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Turno de Noche, 2
Turno de Noche, 2
Malcolm Lowry
Bajo el volcán
Otoño
1
Cerró la puerta con fuerza, arrojó las llaves donde pudo y fue directo al minibar. El
objetivo era sencillo: emborracharse cuanto antes. Pero había un obstáculo para
lograrlo con rapidez y con estilo: se había convertido en un manojo de nervios.
Tomó el desconchador y lo clavó con violencia en el corcho. Cuando comenzó a
girarlo, se dio cuenta de que la botella le iba a dar problemas; en efecto, ésta no sería
tan sencilla de abrir como aquellas botellas malas que solía acompañar con la
comida. Lo intentó un par de veces, pero la paciencia no era su fuerte. Para hacerlo
todo más rápido, intentó sacar el corcho a tirones, con el resultado previsto: la otra
mitad quedó enfangada en el cuello de la botella. Se lamentó, y aunque durante un
segundo pasó por su mente la idea de comprar cerveza, lo intentaría una vez más con
el vino. La idea ahora era hundir lo que quedaba del corcho, lograr que flotase en la
espuma empujándolo hasta dejarlo caer por el cuello. Pero no era fácil. Entonces
sucedió lo inesperado: al presionarlo, un chorro de vino escapó a través de la boca e
inundó parte de la cocina y de sus propias manos. Volvió a hacerlo, casi
inconscientemente, como quien sabe que va a cometer un error- pues a veces el error
tiene tanta fuerza como la gravedad: nos lleva a su lecho una y otra vez-. En esta
ocasión el chorro alcanzó su jersey y también un paño de cocina. 'Es como si fuera
sangre'- pensó- y se dio cuenta de que cada vez que pinchaba en el corcho pensaba
en un cuerpo, en un cuerpo en el que la presión de cada parte hiciera saltar un chorro
de sangre. Finalmente logró llenar una copa, pero había tantos pedazos de corcho
flotando que tuvo que tirarla. Dudó una vez más y pensó otra vez acerca de la
cerveza. Llenó otra copa y en esta ya no se produjeron restos de corcho, aunque el
bote principal ya flotaba en el fluido negro. -'Qué oscuro es el vino'- pensó, y se
arrojó al sofá, encendió la televisión y absorbió aquel líquido amargo y caliente, que
le produjo un escalofrío. Iba a ser una noche larga.
Mientras balanceaba la copa, su mente comenzó a divagar. El viento aullaba en el
exterior y favorecía el pensamiento hipnótico, las imágenes fantásticas y el sueño,
pero algo en su interior se resistía a la fuerza de la imaginación e insistía en
devolverle su imagen, la imagen de un pobre hombre de treinta y tantos años sin
meta en la vida, exiliado en una aldea perdida del país y cuya única tarea útil era
vigilar cada cierto tiempo un rancho y un establo propiedad de un anciano rico y
jubilado. Esta era la descripción oficial. En el paisaje de su mente todo era muy
distinto, y el trabajo ocupaba la menor parte del tiempo. La mayor parte de las veces
era víctima de sueños súbitos, y se levantaba en el lecho de un bosque o en la barra
de un bar desorientado, aunque de hecho hubiera bebido poco alcohol. Estas
experiencias comenzaron a suavizarse con la entrada del otoño, y ya llevaba algunas
semanas sin padecerlas, algo que él evidentemente agradecía. Pero no por ello el
resumen de su vida había mejorado en absoluto. Seguía siendo un inútil- a sus
propios ojos, desde luego: el caso del corcho en el vino era la mejor prueba- y
tampoco ésto parecía haber sido refutado por la gente que lo trataba. Lo peor en todo
caso de nuestros fracasos es que nadie los refute, en último término, que nadie los
niegue- y es que muchas veces lo único que esperamos es que los otros desmientan
las espantosas percepciones que podamos tener sobre nosotros mismos; cuando esto
no sucede, sobreviene el caos y la oscuridad.
De este modo había pasado W.W. Wachternight, más conocido como 'Flaco', los
últimos meses de su extraña existencia: primero a causa de la huida de su novia, que
lo dejó en un estado traumático durante semanas, y después por haber fracasado
como escritor y editor en todas las ciudades en que había intentado labrarse una
fama. En plena crisis económica, le había surgido un puesto de guardador de fincas,
y he aquí que, en un pueblo perdido del centro de los Estados Unidos, Flaco había
construido su pequeña vida miserable, como una araña extiende su tela en la esquina
sucia más imprevisible.
En general, Flaco odiaba todo lo que rodeaba su vida. Odiaba la soledad de ese
pueblo, sus gentes apáticas y acomodadas, que pasaban su vida pegados a la barra de
un bar bebiendo litros y litros de cerveza; odiaba a los cazadores, que parecían gozar
de matar a pobres animales indefensos; odiaba a los jóvenes paletos que trataban
continuamente de hacer valer su hombría; pero, por encima de todo, odiaba a las
viejas que cuchicheaban en las esquinas, que hablaban de él, que lo juzgaban. Esto
era tan obvio como que él se enteró de muchas cosas de su propia vida gracias a los
chismes de las viejas, lo que no es tan paradójico como parece para quien tiene la
experiencia de vivir en un pueblucho aislado. En el fondo de su imaginación, Flaco
soñaba con la idea de quemar el pueblo entero con sus gentes incluidas, haciendo,
quizás, la excepción con Marollai. Pero el párroco de la aldea, la vieja que vendía el
pan, los viejos que maldecían la existencia desde la barra de los bares, todos ellos
merecían morir sin ninguna duda, según los estándares morales de Flaco. Sin
embargo, no se le ocultaba que de todos modos algo los ligaba a ellos: precisamente
esa condición mísera del alma que también él encontraba en sí mismo.
De modo que finalmente, concluía, cada cosa está donde debe estar, también yo
junto a la ceniza de la que formo parte. Después de concluir esto, cosa que hacía a
menudo, tomaba una piedra y la arrojaba al fondo de un río cercano. Luego volvía
tras sus pasos, meditabundo, depresivo, perdido.
Aquella noche no iría a dormir Marollai en su casa de Negro; le tocaría dormir solo,
sobresaltado cada vez que escuchara algún ruido. No habría suficiente vino en el
mundo que le diera el sosiego que buscaba; pero quizá ese sosiego era una utopía.
Llenó una segunda copa, ya de vuelta del breve paseo a lo largo del río. Siempre
llevaba unos prismáticos consigo: así podía otear la vieja bodega y el establo de
Thomas Wheel desde la ribera del río, ver si todo estaba en orden, y no tener que
atravesar el lecho para ir a comprobarlo por sí mismo. Esto solo lo podía hacer las
noches de verano; en invierno, debía pasar al menos tres noches a la semana en el
rancho de Wheel. En verano, Thomas Wheel hacía la vista gorda y pasaba casi todos
los días en Freeheut o en el norte, a muchos kilómetros. Ello le daba la oportunidad
a Flaco de no ser riguroso en su trabajo. Pero en invierno era distinto. Debía cumplir
con sus turnos, pues Wheel podía presentarse de improviso en el rancho y entonces
comprobar si Flaco hacía su trabajo. Cuando en verano Flaco olvidaba los
prismáticos y se veía obligado a ir hasta el rancho Wheel, se maldecía no poco. De
día no había problema: incluso se encontraba de paso a muchos cazadores furtivos o
a labradores que cruzaban el lecho del río para ir a sus tierras. Pero de noche la cosa
cambiaba tanto que parecería no ser el mismo lugar; tal es la condición de ciertos
paisajes solitarios, que durante el día son solaz para el jornalero pero que durante la
noche son el hogar de bestias peligrosas. En aquella ocasión no había olvidado los
prismáticos: echó un vistazo y todo estaba en orden, así que regresó tranquilamente
a la cabaña, sin prisa.
Cuando vio que la camioneta de Marollai tampoco dormiría esa noche allí, se dirigió
diligentemente a la cocina para llenar su copa. En una hora, ya la había rellenado
tres o cuatro veces, y una cierta euforia colonizó su cabeza.
Le despertó el golpe del viento en la puerta, que, como un intruso, parecía haberse
colado sin permiso en la casa. Un fuerte dolor de cabeza le avisó del exceso
cometido la noche anterior. Hoy no saldría de casa en todo el día, es más, no saldría
de la cama en todo el día. Las nubes avisaban tormenta y no había mucho que hacer,
excepto echar un vistazo, como de costumbre, al establo de Wheel. Es decir, se
trataba de un día más en la maraña de días sin fin que tejían su absurda existencia.
Pensó, entonces, qué significaba vivir en Negro. Allí, como en cualquier otro
poblado desprovisto de grandes muchedumbres, lo que se vivía se comportaba como
un insecto en el interior de un vaso de vino que girara por efecto del balanceo de la
mano: comenzaba a ser devorado sin darse cuenta. Esto no era algo nuevo, ya se lo
había advertido Marta antes de marcharse definitivamente. 'Negro te está tragando,
pero no lo ves, no puedes verlo porque aparentemente tu rutina es la cosa más
sencilla y tranquila que un hombre puede imaginar; levantarte de la cama a la hora
que quieras, pasar un rato en el establo de Thomas Wheel, dar un paseo por el río y
volver a la cama a la hora de la noche. Y es esa sencillez, esa naturalidad con la que
el vacío va asestando sus golpes sobre ti, la razón de que no te des cuenta de tu
enfermedad; pero hay síntomas que pueden mostrártela. En verano fueron tus
escapadas mentales, ¿recuerdas? Por fortuna, eso pasó, y ¡demonios! Fuera lo que
fuera ya lo olvidamos. Pero no podemos seguir apoyándote si tú no haces algo por
ti....' Odiaba esa expresión, que sus padres desde Davenport repetían como loros
siguiendo a Marta. ¡Hacer algo por mí, voy a hacer algo por mí! Y entonces Flaco
tomaba la botella y se la bebía de un trago; luego permanecía el día acostado y
enfermo y, al día siguiente, repetía la operación.
Pero lo que decía Marta era cierto. Sumergirse en Negro era como sumergirse en un
círculo que se mueve, en una espiral que poco a poco va enterrando en ti las mejores
de las virtudes y escarbando en los peores vicios. Una idea feliz como la de retirarse
temporalmente de la civilización puede terminar de otra manera, y quién sabe si ése
sea precisamente el talento del demonio: hacer parecer lo terrible como algo sano,
inmediato e inocente. Y Negro era así. Sus gentes podían ser no muy amables, no
muy cercanas, pero tampoco eran lo que se dice gente mala. El trabajo podía ser
tedioso o poco productivo, pero era un trabajo bien remunerado y exigía bien poco.
El paraje, en fin, no era el más bello de los lugares naturales, pero disponía de sus
bosques y sus ríos y no eran pocas las personas que lo visitaban en verano u
organizaban expediciones a sus montañas.
Pensaba todo esto con un vaso de vino bien lleno y una sonrisa que comenzaba a
exhibir el delirio alcohólico. 'Sus ríos...llenos de mierda...¿Quiere venir a Negro?
¡Venga a Negro, yo le enseñaré sus piaras de cerdos! ¡Bebamos en El Coyote, verá
que vino más sabroso y nutritivo!' Lo peor era que no podía, o no sabía, huir de allí.
Era como un preso, pues desde luego aborrecía su situación, pero de la misma
manera que un preso no puede elegir, Flaco no podía elegir un destino diferente- al
menos de momento-. El extraño temor - ¿a qué?- que le producía siquiera pensar en
moverse a una de las ciudades más pobladas- Davenport, Des Moines, Dubuque- era
la misma que sentiría un hombre que se embarca por primera vez en un buque hacia
el océano. No, había algo que le proporcionaba cierto cobijo en Negro, cierta
sensación de suspensión de la vida, que le hacía gozosamente culpable. Pero Negro
era el final, y él era joven, él tenía una vida por delante, él no podía quedarse en la
cama bebiendo vino. Abrió una segunda botella, mientras se negaba a aceptar el
destino, pero la siguiente copa lo derrumbó. Cuando se despertó, era ya de noche y
lo primero que hizo fue oler, oler a pólvora.
Fue al cuartucho de herramientas y vio colgada allí la escopeta. ¿Por qué pensaría
que no iba a encontrarse allí? No sabía de donde procedía el olor a pólvora. Era de
noche, y esto le asustó; le asustaba que la noche penetrara de esa manera furtiva, sin
avisar; le sucedía cuando se quedaba dormido todo el día y, desorientado, se
levantaba una vez el sol se había puesto. Y entonces lo primero que hacía era correr
la cortina y comprobar si estaba allí la furgoneta de Marollai. Esta vez también lo
hizo, con frustrante resultado. 'Mierda, otra vez va a dormir en Freeheut'. Esa noche
se avecinaba tormenta. Decidió entonces tomar la escopeta, no se sentía en calma y
pensó que el rifle le ayudaría a mantenerla. Pero cuando fue a cargarla, algo falló.
En efecto, la bala se había quedado atrancada, impidiendo activar el gatillo y al
tiempo retirarla de su lugar. '¡Maldita sea, vaya mierda, joder!'. Desesperado, tomó
el rifle y lo golpeó contra la mesa, pero al mismo tiempo logró con ello hacer caer la
botella, que se rompió en mil pedazos, expandiendo el vino por el suelo de la cocina.
Parecía un charco de sangre. Sus manos también estaban manchadas de 'sangre', y
comprobó cómo su ira iba en ascenso. 'Mierda', dijo, y estrelló la escopeta contra la
ventana, haciéndola añicos. Finalmente, comenzó a sollozar y se tiró en medio del
suelo. Al fondo, la cortina se había roto, más acá, la escopeta estaba partida y nadaba
en un charco de vino. Al cabo, Flaco se levantó y decidió ir a pasear, no sin antes dar
un portazo con el que casi reventó de golpe la propia puerta. Se había metido una
carta en el bolsillo de su madre, que no había abierto en meses. Cuando llegó a la
ribera del río, comenzó a leerla.
Hijo, espero que todo te vaya bien en Negro y que no pierdas los nervios nunca más.
Sabes que hemos sufrido mucho por ti, que Marta ha sufrido mucho por ti, pero ella
tenía que pensar también en su salud, en su bienestar. No puede estar al lado de
alguien que la hace tanto daño durante tanto tiempo. Y nadie dice que seas una
mala persona, todo lo contrario, hijo mío. Te queremos muchísimo y nos
preocupamos por ti. Hemos hecho todo lo posible- y seguiremos haciéndolo- porque
seas feliz, que es lo único en lo que debes pensar: en ser feliz y...
No pudo continuar: esas palabras les resultaban obscenas. Sí, entendía la finalidad
de todo ello y las emociones convulsas que podían suscitarlo. Pero las palabras de su
madre le sonaban vacías, pura retórica que no le servía para tomar las decisiones
correctas. Tomó el trozo de papel e hizo un barquito y, una vez diseñado, lo hizo
navegar a lo largo del río. Al llegar a una piedra lo suficientemente grande, se quedó
varado. Entonces Flaco, sin pensarlo, se introdujo en el lecho y, con los pantalones
mojados hasta la cintura, llegó al barquito, lo retiró de la piedra, y le proporcionó un
nuevo impulso. Ahora sí llegaría lejos. 'Llegarás lejos, recorrerás grandes mares y
lucharás contra enormes dragones. Tú si podrás llegar lejos. Porque todo el que se
marcha de Negro llega lejos, muy lejos, pequeño velero, llegarás lejos....” Se hallaba
más animado. Tanto como para fregar el desastre de la casa y ponerlo todo en orden.
Pero la madrugada se acercaba. Los animales extraños y los ruidos inexplicables
comenzaban a hacerle compañía. No le quedaba más vino y la taberna ya estaría
cerrada. Esa noche dormiría a pelo. Una pena profunda se afincó repentinamente en
su espíritu. ¿Qué diferencia había entre él y un monstruo?
Le preocupaba no sentir sino lástima por su familia. Y esa lástima la sabía combinar
con la terrible percepción que tenía sobre sí mismo. ¿Paradójico? 'Como todo lo que
pertenece al corazón'- se dijo-. Encendió un cigarro y eso fue lo último que hizo
antes de conciliar el sueño, lo que no logró antes de las cuatro de la madrugada.
Afuera, los animales extraños seguían perpetuando sus actos oscuros.
2
El verano se había marchado demasiado pronto, como suele suceder. Como todo el
mundo sabe, resulta que el otoño siempre se parece más a un invierno suave que a
un verano suave, con la consecuencia de que al final del invierno hemos tenido en
realidad dos inviernos: el frío es largo y duro, el calor, las fiestas y la alegría, miel de
una sola tarde. Para Flaco, esto eran problemas añadidos a los que ya sufría: en
primer lugar, su soledad se acentuaba. El viejo Marollai comenzaba a acudir menos
a la cabaña de Negro- algunos días ni siquiera aparecía por allí- y cruzar el río
Helland en pleno invierno era una odisea temeraria. Sin embargo, era su trabajo. En
verano, se trataba de una situación distinta. En efecto, los trabajadores de los campos
y los excursionistas paseaban hasta altas horas de la madrugada, lo que a Flaco le
proporcionaba cierta tranquilidad cuando tenía que ir a vigilar el establo de Wheel.
Pero en invierno la cosa empeoraba mucho. A las cinco de la tarde las calles de
Negro estaban desiertas, y ni hablar de la ribera del río, cuyo agua era tan fría que
meter los pies en ella, incluso con los zapatos puestos, era una aventura peligrosa. A
menudo, ni siquiera llevar caliente el estómago con ayuda de cerveza o vino era un
consuelo; y cuando tenía que quedarse toda la noche en el establo, lo pasaba
realmente mal.
Uno de aquellos días otoñales que ya mostraban su parentesco con el invierno, Flaco
se levantó a media mañana para ir a comprar leche. Odiaba quedarse sin leche para
el desayuno, y aunque en verano no le importaba beber vino por la mañana en lugar
de leche, cuando comenzaba a hacer frío necesitaba algo caliente que llevarse a la
boca. Caminó hasta el establecimiento de Forwards and Co, una pequeña tienda
regida por un viejo cascarrabias al que le colgaba una baba blanca cada vez que se
ponía a hablar. Aquella mañana, el viejo estaba realmente afectado; Flaco pensaba
que incluso comprar en su tienda era algo que él se tomaba como un agravio.
Coherente con su creencia, Flaco arrojó las monedas sobre la mesa y se marchó sin
despedirse. 'Viejo paleto, cerdo, inútil...así te coman las ratas'. Cuando llegó a la
cabaña, fue a la cocina a cortar el envase pero, debido a su falta de agilidad natural,
la leche salió despedida en chorros hacia la pared. Enfadado, se bebió lo que pudo
del vaso y se marchó de allí, en dirección hacia la ribera. Aquel día tendría que
comer y dormir en el establo de Wheel. La idea no le hacía la mínima gracia.
Recordó entonces la carta de su madre y el barco en que la había convertido. Bien
mirado, incluso aquello podía interpretarse como un pequeño homenaje. Pero en
realidad era una canallada, y él en el fondo lo sabía. Antes de llegar a la ribera, no
olvidó equiparse para la noche. El día- y la noche- sería largo, una jornada de asco y
soledad. Solo pensarlo le provocó náuseas que solo pudo eliminar con la bebida.
Flaco sostenía más contacto humano con los animales de Wheel- cerdos y vacas-
que con el alcalde, el teniente de policía o el carnicero de Negro. Estos últimos eran
individuos singulares que no parecían conservar un átomo de humanidad o
solidaridad; imbuidos en sus propias idiosincrasias y mezquindades, rara vez se
acercaban a casa de Flaco para ofrecerles ayuda o víveres, aunque su cabaña estaba
aislada y rodeada por un bosque. Ni siquiera Marollai era un sujeto fiable; en
realidad, en quien confiaba Flaco era en la presencia de su furgoneta, que al menos
servía de símbolo para informar al extraño de que también allí había vida humana,
también allí un ser humano intentaba vivir.
Se quedó recostado en el zagúan del barracón, con una manta echada por encima y
con la botella de vino medio vacía en la mano. Al rato, un estruendo le despertó de
golpe. Comprobó que tenía la frente caliente y un nudo en la garganta. Tomó un palo
y se acercó con cuidado al establo: de alli procedía el ruido. Se dio cuenta de que
tenía el pulso acelerado. Aunque conscientemente hubiera elegido marcharse de allí
cuanto antes, cierta inercia provocada por la adrenalina le hizo avanzar cada vez más
rápidamente. Cuando abrió la puerta del establo, un montón de murciélagos batieron
sus alas y le pasaron por encima de la cabeza. Notó cómo el corazón parecía
salírsele de su lugar. 'Maldita sea, puñeteros bichos'. Los animales del establo
parecían exaltados, pero eso le pareció normal. Por lo demás, todo estaba en orden.
Al regresar al zaguán, un temblor le recorrió el cuerpo. Había despreciado a sus
padres y había dejado de lado a Marta. Parecía que todo lo que sucedió después era
un castigo a causa de su comportamiento. Finalmente, ¿qué son los castigos, sino
consecuencias lógicas de nuestros actos fallidos? Era el fin. Cargado con el palo-
una especie de rastrillo para arar la tierra- envuelto en aquella manta, caminando
como podía a causa de su sufrimiento y su embriaguez, más parecía un perro del
infierno que un ser humano. 'Cuándo se rompió el hilo que me unía con la vida'. Tal
era la pregunta que le atormentaba una y otra vez. Pero le costaba pensar.
Algo le impedía ver con claridad. Con el tiempo, comprendería que esa oscuridad
mental no era solo debida a su consumo excesivo de alcohol, sino consecuencia
directa de su radical falta de esperanza.
La taberna El Coyote era un lugar sórdido y macabro, pero al mismo tiempo el único
sitio en algunos kilómetros donde poder echar un trago. Flaco compraba
habitualmente allí el vino, aunque en ocasiones también se tomaba un vaso en el
lugar. Con el paso del tiempo, cada vez detestaba más hacerlo. Sus gentes cada vez
lo miraban peor. O eso le parecía a él. Rooster, el teniente de policía, era un sujeto
gordo y malhablado cuyo acento provinciano le hacía difícil a Flaco la comprensión
de sus palabras. Pero bastó un par de conversaciones para detectar en él a un gusano
sucio sin escrúpulos, un hombre cargado de prejuicios y un carácter fácilmente
inclinado a la corrupción. Hablaba de los inmigrantes como si fueran deshechos.
'Esos sureños inútiles no saben hacer nada', era lo que solía decir. Otro de los
asiduos al lupanar de El Coyote era Jerry Mathews, un joven labrador de tez oscura
que siempre iba acompañado de su botella de cerveza. A Jerry solo le alimentaba esa
cerveza y su equipo favorito de rugby. En vano se le podía sojuzgar o tentar con algo
distinto a esto. Pero como con el resto de la gente, Flaco tenía la mínima relación
con Jerry, y sabía que eso no era una ventaja para su supervivencia en Negro.
Llevaba viviendo allí ya casi dos años y aún le miraban como a un extranjero,
extraño y peligroso, hostil.
Era un sentimiento mutuo. Los parroquianos eran para Flaco cucarachas; quizá él
era para ellos un escarabajo, o un lagarto. El último parroquiano asiduo de El
Coyote era un chico joven del que no conocía su nombre; tan solo sabía que era hijo
del frutero de la localidad. Solía tomarse su zumo de piña mientras le miraba
sonriendo, como tramando algo. El primer verano, fue el protagonista de la primera
'broma' sufrida por Flaco en el rancho de Wheel. El muchacho se presentó a media
noche con sus amigos armando jaleo; desde entonces, Flaco había tratado de ser
simpático con el joven- intentando ganarse su confianza, o, al menos, no
empeorando las cosas- pero en vano. La reacción del muchacho fue siempre la
misma: una sonrisa enigmática y una cautela que le protegía del saludo cada vez que
Flaco intentaba acercarse a él. Lo mejor que podía hacer cada vez que visitaba El
Coyote era beberse lo más rápido posible su consumición. Y huir de allí.
Pero las ideas oscuras son las que más fácilmente penetran en nuestra mente. No
podía dejar de pensar en el tipo extraño del bar. 'Quizá está merodeando porque tiene
en mente robar los cerdos, quizá quiere asaltarme en mi cabaña para eliminar el
obstáculo que le impide robar en el rancho de Wheel'. El teniente de policía se
marchaba a su casa de Freeheut a las doce de la noche. En otras palabras, nadie
vigilaba Negro a partir de las doce de la noche. Era un sitio desolado y fácilmente
atacable. La cabaña de Flaco era un punto débil dentro de ese panorama fácil para
los delincuentes. Y si con la escopeta al menos sentía cierta seguridad, sin ella era
como un animalillo en medio de una jungla.
Aquella noche no se entretendría mucho en El Coyote. El teniente había dejado ya
su ropa de trabajo y su arma en la comisaría, y apuraba la última copa. '-Cerramos,
Winstley, cerramos. Buenas noches a todos'-. Tomó su sombrero, hizo un gesto y se
marchó. 'Se acabó la seguridad'- pensó Flaco. 'En cualquier caso, un pedazo de
mierda inútil como ese tampoco era la solución de nuestros problemas'. -Winstley,
póngame otro ginebra frío, por favor-, dijo Flaco. Otra vez aquel nudo en la
garganta, y otra vez el alcohol a la búsqueda de la venda, de la sanación, de la cura.
Flaco sabía muy bien que era una cura con efectos secundarios desastrosos. Pero en
aquellos momentos los efectos inmediatos superaban con mucho los secundarios. El
miedo a la muerte, a la soledad, a la enfermedad- todo esto era mucho peor que una
cirrosis futura, no había duda de ello-. La melancolía de la memoria- Marta, sus
padres, la ciudad abandonada- eran golpes demasiado fuertes como para sufrirlos en
total sobriedad.
A unos metros de Flaco, Winstley echaba el cierre con el cigarro eterno en la boca y
la mueca desgarrada que lo distinguía. La lluvia caía suavemente, casi en silencio.
Una tormenta de angustia regaba los órganos internos de Flaco; el olor del cabello
de Marta, el ambiente hogareño de la casa de sus padres, su antigua vida- todo ello
eran elementos de esa tormenta que solo a duras penas sofocaban los tragos de
ginebra y el ardoroso vino-. Frente a él, el crepúsculo hiriente comenzaba a morir
para dar paso al manto estelar. La niebla se erigía en juez del espectáculo. Encendió
su linterna y vio a lo lejos el rancho de Wheel sumido en la total oscuridad. Allí
debería pasar otra noche más. 'Otra noche en el infierno'. Derramó unas lágrimas que
luego limpiaría con la etiqueta de la botella. Sabía que aquella noche, en medio de la
niebla, nadie le escucharía llorar.
3
Que nuestros actos tienen consecuencias, ésta era una sabiduría que le costaba
mucho aceptar a Flaco. Pero tampoco era tan necio como para no darse cuenta de
que si cometía algún error grave, éste le iba a pasar factura. El jueguecito con la
escopeta en medio de la noche era un brillante ejemplo que iba a servir como
paradigma en adelante. Y aún allí donde parece que estamos solos y que nadie nos
escucha, siempre existe el animal traidor que da noticia de lo hecho, sobretodo
cuando es inusual o incomprensible. Así sucedió en este caso. Cómo y cuándo, era
un misterio, pero lo cierto es que a Negro llegó la extraña noticia de que Flaco- el
'cuidador del rancho Wheel'- había 'ido a buscar al cura para matarlo'. Iba a costar
mucho aclarar las cosas, y ahí estaba el mezquino de Bill Rooster para dar muestra
de ello. El gordo no se hizo esperar y antes del amanecer ya estaba en el rancho
Wheel, con una hamburguesa entre las manos y una mancha de mayonesa en los
labios.
Solo quería hablar, 'me han llegado rumores de que usted estaba enfadado con el
párroco y solo quería aclararlo con usted'. El gordo llevaba la camisa manchada con
la salsa de hamburguesa y sus ojos pequeños, como los de un animal estúpido,
miraban hacia los botones de la camisa de Flaco con la misma idiotez que lo haría
un niño al ver rodar por primera vez a una peonza. Flaco intentó quitar hierro al
asunto- 'no fue nada, estaba probando mi escopeta, ya sabe usted que a esas horas no
hay nadie por allí y encontré un sabroso conejo, tan solo pretendía cazarlo', etcétera.
Lo cierto es que no estaba nervioso: había llegado a un punto en el que cualquier
pretexto para embroncarse con alguien de Negro le venía como coartada perfecta
para abandonar el trabajo y marcharse de allí, de aquel lugar remoto de
Norteamérica. Aún así, intentaba ser astuto y conciliador.
'Quiero ofrecer mis disculpas por el espectáculo'. Pero el gordo no estaba del todo
convencido; se tocaba la perilla en un intento de aparentar una astucia de la que no
disponía. 'Bien, bueno, dejémoslo aquí; ¿está usted seguro que no pronunció el
nombre del párroco? Algunos vecinos dicen que le oyeron gritar su nombre'.
Era increíble, para Flaco, que cuando se necesitaba la solidaridad de Negro, nadie
estaba allí para ayudarlo, pero cuando uno cometía un error, no le faltaban
registradores del mínimo acto, de la mínima palabra que había salido de su boca,
para lapidarlo. En cualquier caso, Flaco no iba a cambiar su estrategia. Volvió a
negarlo e incluso se permitió una sonrisa falsa en su rostro.
'De todos modos, si usted lo desea así, iré a hablar con el señor párroco. No quiero
que esto sea una causa de molestia o de pesar entre los vecinos del pueblo'. El
policía pareció volverse afable por momentos. 'Oh, no lo creo, el señor párroco sabe
que usted no ha podido decir eso. Son rumores de viejas, le ruego no se lo tome a
mal. Ya sabe como son los pueblos'. Vaya que lo sabía. Así que, a fin de cuentas, el
policía estaba con él. O eso afirmaba. Aunque nunca se podía estar seguro con esa
clase de personas. Rooster era cualquier cosa menos sincero. Cuando regresó a casa,
Flaco intentó evitar cruzar la plaza y zigzagueó por las calles menos transitadas. Era
claro que a pesar de todo sentía una vergüenza infinita: ahora era oficialmente el
loco del pueblo.
No fue eso lo peor. A pesar de haber tomado lo que él creía 'era la decisión más
inteligente', es decir, rodear las calles más populosas- si es que ese adjetivo tenía
sentido para hablar de un pueblucho repugnante como Negro- no pudo evitar
encontrarse con el párroco. Era algo inaudito, pues de hecho lo había visto tan solo
un par de veces en dos años: pero ahí estaba el maldito, con la cabeza bien alta
como si se encontrara delante de su asesino futuro. Lenny Overbeck, un párroco
nacionalizado estadounidense pero de origen polaco, pietista, esquivo y orgulloso: el
encuentro era inevitable. Lo primero que decidió Flaco fue dibujar una sonrisa en su
rostro; pero si la que había intentado con el gordo Rooster era falsa, ésta ya era la
alegoría de la falsedad, el símbolo del cinismo. Overbeck no era tonto, se había dado
cuenta de ello. Pero en lugar de mostrar rencor hizo un saludo con la cabeza y siguió
su camino. Entonces sucedió lo que solo le sucede a gente como Flaco. Cuando éste
quiso tomar su camino, se tropezó en dirección del párroco. Overbeck intentaría
girar para evitar el choque, pero Flaco decidió cambiar la dirección justo en ese
momento. Era claro que no se podía evitar lo inevitable. Y aquí fue cuando el
párroco modificó por completo su comportamiento. '¡Oiga usted! ¿Qué quiere usted
de mí? ¡Le ruego por Dios que me permita seguir mi camino!' Como un reloj de
cuco cuando da la hora, ahí estaban de súbito dos testigos, dos ancianas que salían
de la nada para contemplar el asunto.
Flaco solo pudo sobresaltarse y pedir perdón. Tras ello, el párroco se tocó el
sombrero y siguió su camino, visiblemente alterado. Las viejas miraban a Flaco,
mejor dicho, asesinaban a Flaco con sus ojos. Una de ellas se llevó las manos a la
boca. '¿Algún problema?', bramó Flaco, afectado y fuera de sí. Después continuó
andando sin mirar atrás.
Cuando llegó a su casa, comenzó a reír como un loco, mientras se echaba un vaso de
vino cargado hasta los topes. 'Qué absurdo. Vaya, después de todo, hasta Negro tiene
su gracia. ¿Cómo es posible que se haya complicado tanto esta situación?' Pero la
broma y la farsa dieron lugar a la reflexión seria y melancólica. Evidentemente, todo
esto provenía del abuso del alcohol y de sus arrebatos delirantes. Aunque para él, era
precipitado acusar de todo ello al alcohol. Había cometido una imprudencia: ese era
el dato inicial. Lo preocupante venía ahora. Y es que Flaco sabía muy bien que las
imprudencias- las locuras- abren una caja de Pandora difícil de controlar. Porque
cuando se comete un acto de desesperación, se ha abierto ya el himen psicológico
que puede llevarnos a cometer locuras cada vez mayores. Y lo grave del asunto de la
escopeta no era, ni mucho menos, que hubiera empuñado el arma y pegado cuatro
tiros al aire, o que hubiera pronunciado a gritos el nombre del párroco. El problema,
lo grave, era que ello respondía a un acto de desesperación, a la pérdida del control
derivada de la falta de esperanza, derivada de eso que en el argot popular se llama
'tocar fondo'. ¿Había tocado fondo Flaco? Esa era la pregunta a la que debía
responder.
Y lo que venía después de ello era aún más grave. Había conocido ese mecanismo a
través del cual, un hombre que ha perdido la esperanza es capaz de comenzar a
quebrar los límites en los que se desarrolla la normalidad de su vida. Cuando eso
sucede- esto también lo sabía Flaco- no hay que esperar demasiado para que esa
cadena de locuras comience a ser más frecuente, más grave también- ¿cómo sabía
que otro día, en otro arranque de locura, no iba a cometer un acto más grave? Esto le
aterrorizaba- nada aterroriza más que lo que puede proceder de nuestras fuerzas
ocultas- pero por otra parte intuía que esa caja se había abierto ya. Que era tarde
para detener sus efectos catastróficos.
Aquella noche no iría a cuidar el rancho Wheel. Se quedaba en casa. Ni siquiera se
fijó en si la furgoneta de Marollai estaba aparcada afuera- aunque sabía en el fondo
que lo más probable es que no estuviera allí-. Mas tampoco estaba inquieto por la
soledad. Esa noche- quizá a causa de que su cabeza daba vueltas sobre el tema del
párroco y lo que implicaba- incluso disfrutó del silencio, de los pájaros saltando de
árbol en árbol, del lejano aullido de los lobos en el bosque. Solo al día siguiente
sabría que ese gozo se debía en realidad a las tres copas de Chardonnay con las que
había 'celebrado' su particular jornada de reflexión y absentismo laboral.
Una sola noche, una sola noche de otoño en la que había faltado a su cita con el
trabajo, bastó para que se produjese el incidente. A la mañana siguiente, apenas
cruzó la ribera del Helland y se dio cuenta de que algo no estaba en su sitio. El
quicio de la puerta de madera roja del establo se hallaba entornado. Notó cómo se le
aceleraba el pulso mientras corría hacia allí. Cuando abrió, encontró lo previsto: los
cerdos habían sido sustraídos. Algún malnacido había aprovechado la ausencia de
Flaco para irrumpir en el rancho y llevarse los animales. El problema ahora era qué
contar a Wheel, quien por otra parte podía aparecer en cualquier momento por el
rancho. De momento no lo llamaría. Se sentaría en el porche a fumarse un cigarro y
a meditar cómo iba a encauzar el problema.
Pero cuando llegó allí se encontró otra sorpresa. Alguien -evidentemente el ladrón
de los cerdos- había irrumpido violentamente en el barracón rompiendo cristales y
puertas y haciendo numerosos destrozos. Flaco no daba crédito. 'Hijos de puta, qué
hijos de puta'. La maldad del espíritu provinciano- paleto, diríamos- se le hacía
transparente a los ojos. Se sentía como si hubiera sido derrotado, sin fuerzas, sin
saber cómo actuar. Se sentó sobre unos muebles rotos y allí encendió el cigarro,
como si fuera el último de su vida. Para colmo, el mechero había dejado de
funcionar. Arrojó el chisme lo más lejos que pudo, maldiciéndolo todo. Pero al rato
ya había entrado en una especie de trance filosófico, analizando lo vano de las cosas,
divagando y perdiéndose.
Para Flaco eso era lo más intolerable de todo, lo que convertía en imperdonables los
pecados de esos sátrapas. Sabía que si él dispusiera de una sola décima parte de
aquella fortuna la emplearía en otras cosas, como en pagarse una buena carrera o en
comprar las obras completas de Nietzsche. Lo primero que hacía cada mes que
cobraba su sueldo era comprar un par de libros- aunque últimamente apenas leía
nada-. Le parecía obsceno que se pudiera dilapidar un dinero tan preciado en cosas
tan estúpidas- era la banalidad moral de aquellos ricos lo que a sus ojos los convertía
en animales peores que los cerdos. Pues en el fondo respetaba la figura del
aristócrata culto que cultivaba su alma. Mas estas sabandijas estaban en las
antípodas con respecto del hombre rico cultivado.
Había que llamar a Wheel. Nada podía relevarlo de semejante trance. Por teléfono,
la voz del patrón no parecía tan grave. Carraspeaba y repetía de continuo, 'Pero qué
ha pasado. Cuéntamelo otra vez'. Flaco tenía que volver al principio, sortear como
podía las preguntas en las que se evidenciarían sus faltas. 'Escuché un ruido en la
ribera del río, y fui a mirar. Entonces vi que una linterna estaba apuntando, desde
allí, al rancho. De modo que crucé la ribera para localizar a su dueño, pero ya había
desaparecido. Al regresar al rancho, vi que el establo estaba abierto. Serían las tres
de la mañana'. Su voz temblaba, se apagaba por momentos; era evidente que no era
un gran mentiroso.
Pero tampoco Wheel era tan brillante como para darse cuenta de ello. No dijo nada;
se quedó callado al otro lado del aparato, como animando a Flaco a que siguiera
contando su aventura. Pero Flaco no iba a decir nada más por el momento. La
coartada era buena; desde el rancho a la ribera mediaban unos quinientos metros,
suficiente para que mientras él los recorriera, otros ocultos al otro lado del rancho
hubieran podido atacar el establo. 'Está bien; mañana por la tarde iré al rancho, y ya
vemos qué procede'. Esta última advertencia le hizo temblar a Flaco, pero en cuanto
colgó el aparato, se transformó en burla descarnada y violencia. 'Menudo imbécil, yo
te diré qué procede. Procede que deberían quemar tus cerdos, tus tierras, tu ganado,
procede que después lleváramos tu cuerpo de cerdo a la plaza y allí levantáramos
una gran guillotina. Y procede que después la navaja cortara en dos tu cabeza de
rinoceronte y luego con ella nos hiciéramos una corona. Eso es lo que procede'.
Todo esto fue suficiente para que la cabeza de Flaco estuviera ocupada unas buenas
horas; ahí tenía al culpable, se decía, 'he ahí el cerdo roba-cerdos'. Tenía que
averiguar como fuera su nombre, su ocupación. Lo que no era fácil, pues exigía
algún pretexto como modo de acercarse a los vecinos e indagar. No tenía un centavo
para comprar un coche, así que se dirigió al taller de Benblys y logró alquilar por
unas horas un viejo Ford que se caía a cachos, pero lo suficientemente útil como
para poder moverse cómodamente en Negro. Incluso el alquiler le costó más caro de
lo que hubiera imaginado. El motor arrancó solo después de varios intentos. La luna
derecha estaba rota, el parabrisas funcionaba a duras penas. Cuando se hizo con la
camioneta, dio varias vueltas al pueblo buscando al sospechoso. Tenía veinticuatro
horas para sacarle rendimiento al vehículo, de modo que no había tiempo que perder.
Lo primero que hizo fue acercarse a Freeheut, a siete kilómetros, para comprar vino
y cerveza: necesitaba gasolina. Al volver, se equivocó de entrada y apareció en una
especie de cerro. Llovía tanto que no se podía ver ni siquiera a treinta centímetros de
distancia.
Aparcó como pudo frente a un desfiladero y salió del camión, esperando que
escampara. Pero no lo hacía, y tuvo que abrir una cerveza, y luego otra, y luego otra.
Cuando pudo ponerse a conducir, ya casi no le quedaban provisiones de lúpulo.
Aún era temprano. 'Son apenas las cinco, tengo todo el día para buscar a ese hijo de
puta', decía. Sin darse cuenta, cada vez imprimía más velocidad al vehículo. Al
llegar a una curva, intentó frenar, pero algo falló y la camioneta se deslizó
violentamente por el pavimento, hasta chocar con un árbol. Flaco pudo reducir la
velocidad hasta el punto en el que el accidente no fuera peligroso, pero no pudo
evitar abollar el guardabarros. 'Lo que faltaba, ¡lo que faltaba! A ver ahora qué le
digo al gilipollas de Benblys. Me va a cortar la cabeza'. Intentó colocar como pudo
el guardabarros, pero éste insistía en caerse hasta rozar el suelo. Al arrancar, supo
que el golpe no se había limitado a la parte delantera. Del motor salía humo caliente.
'Cojones, no es posible. ¡No es posible!'. No podía arreglarlo: en realidad, no tenía ni
idea de mecánica. Intentó mirar a su alrededor, pero como era usual en los
alrededores de Negro, no se veía ni un alma. Quizá no volviera a pasar un coche en
tres horas en esa carretera. Tomó la decisión más desesperada: conducir con el coche
en aquel estado. Y en eso tuvo suerte: logró llegar a Negro. Pero no podía seguir
utilizando la camioneta. La dejó aparcada cerca de Benblys y siguió a pie. La lluvia
volvía a arreciar con fuerza.
Fue lo que hizo a continuación. El sospechoso no estaba allí, así que habría que
esperarlo. Y no había manera mejor de hacerlo que tomando algo mientras llegaba.
Una cerveza estaría bien, desde luego. La taberna estaba vacía y él era el único
cliente. La lluvia había hecho desaparecer toda forma de vida en Negro, que ya de
por sí era bastante escasa. Flaco se apostó sobre una mesa que daba a un ventanuco
y desde alli veía caer la lluvia mientras sorbía vaso tras vaso.
Nunca cruzaba una palabra con el viejo Winstley. Como el dependiente de Forwards
and Co- como casi todo el mundo en Negro, en realidad- tampoco Winstley parecía
atender con agrado a sus clientes. Arrojaba el vaso de cerveza con mala leche sobre
la barra, como si le molestara hacerlo. A Flaco le costaba pedir otro vaso cada vez,
pues se sentía culpable, como si estuviera siendo un desconsiderado con él. No sabía
por qué, pero le hacía gracia ese viejo. Siempre con su cigarro eterno en los labios,
el hombre parecía más bien un sapo o una tortuga sabia que lleva ya mucho trecho
de vida recorrido.
Cuando cayó la noche, Flaco seguía solo y ya estaba bastante borracho. Winstley
leía la prensa local en una esquina, mientras fumaba su cigarro. Entonces Flaco se
levantó y decidió pedir un whisky. No sabía muy bien qué hora era cuando ya se
había tomado dos o tres copas de Four Roses. Fue entonces cuando entró un viejo
parroquiano al que Flaco odiaba; uno de esos pesados que siempre quieren saberlo
todo acerca de uno. 'Lo que faltaba, el gilipollas éste', se dijo. El gilipollas se acercó
a Flaco como si éste fuera un bicho raro, una especie de escarabajo exótico. 'Holaaa,
qué tal...cómo va todo. ¿Qué se cuenta el viejo Wheel? ¿Sigues trabajando allí, no?
En la finca de Wheel'. Flaco intentó desviar el tema de conversación. Hizo alguna
broma y se apartó de allí. Arrojó las monedas sobre la mesa y rápidamente se
marchó. Estaba dispuesto a tolerar cierta mendicidad, pero esto era demasiado. Otro
día sería el propicio para buscar a su sospechoso roba-cerdos.
Aquella noche sería terrible, pensó Flaco. Porque aunque toda noche es terrible en el
rancho desolado de Wheel, la noche siguiente a la que han robado exige la vigilia
completa; las cabezadas a las que estaba acostumbrado Flaco ahora no podían
permitirse. Más tarde se lamentaría por su mala cabeza, pues en Freeheut bien podía
haber intentado conseguir un arma, o al menos arreglar su escopeta atrancada; en
lugar de eso, se dedicó a comprar bebida. Una estupidez infinita. Pero esta noche no
permanecería sin arma; debía -fuese como fuese- conseguir que un vecino le mirara
la escopeta. Al llegar a su cabaña, constató lo que ya sabía pero que no quería
reconocer. La furgoneta de Marollai no estaba allí. 'Maldita sea, el cabrón éste no va
a aparecer ya aquí hasta el verano que viene'. Podía ir a la comisaría y pedir ayuda al
gordo repugnante de Rooster, pero después del papelito de la escopeta y el cura no
parecía la mejor idea. No obstante existía otra posibilidad.
Aún tenía las llaves de la furgoneta de Benblys. Si se trataba de llegar a Freeheut,
eso podía hacerlo en cuestión de minutos. Sin embargo, el destino era negro como el
nombre de aquel infierno. 'Vamos, arranca, maldita, arranca de una vez'. La vieja
Ford de Benblys había ya rendido su servicio. No se movería de allí ni un milímetro.
Resignado, Flaco se dirigió muy lentamente, como un fantasma, hacia la ribera del
Helland. Cruzó por encima de las piedras salpicándose con el agua: no le importaba,
llevaba barro hasta en los calzoncillos. Cuando atravesó el lecho del río, vio cómo se
elevaba amenazante el maldito rancho de Wheel: oscuro, sin vida perceptible a su
alrededor, envuelto en el silencio criminal de la lluvia. Cuando llegó al porche, abrió
la última botella de vino que le quedaba de su compra en Freeheut. Hoy no iba a
dormir, de modo que la borrachera era más que justificable. La botella no le duró ni
diez minutos. Al cabo de ese tiempo, estaba ya roncando como un tronco. Su temida
vigilia había sido aplacada con el alcohol. Desde luego, si un elefante hubiera
penetrado allí y hubiera arrasado con todo, ello no habría perturbado en lo más
mínimo el sueño narcótico de Flaco.
De hecho, en dos años Flaco no había escrito una sola línea que no fuera para pedir
aplazos por las facturas que no podía pagar o escribir alguna misiva a su madre. Su
vida mental se había reducidodrásticamente. Apenas leía; compraba todos los meses
libros que no llegaba a sacar del paquete. Y no era por falta de tiempo: tenía todo el
que quería y más. Pero la vida de Negro le había deprimido hasta tal punto, le había
sustraído tanta energía, que pensar en escribir le deprimía todavía más. Sus
relaciones humanas- que son en suma la gasolina de la literatura- se habían reducido
a los saludos diarios con los extraños del pueblo. Sus experiencias vitales se habían
agostado al hecho de dar de comer a unos cerdos y a unas vacas. ¿Qué
'romanticismo' podía haber en todo ello?
Tampoco se lavaba a menudo y se había dejado crecer una gran barba. Como
compraba en los mismos establecimientos que los aldeanos, llevaba sus mismas
camisas de cuadros. Parecía mucho mayor de lo que era y tenía pinta de leñador
alcohólico. Ahora se burlaba, en la intimidad, de todos los aspavientos inmaduros de
los jóvenes intelectuales, que en su deseo de transformar la sociedad, alaban e
idealizan la vida rural y sus encantos. Es verdad, Negro podía ser una grata
experiencia para un fin de semana burgués, con sus montañas, su esquí en invierno,
sus acampadas. Como forma de vida, Negro era infernal: al menos para gente que
como Flaco era extranjera y no podía comprender las costumbres de sus habitantes.
Es así como la vida que aborrecían los universitarios en los cafés de la ciudad era
para Flaco algo que iba a llegar a anhelar. Y no es que Flaco amase la ciudad; de
hecho, la idea de venirse a Negro era romper con las dinámicas estresantes que
recorren cabo a rabo toda gran metrópoli. Necesitaba paz, tranquilidad, necesitaba
poner orden en su mente. Lo que vino después no lo pudo imaginar. Roto el contacto
con la civilización, Flaco comenzó a caer en prácticas erráticas de las cuales beber
en exceso era de las menos peligrosas. El experimento con la escopeta lo había
demostrado. Perdía los nervios con una facilidad pasmosa. Ir a trabajar era un
terrible suplicio, algo que él comparaba con las condenas de los dioses y los titanes,
como Prometeo en el Cáucaso.
Cuanto más tiempo pasaba en Negro, más sentía que Negro le tragaba, le comía.
Solo pensaba en Negro: en sus habitantes, en el rancho Wheel, y todo le parecía cada
vez más absurdo, más borroso, como si estuviera en un sueño. Cuando en Navidad
visitaba a sus padres en la gran ciudad, parecía un soldado salido de la guerra o un
prisionero escapado de su exilio. Lo primero que hacía era ir a la peluquería,
perfumarse, y, sobre todo, comer: comer como un desgraciado.
No había pasado tanta hambre en su vida como aquí en Negro. Llegar a casa de sus
padres era abrir la nevera y tragar todo lo que podía encontrar. A la vuelta a Negro,
regresaba con unos kilos de más y, al contrario: cada vez que llegaba a la ciudad,
parecía el jinete pálido de la muerte. En Negro solo se alimentaba a base de
bocadillos, frutos secos y alcohol. Una dieta muy ascética pero para seres de otro
mundo. En suma, aquella idea de exiliarse de nuestra vida civilizada- que siempre
recorre, de una u otra manera, las conversaciones de los jóvenes inconformistas- se
había revelado una empresa muy distinta a la que parecía imaginada en la mente.
Ni siquiera el peligro estaba ausente de Negro. Precisamente aquello que atrae a los
urbanitas como antídoto de la violencia en la ciudad, no encierra la paz idílica que
ellos querrían. Es en Negro donde la vigilancia policial brilla por su ausencia. Es en
Negro donde día tras día los policías rurales y las patrullas de montaña localizan
alijos, camiones robados, o desarticulan bandas que roban en las casas de campo.
Pero no solo eso. Mucha gente en Negro moría a causa de accidentes de trabajo. Un
tractor que caía sobre una anciana, un hacha que segaba el brazo de un leñador.
Estas noticias no eran gran cosa para los habitantes malditos de este lugar; cada vez
que moría alguien, un rostro de resignación sustituía al rostro que hubiéramos
previsto en otras circunstancias. Parecía no haber pena en los corazones de Negro.
Nada importaba, todo tenía su ciclo, todo era siempre idéntico a sí mismo.
El propio Flaco sentía más angustia aquí que en la ciudad. No solo a causa de su
soledad, sino porque sabía- lo había comprobado- que el rancho Wheel era objeto de
deseo para algunos desalmados, que no tendrían inconveniente en enfrentarse a él si
con ello lograban sus objetivos. No, este pueblo no era un lugar de paz idílica.
Probablemente, ningún sitio lo sea hoy en día.
Los delincuentes y los malnacidos se desplazan con toda facilidad de un lugar a otro,
como las epidemias y las enfermedades. De la misma manera que el delincuente de
alta cuna traslada sus negocios de Miami a Singapur, el ladronzuelo de poca monta
se mueve de un villorrio a otro buscando algún pequeño páramo donde conseguir
alguna provisión. Y ahí estaba Flaco. Luchando contra quien menos le apetecía
luchar: contra uno de los suyos. Pues Flaco no tenía nada en contra de los
ladronzuelos. Al menos en teoría. La realidad, sin embargo, lo obligaba a
encolerizarse con aquellos que, sin quererlo, enturbiaban su monótona existencia.
Era el caso del sospechoso de El Coyote.
Todo ello le hacía sentirse más confuso y más violento. En efecto, el verdadero
canalla no era el ladrón de cerdos, sino el Cerdo Mayor, a saber: Wheel y gente
como Wheel. Esa era la gente con la que Flaco tendría que estar encanallado, y no
con pobres roba-cerdos. Pero lo paradójico del caso es que su trabajo consistía en
estar en el lugar no adecuado, en el sitio incorrecto. Desde este lugar el roba-cerdos
era un peligro para él, y no solo metafórico. Había errado su posición en el
entramado social, y sin saberlo, quererlo o preveerlo, se había puesto en la puerta
como guardíán del Cerdo Mayor.
Cuando finalmente iba a dejar los bártulos de la faena en el taller al lado del establo,
Flaco percibió algo extraño. En efecto, en el suelo había una hebilla de cinturón, que
desde luego no era la suya. Definitivamente se trataba de una prueba, de un objeto
que el ladrón se había dejado allí. Una pequeña placa de color plata con el rótulo
Houston en el centro. Quizá al ladrón no le había dado tiempo a recogerla, o incluso
pudo suceder que ni siquiera se diera cuenta de ello. Pero ahí tenía una prueba. De
todos modos, pensó que sería ridículo compartirla con la policía. El robo no era un
crimen o un asesinato; no investigarían absolutamente nada. La policía en Negro era
un adorno inservible. No le harían el menor caso.
Antes de subir a realizar su turno nocturno en Wheel, Flaco bajó al taller de Benblys
para devolver el auto. Las manos le temblaban; él no tenía la culpa del desastre de la
furgoneta, pero pensó que la reacción del mecánico sería de aúpa. Mas después de
todo, se equivocó. El tipo dijo que ya la arreglaría y finalmente no sucedió nada, lo
que alivió algo el convulso espíritu de Flaco. ¿Por qué siempre cargaba con esa
sensación de culpabilidad, como si de él fuera la responsabilidad de los males que
afligen al género humano? No lo sabía, pero pensó que reflexionaría mejor sobre
ello tomando una cerveza en El Coyote. Quizá hoy el sospechoso también tomara su
misma decisión.
Esta vez la taberna estaba concurrida, a pesar de que la lluvia seguía azotando sin
piedad el páramo de Negro. El sospechoso no había acudido, pero el descubrimiento
de la hebilla iba a cambiarlo todo en la psicología de Flaco. En efecto, esa pista
ampliaba el rango de sospechosos hasta límites desconocidos, porque cualquiera
podría llevar un cinturón parecido y, al menos, tendría que interrogar mentalmente y
comparar a cualquiera que llevara un cinturón o que le faltara una hebilla en el
mismo. Era evidente que el ladrón habría comprado un cinturón nuevo, y Flaco
sabía también que su descubrimiento no iba a contribuir un ápice en la caza del
culpable. Pero era algo, algo que no tenía antes, algo que el ladrón había dejado por
descuido en el establo. Y ello le bastaba para activar su mente e introducirla de
nuevo en ese círculo obsesivo e infernal que no podía dejar de lado.
Se sentó en una silla alta y pidió una bebida fuerte. No iba a comenzar con cerveza,
como otras veces. Hoy iba a por todas. Los aldeanos no mostraban, en principio, una
conducta distinta de la usual. Cada uno estaba perdido en su vaso o daba vueltas a
un palillo introducido en la boca,mirando al vacío o pensando en la nada. Y como
siempre también, nadie miraba a Flaco, como si no existiera. Pero quien había
modificado su actitud era el propio Flaco. Ya no estaba allí en calidad de
parroquiano que va a echarse un trago antes del almuerzo, sino como un detective-
era más justo, en realidad, decir que era un detective paranoico, pero Flaco prefería
imaginarse otra cosa-. Inspeccionaba con cautela y precisión cada gesto de aquellos
aldeanos, cada palabra, cada mirada. Todo le resultaba sospechoso. La mirada aviesa
de éste, los ojos canallescos de aquel otro, la desconfianza que le sugería el de más
allá. Todo era objeto de examen para Flaco. Ni siquiera Winstley escapaba en su
calidad de sospechoso; si no como el ladrón de hecho, al menos como alguien que
sabía quién podía ser el culpable.
Entonces lo dijo. Sin pensarlo, en realidad. Flaco giró la cabeza hacia el auditorio y
proclamó en voz alta. “¿No habrá perdido alguien una hebilla de su cinturón?” Fue
casi como si hubiera aleteado una mosca. Los aldeanos negaron con un gesto de la
cabeza casi imperceptible. El del palillo se detuvo un instante y al momento
comenzó de nuevo a girarlo en la boca. Otro volvió la cabeza hacia la televisión.
Como si nadie hubiese hablado. 'Malditos animales', pensó Flaco. 'No hay nada que
los saque de su ensimismamiento.' De pronto, uno de ellos se dirigió al servicio.
Llevaba un sombrero de ala ancha y una barbita blanca. Flaco nunca lo había visto
por allí. Antes de entrar, le dirigió una mirada profunda a Flaco. Se tocó el ala y
entró en el baño. 'Ese puede ser'- pensó Flaco. Entonces decidió ir él también al
baño. Cuando entró, pudo observar cómo el hombre se cerraba la cremallera. Flaco
no pudo evitar mirarlo. Como era de suponer, el hombre le arrojó una mirada
desafiante. '¿Te gusta o qué?', le recriminó. Flaco estaba avergonzado. 'No, lo siento,
no sabía que estaba usted aquí'. El aldeano se puso el sombrero, le volvió a mirar
con desprecio y se marchó. Flaco regresó lentamente a su silla, pero el aldeano ya se
había marchado.
Entonces entró un individuo sumamente extraño. Llevaba gafas de sol oscuras y una
camisa de manga corta, a pesar de que ya hacía frío en aquel lugar. Miró durante
unos instantes a todos los parroquianos y, finalmente, decidió instalarse en una silla
al fondo. Pidió un café con whisky y tomó el periódico. Flaco no le había visto en su
vida. Podía ser un terrateniente, un simple forastero de paso, cualquier cosa. Todo
era posible. Y entonces, fue cuando lo vio. Un cinturón Houston, de color oro. La
hebilla que él tenía era de plata, esa era de oro. Pero era de la misma marca, ¡eso
tenía que ser suficiente! Ahí estaba el muy hijo de puta, el ladrón. Parecía claro que
al perder la hebilla, había decidido comprar uno nuevo. Quizá decidió comprarlo de
oro para que no pudieran reconocerlo...o...'¿Va a tomar algo más, Flaco?', dijo
Winstley, sin quitarse el cigarro de la boca.'Póngame otra ginebra, pero doble'- dijo.
El sujeto no parecía atender al resto del local; estaba inmerso en la lectura. Entonces
Flaco se levantó de la silla y se acercó sigilosamente a él. Intentaba hacer algún
gesto significativo para llamar la atención del individuo. Pero en vano. El sujeto
seguía ensimismado en las noticias. 'Pedazo de hijo de puta, te vas a enterar. Ya te
tengo, ahora sí que no te escapas'. Flaco sentía que las llamaradas del alcohol le
azotaban el vientre, dándole poderes y energía para enfrentarse a quien fuera. El
alcohol le había proporcionado esa valentía eufórica que nos hace parecer, a veces,
titanes en vez de hombres. Iba a decirle algo, tenía que decirle algo.
Recordó la escena de El diablo sobre ruedas en la que el protagonista se acerca a
quien él creía que era su persecutor, amonestándole, 'Oiga, dejémoslo aquí, ¿de
acuerdo?'. Pero no podría decirle eso. Sabía muy bien cómo acababa esa escena de la
película.
En ese instante sintió que era su momento. Se dio cuenta de que el de las gafas
oscuras estaba ojeando la sección de sucesos. Quizá buscaba alguna noticia acerca
del robo de los cerdos.'Eso hace, eso hace. Se está desenmascarando él solito'.
Regresó inconscientemente a la barra y se bebió de un sorbo el ginebra doble. Se
apretó el cinturón y se ajustó el cuello de la camisa. Con paso decidido, fue hacia el
sospechoso.
Pero entonces sucedió algo que lo distrajo. Por la puerta entraba, como un cerdo
hambriento, el desgraciado de Rooster. 'Buenas noches a todos caballeros'. Siempre
le despistaba Rooster- no le gustaba su presencia- pero esta vez fue distinto de todo
lo que imaginaba. Porque se dirigió directamente al de las gafas oscuras y se sentó al
lado suyo. Fue entonces cuando el sospechoso arrojó sobre la mesa, con desdén, su
placa policial. Flaco sintió que se le caia el alma a los pies. Aquel tipo era policia
también. Quizá venía de Freeheut, quizá incluso de más lejos. El camarero sirvió dos
rondas de cerveza a Rooster y a su amigo. Comenzaron a hablar de la familia, de la
caza, del campo. Misterio resuelto. Ego te absolvo. Flaco se acercó a la barra, pidió
otro ginebra, se lo bebió y se marchó a ritmo lento, con la cabeza baja. Cualquiera
hubiera sentido lástima de él al verlo caminar de ese modo. Más que un hombre,
parecía un perro apaleado.
La camarera lo miró con cierta indiferencia, aunque al marcharse hacia el otro lado
de la barra regresó con sus ojos hacia él. Quizá le parecía simplemente un
excéntrico. Quizá estuvieran acostumbradas a que solo viejos indecentes y babosos
pasaran por allí a tomar su copa. Sentía realmente mucha sed. A riesgo de que lo
tomaran por un borracho- ¿pero es que no lo era?- pidió un segundo ron.
'Cárgamelo, por favor'. No había mucha gente en el local- tan solo el viejo y él- de
modo que a la camarera no le supuso un sacrificio ser condescendiente con aquel
extraño. Flaco comenzó a sentir que el alcohol poco a poco iba tomando sus
funciones conscientes. Es decir, que penetraba suavemente en esa esfera de
intoxicación etílica que inaugura la tiranía del alcohol sobre el esclavo y súbdito de
la conciencia. 'Es una etapa peligrosa', pensaba Flaco. En efecto, lo era. Antes de que
se diera cuenta, llevaba una borrachera de aúpa.
Se le acercó una jovencita de color de piel ébano y comenzó a coquetear con él.
Flaco sentía náuseas, no a causa de la muchacha, sino porque comenzaba a
comprender que ya no podría controlar su borrachera. Un recuerdo incómodo,
incomprensible, inadecuado en ese momento, se le clavó como un puñal en el
corazón: el recuerdo de su amada Marta. Todavía pensaba- al menos cuando estaba
ebrio- que podría recuperarla. Se retiró de allí, poco a poco, hasta que salió
finalmente del local. Dando tumbos. Al cabo de unos pasos, se tropezó con la
maleza y cayó desastrosamente al suelo. Se levantó. Aún llovía y estaba
absolutamente empapado de agua y barro.
Al salir de allí, decidió que dormiría en su casa. 'A la mierda con Wheel', fue su
última sentencia sobre el caso. Lo único que le preocupaba ahora era recuperar la
salud. La lluvia paró por un instante, pero para dar paso a un viento frío, helador,
que le hizo temblar a Flaco. Aún llevaba la gasa en el brazo, un brazo esquelético.
Habia adelgazado muchísimo en los últimos meses. Antes de subir la colina hacia la
casa, miró un segundo hacia atrás, hacia Negro. Las luces nocturnas solo duraban las
primeras horas de la noche. Después, todo se apagaba.
Fue a abrir la puerta de su casa e instintivamente miró, de reojo, hacia la casa de
Marollai. Estaba encendida y la furgoneta aparcada en la puerta. Eso fue como una
vitamina para su espíritu.
6
Estaba cuidando el rancho Wheel. Abrió los ojos un momento para desperezarse del
sueño. Lo que vio era inaudito. En perfecto silencio, pero ahí afuera había, al menos,
seis o siete individuos con la cara tapada y cada uno arrastraba con varias correas
tres o cuatro perros peligrosos, todos negros, doberman seguramente. Tenían
intención de entrar allí; no solo eso, tenían intención de entrar con violencia. Intuyó
que eran conscientes de su superioridad. Intentó ponerse en contacto con la policía,
pero su pavor era tal que no pudo marcar el número. La voz le había desaparecido.
Mudo, aterrorizado, comenzó a subir a la velocidad que pudo las escaleras del
barracón, intentando escapar por la parte de atrás. Cuando llegó, vio otros tres
encapuchados con sus doberman -siempre en silencio- acechando y esperando.
Reprimió un sollozo e intentó de nuevo llamar al teléfono. Esta vez la policía
contestó. Pero él no pudo decir nada. ¡No pudo decir nada! La voz estaba atrapada
en sus entrañas, como un animal que ha quedado varado en una trampa. Ahora había
más encapuchados; quizá ocho, nueve, los perros comenzaban a saltar por todos
lados, a penetrar en el establo, en las escaleras, a bramar en el porche. Lo sabía: iba
a morir.
Mientras daba vueltas con la cuchara en el remolino de la leche, pensaba. Sacó del
bolsillo el papel que el médico de urgencias había redactado.
Doctor Reed Mcarthy, en Negro Village, a día 12 de Noviembre del año X.'
Bien, la pregunta ahora era, ¿Hemos encallado ya por fin, como Plantagenet en
Piedra Infernal? ¿Por fin este barco ha llegado a su última estación? ¿Qué más tiene
que suceder para tomar las maletas y salir pitando de aquel infierno llamado Negro?
Para Flaco, el planteamiento de Lowry era ligeramente distinto, pero lo
suficientemente distinto como para que mediara un abismo entre su experiencia y la
suya. Cuernavaca, El Farolito, todo aquello debía poseer un atractivo innegable para
Lowry, quien en base a ese atractivo, dejó seducirse al punto de ebullición de la
tragedia. No era el caso de Flaco. Negro no poseía atractivo ninguno. Negro era el
llanto inmisericorde, la desesperanza traida a la tierra, el infierno encarnado. Negro
debía desaparecer o Flaco debía desaparecer. Debía irse de allí, pero algo se lo
impedía. Una especie de fuerza lo mantenía encallado en ese puerto en el que
también el barco oxidado que vio Plantagenet había decidido detenerse. Para
siempre.
Se encontraba débil. Aún caían- muy lentamente- las gotas de la lluvia que había
azotado durante varios días seguidos a Negro. Y no acabaría ahí. Las nubes seguían
ocultando la luz de la luna, de las estrellas. A medida que transcurrían aquellos días
iniciales de Noviembre, cada vez hacía más frío, cada vez la oscuridad era más
siniestra y agresiva. ¿Por qué se habría marchado Marollai? Miro su reloj. Las 4,15
de la mañana. Era todo muy raro. Él llegaría a casa sobre las 12 de la noche, y allí
estaba la camioneta de Marollai. De pronto, no estaba. La casa estaba cerrada a cal y
canto.
Un escalofrío le atravesó la piel. Pensó que quizá sería buena idea salir a pasear
hasta los lindes del bosque. Se puso una pelliza y salió al exterior. Pero el recuerdo
de su sueño le erizó los vellos del cuerpo. Instintivamente, se dirigió al cuarto de
herramientas y tomó la escopeta, que estaba desarmada. Se sentó en el suelo. Le
llevaría un rato ponerla en orden. Se pilló uno de los dedos con el gatillo. Era
evidente que no iba a poder desencajar la bala de su sitio, pero al menos podría
armar la escopeta. Entonces regresó su amiga. La mosca comenzó a zumbar con una
violencia desmedida a través de las orejas de Flaco. 'Debo conservar la calma, me
encuentro débil. Un arrebato más y voy al hoyo'. Lo que le llamaba la atención de
esa mosca es que parecía tener intenciones inteligentes, como si se propusiera joder
a Flaco. Éste sabía que debía desechar de su mente ese pensamiento, pues era
nocivo. Pero, de la misma manera que la mosca se marchaba al agitar las manos a su
alrededor, para luego regresar cuando ya había pasado el peligro, el pensamiento
paranoico de Flaco regresaba cuando ya lo había abandonado por inútil.
'Puta mosca, pero qué quieres de mí', pensaba. El gatillo. La mosca. La mosca. El
gatillo. De súbito, la puerta se cerró de golpe, a causa del viento. El corazón de
Flaco parecía que iba a explotar. 'No entiendo cómo puedo asustarme tanto', pensó.
Le dolía la cabeza. La náusea regresó a su tráquea. Arrojó donde pudo la escopeta y
volvió a la habitación. El viento comenzaba a soplar con suma fuerza. No se podía
ver más allá de la casa de Marollai. La antena de televisión de éste temblaba como
un flan en medio de la tormenta inicial. Luego llegarían los truenos. Las luces
asesinas de los rayos. Flaco se metió en la cama con un insoportable ardor de
estómago. Pensar en el alcohol le hacía sentir náuseas. Con la boca abierta, falto de
respiración, angustiado, trató de conciliar el sueño. Era fácil, pero también era fácil
que su inconsciente conectara de nuevo con el sueño anterior. Flaco intentaba pensar
en otras cosas. Imaginó un concierto de su banda de música favorita.
La pesadez del estómago le dificultaba concentrarse. De vez en cuando regresaban a
su mente las capuchas de los asesinos. Flaco temblaba. Pensó en Marta. En el
informe del médico.
Un camión que atraviesa la calle principal, los primeros ajetreos de la mañana. Antes
del mediodía todo se ha acabado y lo único que se puede oír aún son los cantos de
los pájaros. Alguna puerta que se cierra. Una persiana que se corre. Antes de la
noche, de nuevo cierto ajetreo. Algún que otro coche. Y después, el silencio. El
silencio que domina todo.
Así eran los días en Negro, uno tras otro. Alguna vez, Flaco se paraba a pensar-
algún día en el que de pronto emergía la luz del sol y bañaba los campos y, entonces,
cierta esperanza parecía crecer en medio de la oscuridad- y se asustaba ante la idea
del tiempo que habría desperdiciado cuidando aquel rancho, dando de comer a
aquellos animales, caminando de un lado a otro en torno a la ribera del río. Horas,
días, semanas, meses, años. Era como si pudiera vivir la muerte, como si pudiera
poner palabras a la eternidad vacía en la que ya no nos encontramos tras la vida. O
como si pudiera ver su propia muerte a través de una ventana: un murmullo de polvo
extendido a través de los siglos.
Porque aunque los días que tenía que trabajar en el rancho Wheel se hacían
tediosamente largos, la percepción del tiempo en su conjunto se concentraba como
se concentra una gigante roja antes de reducirse a una estrella de neutrones: cuando
se despertaba del rumor monótono en que consistía su vida, se daba cuenta de que ya
habían pasado años; muchos amigos suyos se habían establecido, habían formado
familias, las cosas cambiaban a toda prisa. Pero no para Flaco, quien había
consumido varios años de su vida en un minuto. Como si todo hubiera sucedido en
un minuto. Y esa era la trampa de Negro; el día tranquilo, ocioso, imperturbable,
consume con astucia el día siguiente, y el otro día que sigue al siguiente. En el día
real de la ciudad- en el que se han llevado a cabo transacciones financieras,
negocios, transformaciones políticas, etc- en Negro tan solo se han movido un par de
furgonetas de un punto a otro y el frutero ha vendido un par de kilos de tomates.
Quien vive en Negro no solo pierde su vida; la pierde a toda velocidad.
De hecho, solo se dio cuenta de todo esto más adelante. Cuando era tarde. Cuando el
daño moral ya se había producido; cuando no tenía coartada alguna que pudiera
justificar su valía ante los ojos de los demás. ¿Cómo podria reingresar en el mundo
de la gran ciudad, en la civilización, si había perdido casi todas las virtudes y
capacidades que se requerían para manejarse exitosamente allí? ¿Cómo podía volver
a casa de sus padres con las manos vacías, sin horizontes, sin proyectos?
Ciertamente, haber vivido en Negro era para Flaco como si, en algún momento de su
pasado, se hubiera extraviado sin querer en un bosque y hubiera tardado varios años
en salir de él. A ello se sumaba que ni siquiera aún había salido del bosque. Era
como si le costara ver, como si todos aquellos días ociosos e imperturbables fueran
poco a poco minando su capacidad visual, su inteligencia.
Negro era un sueño profundo, en realidad una pesadilla profunda, una parálisis. Mas
una parálisis progresiva que se cuela poco a poco en el organismo, sin hacer el
mayor ruido. Y allí va sembrando sus poderosas semillas hasta que, un día
inesperado, crecen con vigor sus frutos envenenados, y entonces ya es tarde para
expulsarlos del cuerpo.
Flaco había dejado de considerar, desde hace tiempo, a los habitantes de Negro
como humanos. No le servía esa justificación de que la mayor parte de ellos eran
ancianos, o que la gente de provincias tiene costumbres distintas, etc. No, para Flaco
había una diferencia mucho más radical entre lo que él imaginaba como la gente
normal y los habitantes de Negro. Se parecía más a lo que separaba a un ser humano
corriente y a un zombie, tal y como lo representaba, por ejemplo, la serie de
televisión Walking Dead. Eso es, los habitantes de Negro habían cruzado una
frontera biológica, situándose más allá de la humanidad, para devenir otra cosa, un
ente vivo en todo caso distinto al del homo sapiens tradicional.
El establecimiento de Forwards and Co, era otro caso en el que se ejemplificaba ese
desdén inhumano de los habitantes de Negro por el extraño, por el extranjero o
forastero. En aquellos hombres no había alma- por lo menos para Flaco- sino una
especie de inercia vital que los mantenía de pie, una especie de mecanismo íntimo
que los hacía parecer vivos, cuando en realidad no lo estaban. Quién sabe cuántas
generaciones habían sobrevivido en este valle durante algunos siglos, probablemente
sin relación con el exterior. La vestimenta de la gente en Negro revelaba también el
aislamiento que padecían; cualquiera hubiera dicho que se trataba de una ciudad de
hoy en día, pero hace 50 años. Recordaba esas medias oscuras que llevaban las
ancianas cuando era la hora de misa, esos colgantes de plata antigua, los jerseys
verdes oscuros de los viejos cuando iban a pasear al parque. Esas costumbres
inalterables podrían llevar allí al menos un par de siglos.
Flaco iba cobrando conciencia poco a poco de todas estas condiciones; pero solo
había comenzado a hacerlo cuando ya estaba a punto de caer rendido en un hospital.
También sabía esto. Tenía que tomar decisiones, tenía que moverse y, sobretodo,
tenía que averiguar qué fuerza maldita le unía a aquel lugar, para que le costara tanto
levantarse, para que le costara tanto retornar a la vida de verdad.
7
Se llamaba Vulgarius, y venía enviado por el mismísimo Thomas Wheel. Flaco aún
no había despertado de su profundo sueño, y se enfrentaba a algo insólito: que
alguien golpease el pomo de su puerta. Eran aproximadamente las ocho de la
mañana, pero Flaco estaba absolutamente derrotado. No en vano el día anterior
había sido histórico. 'Una borrachera como Dios manda', se decía. Y allí estaba,
enclavado en el quicio de su puerta como una estatua, un individuo rechoncho,con
una amplia dentadura postiza y amarilla, y una sonrisa indecente como jamás había
visto.
'Flaco- dijo- en su voz había como un soniquete melodioso, como si cantara cada
vez que hablara, estirando mucho las palabras- 'vengo de parte de Wheel, soy tu
nuevo compañero de trabajo'. Así que de ese modo solucionaba las cosas Wheel. Sin
necesidad de hablar directamente con el afectado- en este caso, el propio Flaco-.
Pero ahí lo tenía, frente a sus ojos: su nuevo compañero era un viejo granjero
rechoncho y lascivo, con pinta de haragán y provisto de una enfermedad
degenerativa que le hacía mover la cadera de un lado a otro. Si Flaco era un perro
del infierno, ahí tenía a su compañero de viaje: el mismísimo jorobado de Notre
Dame.
Flaco explicaba detalle a detalle cada función del trabajo en el rancho de Wheel;
donde se hallaban las herramientas principales, a qué hora había que dar de comer a
los animales. Lo hacía con una seriedad que daba miedo; en realidad, a Flaco le daba
asco -por no hablar de la desagradable impresión que le causó en todo momento su
nuevo 'compañero'- pero precisamente por ello aplicaba a todas sus explicaciones
un rigor desalmado. El jorobado ponía su toque de pimienta en todo ello: cada cosa
que para Flaco era seria, el otro la hacía pedazos con una risa estruendosa o una
mirada insolente. En verdad era un tipo repugnante.
Por otra parte, Vulgarius no parecía tener miedo a quedarse de noche en el desolado
rancho de Wheel. Y tenía razones para no tenerlo: en efecto, Vulgarius solo iba a
cubrir turnos de día, precisamente aquello que era más inútil, pues de día nadie se
atrevería a robar. Era tarde para cuestionar las decisiones de Wheel, a quien además
Flaco temía causa de los últimos sucesos. Lo mejor era no decir nada; aunque el
trabajo de Vulgarius era perfectamente inútil, no era Flaco el indicado para resaltar
esa inutilidad.
De modo que al menos ese día Flaco iba a descansar. O eso decía Vulgarius. 'Dicen
que me quede aquí hasta las ocho de la noche'. Algo que alivió el espíritu de Flaco,
pues nada necesitaba más que descansar después del día anterior. Recogió sus
bártulos e intentó evitar dar rienda suelta a la conversación con Vulgarius.
Evidentemente este buscaba interlocutores para contar cosas que ni a Flaco ni a
nadie sensato en el mundo podrían interesarle lo más mínimo. De modo que cruzó la
ribera del Helland y se dirigió tranquilamente hacia su casa.
Antes de abandonar del todo el río, se fijó en algo brillante que flotaba sobre el agua
cristalina, fría, del Helland. Un barquito de papel se había quedado atrancado en una
roca. Tal y como la carta de su madre que él había transformado en barco. No podía
creerlo. ¿Se trataría del mismo papel? Aquello era mágico. Cruzó el pequeño caudal
del río y deshizo el barquito. Allí se podía leer lo siguiente:
No ceso de pensar en vosotros, madre. Cada pensamiento mío es para vosotros; sé
que sois mi única familia, mi salvación. Sé que sufrís por mí. Es necesario que yo
tome las riendas de mi propia vida, es necesario que abandone con todas sus
consecuencias este agujero en el que por alguna razón se ha anclado mi espíritu.
Os amo muchísimo, aunque jamás os lo diga. Aunque siempre tenga una palabra
desagradable para vosotros. Aunque os humille, os desprecie, incluso aunque
convierta vuestras cartas en pequeños barcos de papel a la deriva.
Las ocho de la noche llegaron más rápido de lo que Flaco pudo imaginar. Apenas le
dio tiempo a hacer un par de cosas, entre ellas, comprar algo de comida en
Forwards and Co, donde no se sabe por qué, un enjambre de mosquitos había
colonizado la mayor parte de las estanterías. A Flaco eso le dio mucho asco. Antes
de salir de la tienda, casi se tropieza con un muchacho. Allí estaba el hijo del frutero,
aquel adolescente que una vez llegó al rancho Wheel armando bronca. Y allí estaba
frente a él, siempre con esa sonrisa maliciosa y enigmática. Ni siquiera pidió
disculpas por hacer tropezar a Flaco.
Flaco se levantó indignado y de hecho le iba a increpar, pero entonces le llamó la
atención una cosa del muchacho. Su camiseta. Un grupo de adolescentes de Negro
había organizado una marcha de senderismo, y cada participante habia escrito su
propio nombre en la camiseta. Se leía con perfecta claridad: Club de montañismo
Heek. Danny Kornei. 'Ajá, así que te llamas Danny. Valiosa información.' Infantil o
no, la actitud de Flaco consistió en tomar como una victoria sobre Danny el
conocimiento de su nombre. Ahora sabía cómo se llamaba; y en efecto, de nada
servía saberlo, pero era como si a aquel muchacho le hubiera robado un secreto,
como si aquel chico hubiera cometido un error al declarar abiertamente su nombre
completo.
Aún tenía en el bolsillo la hebilla Houston y el misterioso papel en el que había leído
algo que no recordaba haber escrito. Ahora comenzaba a preocuparse por ello. Quizá
de nuevo tenía aquellas ausencias mentales que le atormentaron durante el verano.
Sea como fuere, por lo menos su obsesión por encontrar al roba-cerdos había
disminuido un tanto. No porque ya no tuviera intención de encontrarlo, sino porque
sabía que su búsqueda sería en vano. No obstante estaría atento por si de pronto se le
presentara alguna pista interesante.
Y además Wheel se había calmado. O eso parecía. Quizá en unos días le llamara
para despedirlo, pero, de momento, todo seguía en orden. Excepto por Vulgarius. No
le gustaba compartir el trabajo con nadie, menos con aquel paleto gordo y marrano
que además no paraba de contar estupideces. Sentía que había perdido parte de la
libertad original, que le permitía organizar su trabajo como quería y, sobre todo,
cuando quería. La idea de volver a ver a Vulgarius le causó un nudo en la garganta.
Ansiedad o asco, era lo mismo. Entró en El Coyote y pidió una cerveza de alta
graduación. Aún se encontraba débil a causa de la última borrachera, pero eso no iba
a impedir que hiciera todo lo posible por suavizar su encuentro con Vulgarius.
Tomar unas cuantas cervezas- no demasiadas- era una vía adecuada para lograrlo.
Nada del otro mundo. Tampoco llevaba un cinturón Houston. Pero Flaco no se iba a
dar por vencido. 'Sé que ocultas algo, sé que sabes algo...' Era difícil extraer algo de
un individuo tan reservado. Y a Flaco no se le ocurría ninguna artimaña para poder
acercarse a él a modo de excusa. Entonces miró por la ventana para ver si localizaba
su furgoneta. Allí afuera no había nada, ni nadie. Otra vez la oscuridad del cielo tapó
como una manta la ciudad. Llovía. Otra vez llovía.
Flaco pensó que hubiera sido una genialidad tomar una barra de acero, en ese
preciso instante, y machacar la cabeza de ese degenerado. Tan solo pensarlo le puso
de mejor humor. 'Tomar una barra, abrirle la cabeza, luego llevarlo al establo y, allí,
una vez revolcado con los demás cerdos, nadie notaría la diferencia.' 'O, mejor,
arrojarlo desde la azotea al suelo. No hay muchos metros de distancia, pero con lo
gordo que es y con lo enfermo que está, seguro que se parte el otro trozo de cadera
que le queda sana'. En ese momento, a Flaco se le ocurrió algo brillante, y utilizó
aVulgarius para preguntarle si él sabía reparar escopetas. 'Claro, cómo no, tráeme el
bicho y le echo un vistazo'.
Y además había otro secreto en su poder. Aquella carta mágica, de la que no podía
separarse. Desde el momento en que la encontró, no pudo ya retirarla del bolsillo.
No sabía por qué, pero le producía cierto placer, cierta esperanza poseerla. Aunque
ahora lloviese. Aunque siempre estuviera lloviendo. Abrió una lata de cerveza y
echó un sorbo. No pudo seguir bebiendo. La arrojó a lo lejos, con fuerza, con ira,
con violencia. Imitando a Vulgarius, subió corriendo las escaleras y ascendió a la
azotea. Se quitó la camisa y dejó que la lluvia le cubriera el pecho. Gritó, gritó como
un loco, como un animal. Era un grito de desesperación, pero también un grito que
exigía libertad.
8
Se levantó del camastro que tenía en el barracón- un día cualesquiera, afuera llovía
como de costumbre, aunque durante ese instante en el que Flaco intentaba
desperezarse un rayo de sol se había infiltrado, como un cazador furtivo, a través de
la cortina- y lo comprendió. Comprendió que había un abismo peor que Negro- eso
es por lo que todavía Negro podía consistir en su tabla de salvación-. Ese abismo era
retornar a su ciudad natal, a reconocer los méritos de sus compañeros de generación-
y eso era lo mismo que reconocer su propio fracaso-. No podía volver atrás en su
carrera fracasada de escritor; se había descolgado de todos sus colegas, de todos sus
contactos. Su huida era a ninguna parte. No había nada detrás de su abandono de
Negro.
Pero esta clarividencia novedosa no aportaba nada útil, porque salía de allí desnudo,
sin poder agarrarse a un tronco firme. Ya le había pasado anteriormente. Cada
fracaso emocional, espiritual o religioso significaba un comienzo de partida en el
que todo lo que sabía, todo lo que había aprendido, todo lo que creía conocer, había
que deshacerlo y arrojarlo a la basura; tabula rasa, siempre comenzaba de nuevo y
siempre desnudo.
Aquella noche apenas durmió nada. Se quedó escuchando el rumor del río, que era
lo único que le tranquilizaba. Los lobos aullaban al fondo, más allá de la ribera, en
torno al bosquecillo que rodeaba su propia casa. La luna había hecho una aparición
instantánea, como para recordar a la humanidad que aún rotaba en torno a la tierra.
Le despertó un gallo en la lejanía, al otro lado del Helland. Vulgarius llegaría en
breve; odiaba tener que encontrarse otra vez con él, y menos cuando había dormido
tan solo unas horas. Entonces recordó lo de la escopeta. Quizá al caer la tarde- por
supuesto, antes de que anocheciera- fuera a por ella a su casa y se la diera a
Vulgarius. Más valía eso que estar desprotegido. Ahora tan solo tenía un palo en la
mano y un cuchillo, aunque sabía que no iba a utilizarlo para nada.
Llegó como siempre, inclinado sobre un lado, allí estaba el monstruo de Notre Dame
con su dentadura monstruosa y sus hoyos en la boca. Era como el guardián del
averno, una especie de cancerbero que tenía por objeto controlar la condena de
Flaco. Se acercó a él y le puso en la mano una bolsa de apio. 'Es de mi cosecha,
espero que te guste'. Agradecía el gesto, desde luego. Flaco no era tan desalmado
como para ser desagradecido con quien le hacía un regalo.
Flaco le dio las llaves del rancho y se marchó en cuanto pudo. Había dormido poco
y se encontraba inestable. Cuando abrió la puerta de su casa, ahí estaba la canalla.
La mosca que creía haber matado seguía pululando, cada vez con mayor estruendo,
y además tenía un objetivo claro: molestar a Flaco. Tomó un paño de la cocina y lo
arrojó sobre el mueble en el que se había posado. Pareció haber caído, pero al cabo
de un instante apareció sobre el minibar. Flaco azotó el paño y dio a la mosca, pero
también a una botella de Ballantines que salió volando hasta caer hecha añicos en el
suelo. 'No pasa nada, se friega y ya está. JODER'. Comenzaba a sulfurarse.
Agotado, se echó sobre el viejo sofá agujereado de su cabaña. Tomó una botella de
tequila y se echó un trago. No pudo con la mosca, pero al menos -eso pensaba-
estaría herida. Tarde o temprano moriría. 'Voy a acabar contigo'. Miró en sus
bolsillos. Allí seguían la carta y la hebilla. Se habían convertido en extraños fetiches
de los que no podía desprenderse. Lloró un poco. Anochecía muy rápido en aquella
época del año. Eso le deprimía. Recordó que tenía una caja de pastillas para dormir
que le había dado el médico de urgencias. Abrió la caja y tomó una píldora. Luego
un vaso de tequila. Pronto notó cómo se relajaba y cómo se desvanecían sus
preocupaciones. Se durmió con un libro en la mano.
*
En teoría, Flaco debía trabajar todas las noches cuidando el rancho Wheel. En
realidad, él solo dormía allí algunas noches. Era una imposición moral que se había
hecho a partir del primer invierno, que fue cruento y terrible. 'Solo tres días a la
semana'. La salud y el derecho están por encima del trabajo. Este principio tenía sus
consecuencias dolorosas. Al patrón le importan muy poco la salud y el derecho. Y
tampoco la salud y el derecho nos llevan a obtener el pan diario que exige nuestro
estómago. Pero también de esa materia está hecho nuestro mundo; hay que elegir. Y
en todo caso, Flaco creía que aquella fórmula instauraba un equilibrio más o menos
justo entre el trabajo y la salud.
Sin embargo, cada vez que no dormía allí, y tenía que ir por la mañana a verificar
que todo estaba en orden, lo pasaba realmente mal. Cada paso desde su cabaña hasta
el rancho se le hacía una eternidad. Por dónde habrían entrado esta vez, qué habrían
robado. Quizá habrían matado a los animales, los habían sustraído. Y por encima de
todo, su peor pesadilla: que hubieran incendiado el rancho. No sabía por qué temía
eso, y tampoco tenía razones para pensar que alguien pudiera desearlo.
Pero imaginar el barracón ardiendo, los animales huyendo despavoridos del fuego,
todo el pueblo asomado a la ribera del Helland para ver qué estaba sucediendo, era
una figuración lo suficientemente terrible como para que, a pesar de ser improbable,
no pudiera retirarse de su cabeza.
Aquel día, sobre las ocho de la tarde, llegó al rancho cargado con la escopeta. Allí
estaba Vulgarius, sentado en una silla y con una cerveza en la mano. Ya era noche
cerrada. Vulgarius estaba nervioso, o al menos eso le pareció a Flaco. Seguramente
estaba deseando salir pitando de allí. 'Aquí tienes la escopeta. A ver si puedes
echarle un vistazo', dijo Flaco sin demasiada pasión. Vulgarius tomó aquel trasto
como el que observa un jamón, oliéndolo y tocándolo, palpándolo a fondo. 'Necesito
mis herramientas', dijo. Juró que se lo traería al otro día. Flaco sintió que había dado
un paso adelante. Cuando se marchó Vulgarius, subió al barracón y se echó sobre la
hamaca.
Flaco había trabajado en el proyecto de una editorial, hacía unos años, en una
pequeña ciudad del Este. Al principio todo habían sido promesas e ilusiones.
Muchos confiaban en su capacidad para llevar a cabo una gran empresa. También él.
Y, por supuesto, su novia, Marta. La cosa cambió con el tiempo; los contratos
comenzaron a ser cada vez más escasos. Flaco alargó lo que pudo la apariencia de
éxito, pero llegó un momento en el que ya nadie podía creérselo. Mucho menos
cuando Flaco se pasaba el día en el bar, bebiendo como un cosaco. Tuvo que echar el
cierre. Ese fue el punto de partida hacia los infiernos. Ahora Flaco lo veía claro. Al
cabo de dos meses, le llamaron para trabajar en Negro. Pero lo importante- la
confianza, la fe, la ilusión- ya lo había perdido, siquiera antes de arribar en aquella
pocilga.
También le preocupaba aquella atracción fatal por las decisiones o los actos
desesperados, que cada vez eran más frecuentes en su vida. ¿No había gritado como
un loco, semidesnudo, la noche anterior en el rancho Wheel? ¿No había tenido un
problema con el párroco del pueblo? Incluso aquella escena paranoica en El Coyote
podía haber acabado peor. El problema, según Flaco, es que progresivamente sentía
que le resultaba muy fácil, incluso atractivo, estallar de esa manera. Quizá había
perdido la paciencia. Quizá en eso consistía la desesperación. Tenía que calmarse,
tenía que tomar las cosas con sosiego y sobriedad.
La soledad del rancho Wheel no era lo mejor para llevar a cabo ese programa. Flaco
tenía momentos desesperados, melancólicos, pero no solo eso. También tenía
momentos eufóricos. Y esos eran, quizá, más peligrosos aún. En la euforia gritaba,
corría de un lado a otro, incluso se comportaba de forma agresiva y violenta. Alguna
vez arrojó una silla a la ribera del Helland. En otra ocasión, puso música a todo
volumen en el barracón y alguien llamó a la policía porque se asustó. Una vez perdió
a un cerdo. Eso todavía no lo sabía el estúpido de Thomas Wheel. Sería más correcto
decir que dejó que se perdiera, pues tomó una correa, lo llevó a pasear hacia la
ribera del río y luego, en un acto de poesía pura, lo soltó, para que el cerdo corriera
libre. Flaco recordaba que, aunque ese acto había sido desproporcionado, constituyó
un instante de felicidad y libertad suprema para él.
Hay algo de libertad, de alivio, en dejar que todo se vaya a pique, y el suceso del
cerdo libre era un ejemplo magnífico. Flaco lo sabía. Aquello que es objeto de
nuestras máximas preocupaciones alivi a el alma cuando desaparece, cuando lo
quemamos, cuando dejamos que estalle en mil pedazos. La pesadilla imaginaria de
ver el rancho Wheel ardiendo era- Flaco era consciente de ello- a la vez el anhelo, el
último acto de libertad en el que él, harto de sufrir por el absurdo de todas las cosas,
tomaba la cerilla y prendía fuego a aquel infierno. No había contradicción en todo
esto. Nuestra vida siempre es un equilibrio entre dos precipicios; cuando la balanza
se desestabiliza, entonces sucede algo o su opuesto.
Pensaba en todo ello mientras fumaba un último cigarro a la luz de la niebla. La
única luz que existía en Negro. La última ventana se apagó sobre las doce. A partir
de ese instante, la oscuridad reinaba como tirana absoluta. En todo ello, Flaco
ocupaba el lugar de un vampiro, un murciélago o un animal nocturno. Pero a
diferencia de ellos, Flaco tenía miedo. Le hubiera gustado, en todo caso, poder ser
compañero de esos animales. Poder convertirse en búho, en vampiro, en murciélago.
Dejar de tener miedo.
Invierno
1
Llovía. Con los primeros días del invierno, también amenazaba la nieve. Pequeños
copos, más parecidos al hielo que a la propia nieve. Flaco había desesperado de
encontrar al culpable del robo de los cerdos. De Wheel no había sabido nada desde
que le comunicó el suceso. Vulgarius ya era una constante en su vida, como el aire
que se respira. Los días pasaban y pasaban como hojas que se lleva el viento: sin
destino, sin función.
Había comprado una bicicleta. Por lo menos, así llegaría antes a su casa, y no tendría
que ir andando siempre de un lado a otro. Las bicicletas se usaban mucho en Negro,
y Flaco finalmente pudo hacerse con una a un módico precio. Las furgonetas estaban
fuera de su alcance. Cuando llegó Vulgarius para hacer el cambio de turno, no se
quedó allí ni un segundo. Se marchó a trompicones y casi se estrella contra un árbol.
Nada deseaba más que huir del rancho Wheel.
Con la llegada del invierno, también los hábitos de Flaco se habían modificado. Para
empezar, no bebía tanto como antes. Solo un poco de tequila o whisky antes de
dormir. Casi siempre tenía un zumo de naranja en la mano. Y sus arrebatos habían
disminuido, hasta el punto en que adoptó una conducta autista y silenciosa. No
hablaba con nadie, ni siquiera visitaba El Coyote. Compraba lo que necesitaba en
Forwards and Co y de inmediato se introducía de nuevo en su cabaña. Había
perdido tanto interés por lo que sucedía en el exterior que ni siquiera se fijaba si
entraba o salía Marollai con su furgoneta. Se había dejado crecer el cabello y la
barba, y la gente le miraba con preocupación, como si fuera un extraño o un loco. A
él ya le daba absolutamente lo mismo. Cada vez que un lugareño le miraba con
extrañeza, él replicaba con una mirada hiriente y asesina, como diciendo: 'Sí, estoy
loco y te puedo matar'.
'Que se vaya al infierno todo', declaro para sí. Inventó una canción en su cabeza con
ese estribillo. También estaba harto de lo que él llamaba los consejitos: una carta de
su madre, una llamada de su padre, todo el mundo tenía consejos para Flaco; sé
fuerte, sé ordenado, confía en ti mismo, trabaja y esfuérzate...
Flaco siempre tenía una respuesta para estos consejos, y era ésta: quien tenía que
pasar las noches de invierno en el rancho Wheel era él y solo él. No tenía una
escopeta para defenderse. No tenía un animal que le hiciera compañía. No tenía una
furgoneta para salir huyendo si entraba algún ladrón violento. No tenía amigos, ni
familia, en Negro. Desconfiaba de todo el mundo. No hacía vida social. Pasaba la
vida entre su cabaña y el rancho, entre el rancho y su cabaña. Todos tenían consejos
que dar, pero quien finalmente tenía que pasarlas putas todas las noches era él y
solo él. Pues bien- se decía- por mí podéis tomar todos vuestros consejos y
llevároslos con vosotros al infierno.
Una noche cazó a unos tipos intentando robar en el rancho. Para sorpresa del propio
Flaco, su reacción no fue asustarse, salir huyendo o atacar- reacciones todas típicas
del miedo-. Simplemente se quedó mirándolos, como si no diera crédito a que
pudieran estar robando delante de sus narices. '¿Os puedo ayudar en algo?'- dijo
Flaco. Uno de ellos, el que conducía la furgoneta, prorrumpió en disculpas y
peticiones: 'No diga nada, por favor, tengo hijos que alimentar, no tengo trabajo'.
Mientras tanto, el que parecía su hijo recogía unos cables que había arrancado de
algún lugar del cobertizo. 'Solo recogemos estos cables que se encuentran aquí
tirados'- dijo a modo de justificación. Flaco no salía de su asombro. '¿Qué cables?
No sé de qué cables me hablas. Pero si están ahí tirados, tómalos, claro'. La
furgoneta salió zumbando de allí, mientras el padre pedía perdón y el hijo justificaba
su robo. Flaco no se había movido en todo momento de su barracón. Lo único que
sentía era indiferencia y lástima por aquellos pobres condenados.
Pero tampoco eso le quitó el sueño. En su lugar, decidió acercarse a la ribera del
Helland y sentarse allí, en una roca a la que acostumbraba visitar. Pasaba allí las
primeras horas de la mañana, hasta que llegaba Vulgarius. Tomaba entonces varias
piedras y las arrojaba al río, y de este modo podía pasar varias horas. En realidad,
esperaba que aquel acontecimiento mágico que una vez presenció, y que hizo que
apareciera un cuervo blanco sobre la ribera del Helland volviera a suceder. Pero lo
único que persistía eran los copos de hielo sobre el río, que no llegaban a cuajar en
nieve. Flaco había tomado esa costumbre extraña de escuchar el rumor del río sin
pensar en nada más. A veces, sentía que se parecía más a una piedra que a un
hombre. Incluso los animales -pensaba- estaban más desarrollados espiritualmente
que él.
El invierno había amainado la ira de Flaco, pero no la maleza que aún tenía en su
cabeza. 'Pues no tiene otro nombre, todo hay que decirlo.' Sin embargo, una luz débil
penetraba lentamente a través de sus asuntos y, aunque no podía del todo concebir
un orden para su vida, al menos comenzaba a ver qué es lo que estaba mal.
Había varias lecturas de todo esto. La que a Flaco le provocaba más náuseas era esa
que lo confirmaba como un simple gilipollas de clase media norteamericana, que
culpaba a la tradición cultural y a la sociedad de sus fracasos, que culpaba a su
madre de la educación puritana que había recibido, y que, en conjunto, determinaba
que sus problemas no eran más que ficción comparados con los problemas reales
que aquejan al mundo. Solo ahora Flaco experimentaba la transformación paulatina,
lenta, de esos problemas inventados en realidades tangibles: cuando su propia
supervivencia estaba en tela de juego a causa de la pésima gestión que había
realizado de su vida.
Pero también había otra lectura. En esta Flaco salía mejor parado. Él simplemente
había sido, como tantos otros, un pequeño clarividente a su manera, una persona
sensible que recibía demasiada información del mundo que no podía ordenar,
clasificar; sobreexpuesto a tantas informaciones paradójicas, habría desarrollado una
conducta esquizoide y confusa que lo condujo a erráticas decisiones, una tras de
otra. Aquella pulsión gravitatoria que lo impelía a empeorar las cosas cada vez
entraba de lleno dentro de ese análisis. Lo peor es que Flaco también enjuiciaba sus
propias interpretaciones sobre estos acontecimientos. 'En suma, todo tiene sentido en
tanto es sentido interpretado. Fuera de ahí, todo flota en la nada'. Charadas, bromas,
inocentadas: su vida no era más importante que la de un pimiento o la de un animal.
Siendo así, las demás especulaciones no solo eran excesivas, sino pactos de ficción o
relatos que solo servían para amortiguar el peso de su culpa.
Aquella noche, antes de dormir en su cabaña, le vino a la mente la escena con los
ladronzuelos de los cables. Sintió una extraña paz al pensar en ello, frente a la
habitual preocupación y ansiedad que le generaron los anteriores disturbios en el
rancho Wheel. Es verdad que tampoco ahora el destrozo había sido tan llamativo
como para que supusiera un problema para el trabajo. Pero no había tenido miedo
ante los ladrones, ni siquiera se había inmutado. Al menos por esa noche, el miedo
había dado paso a una sensación de ingravidez; la responsabilidad, a una feliz e
inconsciente libertad.
Intentaba leer algo- ahora estaba con un libro de Carver- pero no podía concentrarse,
así que decidió salir un momento a la calle. No le gustaba salir a la calle;
normalmente, era allí donde más miedo le daba estar. Era curioso; el mismo sitio le
ofrecía percepciones diametralmente opuestas, estuviera dentro o estuviera fuera del
recinto. Le pasaba lo mismo en el rancho Wheel: si se quedaba mirando mucho
tiempo el rancho desde fuera, se preguntaba cómo tenía cojones a permanecer allí
dentro, en ese lugar solitario y peligroso. Mas, una vez que entraba, la cosa
cambiaba tanto que incluso una vez arropado con un par de mantas sencillas,
conciliaba rápidamente el sueño.
Pero salió. Necesitaba tomar algo de aire. Las últimas semanas le costaba respirar.
No fue al médico por temor a que le dieran una mala noticia. Como los buenos niños
sobreprotegidos, era hipocondríaco. Caminó un poco hacia el borde del bosque;
jamás se había atrevido a poner un solo pie en su interior. No era un bosque muy
grande, desde luego; pero bastaba para albergar peligros ocultos. Marollai dormía en
Freeheut, él no tenía la escopeta en su cuarto de herramientas. Sin embargo, algo le
atraía hacia la oscuridad del bosque. Vio algo, unos ojos blancos en mitad de la
maleza. Se quedó quieto y se dio cuenta de que le faltaba el aire. Los vellos de la
piel se le erizaron de repente. Como si no quisiera molestar a aquello que había allí,
intentó retroceder sobre sus pasos, poco a poco, muy lentamente. Los ojos seguían
allí, también cuando ya estaba enfrente de la casa de Marollai. Al llegar al quicio de
su propia puerta, miró por última vez. Los ojos habían desaparecido.
Abrió la puerta principal. No había casi nadie; a lo lejos, una muchacha inclinada
sobre un vaso, vestida con poca ropa, parecía estar llorando. Una especie de culpa
azotó el estómago de Flaco, provocándole una náusea. En el otro extremo, una
figura obesa, negra, estaba discutiendo con el camarero. Eran las únicas personas
que había en el local. Se acercó a la barra y entonces miró hacia la figura obesa de
perfil. No podía creerlo; allí estaba, como una especie de melocotón podrido
gigante, el baboso de Vulgarius. Su compañero de trabajo se estaba tomando un
whisky doble y parecía muy animado. Flaco intentó pasar desapercibido y se dirigió,
muy lentamente, hacia la salida del local. Sin éxito. 'Coño, Flaco, tú por aquí, ven
que te invite una copa, muchachote'. Ya era muy tarde. Estaba en las manos de
Vulgarius.
'Mira muchacho- decía, tocando con los dedos su vaso-. Me caes bien y me pareces
una buena persona. Un buen compañero de trabajo, claro que sí. Pero mírate. Mira
las pintas que llevas. Parece que hayas salido de un agujero en la tierra. O de una
prisión del condado. Anímate, coño, que la vida es para disfrutarla. ¿No quieres
pasar la noche con una mujer de buenos muslos?' Vulgarius se detuvo como
esperando una respuesta de Flaco. Parecía muy importante para él que Flaco supiera
contestar adecuadamente a la pregunta. Pero Flaco se limitó a girar la cabeza en un
gesto de negación. Entonces Vulgarius le agarró de un brazo con fuerza. El aliento le
apestaba a alcohol.
'Mira, muchacho. Tienes que dejar toda tu estúpida autocompasión aparte, ¿de
acuerdo? Es como cuando te metes en el bosque. Nunca puedes hacerlo sin llevar un
cuchillo. Y es muy probable que te encuentres a un jabalí. Mira, chico, nunca te
enfrentes a un jabalí. Él procurará huir de ti, te evitará. Pero suponte que de pronto
te cruzas con uno; tú llevas tu camino y él el suyo. Lo mejor es que salgas corriendo;
no se te ocurra enfrentarte a él si no llevas una escopeta de caza o si hay poca luz o
es de noche. El mismo animal que se encuentra asustado es el que te puede sacar los
dientes. Y en el bosque hay muchos animales de esos. Así que, chico, ya lo sabes;
nunca te enfrentes directamente a un jabalí'.
Nunca había visto tan serio a Vulgarius. Era como si estuviera diciendo algo
extremadamente importante. Pero para Flaco todo aquello no tenía sentido. En
cualquier caso, duró un segundo. Al momento, Vulgarius estaba azotando en plan
jovial el hombro de Flaco y brindando con su copa. De nuevo volvía a ser el gordo
asqueroso que era siempre. Pidió una habitación para estar con una muchacha y
desapareció al fondo del local. Había elegido a una chica brasileña. Antes de entrar
en la habitación, miró furtivamente a Flaco. Le dió la impresión- quizá producto del
alcohol que había ingerido- de que los ojos de Vulgarius eran los de aquel animal
que vio la otra noche en su cabaña, cuando salió a pasear hacia los lindes del bosque.
Otra vez sintió que se quedaba sin respiración. Necesitaba tomar aire y salió del
local, alejándose unos pasos. Cuando se dio cuenta, estaba casi al galope, con un
pulso agitado y la respiración entrecortada. Como si estuviera huyendo de algo, o de
alguien. Mientras corría, la nieve comenzó a caer, muy débilmente. Casi era más
granizo que nieve. En algún momento decidió detenerse; de pronto no sabía donde
se encontraba. 'No puede ser, si siempre vengo por aquí'. Continuó andando en la
misma dirección para ver si podía otear la ribera del Helland. Solo se veía el
horizonte marcado por la carretera. A los lados, el bosque lo penetraba todo.
Cada vez sentía más pánico y ansiedad. No tenía el teléfono encima, no podía pedir
ayuda, no había nadie alrededor. El bosque le atraía con su misterio y su maldad;
sabía que no debía penetrar en él, y sin embargo algo lo atraía hacia él, una
misteriosa fuerza que no podía controlar. Intentó evitarlo, pero ya estaba de hecho
metido en un sendero. El ruido que hacía al pisar las hojas le confundía cada vez
más y le hacía ver peligros por todas partes; agudizaba el oído con la intención de
escuchar el cauce del río, pero era en vano. Solo se oían ruidos extraños, que
evidentemente eran de animales ocultos en la maleza del bosque.
Un sudor frío le escurría a través del cuello. Sentía que se hacía sus necesidades
encima. Comenzó a correr atravesando la maleza, en dirección a ninguna parte. Los
ruidos del bosque se hacían progresivamente más insoportables, hasta transformarse
todos en un solo grito, en una sola herida, como un cuchillo que le abriera el vientre
de arriba a abajo. Entonces también él gritó, uniéndose a la locura nocturna. Y
entonces- un minuto después- cayó entre un montón de hojas, desesperado y
exhausto.
Tardó casi media hora en recobrar la conciencia. Tenía un sabor raro en los labios,
como a metal. Se había caído y sentía ardor en las rodillas. Lentamente se incorporó
y entonces vio que aquellos sonidos insoportables, aquel grito de pesadilla, había
dado paso a un silencio total. Nada se movía en el bosque, como si de hecho la
muerte hubiera penetrado en él.
Soñó con un jabalí de color rojo que había penetrado violentamente en el establo,
asestando dentelladas a los cerdos y arruinándolo todo. El jabalí tenía el objetivo de
encontrar a Flaco; éste lo había divisado a través del ventanal y de nuevo se veía
subiendo las escaleras del barracón para escapar a su furia. Pero aquel jabalí no era
un animal corriente. Sabía y podía intuir todos los movimientos de Flaco. Este cerró
con llave la azotea y esperó allí a que el jabalí se marchara. Pero, por alguna razón
inexplicable, de pronto aquella bestia se encontraba enfrente suya, a tan solo unos
metros. Podía oler su aliento putrefacto. No le quedaba más remedio que saltar de la
azotea, arriesgando unos cuantos huesos. Estaba dispuesto a hacerlo cuando el
animal se arrojó a su pierna y comenzó a triturar sus músculos.
Se despertó entre sollozos, y durante unos instantes no sabía donde se encontraba.
Por fin comenzó a tomar conciencia y a divisar todos los objetos cotidianos del
barracón. En su mano todavía sostenía un zumo de naranja. Pronto llegaría
Vulgarius; eso si no se había levantado con resaca después de la juerga de anoche.
Allí le dejó, en aquel infierno llamado Oligon, junto a una muchacha brasileña de
unos treinta años. Debía ser muy triste para ella tener que acostarse con ese animal
espantoso, medio cojo y lleno de vicio y maldad. A lo lejos, se divisaban las
primeras luces del pueblo, y las primeras camionetas comenzaban lentamente a
circular. Se podían escuchar los balidos de las ovejas en el fondo; y, más allá de la
ribera del Helland, hacia los lindes del bosque, algunos animales que Flaco no sabía
reconocer.
Allí estaba, unos minutos después, el jorobado maldito, el cancerbero del Infierno.
Llevaba una bolsa sobre el hombro en la que su mujer- que desconocía sus
infidelidades continuas- le hacía la comida, a menudo pasta o alguna omelette de
verduras, con todo el amor del mundo. Flaco no la conocía, pero sentía
indefectiblemente una compasión absoluta por ella. Por tener un marido tan
degenerado. Estaba seguro de que no se merecía tener de compañero a esa mala
bestia.
'Ya estamos aquí, Flaco- decía, alargando la voz en forma de soniquete como
siempre-. Cómo estás, muchachote.' Flaco no pensaba decir nada de lo de la otra
noche; esperaría a que Vulgarius lo comentase. Lo había pasado demasiado mal,
tanto en el burdel como en el bosque, como para escarbar demasiado en todo ello.
Pero curiosamente, Vulgarius no dijo nada al respecto. Era como si la noche anterior
no hubiera existido. Flaco lo agradeció profundamente.
Después, se despidió con toda la amabilidad que le permitía su cinismo y se marchó
en la bicicleta, lo más rápido que podía. Una vez atravesó el río, se lo encontró. Allí,
dando de comer a unos patos, estaba de pie, como una estatua, el padre Lenny
Overbeck. Flaco iba a intentar suavizar la situación; no quería pasar en absoluto una
escena desagradable como la de la otra vez. De momento, iba a pasar por allí sin
hacer mucho ruido; quizá tenía suerte y el párroco no lo advertía. Entonces el viejo
giró violentamente la cabeza y penetró a Flaco con los ojos. Fue una situación
absurda, porque Flaco se lo quedó mirando como esperando una reacción, pero en el
rostro de Overbeck solo había una especie de tristeza contenida, de impotencia. Le
dio incluso la impresión de que tenía lágrimas en los ojos.
Flaco giró otra vez la cabeza y se puso a pedalear, muy despacio, como si ese
encuentro no hubiera sucedido. Entonces sintió los pasos de Overbeck hacia él, cada
vez más rápido. Flaco pedaleaba más rápido también; entre ambos parecían estar
componiendo una pieza musical. Cuando Flaco ya comenzaba a perder de vista a
Overbeck, entonces escuchó su voz, casi un aullido, como proveniente de otro
mundo: 'Chico, ¡Vas a perder tu alma! ¡Necesitas el perdón!' Flaco iba tan rápido en
la bicicleta que casi atropella a una anciana que venía con la compra. Manipuló los
mandos de la bicicleta y la evitó, sin escuchar si le llegó a decir algo. Luego empezó
a reírse para sí mismo. 'Qué absurdo es todo'. Llegó a la cabaña, arrojó cerca de la
puerta la bicicleta, sobre la maleza, y penetró en su casa.
Allí, sobre la mesa, había una botella de vino que no recordaba haber colocado. La
miró extrañado; estaba llena. Tomó un vaso y echó un trago. Al lado, había una
carta. Decía lo siguiente:
“Sigiloso el jabalí ha penetrado en la noche. La nieve cae débilmente sobre las
casas abandonadas. Será un sueño plácido, el sueño de un cuchillo suave sobre la
carne. Allí, un animal pequeño y sigiloso penetra sin que lo sepas; es tarde para que
puedas hacer algo”.
Para Flaco todo esto estaba claro. En algún momento- ¿cuando? ¿anoche?- había
comprado una botella de vino y se había puesto a escribir ese sinsentido; en algún
momento cuya indeterminación en el tiempo le producía escalofríos. 'Bien, otra de
mis ausencias típicas del verano', pensó. Qué más podía haber hecho Flaco, eso era
lo que realmente le preocupaba. Porque comprar una botella de vino y escribir en un
papel no era lo grave. Lo grave es lo que pudiera haber hecho y que quizá ahora
simplemente no recordaba. Salió rápidamente al umbral de la cabaña, oteando hacia
el horizonte como si allí pudiera encontrar rastos de sus crímenes. Todo seguía como
de costumbre. Lo mejor sería bajar al pueblo y dar una vuelta por allí, y ver las
reacciones de los vecinos. Si nadie le decía nada y, si el canalla de Rooster solo le
saludaba como siempre, entonces todo estaba bien. Y así hizo. Bajó en la bicicleta;
pedaleaba muy despacio, parando en todos los lugares públicos: la iglesia, la
comisaría, la carnicería, el establecimiento Forwards and Co. Todo normal. Nada
insólito. Por fin, vio el coche de policía de Rooster. Allí estaba dentro, arrancando a
mordiscos la carne de una hamburguesa. Flaco se acercó despacio y le dio los
buenos días. Rooster hizo un gesto afirmativo con la cabeza y siguió atacando su
bocadillo, como si se tratara de una misión de suma importancia para él. Desde
luego, pensó Flaco, si aquí se cometiera un asesinato nadie se enteraría hasta
después de un año.
Se arrojó sobre el sofá desconchado de su cabaña. Todavía estaba preocupado.
Retornaban las ausencias. Debía visitar un médico; quizá desde el principio debería
haber visitado a un médico. Debía sacar fuerzas de donde fuera, de la mismísima
oscuridad si fuera necesario, pero tenía que reaccionar. Escuchó un motor. Allí
estaba el viejo trasto de Marollai. Flaco le hizo un gesto desde la ventana; el viejo
llevaba su sombrero y su cigarro eterno en los labios. Le sonrió como de costumbre.
Venía a recoger un poco de leña. Luego, sobre las cinco, al caer la noche, se
marcharía con su furgoneta renqueante a Freeheut, donde todavía había vida
humana. El sueño embriagó por un instante la conciencia de Flaco. Le vinieron
aquellas palabras antes de quedarse totalmente dormido. 'Vas a perder tu alma,
necesitas el perdón'.
3
A medida que el invierno penetraba en el hemisferio norte, los recuerdos de Flaco
también se transformaban en pálidas imágenes, en sombras o ecos. Los amigos, los
padres, Marta, todo aquello que una vez había constituido su vida íntegra, y que a lo
largo del período de separación se conservaba solo en el frágil ámbar del recuerdo,
ahora se transmutaba en mera sombra o eco, en languideciente imagen solo
recobrada a través del aparato de teléfono o de la fotografía en el álbum de familia.
Era como si aquellas imágenes hubieran sido traspasadas a una lápida; como si los
recuerdos se hubieran tallado en una piedra.
Su presente eterno era el mismo de siempre: el cigarro del viejo Marollai- siempre
amable con Flaco, siempre dispuesto a echarle una mano, pero ausente cuando se
trataba de sobrevivir a la noche-, el vacilante caminar de Vulgarius, la soledad y el
miedo en el rancho Wheel. Y ahora, con el invierno, se añadían elementos muy
pocos originales: la nieve, la oscuridad temprana y absoluta, el silencio absoluto del
poblado. Sí, aquella tumba llamada Negro conservaba sus pequeños destellos de
vida en las fiestas del verano, conmemoradas en honor al patrón, o las comidas
populares del 4 de Julio. Todo eso se acababa en Noviembre, donde parecía que un
virus o una plaga había provocado la huida en masa de los habitantes. Solo las hojas
de los árboles otoñales, que aún resistían la tiranía del imperioso invierno, hacían
alguna compañía a Flaco. Pero ellas iban a desaparecer de inmediato también.
Eso se había acabado. Ahora simplemente prestaba atención a sus mensajes, como si
de un jeroglífico se trataran. Y es que esas notas eran lo más parecido a un
jeroglífico. '' Miércoles por la mañana. He resistido durante toda la noche
despierto. Duerme el ojo de la vaca. Ni rastro del jabalí. La sombra del pájaro está
dominada y el canal aún contiene la sangre requerida. Consumo puentes mientras
intento averiguar dónde se ha quedado el animal''.
Lo importante es que su otro yo era en apariencia un tipo fiable. Todas las mañanas
Flaco bajaba en su bicicleta al pueblo y preguntaba o simplemente observaba a la
gente, intentando averiguar algo sobre algún acontecimiento que hubiera alterado la
paz insólita de Negro. Pero siempre obtenía la misma respuesta. En efecto, el otro yo
debía ser un tipo afable y tranquilo, porque aunque escribía cosas raras, no era un
alborotador ni un criminal. Eso le bastaba a Flaco para permanecer tranquilo.
No volvió nunca a visitar Oligon. Su nombre le ponía los pelos de punta. Una
especie de asco o náusea que no sabía identificar lo ligaba al recuerdo de aquel sitio.
Por otra parte, también le sucedía eso cuando pensaba en Vulgarius; en esos
momentos, hacía uso de una cerveza o de una pastilla para poder relajarse. Había
algo en todo ello lo suficientemente retorcido y nauseabundo para que Flaco lo
sintiera como blasfemo e insoportable.
Había una última cosa que lo relajaba. Cada vez que quería dormirse, pensaba en la
luz de aquella extraña mañana en la ribera del Helland y la aparición súbita de esa
especie de hilos de cristal que lo dejaron perplejo. En ellos no había pensamiento
alguno; Flaco no hubiera sido capaz de explicar qué significaban para él. Pero
bastaba para sumirlo en un dulce sueño, en una especie de paz maternal que solo
había sentido precisamente cuando había sido un niño en los brazos de su madre.
Entonces dejaba caer el libro, o el vaso, o lo que tuviera entre manos, y felizmente
retornaba a los brazos infalibles de Orfeo.
El invierno había relajado los nervios de Flaco. Rara vez estallaba en ira, como era
usual meses atrás. Esa especie de desesperanza que se había afincado en él,
hundiendo profundamente sus raíces en su espíritu, lo había convertido también en
una roca de granito, que era difícilmente perturbable. La única emoción que pervivía
en el alma de Flaco era el miedo; esa difícilmente era extirpable. Aunque también
estaba amortiguada; cuando dormía en su cabaña, simplemente se echaba sobre el
sofá y conciliaba el sueño rápidamente, y los días que debía dormir en el rancho
Wheel, sucedía exactamente lo mismo. Sentía que su otro yo cuidaría de su propia
alma; una especie de intuición mística y extraña que aunque irracional significaba
una esperanza para Flaco.
Entre tanto, el río Helland se había convertido en una balsa de hielo. Se podía
caminar a través de él. Flaco ya no podía entretenerse arrojando piedras a su seno;
pero había sustituido esta afición por intentar quebrar el hielo con ellas, lo que casi
nunca lograba. Armado con una pelliza de lana, cruzaba en bicicleta el puente de
madera helado que lo llevaba al rancho Wheel, donde la ballena inmoral de
Vulgarius esperaba el cambio de relevo. Todo se hacía con normalidad rutinaria;
excepto por uno de esos días de Diciembre en el que Flaco recibió su regalo.
'Esto es para ti'- dijo Vulgarius, que dibujó una sonrisa en su rostro, haciéndolo
humano por momentos- tu escopeta arreglada. Flaco no podía creerlo. Por fin tenía
su escopeta, reluciente. Vulgarius le había dado incluso un baño de pintura roja.
'Coño, Vulg, esto te lo agradezco muchísimo', le dijo, y le dio un manotazo en el
hombro. 'Pásate mañana por la noche, y nos tomamos algo...creo que tengo una
botella de White Label por ahí'. Vulgarius aceptó la oferta y ambos quedaron
satisfechos. Ahí, encima de la mesa, tenía por fin Flaco su salvación, un escudo con
el que hacer más llevadero su trabajo de vigilancia. 'Bueno, finalmente es humano',
dijo Flaco, y sonrió. Después fue a la nevera y abrió una cerveza. Había que celebrar
que tenía una nueva escopeta.
Tres horas más tarde, Flaco ya estaba en otra dimensión de la conciencia, hablando
con los animales del establo y tambaleándose débilmente de un lado a otro. La
munición de cervezas se había terminado, pero era suficiente para él. Llevaba el
depósito a tope. Era una noche clara, y las estrellas permanecían fijas en el
firmamento como símbolos o signaturas ocultas de las verdades del universo. Pero
para Flaco no estaban fijas; todo se movía de un lado a otro, efecto de la ebriedad.
Se arrojó sobre la silla del porche y rápidamente comenzó a sentir frío. 'Diablos, me
congelo'. No podría estar mucho tiempo allí. Entonces se levantó y se subió en la
bicicleta.
Comenzó a correr encima de ella, sin saber muy bien hacia donde ir. Enfiló la ribera
del Helland y cruzó el río sobre el puente, y pronto llegó a la plaza del pueblo. Las
campanas de la iglesia estaban cubiertas de un manto de nieve. Ni un alma. Las
persianas de las casas estaban todas bajadas, y aún no era medianoche. Un ligero
viento se colaba entre los quicios y las rendijas, haciéndolas sonar como
instrumentos tenebrosos y maléficos. Era como si el pueblo estuviera abandonado; le
daban ganas de llamar a los timbres de aquellas casas y preguntar si todo estaba
bien, si la gente que allí vivía seguía precisamente viva.
Hablaron del tiempo, del frío, de la soledad de Negro. Linguetti -natural de Milán-
solía salir muchas noches antes de la madrugada para pasear, porque padecía
insomnio y le gustaba el silencio del pueblo en la noche. Conocía el trabajo de
Flaco. 'Todo el mundo sabe quién es usted aquí'. Sin embargo, y a diferencia de los
demás lugareños, Linguetti no era precisamente un hombre rudo, salvaje y arisco, un
animal insociable, sino que más bien parecía un tipo cultivado y sensible, que pronto
captó el espíritu de Flaco y su carácter.
Linguetti era un profesor retirado, que estaba desde hace tiempo haciendo una
investigación en historia antigua de los Estados Unidos y que, separado, debía pasar
una pensión a sus hijos y pagar sus estudios. Ahora estaba sin blanca y había
encallado en el agujero de Negro durante un tiempo, porque allí los alquileres eran
baratos y estaba a un tiro de piedra de Freeheut, donde visitaba a diario su biblioteca
y preparaba sus notas. Es decir, que el sospechoso había sido durante todo el tiempo
el único tipo interesante en diez millas a la redonda, y Flaco lo había tomado por un
vulgar asaltador de ranchos. Nunca se había sentido tan imbécil. Caminaron juntos
hasta la ribera del Helland, donde se despidieron. Flaco no le había invitado a un
whisky en su espantoso barracón- era quizá demasiado temprano para hacerlo- pero
se había prometido a sí mismo que en la siguiente ocasión que lo viera, lo haría sin
dudarlo. Se sentía eufórico, aunque no sabía si era por el alcohol o por haber
conocido a un tipo que de verdad merecía la pena; o por ambas cosas.
Regresó al rancho, arrojó la bicicleta sobre un seto, se echó a su camastro y se tapó
hasta el cuello con las mantas roídas y sucias. Luego concilió un sueño agradable.
Era como si de pronto una ilusión hubiera invadido su existencia.
4
'Crónica de sucesos de Allamakee County'
Y quizá esa era la razón por la que Flaco la acariciaba de continuo, como si quisiera
extraer de ella poderes imposibles, como si de todos modos confiara en que también
la escopeta podía terminar con la soledad estelar que lo emparentaba con los astros.
Pero el miedo que tenía a enfrentar las decisiones de su propia vida, el miedo que
tenía a hablar de forma clara cuando sabía que tenía derecho a hacerlo, el miedo que
le hacía recluirse en sí mismo y aceptar un trabajo miserable en un páramo
desolador, todo eso no se podía curar a base de balas. Por mucho que acariciara el
rifle, él no le iba a otorgar ese poder. Y sin embargo, Flaco aún no sabía todo esto.
Lo que estaba claro es que aquella noche le costaría dormirse. Durante el día estuvo
ensayando con su escopeta cerca de la ribera del Helland, en un solar donde los
parroquianos juegan al tiro con la y a la diana. Fue a la tienda de Forwards and Co y
se hizo con unos pantalones de caza y unas botas de montaña. En cierto modo había
euforia en su actitud, y todas aquellas compras y ejercicios de tiro le otorgaban la
seguridad que ofrece el entrenamiento militar. Luego visitó El Coyote.
Tenía la esperanza de encontrarse allí con el milanés, pero no tuvo suerte. Lo más
seguro era que estuviera en Freeheut, en el archivo de la biblioteca. 'Donde debería
estar yo'- se dijo a sí mismo Flaco. Winstley iba a servirle una copa fría- eran ya las
cinco y comenzaba a oscurecer- pero Flaco la rechazó. 'Ponme un café bien caliente',
dijo. Winstley le miró con extrañeza, como si algo anormal hubiera penetrado de
pronto en el orden del cosmos, y cargó la cafetera con la desidia habitual en él.
Pocas horas más tarde, Flaco corría de un lado a otro del rancho, como si estuviera
haciendo ejercicio, respirando rápidamente y en plena tensión. Pronto le dio flato, lo
que le hizo inmediatamente consciente de su pésima constitución física. Paró a
descansar y entonces sintió de nuevo esa falta de respiración, esa necesidad de
respirar oxígeno que se había instalado en él desde hacía un tiempo. 'El médico', se
decía, ' siempre se me olvida visitar al médico'. Pero entonces se levantaba de nuevo
y seguía corriendo, colocando el arma en distintas posiciones; luego se escurría
debajo de un seto y situaba el ojo en la mira de la escopeta, como si estuviera en una
barricada intentando localizar al enemigo. Subió varias veces al barracón, pero en
seguida cualquier ruido le hacía sobresaltarse y bajar pegando zancadas, con la
escopeta sobre el hombro. A lo largo de la noche, esto le sucedería bastantes veces.
Y siempre el sobresalto, siempre las zancadas y el rifle sobre el hombro.
En vano cada vez. Un animal cruzando el Helland, un ave rapaz saltando sobre su
víctima en los lindes del bosque, un lobo, un zorro, un graznido; siempre sonidos y
movimientos animales, y jamás un acto humano, jamás un riesgo real para Flaco. La
noche de Flaco terminaría arriba, en el barracón, cuando subió un momento a
encender la estufa. Toda su agitación y estrés militar acabarían relativamente rápido,
sobre las tres y cuarto de la mañana cuando, al calor de la estufa, se disolvió todo el
efecto del café caliente y la ansiedad beligerante. La escopeta aún seguía en sus
brazos y Flaco la sostenía como si se tratara de su hijo. Posteriormente sus músculos
irian cediendo, muy poco a poco, y antes de que el morro del arma tocara el suelo,
Flaco ya estaba emitiendo ronquidos, sumando su alarido animal al del resto de las
bestias nocturnas que bramaban en la noche.
Era como si el cielo estuviera dando a luz. Unas nubes negras se posaron sobre el
ciego horizonte, mientras Flaco se tomaba su taza caliente de café. Sobre la mesa de
madera, unas notas: Antes de que los cuervos desciendan, el ojo de la vaca se teñirá
de color rojo. No le gustaba esta última nota, que se le antojaba demasiado macabra.
Su otro yo aparecía en estas reflexiones, profecías, o como se le quisiera llamar,
como un testigo indiferente, no afectado por lo que podría suceder. Tampoco eso le
gustaba. Mientras miraba por la ventana al tiempo que daba un sorbo de café , veía
cómo el viejo Marollai sacaba unos sacos de su furgoneta indestructible. Luego
retornó la lluvia, con furia inusitada. El viento aullaba en los goznes de las puertas y
en los quicios de las ventanas. Lo mejor sería permanecer en el cuarto, arropado
hasta el cuello. Y luego a la noche ya se vería.
Qué haría ella ahora, en qué andaría metida, se le antojaba un misterio inaccesible
del universo. Y mientras tanto, mientras el mundo rodaba ahí afuera con sus insidias,
sus trucos, sus luchas y sus partos, él simplemente se enfriaba con lentitud cósmica,
arrojaba sus manos sobre el quicio de la cama y se dejaba llevar por su propia
nulidad, hasta que el sueño lo vencía.
Luego se despertaba y lo primero que hacía era ver si Marollai seguía en su choza.
Pero era invierno, y a partir de las cinco de la tarde ya no había ni un alma en Negro.
Tampoco allí. Tampoco Marollai. Entonces retornaba su mirada hacia la escopeta
como el creyente lo hace hacia su crucifijo. Daba algunas vueltas por la habitación.
Su pensamiento era confuso como el ruido del viento al girar sobre sí mismo. Y
luego, lentamente, abandonaba la choza para realizar su odioso turno nocturno en el
rancho Wheel.
Allí, en una esquina, estaba el milanés. Flaco esbozó inconscientemente una sonrisa
y se animó a pedir una pinta de cerveza. Los dos se sentaron el uno frente al otro y,
como si fueran espías, inciaron una especie de conversación secreta, en la que
medían las palabras delante de los parroquianos para no llamar demasiado la
atención. Aquí, política, arte y pensamiento eran elementos peligrosos; el común de
aquellos hombres era la caza, el deporte por excelencia, la pesca o la labranza. Y
todo aquel que no compartiera ese lenguaje común era un elemento potencialmente
sospechoso. De modo que Flaco y el milanés eran allí rigurosos infiltrados. En todo
caso, se trataba de maquillar el discurso, alargando las palabras, cantando a la
manera de Vulgarius, para que a pesar de todo aquellos extranjeros no parecieran tan
extraños. Ambos sabían de hecho cómo hacerlo.
Pero la hora libre se había terminado, y Flaco debía marcharse. La anécdota del
anciano le había impresionado de forma profunda. Sintió ira y se creció en el
interior; a él jamás unos niñatos como aquellos se le enfrentarían. Los derribaría de
un golpe y luego ya se vería. Y luego ya se vería. Los derribaría, los aplastaría,
tomaría un yunque, una estaca o un simple puñetazo que....
'Coño, Flaco, ya estás por aquí, Flaco...' La falsa dentadura del jorobado de Notre
Dame le saludaba desde el otro lado del río, dándole la bienvenida al infierno de
Wheel. Necesitaba un trago de vino caliente. El café le había puesto demasiado
nervioso. Necesitaba un trago de vino caliente y dar una patada a la puerta de aquel
establo hediondo donde pacían esclavos aquellos animalillos, dar una patada a la
puerta y soltarlos, dejar que corrieran libres, libres de las manos sucias de Wheel y
de capitalistas monstruosos como él. Un día lo haría. Un día soltaría a todos los
animales. Un día...y él se marcharía con ellos.
5
Nunca se valorará del todo- se decía Flaco- la poderosa determinación con que
nuestro mundo nos acoge en su seno al precio del sacrificio inmoral o la renuncia
íntegra. Ser escritor – esto lo sabía Flaco perfectamente- era como no ser nada en un
mundo en el que no hay espacio útil para el trabajo de un escritor. Finiquitada su
carrera académica, desprovisto de esa herramienta imprescindible que para sus
abuelos y antepasados había sido el oficio, y bajo la sombra amenazante de una
crisis económica que obligaba a los ricos a enriquecerse aún más a costa de los más
desfavorecidos, el trabajo- tener un trabajo- era el valor más elevado, muy por
encima de las relaciones familiares, conyugales o sociales. Todo justificaba la
permanencia de Flaco en Negro; cientos de personas estarían dispuestas a hacer su
trabajo incluso en condiciones de precariedad mayores. Y esa culpabilidad la
arrastraba Flaco de un lado a otro. Pues, por una parte, se sentía culpable a causa de
haber fracasado en la universidad pero, por otra parte, se sentía culpable ante el resto
de las míseras personas que en la sombra esperaban a que Flaco renunciase a su
puesto. Y para colmo, todas sus justificaciones teóricas no le otorgaban la capacidad
de levantar, siquiera por un instante, la voz a su patrón, de exigir, siquiera por un
momento, condiciones laborales mejores o menos brutales. Era su castigo; el mundo
era el Tártaro y él su habitante perpetuo. Y parecía que su sumisión a gente sin
escrúpulos como Wheel era parte de su condena.
Pero en medio de esa tormenta -o ese tormento- habían aparecido dos pequeñas
luminarias, que por breves y lejanas apenas otorgaban sino la luz necesaria para no
morir todavía. Se había aferrado a la imagen del milanés como a la de un santo; para
él, el milanés era un ídolo, un modelo a imitar, un padre del que poder tomar un
consejo. Al mismo tiempo, Linguetti no pasaba mucho tiempo en Negro, y era
demasiado independiente como para aceptar a Flaco en calidad de hijo suyo.
La otra luz, más confusa, más lejana si cabe, pero que permitía cierta esperanza, era
su otro yo, su extraña sombra que parecía ir formando una pequeña figura con
independencia y juicio más que evidente, aunque incomprensible. Sí, se había fiado
de la otra figura que escribía aquellas notas y que compraba de vez en cuando una
botella de vino a sus espaldas. Si eso era en cierta manera irresponsable, era más de
hecho que simplemente continuar la dirección que le marcaba su juicio. Pues esa
dirección era ante todo una dirección desesperada.
Y mientras tanto, una tercera luz- con sus sombras respectivas- también le había
salvado, aunque fuera imaginariamente, aunque fuera momentáneamente- del miedo.
Aquella escopeta de caza sobre la mesa, teñida de rojo como medida inteligente para
disuadir a los extraños, era una garantía que le hacía más cómodo un trabajo de por
sí difícil. A Flaco le gustaba sentarse sobre su silla desvencijada en la cabaña,
encender un cigarrillo y fumarlo muy lentamente, mientras su mirada iba, como un
barco ebrio, desde los papeles a la escopeta, desde la escopeta a los papeles. Toda la
noche despierto; Saturno se esconde bajo los designios de Andrómeda. El ojo de la
vaca y el jabalí. Cero coma cero. Y luego aquel resplandor, aquel brillo mágico que
emanaba de los cartuchos, la suavidad de la madera y el gatillo de metal pintado de
color ébano. Vulgarius sería- era- un monstruo, pero tenía cierto gusto estético. Al
menos para las armas.
Allí estaba, frente a él, aquella mole de unos ciento veinte kilos, con la bragueta
bajada, la frente húmeda por el sudor y las mejillas de color tomate. Detrás de él,
emergía con cierta vergüenza una muchacha latinoamericana, delgada, cubierta con
las mantas roídas que el propio Flaco utilizaba para taparse en el rancho. 'Coño,
Flaco, ya estás por aquí...espera, esta es Susana...es de Ecuador. Este es mi
compañero de trabajo, Susana'. Flaco se vio obligado a dar dos besos a 'Susana';
después, la muchacha se subió a la furgoneta de Vulgarius y esperó allí. En su rostro
había cualquier cosa menos felicidad.
Flaco no pensó -ni por un momento- regañar a Vulgarius. En cierto modo, estas
cosas le daban cierta ventaja. Si Vulgarius podía hacer esto, él también podría hacer
otras cosas. Todo quedaba en secreto tras un mutuo aunque velado acuerdo. De
modo que se guardaba esa carta en la baraja; si algún día Vulgarius le reclamaba
algo, él podría entonces echar sobre la mesa ese as. Flaco simplemente le preguntó
por las llaves del rancho y si estaba todo en orden. Aquella bestia no parecía sentir ni
la mínima vergüenza a causa de aquello; era sorprendente, se decía Flaco, la
normalidad con la que Vulgarius se llevaba una prostituta al trabajo, fornicaba con
ella, y luego relevaba a su compañero. Luego regresaría a casa, donde su mujer le
habría preparado una cena caliente y un baño de especias y, mientras él
probablemente durmiera, guisaría en la cacerola un caldo de carne para que su
marido se lo llevara al trabajo la mañana siguiente.
Como una estatua de sal, frente a la nevada ribera del Helland, la imagen pálida,
blanca, no se distinguía apenas de los desnudos árboles que la rodeaban. Flaco se
levantó del camastro, como hipnotizado, abrió la puerta del barracón y se subió a la
bicicleta. Aún no había salido el sol, y tardaría en hacerlo. Marta caminaba dirección
al bosque, ajena a todo, y Flaco la seguía a prudente distancia. Llevaba el cabello
recogido y un traje negro, muy negro, extraño. Flaco no la había visto jamás vestida
de aquella manera.
Antes de llegar al bosque, Flaco aceleró. La cadena sonaba como una especie de
sierra eléctrica que estuviera a punto de dejar de funcionar. El frío azotaba su rostro,
la nieve azotaba su rostro; sobre el vestido de Marta caían suavemente los copos aún
cristalizados, y se disolvían al momento en contacto con aquella tela negra. Le
faltaba aire, a pesar del viento frío; y entonces, justo antes de que penetrara en uno
de los caminos posibles del bosque, se detuvo. Marta se detuvo y Flaco estaba ya
demasiado cerca de ella para que no se diera cuenta de su presencia. Marta se detuvo
y giró su rostro. Y allí acabó todo.
La muchacha, lugareña de Negro, miró con extrañeza al lunático que tenía enfrente
de él. Flaco se disculpó con torpeza, con tanta torpeza que la muchacha pareció por
un instante asustarse más aún. Llevaba en su mano un cesto con setas; las manos le
temblaban, quizá solo a causa del frío, aunque también podía deberse al miedo que
le provocaba Flaco. Pero este se subió rápidamente en su bicicleta y comenzó a
pedalear, muy lentamente primero, luego más rápido. Antes de penetrar en el
barracón, volvió su mirada a ‘Marta’. Y ya no estaba allí. Como sombras a modo de
recuerdos, los árboles desnudos seguían vibrando ante la nieve inmaculada que se
precipitaba sobre Negro.
Pero todas estas intenciones quedarían en fango demasiado pronto. Comunicarse con
Wheel se le iba a hacer imposible. Quizá este había sido de hecho benévolo- una
parte de Flaco lo veía así- al mantenerlo trabajando después del robo de los cerdos,
de modo que no podía saturar más la situación llamándolo y pidiéndole un favor. La
otra parte de Flaco- la opositora perenne- se rebelaba y argumentaba en contra de las
condiciones miserables de su trabajo, del afán de lucro de Wheel, de su pasividad
ante todo lo que ocurria en su propio rancho.
En medio de esa tensión era imposible tomar una decisión- ¡acto supremo!- y los
dedos de Flaco titubeaban ante el teléfono como su propio cuerpo, que se movía de
un lado a otro intentando penetrar la red en la que se hallaba preso. Pues de eso se
trataba, de una red- y él era el pez que daba sus coletazos con la diferencia de que él
era consciente de que no sería capaz de salir de ella-. Entretanto llegó un día y otro,
o una mañana y otra, y Flaco seguía allí. Debía hacer aquel viaje, pero siempre
prolongaba su decisión al día siguiente y al otro. Nunca sonaría el teléfono del viejo
canalla Thomas Wheel.
La última nota- recibida ahora hacía unas semanas- decía lo siguiente: Una
armadura a orillas del río. Toda la noche despierto. Los jabalíes descansan sobre el
cénit'. Eran las últimas palabras de su otro yo, quien parecía que también se había
cansado de escribir. Su sombra ya no le acompañaba, y nada echaba más de menos
Flaco que su compañía. Porque aquel yo parecía por fin tener un proyecto.
Porque aquel yo no se quedaba dormido durante el día y la noche, como Flaco, sino
que permanecía despierto y lúcido y, por tanto, gracias a ello podía ver mejor que lo
que podía ver el propio Flaco. Pero pasaban los días y no recibía más correo de su
íntimo interior. La huida del milanés acrecentaba también la sensación de soledad, y
retornaban aquellos días otoñales oscuros, donde solo se tenía a sí mismo, donde el
minibar resultaba ser su único interlocutor válido.
'Vete de aquí, muchacho'. Ahora la voz parecía la del propio Vulgarius, cuya simple
imagen en la cabeza le provocaba náuseas. Aquel sapo lujurioso, indigno, que solo
sabía copular con las muchachas del Oligon, parecía tener en efecto el secreto de la
felicidad.
Compró tres botellas de champán francés y se las llevó al rancho. Allí, en el porche,
encendió un cigarro mientras las contemplaba con avidez. Tomó el sacacorchos y se
raspó, como siempre, y maldijo como siempre. Llenó un vaso hasta los topes y echó
un trago. El pueblo parecía menos maldito a causa de las luces navideñas. Subió al
barracón y decidió una cosa absurda, estúpida. Colocó una silla y sentó encima de
ella a su escopeta. Flaco se encontraba al lado. Comenzó a conversar con ella, e
incluso le ofreció un trago. Su escopeta era su amigo.
Flaco salió como pudo o como su otro yo pudo de El Coyote, enfilando cualquier
camino nevado- todo estaba nevado- hacia algún lugar. El sol titilaba a través de las
nubes, y arrojaba, después de meses de oscuridad, un poco de luz sobre aquel triste
infierno. Flaco sonrió, se exaltó, y comenzó a correr a través de la nieve, feliz de
alguna manera por aquella inesperada visita del astro rey. Se tropezó y cayó, se
volvió a levantar y se volvió a caer, y mientras tanto la risa desenfrenada, la risa
esquizofrénica. 'Por fin NUESTRO DIOS se ha dignado a aparecer. ¡Amen a Dios!'
Flaco se arrojó de pronto sobre una anciana que le miraba sobrecogida y le besó la
mano repetidas veces. 'Amo a Dios', le dijo, como nunca he amado a nadie en este
mundo'. Luego retomó su carrera ciega hacia ninguna parte.
Su insensatez crecía por momentos. Llegó al cruce del Helland y sin pensarlo
comenzó a caminar hacia el rancho Wheel. Golpeó las ventanas del barracón y al
cabo de un minuto salió Vulgarius, quien sostenía ahora a Jimmy entre los brazos.
Estuvo hablando con él durante una hora al menos. No sabía lo que decía.
Solo se fijaba en las reacciones de Vulgarius, quien al principio parecía asustado y
luego mostraba cierta expresión de lástima o desamparo. '¡CONEJAZOS para los
muchachos!' Cuando Flaco se quiso dar cuenta, era ya tarde. Llevaba un buen rato
arrastrando del brazo a Vulgarius, y aún no sabía por qué, pero había logrado
llevarlo hasta la carretera. Por fin, escuchó una voz atronadora, nada que le
recordara al propio Vulgarius, pero que salía sin duda de su boca. '¡Que no voy a ir
al Oligon, cojones!' Vulgarius se dio la vuelta; su rostro era una mezcla de ira y
tristeza. Despacio y sin volver la mirada, caminó hasta llegar al barracón y, una vez
allí, se encerró no sin antes dar un buen portazo.
Al salir de la taberna, vio las luces brillantes del coche de policía. Bill Rooster,
bocadillo en una mano y pistola en la otra, se acercó a Flaco. 'Venga conmigo,
muchacho'. Flaco no opuso resistencia; se dejó llevar como una hoja por el viento, y
minutos más tarde se encontraba en una salita con forma cuadrada, pintada de color
gris oscuro y ocupada solo por una mesa amplia y negra en el centro. Frente a él, un
hombre joven y de cabello largo y rubio lo auscultaba, como si se encontrara delante
de un enfermo y él fuera el médico. 'Mi nombre es Hans Stroffo', dijo. '¿Sabe usted
por qué se encuentra aquí?' Flaco no ocultaba su nerviosismo, apenas suavizado por
el efecto de una borrachera mantenida durante más de diez horas. 'Su otro yo', pensó,
su inconsciente arrebatado por una corriente de autonomía desconocida y terrible, de
origen demoníaco, seguramente había cometido algún crimen, alguna temeridad que
ahora no podía recordar a causa de su estado de ebriedad. Stroffo miraba con lástima
a Flaco, como si se hallara delante de un mendigo o un enfermo terminal.
'Mire, señor Wachternight', comenzó a decir Stroffo. 'Entiendo que usted ahora está
sufriendo y, en fin, nosotros no queremos quitarle más tiempo del necesario.' Stroffo
arrojó una fotografía en blanco y negro sobre la mesa. Se trataba de la foto de un
hombre con bigote, alto, muy parecido en realidad al milanés.
Entonces Straffo arrojó una segunda foto, con más violencia, sobre la mesa. Y allí
estaba retratado el milanés. En efecto, ese tipo era Guido Linguetti, no cabía ahora la
menor duda. 'Le conozco, claro que le conozco', dijo Flaco con total seguridad.
'¿Qué sucede con él?' Stroffo se echó hacia atrás en su silla y suspiró. Después,
lanzó una sonrisa de complicidad a Flaco.
'Verá, señor Wachternight. Este tipo ha sido investigado por la policía federal como
principal sospechoso de una red de atracadores de ranchos y fábricas que trabajaba
la zona de Allamakee. Varios testigos reportaron haberlo visto en las inmediaciones
de Negro, Whist Yard y Freeheut. Pensamos que debido a su oficio quizá podía
haber visto este rostro, o haberse cruzado con él en algún lugar. Tenemos otros dos
testigos, entre ellos el administrador del local El Coyote que también afirmaron
haberlo conocido. En fin, no le quiero molestar más. Su último testimonio nos sirve
para confirmar la ruta geográfica de Linguetti y su banda.' Stroffo se levantó de la
silla y apretó su corbata. 'Una cosa más, Wachternight. Necesitamos saber si usted
tenía trato con Linguetti o si solo lo conocía de vista'. Flaco respondió casi de forma
automática. 'No, señor, solo lo había visto en El Coyote'. 'Muy bien', respondió
Stroffo. 'Muy bien', se dijo a sí mismo Flaco mientras abandonaba la comisaría y se
marchaba a toda prisa, lejos, muy lejos de allí. Al doblar la calle estalló en una
carcajada cínica y dolorosa.
De modo que finalmente tenía razón. El sospechoso estaba implicado en una serie de
robos, quizá también, por qué no, en los sucesos del rancho Wheel. El sospechoso,
que luego se convirtió en su amigo- ¿o era solo una ilusión?- le había mentido
sistemáticamente y se había inventado esa historia de que era un profesor jubilado.
Y Flaco, como correspondía a su carácter ingenuo, se lo había creído, sin sospechar
nada en absoluto. Pero el acierto de su intuición pesaba más en su espíritu que el
reconocimiento de saberse engañado. En principio, todo el mundo es susceptible de
ser engañado. Sin embargo, no todo el mundo posee la intuición que le permite
captar realidades que están más allá del mero razonamiento. 'Pero todo esto es
demasiado, me estoy dando una importancia ridícula', pensó Flaco, mientras sentía
que su juicio estaba afectado en extremo por el consumo del alcohol. Todo resultaba
disparatado, y lo mejor era que no sentía ningún odio hacia Linguetti, quien después
de todo quizá no había mentido, pues podía ser que se tratara de un profesor a la vez
que de un ladrón. Y, fuera como fuese, todo el asunto le puso de buen humor. Lo que
de verdad temía se había disipado; Flaco no había cometido ningún acto criminal.
Lo que importaba es que todo estaba en orden. Y ahora subiría a relevar a Vulgarius,
como si no hubiera pasado nada. ¿Y es que no era así? Todo estaba en orden. 'No ha
pasado nada', se decía Flaco una y otra vez. Como si tuviera que convencerle a
alguien de ello. O a sí mismo.
'Todo lo contrario que siempre', se decía a sí mismo Flaco, quien después de una
jornada protagonizada por el exceso de alcohol metía la cabeza debajo del grifo del
lavabo y no la sacaba en un día. Ahora era distinto: la resaca le pedía más alcohol,
como si solo el alcohol pudiera curar el exceso de alcohol, en una especie de espiral
morbosa que parecía carecer de fin. Luego se acomodaba sobre el camastro, más
tranquilo, relajado y confiado en su propia fuerza. Su miedo ancestral comenzaba ya
a sonar lejano: una vieja melodía, que él había logrado domeñar. Se levantó de un
salto, y salió afuera para relajarse y respirar. La lluvia persistía, ahora más fuerte, y
junto a ella un viento que azotaba sin compasión las viejas puertas correderas del
rancho Wheel y los portones de los establos. De fondo, el ruido de los cerdos
moviéndose de un lado a otro o el ruido de sus fauces masticando la hierba.
'El hijo de puta de Linguetti', se escuchó a sí mismo Flaco, como si de pronto ese
pensamiento se hubiera impuesto a él desde el exterior. 'Ese canalla pudo ser de
hecho el ladrón de estos cerdos, tenía yo razón, yo no estaba tan loco'. Pegó una
patada al suelo, al viento, a la nada. Luego se dirigió hacia el Helland muy
lentamente, absorto en sus meditaciones. '¿Quién ha visto jamás a un cuervo
blanco?'- se dijo entonces Flaco. Otra vez una carcajada maldita inundó el silencio
infatigable de Negro. Allí estaba riéndose, a tripa tendida, aquel muchacho perdido,
de quien sus vecinos ya tenían más que sospechas infundadas. 'El hijo de puta de
Linguetti', y esta vez le vino ese pensamiento en El Coyote, vacío por completo a
esas horas, y él apurando los últimos tragos de cerveza al tiempo que se liaba un
cigarrillo en la mano. Y al mirar en dirección a la puerta, una figura oscura, remota,
monstruosa incluso: el mismísimo Thomas Wheel.
'Así que todo era esto', se dijo a sí mismo Flaco, quien a medida que pasaban los
minutos- y con ellos los tragos de Johnny Walker- se sentía más y más despejado y
más fuerte. 'Qué maricón', volvió a decirse, envalentonado. Era una valentía que
sustituía ahora a un miedo atroz, al peor pavor que podía imaginar Flaco: que su jefe
le encontrara fuera de su puesto de trabajo. Pero ahora la bebida transformaba
violentamente su responsabilidad o temor a la autoridad que lo caracterizara antaño.
Parecía que aquella sima que lo separaba de la cordura se había resquebrajado por
completo, y ahora la cruzaba ciegamente, sin miedo, como si hubiera aceptado por
fin las consecuencias últimas de sus decisiones más peligrosas.
El coche de Wheel había levantado una columna de polvo sobre el paisaje mojado.
Flaco se quedó un rato mirando hacia el horizonte, como intentando encontrar una
especie de llave que abriera la cerradura imposible en la que se había transformado
su existencia. Algunos pájaros, lejanos en el bosque, trazaban el rostro de la noche a
través de sus murmullos. 'Me estás perdiendo, Flaco, me estás perdiendo'. Un último
portazo fue lo que se escuchó antes de que el sol alumbrara el nuevo día.
8
El día de Navidad trajo regalos, abetos y luces de muchos colores, abrazos de
familiares lejanos que no se veían en todo el año y la esperanza siempre fortaleciente
de comenzar un nuevo año. Pero no para Flaco. Su familia permanecía en
Davenport, a la espera de que Flaco obtuviese las vacaciones anheladas y merecidas.
Wheel había sido condescendiente -en teoría- con Flaco, pues le prometió
rápidamente que haría todo posible para que, al menos durante el mes de Enero, él
pudiera visitar a su familia. Pero de cualquier modo, fuera o no cierto que se le
otorgase el pasaporte para escapar de allí, hasta Enero deberia ser fiel al rancho
Wheel. 'Hay que tomar cualquier trabajo, hijo. La crisis económica lo exige'. Estas
palabras oscuras de su padre vociferaban en la conciencia del muchacho, quien cada
vez que soñaba con escapar de Negro acudían como vigilantes nocturnos a tapar su
oído.
Una nota en la puerta de su casa, del Allamakee County, felicitaba a los vecinos de
Negro por la llegada de esa época del año en la que la familia y el calor del hogar
cobraban suma relevancia. En el interior, un bravucón borracho llamado W.W.
Wachternight ponía a todo volumen la música del grupo estatal, Slipknot, mientras
ordenaba las distintas botellas de ron, whisky, vino y tequila que había conseguido
con esfuerzo durante los últimos días. La nieve cubría ahora la mayor parte del
pueblo, y casi todos los animales dormían o hibernaban. 'Jack Torrance', se dijo
Flaco, ' ahora es cuando viene lo bueno. Espero de todos modos que no dure mucho.'
Tomó un lápiz y anotó en un papel sobre la mesa la palabra REDRUM. Luego
sonrió y se echó un trago al gaznate. Aunque en efecto iban a ser las navidades más
tristes de su vida, al menos el ajetreo de coches y gente en la calle convertía a Negro
en un lugar más humano, menos fantasmagórico. Y él estaría más tranquilo en su
rancho, pues también la responsabilidad que debía mostrar se relajaba. De todos es
sabido que quien tiene que trabajar el día de Navidad o Año Nuevo tiene el derecho
a tomarse una copa para celebrarlo. Y también, por qué no, a ponerse un gorro de
Papa Noel. Aunque esté en su puesto de trabajo.
'¡Dios bendiga a los Estados Unidos de América!', escuchó Flaco, en algún momento
de la noche. Afuera oyó salvas y una ola flamígera que se alzaba sobre la bandera
del estado de Iowa. Luego el coche de policía de Bill Rooster y su hamburguesa en
la mano. También estaba allí, junto al Helland, el viejo Marollai. Conversaba con
algunos hombres que parecían cazadores. De modo que quizá Marollai
permaneciese aquí durante Navidad. La fiesta duraría unos minutos. Antes de las
doce, el silencio clásico de Negro inundaría la atmósfera hasta casi succionarla.
'Hijo, tu madre y tu padre te enviamos esta carta para saber cómo te encuentras.
Esperamos que puedas hablar con Thomas Wheel y que se te concedan unos días
para que descanses junto a nosotros. Sabemos que estás sufriendo, que lo estás
pasando mal, que estás muy solo...pero piensa que pronto tendrás tiempo para
descansar. La madre de Marta nos llamó ayer por teléfono. Me dice que te envía un
fuerte abrazo y que espera que estés bien....'
¿Por qué había prendido fuego a aquella nota? Se arrepintió y lo apagó, aunque ya
era tarde. 'Siempre es tarde', se dijo. Golpeó con furia la mesa. Luego salió de allí y
olfateó el ambiente. Otra vez las salvas. Al fondo, se oía el batir de unos tambores y
las trompetas de una orquesta. Un pájaro se marchó, sobre un roble que cubría en
parte la cabaña de Flaco. Comenzó a sonar The star spangled banner.
Justo antes de que se dispusiera a desconchar una nueva botella, una frase aterrizó
fugazmente en su cerebro encendido por el whisky. 'Cortamos los puentes detrás de
nosotros y nos adentramos en la niebla.' La frase, que Georg Simmel escribió
pensando en la tarea de la filosofía, se le presentaba a Flaco, que no era filósofo,
como un rótulo encendido delante del camino, como un expediente sintético de lo
que iba a ser su ruta a través de la noche. Aún olía a quemado la cabaña. El humo de
la carta abrasada no se había apagado. Pero Flaco estaba decidido a 'cortar los
puentes' y a adentrarse en la niebla. Todos los puentes. Inconsciente, con ánimo
jovial y distraído, enfiló el camino hacia la plaza donde la orquesta seguía tocando
su música festiva.
Una suerte de teatrillo popular, con sus abalorios, monigotes y disfraces, había
colocado su escenario en el centro de la plaza. Detrás de una especie de tramoya se
podían observar las sombras agitadas de los que debían ser los actores. Los barriles
de cerveza hacían las veces de butacas; los asistentes- la mayor parte de ellos
ancianos, y algunos niños- se habían reunido en círculo y cuchicheaban. La banda de
música seguía tocando, pero ahora en un tono más bajo, mientras se retiraba hacia
una calle empedrada que estaba cortada al final. Al lado del escenario, había una
barra y en ella una joven camarera servía grandes jarras de cerveza a la multitud.
Flaco se sentó donde pudo y pidió una pinta. Todo apuntaba a que allí se iba a
interpretar una obra infantil. Un muchacho joven, vestido de clown, apareció
anunciando el inicio de la función.
La plaza se abarrotaba por momentos. Era evidente que allí había forasteros de todas
partes, pues a Flaco no le sonaba ninguna cara. Lo cual era una buena noticia,
pensaba Flaco, pues de ese modo también él pasaría desapercibido. Le gustaba
sentirse extraño en medio de las multitudes, allí donde uno sabe que nadie podrá
reconocerlo. En el ambiente se podía respirar el perfume de mujeres de mediana
edad y también se veían algunos hombres y mujeres más jóvenes que, no obstante,
permanecían en la periferia de la plaza, como si quisieran observar el espectáculo
desde lejos. '¡Buenas tardes a todos y Feliz Navidad!' -dijo ahora el clown, excitado,
y de inmediato dio paso a una especie de carroza de cartón de color rojo en la que
iban 'montados' los actores, que portaban largas levitas negras y sombreros de copa
extraños.
La obra trataba de un viejo granjero que había perdido a una oveja. La 'oveja', un
hombre de mediana edad apostado detrás de un cartón de color blanco con forma
ovina, esperaba en el fondo a hacer acto de presencia. A través de un agujero se
podía ver el rostro de la oveja, un rostro triste y apesadumbrado, al que parecía no
hacerle ninguna gracia encontrarse en semejante situación. El granjero se lamentaba,
y entonces aparecían unos clowns vestidos con largos trajes en los que sobresalían
las estrellas de la Unión. Los clowns intentaban conducir al granjero al lugar donde
se hallaba la oveja, que ahora simulaba encontrarse en un profundo agujero. Al
llegar a la fosa, arrojaban unas tiras de la bandera estadounidense a través de la cual
escalaba ahora la oveja. El granjero se reunía con la oveja y todos eran felices. Los
niños aplaudían, más a causa de las órdenes de sus abuelos que porque la obra les
entusiasmara. Flaco relinchó, como agotado y aburrido, y agotó el contenido de su
jarra. Cuando la joven camarera- quizá lo más atractivo allí- llenó de nuevo el vaso,
se apagaron de súbito las luces.
Una gran confusión reinó de pronto entre los asistentes. ¿Un fallo en la electricidad,
un apagón momentáneo, un truco de la propia obra? Se oyó un chasquido en la
tramoya y alguien gritó. Poco a poco, como si un volcán de pronto se levantara
sobre su propia falda, una sombra negra se izó en torno al escenario. La luz no había
vuelto aún, pero, de algún modo, esa figura estaba iluminada. Flaco sintió que los
vellos de la piel se le erizaban. Un hombre desnudo con cabeza de jabalí emergió
ante los asistentes. Estos seguían preguntándose por el fallo eléctrico, sin parecer
darse cuenta de lo que allí estaba sucediendo. Nada incitaba a pensar que se tratase
de algo normal. ¿Un hombre desnudo, delante de tantos niños? ¿Qué era todo eso?
Tras un segundo chasquido, surgió la segunda figura. Una mujer desnuda, con
cabeza de carnero, con los pechos ensangrentados, se levantó desde ninguna parte y
gritó. Era un grito de animal, un grito masculino, horrible, un grito monstruoso. En
el centro del escenario- los ancianos seguían cuchicheando ajenos a todo- apareció
de pronto otro hombre, también desnudo, con una cabeza de toro. Su falo estaba
erecto y no cesaba de reírse. Flaco se revolvió en su silla. Miró de pronto a todas
partes, pero allí...allí algo no iba bien.
Ahora la camarera se había convertido en una especie de ave, y a su lado un hombre
bicéfalo gemía y gemía y lloraba con la voz de un niño. Más allá lo mismo:
monstruos, pájaros deformes, jabalíes. 'Nunca mires de frente a un jabalí'. Flaco
debía huir de allí. Antes de decidirlo, ya estaba empujando a unos y a otros, pero
cuanto más intentaba zafarse, más parecía quedarse enfangado. Al fondo, solitario y
mirando fijamente una botella de whisky, Jack Torrance se reía, se reía y no cesaba
de escribir en la mesa. REDRUM, REDRUM, REDRUM. Flaco cerró los ojos y los
volvió a abrir tras unos segundos. 'Esto no está pasando, esto...' Al abrirlos de nuevo,
un silencio clausuró absolutamente todo.
De modo que las alucinaciones no se debían a una comida en mal estado, o a una
borrachera, o a otro tipo de intoxicación. Al parecer, Flaco había llegado al centro
médico por su propio pie- aunque no lo recordara en absoluto- y todo se había
zanjado mediante un simple diagnóstico de ansiedad. Flaco no sabía si esto era más
irreal aún que lo que él recordaba haber visto. ¿O lo había soñado? Se dio cuenta de
que últimamente no distinguía entre lo que le había sucedido en realidad y lo que
simplemente había aparecido en su cerebro como el contenido de un sueño. ¿Tenía
que ver todo ello con su 'segundo yo', con sus ausencias del verano? Probablemente.
Flaco comentó todo esto a los médicos, pero ellos conservaban la calma. Día de la
cita en el Hospital de Davenport: 12 de Enero. ¡Tenía que esperar hasta el 12 de
Enero! Pero no, a aquellos médicos provincianos- que parecían más veterinarios que
otra cosa- no le servían las explicaciones compulsivas de Flaco sobre los anteriores
episodios de su enfermedad, no les servían sus fallos de memoria, las brutales
alucinaciones que había- ¿o creía?- haber sufrido. En vano podía seguir luchando
para convencerles. Hasta el día 12 de Enero...¡qué lejos quedaba todo eso!
El vaso de Johnny Walker despegó de alguna parte y aterrizó sobre las manos de
Flaco. 'Necesito un médico'. 'Tiene un conejo impresionante'. Alguien a su lado,
cerca de la feria, tomaba un largo trago de ginebra o anís. Y decía exactamente esas
palabras que ahora Flaco recordaba haber escuchado en algún lugar. Al mirar su
reloj, se dio cuenta de que se había parado a las cinco de la tarde. Era ya de noche,
¿no debía relevar hoy a Vulgarius? 'Tú, chico, necesitas el perdón', escuchó ahora en
algún lugar, quizá más allá de la barra donde la muchacha joven, que antes se había
convertido en un buitre espeluznante, llenaba las bebidas para satisfacción de los
asistentes. Otra vez se escuchaba la banda, que ahora se dirigía directamente hacia
Flaco.
Flaco se retiró de su sitio para dejar paso a la 'Blackwoods Band'. Estaba formada
por hombres viejos, todos cansados, que parecían salidos de un cuadro de El Greco.
Aquellas barbas blancas y largas, aquellos párpados caídos y un rostro de
sufrimiento indecible, manifestaban bien a las claras que aquello, más que la
celebración del Día de Navidad, pertenecía a un suplicio oscuro, quizá inconfesable,
que convertía a los pobres ancianos en títeres abominables, en hombres dolidos y
sufrientes, en animales mordidos por serpientes; las lágrimas flotaban en el
ambiente, se podía escuchar incluso un gemido, un llanto desesperado, un grito
ahogado. Quizá eran simplemente los niños en el carrito que sujetaba aquella mujer-
¿no era 'Susana', la prostituta del Oligon?- o quizá solo era el aullido del viento en el
bosque, que reclamaba también la celebración de su fiesta. The star spangled
banner sonaba hasta la extenuación, cada vez más alto, como si fuera 4 de Julio y no
25 de Diciembre, aunque ahora parecía de hecho 4 de Julio. Flaco sentía un calor
asfixiante, pero le costaba andar, no podía andar, quería moverse de allí y no lo
lograba. Como si alguien manejara su voluntad, pidió otra bebida, aunque sabía que
era imposible que pudiera tomar más alcohol, imposible de todo punto. Buscaba en
el bolsillo del pantalón, buscaba algo, un papel, un papel que alguien le había dado
antes, y que tenía sentido encontrar ahora. Ahora. Ahora y luego. Luego debía
relevar a Vulgarius. '¿Qué hora es?'
Sorteó los setos que crecían de forma salvaje sobre las hileras de cable que protegían
el rancho y avanzó a tientas, escondiéndose de cuando en cuando bajo ellos. Tenía
que llegar al establo sin ser visto. Había gritado, sí, pero en vano. Aquellas voces
continuaban su extraña y agitada charla, como ajenas a la presencia de Flaco. Por
tanto, había que actuar de otra manera. Debía presentarse de improvisto allí y
sorprenderles. Entonces les apuntaría con la escopeta y no tendrían otro remedio que
abandonar su proyecto. Al fondo, se volvía a escuchar The star spangled banner.
'¿Por qué ahora?', se decía Flaco. 'JUSTO AHORA, maldita sea'. La música cubría
de algún modo el estruendo del fuego, así que Flaco permaneció acurrucado bajo un
seto. Quizá debiera salir corriendo de una vez hacia el establo, con el arma
apuntando a los canallas que habría allí, ocultos. Pero algo le hizo mantenerse en el
suelo. Al menos durante unos instantes.
Se escucharon unas salvas. Los fuegos artificiales ocuparon ahora el cielo completo,
oscureciendo la luz infatigable de las constelaciones. Entonces, Flaco se levantó,
como si esa fuera la ocasión que estaba buscando para hacerlo. Avisaba a gritos a los
asaltantes, aunque no los podía ver. Entró en el establo y los buscó, sin éxito.
El fuego se había calmado un tanto, pero aún amenazaba con extenderse. No se veía
policía ni ambulancia por ningún lado. Parecía que todo el mundo estaba demasiado
ocupado en aquella estúpida fiesta como para ir a ayudar a Flaco.
En una esquina, en la oscuridad del establo, se movía una sombra. Flaco avanzó
entre los canutos de madera desprendidos a causa del fuego, y abrió la compuerta de
madera para que pudieran huir los animales. Los cerdos salieron despavoridos y uno
de ellos casi arroja al suelo al propio Flaco. '¿Quién hay ahí?- amenazó Flaco.
Nervioso, torpe, tomó la escopeta y se dispuso a retirar el seguro. Y entonces falló.
Jimmy falló. Aquel seguro- ¿no lo había reparado Vulgarius?- no se retiraba, la
escopeta había dejado de funcionar. 'Maldita sea', se dijo Flaco, aunque no supo si lo
había dicho para sí o en voz alta. '¡Estoy armado!', bramó, aunque en su voz se
discernía perfectamente el temblor que produce la duda. Siguió andando hacia la
esquina. Incluso podía escuchar una respiración a través de las crepitaciones del
fuego. '¿Hay alguien ahí?'
Flaco se resbaló de nuevo y cayó al suelo, entre pedazos de madera que aún ardían.
Su pantalón comenzó a arder. Flaco se movía de un lado a otro, gritando, asustado,
preso del pavor más absoluto, intentando que el fuego desapareciera de allí. Cuando
lo logró, estaba desorientado. Pero entonces localizó de nuevo la sombra. Sí, allí, en
un rincón oscuro del establo, permanecía el intruso. No parecía que hubiera nadie
más allí, además de él. Se dirigió de nuevo hacia la esquina, pero manteniendo una
distancia prudente. Entonces, desesperado, decidió acabar con aquello. A grandes
pasos, a zancadas, enfiló directamente hacia el último espacio que aún no ardía en el
interior del rancho, y donde había visto por última vez la sombra.
Al llegar, cerró los ojos e imaginó el golpe que deberían darle. En vano. Allí no
había nadie. El fuego ya se había comunicado al resto del rancho. Vio entonces
como ascendía ya por las escaleras, hacia el barracón. Salió por la otra compuerta y
se dirigió hacia allí.
Casi estaba a punto de salir del establo. Pero un corte en su estómago, una especie
de chasquido brutal de la carne, le hizo tambalearse y dar traspiés hasta caer debajo
de un seto. Se tocó y vio con nitidez la sangre, ahora iluminada por los fuegos
artificiales de la feria. Tenía una herida voluminosa y morada en el vientre. Intentó
incorporarse pero también eso fue imposible. Solo podía mirar hacia el cielo, justo
allí donde ahora los fuegos artificiales estallaban en cientos, miles de colores de toda
clase. Una mano -una mano de niño- apareció entonces en el horizonte de su visión.
Portaba un cuchillo de grandes dimensiones y estaba manchada de sangre. Escuchó
la risa de fondo y entonces lo vio. Allí había un muchacho, cuyo rostro era visible
ahora gracias a la luz oblicua de los fuegos de artificio. 'Danny Kornei', acertó a
decir Flaco, justo un segundo antes de perder la conciencia.
10
La sala era luminosa, de una intensidad que Flaco no recordaba haber visto jamás.
Los destellos provenían de un gran ventanal, que daba a una calle transitada y
cubierta de robles desnudos. A través del ventanal se podía observar un cielo puro,
azul como el mar, en el que no cabía una sola nube. A su lado, una máquina
controlaba las pulsaciones y emitía un sonido persistente. En el vano apareció una
mujer de unos treinta años, de cabello rubio y largo y con una sonrisa luminosa en
los labios. '¿Cómo se encuentra, señor Wachternight?'. En sus manos traía una
bandeja de aluminio con un sándwich de pollo, patatas fritas y ensalada. Dejó la
bandeja a un lado e introdujo un termómetro en la boca de Flaco.