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CAICEDONIA

Un Centenario
CAICEDONIA
Un Centenario

Marco Aurelio Barrios Henao


Magister en Filosofía Latinoamericana, Univ. San Tomás Bogotá.
Estudios de especialización en Colonia Alemania.
Barrios Henao, Marco Aurelio
Caicedonia, Un Centenario/ Marco Aurelio Barrios Henao.-Caicedonia
Tipografía Atalaya, Caicedonia 2010
188 p. ; fot. ; 22 cm

ISBN: 978-958-44-6848-2

Marco Aurelio Barrios Henao


barriosmarco88@hotmail.com

Diseño y diagramación: Victoria Andrea Martínez Barrios

Fotografía: Jorge Díaz (portada), Uverney Antonio González y Rubén Darío García

Printed and made in Colombia / Impreso y hecho en Colombia por Tipografía Atalaya

Este libro no puede ser reproducido total o parcialmente por ningún medio sin la
autorización del editor.
AGRADECIMIENTOS

En primer lugar, agradecer a todos los integrantes de la familia


Barrios Henao que, entre hermanos, cuñados, tíos, primos,
sobrinos, parientes cercanos, lejanos, conocidos, amigos y amigos
de los amigos, aportaron, corrigieron y complementaron la
información que hoy se entrega en este ejemplar. Fueron largas y
relajadas jornadas de tertulia donde espontáneamente se hizo
memoria de todas aquellas vivencias de muchacho, de adolescente,
la remembranza del primer amor, de la primera tusa, de los deberes
que se quedaron sin cumplir y de las promesas y propósitos que -
aún medio siglo después- siguen pendientes.
Agradezco a la Administración municipal por la acogida y el
Aval que le dio a este proyecto, a quienes contribuyeron con sus
aportes; igualmente a Octavio Castaño A. y al Dr. Fernando
Arbeláez S. por la valiosa colaboración con su extenso archivo
histórico privado.
A quienes con su aporte afectuoso y espontáneo de paisanos
me corrigieron con precisión un sinnúmero de detalles: María Inés
Jiménez D, Miguel Gualteros F, Fernando Baena D, Octavio
Osorio S, Lida Piedrahita O, Yolanda Piedrahita O, Félix Alberto
Villa R, Egerzayn Arenas O, Ligia Valencia L, Adriana Giraldo G,
Humberto Escobar R, Henry Espinal M, Gabriel Echeverry I.
A Victoria Andrea Martínez Barrios quien tomó la batuta en
la elaboración del diseño y a quienes profesionalmente estuvieron
a la altura de los mejores en la calidad fotográfica: Jorge Díaz,
Uverney Antonio González y Rubén Darío García.
A la tipografía Atalaya quien con su trabajo de edición cierra el
círculo de un producto 100% caicedonita.
Índice

Prefacio
Primera parte: Aquí entre nosotros
Los castigos, las pelas 15
El culebrero 21
Pachorqueta 25
Josébejuco 27
Vamos a misa 31
Mi sentido pésame 39
El Willys 43
Dinosaurios en Caicedonia 50
Israel Motato 60
Juntos y también revueltos 66
Un monumento a la empanada 72
Caicedonia, un nombre ya centenario 80

Segunda parte: Nosotros con el mundo


El agua se agota, pero aún estamos a tiempo 89
Amigos paralelos
Introducción 97
Primer recorrido: a lo ancho 100
Segundo recorrido: a lo largo 111
Conclusión 120

Anexos 125
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Prefacio

Año 2010 de nuestra era, una fecha convergente de


aniversarios. Una celebración local que conmemora del Centenario
de un municipio fundado el 3 de agosto de 1910, municipio al que
se le dio el nombre de Caicedonia. Igual motivo de celebración
regional para un departamento fundado el 16 de abril del mismo
año al que se le dio el nombre de Valle del Cauca, igual año de
creación de la Arquidiócesis de Cali —primera Jurisdicción
Eclesiástica del municipio de Caicedonia—. A nivel nacional y de
países vecinos, fecha que conmemora el bicentenario de
independencia. A nivel global es de destacar que La Organización
de las Naciones Unidas ha declarado el año 2010 como el Año
Internacional de la Diversidad Biológica. Una campaña que busca
sensibilizarnos en el cuidado y protección de la biodiversidad. De
hecho, el calentamiento global, es una amenaza de extinción que
involucra a la especie humana y a la biósfera en general y de costos
demenciales de no actuar con prontitud.
Todo aniversario es siempre motivo de celebración, más aún,
tratándose de un centenario. A lo anterior hay que sumar que toda
celebración va siempre acompañada de un presente. Estas páginas
son justamente eso, un presente a nosotros mismos que somos la
historia viva de aquellos colonos que, forzados por la pobreza,
forjaron el inicio de una historia que hoy cumple cien años. Eran
pobladores con incontables necesidades por satisfacer, con tantas
ilusiones como cabían en sus almas, con uno que otro coroto en su
haber y con una docena o más de hijos por alimentar. Machete en
mano para abrirse paso y azadón para sembrar futuro, fue la receta
de éxito que los alentó a crear caminos, a abrir trochas, a levantar
cercos, a sembrar arados y a recoger cosechas.
Entre todos, unos con otros, junto a los que seguían llegando,
hicieron minga a todo lo que fuera amenaza, limitación o
vergüenza. Fue así como vencieron a la fiebre amarilla, al

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paludismo y, también, como a punta de escopeta y decisión,
espantaron o consumieron a los animales que aún se encontraban
en estado salvaje. A lomo de mula y con la mansedumbre del buey
levantaron fincas, haciendas, trapiches, calles y carreras,
levantaron casas, edificios modestos de bahareque, parques, plaza
de mercado, escuelas, colegios, iglesia, capillas, hospital, cárcel y
puestos de policía. Cuando llegó el momento de ordenar el puñado
de toldas y ranchos que ya eran municipio, adoptaron los únicos
recetarios de leyes y normas que había a la mano. Uno, herencia
del Derecho Romano para el orden civil y 10 mandamientos, más
el derecho canónico para los asuntos del orden espiritual. Igual
suerte de dominio y adoctrinamiento cultural ya se había hecho
presente en ciudades vecinas de la región, en diferentes regiones
del país y también en la mayoría de los países del continente.
Una vez llegaron y se establecieron, cultivaron para el
sustento diario; luego un poco más organizados o a medio
organizar, adoptaron vitaliciamente a una pepa de nombre café que
domesticaron a tal perfección que la convirtieron en industria
nacional; un quehacer urbano y rural con el cual hicieron sentir a
nivel nacional el pulso viviente de un grupo de hombres y mujeres
que se negaron a morir en la miseria en un paraíso que tenía todo
para ofrecerles. Cien años de continuos desafíos, de arduas
jornadas de aserradores, de jornadas eternas de arrieros con recuas
de mulas, de pellejos tostados por una implacable y húmeda
canícula tropical, de incontables injusticias sociales que recayeron
como siempre en los más débiles, de quienes perdieron sus tierras
a manos de una zozobra permanente llamada violencia y que
copaba todos los rincones del diario vivir, de los que escupían en
sus manos callosas para darle agarre a sus nuevos
emprendimientos, de los que iniciaban y reiniciaban todo lo que su
sentido común les dibujaba como progreso, de los que bendijeron
y de los que recibieron bendiciones en espera de retribuciones
celestiales, de los que celebraban a manos llenas en tiempos de

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bonanzas. Todo eso y mucho más hace parte de un andamiaje de
forjadores que se traduce hoy en una fuerza viva de 50 mil
habitantes, que seguirá el destino de todos los pueblos: ser y hacer
historia.
Este presente, estas páginas, son una invitación a la
reminiscencia de algunos pasajes que entre risa, enojo y sus
términos medios, de alguna manera, nos pellizcan y nos recuerdan
que nosotros mismos somos y seguimos haciendo historia. Una
evocación en el tiempo con relatos por contar, motivos de
reflexión, descripciones de sentimientos siempre para recordar,
momentos tristes para olvidar y superar -como los de la violencia-
y otros un tanto más amables para compartir y disfrutar.

Marco A. Barrios Henao


PRIMERA PARTE

AQUÍ ENTRE NOSOTROS

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15

Los castigos, las pelas


La fórmula de oro de la pedagogía empírica de nuestros
padres para con sus hijos era simple y llanamente la del castigo;
mejor dicho la del rejo o la de la correa. La ecuación para ellos
estaba resuelta: falta cometida, pela segura, y otra falta y otra pela,
y así sucesivamente hasta casi perder la cuenta. Ni ellos se
cansaban de castigarnos, ni nosotros de olvidar los castigos. No se
cansaban de cumplir su sagrado deber de formar y dar ejemplo a
sus hijos, ni nosotros de cumplir nuestro sagrado deber de seguir
siendo muchachos.
Así que cada vez que éramos desobedientes, o nos volábamos
de la escuela, o no hacíamos las tareas, o nos demorábamos
haciendo los mandaos, o nos agarrábamos a pescozones, o se
infringía cualquiera de las numerosas faltas de un listado sin fin,
sabíamos que cada falta tenía el precio fijo de un castigo, que se
purgaba a punta de correazos. El castigo, las pelas o los correazos
eran tan cotidianos como la misma arepa, la mazamorra, la
aguapanela, la aguamasa, la parva, la cosecha de guamas, la
chancarina o el minisiguí.
Era normal que cuando uno transitaba por cualquier calle del
pueblo, a cualquier hora del día o de la noche, desde cualquier casa,
salía el lamento de algún muchacho o muchacha que en la agonía
del castigo se le oía jurar a su papá y a su mamá que no lo volvería
a hacer. Juramento que duraba lo que duraba la pela. Así fue que
aprendimos a jurar en vano, porque en el brío de los años frescos
habíamos desarrollado el habilidoso arte de olvidar rápidamente los
castigos, y a lo último tan curados en estas lides que muchas veces
se cometía la falta a sabiendas del impajaritable castigo.
Los recursos para el castigo eran: nalgadas con la mano
cuando era un castigo de una falta piadosa, la correa o una mata de
verbena cuando era algo improvisado, y algo más institucional y
doloroso según el mérito de la falta era un pedazo de rejo
enroscado. Un rejo enroscado, a veces con dos y hasta más ramales

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en la punta, colgado en alguna pared de la casa, casi a manera de


exhibición, era el recordatorio de que uno tenía que manejarse bien.
Claro está que uno hacía lo que podía y caía en cuenta de que se
había manejado mal, cuando sentía el quemonazo en las patas;
término común con que se denominaban nuestras extremidades
inferiores. Y se repetía la historia porque volvíamos a jurar lo que
por enésima vez ya habíamos jurado y contrajurado.
Huir de un castigo, esconder el rejo o la correa, o levantar las
piernas para que el fuete se fuera de lleno al vacío o aguantar sin
llorar al estilo espartano era un desafío, una ofensa al orgullo de la
autoridad familiar que a la final la pagábamos nosotros mismos con
más llanto. Tal osadía de provocación produjo siempre un solo
efecto: más fuetazos, tanto en número como en intensidad.
Un cuadro para recordar es el de aquellos que convertían las
camas de sus casas en una frustrada pista de escape. Brincar de
cama en cama y de un lado pa´otro tampoco fue la mejor alternativa
de escapatoria, porque siempre en alguna esquina de la casa
terminaba la cacería. Y de ahí en adelante ya todos sabemos lo que
pasaba. Otros con la velocidad de un rayo creían encontrar refugio
debajo de la cama más ancha, pero papá y mamá de un zarpazo
levantaban colchón y tablas y ahí terminaba la fuga. La mesa del
comedor fue otro fallido recurso. Mientras papá o mamá se alistaba
para cumplir con su deber, el candidato a ser castigado ya había
elegido el lugar estratégico de la mesa y a su alrededor y de un lado
pa´otro uno perseguía y otro huía, y luego de vueltas y muchas más
vueltas el resultado finalmente era siempre el mismo: castigo
anunciado, no tenía escapatoria.
Al final de cada conmoción, el cuadro era el siguiente: en una
esquina, el adorado verdugo de turno que terminaba resoplando y
con la cara roja como un tomate y en la otra esquina una víctima
moquiando que le pedía a Dios que lo hiciera grande lo más pronto
posible. La casa por supuesto quedaba patasarriba, cual gallinero
recién asustado por chucha hambrienta. Y a eso le encimaban el

Marco A. Barrios Henao


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desplome inclemente de una atemorizante y apocalíptica letanía:


“volvélo a hacer y verás lo que te pasa”. Más o menos así era que
uno se imaginaba el juicio final.
Después de la tormenta llegaba la calma. A la mamá, al tío, a
la tía, al abuelo o a la abuela, le llegaba el turno de la consejería, el
momento del adoctrinamiento y de manera delicada y de todo
corazón nos decían: “mijo, manéjese bien para que no le peguen,
no se haga castigar”. Uno resignadamente miraba de reojo y sin
saber qué responder dejaba que el tiempo se encargara de curarnos.
Otros, simplemente convivieron con el castigo y
estoicamente lo aguantaron; otros, convirtieron este callejón sin
salida en un ejercicio terapéutico de aguante; otros, lo tomaron
como una especie de gimnasia para la vida; otros, tenían la
facilidad de convertir su piel en cuero en el momento justo; otros,
sin mucho llanto, esperaron olímpicamente a que la vida los hiciera
grandes y otros, más sensibles al dolor, se repetían hasta la saciedad
que “no hay mal que dure cien años, ni cuerpo que lo resista”.
Muchas madres llevaban la correa en el cuello a forma de
advertencia y de recurso inmediato para resolver los asuntos del
orden de la casa. La variedad y abundancia de nombres con que se
denominaba el rejo, la correa, el enroscado, el fuete, el juete, la
pretina, el amarillo muestran la importancia de este medio de
formación para la época y de deformación según otras
apreciaciones académicas más cultas y más instruidas.
En el inventario final de cada historia personal quedó un saldo
a favor de los muchachos, porque con la astucia que tienen todos
los muchachos de todas las partes del mundo y con el desarrollado
y agudo sentido de la supervivencia nos las arreglábamos para
ocultar faltas que no llegaron jamás a la luz de los ojos, ni oídos de
nuestros adorados padres.
¡Quién lo creyera! Más de una vez nos la perdonaron. ¡Cosas
del Ángel de la Guarda!, dirían los más piadosos; ¡cosas de la vida!,
dirían otros con sentido más práctico que con aguda observación

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evidenciaban que la rutina de tanto castigo de tantos hijos también


producía fatiga en nuestros padres.
Los abuelos sufrían el martirio de esta práctica como si fuera
en sus propios pellejos. Cada vez que pudieron fueron nuestros
aliados, nuestros cómplices. Así, en vivo y en directo, los abuelos
se transportaban a décadas pasadas, y decían: “¡Qué muchachos!,
¿no?”. Lo decían desde la barrera, desde el sano reposo de haber
sido también padres y muchachos alguna vez; sin lugar a dudas
palabras nobles cuando miramos por el espejo retrovisor.
Cuando se pregunta a los cuarentones, cincuentones o
sesentones de hoy, si alguna vez fueron castigados por alguno de
sus padres, lo primero que asoma a sus rostros es una reluciente
sonrisa seguida de la expresión: “ Hmmm, a mí sí que me dieron
rejo”. Y una vez disparado el automático de los recuerdos,
seguidamente se viene la sarta de detalles de un universo
conceptual que evoca la travesura, la jugarreta, la picardía, la
sagacidad, la suspicacia, la cautela, el castigo, el sigilo, el
cómplice, el amigote, las tareas, los oficios, el mandao, el olvido,
el rejo, la correa, la verbena, el arrepentimiento etc., etc.
Cada uno hizo de las pelas, de los castigos una escuela de la
tortura que nosotros mismos padecimos, aguantamos, fuimos
superando y que al final, felizmente, sacamos de circulación, casi
hasta extinguirla. Fuimos víctimas de una práctica aunque,
espontánea y sabia, naturalmente nos negamos a continuar en
nuestros hijos. Esa práctica es hoy casi una pieza de museo.
Este método de crianza de los hijos por parte de los padres era
también tema corriente de conversación entre ellos mismos. Los
padres que se consideraban de avanzada, se enorgullecían de
castigar sólo en los pies porque en tiempos modernos, según ellos
mismos, eso de castigar a punta de garrote o con el cordón de la
plancha, como les tocó que ver a mucho de ellos, era considerado
un método brutal, de recuerdo lejano, practicado sólo en sociedades
bárbaras.

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Nuestros padres, al igual que nosotros, también hacían lo que


podían; armados de buena voluntad, de las fórmulas del catecismo
del Padre Astete, de las normas de urbanidad de Carreño, de
muchas fórmulas aprendidas en los sermones del púlpito, de la
limitada sabiduría de las consideraciones piadosas, de los consejos
de sus mismos padres –nuestros abuelos- pero sobretodo dotados
de un adiestrado y agudo sentido común, lo mismo que un inmenso
amor por sus hijos, se las inventaron para remediar la ausencia del
sicopedagogo, del sicólogo, del terapeuta de familia, y con esta
metodología rudimentaria estuvimos fuera de peligro del trauma
sicológico del suicidio, de la angustia existencial, del hastío de la
vida y muchos otros síntomas pandémicos de otras culturas, entre
comillas, más civilizadas.
Todos los padres castigaron a todos sus hijos por todas las
faltas que todos cometieron: al final en el cruce de cuenta de todos
los haberes, deberes y teneres, todos quedamos en paz. Con huellas,
pero sin heridas; felices y sin rencores, porque “al final, la vida
sigue igual, ¡eh!”, como dice la canción de Sandro.

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El Culebrero
“Señoooras y señooores, tengan ustedes muuy, pero muy
buenos días”, decía siempre el culebrero. Y continuaba: “Vengo
desde los lugares más lejanos y misteriosos de la selva amazónica;
de aquellos lugares donde aún la civilización no ha puesto su pie.
He sido enviado a ustedes por orden de mis ancestros. Soy el
emisario que trae para ustedes la única, la más y mejor de todas las
medicinas naturales que cura, que anima, que protege, que les da
amor y porvenir”.
Sin pausa, casi sin tomar aire, con la retahíla de un motivador
profesional y con un público atento y dispuesto a divertirse,
continúa la función:
“¡Ya casi saco la culebra! Pero por motivos de seguridad me
veo en la obligación de dar una esperita y mientras doy tiempo a la
culebra para que se desarrugue, para que se desenrosque, mejor
dicho, tiempo para que se adapte a los rigores del clima, a la mirada
de los curiosos, a los olores mortíferos de los que no se bañan, les
cuento que el ungüento traído directamente desde lo más profundo
de la selva virgen del Amazonas, los va a curar a ustedes de todos
los males que los aquejan, de aquellos que no los aquejan, pero que
los están matando en silencio, y también de los males que no tienen,
ni van a tener, porque después de muchas generaciones he recibido
la bendición, la fórmula secreta del Taita, que la semana pasada
cumplió ya 800 años, y que, según premoniciones, otros tantos en
igual número le quedan por cumplir. Así, pues, que mientras la
culebra se alista, paso a recoger una monedita que no empobrece ni
enriquece a nadie; también recibo billeticos de los pequeños, de los
medianos y de los grandes, monedas, anillos, cadenas y cualquier
cosa de valor, así sea una finca abandonada; también recibo tarjetas
de crédito”, dicen algunos más modernizados.
El día sábado era también el día del culebrero. El día del grito
“quieta, Margarita”, porque así se llamaban y aún se llaman todas
las culebras de todos los culebreros de Colombia. ¡Un patrimonio!

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Era también el día en que todos creíamos a medias que


íbamos a conocer el número de la suerte, el lugar exacto donde
cavar para encontrar el entierro o la guaca que nos anunciaban los
espíritus, las ánimas o los espantos, dónde comprar la lotería —
todavía no existía el chance—, la ubicación con pelo y señales del
hombre o la mujer de los sueños, la cura total y definitiva de todas
las dolencias que torturan el cuerpo y de aquellas que afligen el
alma.
Característico, inconfundible, típico, colorido, alegre,
dicharachero, ocurrente, locuaz, oportuno son apenas unos cuantos
de los innumerables calificativos con los que se puede describir al
personaje del culebrero. En sus presentaciones, siempre al aire
libre, los culebreros siempre llegaban acompañados de un cajón de
madera —el de Margarita—, unas maletas que retrataban al dueño
—porque “el viajero se le conoce por su maleta” — en ocasiones
en compañía de uno o dos menores; su vestimenta estaba hecha de
plumas de todos los colores, con colgandejos y chilindrines de toda
clase, con collares hechos de huesos, cuescos, macana, maderas
duras y blandas, garfios, ganzúas, con ropa y atuendos de los
colores del arco iris y los papagayos. Sus medicinas, igualmente
pintadas, teñidas y saborizadas con la magia del trópico. El surtido
de ungüentos y menjurjes en variedad de frascos, eran presentados
al público como únicos en su género. Bajo juramento de todos los
santos y seres del más allá los presentaba al público como el único
producto que existe que es capaz de solucionar todos los
problemas, teniendo en cuenta que todo es todo. Que por ser el
genérico más genérico de todos genéricos serviría para todos los
males posibles, males conocidos, desconocidos y los por conocer.
Según el hombre del misterio y de la selva, esta sustancia secreta y
poderosa “Sirve para los asuntos del amor, para dejar de fumar,
para dejar de amar y que lo dejen de amar cuando el amor se ha
vuelto un tormento. Sirve para curar la impotencia sexual o para
controlar el exceso de sexo, es decir, para ponerlo a punto, cuando

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a éste se le atrasa o se le adelanta la chispa: también sirve para


espantar hormigas y zancudos, para canalizar o distraer las buenas
y malas energías y también para blindarse de los malos olores de
aquellos que se bañan una vez al año o que nunca se bañan. Y lo
más novedoso de este producto jamás visto en el mercado: nos hace
desaparecer a fin de mes cuando llegan las otras culebras a cobrar”.
Mientras todos sonríen por la astucia y la gracia que despierta
el verbo improvisado, sin tiempo que perder continúa la función:
“Este remedio, genérico entre los genéricos, es el alivio bendito de
todas las cosas pendientes con el más allá y también con las
pendientes en el más acá, porque también sirve para la diarrea, las
lombrices, los parásitos, las niguas, los sabañones, los uñeros, las
hemorroides, el mal de ojo, el mal de ajo, y el mal de ají; en fin, no
hay mal que le aguante”.
Amontonados en círculo esperan todos que el emisario del
más allá nos diga dónde está el ser querido que se fue y que nunca
más volvió; si se perdió de camino cuando venía de regreso o si
todavía el poder de la telepatía no lo ha conectado diciéndole que
aún lo están esperando, o por el contrario si ya se dio cuenta que
por acá ya no lo esperan y que por prevención es mejor que ni se
aparezca.
El culebrero acepta el reto de darle respuesta a toda clase de
preguntas hechas por toda clase de personas que conforman la
comparsa de curiosos. Mientras hace un gesto de concentración,
pide permiso para una pausa y con sombrero en mano, empieza la
ronda para recoger la cuota voluntaria de los improvisados
espectadores, invocando a no menos de diez santos, santas, ángeles
mayores y menores que con toda seguridad ayudarían a estas almas
bondadosas. Una vez se inicia la ronda de la recolecta, el grosor del
improvisado círculo de espectadores empieza a desvanecerse, y
vuelve a su tamaño de antes, una vez ha terminado la ronda de la
recolecta.

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Las almas de todos los ilusos, entretenidos, distraídos o


curiosos, que por lo general era todo el pueblo, repartidos en turnos
o tandas de presentación que se iniciaba a eso de las ocho de la
mañana y terminaban a eso de las cuatro de la tarde, disfrutaban de
media hora de presentación. De ahí en adelante todo se repetía. La
historia, el cuento, el deseo, la pregunta, la respuesta, la evasiva, el
engaño de tanto repetirse desgastaba la paciencia de los
improvisados espectadores. Cuando se rayaba el disco y todo era
lo mismo de lo mismo, por arte de magia salían unos y llegaban
otros, porque media hora de lo mismo era suficiente y aún los más
ilusos finalmente se daban cuenta de que los habían estado
bananiando.
No solo la culebra era la distracción del evento; también pájaros y
perros a medio camino de ser amaestrados hacían parte del cortejo.
Cualquier disparate del culebrero, acierto o desacierto de sus
mascotas era también motivo de celebración. Como se trata de
celebrar, de estar alegre, se aplaude, se ríe y se da cualquier moneda
como respuesta merecida de retribución; pero sobretodo para que
el personaje, el culebrero, no olvide el camino y vuelva de visita,
porque al fin de cuentas estas improvisadas tertulias alimentan
nuestra naturaleza fiestera y porque la distracción junto con el dolor
y la alegría también ha sido parte de la esencia de la vida.

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Pachorqueta
María Oliva Pérez, Doña Oliva, conocida cariñosamente
como Pachorqueta, era la representación típica del sano jolgorio.
Las fiestas del pueblo siempre contaban con ella y su presencia era
augurio de buena y sana parranda. Con sus 1.80, su figura ligera,
su falda ancha y larga al tobillo es su estampa típica con la que aún
hoy la recordamos. Se le veía revolotear por todas partes. Uno se
la encontraba en los cafés, en las cantinas, rodeada de hombres que
hablaban de todo: de política, de negocios, de difuntos, que en
tiempos de la violencia eran bastantes y además tema obligado de
supervivencia. De todo opinaba con propiedad; a todo tenía una
respuesta y todos le prestaban atención. Jamás se le vio en
manifestaciones obscenas o amoríos públicos muy a pesar de que
ella nunca conoció en el pueblo rincón masculino que le fuese
restringido. Sin su presencia no había Doble a Limones, corrida de
toros, carreras en bicicleta alrededor del pueblo, procesiones,
inauguraciones, aglomeración de gente en el parque o en la plaza
de mercado, o donde fuera. También la iglesia y las procesiones
eran sitios para ella. No era para extrañarse verla empujando un
carro o un camión varado, transportando un herido al hospital,
cargando una ataúd en pleno entierro, dando agua a los ciclistas en
competencias municipales, quemando voladores en las fiestas
religiosas o reuniones políticas, montada en llevollevo o carretilla
dirigiendo un coroteo o simplemente con sus brazos en jarras a la
espera de cualquier evento que demandara su acción. Los hombres
mayores la trataban y contaban con que ella siempre estaría por ahí;
las mujeres, niños y jóvenes por su parte sabían que ella en
cualquier momento aparecía.
A temprana edad la desbordante vitalidad de su
temperamento la convirtió en madre de dos hijos y una hija. En la
retina de muchos quedó el desaforado escándalo público que hizo
al padre de uno de sus hijos cuando este ciudadano prestante, por
olvido, por distracción, por irle clavando el ojo a la vecina, por

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gallináceo o por lo que fuera, negara la paternidad de su hijo. El


desenfreno de su reclamo dejó en claro de una vez por todas que
Pachorqueta era una mujer, una mujer de armas tomar. Tenía su
temperamento y sin alborotadas muestras de valentía, todos la
respetaban y respetaban su forma típica de ser, tal como era. Los
muchachos nunca se atrevieron a hacer de ella motivo de burla o
cosa parecida, porque al final de cuentas “el mico sabe a qué palo
trepa”.
Olivia, la novia de Popeye, es más o menos, pero casi, casi,
Pachorqueta en caricatura. Todo el pueblo la toleraba, la observaba,
contaba siempre con irradiarse de su vigor, de su energía, de su
optimismo y de su alegría.
La palabra, el verbo Pachorquetiar, se quedó para siempre con
nosotros. ¡Ahí estás pachorquetiando!, dicen todavía algunas
madres a sus hijas cuando estas se alborotan, se olvidan o se
distraen de sus oficios. Sus hijas, una vez se dan por aludidas, se
fruncen y con una tímida sonrisa, confirman que han recibido el
mensaje.

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Josébejuco
El acompañamiento masivo y sin precedente en la historia del
pueblo fue la mayor muestra de cariño que se le dio a Josébejuco.
A su entierro asistieron personas de todos los estratos y también,
probablemente, de todas las calañas. Aún hoy es motivo de
sorpresa, no poderse uno explicar cómo un hombre tan sencillo, tan
humilde, alguien que vivió literalmente en la absoluta miseria, haya
tenido poder de convocar una multitud, precisamente en el
momento su sepelio.
Caminaba de medio lado, no porque tuviera tumbao.
Caminaba así porque en algún momento de su vida se le encogió
media parte de su humanidad. Su pierna y su mano del lado
izquierdo más cortas que las del lado derecho, lo limitaron a
caminar empinado de un lado por el resto de su vida. Una cabuya
que amarraba sus pantalones, un sombrero de felpa en forma de
pico, un poncho y un vestido ajado, muy ajado, fue su muda de
siempre. El color de su vestido fue siempre oscuro, siempre café
tirando a negro; nunca se conoció el color de sus zapatos, porque
toda la vida anduvo a pie limpio. Y así, a pie limpio, con harapos
que cubrían sus más de cien kilos de peso, fue el aspecto típico con
que todos cariñosamente lo recordamos.
Estaba dotado mentalmente para calcular la fecha calendario
con su correspondiente día de la semana, y ese talento, esa destreza
innata, esa capacidad especial, nos obligó a admirarlo sin más
comentarios. Sí, Josébejuco tenía la virtud de calcular fechas
futuras o pasadas, con tal destreza que hizo que todos sus paisanos
lo conocieran también con los nombres de El Hombre Calendario,
para unos, y de El Calendario Humano, para otros.
En el parque principal o en el de Las Palmas, en la plaza de
mercado o en cualquier parte del pueblo, desde la acera del frente,
uno de muchacho que andaba sin oficio le preguntaba a José, por
ejemplo, qué fecha sería el primer sábado —día del rosario de la
aurora— del próximo mes, y él con su vozarrón decía: el día tal, de

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tal semana, estaremos a tanto. Y si se le preguntaba, por ejemplo,


sobre el día de la semana correspondiente al día 15 del mes
siguiente, también le respondía. Y lo más sorprendente: nunca
fallaba. A todo el mundo le caía en gracia tanto su nobleza como
su destreza y su paciencia. Calle tras calle, era el rosario de las
mismas preguntas y las mismas respuestas. Se le cambiaba un poco
la pregunta y él con la paciencia del santo Job ajustaba
acertadamente la respuesta. Luego se arrimaba a la gente o la gente
lo buscaba para darle lo del tinto. Así centavo a centavo fue como
corrió su vida: pobre, lenta, austera, tan pesada como su mismo
caminar.
Acostumbraba a dormir dentro de las bóvedas vacías del
cementerio y a más de uno, sobre todo a las señoras, les hizo pasar
su susto. Seguramente sus movimientos involuntarios del sueño,
sus gases, sus ronquidos amplificados por la acústica de las
bóvedas, eran confundidos con el retorno repentino de un alma en
pena. Y aunque él mismo con su vozarrón alertaba a las personas
para que no se asustaran, parece ser que su anuncio producía el
efecto contrario. Pasado el tiempo, unos y otros, medio aprendieron
a convivir con esa inhumana forma de vida. Ver salir de una bóveda
cercana los pies descalzos de José o su sombrero en punta, terminó
siendo una forma más del diario vivir de los duelos de rutina; no
así para los duelos que apenas se iniciaban en la práctica de las
flores y de las oraciones de sus recientes difuntos.
Hoy la ciencia reconoce docenas, centenares de personas en
el mundo con destrezas excepcionales para calcular y memorizar.
Unos las adquirieron por don natural, otros por accidentes o causas
aún desconocidas, y otros por práctica intensa durante años. Esta
misteriosa facultad de realizar cálculos complejos, o memorizar un
directorio telefónico completo de una ciudad de un millón de
habitantes o de calcular la raíz cuadrada de números de 12 cifras en
escasos treinta segundos, o jugar 40 partidas de ajedrez a ciegas, y

Marco A. Barrios Henao


155

muchos otros ejemplos excepcionales, siguen siendo un misterio


para la ciencia.
Lo que se quedó sin conocer fue el origen de la destreza de
José. Desconocemos si su talento fue producto de un accidente, don
natural, o si fue en años anteriores un académico o autodidacta
venido a menos por algún infortunio de su pasado. Todos sabíamos
que Josébejuco a lo largo de las calles, en compañía afectuosa de
todo el pueblo y al son de preguntas y respuestas, recordaba y
calculaba días de la semana y fecha de los meses que de antemano
se habían creado en los calendarios; pero lo que nadie sabía, hasta
el momento de su muerte, era que esta forma de convivencia había
echado raíces en el afecto popular y se había creado una
dependencia afectiva, comprobada en el multitudinario acto que lo
acompañó en su último adiós.

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Marco A. Barrios Henao


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Vamos a misa
En las décadas del cincuenta, sesenta y parte del setenta a falta
de televisión, computador, discotecas y otras cosas en las que uno
pudiera ocupar el tiempo libre, las actividades de la iglesia
parroquial de Nuestra Señora La Virgen del Carmen copaban casi
todo el espacio para el esparcimiento, el crecimiento espiritual y lo
poco que hubiese de reflexión intelectual o científica. Era una
población en la que sus miembros, primero eran feligreses antes
que ciudadanos.
Los axiomas de la vida cotidiana nacían, crecían y se
multiplicaban en la práctica de una prédica en la que la
atemorizante vida del más allá todo lo determinaba. Sin más
referente espiritual, académico o intelectual que hiciera contrapeso,
la influencia de la iglesia fue excluyente, definitiva, homogénea y
a veces sesgada; una forma determinante de forjar criterios en una
población urgida de criterios de orientación normativa.
A manera de rayos X, la iglesia Católica —todavía hoy,
menos que antes— atravesaba todos los rincones del alma, del
espíritu, del cuerpo, de la sociedad, de la geografía local, regional,
nacional y de todo Latinoamérica en general.
Fuimos bautizados, confesados y perdonados por los excesos
del placer del cuerpo —de la carne— o de la negligencia del
espíritu. Aún hoy socialmente se cumple con el bautismo, la
confirmación, la primera comunión, el matrimonio, las honras
fúnebres, la comunión, la confesión, el rezo del rosario, de
innumerables novenas, los mil jesúses, la visita al Santísimo, la
asistencia a decenas de procesiones durante el año, etc.
Los actos religiosos con mayor asistencia han sido siempre
los de la Semana Santa. El rosario de la Aurora fue también una
práctica piadosa de multitud, celebrada por las calles del pueblo el
primer sábado de cada mes. Se iniciaba a las cinco de la mañana
con un lleno total de personas devotas que copaban de tres a cuatro
cuadras. La presencia de los abuelos, los mayores, jóvenes e

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incluso niños era la señal de reverencia y solemnidad que este acto


inspiraba. Era propiamente una catarsis. El aire fresco de la
madrugada, la entonación colectiva del rezo al paso lento de la
reflexión, a la manera de mantra, y acompañada en sus intermedios
por el Ave María de Schubert y el Aleluya de Haendel, terminaban
nutriendo la parte noble del espíritu. El sonido gangoso y
distorsionado del megáfono, nunca le restó solemnidad a esta
práctica de congregación. Prácticas similares realizan hoy en día
grupos alternativos de la Nueva Era, que eligen el encanto del
amanecer para renovar sus creencias, para fortalecer sus espíritus y
también para vigorizar sus cuerpos.
En la décadas del cincuenta, sesenta y entrada la del setenta,
todos los días de todas las semanas de todos los años, se celebraban
misas a granel, con menor asistencia en semana, pero con lleno
total en cada una de las distintas celebraciones del día domingo o
festivo. La asistencia a misa en domingos y festivos era una
obligación moral a cumplir para los creyentes, un maquillaje de la
inversión del tiempo libre para los menos devotos, la única y
exclusiva práctica de crecimiento espiritual para los ateos y no
creyentes, y un valor agregado como la mejor disculpa para ver y
dejarse ver.
En los cincuenta, en semana, se iniciaba el día con la misa de
5, seguida de tres o cuatro misas más, una a continuación de la otra.
Una vez finalizada la celebración del primer acto litúrgico, se daba
paso a la jornada de peones, maestros de obra, albañiles, pintores
de brocha gorda y jornaleros. Ya en los sesenta la primera misa se
celebraba a las 5:30, y le seguían dos o tres más, y muy al final de
los 90, las misas del horario matutino en los días de la semana
desaparecieron por completo.
Las misas del domingo —entre seis, ocho o más— contaban
con lleno total y las limosnas se podían medir por poncheradas. El
recaudo de las limosnas se destinaba para el embellecimiento del
templo, una parte; otra, destinada a los menesteres de la diócesis y

Marco A. Barrios Henao


195

otra para gastos de funcionamiento local. La feligresía nunca supo,


ni tampoco mostró interés en conocer el monto de las colectas, ni
tampoco el valor de los desembolsos de los gastos de
mantenimiento, ni tampoco el valor y destino de los excedentes.
Los fieles nunca fueron infieles con sus obligaciones
religiosas y parroquiales. La gran mayoría pagaba religiosamente
sus diezmos y aún el más pobre —con su aporte proporcional—
buscaba estar a paz y salvo con los asuntos de Dios, así el curita
errara el sagrado destino del diezmo. Los fieles confiaron siempre
en la santidad del párroco; al fin y al cabo cualquier acto religioso
ha sido y es, aún hoy, cuestión de fe, incluyendo la parte humana y
frágil de sus ministros.
En el momento de la homilía —el sermón, como se le
conocía— por regla general, un sacerdote recolectaba las limosnas
por una nave, otro por la otra y dos más por el centro y en
momentos de apremio por exceso de bonanza, fieles con visos de
beatificación —que no dejaran deslizar los dedos en la ponchera—
, acudían a colaborar en la emergencia. El sacerdote durante la
homilía tenía la precaución de mirar de frente a sus feligreses y de
reojo a los encargados de la recolecta, de tal manera que la homilía
siempre diera tiempo suficiente a que los ministros encargados de
la labor sonaran frente a cada feligrés las monedas que unos y otros
ya habían depositado. Una estrategia que siempre arrastraba a los
indecisos y apuraba a los que querían evitarse la vergüenza.
Hoy los recaudos por conceptos de las limosnas son menores,
son tiempos de austeridad, más aún cuando el volumen de
feligreses de la comunidad se comparte con dos centros doctrinales
más —San Judas Tadeo y Santísima Trinidad—. A eso hay que
añadir que el desmejoramiento de la industria del café también ha
disminuido los ingresos generosos de otros tiempos.
La asistencia a la misa dominical y a la misa de los días
festivos era deber católico y obligación civil. Profesores y alumnos
de todos los centros docentes oficiales y privados de Caicedonia y

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de todas las ciudades de Colombia estaban obligados a cumplir con


este precepto.
El día domingo en la mañana, en las instalaciones de cada
escuela o colegio, luego de la llamada a lista, todos en formación,
con banda de guerra y uniforme para la ocasión, cuidadosamente
preparado desde el día anterior, marchaban rumbo al templo y
luego de regreso una vez terminaba el oficio religioso. En el
camino de ida y de vuelta cada banda de guerra —hoy llamada
banda marcial— hacía lo suyo para lucirse. Mostraban sus
habilidades con los tambores, redoblantes, bombos, platillos,
triángulos, marimbas y cornetas —que nosotros llamábamos
trompetas— que con sus cinco notas de do, sol, do, mi, sol,
lograban interpretar un puñado escaso de melodías que con el
tiempo fueron las mismas de siempre, pero aceptadas, esperadas,
susurradas y disfrutadas por todos. También era el momento
oportuno para lucir el traje de gala de los integrantes de las distintas
bandas marciales.
Sin la pretensión de toques concertinos o sinfónicos, las
bandas de las distintas escuelas rompían la monotonía del pueblo;
era una manera más de recordar que ese día era domingo o festivo;
día para estar alegre, día del señor, día séptimo, día de merecido
descanso, día para renovarse física y espiritualmente tal como lo
mandan los preceptos de todas las religiones y todos los recetarios
de las terapias complementarias del mundo posmoderno.
Luego de los asuntos de la iglesia del domingo o festivo
religioso también quedaba tiempo para el teatro, los cafés, las
cantinas, las fuentes de soda, el chico de billar, la partida de tejo,
naipe o tute, el tejo, los partidos de fútbol en la cancha de la
Gerencia y años más tarde en el Estadio Municipal. Tiempo
también para tomar en alquiler una bicicleta por cuarto, media y
hasta por un par de horas, ir de pesca o paseo al río, ir de visita
donde familiares y amigos, lo mismo que tiempo para leer el
periódico sin afanes en el parque, leer las historias de El Fantasma,

Marco A. Barrios Henao


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Tarzán, Dick Tracy, Benitín y Eneas, Pancho y Ramona, etc.,


también día para acudir al barbero, al peluquero, al sastre o a la
modista, ponerse el baúl, disfrutar de un tinto o un pintadito en el
café, ir de visita y reencontrarse con parientes y amigos, tiempo
pausado para saludar amigos y conocidos que hacía días no bajaban
por el pueblo. También tiempo de reposo para cualquier otra
eventualidad que demandara algo de tiempo libre.
El día domingo, en el horario de misa de las 8 de la mañana,
los jóvenes de las escuelas de varones permanecían de pie durante
toda la celebración. En el de las 7, la población femenina de las
distintas escuelas ocupaban las bancas del centro del templo, tanto
por cortesía como por consideración; ellas, más asiduas que los
varones en la hora de participar en el sacramento de la comunión,
asistían en ayunas a la celebración del sagrado misterio. Un acto
valeroso y de resistencia porque las misas del domingo duraban no
menos de una hora.
Durante la celebración eucarística la banda de guerra tenía sus
momentos de intervención. Sonaba el redoblante a la hora del
Evangelio y la banda en pleno —tambores, redoblantes, bombos,
platillos y cornetas— a la hora de la elevación para destacar el
momento más importante del acto litúrgico. Todos sabíamos que la
elevación era el momento más importante. De ahí en adelante, pare
de contar porque todo era en latín. Pero a los fieles nunca les
preocupó ser conscientes de entender la misa y a los ministros
tampoco les preocupaba saber qué tanto había entendido su rebaño.
Al fin y al cabo la fe sin explicar nada ha tenido siempre la
pretensión de dar sentido a todo. Cuando se empezó a celebrar la
misa en español, la actitud de lo religioso fue siempre la misma:
creer que se entendía algo y seguir sin entender el resto.
Una vez terminada la misa, se iniciaba el regreso en
formación. La comparsa era un despliegue y hervidero de juventud
en todas las direcciones del pueblo: al Colegio Bolivariano, a la

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Normal de Señoritas, a la escuela Dámaso Zapata, a la José Eusebio


Caro, a la Escuela Valle, a la Gabriela Mistral y a la Santa Mónica.
Era también el retrato de la desigualdad social. Los que tenían
vestido completo, es decir, pantalón, saco, camisa blanca, corbatín
o corbata eran ubicados al frente de una formación en fila de cuatro
en fondo. Luego un segundo grupo formaba la fila de los que
solamente vestían pantalón negro y camisa blanca, y al final, en la
cola, los que iban a pie limpio o como podían.
La asistencia a la misa dominical, de carácter obligatorio, era
también una forma más de ocupar el tiempo libre, de sentirnos en
comunidad, en congregación, una forma de darle vida al pueblo y
a nosotros mismos. El tiempo corría lento y la asistencia a cumplir
con este precepto era también una forma lenta y desprevenida para
estar ocupado, de estar entretenido o de socializarnos.
Una vez llegaron las distracciones de las fuentes de soda,
discotecas y el consumo masivo de la TV, la iglesia empezó verse
con menos feligreses.
1969 fue el año en el que esta obligación –ir a misa en
formación— de carácter moral, civil y escolar perdió su vigencia.
La juventud empezó a dedicar su tiempo de ocio a otros hábitos de
esparcimiento. Las fuentes de soda, Castañuelas, Samaritana y
Bonanza se convirtieron en centros de reunión que polarizaban la
atención y presencia de la juventud. Era la ventana al mundo que
la misma gente joven había creado. Era el punto de reunión, de
exhibición, de intercambio de ideas, de información literaria y
científica, lo mismo que espacio para el chisme y el comentario.
Fue el tiempo de la música de la nueva ola, el Club del Clan, Los
Hispanos, Leo Dan, Palito Ortega, los Beatles y Rolling Stones,
entre otros. Tiempo de relativa renovación porque la liturgia se
celebraba en español, y el latín —con vigencia desde 1570—
desaparecía como lengua oficial del ritual católico. Igualmente, fue
el año en que el hombre puso el pie por primera vez en la luna,
además tiempo en el que el boom de la literatura latinoamericana

Marco A. Barrios Henao


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ya era un concepto con vida propia en el grupo de los más asiduos


lectores, tiempo cuando el marxismo, con su apología mesiánica,
quería seducir a nuevos seguidores, tiempo en el que algunos,
vestidos con moda foránea y con olor a cannabis, nos mostraban
cómo los síntomas de la contracultura estaban ya incubados en el
seno mismo de la cultura industrializada, tiempo cuando la
minifalda, más allá de las insinuaciones normales que alebrestan a
la otra mitad de los mortales, también dejaba ver que las féminas
mismas habían tomado en sus manos el presente y el futuro de la
revolución femenina.

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Mi sentido pésame
El tutelaje de la iglesia católica como única guía espiritual ha
creado una huella visible en algunas prácticas y costumbres de la
población en general. La costumbre, por ejemplo, ha establecido
que cuando alguien fallece, los duelos reciben condolencias o
sentido pésame de sus conocidos, amigos cercanos y familia en
general. También ha sido costumbre rezar la novena a los difuntos,
asistir a las misas que los duelos mandan a celebrar y, por supuesto,
la presencia física de los más cercanos en el momento del funeral.
También ha sido costumbre —seguramente desde que llegó el
primer sacerdote al pueblo—, donar sufragios con días de
indulgencias, que varían el número de días y presentación según su
precio. Existen sufragios con indulgencias de 200 días, de 300, y
así sucesivamente; hay indulgencias de 10 años o más que,
sumados unos con otros, pueden llegar a uno o dos siglos, en
beneficio del alma del difunto, en caso de que su estadía sea todavía
la del Purgatorio.
Las indulgencias es una creación de la iglesia católica para
perdonar los pecados de sus fieles vivos y difuntos a cambio de
ciertas prácticas piadosas —entre estas las que se pagan en
efectivo—. Lutero por su parte atacó de raíz el principio de esta
práctica porque consideró que solo Dios puede justificar a los
pecadores. Pero cuando el papa León X institucionaliza las
donaciones económicas —indulgencias— para cubrir los saldos
rojos de la construcción de la Basílica de San Pedro, Lutero decide
romper con la iglesia Católica y funda el protestantismo. Combate
tanto las indulgencias por las almas en el Purgatorio (Tesis 8-29) al
igual que aquellas en favor de los vivos (tesis 30-8); al mismo
tiempo deja sin piso bíblico la idea misma del Purgatorio —lugar
donde los muertos en pecado venial purgan sus culpas antes de
acceder al Paraíso—. Según la doctrina protestante cada cristiano
se salva o se condena por sus propias acciones. Cada cristiano de

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forma individual responde por sus actos. Nadie compra, ni nadie


vende descanso eterno o perdón en esta vida o en la otra.
La práctica de esta costumbre pone de manifiesto que nadie
le pone cuidado al contenido del sentido o contenido de lo que dice
un sufragio. La práctica de donar sufragios es un presente que da
relevancia al sentido solidario, religioso, místico, humano, porque
en la esencia humana la vida de cada hombre o mujer está marcada
por un norte místico, divino, trascendental o como quiera
llamársele.
El contenido de los sufragios con número determinado de días
de indulgencia, días de perdón para el alma que está en el más allá,
es un contenido que no lo cree ni el que lo compra, ni el que lo
recibe, ni el que lo vende, ni el que lo imprime, ni el cura del pueblo
que permite y acolita esta práctica. Es una práctica de pura
cosmética funeraria en el orden del sagrado respeto que tenemos
los vivos por nuestros difuntos. Una forma de resaltar en nosotros
mismos el misterio que encierra la muerte en nuestro propio
pellejo. Un evento que nos recalca el lado efímero de la existencia
humana y una forma inexorable de saber que nosotros mismos
estamos en la lista de espera de futuros difuntos.
La compra y venta de indulgencias con nombre propio o en
nombre de las ánimas del purgatorio fueron de libre venta en
papelerías, funerarias, en el atrio, o en cualquier puesto de venta de
artículos religiosos. Aún hoy los sufragios con indulgencias se
compran en las papelerías. Recuerdo muy bien que mis padres,
sobretodo mi madre, acostumbraba comprar indulgencias en
nombre de las ánimas del Purgatorio. Una forma de agradecimiento
por alguna merced terrenal recibida o en su defecto un avance, un
prepago, un adelanto para eventualidades futuras.
Los librepensadores y muchos clérigos católicos le dan la
razón a Lutero. Pero sea que Lutero tenga o no razón, lo cierto del
caso es que nuestro colectivo no solo piensa, sino que cree en las
ánimas del Purgatorio. Para los creyentes y devotos de las ánimas

Marco A. Barrios Henao


275

la discusión sobre su verdadera existencia está cancelada. Ellos lo


saben, no lo discuten, conviven con ellas y con regularidad reciben
sus beneficios, beneficios más allá del mero azar de las
probabilidades. Otros afirman verlas con frecuencia y una pequeña
multitud afirma una y otra vez que son ellas, las ánimas, las que
hacen las veces de despertador —funciones del inconsciente
colectivo para algunos académicos o función natural del reloj
biológico para otros—.
Creer o no creer, he ahí el dilema de la dimensión espiritual.
En cuestiones de fe, basta con creer para así no depender de
explicaciones. Esa ha sido la fórmula de éxito de las religiones y
en nuestro caso el de la iglesia católica. Un recurso del intelecto
para obviar conflictos de la razón, del afecto o de la existencia.
En este mundo de la cibernética, de la globalización, de los
librepensadores, de la estética como fuente de vida, de la paz
interior como la mejor medicina, del ejercicio de la solidaridad
como la forma más digna de convivencia, la discusión entre
religión y ciencia parece ser un ejercicio intelectual cada vez más
estéril. Ambas unen esfuerzos en la búsqueda de una sociedad más
digna, más justa y también más feliz.

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El Willys
Es costumbre asociar la máquina de vapor con la revolución
industrial, el martillo y la hoz con la revolución bolchevique, los
molinos de viento con la cultura europea en general, la espada y el
escudo con el imperio romano, y siguiendo la dinámica del símbolo
que representa a una cultura, el Willys bien podría ser
representativo de la cultura cafetera.
El jeep Willys, el Willys como se le conoce comúnmente, fue
producto de un diseño a pedido para la guerra. El ejército
americano durante la Segunda Guerra Mundial requería un
vehículo pequeño utilitario de cuatro ruedas, 4x4, robusto para todo
tipo de clima y misión, características aparentemente imposibles de
reunir en un mismo espacio; muchos tomaron como broma las
especificaciones del pedido. Este pedido, que reemplazaría la moto
de campaña, exigía que fuera liviano, fuerte y eficiente en todo tipo
de terreno, es decir, apto para todo tipo de travesía: caminos
destapados, montañas rocosas, desiertos y selvas pantanosas. Los
fabricantes finalmente cumplieron con el pedido y durante la
Segunda Guerra Mundial se produjeron más de 700.000 unidades.
Fue un vehículo que se utilizó en casi todos los cometidos de las
tareas militares y de la guerra. A partir de 1941 participó en todas
las campañas de la Segunda Guerra Mundial. Se le utilizó como
vehículo ametralladora, de arrastre de cañones, de reconocimiento,
como lanzacohetes, ambulancia, camioneta, taxi, portador de
municiones, para los tendidos de alambre de púa, como altar, como
carroza de exhibición en los momentos de victoria y también como
trinchera. El general George Catlett Marshall, jefe del Estado
Mayor del Ejército durante la Segunda Guerra Mundial y
Secretario de Estado norteamericano, describió al jeep como “la
mayor contribución de los Estados Unidos de América a las
operaciones de guerra modernas”.
Una vez terminada la Segunda Guerra Mundial, Estados
Unidos estaba inundado de esta mercancía que vendió a los países

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del tercer mundo a precios muy económicos. Sin saber la suerte que
se corría y para fortuna de la región, Estados Unidos se deshizo de
un cañengo que a la población campesina de la región cafetera le
cayó como anillo al dedo. Conocido el éxito de la versión
Minguerra, los fabricantes se decidieron por una versión civil y
crearon el CJ (Civil Jeep), versión que adquirió domicilio
permanente en esta región, siendo el modelo 54(CJ-3B) el más
conocido entre nosotros.
El Willys y el café apalancaron el progreso de toda la
región del Viejo Caldas. Ambos foráneos, el uno llegado de Arabia
y el otro de Usa, han sido piezas fundamentales en la economía de
la región. Este todoterreno, a su vez económico y multifuncional
aún hoy sigue haciendo presencia en todas las prácticas agrícolas y
de transporte en las vías veredales de la comarca. Fueron los Willys
los que convirtieron en carretera las trochas trazadas por las mulas.
Se le carga con todo: con racimos de plátanos, o de banano, con
bultos de yuca, de café, de abono, con materiales de construcción,
o con cupos hasta de veinte y más pasajeros sin reparo por el estado
del tiempo o estado de la vía, porque de antemano se sabe que los
rigores de la trocha, carretera destapada, en mal estado o
empantanada son apenas el estado natural de su desempeño. Estos
vehículos hechos sin confort alguno, también han estado presente
en cometidos humanitarios. Improvisados como ambulancia, cama
o camilla de parto ratificado por decenas de nacimientos inducidos
a veces por la reciedumbre agreste de la topografía andina.
También usado para transporte de difuntos víctimas de la violencia
o de fallecimiento natural.
Fueron diseñados para aguantar el uso y el abuso. Parecen
inmunes al tiempo y el trajín no les hace mella. Mientras los Willys
han pasado ya por la décima reparación de motor, y otras tantas
veces por restauración de pintura, y remodelación del chasis, aún
les queda tiempo de servicio para dos o tres generaciones más de
usuarios. Sus primeros dueños, por el contrario, son hoy personas

Marco A. Barrios Henao


315

de muy avanzada edad o fallecidos en su mayoría. Al final de


cuentas nadie sabe cuánto tiempo puede durar un Willys.
Se ofrece, se compra y se vende un yipao de plátano, de yuca,
de banano, de naranja, de mandarina, de carbón, de arena, de
piedras, de ladrillos, de cemento o de cualquier cosa que merezca
ser transportada; se pregunta también por un yipao de trabajadores
en tiempo de cosecha, o se hace memoria de los yipaos de gente
que por más de medio siglo, colgados en forma de racimos, se les
ha visto enrutados en dirección de los cuatro puntos cardinales. “El
yipao”, esta agreste y práctica unidad de medida inventada por el
común y corriente, designa la relación de peso o volumen de la
capacidad de arrastre de estas mulitas mecánicas. A pesar del rigor
que requiere cualquier unidad métrica del mundo moderno, esta
improvisada unidad de medida, este provisional formalismo —el
yipao—, calculado a buen ojo de experto, validado y practicado en
la vida cotidiana, aún hoy conserva su vigencia.
Un yipao aparenta ser el colmo de la exageración; pero no lo
es. Es por el contario una representación digna que exalta la
eficiencia de lo simple, de lo elemental. Después de atiborrarlos al
tope con cualquier tipo de propósito, queda siempre espacio para
alguna improvisación. Siempre con el temor de que “eso, eso no va
caber” —como dice la canción del grupo Bandola—, temor
infundado, repetido y desmentido a la vez, porque la sabiduría
campesina curtida y jubilada en este arte de improvisar, siempre
encontrará en ellos un espacio de más. De hecho se da por sentado
que en un yipao cabe todo el menaje de una familia campesina:
enseres, matas, mascotas y miembros de la familia; incluye también
abuelos, tíos y parientes en casos excepcionales según lo amerite la
necesidad.
También aprovechado para el descanso y el esparcimiento.
Domingos y días festivos es normal ver un yipao familiar que va
de paseo al río. El yipao que va de paseo incluye a la familia,
amigos de la familia, a los invitados, a los que se pegan y a los que

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llegaron al momento de la salida. Además de los veraneantes, el


yipao sale cargado con: neumático inflado —sin importar el
tamaño—, balón para los muchachos, pelota de letras y balones
grandes livianos para los más pequeños, olla grande —la más
grande, para el almuerzo—, un par de varas para hacer un intento
de pesca, carpa o su sustituto para el sol de mediodía y descansos
intermedios y por supuesto mucho revuelto para preparar el
sancocho. Sin que vaya a la vista, en algún lugar, están también el
machete, la peinilla, enseres de cocina, toallas, vestidos de baño,
repelentes, cualquier imitación de botiquín, cigarrillos, cerveza,
aguardiente, tambores, carrascas, maracas, guacharacas, dulzainas,
flautas, guitarras y de pronto también un acordeón, una tuba, una
trompeta, o un violín. Una vez los paseantes retiran la carpa,
aparece en pleno la magia del más económico y divertido
convertible que se conozca.
Por todo lo anterior, este todoenuno, ha despertado el apego
de todos sus usuarios. Sus encariñados dueños, usuarios y fuerzas
civiles de diferentes municipios de la región y del mundo le brindan
muestras de afecto con adornos y accesorios llamativos. En internet
existen decenas de direcciones de grupos en todo el mundo que en
torno al Willys han creado grupos de amigos que buscan
simplemente disfrutar su desempeño o de talleres que se ocupan
del mantenimiento.
En distintos municipios de la región cafetera -aunque también
los hay en otras regiones del país- sus fiestas de fundación, fiesta
patronales o comerciales acostumbran a incluir en sus
programaciones eventos que hagan alusión al jeep, al yip, al yipe,
al Willis, al Willies, al Willys, o como se le quiera llamar, porque
al fin de cuentas el nombre es lo de menos.
Del apego que estos extraordinarios vehículos despierta en
usuarios y propietarios se han derivado conceptos,
comportamientos y costumbres. El más reciente de todos es el
deporte del empujao (youtube, empujao-caicedonia), una

Marco A. Barrios Henao


335

competencia con su respectivo reglamento realizada en Caicedonia


en 1997. Con un equipo integrado de cinco participantes, con motor
apagado y todos empujando se trata de lograr el menor tiempo
posible en una distancia determinada; un desempeño que requiere
mucha condición física. Detrás de cada equipo, el grupo de amigos
entre cincuenta y cien personas o más en bicicleta, en moto o a pie
animan a su equipo que por lo general representa el barrio, la
comuna o la vereda.
Otra forma de distracción elevada a exhibición son los pique
y el trompo. Ambos desempeños requieren gran pericia del
conductor. El pique se realiza con una carga de 1800 kg de peso y
con rodamiento continuo en las dos llantas traseras. Se reconoce
como ganador a quien en línea recta logre el mayor recorrido. Otra
modalidad son los trompos que consiste en hacer girar en
circunferencia al jeep en el mismo sitio apoyado solamente en las
dos llantas traseras y con el mismo peso de 1800 kg. El ganador
será quien logre el mayor número de giros.
Municipios como Caicedonia y Montenegro han levantado ya
su monumento a este singular ejemplar. En el territorio cafetero,
los concursos y las vistosas exhibiciones del “mejor yipao” son
cada vez más comunes y las campañas de promoción turística no
tardaron en elegirlo como distintivo del folclor regional de la zona
cafetera. Las ciudades de Calarcá y Armenia son famosas
nacionalmente por destacar en sus fiestas el concurso del “mejor
yipao”. En febrero 7 del año de 2006, en la ciudad de Armenia, se
batió el record Guinness con la “caravana más larga de automóviles
de una misma marca” (Largest parade of jeep Willys) con un total
de más de 370 vehículos Willys CJ.
Las muestras de simpatía a este mítico jeep van más allá de
nuestro entorno regional. Hollywood le reservó su espacio en
películas tan famosas como Indiana Jones, Good Morning
Vietnam, MASH, Una mente brillante y El paciente inglés, entre
las más famosas; también la tv americana presentó al mundo la

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serie Combate, un seriado con incontables capítulos de guerra y en


el que con frecuencia hacían presencia estos todoterreno —
Combate una serie de la tv americana vista en todo Colombia en el
único canal en blanco y negro que existía en ese entonces; finales
de la década de los 60—.
Existen registros gráficos de los días de la guerra, en los
cuales se puede ver a Churchill y Roosevelt montados en un Willys
pasando revista a las tropas. Neil Armstrong, el primer hombre en
caminar sobre la luna, en su desfile de bienvenida en Bogotá,
saludó desde un Willys a la multitud que lo ovacionaba. La cuota
femenina de los famosos estuvo a cargo de Marilyn Monroe quien
desde en un Willys saludó a los soldados del ejército americano
durante la guerra de Corea.
Yipao es la unidad de medida de peso o de volumen que
puede movilizar estos vehículos; también designa a los desfiles o
concursos de que son objeto. Yipero se llama a quien lo conduce
y Gente Jeepera son los amantes y gomosos del club jeep Willys
clásico de España, una organización con sede en Andalucía que
tiene como objetivo recuperar todos los Willys en mal o pésimo
estado y su lema es: NO LO ABANDONES, ÉL NUNCA TE
ABANDONÓ. En Bogotá, la empresa Original Willys, fundada
en 2005, es un taller especializado en mantenimiento, reparación,
restauración, remodelación y asesoría de todo lo concerniente con
el jeep Willys, tanto en su versión civil como militar. Este taller
también aporta su definición: COMPARTIMOS LA PASIÓN Y
EL CARIÑO POR ESTAS GRANDES MÁQUINAS QUE SON
ALGO MÁS QUE CARROS… SON WILLYS.

Marco A. Barrios Henao


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Dinosaurios en Caicedonia
Cuando mi hijo tenía eso de seis años y había visto ya varias
películas de dinosaurios, había disfrutado largas horas con
videojuegos del mismo tema y había coleccionado figuras y fotos
del Tiranosaurio Rex y otros tantos, me preguntó si aquí en Cali
habían habitado ejemplares de esta excepcional especie. Me tomó
por sorpresa y en verdad no recuerdo que le respondí.
Para variar, en uno de mis viajes familiares a Caicedonia, un
sobrino en la misma edad de mi hijo con el mismo consumo de
información y con la misma colección de fotos y caramelos de estos
fascinantes ovíparos, en compañía de mi hijo me hizo la misma
pregunta. Ambos notaron mi estado de incertidumbre y sin
anestesia y sin compasión, mi sobrino apuntalado en la
complicidad de mi hijo, contraatacó y familiarmente me preguntó:
¿Tío, no sabe o no habían? Me quedé frío; pero me salvó la
campana, porque el llamado de una de las tías a la hora del algo
con olor a ponqué de chocolate y a helado de vainilla hizo que de
momento estos enanos inquisidores se olvidaran del asunto.
La cuestión era que estaba frente a un imaginario inofensivo,
un acertijo entretenido, que me despertó curiosidad y que creí
valdría la pena dedicarle algo de mi tiempo libre.
Pensé que la respuesta, ante ausencia de evidencias científicas
locales, sería solamente cuestión de un ejercicio puramente teórico,
un ejercicio lógico, es decir, preguntas y respuestas ordenadas hasta
llegar a una conclusión que más o menos coincidiera con lo que la
gente normalmente dice que cree o que sabe.
En primer lugar había que aclarar que negar algo, no es lo
mismo que negar su existencia. Decir que no sé, si una cosa existe,
no es lo mismo decir que no existe. Para empezar había que tener
claro que ambos enunciados, bien sea que se les mire desde una
sana lógica o desde el mero sentido común, son enunciados del
todo diferentes.

Marco A. Barrios Henao


375

Cuando menos pensé, la manía de los dinos y de los saurios


ya me había poseído y el acertijo del triásico, jurásico y cretácico
empezaba a zumbarme en la cabeza. Le eché un vistazo de nuevo
al asunto y constaté una vez más que se trataba de una historia con
edad millonaria, más antigua que la misma historia sagrada y con
un peso pesado, pesado en centenares de toneladas. Y claro está
que responder a preguntas de vecinos que pudieron haber existido
alrededor de cien, doscientos o trescientos millones de años atrás,
es cosa seria, como dicen hoy en día los muchachos.
Decidí poner orden en mi cabeza.
Empecé por preguntarle a alguien que yo suponía que sabía
lo que yo no sabía. Para mi sorpresa, fallé. Mi amigo tampoco
sabía; ni se le había ocurrido pensar si por acá por estos lares de
Caicedonia alguna vez deambularon tales reptiles. Ambos de
manera desprevenida y con actitud casi olímpica, habíamos creído
siempre que este tema de la paleontología era propiedad intelectual
y exclusiva del primer mundo. Sin embargo mi amigo confesó
haber sido objeto de acoso por parte de sus hijos y sobrinos
respecto al tema.
Siendo mi amigo como es, un estudioso de academia, curioso
y sensible a todo lo que huela a ciencia, y a todo lo que le alimente
su saber, de una se interesó en el tema y nos dimos a la cacería
sáurica de conceptos, datos y cualquier tipo de información que nos
pudiera llevar a buen puerto. Sin saber qué tan seguro era el puerto
al que llegaríamos, inauguramos nuestro empeño con un
refrescante ¡salud!, con olor y sabor a cebada.
El resultado final de esta buena intención de búsqueda
intelectual quedó dividido en dos partes: una reflexión desatinada
que nos llevó a la creación de una malformación teórica y una
segunda parte, corrección de la primera, que esperará a ser
confirmada en tiempo futuro. La primera parte de este acertijo fue
un ejercicio puramente teórico, fruto de una conversación informal
iniciada en una de las bancas del parque central.

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Para responder la pregunta, del tema en cuestión, hicimos


memoria de algunos programas de Discovery, algo que habíamos
visto en la internet y alguna que otra cosa que habíamos leído en
periódicos, revistas y uno que otro libro que habíamos ojeado.
Así, atando cabos, fuimos juntando una cosa con otra y
encadenando argumentos: llegamos a la conclusión de que aquí en
nuestro vecindario, efectivamente deben existir fósiles gigantes de
dinosaurios.
Las consideraciones que tuvimos en cuenta fueron las
siguientes: primero, cuando aparecieron los dinosaurios, hace 300
millones de años, estaban todos los continentes juntos en uno solo
llamado Pangea, es decir, estaban todos los dinosaurios en un solo,
único y extenso territorio. Segundo: cuando Pangea inicia su
proceso de separación, quedaron dinosaurios esparcidos en cada
uno de los cincos continentes. Tercero: A la fecha se han hallado
fósiles en todos los continentes: África, Asia, Australia, Europa,
Norteamérica y Sudamérica, que es el que nos interesa.
Estos tres eventos corroborados por la paleontología, nos
daban pie para concluir que efectivamente, aquí también debieron
haber existido ejemplares de este grupo de criaturas. Para concluir
contundentemente, mi amigo elaboró una apreciación, por
supuesto teórica, que parecía ser el argumento definitivo. Dijo que
por la ley universal de los líquidos, llamada también ley de los
vasos comunicantes, sólo bastaba dar un vistazo a lo que teníamos
y llegaríamos a la conclusión correcta. Es decir que si en los
extremos de un fluido homogéneo, había positivos, se concluye que
en su centro tendría que existir lo mismo que en sus extremos. Y
como Colombia, concretamente Caicedonia, es más o menos
equidistante al lugar de los hallazgos, es decir, está más o menos a
mitad de camino entre Estados Unidos y Argentina, donde se han
hallado restos de dinosaurios, entonces aquí debía haber lo mismo
que en sus extremos. Así de sencillo.

Marco A. Barrios Henao


395

Las evidencias de los hallazgos en Norteamérica,


Centroamérica y Suramérica, eran las pistas convertidas en
premisas con las cuales nosotros habíamos armado la conclusión
de nuestro rompecabezas. Juntamos todas estas consideraciones
teóricas a una estructura lógica y planteamos la pregunta: ¿si los
hay en todas partes, por qué aquí no? Ya andábamos por la tercera
cerveza.
Ese fue el recorrido que hicimos para llegar a la conclusión
de que aquí en Caicedonia también existieron dinosaurios. “Una
conclusión contundente para una fecha soberbia: la celebración de
nuestro primer centenario”; dijo mi amigo y con inspirado acento,
remató: “¡salud!”.
Coincidimos en el hecho de que si nuestros arqueólogos,
paleontólogos y a la vez geólogos, llamados cariñosa y
profesionalmente guaqueros, aún no han encontrado a la fecha
ejemplar alguno, no valida para nada la negación de su existencia.
Es solo cuestión de tiempo, de encontrar el sitio que tiene que ser,
el sitio que está esperando a ser descubierto.
Consideramos también la posibilidad de que las fuerzas
colosales de los movimientos telúricos en la formación de nuestras
cordilleras hayan sepultado a estos descomunales lagartos a
profundidades de igual proporción. Ahí la solución sería la misma:
seguir insistiendo, ajustar la precisión del cateo y cavar tan
profundo como sea necesario.
Una cerveza más y ya habíamos decidido que la generación
de nuestros sobrinos y primos, que entre ambos suman como
quinientos, tendrían la obligación moral de ocuparse del tema y
quedaba de una vez establecido como tema central para el próximo
cincuentenario. Y también acordamos presentar al Concejo
Municipal un proyecto de ley para que con antelación se decretara
día cívico a la fecha del día del hallazgo del primer esqueleto
genuino. En el entusiasmo, mi amigo desafió toda posibilidad de
error: “No importa que a la fecha no hayamos desenterrado ni

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siquiera una pestaña de estas lagartijas gigantes”: “Ya llegará su


día para encontrarlas. No olvide que la teoría jalona la ciencia y
que el hallazgo o el experimento, lo único que hace es echarle la
bendición del bautizo”, cerró con broche de oro; sin dar tregua
añadió: “la humanidad primero fue teóricamente a la luna, el viaje
de ida y regreso, fue solo la comprobación de que la teoría era
correcta y que el desempeño técnico estuvo ajustado”. Todo
parecía andar sobre ruedas: todas las preguntas parecían tener su
respuesta correcta; todo encajaba.
Terminó la sesión porque mi amigo se desbordó de alegría:
se enlagunó. Le fluyeron deseos incontenibles de bailar y cantar en
la mitad de la calle a eso de las dos de la tarde. Quería celebrar su
discurso, su invento, su teoría. Le lidié la rasca, pagué la cuenta y
a media noche lo llevé a su casa.
Días después, pasada la rasca, ya en sano juicio, a mí me
quedó sonando el asunto éste y me preguntaba qué tan probable
era, en verdad, la existencia física de estos ejemplares que
andábamos buscando, y qué tan probable era que algún día, en
algún recodo de nuestra geografía municipal se diera tal hallazgo.
En mi estómago algo me decía que estábamos como despistados.
Coincidencialmente me llamó mi amigo y me dijo que nos
olvidáramos de todo lo dicho, porque a él ese cuento de los
guaqueros, de los hallazgos en todo el suelo americano, de los
vasos comunicante, del día cívico y demás cuentos de borrachos,
no era más que el engendro de un espantoso mamarracho, que había
que reconstruir totalmente.
Así que volvimos a la mesa de diseño y empezamos de cero.
De un solo tajo abandonamos nuestra fallida creación porque, por
cualquier lado que se le mirara, no tenía arreglo; así que borrón y
cuenta nueva fue la nueva consigna.
Sugirió mi amigo que nos contactáramos con alguien que él
conocía y de quien estaba seguro, que sí sabía lo que nosotros no

Marco A. Barrios Henao


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sabíamos. Esta vez, ambos, menos efusivos escuchamos con


atención, con mucha atención.
El nuevo miembro de la cofradía, sí que sabía bastante del
tema; graduado de geofísico de la Universidad de Leipzig leyó las
conclusiones a las que habíamos llegado y de entrada descubrió que
habíamos hecho una casa en el aire; con una sola pregunta, nos
derrumbó todo el castillo; para finalizar, el especialista contrapuso
que el modelo de la ley de los vasos comunicantes no guarda
ninguna semejanza, ni proporción, ni sentido, ni validez en su
aplicación con la presencia de los dinosaurios en esta localidad.
Hasta se nos puso filósofo porque con la autoridad que manejaba
su discurso y el halo de sabiduría que contrastaba con nuestro
silencio absoluto, se colocó el mismo en un púlpito desde donde se
explanaba a sus anchas. Sabía que estábamos atentos a lo que
dijera; producía miedo y a la vez inspiraba reverencia.
Retomó la comparación de los vasos comunicantes y dijo que
eso era como tratar de medir la felicidad del primer beso con la
demostración matemática del teorema de Pitágoras o del teorema
del triángulo de Las Bermudas, añadió con sarcasmo. Como si
fuera poco, preguntó si nosotros éramos los padres de esa teoría.
Nuestro ruidoso y estruendoso NO, cantado en coro y con
expresión de extrema seriedad, sorpresa y nerviosismo nos dejó al
descubierto. Esa fue la sentencia final de nuestro desempeño;
acabábamos de descubrir que habíamos estado miando fuera del
tiesto.
Según nuestro amigo el especialista, el rompecabezas que
habíamos armado estaba incompleto porque habíamos omitido
algunos detalles. Primero, según los hallazgos de la ciencia de la
geología, de la paleontología, han demostrado en la historia de la
geología colombiana que cuando existió Pangea como tal, casi todo
el territorio de Colombia era mar, solo mar. Prueba de ello son las
minas de sal de Zipaquirá y otras del territorio nacional, minas que
se formaron una vez se evaporó el mar o se retiró de su lecho. En

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el ámbito local también se evidencia este hecho en el sabor salubre


de una de las quebradas de la vereda El Salado, sitio que fue una
vez centro de distribución de sal a poblaciones aborígenes de la
región.
Esa es también la razón por la cual se encuentran conchitas,
fósiles de invertebrados llamados nautilus, piedras con forma de
caracol que con frecuencia se encuentran a orilla de carretera, en
excavaciones de guacas o en construcción de cimientos a lo largo
de la superficie del Valle del Cauca y también del territorio de
Boyacá. Segundo, la cadena montañosa de Los Andes es
geológicamente joven, de formación reciente, es de hace apenas
25-30 millones de años; para ese entonces ya los dinosaurios
habían desaparecido todos por completo; tuve la tentación de
preguntar que, de pronto, los dinosaurios que volaban, hubiesen
podido haber llegado hasta acá; pero me quedé callado, porque en
boca cerrada no entra mosco. La segunda vez que cerré el pico fue
cuando me abstuve de preguntar si los hallazgos de Villa de Leyva
pudieran darnos alguna cercanía tanto física como teórica. Nuestro
especialista, que ya había tomado vuelo de sabio venerado, me leyó
el pensamiento y sin preguntársele, anticipó su comentario y aclaró
que los hallazgos en Villa de Leyva son restos de cronosaurios,
animales con aletas de vida marina, que no pertenecen al grupo de
los dinosaurios, porque ninguna especie de dinosaurio fue marina.
Además eran herbívoros por la estructura de sus dientes y de sus
patas en forma de tubo. Asimismo los hallazgos de colmillo
gigantes encontrados en el Valle del Cauca son colmillos de
Mamut, animales que se extinguieron hace apenas diez mil años.
Luego de haber desgranado argumento tras argumento con un
absoluto NO EXISTIERON, concluyó la presentación del
especialista y también nuestro deseo de seguir indagando. Así
terminó la segunda parte de este episodio. Como si el especialista
nos hubiera pasado una aplanadora por encima, dijo que si
seguimos escarbando en nuestro suelo cafetero, encontraremos

Marco A. Barrios Henao


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guacas, entierros, esqueletos de perros, gatos, gallinas, caballos,


asnos, etc., y que cuando encontremos el esqueleto de una lagartija
lo tomemos como premio de consolación porque es todo lo que en
estas tierras nos queda del pasado sáurico.
Mi amigo, el geniecito, algo así como medio berraco, para
evitar futuras incursiones en el tema, decidió que se pregonara por
todo el pueblo durante tres días, negando de una vez por todas la
presencia pasada, presente y futura de tales exponentes, y que se
colocara en cada entrada intermunicipal del pueblo un aviso grande
que se viera y que dijera: “Caicedonia nunca fue tierra de
dinosaurios”.
Aunque mi amigo acostumbra a enlagunarse con cierta
facilidad, niega que el desatino del perifoneo y la desproporción
del aviso gigante hubiese sido idea suya y me la atribuyó a mí.
Como sea la versión verdadera, agradezco a mi amigo el
especialista que con información precisa nos sacó del atolladero y
a mi amigo genio, que me haya acompañado en esta aventura de
encontrar una respuesta a un tema que a pesar de la desaparición de
sus ejemplares físicos sigue fascinando a grandes y chicos de todos
los tiempos y lugares; un tema que por el aspecto fantástico y gran
tamaño de estos ejemplares ha cautivado la imaginación por
generaciones; un tema central en la cultura popular, plasmado en
exposiciones, parques temáticos, museos, obras de ficción,
documentales, publicidad, novelas, videojuegos, historietas y en
general en todo tipo de bibliografía. Un tema siempre cautivante y
recurrente a la imaginación humana en cualquier punto geográfico
del planeta.
Un tema, que en nuestro caso, buscaba dar respuesta a una
pregunta inocente de un sobrino que en un día común y corriente,
se le ocurrió también hacer una pregunta común y corriente: “¿tío,
en Caicedonia existieron dinosaurios?”
Al concluir la redacción de este episodio, “doy gracias a
Dios”, dijo mi amigo, “que al momento ningún pariente, cercano o

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lejano, primo, sobrino, tío o cualquier ciudadano del común, se le


haya ocurrido a la fecha preguntarme por la existencia pasada,
presente o futura de los Ovnis, ni que alguien llegase con la
ocurrencia de querer saber el peso atómico de las ánimas del
purgatorio, o el número exacto de pixeles necesarios para
comprobar su existencia, ni mucho que llegase alguien con el
disparate de averiguar la dirección virtual del Muán, de la Patasola,
la Llorona o cualquier otro referente de nuestro imaginario
colectivo”. Una vez se terminó el sermón, dije, Amén.

Marco A. Barrios Henao


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Israel Motato
Una noche, por allá en 1976, a eso de las nueve, estaba yo
sentado en la esquina del parque de Las Palmas, diagonal a la
antigua cárcel, esperando una flota Magdalena en la que llegaba un
familiar. De pronto se me acerca un caballero con requinto en mano
y me dice: “hola, mijo”. Era Israel Motato. Fue un encuentro
afectuoso. Me preguntó por mi familia, por los estudios, y por todo
lo que uno pregunta en un encuentro ocasional de paisanos. Hacía
uso de su derecho de enterarse por todo lo de mi familia, porque
fue compinche de mi tío Reinel, con quien hizo música desde que
tuvieron uso de razón, compañero de crianza de todos los hermanos
y hermanas por parte de mi madre, lo mismo que conocido cercano
y de saludo cordial de todo el familión por parte de mi padre.
La sorpresa de mi vida me la llevé cuando una noche, después
de este encuentro ocasional en el parque de Las Palmas, en una
emisora local de Cali, sonó una melodía tan conocida como el
mismo Himno Nacional. Al final de la melodía, dijo el locutor: “del
compositor Israel Motato, Ocúltame esos ojos”. Convencido yo del
despiste del locutor, comenté el incidente en casa y para mi
sorpresa, ratificaron mi error. No salía del asombro al confirmar
que la pieza musical, reina del despecho, era fruto de la inspiración
de un tío amigo a quien conocía tanto como mis propios tíos y de
quien, además, había disfrutado tantas serenatas en casa. Yo ya
había cumplido veinticinco años para ese entonces; solo a esta edad
me di cuenta por cuanto tiempo había tenido esta evidencia debajo
de mi nariz. Esta vez convalidé una vez más que “sorpresas te da
la vida, la vida te da sorpresas”.
Israel Motato y Reinel Henao, un tío materno, fueron músicos
de vocación. Ambos virtuosos lectores de música a primera vista.
Un logro enorme porque por allá en los años cuarenta, sin
academias de música, uno no se explica cómo y bajo qué manto de
iluminación, estos paisanos nuestros, sin estudios de primaria,

Marco A. Barrios Henao


475

lograron dominar magistralmente el bello arte del lenguaje del


pentagrama.
Ambos nacidos y criados en Caicedonia del linaje más
humilde que uno se pueda imaginar. Ambos acosados por las
urgencias inaplazables de la supervivencia, tomaron rumbos
diferentes; se aferraron a lo que más amaban y lo que mejor sabían
hacer. Reinel, con su trompeta y su destreza empírica, se hizo
director de la banda de Caicedonia. Igualmente director de la banda
del batallón de Tuluá, lo mismo que de la banda de Corinto, y de la
de Candelaria cuando ésta era de reconocimiento nacional. Israel,
por su lado, pasó la mayor parte de su vida en Caicedonia. Se quedó
en el pueblo componiendo y tratando de sobrevivir.
El mismo Israel aseguraba que empezó a componer a los siete
años de edad. Contaba mi madre que mi abuela contaba, que con
frecuencia Israel, siendo aún adolescente, en sus momentos de
inspiración, de un sobresalto sorprendía a sus amigos en auxilio de
papel y lápiz, para exorcizar nudos que le apretaban la garganta.
Modo de ser que terminó siendo normal entre familiares y
allegados.
Así de sobresalto en sobresalto, armado de garabatos, nota a
nota con la virtud de un alquimista, las arrumaba todas en alguna
esquina del pentagrama, y desde allí agazapado, lograba sorprender
al Olimpo arañándole melodías, que a la final terminaban sonando,
tal como suena aún hoy, el eco de nuestros anhelos y de nuestras
ilusiones. Tal como suena el eco de la tusa, y del desamor.
Con la asistencia permanente de todas las musas, con la ayuda
de las ánimas del purgatorio en pleno, con una que otra manito de
las once mil vírgenes y algún sortilegio que mantuvo siempre en
secreto compuso música por costalados. Su producción demandará
una década de trabajo académico con lupa en mano para conocer
finalmente el valor del legado cultural, de este talentoso hombre
nacido, criado, aplaudido y recordado en la música del sentimiento.

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En el programa Serenata del canal regional de Antioquia, con


fecha de abril 4 de 2009, antes de iniciar la interpretación musical
de Ocúltame esos ojos, el locutor hizo referencia a las más de mil
composiciones, música y letra, de inspiración de Israel. Mil
composiciones, una cifra que se queda corta. En “Charlemos con
Manuel Tiberio” (http://capsula.blip.tv) en palabras del mismo
compositor, existen en su haber más de 10 mil composiciones, de
las cuales, aproximadamente, 1500 han sido grabadas en el
mercado mundial en voces de más de 1000 artistas diferentes de
todo el mundo hispano. En su propia voz quedaron grabados más
de 35 discos. Con 123 versiones y difundida mundialmente en la
voz de Antonio Tormo —a quien equivocadamente se le atribuye
su autoría—, Ocúltame esos ojos es la pieza más conocida de toda
la producción de Israel.
Su música, su talento, su inspiración, su dedicación se
convirtió también en legado familiar. Sus hijas, Eunires y Claudia
Motato con sus brillantes interpretaciones dejan ver cómo sus
biologías también fueron poseídas por la mágica forma musical de
sentir el mundo y de sentir la vida. Este dueto, con el nombre
artístico de las Colombianitas de gran calidad vocal en sus
interpretaciones, se puede disfrutar en YouTube, donde nutridos
comentarios de distintos países de habla hispana y sajona hacen
reconocimiento a la calidad artística de estas dos paisanas.
Israel y Reinel durante sus vidas hicieron música, sólo
música, porque a eso vinieron a este mundo y murieron pobres
porque toda la vida se la pasaron en eso, haciendo música, música
para pobres y despechados.
Un arte convertido en oficio y luego en profesión, para ese
entonces casi no remunerada. Reinel, por ejemplo, cuando ya era
director de la banda de Caicedonia, cuadraba el resto de su salario
con una lavandería que él mismo había improvisado y en la cual él
mismo era gerente, administrador, aplanchador y mensajero. Años

Marco A. Barrios Henao


495

más tarde comprendí el motivo de por qué mi madre me mantuvo


siempre tan cerca de la música, pero tan lejos de los músicos.
Pero gracias a mi tío y a su música, tuve la fortuna de estar
presente durante varios años en las corridas de toros, cuando estas
se celebraban en el espacio de la Plaza de mercado, lo que es hoy
la galería.
Allí en este espacio con motivo de las fiestas de aniversario
se improvisaba cada año unas graderías de dos pisos —algunas de
estas construcciones osadamente llegaron a tener tres pisos—. Al
principio uno podía creer que estos enormes andamiajes se
sostenían en pie de puro milagro, pero años más tarde se
comprendió el misterio gracias al descubrimiento de las
propiedades de un pasto gigante llamado guadua, un acero vegetal
prodigiosamente resistente.
Mi desempeño en la banda municipal en los eventos de la
tauromaquia del pueblo era sencillo. Mi obligación voluntaria e
interesada era el de cargar, cuidar y brillar la trompeta del director
de la banda, mi tío. De muchacho ese fue mi boleto de entrada por
varios años consecutivos a la así llamada Plaza de toros.
Todos los espectadores sabían cuando llegaba la banda de
músicos a la Plaza de toros. Todos la habían oído tocar en las calles
del pueblo anunciando que era tarde de toros. Luego de un pequeño
receso, los músicos a la voz de uno, dos y tres exhalaban en sus
instrumentos a todo pulmón el excitante encanto del pasadoble; así
se prendía el mecho, se iniciaba la fiesta y ¡OLÉ!
Se daba inicio a la fiesta brava. No tan brava porque por
aquellos años los toros regresaban vivos al encierro, después de que
el animalito quedaba extenuado y aburrido de tanto correr. No se
les mataba, no porque fuésemos ambientalmente adelantados o
porque fuésemos sensibles al dolor de estos indefensos, sino
porque los toros, por su peso, tamaño, bravura y ausencia total de
casta eran de por sí un peligro público. Todos en el ruedo
valientemente acordaban que era mejor dar paso al siguiente toro.

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El público además los apoyaba, porque no había razón para tomar


riesgos innecesarios. Años más tarde cambiaron las exigencias del
mercadeo y la publicidad. Se obligó a los actores de la fiesta brava
a incluir en sus faenas el despiadado e inhumano sacrificio de estos
desventurados bovinos. Años más tarde despareció casi por
completo la práctica taurina. Todos las recuerdan, nadie las
pregunta, y ya casi desaparecieron de la programación de las fiestas
de aniversario.
Este par de músicos de vocación, maestro uno en la ejecución
de la trompeta, maestro el otro en el arte de la composición se
quedaron para siempre en nuestro recuerdo.
La obra musical de Israel de por sí desbordante en
abundancia, ha sido interpretada por reconocidos intérpretes entre
los cuales se incluyen artistas como Olimpo Cárdenas, Julio
Jaramillo y el Charrito Negro. Las Hermanitas Calle no solo
interpretaron sus creaciones, sino que también iniciaron su carrera
bajo su tutelaje.
Ocúltame esos ojos, la composición más conocida de Israel,
es la flor imperial en Colombia y en países vecinos en el género
musical del despecho. Un legado que le canta a la añoranza, al
desencanto, a la desilusión, a la desteñida esperanza de que un día
muy cercano vamos a ser felices para siempre, un género musical
que mima, consiente y maltrecha nuestro lado más vulnerable: el
del afecto. Una compañía incondicional para todo momento de
apremio y soledad sentimental. Un bálsamo que refresca el ahogo
de la tusa, del desamor, de la desolación, de la desazón, y de la
impotencia. Nos acompaña en el momento que se nos cierran las
puertas, cuando nos enamoramos en contravía, cuando nos
enamoramos de lo ajeno, de lo prohibido o a destiempo, cuando
nos toca el papel del amante despreciado o cuando amamos, sobre
todas las cosas, lo que el destino desde la eternidad nos tenía por
negado.

Marco A. Barrios Henao


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Una vez que uno se entona, la música del despecho nos


consiente, nos distrae, nos engaña, nos persuade, nos envalentona
y también nos embellece el mundo. La música del despecho es una
música triste, muy triste; pero sin ella todo sería aún más triste.

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Juntos y también revueltos


El día 24 de mayo de 2009 se llevó a cabo la más exitosa
improvisación que jamás se haya realizado en familia. Fue la
primera reunión de los hermanos Barrios Henao, en compañía de
sus primos, tíos, cuñados y sobrinos que forman el grupo familiar
descendiente de los apellidos Barrios Bonilla y Henao Ceballos.
Un evento que superó todas las expectativas, tanto en
asistencia como en espontaneidad, novedades y sorpresas. La
mayoría había confirmado la asistencia sin aun ser invitados y
venían con rumbo definido antes de señalárseles el sitio.
José Norberto Barrios Henao, el organizador, encontró en el
buzón de mensajes de su intuición un mensaje de texto firmado por
un colectivo que le decía que ya todos estaban llegando y que no
olvidara ningún detalle para que todo saliera bien. Mensaje
recibido, orden a cumplir, manos a la obra y de repente todos
estábamos celebrando.
Fue un monumento a la improvisación, porque en esto
nosotros los del trópico somos campeones. No menos de diez
intentos diseñados cuidadosamente en años anteriores habían
fracasado. Por cosas del destino ese día tenía que ser y así fue. El
clima hizo tregua; Fueron tres días de pleno sol, luego de dos meses
de cuajado invierno.
La finalidad del evento era la de pasarla bien, conocer familia
de lado y lado, recuperar rostros que se nos habían desvanecido en
la memoria, disfrutar la alegría de varias generaciones en un solo
día y en un mismo sitio, aventurarnos a imaginar el mañana de los
hijos de esos hijos que hoy atisban al futuro, recordar las
limitaciones de los abuelos cuando desde el Tolima y el Viejo
Caldas apostaron todo por conquistar este paraíso que los esperaba
con los brazos abiertos.
Conocimos a los pequeños, nos reconocimos los mayores,
hicimos reverencia a los más mayores y una rutina improvisada nos
llevó a disfrutar de un vigoroso día lleno de sorpresas y entusiasmo.

Marco A. Barrios Henao


535

Al momento de la presentación de cada familia vimos que


habían unos pequeños por edad, otros también más pequeños que
antes porque los años no perdonan, otros exuberantes en tamaño
por algún gen loco o algún tetero biónico en el tiempo de lactancia,
otras divinas y encantadoras, primero porque Dios las hizo mujeres
y, segundo, porque son de la familia. Otros grandes por sus logros,
otros menos grandes pero con la esperanza de serlo alguna vez,
otros sacándole partido a la conformidad y otros disfrutando de su
comodidad porque simplemente nunca se les pasó por la cabeza
intentar ser más grandes de lo que han sido.
Las caras nuevas, hijos de los más jóvenes del linaje, fue la
sorpresa del día; además que era también objetivo tácito del evento.
A medida que uno a uno iba llegando con lo que tenía para mostrar,
uno a uno era asaltado por sorpresa al constatar la variedad de
nombres —algunos al límite de lo curioso—, combinación de
apellidos, profesiones, posgrados aquí y en el extranjero, oficios,
color de piel, estampas vaciadas de sus padres cuando estos tenían
sus edades, color y rasgos de ojos desaparecidos y reencontrados
en la tercera generación; toda una diversidad de historia, que la
mayoría estaba conociendo por primera vez.
Luego de los saludos, de repente la multitud que de nombre
era familia se hizo más familia. Los artistas, artistas de la casa,
brillaron por sus magistrales ejecuciones y fueron merecidamente
aplaudidos; otros, con ruidosos e inmerecidos aplausos, fueron
ovacionados y obligados a repetir sus desafinamientos y al final los
hicieron sentir como los que sí saben de verdad. Otros, entretenidos
en desatrasarse de los chismes viejos, recientes y otros en fragua,
manifestaron al final del show, que sí, que todos habían cantado
muy bonito.
Luego se desempolvaron los viejitos y el turno fue para el
inconfundible “Yo también tuve veinte años” y un corazón
vagabundo…, tema digerido según la suma de los calendarios de
cada uno de los presentes. Los que ya están del sexto piso pa’rriba

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se sintieron tocaditos y lo entonaron con algo o mucha añoranza.


Los que están por los cuarenta con menos o casi nada de nostalgia;
los que están en los 30 lo cantaron por inercia, porque alguna vez
lo habían oído por ahí y los que están por debajo del segundo piso
se aburrieron de lo lindo, y sin comentarios evidenciaron que el
asunto no era más que cuestión de generación.
A la hora del reggaetón, del rap, del hip hop, del tap, las mesas
quedaron habitadas por una población de mayores con cabezas lisas
y brillantes, cabelleras canosas, cuerpos desalineados, barrigas
fuera de control, gorditos a medio disimular, porque a la voz de
one, la población joven saltó al centro de la pista, se apoderó del
mundo y envueltos en un ruidoso pum, pum, que ellos llaman
música, se evidenció una vez más que la cosa simplemente era
cuestión de generación, mejor dicho, cuestión de edad.
Algunos que no pudieron llegar a la cita se lamentaron de
estar ausentes a la hora del almuerzo, el algo y la merienda, lo
mismo que ser blanquiados de la foto, que por esta vez sería de
tamaño familiar. Otros ausentes quedaron fulminados de la tusa
porque perdieron la única oportunidad en la que sin malicia,
juzgamiento o miramientos del colectivo podían aprovechar la
oportunidad para dar el apretón al primo o la prima que en tiempos
de pubertad y preadolescencia le había hecho zumbar las tripas más
de una vez. —Algo de validez hay que reconocerle a la sabiduría
popular cuando dice que “entre primos, más me arrimo”—. Otros
tuvieron la oportunidad de aprovechar el apretón y despavoridos
notaron como el tiempo se había encargado de borrar en unos y
otros los encantos que en otro tiempo habían sido motivo casi de
suicidio. Uno que otro todavía con carbones en lumbre, encendidos
una vez en lejanos abriles, supo aprovechar el momento sin que
nadie lo notara.
Mal contados se hicieron presentes unas 200 personas. 147
que arrojó el conteo físico; unos 20 volteando por la ciudad pero
ausentes a la hora de decir presente en el conteo. Más un pequeño

Marco A. Barrios Henao


555

grupo que por obligaciones académicas o laborales nos mandaron


saludos desde el Japón, Venezuela, Alemania, Holanda, España,
Suiza, Usa y otras ciudades colombianas.
La globalización que ha convertido el mundo en un
vecindario cada vez más reducido, también dijo presente. Apellidos
extranjeros de alemanes, suizos, holandeses, escoceses se
mezclaron con los nuestros y ahora en familia los nuevos apellidos
son sonoramente diferentes: Barrios Büchel, Bruszies Arboleda,
Van den Berg Escobar, Yung Toro. Apellidos que llegaron para
quedarse entre nosotros y hacer historia, en la intención humana de
formar algún día una sola raza planetaria.
La mezcla futura de apellidos llegados de todo el orbe será
aún más voluminosa y también con variedad en el color de piel, de
ojos, de costumbres, de valores, de virtudes y también de defectos.
Dentro de pocos años tendremos en el directorio de
Caicedonia nombres tales como Suzuki Mejía, Álvarez Zarkosy ó
Zarkosy Yepes, Giraldo Gates o Gates Londoño, Obama Valencia
o Arboleda Obama. Eso por el lado de los occidentales y por el lado
del resto del mundo la combinación podría ser López Tongolele,
Emu Martínez, Eto Zapata, Toro Kawasaki, Marmolejo Suzuki,
Polanski Baena, Toyota Arbeláez etc., etc.
Eso en cuanto a los apellidos que nos llegan del otro lado,
porque de aquí para allá también vamos creando huella. En los
directorios telefónicos de grandes urbes como Berlín, Londres,
París, Tokio, Nueva York ya se registran apellidos como García,
Osorio, Arbeláez, Vargas, López, Gómez, Escobar, Cardona,
Arboleda, Vélez, Villa, Valencia, Barrios, Hernández, Henao,
Campillo, Buitrago, entre otros.
Al evento familiar asistieron los tíos Barrios Bonilla de la
línea paterna y los tíos Henao Ceballos por parte de la línea
materna. El núcleo familiar de los Barrios Bonilla fue de seis
hermanos quienes al combinar sus costumbres y sus apellidos,
también crearon nuevos apellidos tales como Barrios Henao, Vélez

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Barrios, Álvarez Barrios, Toro Barrios. Por su parte la línea Henao


Ceballos, la materna, creó los apellidos como Hernández Henao,
Marulanda Henao, Arboleda Henao, Henao Molina, Henao
Villegas, Henao Grajales y Henao Ortiz.
Por allá en los años 60, durante el tiempo de la escuela y del
colegio, junto con mis primos, éramos los únicos Barrios del
pueblo, apellido poco común en esta geografía, aunque abundante
en la Costa Atlántica y en el Tolima.
La unión de los Barrios Bonilla y los Henao Ceballos iniciada
por allá en 1950, es hoy un colectivo de cerca de cuatrocientos
miembros. Pero si se hace cuenta del número total de los
descendientes de los fundadores directos del pueblo —año 1900—
, tales como Escobar, Villa, Jaramillo, Giraldo, Baena, Gómez, etc.,
seguramente tendremos grupos consanguíneos superior a los mil
miembros por apellido. ¡Tamaño problema a la hora de las
invitaciones sociales!
Este es el cuadro de una familia, que por azar un día reunió a
la mayoría de sus miembros. Pero es igualmente un cuadro común
a muchas familias de Caicedonia, Colombia y el mundo que en el
ejercicio natural de procrearse y forjarse un futuro digno para sí y
los suyos han ido conquistando espacio a lo largo y ancho del
planeta. Es el cuadro que nos narra cualquier vecino de cuadra
cuando en confianza confiesa los beneficios materiales de las
remesas mensuales que llegan en denominaciones de euros,
dólares, yenes, rublos, libras esterlinas, etc., etc.
En nuestro entorno municipal con frecuencia se escuchan
conversaciones en idiomas diferentes al español. Es la evidencia de
la dimensión universal que hoy tipifica a todas las culturas del
mundo; una dimensión convertida en forma de vida que acerca y
une a los pueblos; una cosmovisión que augura y promete cambios
históricos definitivos, que abre puertas a una juventud que quiere
seguir ganando espacios. Una tendencia irreversible que nos reta a
estar alerta a los cambios globales, a admirar, a corregir, a creer y

Marco A. Barrios Henao


575

a comprometernos con lo bello y lo bueno de lo nuestro, a


actualizar y fortalecer nuestra academia y sobretodo a rediseñar
nuestro esquema social de pobreza. Ese es nuestro desafío local, si
no queremos ser arrollados por la incontenible e irreversible
dinámica del mundo globalizado.
En el día menos pensado, juntos y revueltos, departimos y
conocimos una generación multiplicada a través del tiempo;
vigorizada en el intercambio de otras latitudes y dispuesta a seguir
conquistando el mundo; un cuadro familiar que se repite una y otra
vez en cualquier punto cardinal.
El refrán dice “juntos pero no revueltos”; una expresión de la
sabiduría popular que en nuestro caso no se cumplió, porque una
vez que todos nos miramos al rostro, vimos un linaje modificado
en el tiempo, y cuando buscamos nuestros rostros en los rostros de
los descendientes confirmamos que estos estaban aún más
modificados. “Juntos pero no revueltos”, una fórmula válida para
armar un equipo de fútbol, crear una cooperativa, fundar una
escuela, organizar una fiesta o un reinado, programar un bingo, o
un paseo, etc., pero cuando se trata de descendencia, de genes, de
procreación no solo hay que revolverse, sino que también hay que
revolcarse y en esto último la especie humana, al igual que todas
las especies de los seres vivos, hemos estado siempre
exuberantemente bien dotados. Sí, señor, cosas de la libido, un don
natural incorporado en nuestra biología. Un elán, un impulso de
vida, que rompe esquemas de geografía, lengua, religión,
imaginarios, y que a su vez ha sido el mejor de todos los métodos
para vigorizar la especie.

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Un monumento a la empanada
El monumento a la empanada, que hoy se exhibe en el parque
recreacional fue el último hijo natural de Jesús Alberto Villa Vélez,
fruto de una pasión extraconyugal que lo acompañó durante toda
su vida y que lo alentó a ser actor, partícipe y proponente de muchas
obras cívicas en su pueblo natal. Siempre fue tan fiel a sus
propósitos cívicos como a su propia esposa. Fue un hombre cívico
comprometido que le puso ganas a crear, fomentar y ejecutar todo
lo que se pareciera a progreso. Para fortuna de todos, nunca le picó
el bicho de la política.
Esta vez se trataba de crear un monumento no a una persona,
sino a un producto consumido por personas, exactamente,
consumido por todos, por todas las edades y en todos los tiempos
y lugares. Una idea aparentemente en broma, sin forma y desabrida
que él mismo y sus contertulios se la tomaron en serio; la amasaron,
le dieron forma, la aliñaron, la diseñaron y sin acta que dé
constancia de la fecha de instalación o de inauguración, sin
discurso, sin público, sin aplausos y con una foto informal de
amigos alrededor de su creación, finalmente le dieron ubicación en
el parque recreacional. Todo sucedió según el plan trazado. Su
instalación estaba condicionada a la seña de finalización del
latonero. Y así sucedió. Quince días después, aproximadamente, El
Tiempo en su edición dominical del 22 de mayo de 2005 destacó
la noticia en su primera página de titulares. Igualmente, dos meses
más tarde, RCN le dedicó 50 minutos a una entrevista con
testimonios en línea directa desde USA y Canadá.
Del otro lado de la línea se recibieron palabras de apoyo,
reconocimiento, agradecimiento y felicitaciones por la
materialización de esta idea que nos pone de presente que a falta de
recursos, la iniciativa ciudadana a punta de empanadas ha logrado
construir obras de corte social y comunitario. Otros se unieron a la
tertulia radial para dar testimonio que gracias a este producto de
fabricación doméstica, familias enteras lograron salir adelante o en

Marco A. Barrios Henao


595

su defecto fue y sigue siendo para muchos su medio de


subsistencia. Otros recordaron cómo con la venta callejera de este
relleno particular, muchas familias, grano a grano, juntaron para
comprar los útiles, los uniformes para la escuela o el colegio, para
la celebración de unos quince, para el pago del viaje de una
promesa o para irse de excursión de grado.
Este monumento nos recordará por siempre que somos
solidarios por naturaleza y que a falta de recursos, de compromiso
ciudadano, de gestión y de honestidad pública, en todo Colombia a
punta de empanadas, se han construido capillas, iglesias, puestos
de policía, escuelas, colegios, hospitales, centros comunales,
centros de salud, acueductos etc., etc. En palabras del párroco del
pueblo y líder de la comunidad, año 1955, el padre Luis Gonzaga
Valencia, dice: “Llevo 25 años haciendo festivales con empanadas.
Con ellas he terminado las iglesias de Sonso, Andalucía,
Bugalagrande, la capilla del Ingenio Pichichí, y esta de Caicedonia,
que estamos trabajando luego de los destrozos del terremoto de
1999” (El Tiempo 22/05/95).
Nos recordará también la eficiencia de la sana informalidad,
el así llamado rebusque, porque sin registro mercantil, sin centros
de capacitación donde se aprenda el arte, casi siempre sin
domicilio, sin permiso de autoridad competente alguna, pero
legalizado por la costumbre, se venden y se consumen en cualquier
horario y en cualquier lugar donde nos coja el hambre, donde nos
sorprenda la tentación o simplemente donde nos venza el antojo.
Se compran y se venden en todo lugar. Se ofrecen y uno se
las encuentra en los cafés, en las cafeterías, en las tiendas, en los
toldos de la plaza de mercado, en la cancha de tejo, en las cantinas,
en las casas de cita, en los puestos de fritanga, en los parques, en
los atascos de los derrumbes, afuera y a veces dentro de las iglesias
y capillas, en las canchas de fútbol y futbolito, en los centros
deportivos, en las viejotecas, en el estadio o simplemente a lo largo
y ancho de cualquier calle o carrera.

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Por treinta monedas de plata Judas traicionó a Jesús, por un


plato de lentejas Jacob compró la primogenitura de su hermano
Esaú y en ocasiones por un plato de empanadas, coca cola y algo
de compañía, los Nerds arrastran a sus compañeros vagos en los
trabajos de la U o del colegio; un medio holgazán de oportunidad
para los vagos.
En fiestas especiales, tales como aniversarios de bodas de oro,
de plata, matrimonios, la empanada también se sabe vestir de
gourmet. Variedad de preparaciones, presentaciones y esmerado
servicio al comensal, ya están a la orden de los usuarios de todos
los estratos. La industria de la gastronomía hace rato estandarizó
este producto y lo ofrece desde la común y corriente que
conocemos, hasta las más refinadas, según lo demande la ocasión.
Este monumento nos inspirará por siempre a seguir siendo
solidarios y recursivos.
Además nos refresca la memoria. Nos trae al presente la
historia de los indios aborígenes de la región, los burilas y los
pijaos, que ya diez mil años atrás cultivaban el maíz para su
sustento y que en su domesticación nos dejaron una herencia
cultural que aún perdura. El maíz es el ancestro común de la
empanada, la arepa, el envuelto, el tamal, la mazamorra, el
cuchuco, las masitas, la mazorca azada, el masato, el champús y
también el de un fermento llamado chicha. La chicha, un fermento
seguramente convertido en vino ceremonial, ofrecido al más allá
con sentido de veneración y seguramente consumido también para
aligerar un poco el peso de la rutina diaria.
Este delicioso bocado no es un invento nuestro; es un
producto común a todas las culturas del mundo. Allí donde el
hombre ha descubierto que el agua moja, también allí mismo se ha
descubierto la forma de hacer y consumir empanadas. Es el invento
de un recurso culinario de fácil transporte para largos viajes de
peregrinaje, travesías de montañas, de desiertos, de jornadas con
recuas de mulas, de exploración, etc. La necesidad de un recurso

Marco A. Barrios Henao


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ágil en el consumo y en su elaboración, parece ser la razón de su


creación y eso hace que en todos los tiempos y en todas las culturas
haya existido algo así como la empanada. Las hay en toda la región
de Latinoamérica, en China, en Grecia y en la antigua cultura de
Mesopotamia se han encontrado vestigios de este producto.
De versátil naturaleza. Un relleno dulce o salado de algo que
se puede consumir (carnes, vegetales, queso, salsas, cereales,
granos, etc.) a cualquier hora. Este relleno, envuelto en una masa
de trigo, cebada, maíz o centeno, va generalmente acompañado de
una salsa para añadir a medida que uno la va consumiendo.
Generalmente en forma de medialuna con sellado en sus bordes
para evitar perder el relleno al momento de la cocción o de la
fritura.
Sin horarios para su consumo: se apetecen en la jornada de la
mañana, de la tarde, de la noche, a medianoche, en la madrugada e
incluso en el amanecer después de una jornada nocturna de
velación o de parranda. Se consumen también como extensión,
anticipo o sustitución de cualquiera de las comidas. Si en casa, por
emergencia doméstica o familiar, se envolata el almuerzo o la
comida, un plato de empanadas es el salvavidas. Y si es de paseo
la ocasión, empanadas con gaseosa es también la solución.
Este particular relleno generalmente ha tenido y sigue
teniendo variaciones según la región o país. En la gastronomía
italiana, por ejemplo, hay variedad en el tamaño de los rellenos.
Existen los medianos y los pequeños como el ravioli o el tortellini
o los voluminosos como la pizza pantalón que es un relleno de salsa
boloñesa también en forma de medialuna. Formas similares
también las hay en Corea, Japón, Turquía, etc., etc.
La nuestra, la colombiana, es generalmente de carne de res,
papa o arroz y condimentos, acompañada de una salsa casera hecha
de ají, cebolla larga, limón y cilantro. Según sea la elección o el
propósito también existen la Vaticano, la Cambray, la Vegetariana
y las Bailables. La Vaticano es una empanada sin carne y con

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relleno de pura papa. La Cambray, producto de panadería, es un


saco de trigo horneado con un melado de color rojo en su interior,
consumido generalmente por niños; la Cambray junto con el tiple,
el brazo de reina, el borracho y el pandeyuca soplao son parte de
un inolvidable surtido que consumíamos en el descanso o en el
recreo de las jornadas escolares. La Vegetariana, su nombre mismo
define su contenido, y las Bailables conocidas por su propósito,
más que por su relleno.
Este monumento, único en su género, no fue el único logro
de Alberto. La iniciativa del monumento al Willys es también obra
suya, socio activo y miembro del Club de Caza y Pesca, líder en la
asignación oficial del nombre de Ciudad Centinela. En sus últimos
años su empeño apuntaba a la creación de un corredor turístico que
incluiría un teleférico entre el Hospital y el Mirador, y vías rurales
adecuadas para el turismo ecológico. La construcción del parque
de la vallecaucanidad y lograr el reconocimiento oficial del Pollo a
la Carreta, como plato típico de la región, fueron otras obras suyas
inconclusas cuando fallece en diciembre de 2008 a sus 78 años. Fue
miembro activo del Cuerpo de Bomberos Voluntarios, del Club de
Leones, del Rincón de Antaño. Durante 10 años, Director de la
Junta Municipal de Deportes y en su desempeño como director se
cuenta la construcción del estadio municipal Alfredo Muñoz
López. En su memoria el Festival Nacional del Bolero lleva su
nombre, obra de la que también fue gestor. Alberto Villa Vélez
nació en Caicedonia el 29 de noviembre de 1931, hijo de un juez
fundador, el señor Félix Antonio Villa González.
Alberto hace parte de la historia reciente de un grupo de
personas con vocación cívica a quienes ofrendamos nuestra
inclinación reverente en sentido de agradecimiento.
Gabriel Echeverry, Pedro Nel Pinzón y Edilberto Ramírez de
la Pava escucharon la propuesta de Alberto, se dejaron convencer,
creyeron en el proyecto, lo adoptaron como su propia creación, lo
secundaron, lo ejecutaron, y en un pedestal de menos de un metro

Marco A. Barrios Henao


635

de altura, lo perpetuaron como tema de reflexión, como fuente de


conocimiento tanto local como global.
Local, porque en la evidencia diaria del consumo de este
popular alimento, se nos afilaron las destrezas lógicas: “yo no sé
hacer empanadas, pero sí sé dónde las hacen muy buenas”. Fórmula
de la sabiduría popular que precisa la ponderada eficacia del
manejo acertado de la información; poseerla es llevar la delantera,
y ejecutarla es asegurar el éxito.
Global, porque finalmente hay que decir que la empanada no
es cuestión solamente de un mero relleno, ni de un simple recurso
culinario, ni de un caprichoso invento social, ni una fórmula
oportuna de desvare. Sobretodo nos despierta un sentimiento
religioso, que nos pone de presente la evidencia más urgente de
cualquier pueblo o nación: asegurar “el pan nuestro de cada día”.
Además nos inspira a sacralizar lo cotidiano, a descubrir el lado
espiritual de los recursos y a reconocer en la solidaridad el primado
axiológico de cualquier comunidad, grupo humano, sociedad,
nación, raza o especie.

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Caicedonia, un nombre ya centenario


El nombre de Caicedonia tiene su lado particular. No se
conoce otra ciudad, población, jurisdicción, distrito, urbe, barrio,
arrabal, suburbio, parroquia, campamento, vereda, o corregimiento
con igual nombre. Es el único asentamiento humano con este
nombre a lo largo y ancho de nuestra geografía planetaria.
Parece ser uno de esos nombres sintocayo muy a diferencia
de nombres de otros municipios cercanos que tienen su par en
alguna parte del mundo. Por ejemplo, nuestros vecinos Alcalá,
Andalucía, Barcelona, Sevilla, tienen su correspondiente en
España, Armenia, en Asia, Génova, en Italia, Argelia y Palmira, en
África y así muchos otros...
Un compañero de universidad nunca me llamó por mi
nombre; siempre me llamó por el nombre de Caicedonio. Creí que
me quedaría para siempre con esta marquilla, con este apodo; pero
para mi sorpresa nadie le siguió la corriente y terminó siendo él
mismo el único quien masticaba y disfrutaba la sonoridad de este
vocablo de su propia invención y que utilizó hasta que finalizamos
nuestros estudios.
Nunca encontré explicación alguna al placer que le producía
a mi amigo el pronunciar este nombre con tanta propiedad y
posesión. Se me ocurre pensar que sólo la reminiscencia de una o
varias vidas pasadas en tiempos de abundancia y prosperidad en
tierras con nombres similares, podría ser la explicación de este
original invento.
Para averiguar las posibles bondades de tiempos pasados,
culturas lejanas, vidas pasadas, de todo aquello que se pudo haber
denominado como Caicedonio o similar alguno, nos hemos dado a
la tarea de averiguar un poco sobre la historia y significado de
algunos similares tales como Calcedonia (Turquía), Caledonia
(Escocia y Oceanía), Calzedonia (Italia y España), y Calidonia
(Panamá).

Marco A. Barrios Henao


675

Si uno tiene la intención de crear desprevenidamente un


gentilicio que los reúna a todos, cualquiera que se elija entre
caicedonio, calcedonio, calzedonio, caledonio o calidonio, cumple
su cometido. Los cinco parecen ser uno solo, y cualquiera de ellos
que se elija se parece a los otros restantes, así se sea que se
pronuncie en voz baja o en voz alta.
Aprendimos en la escuela, y aún hoy se aprende, que el
nombre de Caicedonia se debe al reconocimiento que los
pobladores hicieron a la familia Caicedo; familia que
supuestamente donó los terrenos donde se erige hoy la Ciudad
Centinela del Valle. Aprendimos también que este singular gesto
de gratitud de sus pobladores —sin patrimonio alguno para ese
entonces— fue quizás la forma más noble de reconocimiento a sus
benefactores.
Los pobladores de aquel entonces, en su gran mayoría
campesinos, jornaleros y peones, aceptaron la acogida en estas
tierras y con manos de labriegos, con el don de trabajar la tierra y
con voluntad de emprendedores, se dieron a la tarea de forjar una
historia que en este año celebra su primer centenario.
Esta iniciativa —año 1910— bautizada con nombre propio,
Caicedonia, fue el sincero propósito de la voluntad del colectivo
civil; seguramente una designación convalidada por la opinión
eclesiástica que percibió en este nombre un referente evangelizador
y de permanencia del estatus misionero de la iglesia Católica. Una
palabra que por su semejanza —Calcedonia, Calidonia— crearía
un atajo para que los fieles, en línea directa y sin mayores
esfuerzos, evocaran la Biblia y la doctrina de la iglesia Católica
(Calcedonia) y recordaran también el triunfo de los conservadores
en la guerra civil en el año de 1900 (Calidonia).
Los calcedonios fueron los habitantes de Calcedonia, una
ciudad griega de Bitinia (actualmente en Turquía) referenciada
históricamente por Plinio el Viejo, Heródoto y Polibio, entre otros.

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Calcedonia, hoy Kadiköy, es el emplazamiento más antiguo


de la ciudad de Estambul. Sus hallazgos arqueológicos se remontan
a 3000 a.C. y demuestran que fue un emplazamiento humano de
manera continua desde tiempos prehistóricos. Se tienen datos de
que los fenicios en el año 1000 a.C., aproximadamente,
establecieron allí una de sus colonias.
Durante el período helénico, colonos griegos de Megara
establecieron, en el año 685 a.C., una colonia que recibiría el
nombre de Kalkedon. Un nombre que luego se iría modificando,
pasando por Calcedonia en latín, nombre con el que se le conoció
durante la época romana y bizantina. Luego los primeros turcos que
llegaron a la zona le dieron el nombre de Gazyköy, hasta llegar al
nombre actual de Kadiköy.
En la actualidad Kadıköy, antigua Calcedonia, es un centro
cosmopolita de la ciudad de Estambul, Turquía. Lugar de negocios,
zona comercial y punto de paso para los habitantes de la ciudad de
Estambul que viajan del lado asiático de la ciudad al europeo y
viceversa. El centro del distrito es un conjunto de nuevas
edificaciones, casas y edificios antiguos de anteriores residentes
alemanes, franceses, griegos y armenios que habitaban aquí en gran
número durante la época otomana.
Su ubicación en el estrecho del Bósforo la convierte en un
punto estratégico de la geografía mundial. Esa es la razón por la
cual ha sido ocupada por diversas civilizaciones a través de la
historia. Fenicios, persas, bitinios, romanos, árabes, cruzados,
bizantinos y turcos han dejado su huella en este centro cosmopolita.
Calcedonia es también importante porque fue allí, en esa
ciudad de Bitinia, de Asia Menor, donde el emperador romano de
oriente Marciano —bajo el papado de León I en el año 451—
convocó El Concilio de Calcedonia, el cuarto de los primeros siete
concilios ecuménicos de la cristiandad. Este concilio rechazó la
doctrina del monofisismo, y estableció el Credo de Calcedonia, que
describe la plena humanidad y la plena divinidad de Cristo,

Marco A. Barrios Henao


695

segunda persona de la Santísima Trinidad. Estas definiciones


dogmáticas, infalibles para la iglesia Católica, no fueron aceptadas
por toda la comunidad cristiana y es el origen de las antiguas
iglesias orientales que aún rechazan los resultados de este Concilio:
la Iglesia Ortodoxa Copta, la Iglesia Apostólica Armenia, la Iglesia
Ortodoxa Siríaca y la Iglesia Ortodoxa Malankara, de la India.
Calcedonia es también un referente bíblico (Apocalipsis
21,19): “Las bases de la muralla de la ciudad están adornadas con
toda clase de piedras preciosas: la primera base es de jaspe; la
segunda, es de zafiro; la tercera, de calcedonia, la cuarta de
esmeralda”.
De la calcedonia, como piedra preciosa, hay que decir que es
una variedad del cuarzo, abundante en la región que lleva su
nombre. Es una gema a la cual se le atribuyen también poderes
curativos y espirituales. Para el mundo esotérico, esta piedra
preciosa es el símbolo de la caridad y el amor maternal. Se utiliza
para absorber las energías negativas. Da buen resultado como
sedante y en el tratamiento de estados de fiebre de epilepsia. Eficaz
en la absorción de los cálculos renales y recuperación de
enfermedades mentales. Muy indicada para los tratamientos de
estados de melancolía, coraje, también da fuerza a la voz, abre los
chakras del entrecejo y tiene afinidad con los signos de Piscis,
Sagitario, Escorpio, Libra, Virgo, Cáncer, Aries.
Hasta aquí podemos establecer que los calcedonios son los
habitantes de Calcedonia, ciudad importante por su extenso pasado
histórico, ciudad además donde se celebró el cuarto de los siete
concilios de la iglesia Cristiana, que la calcedonia es una piedra
preciosa mencionada en el libro del Apocalipsis 21,19; además
nombre de una piedra preciosa con reconocido valor esotérico.
Calzedonia (sic) —una palabra también cercana al del
nombre del municipio— es hoy por hoy una palabra vigente en
vitrinas exclusivas de España y de Italia; es el nombre de una línea

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aérea, y una cadena de tiendas de prendas íntimas, lo mismo que el


nombre de una reconocida agencia de empleo.
Ahora echémosle un vistazo a los caledonios.
Los caledonios es el nombre gentilicio de los habitantes de
Caledonia. Los romanos llamaban Caledonia a la actual Escocia,
en el Reino Unido, tierras que nunca fueron colonizadas por los
romanos, tierras que nunca pertenecieron al imperio de Roma. Por
esa razón, probablemente, en memoria a la resistencia al imperio,
Cale —abreviación de Caledonia— significa fuerte, duro.
Caledonia a su vez convertido en término romántico, amplio en
extensión, es un término de múltiples designaciones: Caledonian
Airway, Caledonian Railway Caledonian Hotels, Caledonia
Offshop, Caledonian footbal club, etc., etc., etc.
Nueva Caledonia es otro nombre cercano al nuestro. Un
archipiélago paradisíaco en Oceanía, tierra de desmesura,
convertido en centro turístico internacional, con un territorio 10%
más pequeño que el territorio que ocupa el departamento del Valle
del Cauca. Este pequeño paraíso terrenal, exuberante en
biodiversidad, ubicado a unos 1200 kilómetros al este de la costa
australiana, fue colonizado por Francia en 1853 y desde entonces
convertida en posesión francesa.
Finalmente, la orogenia Caledoniana o caledónica es el
nombre que se asigna al evento geológico que corresponde a la
formación rocosa que dio origen a la formación territorial de lo que
hoy es Escocia, Irlanda, Inglaterra, Gales y el oeste de Noruega.
Calcedonia y Caledonia son palabras, vocablos, nombres, con
data de más de mil años antes de la era cristiana y aún hoy vigentes.
Otro nombre cercano a nuestro propósito es el de Calidonia,
un corregimiento del distrito de la ciudad de Panamá, ubicado en
el centro urbano de la ciudad. Este corregimiento es también sitio
de referencia en la historia de Colombia porque fue allí donde los
liberales capitularon ante los conservadores en 1900 en el contexto
de la Guerra de los Mil Días. El sitio del Puente de Calidonia es

Marco A. Barrios Henao


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hoy el Museo Afroantillano y el Museo Antropológico. Esta


batalla, conocida con el nombre de La Batalla del Puente de
Calidonia, tuvo lugar del 21 al 26 de julio de 1900, una fecha
relativamente reciente y fresca en la memoria eclesiástica del
entonces como para dar el visto bueno del nombre de Caicedonia
como expresión involucrada en el destino eclesiástico y devoto del
país, además reforzado por su otro referente similar, Calcedonia,
de igual naturaleza piadosa.
Es hora de ocuparnos de los caicedonios.
Los calcedonios son los habitantes de Calcedonia (Turquía),
los caledonios los habitantes de Caledonia (Escocia y Oceanía), los
calidonios los habitantes de Calidonia (Panamá) y los Caicedonios
por lo que sabemos no son los habitantes Caicedonia, porque
nuestro gentilicio es el de caicedonitas.
Así, pues, que no existe lugar poblado alguno en la tierra con
quien compartamos el nombre de Caicedonia. Tampoco existe
oficialmente el gentilicio de caicedonio. Sin embargo muchos
desde la esfera del afecto cariñosa y espontáneamente, fuera del
marco oficial, hablan de los caicedonios haciendo referencia a
familiares, amigos y conocidos nacidos o domiciliados en el
municipio de Caicedonia, Valle del Cauca, Colombia. Retomando
la sana y afectuosa intención de mi amigo, el “caicedonio”, y el
placer desmesurado de hacer sonar su invento cada que se le
ocurría, me hace pensar que en alguna o en varias de sus vidas
anteriores se la pasó de maravilla. Seguramente un recuerdo, que
quizás lo transportaba a los tiempos, espacios y costumbres de los
calcedonios, caledonios, etc. Una forma inconsciente de recordar,
quizás, tiempos de abundancia, prosperidad, bienestar, holgura,
opulencia, tiempo de buena mesa, buen vino, joyas, camellos, fruto
de su trabajo de guerrero, prócer, comerciante, político, intelectual,
hombre acaudalado, militar, etc. Pero si mi amigo, el “caicedonio”,
fue algo así como un sultán o un jeque, quizás lo que más le pueda

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atormentar, desde esta cultura monogámica, es que hoy sin su


harén, la cosa es a otro precio.

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