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César Aira

Moreira

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1975
Editorial Achával Solo
Colección PALABRA VA

Escaneo: claytonm1
PDF y correcciones: www.loslibrosquefaltan.blogspot.com

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Un día, de madrugada, por las lomas inmóviles del Pensamiento bajaba
montado en potro amarillo un horrible gaucho.
Iban apareciendo los primeros colores, hilos que se tendían por encima
de las pampas. Y en el cielo limpio escenas, figuras: medallones
abigarrados, sin espacio, sin aire. Era lo microscópico, así como sus
múltiples operaciones.
Una abeja silvestre lo miró.
La noche entera había venido viajando. Sólo se detuvo al llegar al
Pillahuinco, cuyas aguas corrían dentro del monte. Todo bramaba: pájaros,
ranas... El sonido de la corriente lo “adormecía de felicidad’’; como a Joyce;
operaciones subjetivas y objetivas. Paisajes.
La tarántula nadaba con inesperado estilo.
Bajo los pies del viajero saltaban langostas blancas. Detuvo a su flete y
miró las márgenes, miró la humedad... ¡Tanto había dormido al amparo del
Pillahuinco, en otros cuerpos!
Los espacios parecían reunirse un momento y volvían a separarse.
Un lugar ameno. El sitio donde hace su habitación el héroe, y una horda
de gauchos: personajes y alegorías. El singular y el plural, el deseo, escribo
más lentamente. ¡Algunas sirenas asomaron las cabezas, sonriendo con
ironía!
Pues bien, resumiendo: nuestro personaje (que no es otro que el conocido
Julián Andrade, y su caballo “Pachequito”) está sentado en medio de la
naturaleza. Inmóvil. Y parece atento.

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Arcos. Crujidos, chapoteos. Un sacapuntas tiene su nido entre las ramas
azules... Criiii...
Mas también la percepción cava en el hueco del héroe, y entonces se
endeude: del otro lado del arroyo alguien alienta. Puf, puf... puf, puf...
¿Quién será?
¿El corazón de su madre?
Un trote mueve las orejas de Pachequito y su amo. Es un hombre.
Intervalo: por el fondo del arroyo pasan pulpos con cascabeles. Una
liebre se zambulle. Una larva toma sol.
De abajo de una mata de malvones sale un gaucho negro con lujosos
avíos, enhorquetado en una yegua rayada que bufa; por un momento no
atinamos a reconocerlo. Mas... esos molinillos que no dejan de girar, esos
velos de agua que lo encapotan, nos indican sin lugar a dudas que se trata
de Paspartú. No puede ser otro. Paspartú, el ex ayuda de cámara de Dorrego,
el jinete espantoso, el errante lobizón por las pampas desacogedoras. En
caso de que fuera él: ¡una historia se avecina, llena de detalles
circunstanciales! Pues el negro es una summa de historia criolla. Si bien
nadie lo consulta ahora: en su cerebro no hay más que émbolos y bolilleros
demasiado rápidos. Viene llevando una vida poco tranquilizadora para su
salud. Se alimenta de pájaros que él mismo atrapa, y unos hongos blancos,
y limaduras de llave. Bebe a toda hora. Dieta que lo ha vuelto una suerte de
crisálida peluda además de enmierdar del todo su reputación.
Reconócense al mismo tiempo. Julián agita su estropeado sombrero de
copa (un gag). El de color se arranca la gorra, sus rizos se sueltan y caen.
La tierra gira un poco.
¡Apeóse de un breve salto! En un abrazo se estrecharon, con los brazos
pertinentes. Saltaron las abejas amarillas. Se miraron sin reconocerse. Las

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miradas eran pinturas. Rostros prominentes, y la disposición de las sombras
entre la yerba.
Veían ver, pensaban lo que pensaba... Habla una parábola, una fábula que
empezaba a girar, desde ahora, y arrastraba consigo en sus aureolas toda
energía para afuera. Si no se hubieran detenido a tiempo los cuerpos (de los
que más adelante nos ocuparemos, el año próximo) hubieran llegado a ser
ruinas... en las nubes. Frentes estrechas, cruzadas de cicatrices y arrugas,
narices horadadas por enfermedades, labios leporinos hinchados de jerez...
Conversaban.
Pero los temas que se les ocurrían eran tétricos e incoherentes. El Oriente,
recién lavado, enrojeció. Los amigos fueron arrebatados por un triste
silencio, pues el día les recordaba siempre una muerte amada…
Paspartú enterró su pie, como un tesoro, bajo las raíces de un eucalipto.
Un chorro de bilis fluyó a su cabeza y dijo:
—Hablo como soy. ¡Un fantasma recorre las pampas!... trazando
diagramas. ¿Es Sherlock Holmes? ¿Es una imagen que tengamos presente?
Si recorre las pampas: ¿no podríamos reconstruir su historia, hacernos
presentes en ella, actuar en sus teatros? ¿Es una construcción teórica? ¿Qué
lo anima?
"Has de saber, Julián, que todas estas preguntas no guardan ninguna
relación causal con nada que hayamos dicho. Tampoco con nada que
hayamos de decir. Son un simple desplazamiento de materia.
"También yo, como todos los que vagamos por estos sitios, he oído
muchas veces la historia de la muerte del célebre asesino Moreira, y a mi
vez a muchos se las he contado. Ahora bien: has notado que una fuerza nos
reúne en este sitio que en nada se parece a otros, y eres tú el condenado a
hablar esta vez. ¡Desconozco los detalles! Pues se trata de una lengua de

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ficción, implicada en todas las combinatorias a la vez. Pequeñas variaciones
interpuestas entre los pliegues de sus múltiples brazos y piernas, ¿eh?
“Unas novelas recorren las pampas, asustando a sus contemporáneos,
pues arrastran consigo los nombres y las imágenes de los difuntos...
“Mi fantasma, mi pequeño...”
Julián se llevó una mano al cuello. Un brutal sollozo rojo salpicó todo a
su alrededor. Dijo:
—¡Mira cómo me callo!
Pausa.
Agregó:
—¿Ves el sol? (Ambos lo miraron. Recién lavado, una cebolla, mostraba
sus cortezas). Sale por el Oriente, donde se han reunido escritores de
diversas nacionalidades con un propósito similar al nuestro, y tratarán el
mismo problema en inglés, francés, alemán, italiano, flamenco y danés.
“Hay un satélite girando alrededor de nuestro planeta, cantando ‘El
Oriente es Rojo’ en todos los idiomas.
“Por eso dije que el Oriente es rojo.
“Pero Juan Moreira era rojo... un camarón demasiado fecundado por
vientos y corrientes... una camarona y una...”
El negro con espantados gestos interrumpió la peroración de su amigo.
Algo lo amedrentaba en esas frases. Pero ya estaban en órbita.
Los cielos se multiplicaban por millares. Ligeras láminas de oro se
cubrían de dibujos. Vieron caer los insectos muertos a la superficie del agua.
¡No habían vivido más de un día y ya entraban en las opalinas profundidades
a descomponerse entre las inhalaciones del hidrógeno y con su muerte dar
vida a sus nietos! Un sapo negro con duros dientes de pórfido nadando de
un extremo a otro tragaba moscas y las trabajaba la química de sus tres

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estómagos. La corriente arrastraba emplumados sombreros, vestidos...
La voz de Julián contenía todo el paisaje y las ciencias correspondientes.
Su relato era tan lento como la pasión de una magnolia abriéndose detrás de
un muro amarillo —excrementos— y tan sonoro como un tambor de seda
hilada por muertos.
Ocurrió en este punto un accidente que no los sorprendió demasiado. Los
astros que rodean nuestra galaxia, Venus, Apolo, Marte y La Locomotora,
pierden, regularmente, sus gravitaciones, de la pampa apodérase un choque,
no, entra en el campo desmagnético de las luces malas. Están bien quietas.
En ese cabeceo los gauchos reconocen las “defunciones" en el espacio, ahí
están las puertas, las alfombras blancas, de las habitaciones del cráneo del
cielo...
Spaltung. Hendieron los cuatro ojos la línea del horizonte, pasaron por
un plato de porcelana en la pared blanca: las miradas con pinturas chinas,
un paisaje con volátiles, antes, astros; colores. Bebieron de las mamas
negras del porrón, dejaron pasar un rato en silencio, cánones, colores. En
fin. Nada había entre los signos, la gran página se desprende, el celuloide,
después la tenue resina que el estilete nunca toca, la cera verde por último...
Hasta que vieron en lo alto de una de las colinas que los rodeaban agitarse
una mata de malvas, latir como los puntos de un cuadro... y apareció un
mugido de vaca.
De ningún modo era la vaca como todas, las habituales, sino, en primer
lugar: de loza; y su tamaño era el del pene de un niño de doce años; sin boca,
ojos prominentes; en verde, azul, irregulares; decorada: flores de loto, hojas,
penachos de papiro, como si reflejase un agua de cultas civilizaciones.
De ella hicieron caso omiso. Sus causeries abríanse y las cerraban
sonoros esputos: plumas a las que golpea una vejiga de sangre. Eran

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memorias, recriminaciones. Ese contexto...
Una gota de ginebra cayó sobre la vaca. La desequilibró. Todos saben
que los animales, inestables, organizan sus locuras (en plural) en forma que
no deja de ser homologa a la de las novelas.
Nuestra arcaica oyóse... desde su nido entre las malvas había visto salir
nuestra novela, y atraída, en esta "anécdota del destino”, ¡venía a sucederle
lo mismo!
Pasaron dos de esos acostumbrados ratones de campo que andan por ahí
desocupados, a la caza de historias que los entretengan. Así que se quedaron,
parando las orejas, ¿no? ¿En qué pensarían?
El amanecer exhibía sus mecanismos, sus luces fluctuantes; el universo
entero parecía hacerse presente en la mirada que lo examinaba.
Los discursos nos transportaban... Amamos a los que hablan.
Permítanme llevar a cabo un pequeño ejercicio, para introducirlos en una
reflexión: supongamos que nos encontramos en lo hondo de un jardín
totalmente florecido. No tenemos miedo, pero estamos atentos. De cualquier
rama puede descolgarse una araña a acariciarnos, o caer una pluma, un
mechón de pelo blanco. Algunas margaritas atigradas se despliegan... Todo
induce a los silogismos (pues se trata de un lugar imaginario, ¿para qué
habría de servir si no?).
Una gata camina del brazo de un ibis, sobre infantiles zapatos de nácar.
Aquí los dos jardineros (pues uno solo no hubiera bastado) son J. A. y el
negro P. Fotosíntesis. Algo en ellos nos resulta conocido, nos dan siempre
la sensación de dejà vu.
Un topo, suspendido, con ojos...
Ese jardín es sustituido. Cartolinas, paisajes. En uno u otro, los
materialistas hablan, se hablan.

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Cómics. Figuración total.
Paspartú interrogó a su amigo. ¿Habla estado él presente el día de la
muerte de Moreira?
Andrade le respondió que no podía haber sido de otro modo. Insistió:
recordaba todo como si hubiera sido ayer mismo.
—¡Ayer! gritó el oscuro.
Silbaron.
—¿Quiénes más estaban? preguntóle Past.
Con cariacontecida sorna lo miró Andrade:
—Si dijera eso ahora, el resto del cuento no tendría ningún encanto.
No quiso decirlo; por más que el negro insistió en que no se trataba de
encantos, sino, a su modo, de una ciencia. ¡No nos han convocado aquí para
contamos cuentos!
—Si no hay más remedio...
Ojos de gloria, manos temblorosas. Julián Andrade hablaba tan rápido
como sus débiles patitas se lo permitían, y tartamudeaba un poco; inhalaba
mal. No obstante, sus palabras eran torrentes bellos, y las orejas de
Pachequito, de Pharo, de la vaca y de los ratones ¡eran todo oídos!
Es una representación del discurso que pronunció X. Golpean con el aro
de una llave. ¿Se puede? ¿Hay alguien?... Un espectador despliega su
programa. El papel mije... ¡Qué ruido! ¡El fantasma de la Ópera!
La diva canta.
De la bocina de bronce, de la sirena salen ondas de sonido. Las ondas se
cortan. Forman redes. Un hombre hace equilibrio, camina sobre las elipses.
Transmutación del orden sonoro al visual.
En la pupila se multiplica.
Julián Andrade habla. Amable, automático. Todo él un significante.

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Oro de las transformaciones.
Se desliza sobre las ondas, acrobacias: un pez.
Mas desde el momento en que Julián abrió el pico hasta mucho después,
las pampas fueron ocupadas por su voz. Ocupadas: como el ternero a la vaca
ocupa, a la oveja el cordero, y el potrillo a la señora yegua.
¡Habla, Píramo!

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Han macadamizado no hace mucho el camino que une la localidad de
Coronel Pringles con El Pensamiento; la administración militar ha querido
premiar con ese gesto la solidaridad de los acaudalados terratenientes de la
zona para con la Junta de Comandantes, sus delegados representantes en la
Municipalidad y los caballos de La Remonta. ¡Qué blanco es el asfalto! Me
hacía pensar en blanco arroz cocido en un pote de loza cuando lo veía
deslizarse bajo las ruedas de nuestro boogie willis. Los pastos nos miraban;
el pasto me recuerda los gusanos porque uno no sabe en qué extremo de sus
largas hojitas tienen la cara y en cuál el culo. Los cardos, orgullosos, sólo
miraban de sí mismos los reflejos azules que les devolvía la calle. No
tardamos en dejar atrás el almacén La Paloma, cercado de lúgubres perros
embetunados (no he podido explicarme jamás por qué los lustran), luego las
colinillas del Golf Club en cuyas lagunas se hundían los patos: imagen de
frescura, las mansiones del Pillahuinco ocultas tras los muros silenciosos
dentro de sus fundas de musgo. Un helicóptero nos sobrevolaba. Nos
adelantamos a algunos automóviles con los vidrios velados. Unas
muchachas vestidas con ropa de sports paseaban en támdems: nos saludaron
agitando sus brazos encantadores. Los cereales estaban maduros, las alfalfas
brillaban como si alguien se hubiera tomado el trabajo de lustrar una por una
sus hojas innumerables. Aspirábamos a pleno pulmón el brillo de los colores
y la claridad de la atmósfera, todo hablaba a las claras de la sana plusvalía
rural que sobre nuestro planeta (las pampas infinitas) desarrollaba sus brazos
encantadores... Vacas y ovejas se paseaban en libertad entre ellas, gallinas

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de guinea.
Sin timidez alguna las gacelas venían a mirar el paso de los autos.
Cruzamos frente a la tranquera neoclásica de La Cambasita, en uno de cuyos
pilares una placa recuerda a los transeúntes la famosa profesión de fe de su
propietaria. No nos detuvimos porque, como todos los gauchos conocemos
de memoria sus proposiciones... “Tengo perros, pájaros, tortugas, de todo
un poco. Tortugas, tengo cinco; llamingos, tengo cuatro; tengo un papagayo,
tengo cotorras, cardenales. Pájaros tengo de todas las clases en una pajarera
grande. Tengo gallinas, patos, perros. Tengo de todo, me gustan mucho los
animales".
Supimos que entrábamos en el radio ambiguo del Pensamiento al
atravesar el puente del arroyo Pillahuinco, en cuyas caras hialinas se
entretenían dorados bañistas.
Rato después:
Los personajes, en el drugstore de Don Valeriano, sentados en el Oriente,
tomaban refrescos. Hermosos cielos blancos, el cielo bellamente labrado...
unos árboles cuyas aureolas eran iris, franjas amarillas en lo liso de la
pampa. Coleccionábamos eso. ¿Quién lo desenterraba para nosotros?
Estábamos en nuestros mares, muy cómodos. Y sin embargo... El personaje,
esa noche, se había despertado sobresaltado al oír un jadeo (él mismo, en el
sueño, jadeaba como lo había oído hacer a su padre). Con un terrible
desasosiego, mirando la oscuridad como si esperase ver aparecer en ella
colgado el cuerpo de un niño ceniciento. No nos extrañemos entonces si los
más negros pensamientos nos asaltaban...
Una de las espectadoras (una de las tres hijas pequeñas de don
Valeriano): Isabel, la bonita pelirroja cuya vista imponderaba todo, cerca o
lejos, nos llamó la atención sobre algo que creía ver "a lo lejos".

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Hicimos cuencos con las manos, mirábamos los poros de "a lo lejos",
más nada vimos.
La menor de las tres niñas (Amelia) entró a buscar un telescopio que
usaba el viejo pulpero en sus astronomías. Se plegaba y desplegaba, lo
alargamos y le ajustamos los anillos (bronce y caucho).
Por turnos, unos antes y otros después, todos miramos por el ojo. La
intuición de Isabelita había sido correcta.
A lo lejos, hacia nosotros, marchaba un desconocido. Venía sentado en
un majestuoso overo.
Quedamos como si hubiésemos muerto. Nunca creeríamos lo que
veíamos. Nada era extraño en él, salvo una cosa: caballo y jinete medían en
total menos de un centímetro de alto (!!), y no más de uno y medio de largo;
hubieran entrado cómodamente en media cáscara de nuez.
¿Alguien puede imaginarse algo así?
China, la atractiva hija mayor del pulpero, se mordía las uñas,
desorbitábase y preguntaba:
—¿Por qué es tan pequeño?
Nadie supo responderle. El telescopio brincaba de mano en mano. Todos
se maravillaban, nadie acertaba en la solución del inesperado acertijo.
Ahora bien:
Se describía a sí mismo, como la suprema belleza de la joven musulmana
en la torre (adonde vuela en forma de cuervo quien esto escribe, a coger).
Era un gaucho que se parecía bastante a una actriz de cine, cuyo nombre no
diré. Bien formado, de atavíos finos, mezcla de ciudad y campo. Llevaba
botas granaderas de raso rojo...
Era un paisano hermoso, que vestía con lujo deslumbrador; con un traje
que no era de ciudad ni de campo, siendo mezcla de los dos.

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Su pequeño pie estaba calzado con una rica bota granadera, de cuero de
lobo, que sujetaba al empeine con una lujosa espuela de plata con
incrustaciones de oro.
Llevaba bombacha de casimir negro, sujeta a la cintura por un tirador de
charol, abotonado con monedas de oro y adornado con pequeñas monedas
de plata, en una cantidad tal, que apenas se podía adivinar, por los pequeños
daros, la clase de cuero de que estaba hecho aquel tirador.
Por la parte delantera de éste asomaban las culatas de dos enormes
trabucos de bronce y las de dos pistolas pequeñas, pero de gran calibre y
sistema moderno. Detrás, asomando por ambos costados, aquel hombre traía
una larga daga en vaina de plata, con una S de oro cincelado, que despertaba
envidia en cuantos la veían.
El traje estaba completado por una chaqueta de casimir azul oscuro y un
sombrero de anchas alas que llevaba un poco a la nuca, dejando descubierta
una frente juvenil y arrogante, iluminada por la expresión de dos ojos
negrísimos de extraordinaria fijeza, que miraban con una altivez irresistible.
Las tres niñas (y su madre) suspiraron con desconsuelo. ¡Si midiera dos
metros más! ¡Qué alto sería! No era como un muñeco, no era como un... era
más pequeño, era un solo centímetro. Se suspiraba. Con suspiros de agonía
se imaginaban que tenían en sus manos al hombrecito, y, echando una
conmovedora mirada a la naturaleza que florecía en las márgenes de un
arroyo silencioso, lo depositaban dentro del espacio y él se acercaba al
pistilo y trataba de escalar... Lo abrazaba, y trepaba. Pero cuanto más
trepaba más alto se hada y nunca llegaba a la cabeza...
Un acontecimiento extraordinario nos distrajo.
Asomó del salón de la pulpería un indio anciano envuelto en tiras color
rosado (antes debían de haber sido carmín). Advertimos por sus pasos

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desacompasados que estaba ebrio. Nada se veía en él pues lo ocultaban las
vendas, salvo los pies, abotagados, casi negros...
En el borde encerado de una silla se posaron dos escarabajos alados, y se
miraban.
Nos reímos... y volvimos a nuestro silencio. A lo lejos pasaba una
cosechadora roja. Las chicharras sonaban, los grillos se hundían en la tierra.
Algunas golondrinas pasaron, haciendo acrobacias.
Un gaucho joven, recostado sobre un sinfín, pulsaba una guitarra. Sus
acordes nos distrajeron; luego oímos sus canciones monótonas.
Vimos desaparecer a Andrómeda....
Las Maffei se maquillaban, soñolientas...
Sentíamos temblar a nuestro alrededor la voluptuosa aniquilación de
todas las cosas vivas y muertas.
Un gordo búho negro vino a posarse en uno de los aleros del techo de la
construcción que nos había albergado. Y no pudimos sino ver en él un mal
presagio. Una cigüeña pasaba por las alturas batiendo sus alas esqueléticas:
los más luctuosos acontecimientos se aproximaban.
Don Valeriano pisoteó unas hormigas. Las tres muchachas dejaron
escapar tres tímidos suspiros. Doña Felisa dejó escapar de su pecho
monumental un suspiro que hizo temblar la tierra entera. Todos los invitados
suspiraron) se desplomó sobre nosotros la fría histeria.
Como una aparición se elevaba el sol. Lo sentíamos crecer mientras la
luna se borraba, en el cénit. Tuvimos un momento de incertidumbre.
Pasó un avión, uno de los viejos aeroplanos con dos pares de alas. Lo
miramos sin mucho interés: un poco más allá cayó y se incendió.
Cuál no sería nuestra sorpresa cuando de pronto vimos casi encima
nuestro, avanzando con aquellos pasos únicos en la naturaleza, al mismo

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jínete-maquette que habíamos visto por allá. Pero lo más sobrenatural es que
tenía el tamaño de un adulto... ¡y era más alto y fornido que cualquiera de
nosotros...! ¡y mucho más hermoso! No nos explicábamos dónde había
crecido tanto tan de pronto. Su overo golpeaba con los vasos el cuadrado de
tierra apisonada (también él se había sobredimensionado). Las miradas, fijas
en los charoles que lo adornaban.
Apostados sobre los mármoles que el culo nos helaban, considerábamos
la posibilidad de emitir frases nunca ames dichas. El desconocido apeóse de
un salto y se sentó entre nosotros. Miró los sepulcros blancos y negros, y
bostezó.
Éramos un cuadro vivo. Nadie decía nada. Un chimpancé amaestrado nos
sacaba fotos; fruncía los gruesos labios, ponía en el lente las pupilas lisas,
pulsaba el disparador para fijar esas escenas irrepetibles. Usaba flash,
aunque en pleno día no parecía necesario.
El desconocido miró las nubes. Luego nos miró y preguntó por...
—Está cerrada, le respondió don Valeriano.
A lo lejos se oía llover: franjas blancas cruzaban el aire.
Pero nosotros, los gauchos, somos muy observadores, y nos gusta
explicarnos todos los detalles de las curiosas escenas en las que solemos
vernos envueltos. Así que le preguntamos cómo era posible que, si apenas
unos minutos antes era del tamaño de una nuez, fuera ahora grande como
nosotros.
No pareció disgustarle la necesidad de discutir en público los problemas
de su apariencia: no era de los que temían transcribir diálogos. Él
determinaba sólo con acumulación de adjetivos. Nada más ajeno a la
práctica folletinesca. Su gran obra, en cierto modo.
Estas conversaciones no nos llevarían a la verdad, pese a todo. Sino a

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representaciones. Por no conformarse con ellas, se retuerce de tal modo todo
lo que se lee.
(Paspartú escucha, inmóvil: La lamelle, c’est quelque chose d’extraplat,
qui se déplace comme l’amibe. Simplement, c’est un peu plus compliqué.
Mais ca passe partout.)
Una función del pensamiento y a la vez objeto de una nueva ciencia.
Como luego veremos, la generación, a escala histórica, de las lenguas (el
modelo indoeuropeo es de rigor, pero lo reemplazaremos por un sistema
abstracto, que le dará más fluidez a nuestra teoría), no es una función, sino
precisamente...
Pues bien, preguntó el extranjero:
—¿Han visto el rodo de la mañana, cuando está lejos?
—Y, puede ser...
—¿Han visto una monografía botánica, escrita en un “block
maravilloso”?
—Y… a veces.
—¿Es Dios una caja para guardar estampillas? ¿Es San Pedro una
almohadilla con pelos? ¿Es el Doctor Alsina una víbora con una cresta
peluda?
—Ejé, ejé.
—¿Cómo es, vista de lejos, la fórmula “eadem sunt quorum unum potest
substituit alteri salva veritate”?
—¿Vista de lejos?
—Sí, de lejos.
—Y... pequeñita...
El extranjero concluyó, triunfante:
—Ansina mismo me pasó a mí. Ahora verán cómo. Como estaba lejos,

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se me veía diminuto, al dirme acercando jui aumentando, ¿no?
—Ah... ejé, ejé, ¿Y qué se siente de ser tan chico?
Ya no se sintió el hombre tan a sus anchas, pareció por el contrario
disgustado. Desconsolado parecía. Le creímos oír un “qué boludos”, y, más
didactizado, menos eufórico, retomó el hilo de la explicación:
—¿Quién estaba lejos sino yo o ustedes? Se los diré de otra forma, ¿quién
estaba lejos y/o cerca sino yo y/o ustedes? ¿Es ustedes el que al acercarse,
en dibujitos, la pupila crecía y se volvía grande como la carpa de un circo?
¿Es menos, entonces, lo que yo vengo en nosotros si no soy yo el que ustedes
han venido dentrando menos de lo que yo vine saliendo?
—Hmm... No, nos entendemos.
—¡Pero si es tan fácil! ¿Han visto la niebla cuando muere por las
mañanas?
—Uf…
—¡Así soy yo! ¡Mi cuerpo parecía perecer entre los cascarudos y bichos
canasto, cuando era grande como elefante intrincado en una mata de
muertos!
¡La luz se hizo! Creímos entender todo de pronto, y le dijimos:
—Ah, ¡claro! Usté quiere decir que era como un gurí, y luego jue
creciendo...
—Callemos.
Lo obedecimos. Estábamos confusos. Estábamos... Nadie vacilaba nada.
De todo él emanaban avasalladores efluvios. Nos tenían atrapadas sus
palabras. Por eso callábamos.
Pidió un vaso de fernet, después un vaso de oporto, después un dedal de
granadina, un maní con sal, un balón, después un vaso de borgoña. Dijo
haber venido viajando días enteros, y estaba agotado. Bebía a pequeños

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sorbos. El caballo pacía por ahí unos culos de perro. Suspiró y suspiró el
intruso, y se tocaba los muslos por entre las deterioradas del calzón
puntillas:
—Es extraño, decía, que después de haber cabalgado siglos enteros, sin
apiarse, el dolor en la parte interna de las verijas puede volverse un placer
al juntar los caños, como ahora. Ahhh... Es una típica contradicción que hay
entre nuestras dos piernas: donde unos tienen placer otros tienen dolor, y al
mismo tiempo, en una persona, cuando algunas veces tiene dolor, otras lo
complace: una cosa produce la otra.
El discurso nos habla dado numerosas ideas, de modo que lo
interrumpimos:
—Sí, ya entiendo, empédocles: no te duele sino para que, después, podás
tener niños.
—No he tenido nunca niños, salvo una vez que cagué un puerco chillón.
—¿Cuándo?
—¡Al alva del puerco!
—¡Entonces nosotros también, por escucharte, somos los muñequitos de
cera que te quitás de las orejas y descabezás, les comés el pito, cuando estás
solo y acampás entre las pajas!
—Es un opuesto, que me escuchen.
—¿Cómo? Hablá más fuerte, que no te escucho.
—Los contrarios producen mucho placer, antes siquiera de que existan,
por lo menos para nosotros. La plusvalía nos aleja tanto de...
—¿Cómo?
Empezábamos a perder el hilo. El extranjero mojó la punta de su pañuelo
y se limpió el meato. Poco después siguió, ya más calmado:
—Si en la línea de la verga hay una disposición a cambiar... no lo sé. Una

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cosa atrae a la otra, que contrasta bien con ella. Pero se trata en todos los
casos de lo que uno dice. Aunque me calle siempre se está hilando un
discurso, una conversación. Por eso a veces me dejo caer dormido, en lo
más inesperado, para poder escandir un poco, entre unos y otros...
No tuvimos inconvenientes en creerle. Viéndolo, nos daba la impresión
de un eterno relator de misterios silogísticos. ¿Qué tendrá que decimos? No
lo sabíamos bien pero estábamos seguros de que nos habría de plantear
algunos grandes dilemas, unas amables mentiras, esas “transacciones” o
pasajes, ya del placer al dolor, o de coger a ser cogido: para él, era lo mismo.
Pero no nos hizo caso y siguió con los labios dentro del chiripá.
Luego, cantó, inesperadamente. En sus manos aparecieron, nadie supo
cómo, unas castañuelas culeras, que hizo sonar con tac tac descompuestos,
y de su boca salieron unas cancioncillas muy breves, que nos subyugaron:
Qué dicen los ojitos
que hay entre las piernitas
que vengan las manitos
que les den agüita.
Hasta ahí, nada nos parecía demasiado extraño. Lo felicitamos con mudos
cabezazos de aprobación. El, imperturbable, siguió:
Había una vez un culo
que tenía doce numeritos
a las cuatro y cuarto
el solcito caga.
No sabíamos qué decir. Y lo decíamos semiasfixiados, sin hablar, sin decir
nada. Ostentoso como una estatua conmemorativa de una desvirgación,
haciendo sonar los huesos ahuecados, cantando con su gruesa voz afinado
desafinada. Comiendo.

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El padre de la verga
es la madre de la verga
y el tío de la concha
le da de mamar.
Aplaudimos... entre extrañados por el esoterismo de las coplas, maravillados
por la fascinación extraña que arrancaba de nosotros. Satisfecho, más que
contento, cerró la boca y escupió un gargajo. La boca del desconocido era
muy carnosa y la abría muy grande: dos hileras de dientes aguzados y
separados, la lengua una materia amorfa que movía con la perezosa
prudencia de los objetos emponzoñados. Delgadas venas azules le recorrían
el paladar, indecentes, los huesos, astillados, la carne podrida: en fin: mal
aliento. En el fondo, negro, amenazador, la campanilla, el tin tin, era roja y
pendía como globo vado, sonaba cómo el agua pulsada por las manos de los
ahogados.
Por fuera, alba y estirada, la garganta se hinchaba cuando pasaban los
volúmenes de aire. La presión parecía superior a la que mantenía en
equilibrio al universo. Más de uno hubiera deseado estar lejos, por si
estallaba y regaba el jugo.
Cuando terminó el canto, cayeron, o parecieron caer sus ojos, como si
estuviera fatigado de haber hablado tanto. Cerraba su libro maravilloso, el
álbum lleno de figuras, se dejaba estar, un rato, en silencio, mirándonos,
pero nada decía y aspiraba el aire, lo que de él quedaba a su alrededor: aire
barroco, cargado de anfractuosidades, huecos con figuras de adorno,
monumentales y muy pequeñas a la vez, con tonos desorbitados: como todo
en él, para empezar.
De modo que le preguntamos por qué, si era tan afecto a la muerte y a
los ejercicios que conducían a ella, a la velocidad.... cómo podía haberse

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entregado, a una edad tan avanzada, al arte de la música, que exige sobre
todo la paciencia de las matemáticas, y si no se aburría.
Lo que nos respondió merece un párrafo aparte.
—Muchas veces, en el curso de mi vida he sentido que necesitaba, para
purificarme, interpretar el sentido de ciertos sueños, para el caso de que
fuera esta clase de música la que me ordenaban hacer. El asunto fue así: con
frecuencia en el transcurso de mi vida me visitó el mismo sueño, que se
manifestaba en distintas visiones, según los casos, pero siempre diciendo lo
mismo: "Haz música y practícala”. Y en tiempos pasados yo suponía que se
me estaba exhortando y estimulando en lo que hacía; así como se anima a
los corredores, del mismo modo el sueño me estimulaba en aquello que ya
estaba haciendo: componer música: dado que dedicarse al asesinato es la
más grande música… y esto era lo que yo hacía. Ahora bien, después de que
tuvo lugar el carnaval, y que la festividad del 22 de agosto me impidió morir,
me pareció que, para el caso de que el sueño me prescribiera crear música
en el sentido vulgar de la palabra, no debía desobedecer, sino componer; y
más seguro me pareció, en efecto, no marcharme antes de purificarme
haciendo los poemas y obedeciendo de este modo al sueño. Así, en primer
lugar, compuse en honor del dios a quien se consagraba la actual ceremonia;
después de lo cual, por pensar que el poeta —si quiere llegar a ser poeta del
todo— debe componer sobre la base de los juegos de palabras y no de relatos
determinados, y teniendo en cuenta que yo mismo no era inventor de mitos,
compuse sobre la base de los primeros que encontré entre los de Sarmiento,
que era los que tenía a mano y sabía de memoria.
El individuo extraño se dejó caer contra un tronco cubierto de isocas y
cerró los ojos como buscando nuevos argumentos en su negra cabezota.
“Los individuos son proposiciones analíticas infinitas.” Un suspiro floreció

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bajo sus pómulos.
Cuando se quitó el sombrero las mechas se derramaron a su alrededor.
Eran negras como las alas del cuervo a la medianoche. Era una mata. Entre
las cascadas hirsutas salían los blancos dedos, como gusanos, en una
agitación perpetua. Sus hebras se confundían, se mudaban, y la brisa
producía conmociones en ellas.
Una de las niñas gritó:
—¡Un cometa!
Miramos el cielo y lo vimos, verde como el apio cortado con tijeritas de
oro. En el cometa verde vivía un piojo verde, verde como el berro entre los
rabanitos. En ese momento el piojo estaba lavándose la cabeza, en una
minúscula palangana de cuarzo.
Una gata preñada que sé paseaba por el patio advirtió al extranjero y se
le acercó. Sin decir nada, se sentó sobre su bota izquierda, y se lavó las rayas
de la piel. De tanto en tanto alzaba sus ojos amarillos a los negros ojos del
coloso.
Estábamos pendientes de él: de su menor movimiento, de lo que dijera,
y de todo lo demás. Pues aquí en la pampa es lo más raro encontrar personas
en quienes se manifieste completa en todas sus formas la naturaleza. En
ellos, todo encuentra padres.
Delgadas hileras de brumas planeaban sobre el cementerio. Las estatuas
parecían querer hablar; y lo hubieran hecho si el aire no las hubiera
amordazado. Hacían gestos con sus peplos de mármol, bestiajes rostros de
jaspe. Como si le pidieran a las fuerzas de la gravedad que las quebrasen en
un millón de trozos y esparcirse luego en la negra noche que rodea al sistema
solar.
La ceja empolvada de una estatua se desprendió, y la arrastró un soplo

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hasta donde descansaba el jinete duplicado. Allí se disgregó cubriéndolo de
blancos pelos de mármol.
Todo contribuía al lirismo del estado de ánimo: la dulzura del aire, la
quietud, la dispersión de las esporas de los momentos: Don Valeriano soñó
que se cogía una muía. Y así nos lo dijo.
Todos callamos, soñadores también, a nuestro modo. Todos, menos el
extranjero:
—Esa mula, dijo, consideraba indigno ocultar sus ideas y propósitos.
Proclamó abiertamente que sus objetivos sólo podían ser alcanzados
derrocando por la violencia todo el orden erigido...
¡¡No lo dejamos seguir!! Ante tamaña indelicadeza lo encaramos
seriamente y le preguntamos, en fin, qué mierda se le ofrecía.
—Αποθανειν θελω, dijo.
No entendimos. Pero cuando lo tradujo vimos el sentido. Sus palabras
fueron la revelación más grande de los últimos tiempos, más o menos:
—Yo soy Juan Moreira.

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Paspartú. — ¡Era él! ¡Yo sabía! Mejor dicho: ¡me lo suponía! Por mas
más que cambien las convenciones de la pintura siempre los que miran son
señales para rearmar todo el universo. ¡Teoría y práctica! Signos dentro de
nuestras palabras, todo lo que se disimula en nuestras payadas, en los
cuentos, en los proverbios, en los fragmentos que quedan por ahí del eterno
Moreira...
Julián Andrade. — (Sonriendo, en triunfo, con laurelillos en las orejas,
muy sobrador.) ¡Claro! Los cielos se dan vuelta, ¿quién lo duda? pero
nosotros seguimos discurriendo sobre nuestro héroe.
Paspartún. — Lo sospeché desde el primer momento pero no quise
interrumpirte, hermano. ¡Tenés una voz!
Julián Andrade. — Vos sabés, negro, que tengo una cosa en la cabeza...
Paspartún — ¡Culo! Yo pensaba...
El señor Andrade. — Por más que uno le de vueltas a la cosa, siempre va
aparecer, porque... la disponibilidad, en las mujeres, para Moreira, poder
pensar, siempre, en una combinatoria, bien kama sutra, ¡total! Pensar,
describir, hablar. Es un cuadro móvil.
Paspartún: — (Pensativo.) Yo necesitaría un esquema.
Julián Andrade. — Güeno, prestáme óidos...
Paspartún. — (Antes de que su amigo retome el hilo del cuento, pide
unas aclaraciones.) Pero todavía no me has dicho cómo era, me cago.
Julián Andrade. — Güeno, ejé, ejé. Así nomás; no, verás... no me fijé
bien. Tenía tanto que hacer, menos eso. ¿El? ¿Uno? Haz, nudo de las

25
negaciones, ¿no? ¿De qué estaba hablando? ¿Quién me preguntaba por el
aspeto de Moreira? ¿Vos, negro? Tenía cabellos negros. ¡Tenía tetas! Se las
decoraba con estampillas, con la lengüita les mojaba la goma... Hablaban
por él. ¿Esa figura te da una idea? ¿Viste mi álbum? ¿Coge un erizo? Había
una mujer con tatuajes azules en las nalgas, ¡ja, ja! Toda rajada... El lazarillo
de nuestro Moreira era una liebre harapienta. El pelo era un zumbido, el
estrépito, de los bichos. ¿Contesta eso a tu pregunta? ¿No?
— Lo cierto es que... (se aclara la garganta; cro, cro) a la pampa la cubría
la nieve. Alguien había esparcido dados, cucharas, piezas de ajedrez; había
mucho que ver, juntar, etc. Todo lo que antes formaba conjuntos... Un avión
pasó agitando las alas. El tiempo carcomía todo, corríase la llanura y zonas
amplias quedaban apenas sostenidas por estalactitas de granos muy pulidos,
de oro. Una ola de perfumes se abatió sobre todos nosotros. ¡Ah!
La pulpería el ABC, entre las agujereadas lomas del pensamiento, parecía
dormida como una niña abría. Algunas ovejitas blancas, de lana rizada, se
paseaban con gestos de fatalidad, soltando de sus hocicos hilos de baba que
en la nieve dejaban líneas como rieles.
La pampa entera era una ruina: viejas pompeyas inmóviles miraban con
ojos luminosos a los turistas, herculanos de barro llenos de toros dormidos,
derrumbados obeliscos, ¡la esfinge! ¿no se desplomaban? piscinas donde
unos viejos en bolas charlaban, se bañaban, sobre hormigueros —que antes
habían sido tinas de mármol.
La esfinge era una sola mirada. La primera. La nieve estaba cayendo. Se
oyó gemir, en sueños, a una nutria. El espectro de un faraón, más la reina
Cleopatra, con una canastilla llena de escarabajos.
Luego sucedió algo que se escribió con letras de oro.
Una ternera saltaba y se sacudía, enloquecida. Nunca se ha visto cosa

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igual. De una de las nubes saltó un dragón verde, pequeño como una mosca,
grande como una montaña, y atrapola como a simbad el ave roc. La devoró
en el aire... Algunas gotas de sangre cayeron sobre la nieve, los seniles
bañistas, y los monumentos.
Cabezas vacías aguardaban. Los insectos alzaron vuelo. Los golpes de
las ventanas atraían a los pájaros.
Un ombú lleno de grillos sonaba día y noche.
Un gaucho misterioso, cubierto de basura, a quien nadie había visto en
su viaje, ató la yegua a un eucalipto y aporreó la puerta de la pulpería. Pausa.
Hubo unos pasos prudentes; una de las hojas del portón se entreabrió unos
milímetros, brilló un ojo en la hendidura... en el ojo se reflejaba el blanco
de la nieve, abrió del todo y el anciano murmuró:
—¡Moreira!
El sujeto lo apartó con suavidad.
—Tráigame una muchacha, don Valeriano.
El viejo lo llevó a un salón de paredes verdes. Hizo sonar una chicharra.
Estaba mirando al intruso, sin creer en lo que veía. Trataba de hacer
memoria.
Se abrió una puerta y apareció, con blanca camisa, una de las pupilas
(Phelisa). Quedó como fulminada al entrar. Tampoco ella daba crédito a lo
que le mostraban sus ojos. El enemigo público número uno volvía a intentar
lo imposible. Unos ángeles cantaban. Flautas, siringas.
El cielo se cierra sobre este fragmento del relato que Julián Andrade
contaba a Paspartú.
El ABC era una casa de negocio donde se comía, se bebía y donde
despachaban hermosas mujeres, una de las cuales había merecido las más
finas atenciones por parte de Moreira. Mientras éste se desnudaba en la

27
oscuridad de la pequeña habitación, la muchacha le contaba los preparativos
de la policía para prenderlo, a lo que el gaucho respondía con una sonrisa
despectiva.
Ja já. Tiró todo al suelo. Se tiró encima de ella... Felisa entre las piernas
abría el agujero, quiero decir la mucosa. Él paraba el palo que tenía, le daba
unos golpes, con fuerza la atraía. Se le erizaban las tetillas. Hubo unos
suspiros. ¡Cómo se complacían!
También lo hicieron a tergo. Tres veces. La sostenía por su cintura, pero
él mismo desfallecía. Esto ardía. Bueno, ¿quién separaba qué?
Luego, se pusieron a conversar.
Felisa, medio desasosegada, tendía su hueso. Una observación, una
superficie; ese vidrio sobre el que restallaban los látigos; los manejaba desde
una consola de tedas verdes —sus largos dedos deformados... ¿Por qué, por
qué?
—¿Cómo te atrevés? ¿No sabés que la partida anda rondando?
Tomaron unas vitaminas. Tenían un tubo de vitaminas.
Tenía una alargada caja negra, de metal, llena de monedas. Era
numismático. La muchacha cagaba. A pesar de haber sido escogida entre
millones por nuestro héroe... era bastante pequeña, muy negra, con aspecto
de india.
Moreira, fastidiado por su curiosidad, la miró con... Él prefería modos
indirectos de hacer ver la verdad. Discutía con la chica sobre la partida.
—¿Cuántos son?
—Y... deben ser unos siete mil.
—¡Bah! ¡Chauchas! En más de una oportunidá...
(Esto era lo más hinchapelotas de Juan: cuando empezaba con las
anécdotas, ¡ufa!)

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... tuve que vérmelas con partidas de hasta ¡quinientos mil soldados! y
siempre los hice retroceder. En mí eso es lo normal.
Phelizza se preguntaba: ¿qué pasará?
Nada quiso argüir ella: ahora bien —lúgubres pensamientos, más bien
los deja vu; una musiquita. La sofocaba. Una verga no la retiraba. No estaba
donde ella... ¿Cómo librarse de esa ansiedad? Se dormía. Moreira se
despertaba. Todo lo adivinó, el muñeco maldito; también a él lo despertó
esa madrugada un dolor en el brazo derecho; el dolor viene de muy lejos
(todavía brilla el Lucero; la Luna) viene de lo más secreto del cuerpo de su
madre muerta. En otros siglos, oscuros, de los que el señor gaucho, con su
sombrero de mierda, todo olvidó. Espeleólogo. En el cuerpo de la putita
encontraba... unas nostalgias. ¿Era ella? Sus miradas lo envolvían a él
mismo, “niños envueltos”, velados... entre las sucias sábanas rosa un telón
de semen planchado, huevos que habían roto sobre la cama (lo blanco
Alrededor de lo amarillo), las laminillas (la libido) ... entre ambos —más
tridimensional, no— el cuerpo de ella, era un mensaje en clave que le
mandaba la policía... ¡No podía entenderlo! ¿Cómo descifrar?
Olimpia.
Se movía con desesperación; lo había picado una chinche. Espantaba las
moscas batiendo los brazos peludos, que casi alcanzaban el techo.
Hundía el hocico entre las tetas hinchadas. Mordía y se preguntaba dónde
estarían sus padres, sus 'padres jóvenes, adolescentes, dos gordos niños
lúbricos que cogían sin cansarse sin agotarse nunca, ¿Estarían, como él...?
Daba cabezazos contra el Desnudo, hasta que la despertó.
El ejercicio lo ponía soñador. Iiiiic iiiic. Entre las moscas se había colado
(¿por dónde? la pieza no tenía ventanas) un pájaro gris del tamaño de un
dado; chillaba con una sola nota, como un insecto. ¿Qué me estará diciendo?

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pensaba Aira.
—Si vienen, ¿podrás huir? le preguntó Phelisa.
—Como una sierpe, dijo Moreira pensando en otra cosa.
Ella insistía:
—¿Pero cómo vas a salir?
Irritado:
—¿Por qué preguntás tanto?
—No sé.
—¿Por qué no preguntás para enterarte? ¿Eh?
El gaucho, sonriendo, durmióse. Fijo lo miraba la china. Esa belleza tan
mentada todo a lo largo del campo la turbaba. ¿Sería mortal? ¿De qué
hablaba? ¿Por qué le ocultaba sus propósitos?
Ritmo. Cuando cogían siempre se balanceaban con cierta violencia, pero
tan isócronos, tan regular era la ida y la venida. Bueno, cada vez entraba un
poco más, hasta que, como quien dice, tocaba fondo. Sin embargo Moreira...
la china, como el tejido de la vagina es elástico, apretaba, abrigaba bien...
Ella pensaba: está enajenado, ¿qué me da?
Luego, en cambio, había recibido una lección de las más importantes —
que en esta novela, por falta de espacio, no aparece.
Con el espadín cilíndrico, con el pomo lleno de leche.
Toda foliada, muda, Es nuestra esfinge.
Feliza inclinó la cabeza hacia un costado. Sus ojos se abrieron; se abrió
una ventana. Una tenaz somnolencia la dominaba. Sobre la mesa de luz el
gaucho había depositado sus cosas: el reloj de oro y un manojo de llaves
muertas ensartadas en un aro. En un jarro de porcelana, agua... en la que
había diluido una gota de sangre.
La joven suspiró para sí. La atraía esa vaga reunión de objetos inútiles.

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Había algo incompleto ahí: como su sueño. ¿Qué sentido tenían? Sus ojos
se cerraron un momento, luego volvió a despertarse. ¡Cómo dormía
Moreira!
—¡Moreira, despertate!
—Qué... qué pasa.
—Oí un ruidito ajuera.
—Es un pavorreal que se está peinando.
Pausa.
—¡Moreira! Un lobo me mira.
—¡Otra vez colgaron soretes en el árbol de Navidad!
Al fin pudo dormirse. Luego:
—¡Moreira, recordá, recordá!
—¡Otra vez! ¿Qué te acontece, china e’mierda?
—Aura no te lo digo nada.
Al rato:
—Moreira. . . ¡Siento algo en todo el cuerpo!
—¡Bah!, dijo el gaucho, no es nada: vas a parir.
En efecto, la panza bien redonda de Felissa se estremecía, y algo le bajaba
untuosamente.
Dormidos, los amantes soñaban. Él volvía a verse en su castillo. Cuando
alguien abría la puerta, Juan veía la pampa y en ella a los patinadores, que
se deslizaban libres de cuidados. Una mujer con un gran tocado brillante…
El niño era negro. Lo llamaron La Caperucita porque nació velado con
una capucha blanca.
Nació con todos los dientes y no bien hubo sido dado a luz le mordió a
la madre las piernas, le dejó marcas ensangrentadas.
El niño flotaba en la oscura habitación, en el extremo de su cordón

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umbilical... un spot rosa seguía sus evoluciones. Mudo.
Este fue el sueño de la madre:
Dormía en una de las lomas que rodean el Pensamiento. Hacia ella se
acercaba un jinete, en una enorme yegua amarilla, y desmontó de un salto
al llegar a su lado. Era un negro. Le mostraba las manos, garras de gato.
Moreira cubría a su dama con soñadoras miradas. No dejaba de felicitarse
por la buena elección que había hecho. Ella era, como los mejores
ejemplares de china pampeana, baja, pero muy bien formada.
Andaba de aquí para allá, por la habitación, disponiendo pequeños
objetos, y nuestro héroe la miraba perdidamente. Sus glúteos medían varios
metros de circunferencia, los pies los tenía planos como
los de un pato.
La concha, muy protuberante, color aceitunado, había sido afeitada. Sus
mamas estaban deformadas: por no usar nunca un soutien.
Un fantasma andaba por la habitación, estaba mirando y se columpiaba
en el aliento de los fogoso» acopladores. No lo advertían. El alma en pena
preguntábase: ¿esto, qué querrá decir?
Y la mirada de la voz de Julián Andrade perdióse en su cavilaciones,
como si en toda su enumeración algo quedase, la teoría y la práctica,
insertado una vez más, de nuevo, la mirada que exclama y en calma... Unas
lunas alumbraban su negra piel
—¡Ah! ¿Qué es (se preguntaba nuestro relator, ante la cara perpleja del
negro) después de todo, aquel museíto en el que dormían Tu y Yo,
oscurecido bien por los vahos, lleno de animales? ¿Qué es?
Paspartú —¿Cómo?
Julián Drade —Shh, negro, no hinchés.
Paspartú —Pero...

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Julián Andrajo —¡Me cago en vos! ¿No ves? ¡No es lo mismo mirar el
cielo de noche que viajar montado en el pegazo, escalando los rayos! ¿Eh?
¡No me interrumpás!
(Abochornado por la reprimenda, Paspartú cerró la boca.)
—Helo aquí. En un estado mallarmeano, de revevigile, con las hojas
blancas realizaba algunos sueños, quien traza pequeños rasgos con pincel,
con su pluma. Los cielos y la tierra le obedecían. ¡Coge el gaucho que de
día ha dormido en sí mismo, las horas más misteriosas! ¿Se empecina,
acaso, en ero- tizar sus animales? Un hombre que sueña es el peor de los
mendigos. Su habitación era un claro del bosque: la cama estaba tendida
debajo de la cúpula negra de los árboles. Un telón verde, con follaje
finamente dibujado, detrás. El suelo, de tierra: en él crecía la negra hierba y
las violetas que desplegaban sus aromas. Por entre la vegetación corría un
lagarto que trepó por la pata de la cama...
Era muy pequeño, muy agudo, subió por un pliego de la sábana hasta que
vio enfrente suyo la cara dormida de Moreira.
¿Qué hacía allí, en medio de la naturaleza, de la amable Madre
Naturaleza que todo esconde y cuida en sus manos?
La lagartija corría hacia su cueva cuando se cruzó con la tortuga.
—¿Adónde corrés tan asustada? preguntóle Victoria.
—Ajún, ajún, ¡Vi al diablo! exclamó, medio jadeante, la iguanilla.
—Esteee... ¡el diablo no existe! dijo escéptica la lenta verde.
—¡Pero cierto es! ¡De verlo acabo!
Vehemente, loca, ella aseguraba sus palabras, Un trébol se inclinó a
mirarlas. Tortuga dudaba, veía a su amiga desarreglada, las pupilas
descompuestas.
—¿Cómo es?

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Le faltaban las palabras:
—Cara pálida y lampiña. Parece un papel congelado. ¡Enorme! Y vistas
de cerca la nariz y la boca se te disgregan en puntos de color. Seurat se
meaba de risa... ¡él justamente haciendo de voyeur! ¡Ese maldito telón!... si
por lo menos hubiera tenido los ojos abiertos.
A la tortuga le entró un temblorín... Era preciso todo lo que la lagarta
dijo. Estuvo perfecto. Fue una invención del cine (cf. infra). Había, en el
momento de su represión originaria, un poco lejos, como retirada de la
escena una gran pantalla, un cartel en blanco, casi en el horizonte. En ese
momento no le dio importada. Entre Aquiles, las carreras: ¡ahí está! Se abría
la tierra bajo sus pies. ¡Es tan lenta para ir de un lado a otro!
Nada dijo. Calló.
De la cama partió un largo suspiro sensual. Una montaña de músculos
transpirados se movió apenas. A su lado las blancas turgencias de la mujer
brillaban con resplandores equívocos.
Rato más tarde:
En la media luz Moreira revisaba los cajones de un viejo ropero. Estaba
con el sueño disipado. Metió las manos en perfumadas pilas de lencería para
revolverlas. En otros compartimentos encontró medallones, frascos vados,
cepillos de dientes, medias de mujer, envolturas de caramelos... Todo lo
hacía sonreír con tristeza.
Arriba, contra una esfera armilar en cuyos senos habla hecho su aposento
una colonia de avispas había una caja de sombreros. La bajó picado de
curiosidad y le soplo el polvo. Adentro le pareció ver un animal disecado,
aunque era un arcaico proyector.
El cine era entonces un arte novedoso. Acababan de nacer sus inventores,
los hermanos Lumiére.

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La dio vuelta —con ese gesto de los niños que quieren ver lo de la
muñeca— la examinó. Tenía grandes dotes para la mecánica; si nunca las
había ejercitado no era por falta de deseos. Más que nada en el mundo amaba
las máquinas, sobre todo si eran solteras, y no dejaba escapar una
oportunidad de probar con ellas esas variaciones en las que los imaginativos
siempre se complacen.
En el fondo de la caja encontró unos rollos envueltos en celofán; los puso
en su sitio y cuando le dio vuelta a la manivela sin fijarse para donde apun-
taba con el lente, unas figuras se agitaron... ¡sobre su propio rostro! Soltó la
máquina como si hubiera sido áspide. Un buen rato le tomó recobrar el valor.
Cuando se despertó Felisa y vio los manejos del asesino le contó que el
cine lo había traído, muchos siglos antes, un payador que solía deleitarse en
las sombras de esa misma pieza, proyectando para los niños algunas
películas que él mismo pintaba.
Moreira evocó durante un segundo esas antiguas escenas... le parecieron
hermosas y trascendentes, dignas de la prehistoria del cine. Volvió a
concentrarse en el aparato. La joven lo miraba maravillada. Al fin acertó a
enfocar la luz contra una de las rosadas paredes. Entone® vieron los dibujos
animados desplegarse a velocidad prodigiosa (la mano de Moreira se había
desbocado) ante sus ojos inocentes.
Al cuadrado lo ocupaban retratos, figuras, historias que aparecían y
desaparecían se formaban y desagregaban con la velocidad del rayo,
animales músicos humoristas se estrellaban contra la pálida figura que los
contenía, y volvía a aparecer concentrando los haces de energía que
engendraba el blanco...
Phelisa se reía como una niña. En los ojos de Moreira en cambio había
una sombra de reflexión.

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En fin, no eran ellos los únicos espectadores. Una gata preñada se les
había unido en la cama. Estaba a punto de partir. Se inclinaba y se lavaba
con la lengua los bordes azules de la Conchita sin quitar los ojos de la
pantalla. Enroscada en una columna del respaldo de la cama estaba la
lagartija mirando con la mayor atención. Desde lo profundo de sí misma la
tortuga miraba.
Colgadas de sus cunas suspendidas las arañas miraban las aventuras y
desventuras de los animales en la pantalla.
Felisa se hizo pequeñita como una aceituna y también ella miraba sin
pestañear. Y en el centro, montado en la cama como en su trono, dormido,
el enorme Juan Moreira, desnudo como había venido al mundo, como una
montaña misteriosa respiraba atronadoramente, sus rugidos expandían y
contraían la pequeña habitación en sombras, que a la larga hubiera
terminado por adoptar la forma de su cuerpo.
Apagóse el cine. Los animales volvieron a sus cuevas. Moreira volvióse
a recostar, sonámbulo, y Felisa a su lado, resbaló sobre él. El Phallus erecto
de nuevo, se lo metió entre sus negros carreteles: la cinta giraba. Ella era
una Medusa radiactiva, mientras se prendía y se apagaba, sus gritos
alcanzaban el negro cielo, sus anillos enroscados en el universo... un polvo
fosforescente han echado sobre el cuerpo de la piedra, y el joven, como un
Pegaso, la golpeaba con sus cascos de acero; ella: una nube de calor; él: una
serpiente erguida, con ojitos encendidos. Los amantes volvían y volvían a
abrazarse. Se soltaban con gritos, sus cabezas chocaban con ruidos sordos,
volvían a besarse... se besaban...
Paspartún.— ¡Qué interesante!

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¿Algo pondría fin alguna vez a la sed maravillosa de Julián Andrade? No
elegí al azar el adjetivo: me refiero a una sed que atraía todo tipo de cosas,
no sólo las de beber, ¿Qué lo protegía de la desaparición de la sed? Sueños
(por eso suele calificárselos de “maravillas"). Las fábulas que una vieja
civilización acumulaba, ¿están apartándolo de la muerte? Aunque así
fuera...
La claridad se acercaba a donde nuestros dos amigos yacían, extenuados
por las blancas onaciones... con los pasos de una adivinadora ebria de besos
equívocos; perversos sus enigmas; polimorfa, ante el joven y bello edipo.
El mismo Paspado se había acogido al cuento con la determinación de
representarse todo lo que oía, de “dramatizar” hasta las variables sintácticas
(Rucksicht auf Darstellbarkeit). Lo cual nos permite plantear con mejores
razones uno de nuestros problemas.
En determinado momento nuestra novela empezó con un fenómeno de
megalopsia en el que resumimos los principios del pensamiento literario.
Ahora bien, una novela... una liebre amarilla salta de una cueva y se enrosca
como una gatita sobre un almohadón de malvas. Los esbeltos hinojos se
agitan ante nosotros. La laguna lava. Estamos en brazos de las brisas.
Una estrofa me desinvagina.
A mí, a quien esto escribe, nada sino la identificación con Paspartú
requiere... a pesar de todo, se desafían, los armados en sueños, en los nacos,
las negras armaduras: cristales.
Una bandada de pájaros. Las rosadas cúpulas se inclinaban sobre los

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personajes, su amor les infundía esperanzas de abrigo, alguna vez; no ahora,
luego: en un momento indefinido.
Paspartún. — (sus oídos se irguieron) ¡Cantó el changolito! el ciedo se
va a abrir.
Con ironía suspiró el gaucho judío: su cerebro se había desembarazado
de toda sabiduría ready-made. Esas proposiciones sobre la naturaleza, que
eran en el negro enjambre, lo dejaban frío.
Pronto los distrajeron otros pensamientos que llenaban y variaban sus
desaseadas cabezas. Nunca encontraremos personas más inconstantes.
Algunos discursos incoherentes, a propósito de digresiones... tuvieron que
decir antes de retomar el hilo del discurso. Mas no sacrifiquemos todo en
nombre de la transcripción. Pongámonos en claro. Desde el comienzo ha
sido el motor de nuestro diálogo la pregunta: ¿Estuvo presente Julián
Andrade en los minutos finales del célebre Moreira?
—Sí, lo estuve. Mas prefería no haber estado. En suma, era como decir:
“—Pst, flaco vení.
“—Qué.
"—Si no te habría llamado, ¿adonde estarías?
"¿Comprendés lo que quiero decir?
Pastar tú. — Tanto como nada.
Julián A. — Fue... como la muerte del chajá que siempre se extingue dos
veces. Fue un drama tan hinchón. Hubiera deseado no ir ese día.
¡Me duele la música de las esferas de sólo pensarlo!
Hubiera no deseado estar ahí. ¡Cuándo podré olvidarme de todo! Y salir
de estos juegos... Escúchame, negro; hicimos el 69. Ahora bien: ¿soy yo el
que lee el número en un corazón blanco?
Pasparon — ¡Uf!

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Polonia Andrade — ... Y precisamente entonces, la partida, alvertida por
el nubladillo, estaba, precisamente, dos veces... ¡Bah! Me estoy
confundiendo. Va a ser mejor que empiece por el principio. Y para eso no
hay como describir el escenario, con todos sus detalles. (Sonríe, dichoso con
su retórica. ¡Y se queja de lo hinchapelotas del Otro!)
—Nos encontramos en el preciso centro precipitacional de la pampa
húmeda. Hay ocho centros anticiclónicos que coinciden en el radio reducido
de dos grados de sobrelatitud Este-Oeste. Por eso uno se sentía como
desorientado, como si caminara siempre sobre la misma recta. Y la recta
diera una vuelta.
Hay unas pocas casas, todas de color negro, rodeadas de heléchos y
tamariscos: aquí vive la familia Pastré, aquí la familia Pensa, allá la familia
Piscis... Reina de la pobreza.
El nombre de esta localidad es: El Pensamiento.
Con graves columnas dóricas, tono sepia apagado por la edad, ventanas
tapiadas y puertas que de noche se clausuran con inviolables cerraduras: se
trata de la Pulpería el ABC, centro de... Precisamente, es de noche. Sólo
nosotros podemos entrar: los privilegiados turistas de las fantasías de un
neurótico: los atrevidos exploradores silenciosos por excelencia, nos
hundimos en el interior de una bolsa de filos brillantes.
Entramos.
Estrechos corredores nos abrazan, con telarañas nos interfieren. Las
cavernas de Platón. Son varías.
La luz aparece y desaparece con suavidad. Atravesamos salones
atestados de muebles. Detalle interesante: las alfombras, quemadas por
innumerables puchos, están vivas: lo adivinamos por el modo en que siguen
nuestro paso con sus ojos bien abiertos.

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En una amurallada habitación una escena nos encanta. Tres hermosas
jóvenes sentadas alrededor de una rueca (en la que han ensartado por el ano
a una oveja viva) cantan una canción y mecen sus cabelleras.
En las mesas cabos de velas alumbran a los escritores. Sus largos dedos
aferrados a la taza de porcelana. El pincel escribe “quiero un helado”. Un
viento pasa, una gorda bruja en su escoba: la vela se extingue.
Una anciana en la cocina.
Luego... llegamos a uno de los patios interiores del ABC: secretos, se
abre repentinamente, detrás de un cortinado. Nadie ha entrado nunca en esos
ambientes musgosos cuya existencia misma queda, disimulada por lo
complicado de la construcción y porque ninguna ventana se abre sobre ellos.
Podría uno vivir años enteros en el edificio sin saber que allí hay un patio.
Árboles degenerados, húmeda maleza no visitada por el sol: alimañas. Hay
un sitio en él desde el que se ve toda la inmensa pampa que nos rodea... las
celdillas.
Hay algunas personas, dispuestos. . . Claro que entre ellos estaba el
anciano propietario del lugar, don Valeriano. Parecía tan inmutable como
un sabio chino. Acerquémonos a su cerebro a oír lo que se piensa:
—Si muere Moreira... este despreciable pulpero sufrirá una severa
pérdida en sus ingresos. Moreira encabeza una banda de bebedores
sumamente importante...
De esta proposición podemos deducir el resto. Nos callamos en silencio.
Recostado sobre un falso muro hallábase el famoso gaucho; ni la edad ni
el mal trato de la intemperie habíanle quitado nada de su belleza silvestre.
Descuidado, en el aire límpido, movíase como péndulo uno de sus
piececillos descalzos, decorados con ocelos negros en los que sus
interlocutores clavaban las miradas. Sus desajustados calzones de encaje

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mostraban la torneada moldura de sus piernas, de las delgadas pantorrillas
y los gruesos muslos aceitados, la plenitud de sus caderas que sostenía el
chiripá blanco. Su torso estaba desnudo, sobre sus hombros caía la torrencial
cabellera, seda de gusanos lúbricos. ¡Esa cabellera es todo lo que tenemos
hoy de aquel gaucho cuyas fechorías recordarán los siglos! Quien quiera
admirarla no tiene más que dirigirse al Museo de El Pensamiento, comprar
su ticket en la boletería, y en una sala del primer piso, en una vitrina en
forma de huevo a cero grados brilla y vive siempre ese trofeo incalculable.
Moreira— Me haré cargo de nuestra situación.
¡No vemos cómo!
Hacia el que reposaba a su lado giró la cabeza para rogarle que le hiciera
saber cuál era el motivo de las preocupaciones... si acaso tenían alguna.
Hablaba con voz pastosa.
Le repitieron (¡otra vez!) que se tejía una emboscada. ¿Pero quién era,
entonces, el que la desbarataba con tanta precisión? Si teje una mujer, debe
ser su hijo pequeño el que des... ¿Acaso, le preguntaban, prefería quedarse
a esperar que lo mataran?
—¿Que lo mataran? dijo Moreira. ¿Soy ahora como voy a ser cuando
esté muerto?
—¿Quién está muerto?
—¿Cómo me ven, entonces?
—Como hércules.
Halagaron al gaucho, que en su fuero interno no hacía otra cosa que
homologarse con deidades agonizantes.
Así y todo, advertía que estaba representando un papel incomprensible a
los ojos de sus amigos. Mas no se sentía menos inmerso en grandes
nacimientos. ¿En qué se reflejaba sino en eso?

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—¡No vivirás para ver la mutación de los genes!
—¡Ba! ¡No importa!, exclamó el asesino oval.
Reintroducían el tema de sus temores, indirectamente. Moreira
suspiraba.
—¡Hay que tener tanta paciencia con la muerte!
—Así es.
Estábamos ¡perplejos. La característica más sobresaliente de Moreira era
esa constante sustitución
con que obturaba sus olvidos de palabra. No necesitaba siquiera olvidar para
sustituir. Era la gratuidad de sus construcciones, y no otra cosa, lo que nos
había acercado a él. Moreira era el lujo mismo: desnudo, si así puede
decirse.
Por eso ahora, no lo entendíamos. Cualquier cosa hubiéramos preferido
ver antes que el ahuecamiento repentino que su mano entreabierta...
—¿No podrías ser un poco más reflexivo? le dijo la vinchuca. ¿No has
experimentado, en circunstancias similares a ésta, los efectos de la muerte?
—Bla, bla, bla, bla. Etc, etc.
Los amigos no daban crédito a sus oídos. Siempre habían tenido al
temible Juan Moreira por un sujeto razonable, y nunca (salvo en lo referente
a la política) lo habían oído desvariar.
Lo miramos en ese momento. ¿Por qué nunca se parecía a sí mismo?
Porque nunca posaba del mismo modo.
Cambiaban sus pensamientos. También el delicado edificio de
abstracciones que componían las escenas de su vida.
Escuchemos el primer discurso de la farmacia de Moreira.
—Mis ideas empiezan con una caracterización de la muerte como un
contrario decisivo a algunas actividades. Los filósofos suelen aplicar la

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muerte a la generación de relatos y descripciones: dé lo general hacen series,
algunas de ellas nos adormecen de felicidad, otras nos irritan. Eso para
empezar. Luego mis ideas se tornan abanicos, se empluman, y luego se
pintan. ¿Qué es una idea sin pintura? Pintan sobre un cuadrado blanco, sin
una perspectiva determinada. Tampoco hay marco: todo fluctúa, un poco.
El estudio de la muerte, la ciencia lo ubica en las líneas blancas, en la
“bisagra”; los libros, ¿son otra cosa que bisagras?; un límite resistente. Es
lo contrario: siempre, pero no el contrarío del contrario: un poco menos; se
trata de esto: no lo contrario en general, sino en particular, como un sistema
de analogías. De modo que no importa que los efectos se enfrenten
negativamente, sino que, aunque den el mismo resultado, estén situados
precisamente en las caras opuestas. Nada puede deducirse de las
consideraciones funestas ya que éstas mismas son el juego de las
contradicciones: no generan novelas a partir de ellas, sino un paso atrás,
retrocediendo para verlas... en esa misma falta de perspectivas, la confusa
imitación de rasgos de la naturaleza que hay que volver a pensar, pues el
inconsciente se opone, contraría...
(Flora Titanic hizo girar el dedo índice contra la sien, y nos guiñó el ojo.)
... todos nuestros deseos. Por eso dicen: "automáticamente los buenos
van a comer a la casa de la muerta”. ¿Qué se come? Sólo se chupa, se chupan
cuerpos enteros: ¡es lo mejor! Sólo nosotros podemos comprender que la
consideración de la muerte, a la que le dedicamos estas páginas
heterogéneas, forman parte del estudio, más amplio, de la vida de las
transformaciones en el seno del pueblo. Una gran fiesta, cuya anfitriona es
Hialinidad, la muchacha con verga de toro, en la que los inventores, los
ingenieros de los sueños, exponen, en sus marcos de oro, las teorías que
hicieron posible la historia de occidente. En el silencio de la noche, una

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cama, en mi dormitorio, habitada por varios desconocidos. Es un alfabeto
complicado, una enumeración sobre la que no se han puesto de acuerdo
todavía los gramáticos, en donde las ideas están en células encerradas; su
función, recorrida por fragmentos, su velocidad es la del sonido. . . ¿Qué se
transforma? ¿No se transforma uno en otro, en las novelas? ¡Eso es lo que
vale! Nada digo, para no confundirlos. Por eso callo. Unas palabras se abren
paso. Sonidos y narcóticos. Un huevo que pasa... por allá lejos.
Un pronunciado silencio cayó sobre la asamblea.
Se oyó a alguien respirar.
Miramos atentamente a Moreira. ¡Si lo hubieras visto! Sus párpados
habían caído como desvanecidos por las ensoñaciones. Todo su rostro era
una blanca página. Su palidez era alarmante; ¿sería cierto que se estaba
alimentando muy irregularmente? Sabíamos que abusaba de los
estimulantes, y más de una vez lo habíamos recriminado por no dormir de
noche. Pero todo eso ¿qué importaba ahora? La muerte se aproximaba
rápida como las llamaradas que ya roían su cerebro.
Consuelo inmediato.
Nada hizo nada. El discurso, por una curiosa particularidad de su
disposición sintáctica, había, en cierta forma, “saciado", todo lo que nos
podría haber...
Sentíamos todo aplacado. La copa de un árbol presenta una superficie
inestable, parece que cualquier brisa va a abrir, separar sus “hojas”, y
mostrar lo hueco.
Mi madre, mis hermanos, mean juntos; me miran como a un extraño.
Moreira se arrancó un pelo del pecho. Lo sopló.
Excluidos en un rincón, sentados en los azulejos murmuraban el chancho
y la mojarrita. Al advertirlo Moreira preguntó:

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—¿Qué pasa? ¿Acaso la argumentación les parece deficiente? Por cierto
que admite aún muchas dudas y objeciones, si uno va a examinarla a fondo.
Si es otra cosa la que están considerando, no he dicho nada; pero si tienen
alguna dificultad con respecto a la argumentación, no deben titubear en
decirla y expresarla —si en algún sentido les parece que lo mejor es que sea
dicha— así como en recurrir a mi colaboración, si creen que conmigo
saldrán mejor de la dificultad.
El pusilánime chancho bajó la cabeza, pero la mojarrita respondió:
—Está bien, Moreira, te diré la verdad. Hace rato que cada uno de
nosotros dos sentía una dificultad, y empujaba al otro exhortándolo a
interrogarte; porque, por un lado, teníamos deseos de escucharte, pero, por
otro, sentíamos escrúpulos en perturbarte temiendo disgustarte en medio de
la presente desgracia.
Al oírla, Moreira rio suavemente y exclamó:
—¡Ya veo que será difícil convencer a nadie de que no estoy preocupado,
ya que no puedo convencerlos a ustedes, mi querido zoológico! Si el cisne
es puto, canta con el culo, no por que vaya a conversar con su dios, puesto
que no existe tal cosa. Ni el mismo ruiseñor, ni la golondrina, ni la abubilla,
de las cuales se dice que su canto es un doloroso lamento, cantan cuando
tienen hambre ni frío; cantan porque les titila toda la noche la cosa (¡qué
ricos!). En cuanto a mí, me considero un compañero de los cisnes, y mucho
más de los ruiseñores y abubillas, ya que, como ellos, sólo puedo filosofar
en circunstancias como éstas: cuando César me mira. Por estos motivos es
menester que ustedes hablen y me pregunten lo que quieran, al menos
mientras nos lo permitan los Tres Comandantes.
—Muy bello es lo que dice, respondió la pequeña pez; por mi parte, te
diré la dificultad que tengo; y a su vez el puerco te expondrá también qué es

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lo que no acepta de lo que se ha dicho.
Unas burbujas «palizadas escaparon de sus labios puntiagudos. Empezó
su peroración con voz aguda.
—¿Es lo femenino, por habernos sido despojada la pinza con que
quitamos trocitos del aire que nos envuelve, el modelo de las distintas
producciones —esos fragmentos, podemos visualizarlos como moscas de
las que sólo se viera, idealmente, un contorno irisado, dentro del cual, nada;
de las construcciones que nos vemos obligados a forjar en el curso de
nuestro trabajo diario —al decir trabajo quiero decir “pensamiento”, sin
referirme sólo al de índole filosófica sino a todo sistema en el que
combinemos, por ejemplo el lenguaje—, en las suposiciones, invenciones,
proyecciones: en una palabra: la imaginación con todas sus operaciones, que
conforman, fuera de los otros sistemas, una onda permanente de “fijezas”
....? ¿O bien, cuando las gaviotas rodean el cuerpo ensangrentado del
cordero, el Lobizón abre sus alas de hormiga, se alza, sediento, hacia los
árboles donde las calandrias...? ¿Quién está escuchándome? ¿Si la muerte a
la que te referías, líneas longitudinales, cortadas por las varas de la luz, los
vuelos vienen a introducirse en esas arcas donde se muere?
Dijo Práctico:
—¿Es la literatura una contradicción a las oposiciones —en general—
que surgen del trabajo diario: construcción y emergencia de los hilos de los
sistemas, por ejemplo el lenguaje; frente a un trabajo de moderación que
imponen los otros discursos y frente a ellos las pruebas se trasforman en las
catástrofes universales en las que encuentra la muerte sus analogías, y es
como en los presocráticos una letra que ordena todo el edificio? ¿O bien,
cuando el héroe se tiende a morir, entre los pastos que arrullan sus inventos,
grandes como “espacios”: las modalidades distintas en las que el héroe del

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lenguaje se propone antes aun de empezar a hablar, como el bebé que oye
la conversación de sus padres y se siente envuelto por una maraña
adormecedora? ¿Quién está escribiéndome? Si la muerte a que te habías
referido, al engancharse en los aros de las cortinas del océano, que son
cortinas de gro, negras, que resuenan un poco y hacen eco al silencio...?
Enorme fue la sorpresa de todos ante el atrevimiento de las pequeñas
alimañas. Nos asombró su sintaxis tan cuidada. Estábamos atónitos, y
aunque la mirada de Moreira no perdía esos brillos con sarcasmo, la
extraordinaria mirada que amenazaba todo pues nunca reposaba en sus
espantos... nada en nuestros corazones indefinidamente, la sensación de que
le sería imposible responder a las objeciones de sus dos huestes.
En nosotros mismos, distraídos como estábamos, fuera de toda elipse, las
palabras que oímos fueron como diccionarios. Además, quebraron la
delgada convicción que hasta entonces habíamos logrado edificar. El terror
nos anegaba: no había metáfora ante la que sucumbiéramos menos. ¿Cómo
lo diferente y lo semejante pueden participar en ideas inmóviles?
Era intolerable como si la misma historia de la literatura aceptase
excepciones a sus leyes inmutables. Repetimos mecánicamente aquello de
“Un escultor se fragua en su mente el bello ideal de una matrona. Luego
imita las formas de una mujer para realizar el bello ideal que se imaginó. El
bello ideal de la matrona es el tipo.”
Moreira estuvo un largo rato lamiéndose los brazos. Lo mirábamos. Lo
que dijera, modificaría nuestro desconsuelo.
Nos miró apasionadamente. Estábamos cubiertos de hojas de ceniza que
se evaporaban a medida que a nuestro alrededor aumentaba la claridad.
Nubes grises nos envolvieron; un observador desprevenido... Debíamos
parecer animales durmiendo.

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Al fin habló.
—Quizá, dijo, les interesa conocer mi vida desde el comienzo y cómo
fue evolucionando mi pensamiento con respecto al problema de la muerte.
Asentimos. Pues creíamos que no hay relato tan malo que de él no pueda
sacarse algún provecho.
—Cuando niño, ciertas ópticas afinaron mi entendimiento. La constante
observación de los efectos de la muerte a mi alrededor no podía dejar de
infundirme algunas revelaciones; por ejemplo la certeza de que no sólo la
muerte y la vida se diferenciaban por cuestiones cronológicas, sino por una
oscura cuestión de “principios”.
"Luego, al crecer y observar que las modalidades de da producción y la
lucha de clases eran responsables de la diferencia en la sociedad humana (y,
según mi particular filosofía, en la naturaleza), adquirí la certidumbre de que
también eran responsables de la diferencia entre los vivos y los muertos.
"El vampiro que, al no verse en el espejo, cree que sigue oculto dentro
de su mamá, muerto, no dista mucho de las razones que le permitirán
"engancharse” en la lucha revolucionaria, en cualquier estado en que ésta se
encuentre. Nunca empieza de cero. Su cero... es otra cosa.
“¿Por qué los muertos no gozan de los mismos derechos que los vivos?
Empecemos por cuestionar la existencia de semejantes derechos (la
propiedad en especial) que no podrían ser gozados sino por los vivos.
“El estado de los muertos a mi juicio representaba una ciega imposición
con la que yo no quería saber nada...
“En consecuencia me acerqué al estudio de los mitos, como el de La
Chancha Encadenada, y el Lobizón, buscando una nueva ciencia en la que
todas las proposiciones de la dialéctica fueran posibles. En forma oculta
encontré en ellos la ciencia de las contradicciones, que enseña que un

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lenguaje, silencioso, está en todas sus formas y en todas las cosas, siempre.
El universo, desde ese momento, dejó de dividirse para mí, y el misterio de
la muerte desapareció.
“Pues siempre hay algo inconciliable: cuya forma es la guerra.
‘‘Poco a poco mis estudios se fueron haciendo más complejos y presentí
que me acercaba a mayores verdades, pues yo mismo participaba en la
producción de las ficciones que circulaban.
“En alguna noche, por ejemplo, en que se halle el inocente turista
sustraído de nuestros horrores económicos, la mano de un maestro anima el
clavecín de los prados; se juega a las cartas en el fondo de un estanque,
espejo evocador de las reinas y las favoritas; están los santos, los velos, y
los hilos de armonía, y los cromatismos legendarios, hacia el poniente.
“De todo lo cual creo que no podrán deducir sino que: mi ciencia es la
literatura teórica.”
Cuando se serenó su voz melodiosa en nuestros labios se hundieron todas
sus palabras. Unas hojas del cielo se agitaron y cayeron. Las hormigas nos
rodeaban y cavaban delicados nichos en el suelo húmedo; bajo nuestros
cuerpos crecían los hongos y los bichos bolita.
Recién entonces volvimos a mirarlo y vimos que astros rojos y verdes lo
iluminaban. Recostado sobre el muro; semejante a cien odaliscas vivas y
cien muertas.
Felisa se inclinó sobre él.
—Es una concentración de polvo faraónico, dijo.
El gaucho sacudió ligeramente su cabellera, y volaron hacia arriba
plumitas, flores chatas... como las que se guardan en un libro. Ágil como los
soplos del abismo bajó el gavilán. Se posó en un poste y exclamó:
—¡Nunca más!

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Los ojos de Moreira se clavaron en los del pájaro, y cayó muerto. Alguien
lo alzó. Sin abandonar su eterna sonrisa, él dijo:
—No te olvidés, Julián, que le debes un gavilán a don Valeriano.
Palabras que nos habrían de sumir en una eterna perplejidad, pues jamás
llegaríamos a descubrir su correcto sentido.
Una delegación de gallinas vino a agradecerle personalmente al héroe
por el ajusticiamiento del cruel asesino volador.
Ecos del muerto Gavilán sonaron por el Universo...
En resumen, lo cotidiano alternaba con la filosofía. Pero Había una gran
incertidumbre. Todo hablaba, menos nosotros, precisamente.
Moreira, subliminal era todo constancia.
Vimos, olvidado, un gran piano blanco. Le preguntamos a Valeriano si
alguien en la casa lo tocada... No supo respondernos.
Con curiosidad los gauchos rodearon al instrumento; era un piano
vertical, Steinway. Levantaron la tapa y admiraron las teclas. Las pulsaron,
con reverente horror oyeron los sonidos martillados... Abrieron la caja y
alguno pasó la mano rugosa por el encordado de oro: la música apenas
perceptible se marchó hacia arriba,
Moreira miró el Oriente; todos miramos. El cielo desnudo se
desenterraba a sí mismo.
Lo miramos. Sus senos, ligeramente protuberantes, parecían los de una
niña. Rosados; los pezones y la areola mamaria oscuros. Latía debajo, como
10 habíamos escuchado dentro del cuerpo de nuestras madres.
¿Comprenden, hasta ahora los señores Lectores,
todo lo que va sucediendo? ¿Les parece demasiado discontinuo? Vean esto:
“La discontinuidad, tal es entonces la forma esencial en que se nos
aparece primero el inconsciente como fenómeno —la discontinuidad, en la

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que algo se manifiesta como una vacilación. Ahora bien, sí esta
discontinuidad tiene ese carácter absoluto, inaugural, en el camino del
descubrimiento de Freud, ¿debemos ubicarla —como fue de inmediato la
tendencia de los Analistas— sobre él fondo de una totalidad?
“¿Acaso el uno es anterior a la discontinuidad? No lo creo, y todo lo que
he enseñado en estos últimos años tendía a hacer desviar esta exigencia de
un uno cerrado —milagro al que se aferra la referencia al psiquismo de
envoltura, especie de doble del organismo donde residiría esta falsa unidad.
Estarán ustedes de acuerdo conmigo en que el uno introducido por la
experiencia del inconsciente, es el uno de la hendidura, del corte, de la
ruptura.
“Aquí salta una forma desconocida del uno, el Un del Unbewusste.
Digamos que el límite del Unbewusste es el Unbegriff —no inconcepto, sino
concepto de la falta.
‘¿Dónde está el fondo? ¿Es la ausencia? No. La ruptura, la hendidura, el
corte de la abertura hace surgir la ausencia —como el grito no se perfila
sobre el fondo del silencio, sino por el contrario lo hace surgir como
silencio.”
Proposición que convendría acercar a una nota de Saussure sobre la
atención:
“Hemos dicho que bastaba con un cuidado atento, Por otra parte esta
atención es llevada a un punto que hace de ella una preocupación constante
del escritor: una preocupación fuera de la cual no cree quizá tener derecho
a escribir una sola línea.”
Habla la comadreja:
—Moreira, hemos escuchado tus discursos una y otra vez. Pero no hemos
entendido gran cosa. Debes tener en cuenta que nos encontramos en un

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estadio muy primitivo de nuestra historia, y has de hablar muy
didácticamente y con ejemplos para que podamos comprender.
Suspiró con voz cansada el maestro. No le resultaba nada agradable ser
siempre incomprendido. Le acarició las orejas a la alimaña, estuvo un rato
mirando el horizonte...
Reconocerás, negro, que con tanta cháchara no sabíamos bien qué
camino tomar. Por de pronto, como sabrás, todos nosotros estábamos
habituados a, en Moreira, otro modo de actuar: de sólo oír hablar de la
partida, lustraba todo, masticaba la pólvora, afilaba con locura los facones,
acondicionaba los aperos del caballo, le embetunaba los cascos, se trenzaba
el pelo, se daba con vaselina...
Paspartún. — Sí, sí, he leído algunas de esas historias.
Julián. — Por eso nos perturbaba tanto que se entretuviese en
explicaciones que no conducían a nada.
Paspartú. — ¿Y por qué no se lo dijeron?
Julián. — (tutubiando) Güeno... se lo dijimos, pero de nada sirvió. Verás:
Fue el ratón el que, con desesperados chillidos, le dijo:
—Moreira, por qué no se va acomodando en vez de seguir con los
cuentos. Mire que la partida le está preparando una trampa, y tenemos
conocimiento de que el Cuerudo lo ha delatau...
Sonrióse Moreira:
—Parecen no haber entendido todavía que nuestras conversaciones
tienen un gran valor práctico.
—No vemos cómo, dijo la rana.
Perplejo, el gaucho le respondió:
—Yo tampoco.
Insistimos. Le dijimos que debíamos organizamos para resistir. Pero él:

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—No se apuren. Estamos orgasmanizándonos para atacar.
Un silencio de tumbas le respondió. Moreira se había vuelto loco. En
consecuencia, nos preparamos para oír de su boca el famoso cuento que nos
había prometido.
Un trueno retumbó dentro de nuestras orejas: Moreira hablaba. La
musiquita menos previsible... Un trueno... La trompeta de la cigüeña.
el bastón del viejo en la montaña, sonaron sobre nuestros cráneos.
Una sola nota aguda, elevada por encima de todos los cuerpos que
rodeaban el centro.... Un estruendo... La sorpresa de las aves que pasaban,
con las alas desplegadas, planeando, sobre nuestras...
Dijo, más o menos, esto:
—En primer lugar me he convencido de que, si la pampa está en el centro
del universo y es cúbica, no necesita para no caer del aire ni de ninguna otra
fuerza de esa índole, sino que para mantenerse le basta con la homogeneidad
que el universo tiene en todos sentidos y con el equilibrio de la misma
producción de la pampa. Un objeto que está en equilibrio, en efecto, y
colocado en el centro de algo homogéneo, no podrá inclinarse más hacia un
lado que hacia otro; en tales condiciones permanece fijo. Esto es lo primero
de que me he convencido.
—Y con justicia, dijo la lora.
—Lo segundo es que se trata de algo inmenso, y nosotros —los que
vivimos entre las columnas de Hércules y el Pillahuinco— ocupamos sólo
una pequeña porción, y habitamos alrededor del mar como hormigas o ranas
alrededor de un estanque; pero muchos otros habitan en otras muchas
regiones análogas. En efecto, hay en la tierra por doquier numerosas
cavidades, del más diverso aspecto y tamaño, en las cuales confluyen el
agua, la niebla y el aire. En cuanto a la producción de la pampa, en su pureza,

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se encuentra en el cielo puro, en el cual están los astros, al cual la mayoría
de los que acostumbran hablar de estas cosas llaman Aira, y del cual son un
sedimiento aquellas cosas que confluyen siempre hacia las cavidades de la
tierra. Nosotros vivimos en las cavidades, pero sin darnos cuenta de ello, y
decimos que habitamos encima de la tierra; supongamos que alguien
habitase en la mitad de la profundidad del mar, y se figurara que vive sobre
el mar, y, a causa de mirar al sol y los demás astros a través del agua, creyera
que el mar es cielo. Debido a su pereza y debilidad jamás llegaría al tope del
mar, ni emergería desde el mar hasta esa región, asomando la cabeza para
poder ver cuánto más pura y más bella es que la suya; ni siquiera prestaría
oídos a alguien que la hubiera visto. Esto mismo es lo que nos sucede a
nosotros; en efecto, habitando en alguna cavidad de la pampa, nos figuramos
que habitamos encima de ella, y llamamos al aire "cielo”, como si fuera el
cielo en que los astros se desplazan. Y el caso es el mismo que en el del
supuesto habitante del mar; debido a la debilidad y pereza, no somos
capaces de atravesar el aire hasta su límite. Si alguien llegara hasta su tope,
o bien le crecieran alas y volara, tras asomar la cabeza se pondría a mirar,
tal como aquí los peces, al asomar la cabeza desde el mar, miran este mundo,
de ese mismo modo contemplaría lo que hay allí. Y si su naturaleza fuera
capaz de soportar la contemplación, tomaría conocimiento de que aquél es
el verdadero cielo y la verdadera luz y la verdadera tierra. Porque esta tierra,
las piedras y toda la región de acá abajo están corrompidas y corroídas, tal
como las cosas que en el mar están corroídas por obra del agua salada; y en
el mar no crece nada digno de mención, y puede decirse que no hay en él
nada perfecto: grutas, arena, una cantidad enorme de barro, y hay pantanos
donde se junta con tierra, y en general nada que pueda ser considerado
valioso en comparación con las bellezas que tenemos entre nosotros. Pero a

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la vez aquellas cosas son muy superiores a las que hay entre nosotros. Y si
es bueno contar un mito, Julián, vale la pena escuchar cómo son las cosas
que hay en aquella tierra que está bajo el cielo.
—¡Por cierto que no! gritamos alarmados.
Por fin hubo algo de silencio en la reunión. Unas horas más tarde, creo (yo
estaba dormido), Moreira contó uno de esos cuentos a los que su caballo
estaba habituado. Tengo algunos párrafos anotados. A ver...
“Yo andaba en un monte; en las ramas habían colgado banderas de papel,
escritas con letras de colores. Tan entretenido estaba, leyendo las
proclamas... una gata rayada me miraba. Me condujo... bsss bsss... los
pescados asomaban a mirarme...”
Luego:
“Le decía a mi overo 'vamos, vamos’... ¡profunda tristeza!... abandonada,
tapera. No había una carta para mí, en esos sillones, medio adormecido...
susurros, hasta que salí a este mismo patio, en ruinas, y así como estoy
recostado ahora sobre esta misma pared miré para todos lados: las
dimensiones de la pampa se me hicieron patentes: a la vez lo que veía y las
reglas que las comprendían. Para entretenerme, abrí un mapa.
Julián. — Calló luego, no recuerdo bien en qué momento. Se desplomó
en una suerte de ojiva muerta, miró a sus antiguos amigos, a los que había
vencido, y se paró sobre el falso muro, como un gallo al amanecer, y
mirando el Oriente, cantó.
Un caballo pasó volando torpemente. Nos resultaba tan extraño asistir a
la agonía de un gran hombre... Nos sentíamos tan extraños como Hamlet
representando el papel de Ofelia la noche de bodas. Algunos pájaros
cantaban con voces extrañas, demasiado graves. A lo lejos una mujer
remontaba un bebé como si fuera un barrilete. Todo lo cual nos llenaba de

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consternación.
Dejamos pasar unos minutos mirándolo. El cerdo gruñía, o bostezaba. La
gata parecía a punto de parir sus encerrados gatitos. Grandes moscas
revoloteaban sobre la cabeza monstruosa del sujeto, con un suave bordoneo
insistente e interrumpido a la vez.
Don Valetudinario nos convidó a todos los presentes con una vuelta de
anís. Moreira se mostró encantado de beber, y aprovechó la oportunidad
para aspirar la paponia.
La Magnolia parecía tener una duda.
—Nos has hablado de la muerte en general pero nada nos has dicho en
particular de tu muerte...
Moreira se contentó con responderle:
—De cada cual, según sus capacidades; a cada cual, según sus
necesidades.
—¿Eso es todo lo que tenés que decir?
—Ansina es.
Un gallo cantó. ¡Nos sobresaltamos! La enredadera se movió unos
milímetros y entre sus hojas asomó el rostro sonriente del zorro.
Felisa trajo un mate. Blancas nubes casi transparentes recorrían el cielo
describiendo círculos lentos alrededor del Pensamiento.
Las flores se abrían ante nuestros propios ojos. Un anciano peno ciego
pasó con toda la majestad del rey Edipo en sus peregrinaciones. Brillaban
reflejando las estrellas las altas antenas de televisión, y zumbando con
extraños ruidos. En el gallinero de don Valeriano se celebraba un aniversario
feliz: los den años del gallo, un esmaltado animal blanco, de pico de níquel.
Todas las gallinas y pollitos, que sumaban varios miles, se habían reunido a
su alrededor, y le cantaban el tradicional “porque es un buen amiguito”. El

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gallo, emocionado, derramaba lágrimas de clorofila.
Una semilla de aracnita germinaba a lo lejos.
Juan Moreira se reclinó sobre el filo del muro, su pecho dilatóse en
amplias inhalaciones mágicas. Se movía como ánade o hidrofaisán su
cabellera. Sus pupilas giraban, estriadas como las ruedas de los molinos. Su
cuerpo se llenaba de humedad que provenía de lo más profundo del planeta.
Ya no había tiempo de persuadirlo a una conducta más razonable. Nos
limitamos a mirarlo, a prestarle una atención apasionada, como si eso fuera
a salvarlo.
Pero Juan Moreira (y esto ya lo habrán notado los señores lectores) era
un trompe l’oeil.
Sus pies descalzos colgaban con languidez. Apenas palpitaba.
—¿Querés un helado?
No respondió. Alguien trajo la luna de un ropero y la puso sobre sus
labios, para ver si aún respiraba. El espejo salió totalmente limpio.
Pero, como dice el refrán, “no está muerto quien pelea”. Hojas crepitaron
bajo sus pálidas manos surcadas de venas azules. Levantó la cabeza unos
centímetros, entreabrió los ojos y los volvió a cerrar, una grave burbuja
negra se formó en sus labios, y entonces con voz clara pronunció su famosa
exhortación:
—Sean marxistas.

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Julián. — Salí, negro. . . ¡no jodás!
En todo horizonte trabajaban los primaleones... El día de la muerte de su
madre, el amanecer salía a ver paisajes como si nada hubiera sucedido.
Por un largo silencio pasó el speaker, agobiados los hombros, quietas
gotas azules alrededor de los ojos. Su pecho y espalda eran la desgarrada
hoja de azúcar sacudida por la borrasca. Ya no se sabía cuál era el anverso
y cuál el reverso. De su espesor inconcebible escapaban nubecillas blancas
que absorbían las del héroe narices encorvadas.
De lejos los vemos a los dos: el negro Paspartún, medio pensativo, el
errante Julián Andrade, lloroso. Junto a ellos, movido por la energía de las
montañas, el Pillahuinco. En el cielo, las sierras amarillas de Saldungaray,
consola del Universo.
El agua pasaba. ¿Alguien habrá de bañarse dos veces en la misma
corriente?
Nuestros dos amigos sentían que sus cuerpos por efecto de la melancolía
se diluían un poco en las miradas del agua... mas dejaban huellas.
Sombras veloces corren detrás de la materia; así se manifestaba lo
femenino entre Pasparto y Andrajo, como cierta disgregación, huequillos,
¿no es el agua fría y amorosa? que los contuviera siempre. Células.
Algunos pájaros pasaron, inadvertidos, entre Apolo y Marsyas. Los
cardos se agitaban como princesas dentro de sus mantones.
Mirsos.
Julián Andrade volvió a hablar:

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—Lo que pasó después, no sé si podré...
Postparto. — Si no lo hacés, me vas a dejar intrigau.
Julián. — ¡Ay! ¡Me cago! Es que justo se trata de una de las escenas más
estático-dinámicas que la literatura haiga imaginao jamás... y no creo ser yo
el indicao...
Paspartú. — No t’entiendo, hermano. ¿A qué viene esa falsa modestia?
Judex. — Es un tópico.
Paspartú. — (se distrae completamente) ¿Ayer era jueves?
Julio. — Ansina es. Yo amo la literatura, en eso me parezco al chajá
fanfarrón.
Paspartú. — ...
Julián. — (sombrío) ¡Ah, negro! ¡Bien se ve que no sabés lo que decís!
Sos necio como los niños... como los “gurises" que diga.
Pasaparchú. — (cabizbajo) Perdóname, hermano, ¡Qué tristeza! ¿Viste
el soplo de la quena, cuando cae? ¿Viste el interior del sapo? ¡Todo me
desconoce!
Juliano. — ¡No, negro, no llores! que me enhisterizo.
Paspartú. — Dejáme, caracho.
Julo. — Negroooo...
Parsprototo. — ¡Saijúna! (un triste shock lo recorre todo) La melancolía
ha trastrocao mi alma: aura no soy más Paspartú, soy la señorita Paspartina.
No soy negro, soy blanco. Todo al revés. Voy posando los cuernos en el
camino y agitando las patas como antenas en el aire fresco.
Julián Andrade. — No te desenajenaré. Quizá los Señores Lectores,
como vos, si escucharon lo que Moreira ha andado balbuciando, haigan
aprendido: que la literatura da güelta todo, eso es lo que se llama un tiro de
desgracia.

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Calla, mira a su alrededor. Calla también Tarapatapoum y lo mira, a su
alrededor. El mosche parece temblar. Lanza un hipo, un gargajo, y por fin
sienta las bases de su tantas veces postergado relato con estas palabras:
—Moreira dormía. ¡Cómo se le movían las rosadas orejitas! ¿En qué
lejanas comarcas habría alzado sus tiendas infladas, de seda púrpura? ¿En
qué golfos quemaría sus naves de azufre? ¿En qué paisajes oscos, medio
sierras, medio valles, andaba domando sus tarántulas?
¿Recuerdan dónde lo dejamos? ¿En un muro, semirrescostado, entre
murmullos de cuya procedencia dudábamos bastante? Pues bien: ahora
estaba durmiendo la siesta, ¿saben dónde? en la cueva del ratoncito que le
comía todo el queso a don Valeriano.
Desnudo como un bebé, hecho un ovillo dormía. El pelo, doblado, de
almohada le servía. Dejémoslo dormido; veamos más bien lo que estaban
tejiendo a su alrededor.
¡Bum! ¡Guerra! Se abrieron sus puertitas. Un ojo, collage, zumbido de
los prisioneros. Elsinore; castillo rojo.
¡Bum! Enanos encapuchados manejan los cañones. El motor de un
molino; amartillan sus pistolas. Arcos.
Espacios puntuales del universo. Discos de colores (“la gitana dormida”)
rodean las lunas.
Meteoritos, con ruidos secos, caían en el patio. Encendidos, estaban
cubiertos de insectos.
Con emblemas: las putas de Roma, una mano abierta en cuya palma se
abre un ojo (creo en lo que toco). El faisán, la ballena: símbolos de la
glotonería. El armiño: dientes afilados.
En los bordes de la cueva se apostaban los soldados, medio entrecerrados
(fruncidos, debería decirse), y no respiraban siquiera. Con una mirada

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eufórica, la hipopamela. Unos rifles de caño recortado, les manaba del
“caño”. Esperaban, uno tras otro. Iconos de huérfanos.
En sus formaciones. Erectos. Se quitaban la ropa, descolgaban sus
uniformes, se peinaban y lavaban la cara.
Las dianas, los espantos, rápidos, breves. Madrugan demasiado. Enteros,
íntegramente. Salían junto con el sol de los mangrullos, vestidos de azul.
Líneas de fortines: los cartógrafos, un enigma sale en los osis, de
madrugada, el grave espacio diurno-nocturno. En paz, desaguardado.
En el silencio sólo se oían los ronquidos de Moreira. ¡Barrummm!
¡Rrrrrr! Como monolitos de bronce brillaban los árboles que rodeaban el
ABC. Una fotografía.
Con pasos de mosca, librados uno al otro, con un silbido. Se emboscaban
movidos por el viento, movidos por las germinaciones; pasaban, dejaban
pasar.
Los emboscados (párrafo militar): en la copa de un tulipero
(Liriodendrum Tulipiferum), en una Gestalt, en una estantería,
escurriéndose de las manos, tras un putti, en el candelero, en el fondo de una
nubecilla de tabaco; cada uno en su lugar. Nosotros, ustedes. ¡Localización!
El Capitán, en la cocina, entre mate y mate, conversaba con don
Valeriano.
—La estrategia, le decía: es una de las cuatro artes liberales.
El pulpero pulía los lentes.
—La estrategia es la única arte liberal; luego está el arte psíquico, que
corresponde a la represión.
Pestañeaba. Con un punzón desvanecía un cerdo. Estaba algo pensativo.
Sólo se oía caer los dados en los tableros.
Una chinita de pantalones amarillos les traía el mate. El jerarca había

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desplegado en el hule unos papeles y hacía marcas y cálculos; escribía
memos que un cadete llevaba a los suboficiales.
—Rrrr, hacía la boca de don Valeriano al chupar la bombilla.
La niña iba y venía, sonámbula. Asomó la bella esposa del pulpero:
Felisa, con el cabello recién lavado. El capitán levantóse y pronunció sus
reverencias. Detrás de la madre entraron las tres hijas. Con curiosidad se
acercaron a un confuso manojo de anguilas semiasfixiadas que asomaban
de una mochila.
—¿Les asombra nuestro zoo, niñas? Han de saber que la energía
anteroposterior de las vidas, ya en lo profundo del fango de los arroyos, en
lo alto de la montaña Cacolita... Una gran batalla, en honor de los niños, nos
atrevemos a sostener, ¡nadie lo duda!
—¿Ama el agua a Moreira? le preguntó la pequeña Amapolia.
—¡Claro! dijo el soldado arrastrando con arneses una podrida cureña:
todo aquel que, como Moreira, se haya dedicado en la vida a la extracción
de los cuerpos poéticos, se vuelve al morir un favorito del agua, ¿no lo
sabías?
Como didáctico, magnificaba:
—¿Quién es el que ve que al morir se hace ver?
—Se hace ver porque se hace desear.
—¿Tan bello es?
(Debo aclarar que por decisión de su padre nunca hasta ese día las niñas
habían visto al huésped.)
—¿Y qué haremos nosotras mientras ustedes matan a Moreira?,
preguntóle China, que era de las tres hijas difuntas de don Valeriano la
mayor.
—Nada, señorita, sino esconderse en algún techo y mirar todo, si se

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agazapan bien.
Las chicas prepararon emparedados de anchoas y jalea, el escrabel, un
tapiz. Chillaban de contentas.
—¡Niñas, compórtense! las exhortaba don Valeriano mientras le servía
una coca cola a un gaucho sediento.
—¡Pero papá!, decía Isabelita, ¡nunca en la vida vamos a tener otra
oportunidá como esta...!
—¡Bah!, decía el hologrifo: quizá no maten todos inmediatamente a
Moreira. ¡Sería demasiada casualidá!
Bueno, así se pensaba entre ellos: incrédulos de los poderes definitivos
de la razón, preferían el juego de transformaciones, de las preguntas y
respuestas. ¿Quién era qué?, ¿qué era quién? en esas máscaras.
(Pregunto lo que sé, no lo que no sé. Lo primero contiene a lo segundo,
lo segundo no contiene a lo primero.)
Güeno. Pasó un momento. La pampa estaba transparente, en las
profundidades veíanse nadar, como cachalotes, las topas de caudas negras,
las aguzadas comadrejas metronomizando con la lengua cortada (hablaban,
en voz muy baja).
Cuatro horizontes hay a mi alrededor. La naturaleza no es mi madre: es
mi hija bienamada. Nube- cillas de humo, señales, blancas en el cielo azul.
Sonó un tiro. Una bala atravesó millones de leguas, de un centro al otro
de la elipse. Mas sus pasos eran pequeños... Su escenario lo habíamos
levantado con nuestras manos. Ve lo hueco del cielo, las huecas, perplejas
órbitas.
¿Nunca se detendrá la pequeña bala de corcho, viajando y trasladándose?
Una voz que proviene de los amables corazones muertas que el
Pillahuinco arrastra, responde:

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—No, nunca, hasta que quien esta novela escribe, solo en medio de la
noche en su invernadero oiga aproximarse un caballo ensangrentado, sin
jinete. Nunca.
¿Nunca?
En las ojivas, en las ondas majestuosas del esqueleto del gran espacio la
hala se encontró con una mosca, gris pálido, con dos pares de alas
superpuestas y una trompetilla succionadora; sus ojos facetados le permitían
una visión distinta, plana, detallada, de la tierra lejana, redonda. Marco Polo.
¿Hay alimentos en el fondo del aire?
No es imposible.
En toda su magnificencia natural, acatándolos, en medio (aureolado,
ceñido) de su drama... el célebre cuchillero Juan Moreira va despertándose.
Desde el principio mismo.
Entre sus brazos fue a caer la bala. Vaciaban y volvían a llenar, las
intermitencias de su corazón, las novelas, que actuaban como frascos de
nieve.
Se abrazó a ella (el gesto provenía del “molde” del cuerpo de su madre)
a mamar. Con labios delgados; el temblor de los labios: figuras.
Y hasta su mirada: salía de la inconsciencia y con delicia rodeaba su
cuerpo hinchado por el sueño, de oscura pelusilla cubierto.
En el profundo silencio su respiración crepitaba como una multitud de
pequeños souvenirs muertos; y de tal modo lo embelesaban que nada
hubiera podido arrancarlo del encanto.
¡Despierte! De un salto púsose de pie; inmóvil en tanto el aire ondula.
¡Sus orejas giran!
Está de pie, es un Marte afrodisíaco, ¿qué más podré decir? Las lectoras
tienen hambre de él. Es majestuoso. Todo, telescópicamente, nada lo dice.

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La piel que cubría la parte superior posterior de las piernas era áspera, muy
gruesa, al tacto se siente como la superficie de un caballo. Rosada y suave
en el resto del cuerpo.
Desplegóse su cabellera negra, cayó ondulando, retorciéndose con dolor
y voluptuosidad.
Sus pies eran grandes y deformados. Negras las uñas. Las molduras de
los tobillos, muy sobado marfil.
En su rostro... una fija atención bestial, algo que se dirigía con toda
premeditación (ojos, oídos, etc.) a un solo punto que estaba diseminado por
toda la pampa. Toco lo descubrió en ese momento: la celada, ¿no?
Y en ese momento, exactamente... se oyeron las frases del comandante:
—Moreiiiiiiiiiira. ¡Lo tenemos cercado, m’hijol ¡No se haga macar al
pedo! ¡Salí, guacho, salí si sos otro! ¡Yo te viá dar! Entreguesé a las jüerzas
del orden! ¿Sí o no?
Preguntóse nuestro héroe si acaso hablaba del orden alfabético; su
pensamiento mismo lo hacía pensar. Pero su única respuesta al fin de
cuentas fue aquella pavorosa carcajada que a nada se parecía tanto como al
rugido del puma al despertarse. Los soldados lo escucharon atentamente.
Cantaron. Entre ellos, se pensaba. Don Valeriano se fue a tomar un café con
unos amigos. En su escritorio Doña Felisa redactaba.
Sentados en uno de los aleros blancos de la pulpería dos pájaros con ojos
pequeños admiraban el abierto paisaje del Pensamiento. El sentido de sus
miradas poco tenía que ver con la estética, y sí con la invención de la
anamorfosis, de la ciencia de la perspectiva. Menos que niebla, sólo el
espesor de1 aire, una blancura separaba todo, para las aves, como cuadros
muy inmóviles. Una languidez las poseía, hubiéranse quedado ante el
paisaje tanto cuanto éste esperara, la llegada de una corporación de grandes

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aves que entraran en silencio en el cuadro.
Y mientras tanto, ¿qué hacía Moreira?
Sin gran prisa él se vestía, las lujosas prendas en varios ganchos de oro,
que alisaba con las manos, olía, controlaba el planchado. Siempre le llevaba
un largo rato ponerse el chiripá. Desplegado, no era sino un largo pañuelo.
Varias fantasías peculiares en las que se concentraba parte de su historia las
asociaba a esta prenda: por eso “le llevaba un largo rato” acomodársela. Era
un rato largo y lento; el chiripá tenía que quedarle ni demasiado ajustado ni
demasiado flojo; ni demasiado en el término medio (era lo que más le
molestaba). Lo que temía era que se le desarreglaran los huevos, que el
izquierdo quedara a la derecha, o arriba, que se... rompieran, que se
estrangularan. Los cuidaba como una niña a sus muñecas favoritas, o mucho
más.
Tenía miedo que su escroto (de piel negra como el ámbar) se rasgara y se le
cayeran. Le hada nudos al chiripá, ajustaba de a milímetros sus antas. ¿Está
bien?
Después las armas: dos pesados trabucos cuyo caño se abría como
embudo, con una gamuza amarilla los lustró, y la pólvora, hilada por sus
dedos, para verificar que no se hubieran formado grumos. Además, dos
pistolas pequeñas de gran calibre: las cargó con bala. Una tras otra, acomodó
las cuatro piezas en la cintura.
Sacó después del colchón, en el que la clavaba siempre, su amada daga,
el famoso estilete de Juan Moreira, regalo del doctor Alsina, instrumento
único, de unos ochenta centímetros de largo, hierro blanco, dos filos y punta
delgada. Llevaba consigo a todos lados en el bolsillo un necessaire con
piedra de afilar, algodones, anticorrosivos, crema, todo lo que para la salud
de una daga pudiera imaginarse.

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Y también se la envainó en el culo.
¡Paróse! Y tan completo era su aspecto que todos quedamos bastante
espantados, preguntándonos...
Y mientras tanto, ¿qué hacían los soldados?
Los oficiales se paseaban entre las filas vociferando fábulas de la zorra
entre los zapallos, el hombre que desproveía a sus enemigos, el agua oculta
en barriles sutiles. Pero no tenían tanto éxito como suponían. Nadie miraba
nada que no fuera los cuerpos-pene tallados en la puerta, la sombra temible
en rojo marco peludo, ¡el terror de las pampas!
Las fábulas eran cada vez menos originales. Una repetía las obras de la
otra.
¡De pronto! ¡Cuando lo esperábamos menos, en general! Abrióse con un
estrepitoso toe y el terrible desgaucho asomó. Vestido íntegramente de rojo,
salvo su sombrero de copa, que era blanco. En las manos los... pistolas. Y,
en medio de las aterrorizadas exclamaciones de los oficiales cerraron los
ojos y dispararon. ¡Lamentable costumbre de nuestra soldadesca! Con la
vieja percepción animal de que nada más que ruido puede hacerse con la
pólvora, cierran los ojos, disparan hacia arriba, y echan mano a los aceros.
Volvió a reírse, irguió los brazos con cuidado, e hizo fuego.
Dos tenebrosas explosiones sonaron al hilo, y vimos volar los cuerpos de
unos cuatrocientos soldados. El cielo azul llenóse de trozos rosados, que
subían y subían hasta que llenaron toda la atmósfera. Durante un instante,
antes de caer, quedaron suspendidos, piernas, brazos, ojos: los que lo vimos
nunca podremos olvidarlo.
El gaucho había vuelto a entrar y oímos cómo golpeaba contra el suelo
las culatas de las armas cargándolas.
Los jóvenes conscriptos habían madrugado. Vieron acercárseles un

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armado fantasma. ¿Quién es? se preguntaban sus corazones. La literatura se
encerraba entre sus alas oscuras, pues sus madres (que aun vivían) les habían
contado de noche mil veces los crímenes confusos del gaucho Moreira. Las
voces adoradas volvieron a calmar con sus brazos encantadores los cuerpos
enervados por el dolor, y el miedo a la oscuridad.
Fuentes de sangre se soltaron de todos los pechos al sonar las armas.
¿Han visto los colmillos que asoman entre los labios de Moreira? Son
comas blancas, y le dan un aspecto tan raro... Hay quienes dicen que es
descendiente directo del Lobizón. Pero yo no creo: sé que él sólo es hijo de
sus obras.
Cuando reapareció hubo un silencio glacial. Nadie dijo nada. Entre los
acorraladores se observaban los primeros signos de desaliento. El mismo
mecanismo, tras las explosiones; saltaron los miembros.
Las niñas se reían en el techo. Espasmos, susurros. Sus chimeneas de oro:
humo dorado.
Doña Felisa oficiaba de las niñas de Ayohuma, llevando agua a los
ahogados, pantalones a quienes habían perdido las piernas, guantes a los que
habían quedado sin brazos, a los decapitados gorros tejidos, y comida a los
muertos.
La tercera fue la última, porque los pomos del gaucho se trabaron. Y no
encontró modo de hacerlos marchar.
Los tiró a un lado; empuñó las pistolas de plata y se encaró con las
barricadas misteriosas.
Pero como no tuvo tiempo de volver a cargarlas, desenvainó la daga.
Hacerlo, y no haberlo hecho, fueron una misma cosa, al mismo tiempo. Bajó
el Hachazo, la voz del viejo Aquiles. Es la catexis de Moreira. Le imprimió
bramidos sibilinos, cortó con ella la atmósfera, hizo reflejar en sus filos los

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astros que salían del horizonte.
Pausa.
Vieja daga, eras siempre igual a ti misma y a tus hermanas, eras un pez
que se deslizaba por un mar acogedor, siempre estabas quieta y silenciosa
dentro de los corazones...
Se mueve el aire cristalino, para un lado y para otro. La continuación de
la daga es una negra mano, a la que continúa a su vez un brazo articulado...
Swishshchhhhhhhsss, decía al abrir las delgadas capas hialinas, y cuando
entraba en el cuerpo de un soldado: ggggllllouc, y cuando daba con la
brillante punta de su corazón se escuchaba un uuuu- aaaaauuuuuuu breve, y
el soldado moría lleno de sangre.
Y mientras Moreira seguía matando, en vano seguía la oficialidad
gritando. De melodramas harto, don Valeriano la siesta dormía. Las niñitas
en el techo, opiadas de tanta monotonía, al ta-te-tí con blancos guijarros
jugaban. Entre los cadáveres Doña Felisa con una candela encendida se
paseaba, haciendo sus blancos camisones tremolar al viento.
En un taburete blanco, cebra, Moreira a descansar se sentó. Azul estaba,
de sudor. Se sonó la nariz, rascóse las verijas, y el brazo flexionó. Respiró
un poco.
Del otro lado del patio, abrazados en redondo, conferenciaban los
soldados, se levantaba entre ellos un espeso murmullo ideológico, punteado
por frases poéticas, recursivas. Estaban dándose sus leyes arbitrarias, y el
solo movimiento de hacerlo los animaba a enfrentarse una vez más con la
muerte.
Pensaban, y hablaban. Nada querían dejar librado al azar. Una negra
mosca de la carroña volaba sobre sus cabezas con un zumbido persistente.
Al fin uno de los confabulados se adelantó y dijo:

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—¡Moreira! Escuche nuestras proposiciones, no se haga el sordo. No
queremos aprovecharnos. Como usté viene solo, lo vamos a dir enfrentando
de a uno, ¿de acuerdo?
—Como gustéis, patroncito, dijo Moreira, respetuoso.
—Vaya, cabo Matías Sandorf, dijo el capitanejo a un joven.
De mala gana dio su paso al frente el cabito, con los dos sables
empolvados. Moreira con puntería fue a clavarle en el plexo la cuchilla.
Murió.
Un joven teniente, imberbe aún, dio sus pasos, y Moreira lo mató. La
guillotina soplaba entre los aires contrarios. Volvió sus miradas al profundo
mar azul. Todo lo miraba.
Moreira: rey de las metamorfosis.
Al morir, el soldado Fortuna cantaba como un gallo. Los soldados se
reían, estaban entretenidos con todo lo que ante sus ojos venía, ensortijado
de misterios.
Fue un mayor, de bigotes: las aspas le dieron en la cara. El general Ojito
fue a pelar la suya, y salió trasquilado. El cuchillo alumbra la gota.
Todo, liso, ante el que bailaba como poseso.
Lino, tocó su turno. Moreira dio un paso adelante y lo mató. Su cariño,
su espada...
Saltó un soldado desconocido con los ojos entrecerrados. Moreira lo
mató y caía hacia atrás. Aaaaaaaa...
Se asomó a una ventana doña Felisa. Todas las miradas cayeron sobre
sus bellos senos descubiertos. A sus espaldas sonaba un teléfono, con
insistencia que irritaba a los beligerantes: la bella sonámbula en cambio no
parecía oírlo.
Los campanillazos los enervaban. Algunos crispaban los párpados, se

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frotaban los puños contra el esternón.
Moreira le tiró con una mostacilla roja que cayó sobre la teta izquierda,
y bastó para despertarla de su contemplación. Entonces atendió al teléfono.
Todos escucharon.
Una larga conversación (en alemán) fue lo que oyeron. La joven dama
parecía agraviada por oscuras proposiciones que se le hicieran desde la
bakelita. Al final murmuró un definitivo:
—Wo es war, soll Ich werden. (Si va ella, no voy yo.)
Y colgó.
¡Extraña sensación apoderóse de todos los que en el patio escucharon!
Habían creído entender en esas frases fragmentarias las más tenebrosas
perspectivas del erotismo femenino en la pampa. La melancolía y la furia se
mezclaban en el gran deseo de la bella esposa del pulpero...
Ella dio dos pasos hacia el interior. Las miradas de los guerreros se
estrellaron contra sus propios círculos, que brillaban; las tinieblas del cuarto
no la ocultaron... quitó una manta morada con gesto rápido... vieron aparecer
los arabescos de una Singer y un taburete en el que se sentó... Pulsó con su
pie descalzo el pedal kitsh...
Moreira creía morir de emoción estética.
La guerra siguió.
Otra vez se enfrentaron, trepado el intrépido descubridor de miradas en
la pila de cuerpos, biiii,
biiii, decía con furor su miembro descompuesto. Todo intranquilizaba. Los
soldados muertos cubrían las losas del patio.
Un joven salvaje, de uniforme, yace muerto bajo las plantas inquietas de
Moreira. Es imberbe todavía. No tiene cejas, pero se las ha pintado con
carboncillo. Si le quitamos el quepis, vemos el rasurado pelo negro. Su

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uniforme está bien planchado, lustrados sus botines.
Moreira, fatigado, cantaba al ritmo de las muertes una de sus canciones:
Las aves muertas
hacen nido en la concha de la yegua
las vacas no hacen nido
paren antes de tiempo.
Sus cantos mataban como si los animase el vigor de la muerte. Sin duda
alguna, era uno de los más completos asesinos de su tiempo. Cuando el
canto se apoderaba de sus acciones, todo lo subordinaba a la expansión; se
volvía un topólogo polimorfo, un científico de los paisajes. De él sin duda
podía afirmarse que era un ojo mudo, un arca de relojes de dama
desarmados. Uno hojeaba sus antenillas como las páginas de un libro. Uno
podía escuchar el jadeo de sus pasos como otros oyen los cantos del Este y
el Oeste.
¡Siniestro malambo! Trastabillaban los soldados ante el estruendo de sus
besos que palpaban un mundo por nacer. Ahogados caían por el aire, al
revés.
Empezaba el Show de la Muerte, a nacer de sus puntos coloreados
(puntillismo: arte y ciencia); auroras boreales en medio de la oscura noche
y el claro día.
La muerte a todos tocaba por igual, pero de un modo u otro, nunca igual:
por eso alcanzaba a todos. Si no me creen, vengan conmigo a mirar...
Seamos nosotros, no ellos, esas figuras del combate que no aparecen sino
para verse desaparecer en la niebla de los formadores de encantos.
Ajeno a todo lo que en el patio sucedía, don Valeriano estaba bebiendo
con algunos amigos que solían ir a perder el tiempo en el ABC por las tardes,
a beber y jugar a los naipes. Cuando lo alcanzó una de las “ondas” murió.

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Lo mismo le sucedió a su amigo el doctor Cabrera, sentado a su derecha, y
a don Próspero, a su izquierda. Los tres al expirar sobre la mesa reclinaron
sus redondas cabezas.
Pheliza recostada en su lecho, cercada de muñecas de nieve, se
acariciaba, con la mirada extraviada en una niebla de fantasías; suspendida
en una ondulante vigilia en la que nada se pensaba. Cuando la sorprendió la
muerte cerró los blancos párpados y sobre la almohada cayó su mejilla.
Las tres vástagas en el techo se urgaban la nariz y tiraban las bolitas (con
buena puntería) a los soldados: cuando en medio de una risa en la que
brillaban sus dientes no cambiados las tres murieron, Un canario que
cantaba cerca murió también.
Nada detenía de la muerte la necrología.
Por las hondas zanjas llenas de margaritas andaba una nutria, la más
conocida de las nutrias de la comarca, arrastrando su expresiva cola por esas
soledades. Cuando llegó a su abrigado cerebro el laberinto de Moreira sin
saberlo se recostó en la tierra y murió.
Vimos pasar al chillón chajá. No bien se posaron sus picos dulcemente
cerrados sobre la inmortal madera de los eucaliptos, murió.
En las oscuras cuevas de los peludos, liebres, vizcachas, en los
hormigueros, los cortes transversales, el estudioso sabio que dibuja con
acuarelas, un arcoiris de la pálida y punctiforme desaparición.
Encima de un rancho negro, a muchas leguas de distancia, un colorido
clown había. Bailaba sobre el techo una suerte de polka. Se lo veía pequeño,
como un títere casi. Cuando 16 alcanzaron las líneas se recostó sobre las
pajas, cerrar los párpados pintados y morir.
Telescopismos: miradas. Pintores...
El viajero sediento se dice, una y otra vez:

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—¡Cómo desearía estar ya en el ABC!
Pero al pasar por el Pillahuinco se apea de su caballo y se recuesta sobre
los tréboles y muere. El agua abre los ojos, mira el negra hocico del bebedor
inclinado hacia la onda y cree que bebe.
¡Amable agua ingenua!
Desde el aire: si el ojo miope de un helicóptero hubiera volado encima
del ABC, lo hubiera tomado por un gigantesco gusano rosado enroscado
sobre sí mismo, durmiendo la siesta. Con un poco más de atención hubiera
llegado a observar quizá ciertos detalles: cómo se abrían y cerraban las
puertas con movimientos pausados, solas, hubiera comprobado cómo
ninguna habitación tenía ventanas, cómo algunos hermosos cuerpos
femeninos se entrelazaban y se despojaban de sus cabezas blancas. Pero una
de esas extrañas miradas que se detienen sólo en las paradojas de la
literatura... hubiera visto en el centro del patio una figura de pie sobre un
montón de cuerpos blandiendo un arma cuyos filos producían, en las capas
superiores de la atmósfera, figuras tridimensionales.
Su aspecto en esos momentos era espantoso. De su elevado pecho
manaba un torrente de fugacidad y de sus magnas mechas un polvo que se
escurría entre los cadáveres como alquitrán muerto.
Como el cascarudo ante la inminencia del tifón. Con la percepción del
oso ante un lago lleno de frascos vacíos.
Todas las músicas, todos los silencios.
Los fantasmas saltaban de un barco a otro; violoncellos funerales.
Eulogio Varela se adelantó. Una tela de araña se abrió, la daga de moreira
al osado mató.
Con lengüeta de sangre el Cabo Larsen sonrió, bajo la nuez moreira la
hija le metió.

74
El Sargento Cabral otro vino a mirar, entre las costillas flotantes moreira
se la fue a clavar.
Negras nubes de formas misteriosas cruzaban el cielo. Los relámpagos
se asomaban a los horizontes. Durante varios minutos se desenvolvía cada
trueno, en un solo tono. La electricidad había ocupado el aire, y la
turbulencia, ciclones oscuros, silenciaba todo. Hinchóse el pecho deformado
de Moreira, aspirando el aire. Lo hirieron algunas pequeñas gotas frías que
vagaban por el universo. La oscuridad se detenía sobre las escenas
nerviosas, fijadas por el hambre y la sed.
Una pájara estaba en una rama. Hacia ella venía una bandada de antiguos
cuervos, e intentó cantar.
Unos soldados se adelantaron blandiendo los sables. Corrió como la
enigmaticoca mirada muerta la daga de Moreira, una y otra vez.
La cabeza del gaucho era redonda. Giraba con la majestad de un astro
lleno de fuegos y mares. La vimos rodearse de una aureola de alcohol
amarillo. ¡Amoroso es Moreira! Nos pareció oír lejanos gritos, del centro de
la tierra. Mas no los reconocimos. Caían almohadas, discos blancos...
Moreira tenía una pancita cuadriculada, de todos colores.
Un ñandú se precipitaba sobre una hormiga...
Causándole la muerte...
La lentitud se apoderaba de su brazo, y con ella una suerte de
ultraconocimiento. Vio no lejos de donde estaba un pequeño muro rojo, a
medias derrumbado... Sintió deseos de subirse a él a mirar el cielo. (Moreira
es capaz de frustrar todos nuestros deseos, pero ninguno de los suyos.)
De modo que se trepó y al cielo límpido y vacío la mirada elevó. Las
constelaciones, ocultas para todos nosotros en la luz diurna, sé hacían
visibles a sus ojos monstruosos.... ¿Quién había mirado con sus ojos? Los

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astros le mostraban los caminos, y las fronteras...
El búho de Moreira alza el vuelo al caer la noche, dicen.
Los destinos de quienes lo habían seguido con timidez en su viaje
dialéctico... había escrito con los filos de su daga de bronce, en las paredes
que daban a cuerpos dormidos, jeroglíficos...
En los desiertos campos... niños errantes, provistos de grandes cajas de
lata, recogen puñados de tierra para llévanos de recuerdo a la ciudad.
De pronto, en el callado santuario, retumbaba el trueno, y nacía en cunas
de piedra el rayo. Los contadles del ABC usaban el rayo como almohadilla
para humedecer el dedo que cuenta el dinero.
En la amplia cocina de techos rojos conversaban don Valeriano y
Moreira. Tenían desplegado en la mesa un mapa del sur de la provincia de
Buenos Aires; cada latifundio estaba pintado de un color distinto. Las
carreteras eran delgadas chitas blancas, los arroyos (ése era el camino que
pensaba seguir Moreira: el agua) rayas en zig zag.
El dedo del gaucho seguía las líneas, sus ojos leían los nombres, y
memorizaban todo. Mucho se ha hablado de la memoria de Moreira, pero
no todo ha sido dicho. Ni una pequeña parte. No pretendo decirlo yo, pues
ningún humano es capaz de pensar en ella; ni quien escribe ni sus lectores
pueden llegar a hacerse una idea de la gran memoria de nuestro héroe.
Mientras tanto, por los campos y las colinas se retiraban soñolientos los
soldados. A su paso se alzaban las gaviotas, y los rodeaban con sus gritos
incomprensibles. Son. tantos que no van por los caminos sino por el campo
abierto. No se dirigen en ninguna dirección determinada, porque van hacia
todos lados.
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Cubren los campos. Se van dividiendo: primero en "partidas", que son

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grupos menores, preparados para realizar ciertos trabajos específicos. Luego
se transfiguran en “hordas”: bandas de niños entregados a la producción.
No vemos más allá, pero seguramente las transformaciones prosiguen.
La contradicción entre adultos y niños se disuelve lentamente; tampoco se
distinguen ya los individuos de los grupos.
Una cúpula rosada cubre todo el teatro. Es un cuerpo.
El ñandú corre. Asoma a unas matas amarillas el rostro blanco de una
liebre. Mira el sol.
Pasan breves vientos.

31 de diciembre de 1972

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