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La confiscación y redistribución de tierras se dio en parte como

respuesta a un sistema político, económico y social que, en zonas


del territorio, colocaba al campesino como un ciudadano de
segunda categoría. Desconocer la situación de marginalidad y
servidumbre para decenas de miles de peruanos en el campo –y
que fue caldo de cultivo para la expropiación velasquista– es una
afrenta a quienes la vivieron. El general Velasco fue un dictador
sin atenuantes, pero a la vez ninguna democracia debió permitirse
convivir con regímenes semifeudales en su territorio.

Quienes enarbolan esta narrativa –legítima– de la reforma


agraria y la defienden bajo preceptos de ciudadanía y equidad
suelen pasar por alto, sin embargo, que la forma en que la
dictadura la llevó a cabo no logró los objetivos que se propuso y,
por el contrario, destruyó la economía rural con consecuencias que
arrastramos hasta hoy. Recordemos también que, aparte de que la
confiscación se llevó a cabo de manera cruenta, el Estado se
comprometió a compensar a los propietarios con ‘bonos agrarios’
que, hasta hoy, no se han terminado de pagar.
Los previos fracasos en la ejecución de una reforma
agraria dentro de los cauces democráticos justificaron, a ojos de
muchos, la violación de los derechos de propiedad de los
terratenientes y el traspaso improvisado de unidades productivas
agrícolas a cooperativas que no tenían capacidad para
gestionarlas. Mientras que entre 1961 y 1970 el sector agrícola
creció a un ritmo de 3,4% por año, para el último quinquenio de
los 70 la producción del campo caía a una tasa de 0,5% anual en
promedio.

Las causas del descalabro de la producción a partir de la reforma


agraria fueron diversas. Con la destrucción del tejido empresarial
tradicional también se fueron la experiencia, los accesos a redes de
proveedores y clientes, y el capital necesario para inversiones. El
mantenimiento de maquinaria fue nulo. Los incentivos internos en
las cooperativas agrícolas no favorecieron el trabajo articulado, el
orden ni la innovación. Y el régimen militar, en vez de ayudar a
cerrar las brechas expuestas, las agravó: otras políticas estatales de
entonces, como la industrialización por sustitución de
importaciones y el control de precios, con sus impactos sobre el
tipo de cambio y la rentabilidad de los cultivos, terminaron de
condenar al sector al fracaso.

Cincuenta años después, el Perú todavía lucha por completar


algunos de los objetivos planteados inicialmente por la reforma
agraria y por reparar el enorme daño económico que causó. Las
condiciones materiales de vida en el campo son significativamente
inferiores que las de zonas urbanas, el acceso a servicios básicos
como agua, educación o salud es pobre, y las oportunidades de
mejora económica a partir de la producción agrícola organizada en
pequeñas parcelas –descapitalizadas y sin tecnología o conexión
con mercados modernos– son exiguas.
Una prueba de ello es que la productividad anual del trabajador
agrícola peruano promedio hoy es de alrededor de S/7.000, la
mitad del colombiano, un tercio del brasileño y casi la treintava
parte del canadiense. Una cifra que no resulta sorpresiva si
tomamos en cuenta que, según datos del INEI (2012), la superficie
de la parcela promedio en el Perú es de apenas 1,4 hectáreas.
Como es obvio, tierras pequeñas y parceladas dificultan las
grandes inversiones que requiere un sector como el agro.

Un fraccionamiento que sufrieron también las cooperativas que


nacieron de la reforma y que, se suponía, iban a fomentar el
trabajo colaborativo. Como contó nuestro columnista Richard
Webb en un artículo del 2018, “hoy, la gran mayoría de esas
cooperativas ha sido parcelada y sus tierras son trabajadas en
forma individual”.

El profundo cambio que la reforma agraria significó para la


sociedad peruana demanda un análisis serio de sus causas y
consecuencias. Minimizar, por un lado, las injustificables
condiciones sociales que existían antes de la reforma para miles de
campesinos, o soslayar, por otro lado, su devastador efecto sobre
el progreso económico del agro son dos posiciones que poco
contribuyen a entender la reforma agraria. Medio siglo debería ya
ser suficiente para aprender a procesar cambios complejos como
este, sin dogmatismos ni tabúes.

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