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La mujer del segundo se acercó a la ventana para ver cómo caía la tarde mientras hacía

su llamada. Necesitaba contar que aquella mañana su hijo la había vuelto a asustarla con
otro libro en blanco, sin una gota de tinta. Tirándolo sobre la mesa donde ella comía
(como siempre sola), el hijo, agitado, gritó: ves, este es otro de los libros del hombre del
tercero.

Intenté adivinar qué libro podía haber sido, continuó la mujer sin volverse hacia interior
de su casa, pero me miraba tan nervioso, esperando de mí algo que no sabía bien qué era
que acabé casi balbuceando que en ese piso no vivía ningún hombre sino una mujer.

La voz que estaba al otro lado del teléfono conocía bien al hijo de su amiga y conocía
mejor aún la obsesión que tenía este por lo que sucedía en el tercero. Sabía que todo
empezó algunos años atrás, cuando la del tercero solo era un chaval que se equivocó al
fijarse en él. El hijo consideró aquella atención como un insulto o una amenaza y acabó
golpeando al chaval. Fue entonces cuando el hijo reparó en uno de los libros que se le
habían caído a este por el rellano del portal: uno de esos libros sin palabras.

La amiga, que sabía todo eso, le dijo que no se preocupara. ¿Qué más le podía decir?

La mujer del segundo se quedó en silencio un rato, tal vez llorando. Luego continuó
contándole que su hijo empezó a preguntar por qué todos los que pasaban por tercero
andaban de aquí para allá con libros sin tinta. No creo que una cosa así se dé mucho,
madre, decía el hijo, y menos en el mismo sitio. No sé si es la casa que lleva ahí los
inquilinos o que…bueno, creo que es imposible que sean la misma persona: un marica
de 1,50 y ahora una mujer de metro ochenta que tiene más espalda que yo.

No se ya qué hacer, ni qué decir, dijo la mujer mirando como empezaban a encenderse
las farolas de la calle e imaginándose a sí misma como una de aquellas personas que
andaban entre la multitud hacia ningún sitio.

No te preocupes, de verdad, contestó la amiga. ¿Sigue en tu casa? No, respondió la


mujer del segundo. Se ha ido cuando te he llamado. La amiga que estaba al otro lado del
teléfono le preguntó de dónde había sacado el libro pero eso el hijo no se lo había dicho.

Él había subido a la azotea del edificio, desde donde se podía saltar con facilidad a la
terraza del tercero. Después solo tenía que abrir unas puertas de cristal corredizas. Sin
embargo, ahora no sólo encontró las pilas de libros tirados por el suelo sino también a la
vecina delante de su esqueleto tejiendo en sus huesos palabras a medida que las sacaba
de los libros:

Tu hijo está aquí. Dijo la amiga mirando al chico a los ojos.

La madre, al otro lado del teléfono, permaneció callada. Tomó aire y dijo mirando al
asfalto de la calle que se alargaba enfrente de su ventana: pues préstale un libro.

Final precipitado, no se ve lo que pasa. Acercarse más al vecino. No se entiende bien.


Falta recorrido.

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