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Centenario de la revolución de 1904 (III)

Aparicio Saravia después de 1904.


Carlos Demasi

En este mes se cumplen 100 años de la muerte del General Aparicio Saravia. Asumien-
do la importancia del acontecimiento, un feriado nacional ha sido establecido para esta
fecha (por única vez), mientras se instituía el “Día de los caídos en las guerras civiles”
(anteriores y posteriores a 1904) que se conmemorará los 1º de setiembre. En el desajus-
te entre la fecha evocada este año, la del día 10, y la que corresponderá a los años si-
guientes, parece asomar algo del dificultoso proceso de transformación de Saravia en un
referente de dimensión nacional y su problemático status presente.

Paisaje después de la batalla.


Cuando una bala (certera o perdida, quién sabe) puso fin a la vida de Aparicio
Saravia, podía hacerse un balance poco complaciente de su actuación: cuando inició su
ciclo guerrero en Uruguay, el Partido Nacional tenía tres jefaturas y una destacada re-
presentación parlamentaria, además de un activo grupo de oposición (una “reserva mo-
ral” del partido) que agitaba el reclamo de “elecciones libres”; en cambio, en la paz de
Aceguá el partido perdió todas las jefaturas, el antes vigoroso sector de oposición se en-
contraba diezmado y su representación parlamentaria estaba reducida al mínimo.
Desde entonces algunos de los que habían sido fervorosos partidarios de Saravia
como Herrera o Carlos Roxlo prefirieron impulsar una “renovación del partido”, junto a
contumaces antisaravistas como Duvimioso Terra o pacifistas como Martín C. Martí-
nez. La realidad política imponía el abandono del lenguaje guerrerista, sustituido por la
demanda de reforma constitucional y las propuestas económicas y sociales. Estos “sec-
tores conservadores” estaban acosados por los “radicales” del partido (algunos de re-
ciente factura) que reivindicaban el viejo discurso. Pero estos dirigentes tardíamente
convencidos sólo eran eficaces en la interna: el prestigio del saravismo arrastraba a las
mayorías de asistentes en las asambleas del interior del país; pudo provocar la renuncia
de muchos Directorios a lo largo de la década siguiente a la muerte de Saravia pero era
inviable para orientar al Partido en el escenario nacional: paralizaba la acción de la ma-
yoría del nacionalismo y facilitaba su aislamiento en el escenario político.
Por casi diez años, el partido estaría enredado en sus propias querellas internas,
imposibilitado de enfrentar la hegemonía colorada. Pero la propuesta batllista del cole-
giado, y más aún el éxito electoral del 30 de julio de 1916 (que le dio la mayoría en la
Convención Constituyente), fueron acontecimientos que colocaron al ahora reunificado
Partido Nacional en posición de consagrar en el nuevo texto constitucional las reformas
electorales que se habían transformado en el centro de sus reclamos: voto secreto y re-
presentación proporcional. En ese momento hubo pocas referencias al antecedente sara-
vista que no se mencionó en los debates de la Constituyente, y cuando el Directorio
convocó a los partidarios a votar favorablemente el nuevo texto constitucional, emitió
un Manifiesto que recordaba que la “primera ley de representación de las minorías [fue]
pactada en La Cruz, y ante la historia aparecerá refrendada a perpetuidad por Aparicio
Saravia y Diego Lamas”; una muy mediada referencia que anulaba el protagonismo de
Saravia al apoyarse en el tratado de paz y en la asociación con Diego Lamas.
De héroe partidario a héroe nacional (1920-1972)
Con dificultad la figura de Saravia fue resurgiendo de la opacidad en la que se
encontraba. Si bien es cierto que el primer estudio biográfico se lo dedicó un militar co-
lorado en 1920, la repatriación de sus restos motivó un conjunto de demorados homena-
jes en Montevideo: pero en aquel momento las referencias concretas a las acciones pro-
tagonizadas por Saravia todavía eran eclipsadas por las exigencias de un discurso elabo-
rado en un plano de trascendentalismo partidista.
Sobre finales de la década, el Directorio decidió erigirle un monumento en la se-
de partidaria, para lo cual se inició una suscripción de alcance nacional. Pero este pro-
yecto se vio frustrado por las crisis políticas de la década del 30: el nacionalismo se di-
vidió entre los “independientes” que defendían el orden constitucional y los partidarios
de Herrera que apoyaron el golpe de Estado. La fractura que enfrentó a unos contra
otros, frustró la intención unificadora del proyecto que quedó archivado, mientras en el
contexto de la ley de lemas, la imagen y el nombre de Saravia se transformaban en tema
de polémica interna. Por entonces (1942) vio la luz la primera biografía de Saravia es-
crita por uno de sus correligionarios: la “Vida de Aparicio Saravia” de José Monegal,
simultánea con la que publicó Manuel Gálvez en Buenos Aires. El Saravia de Monegal
respondía a las exigencias de reconstrucción de la unidad de un partido dividido y en-
frentado: aparecía como un caudillo magnánimo y clemente, más próximo a Gandhi que
a un revolucionario sudamericano. El de Gálvez en cambio, se incorporaba a una visión
nativista y esencializante de los caudillos latinoamericanos, presentados como la mate-
rialización de las fuerzas sociales en una impostación que tenía rasgos de proximidad
con el fascismo.
El cincuentenario de 1904 reactivó la reflexión sobre la figura de Aparicio: la
inauguración el monumento en Montevideo ambientó actos de homenaje y se publica-
ron dos trabajos importantes: las “Memorias de Saravia” de su propio hijo Nepomuce-
no, y “Aparicio Saravia, héroe de la libertad electoral” de Rodolfo Ponce de León. Las
imágenes de Saravia que surgen en uno y otro trabajo no son coincidentes; mientras
Nepomuceno aparece preocupado por mostrarlo como un guerrero no siempre bien
comprendido por sus partidarios, Ponce de León se empeña en colocarlo por encima de
los partidos y transformarlo en el impulsor de la democracia política.
La combinación de los discursos y homenajes del momento, consiguieron insti-
tuir una imagen de Saravia que no provocaba el rechazo de grandes masas de la pobla-
ción. Casi olvidadas las épocas en las que el adjetivo “saravista” era sinónimo de “re-
voltoso”, la figura de Aparicio pudo integrarse sin conflictos al paisaje de una ciudad
con la que nunca había despertado muchas simpatías. Pero en la medida en que se con-
vertía en una figura cotidiana, perdía sus características más propias para transformarse
en un ícono partidario: precisamente los años en los que sus correligionarios ejercieron
el gobierno fue un período de eclipse de su figura. Acorralada en los clubes partidarios,
su imagen parecía mostrar una incómoda disconformidad con la actuación de su partido
en el gobierno
Puede resultar curioso que Saravia no fuese un referente precisamente cuando su
partido gobernaba, pero es comprensible en los años siguientes cuando la guerrilla ur-
bana comenzó a mostrar nuevamente la violencia en la política: luego del poco exitoso
resultado de la experiencia de gobierno nacionalista, las acciones de la guerrilla aplaca-
ban cualquier impulso que pudiera despertar inoportunas comparaciones. Pero si los
blancos no agitaron su figura para oponerla a las de los nuevos guerrilleros, estos tam-
poco parecen haberse identificado mucho con aquel antecedente: aunque usaron la frase
“Habrá patria para todos…” (extraída de “Con divisa blanca” de J. de Viana) y citaron
ocasionalmente alguna frase de Saravia, en general los documentos del MLN prefieren
aludir a Artigas o a ejemplos revolucionarios contemporáneos. Aparentemente los epi-
sodios saravistas no eran percibidos como un ejemplo relevante o como un modelo para
tomar en cuenta, y alguna canción de comienzos de los años 70 se preguntaba por el
sentido de tantas muertes en aquellas guerras civiles. La lucha por “la libertad del sufra-
gio” no parecía un objetivo comprensible en aquellos conflictivos años.

De “Morir por Aparicio” a la gobernabilidad (1973-2003)


La instauración del régimen cívico-militar dio origen a un cambio en la percep-
ción social de los episodios saravistas. Por un lado, la dictadura dividió profundamente
al Partido Nacional, y mientras Ferreira Aldunate (transformado en su principal dirigen-
te) proclamaba a su partido como el principal enemigo de la dictadura, algunos destaca-
dos dirigentes como el Dr. Echegoyen o Aparicio Méndez se inclinaban a colaborar con
el nuevo régimen. Los avatares de la represión dejaron en manos de los militares el ar-
chivo de Aparicio Saravia, y con esa papelería el gobierno militar inició una verdadera
ofensiva para apoderarse de la memoria saravista; el nombre emblemático del presiden-
te y su nacimiento en 1904 fueron reiteradamente invocados como una forma de conti-
nuidad, y él inauguró un Museo en Santa Clara de Olimar. En una etapa de paralización
de la actividad partidaria, esta manipulación del capital simbólico del partido podía re-
sultar potencialmente muy peligrosa.
De allí que se produjo una reacción que encontró un ambiente favorable en la
sociedad. Por un lado Celiar Mena publicó en 1978 “Aparicio Saravia. Las últimas pa-
triadas”, una biografía en la que marcaba la divisoria entre los que habían caído en la
trampa de la colaboración con los gobiernos colorados y quienes –como Saravia– se
habían enfrentado tenazmente a toda forma de componenda política. Paralelamente, el
ascendente “canto popular” comenzó a hacer circular canciones de mucho eco: expre-
siones como “me voy con Aparicio” o el acucioso reclamo “¿Dónde está, General…?”
se integraron al paisaje sonoro de muchas reuniones de jóvenes. Imperceptiblemente, en
el imaginario de la época comenzó a identificarse (aunque poco tuvieran que ver entre
sí) Aparicio Saravia con Wilson Ferreira.
Este impulso tuvo poca continuidad luego de la restauración democrática. El
célebre discurso de Ferreira Aldunate luego de su liberación tuvo una referencia (casi
como una despedida) a Saravia, y anunció la “gobernabilidad”, una política imposible
de coordinar con cualquier forma de evocación saravista en cuanto ataba a su partido a
la colaboración con el “tradicional adversario”, con el que tan duramente se había en-
frentado apenas dos años antes. La temprana muerte de Ferreira promovió la instalación
de su retrato en los clubes partidarios al lado del de Saravia, formando una curiosa com-
binación: el observador se siente interpelado por la mirada hosca y bravía del caudillo,
mientras Wilson parece mirar algún punto remoto. Pero mientras las invocaciones a éste
son permanentes y todos los blancos parecen asumir la demanda de “gobernabilidad”
como un compromiso perpetuamente exigible, el recuerdo de Saravia se ritualiza en re-
ferencias abstractas.

2004: “tiempo de entendimientos”


Así llegamos a este centenario de características tan atípicas, donde ninguno de
los adversarios parece a gusto con la conmemoración. Algunos colorados parecen mo-
lestos en recordar que la derrota de esta revolución instaló en el poder de forma indiscu-
tida a Batlle y Ordóñez, referente básico de la identidad colorada. En cambio, parece
más extraño que los blancos después de evocar una batalla (Fray Marcos, en enero), se
dispongan a conmemorar su derrota final. Este “tiempo de convocar a entendimientos”
exige que de la guerra más sangrienta de nuestra historia solamente se recuerde a una de
las víctimas. Los demás, deberán esperar hasta el año que viene.

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