Un hombre de 39 años llega a mi consulta en el Hospital de Día luego de
haber intentado suicidarse: quiso arrojarse bajo las ruedas de un tren. Relata su padecimiento; ha perdido todas sus fuerzas y las ganas de vivir. Se encuentra en un permanente estado de inquietud y desesperación; aunque pasa gran parte del día en la cama, no logra dormir más que unas pocas horas. Hace diez años se produce un acontecimiento a partir del cuál se inician los trastornos. Un cirujano le recomienda someterse a una intervención quirúrgica debido a una hernia inguinal. Se trata de un médico conocido, el mismo que atendió a su padre fallecido hace quince años. Acepta dócilmente la indicación. El día de la operación padece de una crisis de excitación psicomotriz, por la que es internado durante tres meses. La operación será pospuesta. Para el paciente este hecho no tendrá ninguna relación causal con el episodio desencadenado ni con los fenómenos que surgirán posteriormente. Será luego de varios meses de tratamiento que relatará este suceso sin otorgarle demasiada importancia. Dos años más tarde conoce a una mujer mayor que él. Luego de intentar mantener relaciones sexuales con ella (era la primera vez que lo hacia con una mujer, ya que anteriormente solo tuvo relaciones con hombres más jóvenes) comienza a escuchar voces. Las voces se dirigen a él, no sabe por qué ni qué pretenden. Comienza un período de perplejidad y de intensa confusión. Paulatinamente las voces se reducen a una sola, siempre la misma, que le indica qué debe hacer cada día. En este momento se le revela el misterio que cambiará su vida: se trata de la voz de Dios. Dios le habla y lo guía. Se siente tranquilo, seguro, acompañado; iniciándose un período de estabilización que dura casi tres años. No se produce ningún trabajo de subjetivación delirante. El Fenómeno Elemental mismo resulta suficiente para ordenar el mundo del sujeto. Pero este acuerdo llegará a su fin. Una noche, de un modo súbito e inesperado una voz diferente le informa: El Padre te juzgará.
Bajo la forma de un "dejar plantado", las voces desaparecen
definitivamente. Su anhelo de que vuelvan se transforma en vana espera, cayendo en la desolación e intentando terminar con su vida. El estado del paciente en las primeras entrevistas era correlativo a la certeza delirante de haber padecido una pérdida irreparable. Por momentos, la deflación libidinal concomitante le otorgaba al caso un rasgo melancólico que evocaba "ese trastorno en la articulación más intima del sentimiento de la vida" que nos señala Lacan con relación a 1 Tomado de: www.psicoalvarez.org Schreber. En otras ocasiones, sus dichos devenían una metonimia incesante en la que hablaba de su vocación religiosa, de su bondad altruista, de la belleza de la vida; para afirmar a continuación con una ironía involuntaria y sin registrar contradicciones, la inexistencia de Dios, la vacuidad de los hombres y que solo deseaba morir y terminar con todo. Sin duda una buena oportunidad para evaluar el alcance de la expresión de Lacan, según la cuál para el sujeto esquizofrénico todo lo simbólico es real. Durante las primeras entrevistas mi lugar se fue constituyendo como el de aquél que escucha y este hecho producía en el paciente cierto alivio a través de una sugestión favorable, pero de corto alcance ya que era obvia su ineficacia sobre los fenómenos de goce. Por otra parte no había en el paciente ningún atisbo de implicación subjetiva. Era claro para mí, que una maniobra que diera lugar a la emergencia de algo distinto era necesaria. ¿Pero cuál? Finalmente, ¿por qué venía a verme? Esta pregunta, no deja de tener relación con la pérdida sufrida por el paciente. Es entonces necesario intentar ubicar qué es lo que este sujeto ha perdido al perder la voz. Dicho de otro modo, se trata de precisar la función que ha cumplido el Fenómeno Elemental, devenido durante un tiempo el partenaire privilegiado en la economía subjetiva de este paciente. Las coordenadas del desencadenamiento muestran al sujeto frente a la imposibilidad de responder ante lo que se presentifica como una amenaza de castración en lo real. Ya sea cuando se trata de la indicación de cirugía por parte del médico del padre o en el encuentro con el cuerpo de una mujer en una relación sexual. En ambas situaciones, el sujeto se ve confrontado con el vacío promovido por la forclusión; siendo en la segunda oportunidad que se produce la emergencia del fenómeno alucinatorio. Respecto de este fenómeno es notorio que pueden diferenciarse dos momentos diferentes. Un primer tiempo en el que se produce la emergencia de las voces y un segundo, que se corresponde con la atribución subjetiva a las mismas. Dos tiempos que indican el pasaje, en una economía mínima, de la perplejidad a una estabilización efectiva determinada por la estructura. La atribución subjetiva instaura, una localización del sujeto con relación a un Otro, promoviendo una fijación de sentido y goce sin el recurso de una elaboración delirante. Se logra una solución a la que el sujeto ofrece un consentimiento decidido. Estar entregado a Dios lo preserva de la xenopatía, del tormento de padecer una imposición enajenante. Es el trayecto a partir del cuál puede darse un viraje del "eso habla de él" a un Otro que al dirigirse al sujeto, lo fija en una posición. Al perder la voz, el sujeto pierde al Otro, y con éste, su posición. Ante el vacío generado con su retirada, el sentimiento de una desposesión fundamental parece adquirir el carácter de una certeza inconmovible. Sin embargo, un llamado comienza a insinuarse. Al poco tiempo de iniciados nuestros encuentros, comienza a faltar con cierta frecuencia, estableciendo una discontinuidad que consideré plausible de ser utilizada.
En una sesión, luego de faltar a dos anteriores, reitera su breve relato
monocorde acompañado de la conclusión ya conocida: solo espera la muerte. En este punto doy por concluida la sesión y le manifiesto, sin ninguna solemnidad, como un comentario hecho al pasar, que si vuelve a faltar sin avisarme voy a dejar de atenderlo. Ante su sorpresa, le informo que razones administrativas del hospital así me lo exigen.
La próxima vez lo encontraré esperándome frente a mi consultorio;
temblando y sudoroso me informa que está resfriado, tiene fiebre pero ha dejado la cama para venir a decirme que quiere que lo siga atendiendo. Acuso recibo y luego de ponernos de acuerdo sobre las ventajas del uso del teléfono, nos despedimos. A partir de este momento se establece un viraje importante en la cura; iniciándose una etapa de ordenamiento y reconstrucción de su vida cotidiana. Poco a poco conforma un circuito de actividades y relaciones con diferentes personas o grupos. El hospital de día, la iglesia del barrio, la unidad básica, un trabajo de mozo en el que no se considera empleado sino amigo del dueño, etc. Los encuentros conmigo se ubican en relación y por fuera de ese circuito; un lugar diferente para hablar de lo que hace y le sucede con sus nuevas relaciones. Escucho sus relatos con interés, pero sin asentarlo por el camino de cualquier clase de voluntarismo o sobreesfuerzo al que por momentos se muestra proclive. Las sesiones en este periodo operan como una suerte de "punto de capitón", de pausa que permite recomenzar. No se trata de lo que el paciente elucubra como saber, sino de la función de regulación de goce que adquieren las sesiones. A partir de los efectos que tuvo mi intervención, pienso que la misma logró introducir un cambio en las condiciones que se le imponían al sujeto al dirigir su demanda, esto es, ofrecerse como un objeto sufriente y mortificado. A partir de esta operación de desalojo, quedarse en la cama dejó de ser lo mismo que faltar a sesión, en la medida que esta falta se volvió susceptible para este sujeto, de entrar en una contabilidad afectada a consecuencias. Poco a poco el paciente obtiene una cierta estabilización a partir de la cura. Sin embargo, un nuevo "mal encuentro" mostrará la fragilidad y los limites de la misma. Luego de dos años de tratamiento inicia una relación amorosa con un compañero del hospital. Este hombre es todo lo bello y bondadoso que él quisiera ser. Sentirse correspondido lo colma de felicidad y esperanza. Pero su pareja luego de un tiempo lo abandona; la desolación retorna empujándolo nuevamente hacia la muerte. Excederse en el consumo de psicofármacos, fumar compasivamente con la idea de enfermar de cáncer, contraer el SIDA, son ahora los temas que lo ocupan. Un día, se entera por el periódico que en el Hospital de Pediatría se busca un donante de hígado para un niño que necesita un transplante con urgencia. Se presenta a los médicos y ofrece su hígado. Cuando le explican que no pueden aceptarlo porque si se le extrae el hígado se muere, exige a los gritos que es efectivamente eso lo que quiere. Ante la negativa se muestra conciliador: que le quiten al menos un pedazo. El personal de vigilancia lo acompaña hasta la puerta y agitado viene a verme al hospital. Relata este episodio en la sesión con un tono serio y sombrío. Lo escucho atentamente y cuando ha concluido, rompo el silencio denso que se ha generado, exclamando de un modo divertido: ¡La cara que habrán puesto los médicos al escucharlo! Tocado por estas palabras inesperadas se ríe animado, aceptando luego mi ofrecimiento de verlo diariamente. De este modo, encuentro en la ironía determinada por la estructura, un recurso paradójico que me permite en esa oportunidad alojar nuevamente su llamado modulando las condiciones que se le imponen al sujeto. También aquí la operación es pospuesta. Pero no por mucho tiempo. Un período de apaciguamiento culmina con el retorno de un viejo proyecto: operarse de hernia. El mismo cirujano de hace años se lo ha propuesto a partir de un encuentro fortuito. Está dispuesto a hacerlo; claro que no se trata de su salud ya que la operación no es urgente. Se trata de morir en la anestesia. Es una prueba, si Dios lo quiere muerto, morirá en la operación. En caso contrario vivirá a pesar de todo. Cómo no evocar en este momento la sentencia final de la voz, antes de abandonarlo: "El Padre te juzgará". En esta oportunidad, me opongo con firmeza. No a la operación, sino al argumento. Si Dios lo quiere muerto, no necesita esperar a que él se someta a la cirugía, salvo que tenga una explicación que estoy dispuesto a escuchar. Acepta pensarlo un poco más. Luego de unos días me informa de la solución que ha encontrado: "Dios va a operarme". Qué decir de esta solución sino que es precaria y transitoria. Como sabemos, Dios no opera, a menos que sea inconsciente; y evidentemente no es el caso. Tampoco se trata del Dios de Schreber, surgido de un arduo trabajo de subjetivación delirante, que viene a suplir la función paterna forcluida. Como señala J.A.Miller: "Si no hay discurso que no sea del semblante, hay un delirio que es de lo real y es el del esquizofrénico” (1) Efectivamente, es a partir de tornar en cuenta esta perspectiva, que puede ubicarse la función de la cura en este sujeto. No se trata del saber producido en la misma a través de una subjetivación de los fenómenos de goce, sino del análisis mismo cumpliendo una función de suplencia que le permite al sujeto sostener una relación al semblante.
EPILOGO
Luego de varios meses la hernia comienza a producirle dolor y el bulto
aparecido en la ingle deviene una formación que le resulta inquietante. Apoyo ahora su idea de acudir a la cirugía. Se trata de una intervención que venga a remediar algo en su cuerpo. Acompaño este proyecto, proponiendo que la misma se realice en el servicio de cirugía del hospital. La operación se lleva a cabo con éxito y el paciente se recupera rápidamente.
Después de muchos años encuentra por fin un estado de tranquilidad y
sosiego que le resulta reconfortante. Consigue un trabajo y nuestros encuentros se hacen cada vez más esporádicos, hasta que por fin concluyen, luego de manifestarme que vendrá a verme si lo necesita. En un par de oportunidades nos hemos encontrado en el hospital. Parecen encuentros casuales, ya que según él, viene a hacer tal o cuál diligencia. Por mi parte sospecho que la diligencia que lo trae es la de constatar que continúo estando allí. _____________________ (1) Notas: J. (1) A. Miller, Ironía en UNO POR UNO Revista Mundial de Psicoanálisis. Marzo-Abril de 1993. pag.7