo-
se en la lotería patriótica. A nadie escapa aquel simbolismo: los
premios de la lotería que representa el afán de restitución de los va-
lores patrios expuestos en la tienda alemana; frente a ella se gritan
vivas a los líderes de aquellas naciones.
Más allá de los glacis de Puerta Tierra se logra cierto distancia-
miento de la fiesta. El aura que envuelve el casco urbano acoge la
confusión de sonidos, el cielo nocturno, lejos de aquel resplandor,
cobra profundidad y contraste, las estrellas siguen su curso al mar-
gen del alborozo humano, una media luna afilada hiere el negro
mar, las olas tratan con sus insistentes batidas de penetrar los bajos
de la ciudad, acaso para emerger por doquier en surtidores y así con-
tribuir a la fiesta.
Detrás de la plaza de Toros baten con otro propósito, desplazan en
oleadas las sombras funestas de los reos que trae la camioneta, co-
mo queriendo arrastrarlos a las profundidades para que de ellos den
cuenta formidables criaturas submarinas, el rugido tenebroso del
motor silencia todo aquel ruido lejano de gritos, tambores, petardos,
fogonazos...
No puede ser que los despidan de aquella manera, ignorándolos,
sumidos en tal algazara. Contra la pared se alinean Manuel Pila
Gómez, José Santandreu Falistes, Rafael Guerrero González, Rafael
Guerrero Corrales, José García González, Raimundo del Pío Rome-
ro, Francisco Campos Milán y Rafael Madrid González.
Los falangistas de la Viuda Negra conocen a este último, hoy es el
día propicio para zanjar sus días, los de alguien apellidado así:

169
-¿Sabéis qué celebramos esta noche? La caída de Madrid.
Los condenados no están seguros de que este anuncio sea una
broma macabra. Rafael Madrid detentaba interinamente la alcaldía
mientras Manuel de la Pinta se hallaba ausente en el momento del
levantamiento militar. Lo detuvieron el 21 de julio, lo que significa
que no se hallaba entre quienes se resistieron en el Ayuntamiento;
esta desubicación, la ausencia en algún lugar de resistencia, ha pro-
piciado el retraso en su ejecución, sucumbiendo antes que él quienes
sí estuvieron: Antonio Muñoz Dueñas, Francisco Rendón... Confia-
ba en salvarse, en regresar a casa con su mujer y sus tres hijos,
quienes hasta hoy han venido visitándole a la cárcel. Mañana encon-
trarán amontonadas en el patio sus pertenencias.
Mira al cielo antes de morir, una estrella fugaz cruza delante de
Orión, en otra ocasión hubiera sido un buen augurio, hubiese pedido
un deseo, ¿qué deseo podía pedir ahora?
No siguen un orden establecido, los falangistas comienzan a dispa-
rar, algunas balas rebotan en la pared exterior del coso, los estampi-
dos tienen su eco tenebroso en los lejanos petardos de la fiesta.
Leandro Arcusa esboza una sonrisa siniestra ante el desplome de
los cuerpos. Un compañero, de regreso a la camioneta, sentencia:
-Ahora sí, Madrid ha caído.

170
9 DICIEMBRE 1936

171
172
DESPEDIDA DEL GOBERNADOR MILITAR LÓPEZ-PINTO

El gobernador militar sufre un catarro conspicuo, lacrimoso, mo-


queante, la esposa le asiste con un discreto surtido de pañuelos. Do-
ña Carmen Sevilla está más atenta a la acechanza vírica y a la inco-
modidad que causa a su marido que a la carta a la que da pomposa
lectura Ramón de Carranza: “Mucho sentimos su marcha, y nunca
olvidaremos, nunca olvidará Cádiz, lo que debe a V.E. Junto al ge-
neral Varela inició el movimiento salvador de España, librando a
Cádiz del desastre. Gracias a su decisión, dirección y energía se
adueñó del ejército de la ciudad sin derramamiento de sangre, pues
sólo hubo una baja y apenas destrozos...” Estornuda y la concurrida
dotación de damas sonríe benévolamente, ahora sí, sin reservas, do-
ña Carmen Sevilla le socorre abiertamente con un nuevo pañuelo, al
modo diligente como el escudero asiste fiel al caballero.
La sonada sobrecoge, hubiera provocado un cuerpo a tierra de ha-
llarse en el frente, el discreto alcalde no altera el tono del discurso ni
varía la expresión solemne y halagadora, lo mejor es hacerse el sor-
do, proseguir invariablemente: “Lamentamos profundamente que su
merecido ascenso y designación para un importante mando ocasio-
ne que deje el que aquí ocupaba tan a satisfacción nuestra. Espe-
ramos que en su nuevo cargo, como en todos los que desempeña,
nos recuerde, como nosotros con tanto cariño le recordaremos,
pues será siempre hijo adoptivo de Cádiz...”
El pañuelo cumple su objetivo y es devuelto a la dama, que preten-
de reponerlo inmediatamente, lo que el militar rechaza, para no des-
atender la elogiosa carta. Contrariada, doña Carmen no evita mos-
trar abnegación y paciencia, a sabiendas de que en pocos minutos
habrá de precisar uno nuevo. Las demás señoras observan su dili-
gencia y recato, manifestado hasta en estos pequeños detalles, com-
prendiendo que los años de convivencia le han enseñado a ser la
digna esposa de un general. Ejem; si no fuera por esas íntimas ase-
soras en la retaguardia... “El monumento que nuestra gratitud al
Ejército habrá de erigir, hará que esté siempre presente a nuestra
vista si la memoria nos fuera infiel, que no lo será, y su figura per-
dure en las futuras generaciones como la del salvador de Cádiz,

173
unida a la del general Varela, que secundó y ejecutó sus órdenes.
Gaditanos, gritad conmigo: ¡Viva el general López-Pinto!”
Las voces atipladas de las damas se imponen a las de los caballe-
ros, resonando en el espacioso salón del Gobierno Militar. Antes de
que una nueva avalancha de mucosidad entorpezca su habla se apre-
sura a dar las gracias por las cariñosas e inmerecidas palabras que,
más que a él, mejor correspondería dirigirlas al ejército y al general
Varela. A continuación, anuncia que va a salir al balcón para co-
rresponder al calor de la gente que se ha congregado fuera, venida
con el alcalde en su recorrido desde el consistorio para apoyar este
improvisado homenaje.
Entre las damas cunde la alarma, han oído bien, ¡va a salir al bal-
cón!, corre a exponerse al desaconsejable frío exterior, ignorando el
acusado constipado, arriesgándose a empeorarlo, a agudizar la des-
templanza febril, en cuyo caso estaría obligado a guardar cama y a
retrasar su viaje a Burgos, previsto para última hora de esta tarde,
vía Sevilla. Hay entre ellas gran compenetración y entendimiento,
ningún caballero repara en este detalle, las damas, por descontado,
sí, sobre todo las que pertenecen al Ropero del Soldado.
La pertinaz labor recaudatoria en pro de la causa salvadora, en sus
distintas vertientes, las ha obligado a aguzar el ingenio, a afinar su
talento ahorrativo, a desplegar sus cualidades organizativas, sus do-
tes persuasivas, las reuniones que celebran han sido acaloradas, ex-
plosivas, plagadas de ocurrencias, de iniciativas, de ellas salieron
comisiones para realizar el seguimiento de los días del Plato Único.
En su recorrido por las casas, comercios, establecimientos... era di-
fícil defraudarlas. Frente a la escasa participación de la primera vez,
ofrecieron ejemplos tiernamente conmovedores, acicateadores de
los remolones: entrañable era el del balilla que aportó cincuenta
céntimos después de una exquisita y calculada austeridad, resultado
de la supresión de la torta del desayuno, el plátano del postre y la
entrada al cine. Es difícil saber si tales ejemplos eran más persuasi-
vos que las instancias del gobernador civil: “El pequeño sacrificio
que se pide en estos días del Plato Único lleva consigo la satisfac-
ción íntima del deber cumplido y la tranquilidad y consuelo que se
lleva a las casas humildes y a los pobres desgraciados, y a los sol-

174
dados que abnegadamente vienen sufriendo los rigores de una cam-
paña en las sierras y en los montes de España, por cuya reconquista
han sacrificado la comodidad y la tranquilidad que en sus pueblos
ya conquistados se disfruta”.
Las rifas patrióticas, cuyos exquisitos aderezos se exponen en la
relojería alemana, hábil ocurrencia de la Junta de Damas para así
borrar todo vestigio de su pasado antiespañol, a lo que en principio
ya coadyuvaba su nuevo dueño alemán, han hallado señalada parti-
cipación entre los militares, los que, no sólo, tocados por sus seduc-
tores encantos, hacen acopio de papeletas, sino que, cuando son
premiados, añaden nuevo desembolso, al modo del teniente de arti-
llería Manuel Gil Valle, quien satisfizo generosamente los gastos de
imprenta generados por la rifa.
Queda mucho por hacer, muchas súplicas que dirigir para sensibi-
lizar y concienciar a la población; aún así, la culminación a su labor
conjunta, hallándose al frente doña Carmen Sevilla, sucedió el pasa-
do 29 de noviembre, con motivo del Aguinaldo del Soldado. Ocho
mesas se dispusieron en puntos estratégicos, bien visibles a lo largo
y ancho del casco urbano: plaza San Juan de Dios, cine Municipal,
plaza de Mina, plaza San Francisco, plaza San Agustín, plaza del
Correo, calle Duque de Tetuán, plaza Constitución... Las componían
una presidenta, un par de acompañantes y una decena de postulan-
tas. Entre otras participaban la condesa de Hornachuelos; Conchita
Alcina, jefa de la Falange; la marquesa de la Garantía; Josefa Gó-
mez; señora de Aranda; presidenta de las Margaritas Tradicionalis-
tas... Entre ellas surgió una simpática competitividad, alardeando de
gallarda persuasión en la urgencia recaudatoria: “Sentimos pediros
un esfuerzo más, pero ¿qué podemos hacer? Nuestros soldados, en
particular, nuestros moros, necesitan mucho mimo para no herir
susceptibilidades cuando se creen preteridos en el reparto y hay
que quitarles el enfado con paciencia y ofreciéndoles cuanto piden.
¡Cuánto les gustan los pijamas de franela! En son agradecido nos
responden jubilosos: Yo querer matar musos rosos...”
No lejos del comandante Baturone Colombo, convaleciente en el
Hospital Militar de las heridas sufridas en Castro del Rey, yace Ali
Hassam, quien asiste al dechado de regalos que a aquél hacen a dia-

175
rio. De rebote le premian con unas fruslerías, ropas y suaves pijamas
de franela. No saben que su herida de guerra es una herida abierta,
mal curada, producida anteriormente mientras forzaba a una joven
gaditana en la entonces relojería Rendón, hoy relojería alemana y
escaparate de los aderezos rifados…
A la mesa presidida por doña Carmen Varela Iglesias se acercó el
italiano Pedro Fallini, acompañado del camisa negra Nicolás Mar-
tino Vigorito y otros súbditos de aquel país, quien patentizó con
embelecos su fama de galán, mostrándose encaprichado con la vis-
tosa peineta que en su insigne testa lucía aquella dama, la cual no
mostró reparos en regalársela, merecimiento indiscutible tratándose
de un ciudadano de aquella nación hermana, componiéndoselas, de
paso, para que no fuera exigua su aportación.
Ayer publicaron la recaudación final, suma de todas las mesas,
9.590 pts., descontado el gasto de 305 pts. en cintas y alfileres; todo
un éxito. En adelante, habrán de perpetuar esta labor sin su principal
patrocinadora.
Doña Carmen Sevilla ha asumido con abnegación el nuevo destino
de su marido, si bien, a tenor de lo mal que encaja los catarros, el
frío burgalés se lo va a hacer pasar canutas. La digna esposa descifra
a la perfección el entrelazado de miradas de sus compañeras, por lo
que, fiel a su marital proteccionismo, susurra al oído del general la
inconveniencia de asomarse al balcón y exponerse al frío exterior.
Mas como interprete acertadamente el mohín enfadoso en respuesta,
opta al punto por buscar algún género de prenda paliativa, encon-
trándole, sin grandes dificultades, gracias a las cooperantes en el su-
sodicho Ropero del Soldado, una bufanda.
El reconocimiento del pueblo no puede ni debe desatenderse, la sa-
lutación de López-Pinto, una vez ha salido al balcón, incide en la
encarecida petición de ruegos al Altísimo para que le ilumine y asis-
ta en su camino; así también, a la Virgen del Rosario, a la de la
Palma y demás patronos; véase que la providencia ha traído este frío
para que se vaya aclimatando a su nuevo destino. Tal efusión reli-
giosa obedece sin duda a la presencia en el balcón del prelado de la
diócesis y canónigo de la S.I. Catedral Rafael Aubray, quien queda
altamente satisfecho, como lo queda el mismo pueblo, que le nota

176
unas lágrimas, atribuyéndoselas a la emoción de la despedida en vez
de a un proceso catarral. Cierra la breve intervención con nasales y
moqueantes vivas y abrazos a todos los gaditanos en las personas
del prelado y, especialmente, el alcalde, a lo cual Ramón de Carran-
za se presta abalanzando su corpachón y estrechándolo apretada-
mente tantas veces como el pueblo lo reclama.
Como era natural, toma este la palabra para agradecer públicamen-
te su afecto y desvelo, en la seguridad de que no decaerá y por ello
espera interceda siempre en favor de Cádiz para cualquier cosa que
le afecte y entre las altas instancias se decida; confía en que, de al-
gún modo, sea portavoz de la valía de este pueblo allá donde le des-
tinen; como Waterloo precipitó el fin de Napoleón, así Cádiz detuvo
el avance del marxismo mundial. Rusia no anhelaba las riquezas de
este país, ni su sumisión, sino la situación estratégica del estrecho de
Gibraltar y sus bases navales. De haber triunfado el marxismo en
Cádiz, se habría desatado una guerra mundial. La intervención del
general López-Pinto, de Varela, de Queipo de Llano..., la ha alejado
muchos años.
El pueblo de Cádiz es devoto entusiasta de la grandilocuencia de
Ramón de Carranza y por eso eleva un clamor unánime. A conti-
nuación, como una sola garganta, entona el himno de la Falange, al
que acompañan, escrupulosamente cuadrados y los brazos alzados a
la romana, cuantos ocupan el balcón, incluidos López-Pinto y el
prelado catedralicio. Las damas, en el interior, no han dado reposo a
la lengua, y ello por la incertidumbre ante lo que pueda pasar con el
Ropero del Soldado. Es cierto que seguirá su curso; solo que la pre-
sidencia la ocupará en adelante doña María Campuzano de Varela
Valverde, quien, como finalmente se ha comprobado, no ha venido.
Emulando a su esposo, no se ha presentado.
El gobernador civil, acompañado por un poderoso séquito com-
puesto por Joaquín Lahera, el comisario Adolfo de la Calle y el te-
niente de la Guardia Civil Vicente González se ha marchado al
Puerto de Santa María a cumplimentar un par de actos banales, sus-
trayéndose al homenaje de despedida de López-Pinto. Ni siquiera
ayer se paró a considerar la veracidad del todavía rumor de su tras-
lado a un destino de mayor relevancia (quizás lo nombrasen general

177
divisionario tal como había apuntado su secretario el comandante de
artillería Warletta) durante los actos de celebración del día de la pa-
trona de infantería, por cierto, donde el general debió agarrar tan
tremendo constipado. No hay un hecho concreto que marque el ori-
gen de su recíproca antipatía, acaso aquellas primeras órdenes de
traslado con las cuales facilitaba el tránsito a mejor vida de quienes
confiaban en la correcta aplicación de la justicia. Eduardo Varela
Valverde no inspira un monumento de homenaje al ejército y, sin
embargo, aunque le pese a Carranza y al propio general, su extermi-
nio de los rojos en Cádiz está siendo más eficaz que cualquier otra
medida. Deja franco el paso para que ellos puedan acudir a uno u
otro acto a desbrozar sus elocuentes discursos. Realiza el trabajo su-
cio que nadie quiere asumir. Mientras aquél visitaba un buen día la
cárcel del Puerto de Santa María para apoyar a los funcionarios y
discursear a los presos sobre la reparación de sus delitos con arre-
pentimiento y confianza en el nuevo régimen, este, presentándose a
continuación, demandaba solapadamente de los funcionarios menos
obstrucción a las sacas que vienen realizándose.
Doña María Campuzano de Varela Valverde representa lo que el
sentir de su marido y por ello su enfoque de la actividad del Ropero
del Soldado rodará paulatinamente desde la imploración a la exi-
gencia. Quienes no se vuelquen en sus actividades o las rehúyan, se-
rán considerados simpatizantes de los rojos. Ha nacido una nueva
fórmula recaudatoria: las multas por defraudar lo ahorrado durante
los días del Plato Único; por manipular la relación de extranjeros
hospedados en los hoteles; por abordar los niños a los soldados para
pedirles dinero o tabaco; por jugar a la peonza en la vía pública;
por... La nueva estrategia del Ropero del Soldado aprovechará la
amenaza de este estipendio adicional para obtener nuevos ingresos...
El himno de la Falange concluye. Como si en su anterior interven-
ción hubiera descuidado imperdonablemente hacer mención más
elocuente del general Varela, López-Pinto grita ahora vivas y glo-
rias al eminentísimo salvador de Cádiz. De vuelta en los templados
salones del Gobierno Militar es asaltado con renovadas muestras de
afecto. A doña Carmen la premian con un colorido ramo de flores.
En la calle sigue el griterío y, por último, un improvisado desfile de

178
las fuerzas milicianas y falangistas que, esta vez sí, divisa el general
desde las vidrieras, sin exponerse al frío.
No ha olvidado López-Pinto a su admirado general, ha demandado
del pueblo tantos vivas como le dispensaban a él. Allá en el frente
de Madrid ha suspendido el avance por órdenes del Generalísimo,
ha apuntalado la cuña abierta en la Ciudad Universitaria, para obli-
gar al enemigo a no descuidar su contención, a pesar del sacrificio
de hombres que ello supone. Las últimas acometidas han fracasado,
el asalto a la cárcel Modelo iba precedido de fuego de artillería para
señalar a la aviación el objetivo, los 30 Junkers marraron el tiro,
descargando sobre las propias fuerzas, causando más de 60 bajas.
No sabe López-Pinto qué le reserva Franco, si luchar al lado de Va-
rela (nada le gustaría más), como hiciera modestamente en esta ciu-
dad, o mandar una división. Por cierto, aquí no han de quedar
enemigos del valeroso general, la gratitud del pueblo ha de ser uná-
nime, ha recorrido con la mirada los apretados rostros concentrados
afuera, el alma asomaba a las gargantas, los ojos destellaban un bri-
llo especial, los envolvía un aura de esplendor.
Cádiz engendra héroes, personajes formidables capaces de resuci-
tar un país, por eso, está seguro de ello, nadie desaprueba las muer-
tes de quienes una vez atentaron contra él. Ambrosio García Banca-
lero y Andrés Fernando Macías lo intentaron en el año 31. El prime-
ro recibió su merecido el veinticuatro de septiembre, en las inme-
diaciones de la plaza de toros; el segundo antes de ayer, en el mismo
lugar. La versión oficial cuenta que Andrés se hizo el muerto para
atraerse la atención del general y sus acompañantes mientras ins-
peccionaban la horquilla de las calles Santo Domingo y Sopranis. El
muerto vivo, como le tachan por este hecho, se enderezó y salió hu-
yendo cuando los consideró suficientemente cerca. Entonces inter-
vino Ambrosio, quien, apostado en una esquina, accionó su arma. El
atentado resultó fallido. Sólo el teniente Riaño resultó herido leve:
la bala que en principio se pensó le había atravesado la pantorrilla,
tan sólo le hubo golpeado.
La misma invisible coraza que protegió al general en África evitó
su muerte cuando entonces ostentaba el rango de coronel y mandaba
el Regimiento de Infantería nº 33. Estaba destinado a realizar gran-

179
des hazañas y por eso todo plan ruin y traicionero había de fracasar.
Al principio incluso se dijo que el propio muerto vivo escondía bajo
el cuerpo el arma que fue disparada conforme se ponía en pie. Tam-
bién que Ambrosio acechaba a menos de diez metros de distancia,
haciendo mofa de la falta de puntería, aun disparando a quemarropa.
Olvidando los detalles, los años han acrecido la leyenda, en sintonía
con la vileza de unos terroristas que diseñaron alevosamente un plan
premeditado.
El día del alzamiento firmaron retroactivamente su sentencia de
muerte. El jefe de Orden Público y comisario de Vigilancia Adolfo
de la Calle zanjó el asunto cuando entró a destajo con sus hombres
en el domicilio de una profesora de partos en el Puerto de Santa Ma-
ría el día 30 de noviembre, prendiendo al muerto vivo, que esta vez
no se lo hizo. Ocho días después amanecía acribillado en los alrede-
dores de la plaza de Toros de Cádiz. Ambrosio le hubo precedido
dos meses. Aquellos dos hijos infames del honrado pueblo de Cádiz
abandonaron la existencia.
Sin embargo, los hechos pudieran elaborarse un poco más. Corría
el mes de octubre de 1931, habían transcurrido seis meses desde la
proclamación de la República. Los conductos para admitir una
huelga estaban claramente definidos, por lo que la presentación de
la convocatoria al gobernador civil Gabriel González Taltabull se
ajustó a los requisitos y quedó admitida. La motivaba el elevado
precio de las subsistencias y de los alquileres, que hacía precaria la
vida, sin que pudieran remediarlo los sueldos. No estaba previsto
que fuera una huelga general, más bien afectaba fundamentalmente
al personal obrero de las distintas factorías. Algunos piquetes co-
menzaron a ejercer presión, el mercado de Abastos se vio obligado a
detener su actividad, a pesar de que las fuerzas de orden público ve-
laban por el normal discurrir ciudadano. Hacia los tranvías había
malestar por su funcionamiento, los ánimos se enardecieron y aca-
baron estorbándoles el paso, cuando no, en San Juan de Dios, vol-
cando uno. Los tranviarios decidieron interrumpir el servicio. Los
más exaltados arrojaron piedras desde las azoteas, yendo a concen-
trarse en el barrio de Santa María, según las fuerzas de seguridad
respondían a tiros. El gobernador civil solicitó al mediodía la cola-

180
boración del ejército, no fuera que los descontrolados acabasen por
arruinar el sosiego ciudadano.
El coronel Varela, acompañado de su ayudante el teniente Riaño,
se dispuso a inspeccionar los alrededores del Barrio de Santa María,
no sin antes de salir ordenar que apostaran una ametralladora en la
torre de Puerta Tierra y prepararan un batallón para rodear dicho ba-
rrio. A la altura de la horquilla de Santo Domingo, unos guardias ci-
viles intercambiaban disparos con un grupo de aquellos exaltados.
El coronel Varela ordenó el alto el fuego al divisar a un hombre
caído al principio de la calle Sopranis, quizás malherido, adentrán-
dose temerariamente en esta zona del barrio, conociéndose el ace-
cho desde las azoteas. Andrés se había arrojado al suelo al quedar al
descubierto para protegerse del fuego cruzado, lanzándose a correr
cuando notó que se detenía. Los compañeros dispararon desde los
parapetos sus precarias armas, la mayoría cascotes, ahuyentando a
aquellos desconocidos uniformados que desafiaron al barrio con su
acercamiento desinhibido. El teniente Riaño lo hizo cojeando. La
ametralladora obró oportunísimos estragos desde su privilegiado al-
tozano. El batallón acabó anulando las correrías, visitando el gober-
nador la zona a la noche, ya pacificada, de donde no se detuvo a na-
die durante los registros domiciliarios. Hubo heridos, entre ellos al-
gún niño, que se cruzó en el camino de los soldados. Y otros más
que no acudieron a los hospitales y ambulatorios por miedo a ser de-
tenidos por alborotadores.
La leyenda del atentado en el que salió ileso el general Varela se
gestó de inmediato y engordó con los años, conforme se obviaron
las circunstancias sociales que lo rodearon y se nominó a los auto-
res. Lejos quedaba de un plan preconcebido que acabó frustrándose.
Muy distinto era del que se había perpetrado en el Teatro Las Cor-
tes de San Fernando en el año 33, al desbaratarse a tiros un mitin fa-
langista. A José Antonio Primo de Rivera le valió el reconocimiento
de joven valeroso al salir corriendo tras los asaltantes, a uno de los
cuales detuvieron hace un mes, perdonándole la vida. Lo mitos se
construyen con criminales que fracasan, que yerran, y luego pagan
por su intento de querer desmontarlos.

181
La jornada comienza a ser agotadora. El general López-Pinto es
absorbido por el concurso de damas y autoridades varias que se des-
piden después de que afuera se haya dispersado la muchedumbre.
No dejan de aparecer otras nuevas que le impiden marchar y no se
conforman con firmar los pliegos colocados al efecto en la entrada
del edificio o dejar tarjeta afectuosa de visita. Definitivamente hoy
no partirá hacia Burgos, el catarro es colosal, en menuda hora vino a
cogerlo.

182
22 DICIEMBRE 1936

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DESEMBARCO ITALIANO

La llegada de tres mil camisas negras a Cádiz, con toda su impe-


dimenta, armamento incluido, es alto secreto. Partieron de Nápoles
en el buque Sicilia hace cuatro días, la travesía ha sido tranquila,
distendida, durante el atraque entonaron el himno patriótico
Giuvvenezza, haciéndose notar, en desacuerdo con las precauciones
para contribuir a su invisibilidad tomadas por las autoridades loca-
les. Una patrulla de flechas hacía instrucción en el paseo Canalejas
en un esforzado y generoso intento por parecer disciplinados, imper-
térritos, aguerridos, en definitiva, mayores, para pronto licenciarse y
combatir por la causa, cuando escucharon aquel alborozado cántico
y el posterior repique de las botas claveteadas sobre el muelle, recu-
perando el duende de los niños, rompiendo filas y corriendo a la
desbandada hacia el lugar.
El pacto de no intervención firmado por las potencias extrajeras es
soslayado, pues, por un lado, la diplomacia vierte sobre el papel sus
propias y enrevesadas componendas a fin de marear la perdiz de la
neutralidad y, por otro, siempre cabe alegar que primero lo incum-
plieron los otros. Lo cierto es que el Duce viene rebosando camara-
dería y generosidad, el conde Ciano ha delegado en su secretario Fi-
lippo Anfuso los entresijos de una ayuda pactada con Franco, que
jovial y descaradamente considera irrenunciable, más cuanto la con-
cede a crédito (no como el Führer, que hoy mismo, en la cancillería
del Reich, ha lanzado una filípica contra un subalterno como no se
asegure de que la contrapartida sea inmediata a través de la Hisma
marroquí y la explotación minera de Río Tinto), y necesaria para
inocular en la contienda la ideología fascista y su pareja dosis de
casta y sacrificio.
El afán de notoriedad italianos contrasta con las precauciones de
las autoridades locales para preservar el secreto de su presencia en
Cádiz y que no trascienda a nivel internacional. La menor indiscre-
ción perturbaría su contribución al movimiento libertador. Pareja-
mente intentan no traicionar su exquisita hospitalidad hacia quienes
vienen a tierra extrajera a derramar su sangre, obedeciendo sin re-
chistar la puesta a su disposición de unas mil viviendas para brindar-

185
les caluroso y provisional acomodo, cuando no cómodos lechos de
borra que los vecinos han ido acercando a los cuarteles, previa mar-
cación de los largueros y cabezales con sus nombres para poste-
riormente recuperarlos. Por un lado, está prohibido un recibimiento
jubiloso, ni siquiera franquear la barrera impuesta por la Guardia
Municipal para curiosear por el muelle, no digamos traer máquinas
fotográficas, so pena de ser arrestados y conducidos a comisaría ba-
jo sospecha de espías y traidores; por otro, hay que prestar (a quie-
nes les haya tocado en prenda) voluntariamente su domicilio para
albergar por una noche a dos o tres de estos camisas negras. Des-
concierta la doble indicación, uno: disimulen, ignórenlos, hagan
como que no los han visto desembarcar, no han escuchado los cánti-
cos, no han advertido los saludos, los aspavientos, las risas histrió-
nicas, las interjecciones musicadas; dos: prepárenles acomodo en
sus hogares, según la distribución domiciliaria ordenada al efecto
por el jefe de la Guardia Municipal Luis Machuca.
No habilitaron una nave o la plaza de Toros (quizás a la noche los
sobresaltase algún disparo), no por la premura, pues tuvieron noticia
de la llegada el día antes, sino porque la idiosincrasia de este pueblo
no les permitía desentenderse; si hubieran de desalojar las propias
casas para hospedarlos, lo harían, y si no acuden en masa a darles la
bienvenida es porque el gobernador civil Eduardo Varela Valverde,
conminado por la autoridad militar (aquí no pinta nada el goberna-
dor militar, coronel Juan Herrera, sustituto de López-Pinto), así lo
ha dispuesto. Ni siquiera las autoridades acuden de forma oficial, lo
cual contraría al general Mario Roatta, flanqueado por el general
Edmondo Rossi, comandante de esta I Brigada Voluntaria Italiana
(abastecida por la Milizia Voluntaria Sicurezza Nacionale), y el vi-
cecomandante, coronel Giovanni Bocchio, quien tras el monóculo
inspecciona un horizonte triste y deslucido, salvo por una chiquille-
ría escrupulosamente uniformada que es rápidamente reconducida
por su jefe de instrucción y azuzada para alejarse con primoroso pa-
so exhibicionista a fin de ganarse un futuro en cualquier contienda
basada en la expurgación del odioso enemigo. Mario Roatta no lo
concibe, incluso da en acallar la reanudación de los cánticos. Al

186
embajador Silvio Dellephiani y a Vigoritto, que le reciben al pie de
la escalinata, muestra su descontento.
Martínez del Cerro representa a la alcaldía y, notando el enojo,
piensa que no saben cómo contentar a los italianos. Hace solo un
mes, al poco del reconocimiento oficial del gobierno de Burgos, pa-
só por aquí, de camino a Burgos, el recién designado embajador
conde Ciutti. El despliegue de autoridades locales fue mayúsculo,
entre ellos había dos de los más relamidos y gallardos expertos en
postín gallináceo y discurso adulador, Ramón de Carranza y José
López-Pinto, hoy ausentes. La notable decepción creció conforme,
mirándose interrogantes, pasaba el tiempo sin que el embajador
abandonase el buque que le había traído, fondeado en la bahía, no
lejos del Canarias y el Almirante Cervera. No partía del crucero Ve-
razano, comandado por el príncipe Catano Gonzaga, ninguna lancha
que lo trajese hasta el muelle y lo pusiese a merced de las efusiones
de gratitud que le habían preparado y de las visitas guiadas a los
monumentos artísticos y del opíparo almuerzo con exquisiteces de
la tierra. A la sazón, se aproximó la lancha, pero sin el personaje en
cuestión, lo que frustró a la expectante banda de música. Venía un
agregado de la embajada, quien comunicó el deseo del embajador de
permanecer en el barco, de almorzar inclusive, hasta el momento de
llegar de Sevilla el señor Oliván, miembro del Gabinete Diplomáti-
co de Franco, y de partir con él en el vehículo oficial al efecto. No
habiendo alternativa, una representación formada por el general Ló-
pez-Pinto, su secretario Warletta, el jefe de Estado Mayor Jaime
Puig, el cónsul Silvio Dellephiani y el conde de Spalletia cruzó la
bahía en aquella lancha para presentarle sus respetos y, al volver,
participar públicamente, de su parte, los generosos halagos dispen-
sados al pueblo de Cádiz, lo que, por más que lo adornasen, no mi-
tigó la sensación general de que los habían dejado plantados. El em-
bajador no se prestó, pues, a ceremonias, partiendo al inicio de la
tarde al presentarse el susodicho enviado de Franco. En cambio, pa-
ra revulsivo estomacal de Ramón de Carranza, en Sevilla (siempre
Sevilla, pugnando últimamente con hacerse con el Depósito Franco
y la línea aérea Roma-Cádiz de la Littorio) se prestó a todas las

187
formalidades: visitas a los monumentos, copiosos almuerzos, emoti-
vos discursos...
El general Mario Roatta hubiera preferido aquella recepción, y po-
siblemente la hubiese tenido de no precederle aquel ciezo desagra-
decido. Lleva ya tiempo en España, en septiembre supervisó en Vi-
go un desembarco parecido, allí había menos tropa y más material
de guerra: 150 militares al mando del capitán Fortuna, un cargamen-
to de carros Ansaldo, 38 cañones antitanque del 65, 25 mil proyecti-
les de artillería, 5 mil perforantes anticarro y cuatro estaciones de
radio. Poco a poco irá conformándose un cuerpo de ejército en tie-
rras españolas (nuevas partidas de material y tropa están previstas,
el conde Luca Pietro Marchi, al frente del Officio Spagna, dentro
del Ministerio Degli Affari Esteri, se encarga de gestionar la ayuda),
cuyo mando espera detentar. Tras pernoctar una noche en Cádiz, en-
filarán hacia Málaga, en camiones pesados, donde piensa aplicar la
guerra celere, anticipo de las victorias que espera cosechar.
Muchos italianos participan ya en brigadas mixtas, hace cuatro
días ha muerto el segundo jefe de legionarios, Mosca, en el frente de
Madrid. La legión extranjera de Millán Astray ha acogido bastantes,
incluidos oficiales. El teniente Vittorico Ceccherelli ha escrito el pa-
sado septiembre en su diario: “Esta guerra es la peor de todas las
guerras. No hay prisioneros: masacramos y destrozamos con una
simplicidad impresionantes”. Procede añadir a la contundencia de
las acciones y del castigo a los irredentos un poco de arte militar. La
combinación de ambos extremos, forma la sustancia de muchos de
sus generales. La intervención del conde Rossi en Mallorca fue de-
terminante para el triunfo local de los sublevados. Desgraciadamen-
te el juego diplomático ha visto conveniente apartarlo del teatro de
las operaciones para evitar que se piense en las pretensiones de es-
tablecer un enclave estratégico en el mediterráneo.
Varios carros blindados son desembarcados por una grúa, la opera-
ción es lenta, uno de los oficiales cuida entre aspavientos e interjec-
ciones de que maniobren con delicadeza, la ligera brisa de levante
parece oponerse, poner a prueba los nervios de los camisas negras.
Al menos a sus hombres les espera una noche confortable, le explica
Martínez del Cerro, que intenta mitigar el desengaño por la omisión

188
de ningún fasto. Después de tres noches padeciendo las estrecheces
del barco y previas a afrontar los rigores del campo de batalla dis-
frutarán de este interludio. Todo está organizado para procurarles un
ambiente familiar. Pasarán por los cuarteles y desde allí los guardias
municipales les acompañarán a los correspondientes domicilios. El
general Roatta frunce el entrecejo, queda medianamente convenci-
do.
Hace diez días el comisario Adolfo de la Calle clausuró los prostí-
bulos, remanente del régimen degenerado anterior, pródigo en libi-
dinosas costumbres. El nuevo orden repudia aquellas insanas expan-
siones, retomando los antiguos modos, la vieja moral, caída en
desuso, defenestrada en pro de la cacareada libertad que los precipi-
tó al caos. La castidad, la fidelidad, la pureza, la religiosidad... re-
conduce al rebaño desbandado. Pero ¿qué pasa cuando las tropas del
país amigo desdeñan aquellas rectitudes del espíritu y quieren trato
carnal antes de que una bala les convoque al juicio final? Los pocos
niños zascandileando en los barrios renuncian a darles indicaciones,
por doble motivo, uno: estar al tanto de la susodicha clausura; dos:
tener prohibido, bajo pena de multa, andar aceptando propinas por
sus servicios.
Cuando el general Roatta alcanza sus aposentos en la embajada de
la calle Antonio López, la confirmación de esta eventualidad no
puede menos que desencantarle: esta noche sus soldados no entona-
rán aquella pícara canción: “Io tengo una pistola color bianca y
verdi, qui siempre disparaba a la prima volta, pím, pam, pum, io
tengo una pistola carichate”.

A última hora de la tarde se realiza la distribución domiciliaria con


apenas contratiempos. Los vecinos, prevenidos, los reciben cumpli-
damente, con curiosidad y admiración, sin excesivo entusiasmo.
Hay murmuraciones cuando los ven pasar hacia sus destinos con la
escolta de cortesía, formada por uno o dos guardias municipales.
Las tardes que hay retreta, los alardes de marcialidad al son de
tambores y trompetas no les permiten olvidar, si es que lograran ha-
cerlo, unos, por participar del nuevo orden, otros, por temor a des-

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cubrirles un resquicio de apego al pasado, el extenso cuartel en que
se ha convertido la ciudad. Hoy no toca. Pero la amable distribución
de los camisas negras recuerda la nueva identidad de la ciudad.
Un incidente se registra en la calle Rafael de la Biseca. En el nú-
mero siete habían sido prevenidos para dar alojamiento a tres italia-
nos; sin embargo, nadie responde a las llamadas; no les abren la
puerta. Es extraño porque nadie en sus cabales les desatendería, más
cuanto antes habían sido seleccionados, habiendo dado el lugar por
válido. Dos opciones se les presentan a los guardias: echar la puerta
abajo o buscar un domicilio alternativo. Esta segunda resultaría
inapropiada por contemporizar con tamaña deslealtad, mientras
aquella primera provocaría un escándalo indigno de sus amigos. En
cualquier caso derribar la puerta no les compete, sin la autorización
de sus jefes. Hacen pesquisas entre los vecinos, quienes a su vez in-
terpelan a unos y otros. La insistencia de la llamada decae, los gol-
pes son cada vez más espaciados, ha oscurecido, no puede ser que
nadie habite la casa, ayer los vieron, han debido ausentarse para evi-
tar dar hospedaje a los italianos. Quizás es que son rojos, antipatrio-
tas, traidores. Finalmente corre un rumor verosímil: uno de los habi-
tantes amaneció recientemente fusilado en los alrededores de la pla-
za de toros; cabe pensar que el resto de la familia, abatida, indigna-
da, resentida..., haya cambiado provisionalmente de domicilio. Ha-
bían pensado que esta colaboración con la causa redundaría en be-
neficio del miembro familiar detenido, que habría supuesto un punto
a su favor, un peldaño en la complicada ascensión hacia el recono-
cimiento de su inocencia, una reivindicación de lo buenos ciudada-
nos que habían sido. Decepcionados al ser ejecutado, aterrorizados,
resentidos, han desaparecido, para reaparecer en un futuro incierto
que oscilará entre unas semanas o unos años.
Pietro Dorando, uno de los italianos, asumiendo su papel de invi-
tado desairado, considerando, si no justificada, sí plausible, la falta,
dado el tenor de los tiempos, entiende que pueda haber antipatías
entre la población, sufrimiento encubierto, forzada predisposición.
Los guardias municipales, después de discutirlo, resuelven que hay
que informar al señor Machuca. Sin embargo, Pietro arranca con
una divertida perorata. Exhibe su natural extrovertido, dicharachero,

190
amistoso, desmiente la severidad de los fascistas. A pesar de que
ninguno de los numerosos vecinos entiende una palabra, la musica-
lidad del habla, los amplios ademanes, el rostro abierto y sincero,
las bailarinas cejas, los caracoleos de las manos, extendiendo y con-
trayendo los dedos como las varillas de un abanico, haciendo la
forma de un piñón y balanceándolo para enfatizar las frases o po-
sando la palma abierta sobre el pecho, para expresar de dónde nacen
sus ruegos, conjuran la tensión:
- No mala personalità, capito, solo pense in una notte tranquilo e
mañana partire, non ánimo di perturbare, sino di una gratta velada,
para presto dormire. Está molto cansatto del barco per la incomotitá
i la ruito della maquinaria notorna. Podé narrare la batalla della Abi-
sinia per procurare une dolce velada si queres entretenimientto.
Hasta los guardias agradecen esta intervención que relaja la tensa
espera, como si el improvisado corro vecinal hubiese tenido el obje-
tivo de reunir una tertulia amigable que diluyese la trascendencia de
los tiempos que corren. No tarda en concitar simpatías, tanto así que
al fin un vecino les ofrece su casa, por una noche, no se hable más.
Pedro Messia piensa que no está de más evitar que este pequeño
percance degenere y se convierta, como hagan aparición los falan-
gistas, en otra noche de zozobra. Los guardias municipales no ponen
objeción. Ya acomodados en casa, la locuacidad de Pietro Dorando
no aminora, al contrario, la presencia de la joven Julia la incentiva,
y no porque ella se interese manifiestamente por lo que habla, pues
se muestra callada, discreta y comedida, en consonancia con las
atenciones que ha de dispensar a unos invitados como aquellos; no
le interroga, aunque le gustaría hacerlo; no muestra curiosidad, aun-
que la tiene; parece no seguir el hilo del discurso, pero escucha aten-
tamente. El interlocutor pretende ser el padre, la cordialidad resulta
del agradecimiento al gesto que ha tenido con él y sus compañeros.
Pedro Messia presta atención con semblante taciturno, sin entender
mucho, anda cansado, quisiera terminar, zanjar el día, desearle un
buen descanso con tal de no prolongar la aburrida escucha. Sin em-
bargo, Pietro lo necesita para dirigirse indirectamente a Julia. En-
tiende, de las rutinarias preguntas que aquél desliza, que no le sigue
el discurso, son preguntas desatinadas, las hace con pretensión de

191
encajar en el contexto del relato, pero no acierta. No importa, Pietro
hábilmente las redirecciona, previo halago de su perspicacia, a fin
de recrearse aún más y acaparar la solapada atención de la hija. En
ella observa el potencial de la adolescencia, las líneas tiernas, blan-
das, inacabadas, ansiosas de cristalizar, de cuajar en una belleza
madura, penetrante, rústica. Sin que desfallezca la verborrea, la re-
toca con la imaginación hasta añadirle uno o dos años, suficientes
para culminar el desarrollo de su belleza, en la que persistirá algu-
nos años. Las miradas de reojo, la instantánea tensión de las comisu-
ras de los labios dejando escapar una imperceptible sonrisa, le per-
suaden de que ha cautivado su atención.
Reaviva el discurso, si bien, después de explayarse en las delicio-
sas aventuras que le ocasionó participar en la toma de Addis Abbe-
ba, último reducto de resistencia en Abisinia, y después de pintar la
entrada triunfal, pletórica de marcial ostentación, de exagerar los
rasgos exóticos y apabullantes del paisaje africano, de recrear el
paulatino acercamiento a una gente encantadoramente enigmática,
etc., rectifica, con la voluptuosidad y desenfado que inspira la ju-
ventud, para reconocer que él nunca estuvo allí, que no ha sido pro-
tagonista de aquellas aventuras, sino más bien un conocido suyo de
Calabria. Conjura el engaño con la risa, la que secundan los compa-
ñeros, aplaudiendo su capacidad de fantasear, usurpando aquella
experiencia. Pedro Messia aprueba adormilado estas licencias, si
bien no logra discernir muy claramente lo que ha quedado como in-
vención y lo que como realidad. Como Pietro no desea que tras sin-
cerarse la preciosa joven quede desencantada, reanuda el discurso
con que tales cuentos le animaron a incorporarse a la milicia, al des-
pertar su afán de aventura, de viajar a otros países, de conocer otras
gentes, otras culturas.... Roza las motivaciones ideológicas, pero
queda claro que no son la razón principal de su alistamiento. Ade-
más ha abandonado un entorno de vida rústica indeseable a la que se
veía abocado de permanecer en Calabria. Ello no significa que haya
olvidado a sus padres, sobre todo a su madre. Precisamente en el
trayecto en barco le ha escrito una carta, que inopinadamente rescata
de la mochila y la adelanta para que la lean. Pedro Messia queda
desconcertado, no sabe qué hacer ante la inusual petición, la toma

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de la afable mano dubitativamente. Ante tal insistencia la traslada a
Julia, lo que, por el encarecimiento del italiano, parece satisfacerle
aún más. Julia no entiende bien lo escrito, la lee para sus adentros.
Pietro la observa, la estudia, es como si aquellos límpidos ojos le
acariciaran al deslizarse por los renglones. Es la primera carta escri-
ta en su vida y le maravilla poder compartirla con aquella preciosi-
dad. Julia quiere devolvérsela tras acabarla, juzgando así lo poco
que le ha sido inteligible:
- Muy bonita.
Pietro le ruega quedársela para que la envíe ella misma.
- Por favore, bela senorina. Mañana non disponere di tempo.
Para cubrir los gastos del correo deposita sobre la mesa un par de
liras. Por último, acaba por ocurrírsele una idea que, para pronun-
ciarla, le tiemblan todas las fibras del cuerpo:
- Por favore, sea la mía madrina della guerra.
El rotundo carraspeo de Pedro Messia desbarata la solemnidad de
la petición y recuerda la urgencia de retirarse a sus aposentos en
previsión de la dura jornada que les espera mañana.

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194
26 DICIEMBRE 1936

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EL TRIUNFO DE LA VOLUNTAD

El Gran Teatro Falla está nutrido de personalidades. No falta nadie


de las locales, civiles y militares, incluidos cónsules y otros miem-
bros de las embajadas alemana, italiana, portuguesa, danesa... Del
palco de autoridades penden los pabellones de estas naciones. La
bandera alemana con la esvástica viene a cobrar especial significa-
ción porque a continuación va a aparecer una y otra vez: en los bra-
zaletes de las S.S., en los pendones de las escuadras de las S.A., en
los estandartes que enmarcan la tribuna de oradores. Pero antes de
proyectarse El Triunfo de la Voluntad, el jefe local de la Falange,
Joaquín Lahera, abandona el palco en dirección al escenario, donde
se dispone a pronunciar unas palabras de presentación.
En todos ha quedado una impresión unánime sobre el anterior do-
cumental: El Enemigo Mundial Número Uno, la aversión común al
comunismo. El recorrido histórico ha revelado su perfidia destructi-
va, la degeneración de aquellos alienados, su envenenamiento me-
tamorfoseador de las personas decentes. El gobernador civil Eduar-
do Varela Valverde no deja de contemplar a diario los síntomas del
mortal veneno, cuya erradicación solo es viable con la aniquilación
del apestado. Mucho le pesa haber consentido en la muerte del tra-
bajador Pedro Martínez Zambrano, mas su mismo comportamiento
arrogante en el patíbulo demostró hasta qué punto estaba atacado de
aquella peste: levantando el puño crispado, gritó desgarradora y po-
sesivamente: ¡UHP! Tras la descarga, del cuerpo yerto emanaron ta-
les efluvios que parecían dispersar el veneno y liberar el alma.
Por fortuna, ha estallado el movimiento libertador para contener
aquella lacra. El cónsul alemán Richard Classen y el italiano Silvio
Dellephiani representan aquellas naciones visionarias que desplega-
ron anticipadamente los mecanismos idóneos para contrarrestarla y
combatirla. La anterior proyección da la medida de su acierto en
reaccionar, así como la que viene a continuación del esplendor,
fuerza y suma de voluntades necesarios para oponérsele. No son
ideólogos del fascismo el gobernador militar Juan Herrera, ni el co-
mandante de marina Salvador Nogal, ni el gestor municipal Francis-
co Sánchez Cossío, que acompaña al alcalde Ramón de Carranza;

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no sustentan la ideología del movimiento libertador sino en los fle-
cos: orden, repudio del caos y la subversión, etcétera; lo hacen los
falangistas; por eso la sesión cinematográfica es en su homenaje y
beneficio y aquí están para asimilar un poco mejor los fundamentos
de los cuerpos homónimos de las otras naciones. El oficial de Re-
quetés José María Cabeza descansa sus ideales en la tradición cató-
lica-guerrera que antaño deparó grandezas, la restitución de aquel
imperio colonial es su sueño presente, ajustado a las nuevas circuns-
tancias. Hay diferencias que los alejan de los falangistas, pero solos
no pueden marchar. De acuerdo a su idiosincrasia Fal Conde ha pre-
tendido militarizar los Requetés, fundar una academia que los equi-
pare a soldados y oficiales del ejército, la noticia saltó hace un mes,
celebrándose con júbilo, sólo quedaba el consentimiento del Gene-
ralísimo, lo que no habría de faltar a tenor del sacrificio de sus
miembros en el frente. Sin embargo, Fal Conde ha sido discreta-
mente enviado a Lisboa, donde ya andaba desprovisto de protago-
nismo el antiguo líder cedista Gil Robles, y aquella iniciativa suya
adormecida.
No es que haya predilección por la Falange, tampoco aquí hay he-
gemonía en la cúpula tras la muerte de José Antonio Primo de Rive-
ra. Es que representa el fascismo que tanto conviene, a la vista de la
colaboración con aquellas naciones hermanas. El antiguo líder y
fundador, muerto en Alicante, había viajado a Alemania en los
tiempos en que Leni Riefenstahl hacía los preparativos para filmar
el Congreso de Nürenberg que está a punto de proyectarse. La afini-
dad ideológica con el nacionalsocialismo, su interés por conocer la
trayectoria seguida por Hitler en la consecución de la renovación
nacional, por asimilar la organización y cometidos de las S.S. y
S.A., a las que profesaba gran admiración, la posibilidad de obtener
financiación, habiéndose anticipado la señora Peage, le impulsaron
a viajar, sometiéndose a cierta discreción propagandística, no reci-
biendo, por tanto, una invitación oficial de parte de la embajada
alemana en Madrid (a pesar de los continuos elogios a su labor y
persona del embajador Welczeck), sí una privada del ex represen-
tante de la Lufthansa Ludwig von Winterfeldt.

198
Los Requetés no están en la órbita ideológica del fascismo, aunque
sí coinciden en la causa común anticomunista. Por eso los gestos de
hermanamiento, más cuanto el Generalísimo no se decanta por uno
u otro cuerpo, no huelgan, y ayer mismo en Cádiz se celebró en el
cuartel de la plaza Argüelles una merienda para los pelayos y fle-
chas. El capitán de Requeté José María Cabeza cursó la invitación al
jefe de la Falange Julián Dorado, que acudió con una cuadrilla de
flechas, pertinentemente uniformada, capitaneada por su instructor
Joaquín Bish. Hubo dulces y confituras navideñas, de las que dieron
cuenta unos y otros con avidez contenida y delectación soldadesca.
En ocasiones así la disciplina aprehendida se desvanece en pugna
por aquellos tesoros, tasándose el valor de los bandos por las canti-
dades arrampladas. La manzanilla sanluqueña en la sala de Bandera
quedó fuera del alcance de sus pequeños gaznates. Los discursos de
José Mª Cabeza y de Julián Dorado no por manidos desmerecieron
su capacidad de fascinación con lo que el desfile final por las calles,
precedidos de la apabullante banda de música, lo resolvieron con
genial altivez de tripas ahítas.
Hoy los mayores comparten palco, convencidos de que el futuro
está asegurado, la cantera nutrida, más cuanto las madres de dudosa
filiación en el pasado han obrado cuerdamente apuntando a sus hi-
jos. El número de flechas y pelayos ha crecido en los últimos tiem-
pos. Para mañana hay otra fiesta: en el Colegio Alemán, sito en la
calle Fernán Caballero. El director Michael Eckert ha invitado a
aquellos instructores por si desean imbuirse del nuevo fenómeno
cultural alemán, aunque sea a través de la pequeña muestra que su-
pone su particular celebración de la Navidad. Habrá recitaciones y
cánticos. La proyección de ahora no deja de ser otra incursión en el
acervo de una nación que ha sabido florecer con clarividencia y rec-
titud y cuyo ejemplo es digno de emular.
Joaquín Lahera ya está en el escenario. Dirige al público las si-
guientes palabras:
“Excelentísimas autoridades, señoras, camaradas todos. Solamen-
te unas palabras antes de la proyección del Congreso Nacional So-
cialista de Nüremberg o El Triunfo de la Voluntad. Palabras que
sirvan de preparación y para mejor comprensión de lo que vamos a

199
ver... En las últimas escenas de El Enemigo Público Número Uno
acabamos de ver la importancia y potencia de nuestro común
enemigo: el Comunismo. El Congreso de Nüremberg es precisa-
mente la manifestación más completa y perfecta de la voluntad de
un pueblo: Alemania, que no está dispuesto a dejarse esclavizar por
la tiranía roja. No vamos, pues, a presenciar una película divertida:
estamos en guerra. Se trata de una película de propaganda y edu-
cación. Su valor pedagógico es inmenso para todos; y mucho más
para nosotros en estos momentos de reconstrucción nacional. Sólo
dos consignas hacen el milagro de lo que vamos a presenciar: Or-
ganización y Disciplina. Con estas consignas, tres hombres en Eu-
ropa: Hitler, Mussolini y Franco lucharon contra el Comunismo.
Dos de ellos lo vencieron largo tiempo ha. El tercero lo vencerá
Dios mediante. Pero igual entonces –cuando vengan los tiempos de
victoria y de paz– que ahora, en tiempos de lucha, España entera, y
sobre todo nosotros los de la Falange Española, ha de reclamar un
puesto de honor en el recuerdo para aquel que, ausente hoy –José
Antonio Primo de Rivera– supo, con visión profética, atisbar el pe-
ligro comunista y dar el pecho con nuestras primeras escuadras en
la lucha que hoy culmina y que terminará con la victoria de la Es-
paña: Una, Grande y Libre. ¡ARRIBA ESPAÑA!”.
El teatro prorrumpe en una ovación unánime, no queda un rincón
sin estremecerse. Los ánimos están rabiosos por disfrutar de lo que
haya de venir. Joaquín Lahera regresa al palco de autoridades, don-
de es felicitado. Las luces se apagan, el teatro queda a oscuras y so-
bre un muro de piedra en la pantalla aparece un texto en alemán,
traducido con subtítulos:
“El 5 de septiembre de 1934... 20 años después del estallido de la
guerra mundial... 16 años después del inicio del renacimiento ale-
mán... Adolf Hitler voló otra vez a Nüremberg a inspeccionar las
columnas de sus fieles seguidores”.
Aparece un avión, cuyo suave ronroneo de motores hilvana la mú-
sica wagneriana que lo acompaña. La pantalla se convierte en la
ventana desde la que se divisan algodonosas nubes a los pies y la
propia sombra del aeroplano deslizándose por sus anfractuosidades.
Después de volar unos minutos de la única manera en que la mayo-

200
ría lo hará en sus vidas, el aeroplano sobrevuela la entrañable ciudad
alemana de Nürenberg, aterrizando en el aeropuerto. Contagiados
del mismo entusiasmo de la muchedumbre que aguarda, se desata
un atronador griterío entre el público cuando del avión se apea el
Führer. Sólo les faltan las banderitas para también aclamarlo en su
recorrido en coche, sobre el que, clavado de pies, ni un frenazo lo
desequilibra.
En esta tierra dada a las efusiones no podía faltar un acompaña-
miento estrepitoso a lo largo de toda la proyección, yendo incluso
más allá de la mera imitación del pueblo alemán, al prorrumpir en
vítores y aplausos en momentos de mayor solemnidad y ceremonia.
La apertura del Congreso la anuncia Rudolf Hess en el Lultpold
Arena. Le sigue toda la jerarquía del partido con imponentes discur-
sos que no hace falta entender: Josepg Goebbels, Alfred Rosenberg,
Hans Frank, Fritz Todt, Robert Ley, Julius Streicher...
Pero ninguno como el del Führer para desatar la euforia en el tea-
tro. En los siguientes discursos, ante la juventud hitleriana, presen-
tado por Daldur von Schirach, y la oficialidad del partido, a la luz de
las antorchas, el público permanece más atento a la enérgica gesti-
culación del líder alemán. Es un espectáculo visual y sonoro. El de-
rroche de facultades histriónicas consigue orquestarla de forma co-
losal, pareciendo la encarnación de un fenómeno portentoso, genui-
namente alemán. Es estremecimiento puro, volcán convulso gober-
nado por el clamor popular, caja de fuegos de artificio. Tal fascina-
ción causa que las mujeres se desposan espiritualmente con él, los
jóvenes fulguran con abnegación guerrera y los centuriones perfilan
el mentón protogermano seguros de convertirse en los leales ejecu-
tores de cualquier plan que aquél proyecte.
Todos los que en el palco de autoridades acostumbran a dar discur-
sos afrontan un espectáculo inaudito, no cautivan las palabras, a
menudo elementales, sino la recreación enérgica y gesticuladora que
las acompañan. Franco, ha dicho en su introducción Joaquín Lahera,
será quien juegue en España el papel del líder alemán, Dios median-
te. Pero ¿es un caudillo tal que asuma el carácter de una nación e in-
tuya su pulso como lo hace magistralmente el Führer? Más de cien
mil uniformados permanecen firmes, impertérritos, depuesta la vo-

201
luntad, mientras Hitler camina entre las anchas y largas filas, flan-
queado por Heinrich Himmler y Viktor Lutze. Todo es grandioso y
memorable: la ofrenda a los caídos en la gran guerra, el voto de leal-
tad de las S.A., el desfile final ante el Nüremberg Fravenkirche. Y
por supuesto, el discurso de cierre del congreso.
Hitler llama a las filas del partido, pues solo así demostrarán ser
los mejores, más fieles y genuinos alemanes. La multitud responde a
su mesiánico ruego con fórmulas dirigidas por Rudolf Hess. El tea-
tro también responde, articulando un alemán gaditanizado. En
Nüremberg cantan la Horst Wessel Lied. En el teatro, puestos en pie
y estirados los brazos, el himno de la Falange.

En el amplio vestíbulo, componiéndose las prendas de abrigo, las


autoridades demoran la despedida para intercambiar loables comen-
tarios sobre la obra documental recién vista. Piensan que es el resul-
tado de un exquisito trabajo del Ministerio de Propaganda, a cuyo
frente está Joseph Goebbels, digno de envidia para los verdaderos
españoles, que empequeñece la proyección en este mismo auditorio
hace veinte días del documento: Franco, Varela y Moscardó en To-
ledo.
El ínclito Hans Fonsaken, respaldado por el cónsul Richard Clas-
sen, aclara que no ha intervenido para nada el Ministerio de Propa-
ganda, ni siquiera Goebbels, sino solo la intuición visionaria y deci-
dida de Hitler, al confiar en el incipiente talento de la cineasta Leni
Reifenstahl. La obra maestra habla por sí misma, habiendo recogido
fielmente la poderosa y absorbente personalidad del Führer, capaz
de concitar voluntades y capitanear la ascensión de Alemania a pri-
mera potencia mundial. De alguna manera, han de reconocer los es-
pañoles, expone atrevidamente Fonsaken, las expectativas puestas
en Franco aún están por confirmar. El espíritu del movimiento no
está claro quién lo detenta, difuminándose entre los vanos despuntes
de requetés y falangistas. No hay un fundamento ideológico como el
que sustenta al partido nazi. En el ejército, brazo ejecutor de las as-
piraciones de Franco, no puede descansar, pues aquí prima la disci-
plina y sumisión castrense, para capitular de las ideas disolventes y

202
encomendarse a las consignas elementales sobre el honor y el sacri-
ficio. El mejor para aventarlas es Millán Astray. El rudo y emblemá-
tico militar enaltece desaforadamente a Hitler y Mussolini, mientras
el caudillo español simboliza aquel resurgir solo en el común sentir
anticomunista, antijudío, antimasónico, antianarquista y antitodo lo
que huela a rebeldía. Pero es preciso más. La película demuestra que
el pueblo alemán da la talla, porque Hitler la da, y así Alemania ha
logrado la proeza de restituir su peso en el mundo, a pesar de venir
de una derrota hace dieciséis años.
Los representantes locales están asombrados de la animada diser-
tación de Fonsaken, respaldada por la actitud aquiescente de Ri-
chard Classen. Es como si hubiese saltado de la pantalla uno de
aquellos vehementes oradores del Congreso de Nüremberg. El brillo
relampagueante de la despejada y ovalada frente les acuchilla. Le
imaginan en el plano cinematográfico, en un luminoso cuadro lleno
de destellos y penumbras, erguido en una tribuna, declamando en un
alemán cargado de exabruptos.
Eduardo Varela Valverde no considera insuficiente supeditarse a la
ingrata labor de hacer limpieza de los rojos. Insiste Fonsaken en que
incluso desempeñar esta labor requiere cierta exquisitez y finura,
como la que pudiera adquirirse con una adecuada instrucción, la im-
partida, por ejemplo, por la Gestapo.
Llegado a este punto se atreve a proponer que algunos jóvenes fa-
langistas acudan a Sevilla, donde Hans Stille, ayudante de Paul
Winzer, viene a pasar una temporada. Leandro Arcusa, que andaba
apartado del grupo por mero respeto de aquellas voces enjundiosas,
justo en este momento da un paso adelante, aventurando su disponi-
bilidad. Las autoridades permanecen en vilo, alrededor el público
abandona el teatro, queda demostrado que hay jóvenes valerosos
dispuestos a aprender las fórmulas más eficaces para llevar a buen
término el plan de renovación nacional. Hans Fonsaken golpea
amistosamente la espalda de Leandro. Aquel talante le demuestra
una buena predisposición, no todo estriba en el politiqueo de los
mandamases y las fútiles polémicas que generan.
En concreto, últimamente a algunos absorbe una tonta cuestión,
desatada involuntariamente por Ramón de Carranza. En los periódi-

203
cos se ha seguido: el cambio de nombre de algunas calles. Ha consi-
derado el bonachón alcalde menester salpimentar el espíritu motor
que anima a los gaditanos modificando el nomenclátor callejero, o
sea, plasmar así el reconocimiento obligado a quienes protagonizan
este cambio de era. Pospuesta la consecución del monumento al
ejército en espera de mayor acopio de dinero, qué menos por ahora
que ejecutar los antedichos cambios con sólo sacar el decreto co-
rrespondiente en legítimo uso de sus atribuciones. Así pues, ha
anunciado los siguientes cambios: la avenida Blasco Ibañez, entre el
Gobierno Militar y el campo de las Balas, pasará a denominarse
General Sanjurjo; la plaza Torrijos, vulgo del Palillero, General Va-
rela; la calle José Ramón Santa Cruz, alcalde sencillo que se ajustó
al modesto cumplimiento de su deber, José Mª Pemán, célebre ora-
dor y orgullo de la ciudad; por último, la calle San Francisco, no
cualquiera, sino una de las más señeras de la ciudad por su prepon-
derancia y excelencia, Generalísimo Franco.
Es aquí donde ha fracasado el consenso. Voces no menos expertas
emitieron sus pareceres contrarios, entre ellas, la de un terciario
franciscano que desaprobaba prescindir del nombre de su santo pre-
dilecto, pese a subsistir en una pequeña plaza, razón, entre las otras,
aducida por el alcalde para tamaño atrevimiento. En su defecto, para
no menospreciar al Generalísimo, proponía la calle Sagasta, liqui-
dando de paso el recuerdo de la pérdida en otro tiempo de las colo-
nias que aquel nombre le traía, calle que además nace en un barrio
aristocrático, pasa por los más populares y muere en el mar, digna
metáfora de quien ha venido a gobernar a ricos y pobres. Extrañaba
que el alcalde, tan bien orientado en tesis católica, viniera a caer en
tamaña injusticia contra el santo.
Otra voz abundó en esto, preguntándose si no pecarían de imitar a
los rojos tomándola con los santos, sobre todo permaneciendo en
Cádiz nombres tan nefandos como Cortes de Cádiz, Salvochea, Ar-
güelles o Canalejas. Enteraba de que, a su entender, el peor borrón
en la historia de la ciudad había sido dar un espacio privilegiado a
los malditos codificadores del año 1812, pareciéndole hilarante el
chinchín de cuna de la libertad. Para suprimir esta amarga referen-
cia y para, por otro lado, señalar el lugar donde las fuerzas del ejér-

204
cito sitiaron el Gobierno Civil, proponía la denominación de plaza
General Varela Iglesias, la actual de las Cortes.
Otro que venía a pugnar por su particular nomenclátor era el capi-
tán de Requeté José Mª Cabeza, de incuestionable peso específico
en el grupo que departía a las puertas del teatro Falla. Nada expre-
saba acerca de la anulación de la calle San Francisco, compartía el
parecer general, más bien abría el abanico de posibilidades. A su en-
tender, por sencillo y anodino que pareciese, el nombre del alcalde
que cumplió lealmente su deber, José Ramón Santa Cruz, debía
conservarse como ejemplo de hombre laborioso, comedido y bien
pensante, más cuanto persistirían nombres repulsivos como el de
Fermín Salvochea, liberal de la primera República, profanador del
sagrado sillón de la alcaldía, abuelo de los actuales marxistas. Vota-
ba por su desaparición, y por colocar en su sitio al inolvidable gene-
ral José López-Pinto. La plaza Argüelles, donde se emplazaba el
cuartel de requetés, debía renombrarse del 18 de julio, recordando el
lugar donde tal día se dio lectura al bando de guerra. El rótulo del
paseo Canalejas debía cambiarse por el de Regulares de Ceuta,
conmemorando su paso hacia la definitiva liberación del Ayunta-
miento y el Gobierno Civil. Para el gran mártir de la derecha José
Calvo Sotelo había que buscar un lugar preferente, sin decir exac-
tamente cual. Muchos más nombres debían incluirse en el callejero,
señalando espacios que hubieran sido protagonistas o testigos del
destino que primeramente tomó la ciudad y luego el país.
Es claro que cada cual elaboraría su nomenclátor particular. La úl-
tima palabra la tiene el alcalde, quien no se esperaba tales y tantas
reacciones, entendiendo que todos debían coincidir en querer una
mayor presencia en la ciudad de aquellas personalidades trasforma-
doras de la historia local y en curso de trasformar la nacional. Los
alemanes tenían razón al sugerir que este pueblo gastaba demasiadas
energías en polémicas fútiles, si bien no estaban de más para entre-
tener y enzarzar a la población mientras se depuraban las responsa-
bilidades de quienes les arrastraron al fracaso anterior.
Ramón de Carranza encaja la pregunta de José María Cabeza:
- ¿Qué ha decidido? Los alemanes han poblado sus calles de sím-
bolos que aluden al nazismo, referente del cambio. Cádiz es el para-

205
digma de la España reconquistada. Es anticipo de lo que haya de su-
ceder en el resto de ciudades, una vez sometidas. ¿Vale la pena po-
lemizar por el nombre de las calles? ¿No delata precipitación, im-
prudencia o falta de tacto imponer su criterio sin más?
Ramón de Carranza responde:
- He decidido esperar. No pensaba que iban a levantar tantas am-
pollas unos meros cambios.
Y más ahora que son informados de una terrible noticia. No debe
trascender, pero convenía informarles cuanto antes. Parece que en
otros lugares del país aún no ha concluido la guerra, pese a que la
sensación en Cádiz es de que ya está todo decidido y cabe vanaglo-
riarse y esbozar proyectos propagandísticos al estilo de los alemanes
y polemizar con los nombres de las calles. El general Varela Iglesias
ha caído gravemente herido en el frente de Madrid. Un tanque ruso
T26 atacó el sector de Villacañada mientras hacía una inspección de
las tropas. Tiene incrustada metralla en la cadera y la pierna, y ha
sido conducido al hospital de sangre de Griñón, donde se teme por
su vida.
El grupo se disuelve preocupado. Es un duro golpe para quienes
admiran al valiente general. Están de acuerdo en que la noticia no
debe trascender, salvo que el desenlace sea fatal. Ramón de Carran-
za está dispuesto a viajar a Madrid si es preciso.

En otro lugar de la ciudad, la joven Julia sale encantada de la pelí-


cula que le ha llevado a ver su padre. Desde que muriera la tía y
profesora de baile no quiso saber nada de danza. Sin embargo, ahora
claquea los zapatos en el suelo según regresan a casa, imitando a los
bailarines de la película. En el cine Gades, a la misma hora que en el
teatro Falla se proyectaba El Triunfo de la Voluntad, se daba la pelí-
cula Sigamos la Flota, de Fred Astaire y Ginger Rogers. La historia
era algo enrevesada, pero importaba ir presentando atractivos núme-
ros musicales que suscitasen el deseo de bailar, sobre todo para
quien en otro tiempo había mostrado aptitud e ilusión. Ahora Julia
quisiera para el día de mañana formar pareja de baile con un galán
como Fred Astaire o sencillamente imitar a la risueña Ginger Ro-

206
gers y vestir aquellas vaporosas faldas que se abrían esplendorosa-
mente cada vez que giraba sobre sí misma.
Pedro Messia se incorpora mañana a las tareas de armar el Zacate-
cas. Su mente se ha distraído por unas horas, y aún lo está, gracias al
entusiasmo de Julia, a la que ha conseguido despertar de su letargo
de los últimos meses. La natural alegría de la hija es contagiosa, no
podía permanecer por más tiempo oculta, a lo mejor no se atrevía a
resurgir por el ambiente sombrío que le rodeaba; principalmente él,
andaba últimamente circunspecto y serio, conteniéndose las mues-
tras de afecto. Acaso pensaba que en cualquier momento podía ser
arrancado de su lado para enfrentarlo a la muerte y una cierta frial-
dad reduciría el sufrimiento de la niña en tal caso. Finalmente era
imposible no contribuir a extraer su encanto aletargado pasara lo
que pasase.
El trabajo a partir de mañana no le agrada, consiste en habilitar
aquel buque, para incorporarlo a la flota del bando sublevado. Sería
factible retardar la entrega, sabotear la terminación, si hubiera un
grupo mínimamente organizado. Pero el personal es vigilado estre-
chamente. Puede que el mártir de la derecha José Calvo Sotelo no
detente un nombre de calle en Cádiz, pero ya tiene el del cañonero
que se termina de armar en los astilleros.
La construcción del Zacatecas, buque de guerra de 2.700 Tn., ha
sufrido todo tipo de percances, su hermano gemelo, el Durango, co-
rrió la suerte para la que estaba destinado: incorporarse a la armada
mexicana. La Unión Naval de Levante no tuvo los mismos proble-
mas que la factoría de Echevarrieta y por eso se entregó a tiempo,
semanas antes del 18 de julio. La adjudicación de los dos buques la
había firmado Juan Antonio Suances en julio de 1933. La Sociedad
Española de Construcción Naval en Matagorda realizaría las piezas
de maquinaria y artillería. El Zacatecas se había botado en Cádiz
prácticamente un año antes, agosto de 1934, que el Durango en Va-
lencia, junio de 1935. La instalación de dos calderas Yarrow, dos
turbinas Parsons, cuatro cañones de 101 mm, dos de 57 mm, tres
ametralladoras de 20 mm y demás maquinaria, aún entretenía al
primero. La suma que recibió Echevarrieta la destinó a solventar su
propia crisis financiera. El déficit de material de construcción y

207
mantenimiento ocasionó averías y las consiguientes demoras. La
factoría fue incautada en mayo y la comisión interministerial nom-
brada concedió un crédito extraordinario para acelerar su conclu-
sión. Dos meses después los sublevados se lo apropiaron y el go-
bierno mexicano debía renunciar a él.
Pedro Messia no tendría inconveniente en que prosiguiesen los
percances para que tardase en estar listo. Pero no arriesgará más de
lo necesario, no quiere dejar huérfana a Julia.

Por la calle Ancha camina Ali Hassam, cuya convalecencia en el


Hospital Militar, no lejos del comandante Baturone, ha concluido.
Ha sanado definitivamente su herida en el abdomen, mal cicatrizada
de un percance anterior. Le hubiera gustado disfrutar de permiso pa-
ra pasar unos días en Ceuta junto a Fátima Ban Effeddal y los suyos,
pero tiene que presentarse en el cuartel del Regimiento de Infantería
nº 33 y de ahí regresar al frente.
Es tiempo de celebrar el Aid el Kedir, el caudillo español ha felici-
tado públicamente a los marroquíes por dicha pascua, también ha
permitido que se reconozca y legalice el partido Reformista Nacio-
nal dirigido por Abd el Jalak Torres, astutas concesiones por la ayu-
da que les están prestando. Ayudan a exterminar a los kuffar, los in-
fieles sin Dios, el horror es su mejor arma, logran mermar las fuer-
zas de aquellas fieras sin alma. Los imanes dirigirán el rezo Salat El
Aid y luego las familias, en sus casas, procederán al sacrificio de un
cordero, previa bendición del animal. Entrañable conmemoración
del acto de fe que demostró Abraham en Minan cuando se dispuso a
sacrificar a su hijo Isaac por imperativo divino, impidiéndolo en úl-
tima instancia el arcángel Gabriel.
Le gustaría estar entre los suyos, incluso aunque tuviera que enca-
jar los reproches de Fátima, cuestionando la palabra de los ulemas,
alfaquíes... y del propio jalifa Mulay Asma Ben Mahdi, al apoyar la
guerra contra el infiel. Desde que matara por primera vez, precisa-
mente aquí, en esta ciudad, formando parte de un pelotón de fusila-
miento, lo ha hecho muchas más veces, y en ocasiones, con regocijo
sanguinario. Ya no le tiembla el pulso ni le sudan las manos como

208
ante aquél que dibujara una cruz sobre su pecho en el paredón del
Castillo de San Sebastián. Fátima le despidió considerándolo un
mercenario. Mas si aquellos infieles hubieran sido agraciados con la
bondad de Alá, habrían sido premiados con la intercesión del arcán-
gel Gabriel, en vez de caer como borregos que ocuparan el lugar de
los verdaderos hijos.
Durante su convalecencia ha confeccionado una carta para la fami-
lia de Abdul, es tiempo de que conozca su muerte, hubiese sido
prematuro y cruel contar la realidad de aquel percance malhadado,
en aquella noche de desfogue. No merecía aquel entusiasta joven la
muerte indigna que encontró, a destiempo y sin que pudiera demos-
trar su valía en el campo de batalla. En parte él había sido responsa-
ble por no haberlo desviado del rapto lujurioso que le nubló y, sin
duda, desguarneció la protección divina que vela por todo joven in-
genuo, presa de sus instintos. Ha cambiado los hechos, ha rectifica-
do su destino tomando prestado el de cualquiera de los jóvenes as-
karis que a causa de su valor y temeridad ha visto caer en plena lu-
cha. A su familia quiere legar un recuerdo heroico, loable. A su tía,
a la que hasta ahora ha venido enviando parte de sus propios emo-
lumentos como si fueran de Abdul.
Hace dos meses le dio sepultura, siguiendo el ritual musulmán, en
el cementerio de esta ciudad amiga, acompañado por otros compa-
ñeros en los rezos, con quienes, mal curado de las propias heridas
recibidas en aquel mismo percance que a su amigo mató, marchó al
poco tiempo a la guerra. Las dudas desviaban del camino recto y
virtuoso, por tanto, solo cabía obedecer a los líderes que les guia-
ban, portavoces de la voluntad divina en esta contienda.

Es como si Hans Fonsaken hubiese quedado deseoso de discursear


y la desviación, primero, a la fútil polémica de los nombres de las
calles, y, segundo, a la triste noticia del abatido general gaditano, se
hubiesen confabulado para cortar su inspiración y dispersar a un au-
ditorio hasta ese momento propicio a una demostración en vivo de
la energía y determinación germanas. Le queda, no obstante, un es-
cogido oyente, al que halaga los oídos y promete apadrinar para que

209
en Sevilla lo reciba el jefe del partido nazi Paul Winzer y lo remita a
alguno de los instructores de la Gestapo que han recalado allí.
Leandro Arcusa escucha con su habitual apostura fría e introverti-
da, permitiendo que aquél desembuche sus propuestas, consideradas
verosímiles más por el protagonismo que ha tenido en la improvisa-
da reunión a las puertas del teatro que por sus baladronadas de aho-
ra. No desdeña, en cualquier caso, aquello que quiera prometer, im-
presionado como ha quedado por la película y la conjunción de inte-
ligencia, garra y voluntad de los alemanes, entre los que, este hom-
bre, regordete y calvo, es un representante atípico.
Mientras discurren por la plaza Torrijos, Fonsaken repite las mis-
mas ideas que ha participado al grupo anteriormente, pensando que
Leandro no las había oído, encontrándose respetuosamente al mar-
gen. Abunda en elogios a los alemanes, a los arios, cuyas voluntades
ha sabido concitar el Führer, verdadero y genuino artífice de la re-
volución acaecida, no solo en Alemania, sino en toda Europa. No
cabe solo un caudillo hábil en estrategias diplomáticas y propagan-
dísticas que se encomiende en la batalla a la destreza de sus genera-
les y mueva ficha según vislumbre el camino más seguro hacia el li-
derazgo interesado, atrayéndose cuanto dócilmente se le prosterne y
rechazando cuanto arteramente se le oponga, sino alguien de fuertes
convicciones ideológicas.
Habla y habla Fonsaken y Leandro le deja desembuchar como se
deja a un enajenado errante y solitario. La quietud de la noche y de
las calles eleva el volumen de sus palabras. A Leandro solo le ha in-
teresado una cosa: ser instruido por oficiales de la Gestapo. Ha ex-
perimentado en este tiempo el placer de matar, no es algo fácil de
reconocer, ni siquiera a sí mismo, los nuevos tiempos le han brinda-
do la oportunidad, no necesita ningún ideal, ningún credo, ningún
líder, ningún partido, la realidad ha tornado propicia para acometer
lo que íntimamente le excita y apasiona, aunque nunca lo refleje. En
terreno enemigo probablemente también hubiese despertado aquel
íntimo placer, incluso hubiese hallado mejores razones, pues no ol-
vida que su hermano Joaquín había sucumbido por la negligencia de
los militares en la misión de los faluchos. Veneraba la aniquilación
de la vida en sí misma, no la tortura, ni los prolegómenos de las eje-

210
cuciones. Íntimamente asistía a una experiencia grandiosa, observa-
ba absorto el desplome de los cuerpos, la fugacidad de la vida según
el tiro acertaba o no un órgano vital. El destino se confabuló para
que su siempre protector y, en igual medida, coartante hermano, ca-
yera en una misión al principio de todo, brindándole la condescen-
dencia de los compañeros. Si se excedía, una plácida avidez parecía
trascender la mera justificación de la limpieza de rojos. Al contem-
plar ensimismado el desarrollo de una ejecución, incluso el estertor
o la agonía cuando la muerte no era inmediata, diríase que percibía
particularmente la consunción de la vida, la alteración de la atmós-
fera por la extinción de aquellos angustiados alientos, la pérdida de
dinamismo en la ciudad en tantas unidades como cuerpos hubieran
sido abatidos. Las autoridades surgidas con los nuevos tiempos, sin
saberlo, contaban con sujetos como él, con verdadero instinto ase-
sino, frío y despiadado, muy lejos de obrar en respuesta al odio ins-
pirado por el enemigo o al amor por la patria o los ideales. Guarda-
ba memoria de todas las muertes que había causado o en las que ha-
bía participado, era capaz de reproducirlas como en una película, los
fragmentos rodaban nítidamente, conservando detalles marginales
como adornos que compusiesen lo accesorio del cuadro. Las recor-
daba en imágenes, no en emociones, estas se diluían al poco tiempo,
y por eso aquel archivo mental quedaba mutilado, causándole mise-
rable insatisfacción, solo pudiendo recuperarse volviendo a matar,
en una suerte de retroalimentación del apetito asesino.
Entre sus víctimas solo hubo una mujer, no la comunista Milagros
Rendón, a la que denunció, precipitando su final. Podía haberla ma-
tado, pero su suerte la dejó en manos de otros. Tenía sobrados moti-
vos para aborrecerla, había insultado airadamente a su hermano du-
rante el asedio al Gobierno Civil; mas precisamente por ello no la
mató, para matar no podía odiar, aborrecer, tales sentimientos des-
virtuaban el auténtico placer de hacerlo. La mujer a la que había
abatido era una desconocida y, sin ensañamiento, había apuntado
diestramente al ojo, primero, y al pecho, después. Aquella mujer
había sido esbelta, hermosa, una figura esculpida presumiblemente
por una actividad física, si bien los días de cárcel la habían extenua-
do. Cada órgano estalló sordamente. De ella había tomado un pe-

211
queño trofeo, un anillo algo vasto, niquelado, con una guía en espi-
ral.
Dejaba hablar a Fonsaken sobre sus amigos nazis en Sevilla, era un
delirio amable, no estaba seguro de si mañana seguiría sosteniendo
su promesa. Los alemanes le habían impresionado a través de la pe-
lícula, un régimen así debía precisar de brazos ejecutores como el
suyo, detrás de aquella apoteosis de voluntades debía haber una po-
licía con un alto grado de sofisticación a la hora de exterminar a sus
adversarios, no le importaría aprender de la Gestapo, la experiencia
solo podía depararle mayor goce asesino.

Habiendo partido de tres puntos distintos, el teatro Falla, el Hospi-


tal Militar y el cine Gades, confluyen en la calle Alfonso X el Sabio
Hans Fonsaken y Leandro, Pedro Messia y Julia, y Ali Hassam. Di-
rigen sus pasos de recogida, la jornada ha concluido, la noche se
cierne sobre la ciudad, la reviste de quietud y silencio.
Cada cual muestra satisfacción por alguna causa. Allá en el recinto
que acaban de abandonar han disfrutado de la jornada, los unos por
una proyección cautivadora de corte marcial e ideológica, los otros
por unos números musicales de gran plasticidad, el último por reco-
brar la salud tras varias semanas de convalecencia. Ajenos los unos
a los otros, la voz acalorada de Fonsaken comienza a entrelazarse
con el claqueo de Julia, y un tercer sonido, imperceptible, la oración
Satat El Aid, murmurada por Ali Hassam, viene a incorporarse a es-
ta danza de ecos que las fachadas contrapuestas de la calle amplifi-
can.
Caminan desentendidos, sumidos en una íntima euforia, hasta que
pasan por delante de la relojería alemana. Hans Fonsaken, dueño de
la misma, interrumpe bruscamente su plática para señalar algo suyo
y dispensarle una somera inspección. Los demás prestan fugaz aten-
ción, sin advertir que algo comienza a remover sus entrañas. En el
escaparate hay un aderezo que será el premio de la próxima rifa pa-
triótica. Leandro Arcusa repara en ello, y al punto considera ridícu-
los los altos vuelos germanófilos de su interlocutor, al descubrir el
negocio que ha asumido para valerse la vida: su mayor aportación a

212
toda aquella apoteosis de voluntades ha consistido en la adquisición
del negocio de un antiguo comunista, plataforma de exposición de
remilgados aderezos que las damas del Ropero del Soldado rifan pa-
ra recaudar dinero. No obstante, hay algo más, y aquello que es,
trasciende esta mera sensación.
Hubo una noche en que aquella relojería era otra cosa, un antro
aciago, una cueva de pesadilla, una guarida de infamia. No había
transcurrido mucho tiempo desde el saqueo de los regulares, con-
sentido por el general Varela Iglesias, y aún no había sido adjudica-
da a su nuevo propietario; todavía contenía los efluvios del antiguo
inquilino, un apestado rojo, revueltos con el frenesí codicioso mo-
runo, cuando sucedió lo que Julia supo disimular al llegar a casa
aquella noche para no levantar las sospechas de su padre.
Fonsaken, para restituir su desparpajo, para reponer en Leandro la
mirada aquiescente, si es que esta pudiera prestarse a alguna expre-
sión, refiere con regodeo que aquella tienda había servido para se-
pultar la memoria de un rojo que se mofaba de los seminaristas y
había criado a una hija roja que mereció el castigo de los militares.
Y añade más: cuando adecentó la tienda para reabrirla, halló en su
interior restos de sangre, probablemente de alguna víctima de aque-
lla ruindad.
Ali Hassam no ha podido evitar reparar en esta historia narrada con
acalorada jactancia de alemán ensoberbecido, ha detenido su paso
para permitirse recordar el funesto suceso que acabó con la vida de
su amigo Abdul, cuya carta a los familiares ha manipulado a su fa-
vor. Aquella sangre que limpió el alemán sin duda era la de su ami-
go, mezclada con la suya propia, manada de las heridas producidas
por los disparos de un desconocido, que no podía ser el comunista
por estar ya muerto. Dominados por un ataque de lujuria, insatisfe-
cho al no hallar abierto un prostíbulo, asaltaron a dos jóvenes que
andaban solas. El pecado hubo de ser castigado en el momento en
que las forzaban, allí dentro, en aquel antro, tiempo antes saqueado
con permiso del general africanista, al cercenar la vida de Abdul, las
balas de un desconocido, mientras él era herido en el abdomen.
- Ser sangre marroquí -profiere Ali Hassam. - No víctima de ro-
jo.

213
Fonsaken se queda estupefacto ante la intromisión de alguien que,
por la indumentaria, regalo de las damas en su visita a los heridos,
no parece extranjero. En cualquier caso, reacciona:
- Víctima de un rojo apestoso.
- No -replica Ali Hassam. - No víctima de rojo apestoso. Aquél
estaba ya muerte.
Ali Hassam revive la sensación de aquella noche, su embriaguez y
estado desasosegado debido a la muerte de aquel hombre que se
santiguaba mientras el sargento ordenaba fuego al piquete de fusi-
lamiento: ¿cómo podía ser un infiel, un kaffir, alguien que apelaba a
su Dios en la hora de la muerte? Había llegado a convencerse de que
lo era realmente y, por tanto, de que merecía morir, y así todos los
demás que luego ha ido matando. Ahora renueva aquella duda, la
vivísima sensación de aquella noche.
Julia ha congelado sus pasos, ha detenido el claqueo, ha enfundado
el baile como la cinta en el estuche aguarda a que el proyector la re-
sucite sobre la pantalla. Encima de ella y Teresa jadeaban los cuer-
pos de olor rancio de dos moros uniformados fuera de sí, no podían
escapar, los gritos los acallaron las bofetadas y la presión de las ma-
nos afiladas, nadie las oía, la calle estaba desierta, las habían obli-
gado a entrar en aquel espacio tan a propósito. Exhaustas dieron por
inútil cualquier resistencia cuando unos disparos los desinflaron. De
encima apartaron los cuerpos milagrosamente inertes, huyendo
abrazadas, entre temblores y sollozos. Nada dijo al padre aquella
noche, disimuló escabulléndose en su habitación, nada observó Pe-
dro Messia, salvo que había dejado de bailar, hasta hoy.
Fonsaken no está dotado para recordar rostros, pero esta bonita jo-
ven es aquella que actuó en los Tres Reyes mientras cantaba el gi-
tano Macandé. En Julia asoma el rubor ante el furtivo gesto lascivo
del alemán. Al apartar el rostro, inspecciona el de Leandro indiscre-
tamente. Mientras Teresa y ella huían hacia sus casas abrazadas, ad-
virtieron a un joven dando tumbos, doblegado por el peso de las pe-
sadillas o de una noche infortunada; peregrinamente, en medio del
dolor, una idea les sobrevino: él había sido quien efectuara los dis-
paros salvadores.

214
Por su parte, en la mente de Leandro se suceden imágenes borras-
cosas y sensaciones fragmentadas, no llega a concebir que antes de
confirmarse como un perfecto asesino ya hubiese matado alguna
vez, justo en aquella ocasión, ahora rediviva, y lo hiciese para salvar
de la ignominia a unas desventuradas jóvenes.
Ali Hassam, a su pesar, reconoce a Julia, la tentación que les colo-
có Alá en el camino, yacía bajo su cuerpo, revolviéndose inútilmen-
te.
Julia está convencida de que aquel joven de mirada fría es quien
efectuó los disparos salvadores y por eso profiere en tono casi inau-
dible:
- Gracias.
Pedro Messia no entiende nada. Fonsaken está igualmente atónito.
Ali Hassam infiere, por el gesto de la chica y un poderoso e hiriente
presentimiento, el sentido de aquel encuentro. Encarando a Leandro,
profiere en un tono temible:
- Tú matar a Abdul.
Julia asaetea a Ali Hassam, lo reconoce, apenas susurra entrecorta-
damente:
- Usted... me... violó…
Fonsaken está asombrado ante aquella conjunción de destinos. Las
borrascosas imágenes que asaltan a Leandro le aturden, dos desco-
nocidos, Julia y Ali Hassam, se han dirigido a él en distinta forma,
revelando su protagonismo en aquella noche cuando, enterado del
fallecimiento de su hermano en el Hospital de Ceuta, despreciando
la compasión de sus compañeros, salió a recorrer las calles abruma-
do por emociones contrapuestas que se tradujeron en un extraño
desahogo: los disparos que efectuara a un tumulto de cuerpos que se
debatían en el interior de aquella relojería y que en su mente repre-
sentaban la desenfrenada lascivia de unos legionarios, responsables
de la muerte de su hermano, cebándose con Lola la cantinera.
No comprende el agradecimiento de la chica, sí considera plausible
que sus disparos hubieran herido o matado a alguien, al parecer, al
tal Abdul, amigo de este, salvándole de paso. Ella le resulta delica-
damente atractiva, dentro de lo que sus fibras le permiten una per-
cepción de ese estilo.

215
Fonsaken gesticula intentando desmontar tan insólita escena, invita
a su amigo a seguir adelante, dejando atrás lo que debe ser un ma-
lentendido.
Un rapto de furor se apodera de Ali Hassam, que estruja la carta en
el bolsillo, destinada a la familia de su amigo. El fabuloso relato de
su muerte heroica en el frente se desvanece, dando paso a aquella
miserable, cuyo autor ahora se le presenta. Ya no puede quedar im-
pune el criminal, porque acaba de conocerlo; de no haberlo hecho,
aquella historia creíble habría bastado para quedar en paz consigo
mismo. Abdul había cometido una falta y la había pagado con cre-
ces. Alá lo mismo desarmaba a Abraham dispuesto a dar muerte a
Isaac, que armaba a un civil para contrarrestar un atropello. Tam-
bién era voluntad de Alá la que le traía a su presencia al asesino, lo
que solo podía deberse a que le instara a cumplir venganza.
Leandro, viendo que remueve la mano en el bolsillo, notándolo
ofuscarse de ira, asumiendo aquella dura acusación, saca su pistola e
impenetrable y feroz le conmina a seguir su camino. Ali Hassam no
se arredra al ver que le apunta, más bien siente una creciente excita-
ción y furor vengativo, a pesar de su desventaja. Retrocede sólo
unos pasos, sin perder de vista la pistola.
Fonsaken se siente angustiado, no es hombre que le guste afrontar
situaciones que escapen a su control, las palabras, elocuentes y ha-
lagadoras, con las que siempre ha dirigido la conducta de los otros,
ahora no le sirven de nada, y permanece mudo, paralizado.
En este momento se oye un estrépito de tambores al principio de la
calle, asoman unas banderas y militares uniformados, marcando un
suboficial el paso y la dirección a seguir. Es la retreta. Tras su barri-
do la noche inicia una andadura silenciosa, sin ruidos, sin sobresal-
tos, los soldados apostados en las garitas o a las puertas de los recin-
tos militares se incorporan a la formación de recogida hacia los
cuarteles.
Ali Hassam aprovecha la distracción para abalanzarse ferozmente
sobre Leandro Arcusa. Este, impertérrito, dispara en el mismo ins-
tante en que siente penetrarle en el costado una fría hoja de acero. A
Pedro Messia le aturde el disparo y, simultáneamente, la visión del
tosco anillo en la mano que sostiene la pistola, aquel que regalara a

216
la hermana y que ya había visto fugazmente en aquella misma mano
camino del cementerio el día en que la identificó entre el montículo
de cadáveres, faltándole de la lívida mano, como le faltaba un ojo,
un pecho, el pelo y la expresión serena y hermosa que había irradia-
do en vida.
Ali Hassam se desploma en el suelo. Los militares acallan los tam-
bores y no tardan en reaccionar. Fonsaken está descompuesto, no
debía haberle sorprendido la reacción de aquel joven en quien había
reparado fervientemente, y sin embargo, ha quedado petrificado. Ju-
lia está igualmente paralizada, pero a la vez extrañamente aliviada al
ver a su violador abatido y precisamente por aquel joven salvador.
Leandro, despacio, deja caer la pistola y, enroscándose sobre sí
mismo, hasta quedar de rodillas, contiene dolorosamente la sangre
que mana de su costado.
Rápidamente Pedro Messia tira del brazo de Julia para huir de allí,
antes de la llegada de los militares. Le parece insólito que aquel jo-
ven, el asesino de su hermana, haya salvado a su hija de un acto ig-
nominioso desconocido para él.

217
218
10 ENERO 1937

219
220
FISCAL DE LA AUDIENCIA FELIPE RODRÍGUEZ FRANCO

El Consejo de Guerra Permanente de Cádiz funciona a un régimen


aceptable, y aún así, el Glorioso Movimiento perfila los detalles pa-
ra que opere provechosamente y mejor encaje en sus intenciones re-
novadoras. A partir del 1 de diciembre se incorporaron a los conse-
jos de guerra que lo componen miembros de la judicatura y fiscalía,
asimilándolos a los empleos equivalentes en los servicios de Justicia
Militar.
La reunión celebrada en Sevilla sentó una serie de puntos que fue-
ron los que al fiscal de la Audiencia de Cádiz Felipe Rodríguez
Franco escandalizaron; por supuesto, se cuidó de no desaprobarlos
públicamente. El auditor de brigada al frente de la Auditoria de
Guerra de Sevilla, asimilado a teniente coronel, Francisco Bohór-
quez Vecina, lo estableció así: 1) Los interventores de las elecciones
de abril serían procesados y condenados o absueltos según la impre-
sión que les produjese la expresión de sus caras; 2) Todos los mili-
cianos rojos deberían ser, como regla general, procesados y fusila-
dos; 3) Para cumplir con el porcentaje estipulado de condenados,
bastaría un sólo testigo de cargo.
Estas disposiciones, provenientes de un íntimo colaborador de
Queipo de Llano, venían ensombreciendo numerosos juicios suma-
rísimos en Cádiz. Ya en el Consejo de Guerra a Zapico, Jasso, Parri-
lla y Yáñez-Barnuevo se apercibió de ello; la causa 82/1936, sal-
vando la exclusión del resto de procesados emitida el 1 de Agosto,
se resolvió el 6 de Agosto con inusual rapidez. No tardarían en se-
guirles aquellos excluidos ilusoriamente: Azcárate, Macalio y Cossi,
ejecutándolos el 16 de Agosto. A menudo se reunía en un mismo fu-
silamiento a elementos incursos en distintos procedimientos, lo que
haría que Antonio Muñoz Dueñas cayese con los segundos. El capi-
tán Cipriano Briz González instruía la causa 47/1936 que afectaba a
todos aquellos que resistieron en el Ayuntamiento. La primera criba
la realizó Bohórquez Vecina a primeros de agosto, apartando al co-
munista Francisco Rendón, cuyo juicio sumarísimo lo condenó a
muerte el 9 de Agosto. El resto de los encausados en aquel procedi-
miento lo harían progresivamente, entre ellos el ex jefe de la Guar-

221
dia Municipal, añadiéndose los concejales que pertenecieron a la an-
terior corporación municipal, cuya lista había facilitado el alcalde
Ramón de Carranza. Si bien estos, ausentes en el Ayuntamiento,
fueron despachados aparte, apareciendo los cadáveres de Federico
Barberán en la calle Fernando García de Arboleya, de Rafael Ma-
drid González a los pies de la plaza de Toros y del resto a las puer-
tas de la Caleta, las tapias del Cementerio de San José, etcétera.
A menudo las autoridades militares y, sobre todo, las paramilitares,
anticiparon el sentido de la justicia que desde Sevilla quería aplicar-
se. La concreción por la Auditoria de Guerra en aquellos tres puntos
del 1 de diciembre, en el mismo momento de aprobarse la incorpo-
ración de jueces y fiscales a los consejos de guerra, alteró la cos-
tumbre de estos en la aplicación de la justicia, chocando drástica-
mente con aquellas fórmulas. Numerosos compañeros de Rodríguez
Franco fueron removidos de los Tribunales de Justicia por interpre-
tar las leyes respetando los principios de derecho, sustituyéndoles
por otros mejor avenidos a aquellos dictámenes.
La Auditoria de Guerra de Sevilla no respetaba el natural curso de
los sumarios. En aquellos casos en que disentían los pareceres de las
autoridades militares y los auditores introducía sus propias cortapi-
sas en vez de dar cuenta al Alto Tribunal de Justicia Militar, creado
para resolver estas disparidades. Para el fiscal Rodríguez Franco
aquel dictado de tres puntos era una monstruosidad: 1) Presuponía
la perversa intencionalidad manipuladora de todos los interventores
de las elecciones de abril; 2) Atentaba contra las leyes de la Guerra
en el trato a los prisioneros, entre los que los ofrecimientos a su par-
ticipación activa en los grupos abonados a los cuerpos militares de-
bían ser favorablemente considerados, siempre que no hubiesen co-
metido ningún crimen; 3) El principio de no retroactividad de las le-
yes penales era vulnerado, aplicando el bando de guerra a hechos
anteriores a la fecha de su emisión; y 4) Un solo testigo de cargo,
avalado por su afinidad al movimiento renovador, basándose en
simples sospechas, podía validar la condena a muerte.
No comulgaba el fiscal con aquella aberración jurídica, parecién-
dole que imitaba e incluso agravaba los métodos usados en otro
tiempo por el Frente Popular. La esperanza puesta en el Glorioso

222
Movimiento reposaba también, y muy especialmente, en hombres
como él, apegados a un sentido excelso de la justicia y a la impeca-
ble aplicación de la misma. Otros compañeros pensaban igual y por
eso habían sido apartados, como él lo había sido recientemente por
el caso del cabo de la Guardia de Asalto Cesáreo Berrocal.

La actividad en el muelle se ha normalizado después del desem-


barco de los italianos el 5 de enero. El fiscal Felipe Rodríguez Fran-
co lo había contemplado desde su despacho en el paseo de Canale-
jas. Apreció el entusiasmo de la gente, los aplausos, los vítores y los
tarareos de los cánticos de aquellos jóvenes que pisaban la tierra
hermana a donde venían a jugarse la vida; la parafernalia militar,
con todo el fasto y la exquisitez de unas centurias romanas de la
época imperial; los radiantes rostros de los mandos italianos, agra-
decidos por aquella expansión popular, necesaria para convencerlos
de que su participación en el presente conflicto no era desatinada. El
general Mario Roatta supervisó esta segunda remesa de tres mil
hombres que desembarcaba en el puerto de Cádiz, henchido de ar-
dor y orgullo soldadesco; por fin le dispensaban la pompa que a él
tanto enorgullecía, en la que se concitaba la sensual apostura de la
Falange Femenina, el colorido tradicionalista de los Requetés y la
rendición solemne de los regimientos. El Conte Biancamano era el
buque idóneo para la ocasión, nombrado el Versalles flotante por su
lujo, la decoración barroca, los salones luminosos con frescos en el
techo y paredes, las suites de maderas nobles con incrustaciones de
nácar, los tapices persas.
Había recalado en Cádiz hacía ocho años para viajar a Montevideo,
algunos recordaban aquel espectacular palacio de 25 mil toneladas,
las esbeltas chimeneas, las líneas armoniosas, las largas cubiertas.
Hacía un año había sido apartado del servicio regular Génova-
Nueva York para trasportar tropas a Massawa, realizando varios
viajes, hasta concluir la campaña de Etiopía. Seguía sin volver al
servicio regular, trayendo ahora camisas negras para incorporarse a
la Brigada Voluntarie que participaría en la conquista de Málaga.
Para todos los presentes, en su beneficio y favor, incluidos los curas,
imbuidos de un arrebatador éxtasis de trascendencia, además de un

223
cargamento de indulgencias del Papa Pío XI, traía carros de comba-
te, cañones, fusiles, ametralladoras, morteros, camiones de trasporte,
ambulancias, etcétera.
El fiscal, ensimismado, recreaba la vista en aquel acontecimiento,
comprendiendo que había dos guerras, la del frente y la de la reta-
guardia. La primera decidiría la victoria de los bandos; la segunda el
ordenamiento social y la forma de aplicación de la justicia. Era me-
nester, en lo que a él tocaba, llamar la atención sobre lo que a su
sensibilidad escocía, pues de dejarlo pasar, sentaría las bases de un
sistema abominable y monstruoso. Pero ¿a quién apelar para avisar
del peligro? Quizás a su amigo el general Varela Iglesias.

El día de año nuevo se ha fusilado a una treintena de marineros


pertenecientes al destructor Almirante Ferrandiz, hundido por el
crucero Canarias el pasado 29 de Septiembre. Efectivos de la Es-
cuadra Roja (Jaime I, Cervantes, Libertad...) enfilaron al mar Can-
tábrico para oponerse al hostigamiento nacional de sus enclaves en
la costa. La reducción de buques en el Mediterráneo fue aprovecha-
da para romper el bloqueo. El Canarias y el Almirante Cervera tar-
daron un día y medio en llegar del norte, el paso del Estrecho lo rea-
lizaron con precaución, avistaron al destructor Gravina y el Almi-
rante Cervera se entretuvo acosándolo mientras el Canarias siguió
adelante hasta encontrarse, a la altura de Cabo Espartel, al Almiran-
te Ferrandiz, sobre el que descargó las baterías de babor, desde unas
diez millas de distancia. Estallaron los depósitos de combustible, el
fuego se propagó rápidamente, optando por arriar los botes salvavi-
das. El alférez de navío José Luis Barbastro abandonó el último el
barco, teniendo más suerte que la marinería, al ser recogido por el
trasatlántico francés Kontubia y llevado a Casablanca, donde se hizo
con el mando del Gravina, refugiado aquí tras escapar humeante del
Almirante Cervera. Los náufragos eran trasbordados de los botes
salvavidas al Canarias, hechos prisioneros y encerrados en las bode-
gas. A sus espaldas el Almirante Ferrandiz hacía explosión y se
hundía.
La mayoría de marineros era de San Fernando y hasta aquí fueron
traídos para ser juzgados. Encerrados en la prisión militar de la Ca-

224
rraca aguardaron su suerte, saliendo en contados casos para testifi-
car ante el Juzgado de Instrucción Militar. La Base Naval de San
Fernando no se había andado con miramientos, el motín del Cáno-
vas del Castillo y el Lauria los primeros días del alzamiento había
demostrado el peligro, las ejecuciones eran constantes, bastaba una
vaga animadversión, la más leve muestra de estupefacción frente a
los cambios que ocurrían, para interpretarse como el rechazo al nue-
vo orden. Las leyes de la guerra se reescribían, los prisioneros no
tenían garantías, más bien pocas posibilidades de salir airosos, sobre
todo si pertenecían a la armada: marineros, maestros de taller, ca-
bos, capitanes de corbeta, tenientes de navío, alféreces de fragata,
torpedistas, auxiliares, oficiales de sanidad, médicos, contadores,
comandantes, cabos de radio, fogoneros, maquinistas..., cayeron su-
cesivamente.
La mano de la Auditoria de Guerra de Sevilla alcanzaba hasta aquí,
los sumarios eran sancionados al reunir un mínimo de diligencias
procesales, la resolución era obvia si en tiempos de la República los
encausados se habían destacado activamente. El maquinista naval
Gabino Eguzquiza Abad era trasladado a Sevilla para comparecer
ante un Consejo de Guerra por haber sido jefe de personal de Asti-
lleros durante la huelga de mayo, condenándosele a muerte. Los ma-
rineros del Almirante Ferrandiz no tendrían suerte, el retraso en la
sentencia no significó un atisbo de condonación de la pena capital.
El Glorioso Movimiento propugnaba el rigor de la justicia, recal-
cando los pasos a seguir: instrucción de la causa, fallo del tribunal,
informe del auditor de distrito reflejando su aprobación o disenti-
miento, conformidad o no del general de división y elevación al Al-
to Tribunal, el cual, admitidos los trámites y actuaciones, si procedía
la concesión de clemencia informaba al Excmo. Jefe del Estado para
estudiarla detenidamente, inspirándose del deseo de conmiseración,
como lo demostrara a finales del año pasado conmutando la pena a
los dieciséis tripulantes del submarino C-6. No alcanzó al Excmo.
general Franco el expediente de los marineros del Almirante Fe-
rrandiz. En algún punto se atascó, no hubo clemencia, al amanecer
del día de año nuevo los fusilaron a las afueras de San Fernando.

225
El general Varela Iglesias podría ser su paño de lágrimas, su
desahogo, su esperanza, le escribiría si no anduviera convaleciente
en Yuncos, tras las graves heridas de metralla sufridas por el ataque
de un tanque ruso T26 en Villacañada. Ya no corre peligro, pronto
se reintegrará al ejército, encabezará el frente de ataque en el cerco a
Madrid, no decaerá su pundonor militar. De los avatares de Cádiz y
San Fernando está siendo informado por los contados gaditanos que
le visitan, entre ellos Ramón de Carranza, satisfaciendo su interés
por la ciudad querida, que no menguará porque le absorban otros
más importantes cometidos. Mas el paisaje que le esbocen estará
profusamente adornado con tal de no preocuparlo, de animarlo, de
afianzarlo entre los valedores del movimiento salvador, cuyos efec-
tos beneficiosos los anticipa el exquisito discurrir de la vida en la re-
taguardia. Nadie le hablará de los desatinos de la justicia, callarán
las aberraciones, ocultarán los hechos puntuales y anecdóticos, aun
siendo desgraciados. Tampoco para el general sería primordial co-
rregir aquellos desatinos, al escapar de sus manos. Y sin embargo no
cree que hiciera oídos sordos, que los obviara, en algún momento
pudiera verter su juiciosa opinión al respecto ante el Generalísimo,
la justicia no merecía aquellos atropellos.
No todos los desatinos judiciales desembocaban en el paredón.
Probablemente esta posibilidad pesaba como ninguna otra sobre la
solapada finalidad que se perseguía: infundir terror para mantener el
control, para evitar brotes rebeldes, para encarrilar la vida dentro del
nuevo orden social. Mayormente sufrían meses de prisión en cárce-
les atestadas. En la bahía reposaba el siniestro buque Miraflores, re-
pletas las bodegas, como si almacenara pescado crudo, desechable.
El delito de rebelión militar se ha revestido de múltiples variantes:
complicidad, encubrimiento, cooperación, inducción, insultos, haber
sido de izquierdas, masón, propagandista, alborotador, simpatizan-
te...
El ex médico de la Beneficencia Municipal Antonio Suffo Ramos
ha sido desterrado a las cárceles de Badajoz, no le ha servido de na-
da su intachable dedicación durante veinticuatro años, le culpan de
haber sido candidato a Cortes en 1933, masón, propagandista de iz-
quierdas, hombre de confianza de los gobernadores civiles. Su cole-

226
ga Pablo Bauzano Guillén igualmente ha sido apartado de la Bene-
ficencia Municipal por haber sido masón e integrante de una lista de
izquierdas; sufre un calvario parecido. El obrero Felipe Palma Al-
barrán ha sido condenado a seis años de cárcel por aparecer en una
fotografía donde se celebraba la victoria del Frente Popular portan-
do una pancarta anarquista. A Alfonso Ruiz le han caído seis meses
por insultar a los militares y falangistas. A Juan Costa Ríos le han
condenado a seis años por haber sido masón y haber financiado los
gastos de las últimas elecciones.
Con estos o parecidos casos ilustraría en una carta confidencial al
general Varela Iglesias, advirtiéndole, sin querer comprometerle, de
las anormalidades que padece su tierra, sobre las que, llegado el ca-
so, estaría dispuesto a declarar ante la autoridad que se considerase
competente. Entre todos aquellos reseñaría el caso del cabo de la
Guardia de Asalto Cesáreo Berrocal.
Cesáreo Berrocal había participado en la defensa del Gobierno Ci-
vil el 18 de julio bajo las órdenes del malogrado capitán Yáñez-
Barnuevo. Después de unos días de cárcel junto a otros compañeros
arrestados fue reintegrado en el cuerpo a las órdenes del recién as-
cendido capitán Carlos Díaz Domínguez, quien, hábilmente, no hu-
bo acompañado, siendo teniente, a su superior en aquella defensa.
Inesperadamente era arrestado al mes de prestar sus servicios, entre
los cuales figuraba formar parte de los piquetes de fusilamiento, que
así los resarcían de su impostura en el pasado. El Consejo de Guerra
oyó testimonios sobre su valoración personal, unos declararon que
era persona de orden, responsable, obediente, nada peligroso, otros
que era izquierdoso, que empleaba el saludo anarquista salud alzan-
do la mano y que promovía ideas subversivas. Refiriéndose a su
participación en la defensa del Gobierno Civil, él mismo adujo que
desde su posición en la ventana no tenía visibilidad suficiente como
para dirigir disparos certeros. Nadie objetó. El abogado defensor pi-
dió la absolución, él, el fiscal Rodríguez Franco, treinta años de re-
clusión, en parte presionado por extrañas percepciones advertidas
durante el juicio. En efecto, el tribunal consideró su participación
voluntaria al no abandonar el edificio durante la tregua de la tarde,
dictando la condena a muerte.

227
En el Castillo Santa Catalina ha sido abatido esta misma tarde. No
es lugar habitual de fusilamientos. No alcanza el fiscal a reconocer
la excepcionalidad de este caso. Esta condena a muerte ha sido otra
aberración, otro exceso, otro abuso en la aplicación de la justicia.
Agradece haber sido apartado de ulteriores ejercicios como fiscal en
tribunales militares de aquella índole. Quienes han ocupado su lugar
son sin duda más intuitivos y afines al sentido final de los consejos
de guerra, para no incurrir en sus mismas contrariedades.

228
COMENTARIOS A LOS CAPITULOS.

18 JULIO 1936

ARDE CÁDIZ

El afán destructivo no podía sino perjudicar a los que participaban,


a los propios vecinos, pues eran sus comercios y sus negocios los
que destrozaban y quemaban. ¿Era entonces un arrebato suicida?
¿Verdaderamente todos los saqueos y quemas corrieron a cargo de
trabajadores, instigados por sus representantes, p.ej., desde Radio
Cádiz? ¿Podemos imaginar a líderes sindicales o de partidos políti-
cos alentar la quema de los medios de vida de los pequeños comer-
ciantes?
El Diario de Cádiz del 21 Julio 1936, primero en publicarse tras el
levantamiento militar, incluye entre los comercios saqueados la re-
lojería Rendón (ver Alicia Domínguez). Tradicionalmente se cuenta
que fueron los moros, consentidos por Varela, quienes se apropiaron
de los relojes, etc. No los obreros.

ASEDIO AL GOBIERNO CIVIL

La muerte del joven corneta Rafael Soto Guerrero se considera la


primera en Cádiz a consecuencia de la sublevación militar del 18 de
julio de 1936. En julio del 37 la corporación municipal aprobó colo-
car una lápida conmemorativa en la fachada del entonces Gobierno
Civil y asignarle el nombre de una calle. Este nombre ha perdurado
hasta nuestros días, mientras la lápida se retiró en los años 90. Ha
habido iniciativas para suplir el nombre de dicha calle por el de la
primera víctima del bando republicano, o hacer que coexistan, o que
cada uno tenga la suya. De momento ninguna ha prosperado. (ver
artículo de Diario Cádiz 18 julio 2001).
La atribución de su muerte tradicionalmente apunta a la comunista
Milagros Rendón. Sin embargo, no hay pruebas concluyentes, y los
testimonios provienen del bando alzado y sus simpatizantes, intere-
sados en demonizar a sus víctimas. Aun suponiendo que esta mujer

229
participara activamente en la defensa del Gobierno Civil, es imposi-
ble saber que sus disparos fueran los que le abatieran.
Lo más probable, y tal es mi propuesta, es que fuera un guardia de
asalto desconocido, al que llamo Cesáreo Berrocal. Entre los perso-
najes reales de mi historia, introduzco los ficticios, que bien pudie-
ran ajustarse a personajes reales. Aquí aventuro que los disparos que
realizara iban dirigidos al general Varela Iglesias para así descabe-
zar el mando, y el corneta, su asistente desde la tarde anterior, le
sirvió de providencial escudo.
(Ver cap. Final de Tomás Azcárate... y comentarios; y cap. Fiscal
de la Audiencia... y comentarios).

Joaquín, uno de los hermanos Arcusa Corbacho, conocidos falan-


gistas e hijos de un armero, fue detenido y conducido al Gobierno
Civil, como lo fueron los oficiales Julio Almansa Díaz y Joaquín
Rodríguez Llanos, al interferir en los planes de resistencia de las au-
toridades civiles. Tradicionalmente se entiende que trató de impedir
el asalto obrero a la armería de su padre y por eso lo llevaron consi-
go. No sabemos si el padre o alguno de los otros hermanos presen-
ció estos hechos, lo que no es descartable, y en ese caso, por qué no
serían también detenidos. Por otro lado, si aquellas armas de la co-
nocida armería hubieran tenido gran valor, es extraño que no se hu-
biesen anticipado en aprehenderlas los propios falangistas, tal como
se apunta el interés que tuvieron en armarse y de la sospecha de que
un carbonero llegase días antes con una valiosa provisión de fusiles.
Aquí introduzco un hermano ficticio, Leandro Arcusa, también de-
tenido, a la par de Joaquín. Este personaje pretende representar el
arquetipo de asesino nacido en la retaguardia a expensas del movi-
miento militar. Pretende ajustarse a uno de esos que todavía recuer-
dan algunos vecinos y cuyo hacer en Cádiz no acaba de olvidarse.
(María Iglesias).
Había un hermano, Juan, que participó en la misión de los faluchos
del 24 de julio, siendo herido en el trascurso de la misma, muriendo
posteriormente en el Hospital de Ceuta. El rastro de Joaquín lo pier-
do tras su comparecencia como testigo en los juicios contra las auto-
ridades encerradas en al Gobierno Civil (también comparecieron los

230
oficiales del ejército Julio Almansa Díaz y Joaquín Rodríguez Lla-
nos). Al principio los confundí, tomándolos por uno solo. Luego no
pude reparar la confusión, si bien decidí que me interesaba “identi-
ficarlos” para establecer un vínculo especial con Leandro. (Ver co-
mentarios a Muerte del falangista Arcusa.)

En Datos para la historia de la Falange gaditana se narra cómo


Manuel Mora Figueroa interpeló a los oficiales de la dotación del
Churruca por su impresión de la marinería (p.69). El capitán de cor-
beta Fernando Bustillo explicó que si no se había sublevado era por
la presencia del Tabor de Regulares, del cual una sección vigiló la
sala de máquinas durante la travesía. Sugirió pedirle al general Va-
rela que una sección de la Guardia Civil hiciera lo propio para vigi-
lar el regreso a Ceuta. Manuel Mora Figueroa quiso trasladar al ge-
neral dicha inquietud y sugerencia. Sin embargo, por pudor y no
desear perturbarlo, se retractó.
En cambio, en el artículo de José Petthengui Los Moros en Diario
de Cádiz, 18 julio 1997, se cuenta que el sargento moro Hamido Al
Lido, habiendo sospechado de la marinería durante el viaje, informó
al general, al que conocía por ser su antiguo capitán del Harca:
“¡Mira tú, general, yo Hamido de la Harca, por Dios Mulana grande,
que gente barco no estar miziana (no son de fiar)”. En consecuencia,
el general Varela ofreció una sección del Tabor al comandante del
buque Fernando Barreto, pero este no la consideró necesaria.
La intención del Churruca era seguir transportando tropas moras a
la península. Sin embargo, al poco de zarpar de Cádiz, la marinería
se amotinó. Desembarcó a los oficiales en Málaga, donde, como re-
presalia al primer bombardeo aéreo nacionalista que sufriría la ciu-
dad, serían fusilados, junto al almirante Bastarreche y otros marinos.

El alcalde Manuel de la Pinta se hallaba en Madrid el 18 de julio.


El alcalde accidental Rafael Madrid González estaba en Cádiz. ¿Se
refugió este en el Ayuntamiento para resistirse al levantamiento mi-
litar? Según el libro La Justicia de Queipo de Llano, sí (pg. 67). Sin
embargo, la prensa local refleja que es detenido en la calle un par de
días después de acabar con aquella resistencia (el 21). Si hubiera es-

231
tado en el Ayuntamiento se lo habrían llevado detenido desde un
primer momento, como hicieron con el ex jefe de la Guardia Muni-
cipal Antonio Muñoz Dueñas o el comunista Francisco Rendón.

6 AGOSTO 1936

DESCARGA DEL USARAMO

En Cádiz atracó el buque mercante Usaramo con ayuda material y


de personal técnico y de aviación. Esta contribución era secreta. La
incipiente Legión Cóndor.
En el artículo de Miguel Valverde Espín “Legión Cóndor” en la
revista “Arena y Cal” se habla de un buque alemán con cargamento
parecido que llega a Sevilla el 19 julio 1936. Si este es el primero, el
siguiente sería el Usaramo, el 6 agosto 1936. Hacia el 14 agosto
1936 el buque Wigbert desembarca en Lisboa otro cargamento pa-
recido.
Los generales implicados en la conspiración intentaron la ayuda
formalmente mediante escritos a la Wilhemstrasse o por otros con-
ductos oficiales. Mola y Queipo de Llano fracasaron, y también
Franco, a través de Beigdeber, que había estado destinado en Ale-
mania. Sin embargo, Franco acierta cuando aprueba la iniciativa del
comercial nazi Johannes Bernhardt.
Lo más interesante de la partida del Usaramo son los cazas Heinkel
y los bombarderos Junkers. Los primeros para incorporarse a las ac-
ciones de ataque aéreas, los segundos al puente aéreo que traslada
las tropas africanas a la península. Ya había diez Junkers funcionan-
do, que vinieron en vuelo desde Alemania a finales de julio. Entre
julio y septiembre se trasportaron más de veinte mil soldados (Bata-
llas Aéreas de la guerra civil).
La flota gubernamental vigilaba los posibles envíos en barco, tra-
tando de interceptarlos. El Usaramo corrió gran riesgo adentrándose
hasta Cádiz. El siguiente, el Wigbert, descargaría en Lisboa. A este
le seguiría el Kamerum.

232
En octubre se crearían las firmas Hisma, marroquí, y Rowak, ale-
mana, para, a través de ellas, conformar los envíos y sus contrapar-
tidas. Queipo de Llano realizó un primer pago en moneda, para, en
adelante, realizarse en especies: mineral de las minas de Riotinto,
wolframio del país Vasco, cereales de Andalucía...; lo que siguió
durante la posguerra y hasta después de la segunda guerra mundial,
pues los aliados obligaron a que esta deuda con el pueblo alemán
fuera saldada íntegramente, lo que no poco contribuyó a aquel pe-
ríodo de escasez y hambruna.

Dos bombardeos se produjeron muy seguidos en Cádiz, a cargo de


dos buques de guerra, el crucero Cervantes y el destructor Almirante
Valdés, el 6 de agosto y el 7 de agosto respectivamente. La razón
tradicionalmente aducida es como represalia por el paso de tropas
africanas en el convoy que franqueó el Estrecho el 5 de agosto. Al-
geciras, donde desembarcaron, también fue bombardeada, en con-
creto, por el acorazado Jaime I, que alcanzó y hundió al cañonero
Dato, atracado en el puerto, cañonero que había participado en la
escolta de aquel convoy.
El Usaramo arribó a Cádiz el 6 de agosto, no sabemos exactamente
a qué hora; pudo ser de madrugada. En la narración descarga duran-
te toda la mañana, terminando hacia el medio día, coincidiendo con
el bombardeo del Cervantes, que ocurrió sobre la una. O sea, el Usa-
ramo pudo ser uno de los objetivos del Cervantes.
El ataque del Almirante Valdés ocurrió el día 7 de agosto por la
mañana. Con toda probabilidad el Usaramo aún permanecía atraca-
do en el muelle, de donde pudiera considerarse uno de sus posibles
objetivos.
Los proyectiles del Cervantes cayeron en las cercanías de la Fábri-
ca de Torpedos, del Dique de Matagorda, así como hizo blanco en el
nº 6 de la calle Cardenal Zapata, un domicilio civil, y ligeramente en
la bóveda del Oratorio de San Felipe. No hubo víctimas.
El destructor Almirante Valdés alcanzó las inmediaciones del De-
pósito Franco, cayendo en agua, y el nº 10 de la calle Pasquín, a cu-
ya azotea se habían asomado los curiosos. La metralla alcanzó un
vecino, que murió en el acto.

233
En el siguiente capítulo veremos que las tropas africanas que vinie-
ron en aquél convoy se detuvieron en Cádiz, donde desfilaron y fue-
ron arengadas por el gobernador militar de la plaza, pudiendo cons-
tituir igualmente otro de los objetivos de aquellos buques.
Me ha empujado cierto afán de encontrar objetivos concretos en
aquellos ataques.

En la factoría aeronáutica de Cádiz había el 18 de julio tres hidro-


aviones Dornier Wall, dos de ellos terminando de repararse. El te-
niente de navío Miguel Ruiz de la Puente se había desplazado a Cá-
diz para llevar el D-8 a la base de San Javier (Murcia). Pero al de-
clararse el estado de guerra, quedó a la espera hasta que el día 20 el
general Varela le ordenó dirigirse a Ceuta y presentarse al coronel
Yagüe, desde donde iniciaría el puente aéreo junto con otros aviones
provenientes de Larache (tres Breguets XIX) y de Sania Ramel (tres
trimotores Fokker F-VII).
El día 22 el D-8 realizó cuatro vuelos, en uno de los cuales trasladó
a Sevilla al general Orgaz. El día 23 trasladó a Cádiz la dotación del
D-5, que había acabado de repararse, incorporándose al puente aé-
reo el 24. (Batalla del Estrecho. pg. 52, 57 y 58.)

TROPAS AFRICANAS

La noche del 5 al 6 de agosto la mitad de las tropas africanas que


cruzaron en el denominado Convoy de la Victoria pernoctaron en
Cádiz; las demás continuaron hacia Sevilla. Al día siguiente prose-
guirían el viaje en ferrocarril. El gobernador militar López-Pinto les
arengó durante la despedida. (La Información. 7 agosto 1936.)
El Cervantes bombardeó la ciudad hacia la una de la tarde. Las
tropas africanas fueron despedidas con toda pompa hacia las tres de
la tarde. Los disparos del Cervantes pudieron haberlos buscado co-
mo objetivo. He incluso los del Almirante Valdés al día siguiente
por la mañana, si aventuramos que llegó con “retraso” o suplió a
aquél por disponer de baterías de mayor alcance.
Es posible que ambos buques esperaran interceptar dichas tropas.
La flota republicana había descuidado provisionalmente la vigilan-

234
cia del Estrecho y ello lo aprovechó Franco para ordenar la partida.
El convoy no iba fuertemente arropado por buques de guerra, pero
sí por aviación, especialmente italiana, que desvió los ataques de los
pocos buques enemigos que les estorbaron. (La batalla del Estre-
cho). Para resarcirse de este fracaso la flota republicana la empren-
dió con los puntos de paso de las tropas africanas en su marcha a
Sevilla: Algeciras, Cádiz... He incluso con el de partida: Ceuta.
En resumen: las razones más plausibles de los bombardeos navales
a Cádiz del 6 y 7 de agosto fueron: 1) Como represalia por el paso
del convoy del día 5. 2) Objetivos concretos como: Fábrica de
Torpedos, Dique Matagorda, Depósito Franco..., cerca de los cuales
cayeron las bombas, aunque no hicieron blanco. 3) El Usaramo y su
cargamento de aviones alemanes desmontados. 4) Las tropas africa-
nas que, después de desembarcar en Algeciras, pasaron por Cádiz.

Las represalias son una de las bazas del conflicto. Queipo de Llano
había telegrafiado a López-Pinto: General Franco en radio hoy me
dice: Enterado escuadra pirata bombardea poblaciones civiles con-
tra todo derecho gentes caso llevarse a cabo bombardeo intencio-
nado contra cascos poblaciones fuera radio de radio dispersión de
elementos militares defensa procederá ejecución de más caracteri-
zados en represalia por cada baja causada población civil ancianos
mujeres o niños, trasládelo conocimiento y cumplimiento. Por eso,
el gobernador militar emite, para que lo recoja el crucero Cervantes,
lo siguiente: Caso no cesar fuego sobre Cádiz serán inmediatamen-
te fusilados familiares tripulantes. El Cervantes no responde, sí el
crucero Libertad, que se hallaba cerca, pero nada coherente. En
cambio el Jaime I responde que también ellos fusilarán a jefes y ofi-
ciales. El 7 de agosto, como consecuencia de los anteriores bombar-
deos, del Cervantes y el Almirante Valdés, se fusilan a 14 detenidos
en las cárceles.

PRIMEROS FUSILADOS

No es correcto que Mariano Zapico, Leoncio Jasso, Antonio Yánez


Barnuevo y Luis Parrilla fueran los primeros fusilados en Cádiz a

235
consecuencia de la rebelión militar. Sí los que lo fueron tras un jui-
cio sumarísimo y un Consejo de Guerra. La intención era que así
sucediera con, al menos, los cargos más representativos del régimen
anterior. Sin embargo, pronto habrá un desajuste entre los juicios y
las condenas a muerte, adelantándose estas a las sentencias que hu-
bieran de emitir aquellos, si es que siquiera se iniciaron. En la pren-
sa apareció reflejada la noticia del fusilamiento ocurrido en el Casti-
llo de San Sebastián, lo que muestra la asunción de la nueva legali-
dad sobrevenida.
En el Puerto Santa María asesinaron impunemente a varios conce-
jales del Ayuntamiento de San Fernando el día 11, siendo enterrados
en fosas comunes (El verano que trajo... p. 81). Ya se verá cómo el
juicio a Azcárate, Macalio, etc., será abortado, para resolverlo trági-
camente.
La primera de las víctimas de que se tiene constancia fue José
Blandino Rodríguez, al día siguiente del alzamiento, en los fosos de
Puerta Tierra. No se le conocen actividades políticas o sindicales, si
las hubiera. (El verano que trajo... p. 81) A lo largo del mes de julio
hubo más de una veintena de muertos, entre los que cabe resaltar la
de tres víctimas amanecidas el día 30 a los pies de la plaza de Toros,
inaugurando este lugar como improvisado paredón. Se trata de Ma-
nuel Ruiz de los Ríos, concejal del Frente Popular y masón, Manuel
Esparragosa Rodríguez, miembro de las Juventudes Socialistas y
Comunistas de Cádiz, y Juan de Dios Ríos Pérez, probable afiliado
al Partido Comunista (El verano que trajo... p.87; Cossi, p. 114).
Estas muertes dieron lugar a la definitiva reacción del gobierno mi-
litar, anunciando duras sanciones contra quienes se tomaran la justi-
cia por su mano. López-Pinto sospechaba que las milicias organiza-
das (falanges, requetés, etc.) se propasaban, yendo más allá de la
mera detención de sospechosos y puesta a disposición de la policía o
los militares. No solo esto no se acataría, sino que de las mismas
cárceles sacarían a presos para pasarlos por las armas. En el mes de
julio se produjeron decenas de detenciones. Al principio la prensa
reflejó los nombres; más adelante, los ignoró.

236
La historia de la supuesta carta dirigida por el almirante Gámez
Fossi a Tomás Azcárate está contenida en el libro Tomás Azcárate
García de Lomas. Su muerte por fin esclarecida. Aquí se ponen de
relieve las incongruencias que rodean esta prueba acusatoria. Por el
contrario, demuestra la intencionalidad de los mandos de la armada
sublevados, hacia quien desde Madrid había sido nombrado en el úl-
timo momento nuevo jefe de la Base Naval de San Fernando.

MACANDÉ EN LOS TRES REYES

La ciudad se adapta a un nuevo orden, en el que se incluyen algu-


nos antojos de quienes mandan, como este de sacar del manicomio a
un conocido cantaor flamenco para que les deleite. Si no exactamen-
te así, pudo ocurrir de otra forma o en otro momento incluyendo
otros personajes.

Psiquiátrico Bernburg (ver comentarios Final de Francisco Cossi)

ASKARI DE REGULARES

Por encima de los planteamientos religiosos con los que hábilmen-


te jugaron los sublevados, el marroquí de a pie necesitaba dinero pa-
ra contribuir al sostenimiento de la familia o, cuando menos, para no
ser una carga. El ejército español resultó un inmejorable recurso.
Aun así, las dudas religiosas surgieron, cuestionándose la predica-
ción de sus líderes espirituales, o la honestidad de sus dirigentes, en
definitiva, las razones de su participación en el conflicto.
La participación marroquí fue determinante. Sin ella, el desarrollo
de la contienda no hubiera sido el mismo, tanto por su oportunismo
como por su número, arrojo y disciplina. Esta baza la perdió en se-
guida el gobierno de la República, que intentó recuperarla más tar-
de, sin éxito.
Franco hizo concesiones, a través del coronel Juan Beigdeber, De-
legado de Asuntos Indígenas, para mantener esta alianza, como la
de permitir la legalización del Partido Reformista Nacional del pro-

237
fesor Torres. Esto significaba dos cosas: permitir un partido político
en el protectorado y, además, de corte nacionalista.

El personaje Ali Hassam se inspira en Mohammad ben Abdesalam,


a partir de los testimonios de sus familiares, recogidos en el libro
Moros ante el Alzamiento. Coinciden hasta la marcha de Moham-
mad de Yehba a Xauen, que en Ali Hassam será a Ceuta. Así mi
personaje se incorporará al Tabor de Regulares que viajó de Ceuta a
Cádiz en el Churruca y no al Tabor de Regulares de Xauén que
marchó en avión desde Tetuán a Sevilla, sumándose en Badajoz a
las tropas del coronel Yagüe. Mohammad moriría a principios de
septiembre en el frente de Talavera.
Una cuestión inquietante surge al calcular el tiempo transcurrido
en la qaxla de Regulares para, anunciaban, unirse al “askar” de
Franco, y el momento de ser enviados al frente. Según el testimonio
de Fátima Ben Effeddal, esposa de Mohammad (relato segundo),
después de ser reclutado, lo que le llevó una semana de aguardar
turno en la cola, al mes fue enviado a la guerra. Si esto ocurrió el 2
de agosto, quiere decir que aquel reclutamiento masivo (tan atracti-
vo para quienes necesitaban alimentar a sus familias), se debió ini-
ciar a principios de julio, esto es, bastante antes del alzamiento mili-
tar. Puede ser tema de discusión. ¿Se promovió la captación de mo-
ros antes de hacer efectiva la conspiración, precisamente como parte
de los preparativos de la misma? En la página 35 aparece que se
abrieron las oficinas de reclutamiento 4 días, del 26 al 29 julio. Es
imposible que Mohammad ingresara en esta fecha y que luego reci-
biera el pertinente entrenamiento para estar listo el 2 de agosto.
Estas dudas sobre las fechas de reclutamiento y los envíos de tro-
pas a la península hacen viable que mi personaje Alí Hassam recala-
ra en Cádiz el 19 de julio con el Tabor de Regulares nº 3 de Ceuta,
después de que en su entorno familiar abordaran las disquisiciones
propias sobre si era lícito o no la participación marroquí en el con-
flicto.

El piquete que fusiló el 6 de agosto a Zapico, Jasso, Yanez-


Barnuevo y Parrilla estaba formado, según el artículo de Jesús Nú-

238
ñez en el Diario de Cádiz de 18 julio 2003: El capitán Yánez-
Barnuevo, alma de la resistencia gubernamental en Cádiz, por sol-
dados del Grupo de Fuerzas Regulares Indígenas nº 2 de Melilla.
¿Cuándo recalaron estas fuerzas en Cádiz? No tengo constancia.
Quizás se refiera a un grupo escogido del Tabor n. 3 de Regulares
de Melilla, de paso por Cádiz, incluido en el convoy del 5 de agosto.
O puede que vinieran trasportadas hasta la Zarandilla, en Jerez. Sí
sabemos de las de Ceuta, llegadas en el Churruca el 19 de julio.
Mis personajes Ali Hassam y Abdul pertenecen al Tabor n. 1 de
Regulares Indígenas de Ceuta. Los incluyo en aquel piquete, a pesar
de la inconsistencia, salvo error de Jesús Nuñez.
Los fusilados en dependencias del ejército, como los fosos de
Puerta Tierra, lo fueron en muchos casos por un pelotón de fuerzas
indígenas, salvo los constituidos por guardias de asalto, obligados a
resarcirse de su pasado “rebelde”. Dicha labor ingrata se la encar-
garon, por tanto, a unos extranjeros. (ver Fiscal de la Audiencia...).

MUERTE DEL FALANGISTA ARCUSA

Pasar las tropas africanas a la península era el gran empeño en los


primeros momentos del alzamiento. El éxito de las motonaves lle-
gadas a Cádiz y Algeciras se empañó con el amotinamiento poste-
rior de los buques de guerra que las escoltaban. El puente aéreo da
la medida de sus intereses y el 4 de agosto emprendía la marcha ha-
cia Madrid el coronel Yagüe al frente de doce batallones de Regula-
res transportados de aquella manera, fundamentalmente en Junkers
alemanes.
El denominado Convoy de la Victoria comportó gran riesgo, aun-
que no faltara protección aérea y marítima, innecesario a tenor del
éxito del susodicho puente aéreo, al que pronto se incorporarían más
Junkers alemanes, los venidos desmontados en el Usaramo. De he-
cho, posteriormente no hubo más convoyes, al volver a bloquear el
Estrecho la escuadra republicana.
Antes de aquella operación se intentó pasar en faluchos de pesca al
primer Tabor de Regulares de Tetuán. El 22 de julio era trasportado
en camiones desde Fondak a Arcila, donde aguardó en la playa du-

239
rante horas, hasta que conocieron que los patronos de los pesqueros
habían huido.
La misión que partió de Cádiz el 23 de julio sí tendría éxito, si
bien, con tanto secreto la planearon que los recibieron a tiros al lle-
gar a Ceuta, causando dos muertes. El error de no avisar no lo co-
meterían a la vuelta, justo cuando iban las bodegas de los faluchos
repletas con unos doscientos legionarios de la 18 va Compañía de la
5ª Bandera de la Legión.
Franco dio su consentimiento a la misión tras la segunda entrevista
con Manuel Mora Figueroa, quien le convenció de las posibilidades
del éxito. Al principio fue bastante reticente. Quizá aceptó aquel en-
sayo suicida para sopesar el paso de un futuro convoy de más en-
vergadura. Como no tuviera éxito, lo descartaría. Como lo tuvo, re-
sultaría factible.

El verdadero nombre del falangista que falleció a consecuencia de


esta misión de los faluchos era Juan Arcusa Corbacho. He empleado
la identificación con Joaquín por las razones expuestas anteriormen-
te (ver comentarios Asedio...)

16 AGOSTO 1936

VISITA DEL JUEZ A FRANCISCO COSSI OCHOA

Con motivo de la revuelta en Asturias del 34 se declaró el estado


de guerra en Cádiz. En algunos pueblos de la provincia hubo alter-
cados, especialmente en Paterna de la Rivera.
Tomó el poder el entonces gobernador militar Julio Mena Zueco,
que, entre otras medidas, suspendió los ayuntamientos de izquier-
das, entre ellos el del Puerto de Santa María, cuyo alcalde era Fran-
cisco Cossi Ochoa.
En tales medidas también participó el gobernador civil Luis Armi-
ñan, cuya fama de implacable se dejó sentir. (Pettengui)
Imaginé que Francisco Cossi en su viaje a Madrid pudo haber he-
cho un paréntesis para visitar a Julio Mena Zueco. Leyendo sobre
ellos presumí una antigua amistad, sin duda malograda o, cuando

240
menos, mermada por los sucesos del 34. Los destinos de cada uno
ahora se parecían. El ex gobernador militar de Cádiz había sido he-
cho preso en Burgos. Durante años se creyó que había sido fusilado.
En juicio sumarísimo se declaró no haber “indicios razonables de
culpabilidad”, quedando en libertad en marzo de 1937.

Posiblemente José Manuel Puelles de los Santos, presidente de la


Diputación Provincial de Sevilla, estuviera también presente en la
jornada del 12 de julio, lo que no he podido verificar.

La causa dimanante del sumario contra Zapico, Jasso Paz y Yáñez-


Barnuevo proseguía, y afectaba a Azcárate, Cossi y Macalio. Este
último día en sus vidas todavía el juez instructor y su ayudante los
visitaron para tomarles declaración. Es fácil pensar que el juez no
estuviera al tanto del destino que les aguardaba.

LA LLAMADA DEL GENERAL LÓPEZ-PINTO

Queipo de Llano había nombrado el 7 agosto gobernador civil de


Cádiz a Eduardo Varela Valverde, teniente coronel de caballería,
desplazando a Ramón de Carranza, que desde el 28 de julio ocupaba
este puesto y el de alcalde. La sustitución molestó a Ramón de Ca-
rranza, que presentó su dimisión como alcalde durante la visita del
general a Cádiz el 9 de agosto. Queipo de Llano se la rechazó.
El motivo de la sustitución pudiera ser por descargar de trabajo a
Ramón de Carranza, sin embargo, es más plausible que quisiera im-
pulsar un recrudecimiento de la represión, a través de una personali-
dad más propicia a tal fin. Los viajes de Eduardo Varela a Sevilla
fueron frecuentes, ignorando no sólo al alcalde, sino al gobernador
militar López-Pinto, supuestamente amigo de Queipo de Llano.
La premura con que se solventó el caso Azcárate, Macalio y Cossi
(aunque este se les traspapeló a última hora), habiendo realizado ese
mismo día diligencias el juez instructor, sin duda obedeció a una
instrucción de Queipo de Llano, a través del gobernador civil
Eduardo Varela Valverde.

241
Suponemos a López-Pinto reticente a las ejecuciones que se salta-
ban los procedimientos jurídicos. Su esperanza descansaba, al ser
militar a la antigua usanza, en que fuera destinado pronto al frente,
olvidándose de aquellas y de las órdenes de traslado que para su
cumplimiento firmaba.

La vara disciplinaria que traía el nuevo gobernador civil Eduardo


Varela Valverde la expresó en sendos anuncios públicos, el primero
de ellos al día siguiente de tomar posesión de su cargo.

Anuncio del 8 de agosto:

Mi misión...: imponer el principio de autoridad y hacer justicia;


pero justicia rápida, inexorable y tajante. No vengo a defender pri-
vilegios ni estoy dispuesto a defender tiranías.
A los profesionales, aficionados y espontáneos de la política, les
aconsejo que no traten de lanzarse al ruedo, no tengan que arre-
pentirse de ello: la política murió para que viva la justicia.

Anuncio del 14 de agosto:

He visto en fachadas y balcones... y hasta en edificios públicos, le-


treros y emblemas del régimen odioso que murió para tranquilidad y
bien de España. Doy de plazo 24 horas para que dueños, vecinos, je-
fes... los hagan desaparecer, en la inteligencia de que los haré res-
ponsables del incumplimiento de esta orden y serán considerados
simpatizantes marxistas, aplicándoles las rigurosas sanciones que
procedan... Rótulos en las calles, letreros subversivos, fechas con-
memorativas alusivas a siniestros personajes del pasado régimen...

FINAL DE TOMÁS AZCÁRATE GARÍA DE LOMAS

Tomás Azcárate es traído al Regimiento de Infantería nº 33, a los


fosos de Puerta de Tierra, pasadas las cuatro de la tarde, para ser
ejecutado a las seis, junto a Rafael Calbo, Julián Pinto, Antonio
Muñoz Dueñas y Antonio Macalio.

242
Es una broma macabra del destino que por la mañana le insuflara
esperanzas la visita del juez instructor comandante Camarero Arrie-
ta, al menos, en la medida en que debía celebrarse un juicio (el re-
sultado final sería otra cosa).
Sus últimas declaraciones (una de ellas matizada respecto a su ver-
sión anterior: el acto realizado por las tropas...) aparecen reflejadas
durante aquella visita del juez instructor, si bien, según el libro To-
más Azcárate.. Su muerte por fin esclarecida estas se hicieron en un
presuroso Consejo de Guerra celebrado en los fosos de Puerta Tie-
rra. Aquella visita está apuntada en el libro de Jesús Núñez sobre
Francisco Cossi.

El nombre del comandante del Castillo de Santa Catalina, Rafael


López Alba, sacado de la prensa antigua, parece en contradicción
con la nota manuscrita suscrita por un teniente de la Guardia Civil,
que podemos contemplar en el libro Tomás Azcárate, Su muerte por
fin esclarecida: Dice así: He recibido del comandante Melchor del
Castillo de Santa Catalina al cap. de fragata d. Tomás Azcárate y al
cap. retirado d. Antonio Muñoz Dueñas. Cádiz, 16 Agosto 1936.

Antonio Vega Montes de Oca era amigo de Tomás Azcárate y su


familia. Después de ser gobernador civil durante diez días a partir
del alzamiento militar pasa a ser jefe del Regimiento de Infantería nº
33 (en el Gobierno Civil le sustituirá Ramón de Carranza, y a este
Eduardo Varela). El hijo de Tomás Azcárate intentó hablar con él,
viendo que lo trasladaban a su Regimiento. No le dejaron acceder.
Cuando lo hizo después del fusilamiento, le recibieron la mujer y un
hijo; él estaba indispuesto. Es difícil acercarse a los sentimientos de
Antonio Vega. Debieron ser contradictorios: por un lado, acataba
como militar una orden superior; por otro, como amigo de uno de
los reos de muerte, le abrumó la impotencia. No sabemos si en al-
guna forma intentó interceder por Tomás; cualquier tentativa pare-
cía infructuosa, llegado aquel último momento. Tampoco se conoce
que en fechas anteriores, ni cuando fuera gobernador civil durante
diez días, se interesase por el capitán de fragata. Quizás sea este el
caso de alguien que renuncia a pelear y arriesgarse por un amigo,

243
consintiendo y resignándose al asesinato instituido, por la fuerza
mayor de los acontecimientos y de las órdenes de sus superiores.

En el pelotón de fusilamiento se encuentra el guardia de asalto Ce-


sáreo Berrocal. Es el mismo que en la ficción quiso abatir al general
Varela durante el asedio al Gobierno Civil. Mi presentimiento, co-
mo ya dije, es que la bala que mató al corneta Soto Guerrero iba di-
rigida a dicho general.
Muchos de los guardias de asalto que resistieron el asedio obede-
ciendo las órdenes del capitán Yáñez-Barnuevo, después de un
tiempo detenidos, fueron reintegrados al cuerpo. Como este debía
recuperar la credibilidad y confianza de los sublevados hubo de
acometer labores ingratas como detenciones y fusilamientos. El
nuevo capitán al mando, Carlos Díaz Domínguez, guiaría varios pe-
lotones.
Hubo guardias de asalto que aun acatando estas nuevas funciones
policiales acabaron mal. El personaje Cesáreo Berrocal no dispara a
las víctimas en el paredón. Este detalle significativo justificará su
malhadado destino final. Quién sabe cuál debió servir para condenar
a aquellos guardias de asalto reales en los que está basado este per-
sonaje: José Berrocal Ale, muerto el 10 de enero de 1937 en el Cas-
tillo Santa Catalina, y Cesáreo López Corredera, muerto el 18 de
mayo de 1937 en los fosos de Puerta Tierra (El verano que trajo...
Lista de represaliados).

El comentario despectivo en el cementerio de San Fernando al pa-


so de la comitiva fúnebre que acompañaba el entierro de Tomás Az-
cárate a cargo de un párroco está referida en Tomás Azcárate, Su
muerte por fin esclarecida. Aquí se omite el nombre de dicho párro-
co. Sin embargo, todos los indicios apuntan a que fuera Recadero
García Bendijo. Referencias a sus modales se encuentran en Trigo
Tronzado.

(Ver cap. Fiscal de la Audiencia... y comentarios).

244
FINAL DE FRANCISCO COSSI OCHOA

Curiosamente se dio el contrasentido de que se aplicaban condenas


a muerte antes de que se terminasen los procedimientos judiciales
en curso. Algunos jueces se enterarían tarde de que sus procesados
habían sido fusilados. Sin duda debió ser el caso del juez Camarero
Arrieta, como le había pasado a Cipriano Díaz.
Muchos juicios sumarísimos pretendían maquillar la consecución
de la condena a muerte. Otros ni siquiera llegaron a concluirse, pro-
duciéndose la ejecución por orden de las altas instancias militares.
Por supuesto, para muchos otros no hubo ni procedimiento ni nada,
amaneciendo muertos. En todo caso se intentaron guardar las apa-
riencias.
Este formato de justicia se instauraría en todo el territorio nacional
conforme se fue conquistando. En Cádiz ocurrió desde bien tem-
prano.

Proponemos que Francisco Cossi Ochoa se les traspapeló: debía


haber muerto por la tarde con aquellos otros. La prensa, errónea-
mente, lo incluyó en la lista de los fusilados. Suponemos que
Eduardo Varela Valverde conoció casualmente este descuido y or-
denó enmendarlo. El final en la Fábrica Nacional de Torpedos lo
consideramos por ser el último lugar a donde se tiene constancia de
su paso la noche del 16 al 17 de agosto (consta en la ficha de salida
de la cárcel). La insinuación de que lo quemaran en un horno es al-
go osada. Lo más probable es que de aquí lo condujeran fuera de
Cádiz para fusilarlo y enterrarlo en una fosa común, de manera si-
milar a quienes cayeron aquella noche (Manuel Fernández Moro, ex
alcalde del Puerto de Santa María, José María Fernández Gómez, ex
alcalde de Puerto Real, etc.). Sus restos siguen sin estar localizados.

En la frase: “...si Tomás Azcárate hubiese pasado a su jurisdic-


ción, lo habrían encerrado aquí, entonces quizás hubiese salvado el
pellejo...” está implícita la insinuación de que si Tomás Azcárate
hubiese estado detenido en algún centro de la armada, no del ejérci-
to, la justicia militar competente hubiese sido la de este ramo, ha-

245
biendo tenido más posibilidades de salvar la vida. Es una idea saca-
da de otros autores. (Tomás Azcárate. Su muerte por fin esclareci-
da.)

Mi elección de un doctor muerte nazi de referencia cuyas ideas hu-


biesen influido en Hans Fonsaken está condicionada por la fecha en
que estamos, año 1936, aún temprana. Otros candidatos pudieron
ser:
1) Dr. Alfred Hoche, profesor de psiquiatría en la Universidad de
Freiburg, que en 1920 publica un libro titulado: “El permiso para
destruir la vida indigna”.
2) Dr. Aribert Heim, responsable de envenenar y torturar a centena-
res de presos en el campo de concentración de Mauthaussen.
3) Dr. Josef Méngüele, apodado el Ángel de la Muerte, responsable
de experimentar y asesinar a presos del campo de concentración
de Auschwitz.

Este último había estudiado e investigado en el Instituto de Heren-


cia Biológica e Higiene Social de Frankfurt bajo la tutela del nazi y
especialista en ciencia eugenésica Ottamr Von Verschver.
Las ideas habían sido expuestas, faltaba ponerlas en práctica. El
primer caso de muerte inducida fue la del bebé Knaver en 1938:
ciego, retrasado mental y sin un brazo y una pierna. Antes del holo-
causto en los campos de exterminio se había iniciado la limpieza ba-
jo la consigna “higiene racial” en centros psiquiátricos como el de
Bernburg. Antes de que se desatara la contienda mundial en sep-
tiembre de 1939 ya habían pasado de sólo esterilizar a los discapaci-
tados a aniquilarlos directamente.

25 AGOSTO 1936

VELATORIO DE UN BALILLA

Los Breguets XIX que arrojaron varias bombas sobre Cádiz el 26


de agosto pertenecían a la 10ª Escuadrilla del Grupo 21 de la 1ª Es-
cuadra de Aviación Aeródromo de Andujar.

246
Los presumibles objetivos, por la cercanía de los impactos, fueron:
Estación Radiotelegráfica de la Guardia Civil en la calle Fermín
Salvoechea nº 14, base de Puntales, Fábrica Nacional de Torpedos,
Arsenal de la Carraca, Baterías de la Plaza, Talleres de Artillería,
Talleres de San Carlos, Factoría de Matagorda y demás centros de
producción de la SECN (Sociedad Española de Construcción Na-
val).

El gobernador civil Eduardo Varela Valverde estaba decidido a


tomar represalias por la varias muertes de civiles causadas por las
bombas, entre ellas, la del balilla Ramón Sánchez Gey. En La In-
formación, 26 Agosto 1936 manifiesta que hasta ahora habían sido
demasiado benignos con los rojos y sus simpatizantes. De primeras
emite sanciones contra aquellos establecimientos que cerraron sus
puertas al caer las bombas por antipatriotas, causar alarma y faltar al
valor cívico.

Ramón de Carranza estaba empeñado en demostrar que Cádiz era


ejemplo de adhesión al movimiento salvador. Eduardo Varela no lo
creía así, y por eso la represión no debía remitir. El veneno inocula-
do por los rojos en el pasado aún persistía y sería difícil eliminarlo
del todo si no era acabando con sus portadores.

El final del ex secretario del partido socialista Federico Barberán


Díez quizás quepa imaginarlo de otra manera. Según el libro La Jus-
ticia de Queipo el 19 de agosto los vecinos de la calle Fernando
García de Arboleya hallaron un cadáver en la calzada imposible de
identificar. Dos orificios de bala entraban por la nuca y salían por el
rostro. Los papeles que llevaba en los bolsillos revelaron su identi-
dad, dando cuenta a la policía y al juzgado.
Por otro lado la prensa publicó las declaraciones del gobernador
civil al respecto: “Cuando era conducido a la Comisaría de Vigi-
lancia opuso resistencia a la fuerza que lo conducía, a la vez que
intentaba fugarse, por cuya razón hubo necesidad de hacer fuego
contra él, matándolo.”

247
Parece inverosímil que después de ser abatido lo dejaran abando-
nado en la calle si es que había sido arrestado por fuerzas policiales.
Más bien la versión del intento de fuga parece una invención para
justificar aquella muerte. Además, dos tiros en la nuca es demasiada
precisión como para resultar de un forcejeo e intento de fuga.
El libro La Justicia de Queipo de Llano defiende que es un caso
peculiar, al tratarse de la muerte de un civil incurso en el sumario
47/1936, instruido por el capitán Cipriano Briz González, que pre-
tendía juzgar a los resistentes en el Ayuntamiento el 18 de julio. Pa-
rece ser que los interrogatorios y averiguaciones se extendieron a
toda la corporación republicana anterior a esa fecha, un listado de la
cual, a petición del juez instructor el día 14 de agosto, le remitió el
alcalde Ramón de Carranza.
Federico Barberán, desde que fue detenido hasta que amaneció
muerto la mañana del 19 de agosto, estuvo en poder y bajo respon-
sabilidad de los militares. Al encontrarlo muerto los vecinos y avi-
sarse a la policía y al juzgado se cursó la inscripción de su muerte
en el registro civil, lo que se hizo, constando como causa: hemorra-
gia bulbar traumática. Debido a la intervención del juzgado, la au-
toridad militar hubo de dar una explicación, la cual es la que aportó
el gobernador civil.

La muerte del ex concejal socialista Santiago Fernández Péculo es-


tá reflejada en La Información, 19 Agosto 1936.

29 AGOSTO 1936

FINAL DE MILAGROS RENDÓN MARTEL

En la Información, 30 Agosto 1936, puede leerse: Fusilamientos de


ayer tarde en los fosos de Puerta Tierra, nombrándose, junto a los
otros tres consignados en el capítulo, la comunista Milagros Rendón
Martel.
La noticia refiere la presencia del padre de Mercedes Benbenuty en
esta ejecución, Luis Benbenuty. ¿Estaba allí porque era su deber en
ese momento o para hallar consuelo tras la muerte de su hija, herida

248
mortalmente en el bombardeo de los Breguets XIX? La sugerencia
de la prensa está más cerca de lo segundo, además de, para ser testi-
go del inevitable castigo que ha de caer sobre los rojos, cómplices
de los ataques enemigos.

El arresto de Milagros Rendón es ideado, aunque debió ocurrir de


forma parecida. El libro Datos para la historia de la Falange gadi-
tana cuenta el ataque que ella sola realizó a las tropas de Regulares
que celebraban la toma del Ayuntamiento del Puerto de Santa Ma-
ría. A continuación, aunque registraron el domicilio buscando al pa-
co, nadie la reconoció, lo que resulta extraño. Quizás el autor con-
tribuya a la leyenda de la comunista, así como le atribuyeron la
muerte del corneta Soto Guerrero, durante el asedio al Gobierno Ci-
vil (ver comentarios Asedio...).
Sí es plausible que al abandonar el Gobierno Civil se refugiara en
la casa de su cuñado Daniel Ortega, conocido comunista, en el Puer-
to de Santa María, aunque por poco tiempo. En general cabe pensar
que ninguno de los rojos más buscados se escondió en su propio
domicilio o en el de algún familiar por ser los primeros en registrar.
Imagino que Milagros Rendón no permaneció mucho tiempo allí, de
ahí que proponga su detención en un hipotético domicilio de Cádiz,
pues en esta ciudad es, a la postre, donde la ejecutaron.

La detención del dueño del bar La Ultima Carta, Constantino Gu-


tiérrez, está recogida en La Información, 28 Agosto 1936. Le en-
contraron información confidencial sobre personajes de la derecha
gaditana. En los listados de la autora Alicia Domínguez aparece ins-
crito su fallecimiento en el Juzgado de Primera Instancia e Instruc-
ción comunicado por su viuda Feliciana López Lasso el 30 de agos-
to. El lugar, el Campo del Sur, y la causa: atricción cerebral por dis-
paro de arma de fuego.

El alcalde de San Fernando, el médico socialista Cayetano Roldán


Moreno, detenido en aquellos momentos en el Ayuntamiento de San
Fernando, desconocía el final de sus hijos: los tres habían sido eje-
cutados el 16 de agosto.

249
Cuando él fue conducido al patíbulo el 29 de octubre, suspiró por-
que, al menos, le quedaba el consuelo de la supervivencia de sus hi-
jos. Se cuenta que al oírlo uno del piquete de fusilamiento le espetó
cruelmente la verdad. Probablemente a Cayetano, desde ese instan-
te, no le importó morir. (Trigo Tronzado.)

El capellán Recadero García Bendijo ha aparecido en la visita de


Queipo de Llano a San Fernando (capítulo La llamada del General
López-Pinto), bendiciendo detentes. Más tarde, haciendo un comen-
tario despreciable sobre los Azcárate (capítulo Final de Tomás Az-
cárate). Ahora, la historia local nos lo presenta obligando a los reos
de muerte a confesarse o, al menos, besar el crucifijo, so pena de re-
cibir un violento golpe de crucifijo. (Trigo Tronzado.)

La tierna escena entre Milagros Rendón y Manuel Morales está re-


flejada en La Información, 30 Agosto 1936. Quizás fuera una licen-
cia periodística, de acuerdo con los tiempos que corrían, intentando
impresionar a los rojos que aún resistían, o confundirlos con las fla-
quezas de sus mitos. Se apunta que aunque no se confesara, besó el
crucifijo, lo que demostraba un póstumo rapto de lucidez, arrepin-
tiéndose de su enfermiza ideología.

Virgilio Pérez quedará en la memoria como aquél que entregó


inocentemente su propia sentencia de muerte a su verdugo el almi-
rante Gámez Fossi. Podría, como jefe telegrafista, haber ocultado el
telegrama recibido de Madrid con los nuevos nombramientos, en
vez de pasarlo a su superior. Lo hizo pensando que aquél interpreta-
ría la medida tan insólita como a él le pareció y la intentaría aclarar
o simplemente la ignoraría. Lo que resolvió Gámez Fossi fue su de-
tención, ya que alguien nombrado desde Madrid debía considerarse
automáticamente enemigo. Fue ejecutado el 28 de agosto.

A Manuel Morales, comandante de marina retirado, amigo de Vir-


gilio Pérez, isleño, lo fusilaron en Cádiz. ¿Por qué unos caían en
Cádiz y otros en San Fernando? Comentamos que si Tomás Azcára-
te hubiese permanecido detenido en San Fernando bajo la jurisdic-

250
ción de la armada, quizás su final hubiese sido distinto, quizás se
hubiese salvado (comentarios Final de Tomás Azcárate). A la vista
del desenlace del caso del capitán de corbeta Virgilio Pérez, parece
definitivamente poco probable.

28 SEPTIEMBRE 1936

LIBERACIÓN DE 40 PRESOS Y FINAL DE MANUEL DE LA


PINTA

Liberación de 40 presos.

La vinculación del suceso durante la procesión de la Patrona con la


posterior liberación de cuarenta presos es una hipótesis verosímil,
pero indemostrable. La mujer que irrumpió en la procesión, pidien-
do clemencia por su marido preso debió conmover a las autoridades.
No puede ser casualidad que al día siguiente se decretara la libera-
ción de nada menos cuarenta presos. José Díaz Díaz fue excarcela-
do, pero fusilado seis meses después, el 30 de abril de 1937 (El ve-
rano que trajo... Lista de represaliados)

En el Gobierno Civil murió José Rodríguez León (El El verano


que trajo...). Este hecho debió ser dramático, y poco se ha destacado
en la literatura local. Dudo que fuera cosa prevista. Indudablemente
su final era previsible, tratándose de un rojo tan buscado. El paso
por el Gobierno Civil debía ser transitorio. En verdad, ni siquiera
tenía por qué darse, salvo que fuese un antojo del gobernador. El
destino final presumible habría de ser su fusilamiento en los fosos
de Puerta Tierra, como tantos otros. Algo anormal sucedió en el
Gobierno Civil, aventuro un careo por parte de Eduardo Varela, que
acabó exasperándole.

El carácter de Eduardo Varela, fácilmente imaginable siguiendo su


trayectoria desde que ocupara el cargo de gobernador civil, hace
pensar en la desgana con que firmaría aquellas liberaciones, en su
malestar hacia los alardes y pomposidad del alcalde Ramón de Ca-

251
rranza y en la ira que pudo dominarle durante un posible careo del
electricista José Díaz. Por otro lado, gobernadores civiles así hubo
en la mayoría de las capitales de provincia, incluso superiores en
crueldad y desprecio.

Manuel de la Pinta.

Es difícil conocer en detalle el final del último alcalde republicano


de Cádiz. Al principio, le sonrió la fortuna, al no encontrarse en esta
ciudad sino en Madrid (se dice realizando unas oposiciones).
Hay varias versiones sobre su detención: que se produjo al apearse
del tren en Córdoba; que lo reconoció un falangista cuando salía de
una iglesia...
Me pareció demasiada mala fortuna encontrarse viajando hacia
Cádiz el mismo día del levantamiento militar. Recordaba a Lorca,
que viajó a Granada dos días antes. De haber permanecido en Ma-
drid, muy distinta suerte hubiera corrido.
A lo mejor no fue casual, a lo mejor quiso regresar rápidamente
(no es seguro que el viaje fuese el mismo 18 julio, pudo ser días
después), apremiado por su responsabilidad como alcalde. Descartó
permanecer en Madrid, amaba Cádiz, y prefería encontrarse allí.
Disipa algunas dudas la noticia de su detención, publicada en La
Información, 15 Septiembre 1936, y el posterior traslado a Cádiz. Al
frente de la operación estaba José María Cabeza y Fernández de
Castro, capitán jefe del primer Requeté de Cádiz, agregado a la co-
lumna del general Varela. Desde Córdoba envió un telegrama al
comandante jefe provincial Gabriel Matute y Vallas: “Por elemen-
tos de este Requeté ha sido detenido el alcalde enchufista Pinta. Lo
que participo para su debido conocimiento.”
He supuesto que averiguaron su escondite en El Carpio y planea-
ron su detención con el consentimiento del general Varela, por en-
tonces gobernador militar de Córdoba. No parece descabellado.
La ejecución en Cádiz en vez de en Córdoba (al ex gobernador ci-
vil de Granada lo mataron en Sevilla en vez de trasladarlo a Grana-
da) podía entenderse como un castigo ejemplar, si es que se le hu-
biera dado la oportuna difusión. Más bien pasó desapercibido. ¿Para

252
qué, entonces, lo trajeron a Cádiz? ¿Por qué se tomaron la molestia
del viaje si el final era irreversible?

Al principio creí que el último acto público al que asistió en Cádiz


antes de viajar a Madrid había sido la asamblea Pro-Estatuto Anda-
luz del 12 de julio con la participación de Blas Infante, Francisco
Cossi, etc. Manuel de la Pinta era presidente de Acción Pro-
Estatuto. Sin embargo, su lugar lo ocupó el alcalde accidental Ra-
fael Madrid González. Él ya se encontraba en Madrid. ¿Cuándo ha-
bía viajado a la capital?
El sábado 3 de julio (la Información, 4 de julio) participó en la Se-
sión Municipal ordinaria. En el punto 10 del orden del día se aprobó
que el día 5 comparecería en la Diputación Provincial de Sevilla pa-
ra una exposición a los municipios andaluces sobre el Estatuto.
Como Francisco Cossi viajara en tren a Sevilla para asistir al mis-
mo acto, es bastante probable que viajaran juntos (la Información, 7
de julio). Después este iría a Madrid en representación del consorcio
de la Zona Franca, al que también representaba el alcalde. Es bas-
tante probable que también viajaran juntos a la capital.
El 12 julio el presidente de la Diputación de Cádiz ya se encontra-
ba en la ciudad y, reunida la Comisión Gestora Provincial, narró su
visita a Madrid. El alcalde no parece que regresase con él. Así pues,
el viaje de ida vino a ser entre el 7 y el 10 julio. (La Información, 4
a 14 julio 1936)

El zapatero Antonio Leal Aguilera es un claro ejemplo del final


que encontraban quienes tenían gestos de humanidad con quienes
eran buscados para matarlos.

La coincidencia de Antonio Leal Aguilera y Manuel de la Pinta en


los fosos de Puerta Tierra es inventada. No es improbable que el ex
alcalde coincidiera en algún momento con un modesto personaje
(incluso el propio zapatero) que fuera a correr su misma suerte y le
reconociera.

253
1 OCTUBRE 1936

VISITA A LA CÁRCEL Y AL CEMENTERIO

En Cádiz, como en otros lugares de España, en esta época y en la


posguerra, los falangistas pusieron de moda entre sus métodos de
tortura obligar a ingerir aceite de ricino y rapar a las mujeres.

Este capítulo está basado en el testimonio de María Iglesias, a la


que mataron una tía, tal como aquí se describe. Efectivamente, po-
días visitar a un familiar a la cárcel y encontrarte el sitio. El siguien-
te lugar más probable donde encontrarlo era el cementerio.

El Goleta es el sobrenombre del dueño de una perrera que había


cerca de la estación de tren. Por María Iglesias conozco que lo usa-
ban (o se prestaba esporádicamente) para dar el tiro de gracia con la
misma pistola de sacrificar perros. Todo un símbolo macabro: el
mismo personaje y el mismo arma usados para sacrificar una u otra
clase de perros.

El caso de José Duarte Román aparece también referido en Libera-


ción de 40 presos y... La persecución de que fue objeto por el barrio
de Santa María, el salto final desde la azotea al patio interior y aquí,
malherido y renqueante, su ejecución, delante del vecindario.

La media sepultura es una modalidad precaria de enterramiento.

Según Rafael Fuentes se usó un tipo de fosa común en el cemente-


rio San José consistente en el apilamiento de los cadáveres. Llega-
ban a caber entre 5 y 10 cuerpos.

254
13 OCTUBRE 1936

ENTIERRO DE FALANGISTAS

El entierro en el cementerio San José de los seis falangistas abati-


dos en Casares, Málaga, se realizó con todo fasto y gran afluencia
de público. Entre ellos estaba Fernando Aramburu y Pacheco,
miembro de una importante familia de financieros gaditana.
La afirmación de que estuviera incluido en la lista confeccionada
por Mora Figueroa para formar parte del comando de asalto al penal
de Alicante donde se encontraba José Antonio Primo de Rivera es
pura invención. En todo caso, se conoce que Mora Figueroa, al fren-
te del mismo, elaboró una lista con falangistas de confianza, vetera-
nos y aguerridos. ¿Llegó a ser cursada y admitida?, ¿se desplazarían
los incluidos en ella a Sevilla? El plan era tal como se relata. El se-
gundo intento de liberación del líder falangista mediante el soborno
también fracasó. Solo restaba poner en marcha la misión de asalto.
Hubo tiempo para intentarlo hasta noviembre en que se conoció la
muerte del líder falangista. Los que se preparaban para llevarlo a
cabo nunca salieron de Sevilla.
La ayuda alemana era imprescindible para la buena marcha de la
contienda. En el libro Nicolás Franco, el hermano brujo (pgs. 84,
100) se explica la influencia de Warlimont y Bernhardt en la asun-
ción por parte del general Franco de la jefatura del estado. No podía
comprometerla con una misión de asalto en la que pudieran verse
implicados los alemanes.
La entrevista de Agustín Aznar y Joakim Von Konobloch con
Franco se realizó en Cáceres. Este supervisaba la llegada de una
nueva remesa de armamento alemán. Walter Warlimont había suge-
rido que la infantería necesitaba el apoyo de fuerzas motorizadas.
El 11 de octubre, en la reunión en la Comandancia de Marina de
Cádiz, se le informó a Mora Figueroa de su designación para capi-
tanear la futura misión de asalto. Luego este partiría a Sevilla para
hablar de su plan a Franco.
El 12 de octubre partió de Cádiz en el torpedero Albatros la comi-
sión que intentaría por segunda vez la liberación de José Antonio

255
Primo de Rivera mediante el soborno, esta vez ofreciéndole tres mi-
llones de pesetas al gobernador civil de Alicante. Nunca llegó a
efectuarse esta oferta.

Comenzaba a vislumbrarse como cosa inminente la caída de Ma-


drid. Una vez más al general López-Pinto, en su discurso en el ce-
menterio, se le notaba su preferencia por el campo de batalla. Ma-
drid estaba a punto de caer y él seguía ostentando un cargo pasivo.
Ramón de Carranza quería que un batallón de las milicias de Cádiz
participase de aquel momento histórico. A Pemán ya se le había en-
cargado narrar al mundo el memorable capítulo. Más adelante, ya
preparado para ello en su puesto en el frente, disculparía la tardanza
por ser preferible antes la limpieza de rojos: “Después de ver Ma-
drid desde sus puertas, debo deciros que la artillería y la aviación
nacionales están purificándola”. (Batalla de Madrid p. 409, Emiti-
do por Radio Castilla)

El diario La Información, 5 de octubre de 1936, recoge la presen-


cia en el puerto de los siguientes buques alemanes: acorazado
Deutschland, crucero Leipzig, torpederos Albatros, Seeadler y
Moewe.
¿Cuántos de estos buques permanecían aquí el 10 de octubre, día
de la reunión en la Comandancia de Marina para tratar del rescate
de José Antonio Primo de Rivera?
Presumo que el Deutschland ya habría partido, pues en caso con-
trario el almirante Carls, su comandante y jefe de la flota alemana
en el mediterráneo, se habría sumado a la reunión.
De los demás nada puedo asegurar, salvo el torpedero Albatros,
cuyo comandante necesariamente estuvo.

18 NOVIEMBRE 1936

ENCENDIDO DEL ALUMBRADO ELÉCTRICO

Entre los muchos actos previstos para cuando cayese Madrid bajo
el empuje del ejército nacional figuraba el encendido de un alum-

256
brado especial instalado al efecto. Dos días antes, el 16, Franco ha-
bía comunicado que tres columnas cruzaban el río Manzanares,
rompiendo el frente rojo. Era el principio del fin. El encendido po-
día dar a entender que al fin se había logrado. La gente se echó a la
calle para celebrarlo. Pero solo se trataba del reconocimiento oficial
que del gobierno de Burgos habían anunciado Alemania e Italia.
He jugado con este equívoco para mostrar el convencimiento de
los sublevados en la inminente victoria, por propia superioridad e
ineficacia roja.
A la vista de que Madrid no sucumbió sino hasta dos años después,
tanto preparativo parece hoy ridículo y hasta grotesco. Naturalmen-
te, al no suceder, muchos actos se pospusieron: construcción de las
casas baratas, banquete en el comedor vasco, oficios de campaña,
etc.

Tratando de hilvanar coincidencias, presumiendo que no sean ta-


les, encontré que el alcalde interino en el momento del golpe militar,
Rafael Madrid González, había sido abatido este día. Entre las ve-
leidades de las cuadrillas de asesinos pudiera encontrarse la de ha-
berlo seleccionado por el apellido.
No hay constancia de que estuviera entre los encerrados en el
Ayuntamiento el 18 de julio, sí de que hubiera sido hecho preso el
día 21 de julio (Información, 22 julio 1936). Cabe dudar de si, ha-
biendo estado, lo dejaran libre en un primer momento, para detener-
lo posteriormente. La hipótesis de su ausencia allí la refuerza su eje-
cución tardía, cuatro meses más tarde, comparado con la de otros.

A fecha 18 de noviembre es difícil precisar qué habían conquistado


las columnas nacionales al entrar en la Ciudad Universitaria, prece-
diéndoles los moros. Hasta ese momento, y quizás con un margen
de pocos días, ocuparon: Escuela de Arquitectura, Casa Velázquez,
Escuela de Ingenieros Agrónomos, Residencia de Estudiantes, Fun-
dación del Amo e Instituto de Higiene. El Hospital Clínico estuvo
ocupado por fuerzas de los dos bandos, librándose en su interior du-
ras refriegas y algún encuentro cuerpo a cuerpo. (Batalla de Madrid,
pgs. 298, 305, 309.)

257
9 DICIEMBRE 1936

DESPEDIDA DEL GOBERNADOR MILITAR LÓPEZ-PINTO

Por fin se cumplía el sueño de López-Pinto: ocupar un puesto más


acorde con las vicisitudes de la contienda. No le agradaban los sin-
sabores de la retaguardia, ni el exceso de visitas protocolarias para
agradecer en nombre del ejército la colaboración de todos los esta-
mentos sociales y laborales en el triunfo del movimiento salvador de
España. Ocupó el mando de la 6ª División Orgánica.
La salida para Burgos vía Sevilla estaba prevista para la tarde del 9
de diciembre. Debido a que se alargó el improvisado homenaje diri-
gido por Ramón de Carranza, así como al malestar provocado por
un fuerte catarro, hubo de retrasarlo para el día siguiente.
No estaba presente el gobernador civil Eduardo Varela Valverde,
ni ninguno de sus más inmediatos colaboradores. No se despidió,
por tanto, de López-Pinto. La recíproca antipatía se percibe en los
textos y prensa de la época, si bien no es explícita. No puede ser ca-
sualidad que el gobernador civil tuviera cosas que hacer fuera de
Cádiz el día que se despedía a, según Ramón de Carranza, junto al
general Varela, el salvador de Cádiz.
El monumento al ejército es un proyecto que tarda. Pero Ramón de
Carranza subraya que figurarán las imágenes de López-Pinto y de
Varela como reconocimiento del pueblo de Cádiz y en recuerdo de
los días claves de julio que les dieron la victoria.

Las mujeres cobran un curioso protagonismo en este capítulo.


Aquí se muestra el papel que desempañaban para contribuir a los
nuevos tiempos: rifas, huchas, aguinaldos del soldado, visitas a los
heridos, seguimiento de los días del Plato Único... Muchas de las
damas del Ropero del Soldado tenían algún parentesco con las auto-
ridades locales y sus subalternos. Su labor era complementaria a la
de estos.

258
Cuando ahondé en el famoso atentado a Varela del año 31 hallé
demasiado forzada y fantástica la explicación de lo sucedido. Al
punto descreí que hubiese habido un plan previsto. Las circunstan-
cias sociales del momento, la temeridad del general y el exceso de
los más exaltados desembocaron en ello. En cualquier caso, Ambro-
sio y Andrés pagaron con sus vidas en el 36, aquellos altercados del
31.

22 DICIEMBRE 1936

DESEMBARCO ITALIANO

No es seguro que aquel primer buque de trasporte de tropas italia-


nas fuera el Sicilia. Según una nota de protesta del gobierno de la
República remitida al Reino Unido en marzo de 1937, es el que trajo
una remesa de tropas regulares italianas hacia el 6 de febrero de
aquel año. En el libro Trigo Tronzado se menciona el Conte Bian-
camano respecto al desembarco de tropas del 5 de enero de 1937.
Cualquiera de estos dos pudo emplearse en aquel primer transporte,
o un tercero, de nombre desconocido.
No hubo recepción oficial, ni pompa en el recibimiento, más bien
mucha discreción. La prensa ofrece algunos indicios: los preparati-
vos para acogerlos en las casas, dirigidos por el jefe de la Guardia
Municipal Luis Machuca; la información de la equivalencia de la li-
ra en pesetas para lo que quieran comprar...
La presencia italiana en Cádiz y en los pueblos de la Bahía fue una
constante durante la guerra. En el Puerto de Santa María estuvieron
alojados en naves. (Lo contado por un niño de la guerra...)
La despedida de los italianos en 1938, al abandonar la contienda,
fue apoteósica. Les brindaron todos los honores, acudiendo impor-
tantes autoridades nacionales. Hay más documentación al respecto.
La I Brigada Voluntarie Italiana, mandaba el general Edmundo
Rossi, se dirigió a Málaga, contribuyendo decisivamente a su con-
quista (se evitó que entraran los primeros para hacer una mejor pro-
paganda del ejército nacional). La llegada sucesiva de tropa acabó
por conformar un cuerpo de ejército al que se denominó Corpo

259
Truppe Voluntarie, cuyo máximo jefe fue el general Mario Roatta.
Aquella I Brigada se integró en una de las cuatro divisiones, la Dio
lo Vuole.
No es seguro que Mario Roatta viniera a Cádiz para recibir a dicha
brigada, aunque es bastante probable. En ese caso viajaría con ella
o, encontrándose en España, se acercaría a recibirla. Aunque sus
viajes a Italia fueron frecuentes, siguió la contienda española desde
el principio.

La prensa local habla de un sólo incidente en la calle Rafael de la


Viesca en la distribución domiciliaria, sin entrar en detalles. Yo los
invento. Es una idea plausible que tuviera relación con alguno de los
recientes fusilados. En el libro de Alicia Domínguez aparecen cua-
tro nombres en esas fechas.

26 DICIEMBRE 1936

EL TRIUNFO DE LA VOLUNTAD

La simpatía por el pueblo alemán, y en particular por el nazismo y


sus líderes, tiene su máxima expresión en la concurrida asistencia
del pueblo y las autoridades a la proyección de esta película docu-
mental basada en el Congreso de Nüremberg de 1934. La proyec-
ción se repitió durante varios días, en dos sesiones de tarde y noche.
La presencia alemana en Cádiz es manifiesta, sobre todo desde el
reconocimiento del gobierno de Burgos. La bandera con la esvástica
era habitual en actos públicos: partidos de fútbol, corridas de toros,
etc.
Existía un Colegio Alemán en la calle Fernán Caballero, sobre el
que desconozco su origen y cometido. Puedo suponer que ya fun-
cionaba en la República y que acogía a los hijos de los alemanes
afincados en la ciudad y también a cuantos quisieran aprender del
sistema educativo de una nación modelo. En esta época (quizás mu-
cho antes, desde que Hitler sube al poder en el 33), los actos que ce-
lebra (p.ej., la fiesta de Navidad), tienen un marcado acento nazi.

260
La breve reseña del viaje de José Antonio Primo de Rivera a Ale-
mania para conocer a Hitler la he sacado de Franco, Hitler, y el es-
tallido de la guerra civil, de Ángel Viñas. En general, el líder falan-
gista tenía buena prensa entre los nazis, sobre todo el embajador en
Madrid, conde Welczeck.

¿Quién o qué proveía de soporte ideológico al movimiento salva-


dor? Apunto la discusión. A lo mejor, no hacía falta que lo hubiera,
bastaba un enemigo común y dar su parte de razón a cada cual. Pro-
bablemente para tomar el poder y conservarlo fuera mejor no esgri-
mir una ideología que pudiera conducir al fanatismo, sino jugar con
que todos aportaban en igual medida con la suya al interés común
(falangistas, requetés, militares, iglesia...)
La guerra parecía algo lejano y resuelto cuando en Cádiz se abor-
daban fútiles discusiones como la modificación del nomenclátor ca-
llejero para la incorporación al mismo de los protagonistas de la sal-
vación de la patria.

El general Varela fue gravemente herido en Villacañada el 25 de


diciembre. Todo lo concerniente al general trascendía en Cádiz, y
sin embargo esta noticia no se dio. Probablemente mantuvieran las
reservas para no desmoralizar a sus adeptos ni entusiasmar a sus
enemigos. Estuvo más de un mes hospitalizado. Una vez restableci-
do, regresó a su puesto de combate.

El Zacatecas, rebautizado Calvo Sotelo, no se botó hasta el 38, in-


terviniendo en algunas acciones de guerra. Es extraño que tardase
tanto, prácticamente terminado como estaba (por los pelos no se en-
tregó a la armada mexicana). ¿Habría algún acto de sabotaje encu-
bierto que contribuyera a tal demora?

No es esta una novela al uso pues los personajes que componen la


parte de ficción aparecen de tanto en tanto, pudiendo el lector haber
olvidado lo que sucediera con ellos anteriormente. Incluso cuando
han aparecido, no han sido necesariamente protagonistas. Por ejem-
plo, Ali Hassam asoma por última vez en el capítulo Despedida del

261
Gobernador Militar, donde se explica que convalece de sus heridas
en el frente junto al comandante Baturone (en verdad de la herida
reabierta, producida por los disparos de Leandro). Es fácil haberlo
olvidado. Ahora ha sido dado de alta, y se reincorpora al ejército.

Señalo que Ali Hassam dio sepultura en el cementerio de Cádiz a


su amigo Abdul, muerto por los disparos de un desconocido, mien-
tras forzaban a las dos jóvenes que se cruzaron. La posibilidad de
que hubiera moros enterrados en dicho cementerio no la tenía muy
clara. Rafael Fuentes me lo confirmó.

Abordo el perfil asesino de Leandro. Apunto la tesis de que las au-


toridades no hubieran triunfado sin elementos de este jaez. En Cádiz
se conocían algunos de los más crueles y sanguinarios. Los más an-
cianos los recuerdan. Todavía vive alguno. (Testimonios de Rafael
Fuentes y María Iglesias.)
Quizás el instinto asesino resida en todos nosotros y, combinándo-
se las más desgraciadas circunstancias, salga a relucir. Odio, miedo,
rencor, repulsa... son sentimientos que pueden despertarlo. Pero no
siempre ese potencial asesino asoma, y si lo hace, no necesariamen-
te de forma descarnada.

10 ENERO 1937

FISCAL DE LA AUDIENCIA FELIPE RODRÍGUEZ FRANCO

En el libro Trigo Tronzado se menciona al Conte Biancamano co-


mo el buque que desembarcó las tropas italianas el 5 de enero de
1937.
En el libro de Ramón Garriga: Nicolás Franco, el hermano brujo,
pg. 141, leemos que el número de voluntarios italianos desembarca-
dos en la península hasta el 10 de enero alcanzó los 44 mil, organi-
zándose en el CTV (Cuerpo de Tropas Voluntario). Fueron llegando
en 66 buques, de los cuales 58 atracaron en Cádiz, 4 en Sevilla y 4
en Huelva. (No incluye Vigo, y sin embargo el libro la Batalla Ma-
drid detalla el material de guerra desembarcado allí; no la tropa.)

262
58 buques atracados en Cádiz entre el 22 de diciembre y el 10 de
enero parece un número excesivo para la poca documentación que
hay al respecto, por más que se mantuviese la más extremada reser-
va.
El Conte Biancamano había sido apartado del servicio regular para
transportar tropas italianas a Etiopía en el 35. Recupera su función
en el 37. Durante la 2ª Guerra Mundial fue requisado por los aliados
para el trasporte de tropas. Estos servicios excepcionales no lo des-
cartan para haber sido empleado en varios viajes a Cádiz durante la
guerra civil. (Ver comentarios Desembarco Italiano.)
El 8 de febrero de 1937 los nacionales entraron en Málaga. De di-
cha victoria no dejó de jactarse el presumido general Mario Roatta,
alias Manzino. Elogió la pericia de su general Edmundo Rossi, alias
Arnaldi.

Como expliqué anteriormente el cabo de la Guardia de Asalto Ce-


sáreo Berrocal está basado en dos personajes reales: José Berrocal
Ale, muerto el 10 de enero de 1937, en el Castillo Santa Catalina, y
Cesáreo López Corredera, muerto el 18 de mayo de 1937, en los fo-
sos de Puerta Tierra (El verano que trajo... Lista de represaliados).
Cesáreo López Corredera aparece en la comunicación del historia-
dor Jesús Nuñez: La represión y sus directrices sevillanas en la
provincia de Cádiz.
En mayo de 1937 el fiscal de la Audiencia de Cádiz Felipe Rodrí-
guez Franco le escribía al general Varela una carta confidencial al
frente, donde este se encontraba al mando de la División de Ávila.
En esencia le informaba de la, en sus propias palabras, monstruosi-
dad jurídica que estaba imponiéndose en la audiencia debido a las
instrucciones llegadas de la de Sevilla. Después de una exposición
detallaba de algunos procesos donde se infringían muchos princi-
pios de las leyes penales, mencionaba el caso del cabo de la Guardia
de Asalto que había participado en la defensa del Gobierno Civil la
noche del 18 de julio obedeciendo órdenes de su jefe, y posterior-
mente, con el conocimiento tácito de las autoridades como el gene-
ral López-Pinto, había continuado prestando sus servicios a las ór-
denes del nuevo jefe de dicho cuerpo, el capitán Carlos Díaz Do-

263
mínguez, servicios que incluían la participación en piquetes de fusi-
lamiento. El cabo Cesáreo López Corredera, de 31 años, fue aparta-
do en abril para enfrentarse a un Consejo de Guerra cuyo fiscal pe-
día la pena de 30 años de cárcel por adhesión a la rebelión. Reba-
sando esta petición del fiscal, fue finalmente condenado a muerte,
ejecutándose la sentencia el 17 de mayo de 1937. El lugar de ejecu-
ción, según aparece en el listado de Alicia Domínguez, fue los fosos
de Puerta Tierra.
La ejecución de José Berrocal se efectuó en el Castillo de Santa
Catalina. Este lugar era poco habitual, por no decir que sólo hay
constancia de esta muerte. La razón es difícil de saber. Cabe pensar
que José Berrocal llevara ya tiempo preso allí y no se molestaran en
trasladarlo a ningún otro patíbulo.

264
REFERENCIAS DE ALGUNOS DATOS

Arde Cádiz

- Relación comercios. (7)

Asedio...

- Guardia de asalto Cesáreo López Corredera. (36)


- Manuel Mora- Figueroa. Jefe Local. También Jefe Provincial.
(16)
- Azcárate. Segundo comandante base Naval de San Fdo. (2)
- Azcárate. Nombrado Jefe Base Naval SF. desde hace unas horas.
(2)
- Secret Intelligence Service. Emile Griffith. (26)
- Ruiz Atauri. Jefe Arsenal de la Carraca. También 2º Jefe B Naval
Sfdo. (2, 36)
- Tabor nº3 Regulares (16). Tabor nº 1 Regulares Ceuta (42)

Desembarco del Usaramo...

- Marcha hacia Madrid hace cuatro días. (14)


- Un batallón del Tabor quedó en Cádiz, otro fue a Sevilla, otro a
los pueblos. (42, 44)
- Hidroaviones Dornier procedentes de la factoría aeronáutica de
Cádiz. (20)
- Echevarrieta hace concesión el año pasado a Defries de la FNT.
(1, 10).
- Tres civiles ejecutados. (17, p. 3)

Primeros fusilamientos...

- Juez instructor comandante Camarero Arrieta. (2, 17)


- Orden al Churruca parte de Minis. Marina José Giral Pereira. (2,
p19)

265
- Reseña biográfica Azcárate. (2)
- Cánovas del Castillo fondeado en la Carraca cuando motín. (2, 7)

Macandé...

- Historia de Gabriel Macandé (6)

Askari...

- Alí Hassam se inspira en Mohammad ben Abdesalam. (12)

Muerte del falangista...

- Es el hijo del patrón quien muere en misión faluchos. (16)


- Diez minutos duró el ataque al alcanzar el puerto ceutí. (16)

Visita del juez...

- Le sucedió José Sánchez Noe, teniente coronel de Infantería. (17,


p 57)
- Secretario del juez instructor Camarero Arrieta, capitán Carretero
(17, p 15).
- José Ramón Iribarren. Actual alcalde del Puerto de Santa María.
(17)

La llamada del general...

- Caían los símbolos con arreglo al bando del 14 de agosto. (La In-
formación 14 ago 36)
- Alférez de ferrocarriles Pedro de la Peña Barbudo, caído en Cas-
tro del Río. (23, p 29)
- Relojería de Fco. Rendón en c. Pelota, antes Alfonso el Sabio.
(Rafael Fuentes)

266
Final de Tomás Azcárate...

- Félix Gayón de los Fayos, Teniente Coronel de Caballería. (2)


- Abogado Rafael Casanueva Usera. El mismo de Fco. Cossi (2, 17
p. 101)

Final de Francisco Cossi...

- Eduardo Aranda Asquerino, yerno de Queipo de Llano. (17 p. 57)


- Submarino E-1, crisis de Echevarrieta, Zacatecas... (10)
- Manuel Muñoz Martínez. (7, 17, p. 41, p.55)

Velatorio de...

- Muerte de Ramón Sánchez Gey. (29, 43 , La Información 27 ago


36)
- Fernando Domínguez Rodríguez, jardinero municipal muerto el 7
ag. (29, 43, La Información))
- Bomba en Alameda. (29, La Información)

Final de Milagros...

- Los otros cuatro ajusticiados. ( La Información 30 ago 36)


- M Rendón abrió fuego en el Pto Sta Maria. (16)
- Muerte de Federico Barberán (8 p.66, La Información).
- Cayetano Roldán, preso en Ayto. San Fdo. (4 p.26, 7)

Liberación de...

- Liberación presos (La Información 29 sep 36)


- Detención y muerte de Manuel de la Pinta (La Información 15 sep
36, 7).
- Sobre Vicente Ballester y Antonio Leal. (3, 7)

267
Visita a la cárcel...

- Fosas comunes, medias sepulturas (Rafael Fuentes, María Igle-


sias).
- El Goleta (María Iglesias).
- José Duarte Román saltó de la azotea y en el patio lo abatieron (7,
p.83)

Entierro de falangistas...

- Crónica. ( La Información 14 oct 36)


- Tercio de Falange Mora Figueroa (16, p.129)
- Francisco García Escames, Coronel de Infantería. (23 p.126)
- Misiones para rescatar a José Antonio Primo de Rivera. (9, 16,
24)

Encendido del...

- Noticia (La Información 19 nov 36)


- Datos ataque a Madrid. (14, p 288 ss)

Despedida del gobernador...

- Balilla que aportó 50 cts. (La Información 21 nov 36)


- Aguinaldo del Soldado del pasado 29 nov. (La Información 8 dic
36)
- Asalto a la cárcel Modelo de Madrid del 25 de nov. (14 p. 360)
- Detención del muerto vivo. (La Información 30 nov 36)

Desembarco...

- Instructor de la cuadrilla de flechas Manuel Fernández de la Puen-


te. (La Información 20 dic 36)
- Filipo Anfuso pacta ayuda directamente con Franco. (9, p.140)

268
- Pemán: “Después de ver Madrid desde sus puertas, debo deciros
que la artillería y aviación nacionales están purificándola. (14, p.
409)
- Material de guerra que desembarca en Vigo. (14, p. 157)

El Triunfo de la Voluntad...

- Crónica (La Información 27 dic 36)


- Primo de Rivera en Alemania. (24)
- El Colegio Alemán en la calle Fernán Caballero. (La Información
20 ago 36)
- Partido Reformista Nacional encabezado por el profesor Torres.
(12)
- En 1932 Echevarrieta cede a Defries la FNT. (10, p.310)

Fiscal de la Audiencia...

- Felipe Rodríguez Franco. (36)


- Varela herido el 25 dic 36. (23)

269
270
APÉNDICE DE 2017

Siete años después de terminado el libro Arde Cádiz, la entrada en


vigor y la aplicación de la ley de la Memoria Histórica y con ello la
información a nivel local de los sucesos relacionados con la guerra
civil en Cádiz se ha acrecentado, de donde, al repasarlo, he atisbado
errores importantes que quiero señalar. No me propongo subsanar-
los reescribiéndolo, había pensado que fuera así, pero me decidí por
dejarlo intacto y hacer las aclaraciones pertinentes en el presente
apéndice. El hecho de ser una novela hace que prime la sensación
que emana de los episodios contados, la consternación ante el vuel-
co acaecido en el natural discurrir de la ciudad, la devastación de
vidas, la maquinaria represora y doctrinal sobreviviente.
El seguimiento en julio de 2017 de la ruta guiada por el doctor en
historia Santiago Moreno Tello: “Cádiz y la guerra civil” me puso
en conexión con dichos errores, si bien, en algún caso no creo que lo
sean tanto, sino que es imposible precisar con total exactitud lo
acaecido en base a testimonios personales o referencias bibliográfi-
cas.
Precisamente porque algunas de estas referencias contienen errores
inadvertidos, se arrastran durante el resto de la historia. Es el caso
de la historia de Milagros Rendón, la comunista. En Datos para la
historia de la falange gaditana (16) aparece descrito un episodio en
el Puerto de Santamaría protagonizado por ella, que yo reproduzco
en parte, habiendo llegado a la conclusión posteriormente que quien
se toma por Milagros no es tal, sino su hermana María Luisa. Lo
más probable es que Milagros no saliera de Cádiz, una vez sometida
a estricto control la entrada y salida de la ciudad a través del baluar-
te de Puerta de Tierra. La historia de María Luisa la he conocido
someramente después y es digna de una novela aparte. Enfermera,
no fue fusilada aunque sí sufrió cárcel. Empleó la vida en ayudar y
curar solidariamente a los enfermos hasta que falleció en los años
80. Respecto a Milagros, por tanto, dudo que realizara ningún peri-
plo por el Puerto de Santamaría desde que abandonara el Gobierno
Civil hasta que fuera detenida y fusilada en Cádiz. La detención, por
cierto, sí es invención mía, aunque debió asemejarse a la real.

271
Debe ser cierto prurito estético por lo que yo sostengo que las
fuerzas de artillería que asediaron el Gobierno Civil se concentraron
por el lado de la actual plaza de España. Porque Santiago Moreno y
otras fuentes sugieren la parte opuesta. Es en ésta donde el Corneta
Soto Guerrero calló abatido, de ahí que la calle que lleva su nombre
se escogiera en esta zona. Sin embargo, sigo sin estar tan seguro,
pues la dotación militar provenía de los cuarteles que había frente al
parque Genovés y el bando de guerra se leyó en la plaza Argüelles,
es decir, que la plaza de España aparecía en primer término en su
avance y además ofrecía mejores parapetos. Pero basta con asegurar
que la entrada principal, en aquél entonces, estuviera por el paseo
Canalejas, para suponer que doblaron el edificio para atacar desde
aquí.
La muerte del último alcalde republicano Manuel de la Pinta es
otro de los misterios. Santiago Moreno me remitió a su capítulo en
el libro Vida y muerte de los alcaldes del Frente Popular en la pro-
vincia de Cádiz, con el que no pude contar al escribir mi libro, ya
que este le precedió. Lo leí con devoción ya que ilustra anécdotas de
sumo interés que desconocía, y sin embargo, respecto al episodio de
su muerte, estimo que tampoco se puede ser concluyente. Como
tampoco respecto al de su detención en Córdoba, para el que me ba-
sé en un par de breves reseñas en el diario La información de Cádiz,
de 15 de septiembre de 1936. Por eso considero aún visos de validez
mi propuesta de que el requeté que lo apresara acudiera expresa-
mente desde Cádiz, ejecutando un asalto planificado a su escondite
en El Carpio. En todo caso, si mi referencia de prensa es errónea,
cosa bastante probable, admitiremos que su avistamiento saliendo
de misa (suena muy testimonial fabulado) fue fortuito, y que, si-
guiéndolo hasta el hotel Cervantes, donde se hospedaba, allí lo
prendieron.
Probablemente haya más errores en el libro, pero la espinita de la
aclaración ha recaído sobre estos: Milagros Rendón, corneta Soto
Guerrero y alcalde Manuel de la Pinta. Cualquier novelista de pro se
hubiera dispensado esgrimiendo que el cariz de toda ficción legitima
acomodar la verdad a sus intereses. Pero a mí, dentro de lo posible,
a fin de minimizar la desviación de un discurso narrativo plausible,

272
me ha interesado en todo momento conocer los pormenores reales
en relación a sus trágicos desenlaces. Ello me estimula y emociona
más aún que la que yo pueda elucubrar con una finalidad ficcional.

273
274
FUENTES.

Bibliografía.

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de V.B.; estudio introductorio de José Luis Gutiérrez Molina.
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ciadas y comentarios. San Fernando. 1992.
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la Segunda República. Una muerte sin esclarecer. Diputación
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Artículos y comunicaciones.

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pano-Alemanas en la época del nacionalsocialismo. Centro
Estudios Alhamar, Granada. 1997. Web.
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toria 16, nº 297. 2001, pp.74-91.
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41) PETTENGHI, José. El fallido bloqueo naval. Diario de Cádiz.
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42) PETTENGHI, José. Los moros. Diario de Cádiz. 18 julio 1997,
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43) PETTENGHI, José. Las represalias. Diario de Cádiz. 18 julio
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nº 53.

Documentales.

49) La guerra civil española [DVD]/ director, David Hurt; investi-


gadores, Karen Brown... [et. al.]; narrador, Frank Finlay; ase-
soramiento histórico, Ronald Fraser, Hugh Thomas, Javier Tu-
sell; guionistas, Neal Ascherson, James Cameron; productora
Granada Television; productor, John Blake. Editorial: Barce-
lona: SAV, cop. 1982.
50) La guerra civil en Andalucía [DVD]. Editorial: Sevilla: Radio
Televisión de Andalucía, 2008.
51) La guerra cotidiana [DVD]/ guión y dirección, Daniel Serra y
Jaime Serra. Editorial: Barcelona: SAV, D.L. 2002.
52) La memoria recobrada [DVD] / dirigida por Alfonso Domin-
go. Editorial: Valladolid : Divisa Home Video : RTVE Co-
mercial : TVE, 2006
53) El triunfo de la voluntad [DVD] /dirección: Leni Riefenstahl.
Editorial: Barcelona: Cameo Media, D.L. 2007.

278
Archivos

54) Fondo Local Biblioteca Pública Provincial de Cádiz.


55) Fondo Local Biblioteca Municipal de Cádiz José Celestino
Mutis.
56) Archivos de la Diputación Provincial de Cádiz.
57) Archivo Histórico Municipal de Cádiz.

279
280
INDICE.

Prólogo 1

18 julio 1936

Arde Cádiz 5
Asedio al Gobierno Civil 9

6 agosto 1936

Descarga del Usaramo 35


Tropas africanas 45
Primeros fusilados 53
Macandé en los Tres Reyes 61
Askari de regulares 67
Muerte del falangista Arcusa 73

16 agosto 1936

Visita del juez a Francisco Cossi Ochoa 81


La llamada del general López-Pinto 87
Final de Tomás Azcárate García de Lomas 95
Final de Francisco Cossi Ochoa 105

25 agosto 1936

Velatorio de un balilla 115

29 agosto 1936

Final de Milagros Rendón Martel 121

28 septiembre 1936

Liberación de 40 presos y final de Manuel de la Pinta 127

281
1 octubre 1936

Visita a la cárcel y al cementerio 139

13 octubre 1936

Entierro de falangistas 145

18 noviembre 1936

Encendido del alumbrado eléctrico 157

9 diciembre 1936

Despedida del gobernador militar López-Pinto 169

22 diciembre 1936

Desembarco italiano 181

26 diciembre 1936

El Triunfo de la Voluntad 193

10 enero 1937

El fiscal de la Audiencia Felipe Rodríguez Franco 215

Comentarios a los capítulos 223


Referencias de algunos datos 259
Apéndice de 2017 265
Fuentes 269

282

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