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Luciernaga y Los Centinelas Del Faro Ult
Luciernaga y Los Centinelas Del Faro Ult
Y L O S C EN T I N EL A S D EL FA RO
JOAQUÍN ANGUITA
LUCIÉRNAGA
Y LOS CENTINELAS DEL FARO
7 de junio de 1980
Ocurrió durante la madrugada y en el Himalaya, antes de la sali-
da del sol. Mientras el resto dormía, alguien abrió lo que no debía
y entonces el mal se desató, inimaginable. De las entrañas de la
Tierra regresó la niebla, barriendo el polvo de mil años, y en un
instante se convirtió en la embajadora del horror.
Hasta entonces ahí se escondía un templo majestuoso, eleva-
ción del espíritu y exponente de las artes. Pero a partir de esa no-
che, de esa terrible noche, las ruinas se impusieron para siempre.
Los monjes lucharon vehementes contra un ángel caído, contra
un ser abominable que solo quería destruirlos, y cuando volvió a
salir el sol, él ya había logrado su cometido.
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PRIMERA PARTE
“Una palabra me fue traída
furtivamente, y mi oído percibió un
susurro de ella. Entre pensamientos
inquietantes de visiones nocturnas, cuando
el sueño profundo cae sobre los hombres, me
sobrevino un espanto, un temblor que hizo
estremecer todos mis huesos”.
Job (extraído de la Biblia por Faro)
CAPÍTULO 1
AMANECER
25 de marzo de 1996
Almagro amaneció con otro día gris. El sol volvió a ocultarse bajo
las mismas nubes de toda la semana, que hoy estaban incluso más
densas. Pero eso no detuvo la rutina. Los pájaros se posaron sobre
los cables de electricidad e iniciaron sus cánticos. Cacho, el del
kiosco de revistas, fue el primero en abrir su negocio y luego le
siguieron los porteros baldeando las veredas.
El barrio ansiaba con despertar, quería dejar atrás la noche y
volver a la vida. Pero no todos los vecinos estaban en misma sin-
tonía, algunos todavía no podían desprenderse de la oscuridad.
Rafael Machado era uno de ellos. Un adolescente que vivía
en el corazón del barrio y que estaba teniendo problemas con su
sueño. Se revolcaba de acá para allá, lanzando espasmos con la
cabeza y aferrándose a la frazada...
¿Dónde estoy? —se preguntaba mientras viajaba por la nada
misma, cayendo por un espiral de oscuridad. No se acordaba de
la última vez que había visto la luz, hacía rato que lo venía escar-
mentando una infinita negrura. En cada punto que divisaba, en
cada ángulo que trazaban sus ojos, no había nada más.
Después de un buen rato algo apareció. Rafael vio un pequeño
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punto blanco por debajo de sus pies. Luego éste se agrandó, con-
virtiéndose en un suelo cuadrille lleno de bultos extraños. Cuando
descubrió que se trataba de un tablero de ajedrez, ya lo había im-
pactado precipitadamente.
Aunque la superficie era dura como el granito, el impacto no le
dolió, y al levantarse se dio cuenta de que había caído en un casi-
llero blanco del centro. Miró hacia los costados: estaba parado en
medio de un campo de batalla. Dos ejércitos le cerraban el paso,
uno era negro y el otro blanco. Todas las figuras lo duplicaban en
tamaño y lucían sumamente exquisitas, cinceladas al mejor estilo
barroco. Rafael se detuvo ante su belleza y luego por inercia ante
el rey blanco, quien lo miraba fijo desde su torre de marfil.
De pronto la figura del rey se ensombreció. Y luego pasó lo
mismo con el resto de las piezas. Rafael miró hacia arriba y vio
algo increíble, una mano gigantesca acercándose, y que parecía
querer atraparlo.
Antes de que lo hiciera, un ruido lo rescató. Se levantó de la
cama de un tirón, agitado, y aturdido por el despertador.
—Mierda... —balbuceó, y lo apagó. Hacía tiempo que no te-
nía una pesadilla tan real. Se frotó las lagañas, bostezó, y cuando
se volvió hacia la mesita de luz para dejar el despertador, ahí se
topó con la foto enmarcada de unas viejas vacaciones en Mar del
Plata. Lo curioso era que mientras él y su madre sonreían, la ex-
presión de su padre era una incógnita, había sido arrancada con
brutalidad.
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CAPÍTULO 2
29 de marzo de 1996
El maltratado adolescente por fin despertó. Sus ojos negros, tími-
damente revelados, acabaron con lo que hasta ahora había sido un
largo descanso. Abajo derramaban una opacidad violeta que se los
deglutía. Arriba, entre medio de las cejas, sobresalían dos cuernos
como de Satanás. Le dolía de solo gesticular.
Estaba sólo en su habitación, a oscuras, pero gracias a los rayos
del sol que se filtraban por debajo de la ventana, supo que era de
día. ¿Qué hago acá? —se preguntó, y mientras intentaba recordar
algo más, lo que sea, el chirrido de la puerta lo interrumpió.
Era Arturo, entrando a ladridos y abalanzándose sobre la
cama. Puso su hocico por encima de las sábanas y Rafael, como
una figura de acción de mala calidad, le extendió el brazo sin
articularlo. Mientras lo acariciaba, llegó otro ruido de la puerta.
—Al fin despertaste... —dijo su abuela, con una bandeja en las
manos— buen día.
—Hola... —dijo Rafael, todavía medio dormido— ¿qué día
es hoy?
—Sábado —Rafael se quedó pensando. Y se sobresaltó.
—¿Qué? ¿Tanto me dormí?
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Por la tarde Rafael no hizo más que escuchar las risas alocadas
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ya había salido. Luego ella miró a la botella que tenía entre sus
manos y a sus amigas. Dormían profundamente sobre las sillas de
la cocina, hasta que Arturo empezó a ladrar.
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• UNA VISITA INESPERADA •
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2 de abril de 1996
Miércoles aburrido en el colegio. Las chicas se habían ido tempra-
no al club por un torneo de vóley y Dante había faltado, de nuevo.
Rafael no lo había visto en toda la semana y ya estaba empezando a
pensar que a lo mejor había seguido la suerte de Alan. Según los de
su colegio, Alan Soriano no había vuelto a aparecer desde aquella
tarde en la plaza. Fue como si se lo hubiese tragado la tierra.
Rafael miraba expectante mientras las agujas del reloj se mo-
vían, muy lentamente, a punto de acariciar su libertad. Cuando
el timbre por fin sonó se puso la mochila y salió rápido. Tanto
aburrimiento lo había superado.
—Che, Rafael —dijo Guido cuando llegaron a la salida—, ¿no
estás para un picadito?
—¿Cuándo?
—Mañana, a las seis, en El Portón.
—Puede ser. Te aviso —y en lo que Guido se alejó con la pelota
bajo el brazo, Rafael tomó la otra dirección. No hizo más de dos
cuadras y empezó a sentir que alguien lo estaba siguiendo.
Eran unos pasos pesados, y cuando Rafael se volteó vio a un
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CAPÍTULO 3
LA VERDAD
17 de abril de 1996
Uno, dos, uno, dos. Rafael le pegaba a la bolsa al ritmo de su
bronca, imaginándose a la cara de Alan Soriano en ella. Después,
de a poco fue perdiendo potencia, sentía que los brazos se le entu-
mecían y finalmente lo abandonaron. Fueron a parar a las rodillas.
—¿Qué pasa? ¿Ya te cansaste? —preguntó su entrenador—
¡Dale, la niebla no te da un respiro!
Ya hacía más de dos semanas que lo entrenaba. Venían reu-
niéndose todos los días, incluso fines de semana, y solamente te-
nían como descanso los miércoles. Desde aquella vez, a la salida
del colegio, aquel extraño vagabundo le había prometido que si
entrenaba duro le contaría los secretos de la niebla, y Rafael había
aceptado. Más después de enterarse de quién era él en realidad.
Quien le gritaba era nada más y nada menos que Facundo
“Mano de Piedra” Morales, un ex boxeador y triple campeón del
mundo, que se había retirado de joven por causas desconocidas.
Peleaba como los dioses.
—¿Listo? —preguntó Facundo al ponerse los guantes.
—Vamos.
Rafael rió, y después, cuando subieron al cuadrilátero, su cara
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• LA VERDAD •
18 de abril de 1996
—¿Así te vas? —le preguntó la abuela a Rafael cuando lo vio irse
con la chomba del colegio hasta la puerta. Recién había terminado
de desayunar.
—Sí, ¿qué pasa?
—Está fresco afuera. Hay un viento terrible. Mejor llevate el
buzo que te vas a enfermar. —Rafael la miró, se detuvo, y luego
siguió hasta la puerta riéndose.
Al cerrar la puerta supo que tenía razón. En la calle hacía un
frío de morirse. La temperatura era baja, pero más baja parecía
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• LA VERDAD •
Al bajarse Rafael volvió a ser víctima del frío, una vez más
las ráfagas lo sacudieron. Luchó contra ellas en sentido contra-
rio y luego de dos cuadras se detuvo frente a aquel edificio su-
cio y abandonado. Un cartel con luces de neón apagadas decía:
“GIMNASIO”, y más arriba, el balcón se arqueaba hacia abajo
como un bandoneón a punto de caerse.
Rafael sacó una llave de su bolso y abrió la puerta, entonces se
encontró con un túnel hacia el pasado. En el extenso pasillo había
fotos enmarcadas por todos lados. En ellas se veía al campeón,
siempre sonriendo y recibiendo distintos tipos de cinturones de
colores. Cuando el viaje en el tiempo se terminó, Rafael se reen-
contró con aquel hombre, aunque mucho más deteriorado y con
una botella de cerveza entre las manos.
—Buenas... —dijo Rafael, Facundo escondió la botella.
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• LA VERDAD •
19 de abril de 1996
—¿Otra vez te peleaste? —le preguntó Sol a Rafael después de ver
la enorme contusión de su frente.
—Sí, pero esta vez fue entrenando.
La voz del profesor de educación física los interrumpió. Ya ha-
bía llegado al aula. Voltearon y se encontraron con un hombre de
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• LA VERDAD •
Esa tarde Rafael salió temprano del colegio. Y con tanto tiem-
po libre no supo qué hacer ni a dónde ir. Pensó en volver a su casa,
donde seguro se aburriría, así que mejor optó por ir un rato antes
al gimnasio. A fin de cuentas ahí iba a terminar su día. Se tomó el
colectivo y partió hacia Flores.
Tarareaba una canción de Viejas Locas mientras llegaba al edi-
ficio abandonado. Pero de pronto, un sismo lo calló. Los ruidos
provenían de allá así que se acercó a las corridas. El bandoneón
se movía insaciablemente y una arenilla caía de sus barandas.
Entonces Rafael, imprudente, siguió corriendo hasta la puerta.
Cuando la abrió vio que los cuadros del campeón temblaban de
manera estrepitosa, y que algunos ya estaban en el piso.
—¡Facundo! —gritó desde ahí, nada— ¡Facundo! —volvió a
decir, ahora con más fuerza. Corrió por el pasillo hasta el salón y
notó que no había nadie, y que los sismos, todavía incesantes, se
agudizaban en las escaleras del fondo.
Rafael tragó saliva y se acercó. Se aferró a las barandas. Subió
con la mirada fija en la puerta de arriba. Lo hizo agazapado, bus-
cando no perder el equilibrio, y cuando llegó y abrió la puerta, vio
una imagen que jamás se olvidaría.
Su profesor estaba arrodillado, con las palmas en el piso, y unos
cuernos enormes lo encerraban formando una jaula de piedra. De
fondo había otras figuras más grandes, de piedra también. Luego
la puerta chirrió, y Facundo se volvió hacia él.
—¿Qué hacés acá? —fue rápido hacia la puerta. Estaba trans-
pirado, lleno de venas y con los ojos desencajados.
—Me largaron antes del colegio y...
—¡Y nada! ¡Vos no podés estar acá! —Facundo cerró la puerta
y se quedó mirándolo. Rafael, que jamás había visto esa expre-
sión en su rostro, retrocedió lentamente. Luego bajó las escaleras y
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que había sufrido aquella vez en la plaza. “La próxima vez que veas
una injusticia y mires para el otro lado como hacen todos”. Aquellas
palabras hacían estragos en su mente, sacudiéndolo como un eter-
no terremoto, llevándolo directamente a la noche del asesinato de
Lola. Pensó en la inoperancia de la policía y en la impotencia que
sintió en ese momento. Pensó en que él hubiera querido hacer
algo para salvarla. Entonces, y tras renegar de su orgullo para dar-
le paso a la sangre caliente que fluía por sus venas, Rafael colapsó.
Gritó.
—¡Pará! ¿Qué es un centinela?
—¿No te habías ido? —durante el tiempo que Rafael se había
quedado pensando, Facundo ya le había dado la espalda, y aho-
ra levantaba uno a uno los cabezales que se habían caído con el
sismo.
—No, decime.
—Para eso vas a tener que confiar en mí, y seguir entrenando.
—¿Cómo? ¿No era que ya estaba listo?
—Hasta ahora solo dominaste tu cuerpo, te falta dominar tu
energía espiritual.
—¿Y cómo hago eso? —Facundo se acercó hasta Rafael y dejó
caer su mano de piedra en su hombro.
—“Eso” —apretó—, eso es lo que vas a aprender de ahora en más.
10 de mayo de 1996
Tres semanas pasaron desde aquella revelación, la que había cam-
biado por completo el eje de su rutina. Ahora los entrenamientos se
focalizaban en otras cosas, como en la meditación, y Facundo, poco
a poco, fue introduciéndolo en un mundo nuevo, en uno donde las
leyes de la naturaleza eran otras. Le enseñó que la energía espiri-
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CAPÍTULO 4
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13 de mayo de 1996
Mañana radiante. El sol brillaba desde lo más alto y bañaba con su
luz a los jardines y mausoleos, y también a las caras que estaban ahí
reunidas. Ninguna hablaba. Solo miraban en silencio a un ataúd
repleto de flores. El padre Antonio subió al atril para decir unas
palabras. Con ojos benevolentes miró a cada uno de los presentes,
familiares, allegados, y centinelas.
—Nos hemos reunidos hoy aquí para velar a José Giménez,
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CAPÍTULO 5
NOCHE ESTRELLADA
17 de mayo de 1996
El despertador terminó con la armonía de la habitación. Sol en-
treabrió los ojos pero quería seguir durmiendo: otra semana en la
que su negatividad volvía a presentarse. Era tenaz, casi caprichosa,
pretendía escaparse de la rutina debajo de las sabanas.
El lunes llegó con el chirrido de la puerta. La voz de su madre,
dócil pero resuelta, se coló por detrás de ella.
—Buenos días Sol...
—¡No! Por favor, ¡cinco minutos más!
La madre se fue de la habitación y entró en la de su hijo me-
nor. Ella nunca se cansaba de la rutina, es más, la encontraba
agradable. Mientras lo despertaba, Sol apoyó su oído contra la
fría pared y escuchó lo que le decía. Se rió porque eran las mis-
mas palabras y porque no era la única que quería seguir pegada
a la almohada.
El tiempo de gracia se cumplió y ella, como buena hermana
mayor, se levantó a dar el ejemplo.
—¡Vamos, vago! ¡Levantate! —le dijo a su hermano después
de verlo boca abajo contra la almohada.
—¡Pará nena! Quiero dormir un poco más.
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el brillo del sol las iluminó. Las caras de los santos y las vírgenes
lo calmaron, y por alguna razón cambió de opinión. Al llegar a la
esquina, el Volvo dobló a la derecha.
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El sol brillaba con fuerza en lo alto del club. Esa tarde había
tomado al otoño por sorpresa y su luz, pura y nítida, llenaba de
vida todo lo que tocaba. El pasto relucía con más fuerza y las
hojas, que venían desfalleciendo con el soplo de una simple brisa,
hoy parecían estar bien aferradas.
Parecida era la situación del adolescente que estaba arriba de
un árbol, por nada del mundo quería moverse. Estaba echado
contra una rama gruesa y un techo de hojas amarillas le servía de
sombra. Cuando de tanto en tanto algunos rayos se filtraban, éstos
descubrían a un ser de cara reflexiva, melancólica, que miraba su
reflejo en el objeto brillante que tenía entre sus manos. Veía más
allá, veía a Pepe, y a su familia...
—¡Era obvio que estabas acá! —dijo Sol— ¡Dale, bajate que
te están buscando todos! —Rafael no contestó y ella se acercó al
tronco— ¡Ah! ¡El silbato de Hernán! Lo tenías vos...
—¿Lo querés? Tomá... —y lo dejó caer entre sus dedos. Cayó
al pasto.
—¿Y yo que hago con eso? Ah, bueno... no podés ser más pen-
dejo —Sol levantó el silbato. Después dio media vuelta y caminó
hacia donde estaban los demás.
Mientras se iba, Sol escuchó un ruido pesado contra el pasto,
justo detrás. Se volteó y vio que Rafael no solamente había bajado,
sino que también caminaba hacia ella. Sol se quedó en el lugar,
primero por sorpresa y después por los ojos de Rafael, tan tristes
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CAPÍTULO 6
20 de junio de 1996
Hoy habían llegado temprano, a eso de las siete. Donde termina-
ba el pasto y le seguía el asfalto, donde nacía el extenso camino
que después se dibujaba como una serpiente a lo largo del parque,
ahí se asentaron los travestis. Se dividieron en grupos y empeza-
ron a sacudir sus enormes pechos de plástico, un tanto por el frío
y otro más por su trabajo. Al rato aparecieron los autos.
Después de una interminable jornada, un cliente más se pre-
sentó, lo hizo caminando. Apareció por la curva de la calzada y
el reloj de Lulú, la que estaba más cerca, marcó las tres cuando lo
vio. Estaba oculto, apresado bajo una capa de humo, y su figura
lucía difusa y enigmática. Avanzaba rápido mientras el violeta le
cortaba la cara.
Aunque su identidad era un misterio, sus intenciones no. O eso
era lo que pensaba Lulú por la velocidad con la que caminaba.
Cuando llegó, ella les hizo unas señas a sus compañeras y la deja-
ron sola. Terminó su cigarrillo y se acomodó su vestido de leopardo.
—Hola papi... —susurraron sus enormes labios de coláge-
no— ¿qué querés que te haga hoy? —pero el recién llegado no
contestó. Tan solo señaló el árbol que quería y fueron hacia él.
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• UN DESTRIPADOR EN LOS BOSQUES •
27 de junio de 1996
Recién una semana después, aquel homicidio salió a la luz. Fue
cuando dos casos exactamente iguales se repitieron. Entonces la
policía se puso a investigarlos y, como no pudo ser de otra forma, la
prensa también. Un diario conocido tituló:
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rajo te creés que sos para venir acá, a nuestro laburo, y preguntar
por ese enfermo?
—No entendés...
—¡No! ¡Vos no entendés! ¡Tomatelás!
—No —respondió sin vueltas. Las demás se sobresaltaron.
—¿Cómo? —y de su cartera sacó a relucir una navaja— ¿No
me escuchaste? ¡Volá de acá!
Luciérnaga no se movía, la miraba fijamente. Ella lo amenaza-
ba con la navaja muy de cerca, moviéndola de lado a lado, como
una gitana, y cuando el frío de la hoja rozó su nariz, Luciérnaga
respondió:
—No me voy nada. Ese enfermo mató también a un amigo
mío, así que no me jodas y metete ese cuchillo en el culo.
Sus compañeras se sobresaltaron aún más, y ella le devolvió la
mirada con igual intensidad. Pasaron unos segundos de absoluta
tensión y ella misma rompió en risas.
—¡Pero mirá qué bravo resultó el pendejo! —suspiró y negó
con la cabeza— Igual, no te podemos ayudar.
—¿Por qué no?
—Porque sabemos lo mismo que la policía, o sea, nada.
—¿No saben al menos dónde las mató? —la grandota se volvió
hacia sus compañeras y después asintió.
—Sí. Seguime.
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• UN DESTRIPADOR EN LOS BOSQUES •
nales, ahí no cabría más que negrura. Las pocas luces se filtraban
como umbrales azules y, usándolos de guía, avanzó.
Después pisó una alfombra, la que se extendía como una len-
gua oscura a lo largo del salón. Mientras caminaba por ella los
umbrales empezaron a desaparecer, uno tras otro, hasta que quedó
a solas con la oscuridad.
Terminó frente a unos bultos negros y ordenados que le cerra-
ron el paso. Formaban un círculo perfecto y se hundían hacia el
centro, donde se veía un bulto mucho más grande. Por la tenebro-
sidad del ambiente, Luciérnaga creyó ver fieles arrastrándose al
infierno, con el mismísimo Satanás dándoles la bienvenida.
Súbitamente, escuchó algo. Un ruido futurístico lo hizo saltar
sin pensarlo hasta aquel ángel caído. Se golpeó contra un metal
durísimo y cayó en un hueco interior. Cuando se asomó para ver
de dónde había venido el ruido, al instante lo entendió. El detec-
tor de huellas digitales había sido activado.
Las puertas se abrieron y un espectro emergió. Ráfagas hela-
das entraron y revolotearon por todo el salón. El espectro en-
tró y las puertas se sellaron. En la oscuridad, empezó a caminar.
Traqueteaba contra la cerámica, y cuando la primera ventana la
descubrió, Luciérnaga vio una sombra de pelo largo. Siguió cami-
nando, se apartó de la luz y en la oscuridad arrojó algo. Entonces,
frente a la segunda ventana quedó al descubierto. Ya no tenía pelo.
—Te agarré... destripador.
—¿Quién anda ahí? —gritó un hombre pelado, sacudiendo la
cabeza para todos lados. Luciérnaga no contestó. Solo se que-
dó viendo como la desesperación lo incriminaba más y más, y de
pronto, como por arte de magia, aquel se desvaneció.
En lugar de él quedó una estela de humo, y ahora Luciérnaga
fue quien se desesperó. Sus ojos empezaron a moverse por todos
lados e inesperadamente, otro ruido futurístico apareció. Se volteó.
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pierden el habla! ¡Gimen mareadas como las putas que son! —su
sonrisa siguió y se volvió aún más horrenda, babeaba. — ¿Sabés el
placer que me da matarlas así? ¿Sabés lo que es acuchillarlas y que
no puedan ni gritar? ¡Impuras! ¡Es como...
Luciérnaga le arrojó una patada a la cara. El nublado trastabilló
y se llevó las manos a la nariz. Luego las bajó, y en lo que chorrea-
ban hilos de sangre, sus ojos se encendieron.
—Vas a sufrir... lentamente —y se esfumó.
La nube de gas volvió a materializarse en el entrepiso y otra
vez bajó la palanca. Las luces se apagaron y el proyector volvió
a encenderse. Rió de nuevo. Moviéndose en círculos, como un
tornado, su sombra fue tapando, veloz e intermitentemente, todas
las estrellas y planetas que había. Luciérnaga intentó dilucidar su
trayectoria pero el espectro lo cortó por la espalda.
—Mierda... —y cayó de rodillas. Le había dado justo en el
nervio de la rodilla izquierda. La sombra hizo una enérgica pa-
rábola y volvió a perderse entre los astros. Mientras se movía,
reía, y Luciérnaga intentó percibir la distancia de aquellas risas.
Entonces, éstas se acercaron y Luciérnaga saltó, pero tarde. Lo
despedazó en el aire.
Desangraba en el piso. Le había dado en el hombro derecho y
ya no podía usar ni un brazo ni una pierna. No tenía fuerzas para
levantarse. Así que se entregó. Miró hacia el techo y en ese mo-
mento eligió creer que las galaxias eran de verdad, y que lo mira-
ban. Ellas le frenaron el tiempo, mostrándole recuerdos fugaces de
toda su existencia: se acordó del primer día que aprendió a andar
en bicicleta, de la vez que fueron a Mar del Plata, de la tragedia,
de la pelea con Alan, de los centinelas, y de Sol...
Cuando se acordó de ella su imagen fue la única que no se
movió. Se impuso sobre las demás. Y al quedarse ahí, congelada,
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• UN DESTRIPADOR EN LOS BOSQUES •
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CAPÍTULO 7
LA VILLA DE LA NOSTALGIA
27 de junio de 1996
Bengala salió de la iglesia y se fue rápido hasta su moto, una
Zanella RZA roja y blanca. Se puso el casco y tras un muñequeó
feroz, aceleró a toda velocidad rumbo al centro.
La moto serpenteó entre los autos y en pocos minutos llegó
hasta la glamorosa Recoleta, donde el toque distintivo de la me-
jor época francesa se reflejaba en las fachadas, en los faroles de
cada esquina, y hasta en el andar elegante de sus vecinos pasean-
do. Pero el conductor no se dejó obnubilar por aquello, supo que
pronto llegaría el irremediable contraste.
Estuvo a punto de abandonar el barrio cuando un semáforo
lo retrasó. Hizo contrapeso con su moto y en una pierna se puso
a esperar. Entonces vio a dos chicos haciendo malabares tres au-
tos adelante. No tenían mucho talento, las pelotas se les cayeron
en dos oportunidades, pero igual siguieron con el espectáculo.
Luego se miraron al unísono y se lanzaron contra los autos. Unas
ventanillas se bajaron, ofreciéndoles monedas, y el más grande se
le acercó.
—Jefe, una moneda por favor —en lo primero que reparó
Bengala fue en las comisuras de sus labios, estaban todas ras-
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—¡Odio este lugar! —dijo Ariel— Nos dan mierda para comer,
no se puede ni dormir...
—No te quejes —respondió Facundo—, peor era seguir en la
calle.
—No sé...
—Che, ¿ya lo conociste al Jony vos? —Ariel negó con la cabe-
za— ¡Uh, vení! Es re piola el pibe.
Facundo tiró de su hermano, eyectándolo de los resortes de
la cucheta, y salieron corriendo de la habitación. Atravesaron el
enorme comedor sin atender a los gritos de las cocineras y llega-
ron hasta el patio. Cruzaron la improvisada cancha de fútbol en
pleno partido y llegaron a un rincón solitario. Uno donde había
un chico agachado y que miraba perdidamente a una rayuela a
medio pintar.
—Uh sigue igual... —le murmuró a su hermano— ayer no es-
taba así. Che, Jony, ¿cómo va? Él es mi hermano, Ariel —Jony se
volteó, era un morocho petiso y con el pelo muy alborotado.
—Hola Ariel. Mucho gusto —Jony rió y los hermanos se mira-
ron con sorpresa. Había sido una sonrisa sumamente cálida, ajena
al orfanato y al trance que le habían visto recién...
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13 de julio de 1996
—Che, Cata —dijo Sol al voltearse del asiento—, me siento rara.
Todavía no sé cómo tomarme lo de Rafa... nunca antes me había
invitado a salir.
—Vos sabés lo que pienso de ese pibe... pero hacé lo que quie-
ras —Cata se levantó de su asiento, se colgó el bolso de danza, y
fue hasta la puerta del colectivo. Apretó el botón. —Igual, si salís
con él, éxitos.
—Gracias... —cuando Cata se bajó, Sol la siguió por la ven-
tanilla. Vio cómo un viento helado la sorprendió y cómo buscó
refugio en las mangas de su buzo. También se dio cuenta que re-
cién había anochecido. El colectivo avanzó y ella se puso a pensar.
Cerró los ojos.
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SEGUNDA PARTE
“El pueblo que andaba en tinieblas
ha visto gran luz; a los que habitaban
en tierra de sombra de muerte, la luz ha
resplandecido sobre ellos”.
Isaías (extraído de la Biblia por Faro)
CAPÍTULO 8
EL SILOGISMO DE DANTE
13 de julio de 1996
Después de un interminable día escolar, Dante por fin se dejó caer
sobre el sillón. Se acomodó entre los almohadones color vino y re-
tomó su lectura, “La Dama de las Camelias”. Leyó tres capítulos
y entonces la voz recta y autoritaria de su padre lo interrumpió.
—¿Qué hacés leyendo eso? Esa lectura es para tu madre —
Dante cerró el libro.
—¿Qué tenés para darme hoy? —una leve sonrisa se dibujó
en la barba candado de Marco. Lo cruzó y fue directo hasta la
enorme biblioteca que reposaba detrás. Sus manos viajaron rá-
pidas y decididas, primero arriba y después a la izquierda, donde
se detuvieron de golpe.
—¿Esos ya los leíste? —se volteó y su hijo asintió. Entonces
caminó hacia la derecha y tras darse cuenta que los próximos
que buscaba también faltaban, siguió: —¿Los tratados nórdicos?
¿También?
—Sí.
—¿Algún problema con “La Llama Milagrosa”?
—Ninguno —Marcó suspiró. La habitación se sumió en silencio.
—Bueno, me parece que ya estás listo —Marco atisbó una pe-
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14 de julio de 1996
Sábado tranquilo en la ciudad. El frío había cedido gracias a un sol
espléndido y revitalizante. De momento no parecía invierno, y eso
se vivía en la calle. Para el mediodía, ya hasta en Microcentro había
pocos autos, la gente había optado por salir a caminar. Un ejemplo
fueron los Cassano, que justo ahora volvían de ver una obra en el
Teatro Colón. Mientras padre y madre la debatían, su hijo los se-
guía por atrás. Reflexionaba.
Al regresar a su mansión las criadas agarraron rápido sus abri-
gos y una se adelantó al resto para decirle a Marco que la corres-
pondencia ya había llegado. Marco le sacó las cartas de la mano
y de un suspiro las fue ojeando. Dio vuelta tres, dándole una a su
esposa, y a la cuarta se paralizó. Sus ojos se sobresaltaron al leer el
remitente. Luego se reincorporó, y sin decir nada se alejó con la
carta por las escaleras.
Dante, por su parte, no llegó a darse cuenta de aquello ya que se
había ido directo al living. Tomó las precauciones necesarias y en
un movimiento ágil pero sutil sacó la llave de la Biblia. De igual
forma subió hasta el cuarto secreto.
Adentro suspiró. Volvió a sentir que aquel libro prohibido lo
llamaba. Definitivamente había algo raro en él, y esa rareza se
justificaba en su extraña experiencia de la noche pasada. Anoche
había soñado con el libro, más con su título que con otra cosa;
una voz se lo susurraba mientras lo asfixiaba un círculo de llamas
negras. Finalmente, cuando Dante se acercó y estuvo a punto de
agarrarlo, de nuevo, lo interrumpieron. Esta vez fueron unos gri-
tos. Los de su madre.
Dante fue hasta la escalera caracol y desde ahí vio toda la esce-
na. Abajo, sus padres estaban teniendo una fuerte discusión.
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—$0,50.
El colectivo avanzó, y tras pagar en el tragamonedas camina-
ron despacio por el pasillo. Había muchos asientos libres, pero
Candelabro señaló el que él quería. Se sentaron en el primer
asiento doble de la izquierda, de espaldas al chofer y detrás del
asiento único que daba a la entrada. Sus ojos inquisitivos empe-
zaron a investigar.
Eran once en total, incluyendo al colectivero. Detrás de ellos
había un tipo alto y flaco hablándole a quien manejaba, y por la
efusividad con la que lo hacía parecía que ya se conocían. En los
primeros asientos dobles de la derecha había una señora obesa
junto a su hija, que dormía profundamente. En el medio nadie
ocupaba el espacio para discapacitados y más atrás, donde rea-
parecían los asientos, del lado izquierdo había un adolescente,
también gordo, y con acné, y del lado derecho dos chicas que se-
guramente volvían de entrenar, ya que ambas tenían bolsos de
hockey encima de sus rodillas. El adolescente dibujaba a alguien
en su libreta y rápidamente quedó a la vista a quién. De a ratos
levantaba la mirada y se la clavaba a la que se sentaba junto a la
ventana, era verdaderamente hermosa, una morocha angelical y
de ojos azules, como dos zafiros.
—Ojo con esa... —murmuró Luciérnaga.
—Para decir obviedades mejor no digas nada —Luciérnaga se
mordió el labio inferior y calló. Siguieron observando.
Más atrás, en el tercer asiento contando desde la rampa para
discapacitados, había otro adolescente más. Éste vestía de negro y
usaba tachas en las muñecas, cabeceaba al compás de sus auricu-
lares mientras veía por la ventana. Por último, y en la cola del co-
lectivo, donde los asientos se unían para dar lugar a uno de cinco,
pegado a la ventana derecha se sentaba un treintañero con aspecto
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—Disculpame.
—¿Sí...? —preguntó ella, incómoda.
—Nada, vi que estabas leyendo a Cortázar y me acerqué a...
—¿Te gusta Cortázar? —la excitación de su voz lo interrumpió.
De repente el aumento de sus anteojos había revelado unos ojos
grandes y curiosos.
—Sí, me encanta. Ese no lo leí igual. Para mí el mejor es
“Rayuela”.
—Ay, Rayuela —se tocó el pecho—, lo amo.
Mientras hablaban Luciérnaga vio estupefacto toda la escena.
No podía creer que sus propios ojos estuviesen viendo a un Dante
simpático, y lo mataba la intriga de saber de qué estaban hablan-
do. Tras unas risas más se saludaron y Candelabro volvió igual
que a la ida, parsimonioso y observando de nuevo a los dos más
cercanos a la rampa de discapacitados. Llegó a Luciérnaga y una
vez más le palmeó las rodillas.
—Dale, dejame pasar.
—¿Qué fue eso? ¿Qué hablaste con esa mina? —Candelabro
se sentó en su asiento y en lo que suspiró e hizo silencio unos
instantes. En voz baja decretó:
—Nada, fue una distracción... ya encontré al secuestrador.
—¿Qué? —Luciérnaga no pudo contener el tono de su voz.
Algunas caras los miraron.
—Shhh... —murmuró Candelabro— ¿sos boludo? Bajá la voz.
No, hacé una cosa, no hables más.
—¿Quién es?
—Ya te voy a decir —Candelabro le esquivó la mirada y la dejó
caer en la ventana, el aliento de su voz empañó aún más los vi-
drios—, qué pesado...
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CAPÍTULO 9
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Adentro todo era oscuro, pero como el fuego aún quemaba pu-
dieron ver algunas cosas de la planta baja. En el medio, y encerra-
das entre varias columnas, había unas cajas de madera desparra-
madas. De frente, y al final de un corto pasillo, un ascensor y unas
escaleras de emergencia les llamaron la atención. Más cuando es-
cucharon pasos atropellados. Unas sombras se asomaron por las
escaleras y al crujir del fuego ardiente se escucharon unos gritos y
unas armas recargando.
—¡A las columnas! —gritó Candelabro. Corrieron hacia ellas
antes de que pudiesen vaciarles los cargadores. Las balas se per-
dieron en la oscuridad y en el fuego, y mientras algunas impac-
tababan contra la columna resquebrajando el yeso, Luciérnaga le
dijo a su compañero:
—Cuando frenen, cubrirme.
—¿Qué vas a hacer?
—Voy a cruzar al otro lado.
Se mantuvieron inmóviles detrás de la columna hasta que
el silencio de la recarga los llamó. Luciérnaga se volteó hacia
Candelabro y le dijo “¡Ahora!”. Acto seguido su cuerpo se iluminó
en una fracción de segundo y de igual forma cruzó toda la plan-
ta baja hasta quedar detrás de la pared del pasillo de donde le
estaban disparando. Candelabro aprovechó semejante distracción
luminosa y contraatacó.
Fue la imagen del mismísimo infierno. Otra llamarada se había
desatado, aunque mucho más grande y destructiva que la anterior,
y cuando las sombras por fin dejaron de gritar, Luciérnaga se aso-
mó al pasillo y las encontró momificadas. Solo unas pocas habían
sobrevivido, las que se habían replegado a tiempo, y éstas ahora lo
apuntaban con rabia a la cabeza. Pero Candelabro se anticipó y,
antes de que apretaran los gatillos, se aseguró de que ellas también
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CAPÍTULO 10
LA FIESTA DE JULIÁN
20 de julio de 1996
—¡Chicas no saben! —dijo Vicky agarrando a sus amigas por las
muñecas— ¡Ayer me crucé a Martín a la salida del colegio!
—¿Y? ¿Qué pasó? —preguntó Cata.
—Nada, hablamos un rato y...
—¡Miren! —interrumpió Maru— ¡Volvió! —Sol estaba pa-
rada en la puerta del aula y las demás se voltearon. Había faltado
al colegio toda la semana, y salvo por unas cortas llamadas tele-
fónicas, no sabían nada más desde el secuestro. La vieron con el
rostro perdido, apagada, y en lo que Maru levantó la mano, Sol
reaccionó. Después Maru se volteó hacia sus amigas:
—Ninguna saque el tema eh, aunque sea por hoy.
Ni bien se sentó, Sol notó que había algo raro en el aire. Sus
amigas se esforzaban por sonreírle ante cualquier cosa y no pa-
raban de hablar de liviandades. Entonces ella aceptó tácitamente
aquel pacto y Vicky retomó su monólogo. La escuchó hablar de
Martín por más de tres minutos y ya su atención, o mejor dicho
su intriga, se fue para otro lado.
Giró hacia atrás y miró directamente al asiento vacío de Rafael.
Ella sabía que todavía no había llegado, aquello fue lo primero
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que había visto cuando puso un pie en la puerta del aula, pero
igual no podía dejar de buscarlo. La madera del pupitre la llevó
hacia otro lugar, hacia uno muy lejos de las voces de sus amigas y
muy cerca de la oscuridad. Ahí el terror era pesado, asfixiante, y ni
la brisa que entraba por la ventana la podía ayudar. Escuchó unos
pasos elegantes y se volteó agitada.
Era Dante, lo vio acomodar su mochila en la silla y sentarse.
Después sacó uno de sus libros y se puso a leerlo, aunque apenas
leyó unos pocos párrafos. Dante sintió que lo observaban y cuan-
do levantó la cabeza vio los ojos azules de Sol como dos inquisi-
dores. La cosa empeoró cuando ella se acercó.
—Dante, ¿estuviste ahí el otro día?
—¿Ahí? ¿Dónde?
—Vos sabés... —hizo silencio— no me hagas decirlo, yo te vi.
Sol se detuvo en los rasgos de su cara y fugazmente los volvió
a ver, ocultos en las penumbras y tensionándose con los gritos de
las demás víctimas. Solamente los veía bien cuando de a ratos las
llamas lo iluminaban, llamas tan intensas y ardientes que la sofo-
caban, arrastrándola al infierno.
—Eh... no sé qué me estás diciendo —respondió incómodo
ante el trauma de su cara.
—¡No! Estabas ahí. Lo sé... y con Rafael.
—¿Rafael? —al instante reabrió su libro y suspiró— Imposible.
Yo no me junto con ese.
Entonces apareció el recién nombrado. Caminaba apurado ha-
cia su banco y con la cabeza gacha. La voz de Sol interrumpió sus
pasos.
—Rafa... —Rafael levantó la cabeza avergonzado. El contac-
to visual alcanzó para que confesase todo. Sol se acercó— ¿qué
hacías ahí el otro día? Te vi, estabas con Dante. —Rafael miró
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CAPÍTULO 11 (PARTE 1)
SIGUIENDO EL RASTRO
DEL FANTASMA
22 de julio de 1996
Adentro de la iglesia todo se desenvolvía con suma normalidad, el
padre Antonio daba comienzo a la misa y las familias hacían si-
lencio, sentadas donde siempre. Rafael, en lugar de mirar el rostro
concentrado de su abuela, miraba la espalda de Sol. Estaba unas
cuantas filas más adelante y en diagonal a él. Luego, Rafael volteó
a la izquierda y miró a los mellizos, sus profesores, el de Historia
y el de boxeo. Eran como el agua y el aceite. Ariel llevaba una
camisa celeste adentro del pantalón y su pelo estaba prolijamente
engominado hacia atrás; Facundo repetía los joggings de Huracán
y sus mechones, como siempre, se escapaban furiosamente hacia
los costados. Por último, al girar un poco más, terminó mirando
a Julián y a su familia. Los padres asentían alegremente mientras
que, y de tanto en tanto, le dedicaban una mirada fulminante a su
hijo. Julián se retraía avergonzado, pero aún así no se le borraba la
sonrisa. Era evidente que no se arrepentía de la fiesta.
Minutos más tarde, debido a la larga ausencia de Marco,
Jazmín de Acuña leyó la primer lectura. Caminó despacio por el
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Querido Dante,
La situación con tu tío es crítica. Peor de lo que imagi-
naba. En cuanto leas esta carta tomate el primer avión a
Florencia. Me estoy quedando en el Hotel Grand Cavour,
Via del Proconsolo, 3, 50122. La clave de la caja fuerte es
“29-05-13-21”, agarrá lo que necesites y vení rápido. Acá te
cuento lo que vamos a hacer.
P.D: Trae el Infierno, solo con él vamos a poder terminar
esta maldición familiar.
Marco.
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• SIGUIENDO EL RASTRO DEL FANTASMA •
Diez minutos más tarde Dante bajó las escaleras con su valija.
Su madre había salido, lo cual hizo las cosas mucho más fáciles.
En la puerta lo esperaba Víctor, su chofer. Metieron la valija en el
auto y otro trueno fuertísimo resonó.
—¿A dónde señor?
—A Ezeiza —Dante apoyó la cabeza contra la ventanilla, em-
pezó a llover—, pero antes tenemos que hacer una parada.
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Últimos movimientos:
22/03/96: Shopping Abasto. 1er piso. (Antorcha)
22/04/96: Cinemark Palermo. Sala 8. 2do piso. (Antorcha)
22/05/96: En la calle de su casa. Murillo 327. (Candelabro)
22/06/96: En el baño de su casa. Murillo 327. (Candelabro)
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CAPÍTULO 11 (PARTE 2)
SIGUIENDO EL RASTRO
DEL FANTASMA
22 de agosto de 1996
Agosto llegó en un abrir y cerrar de ojos. Con la huida paulatina
del invierno y el receso escolar, todos los jóvenes disfrutaron tanto
que julio se les pasó volando. En las vacaciones Rafael volvió a sa-
lir con Sol en varias oportunidades, y una buena tarde, en aquella
misma plaza donde se habían dado su segundo beso, ahí mismo
se pusieron de novios. En cuanto a los centinelas, durante todo el
mes no hicieron más que saborear el trago amargo de no recibir
ninguna noticia de Antorcha ni de Candelabro. Fue como si el
viejo continente se los hubiese tragado. Ante aquellas y un par de
bajas más, Faro tuvo que reclutar nuevos aspirantes, novatos, pero
algunos con ciertos poderes interesantes.
A su vez, y en cuanto al caso confidencial de las entidades,
Luciérnaga recibió una llamada de Ezequiel antes de que termi-
nara el mes. Lo llamó en el acto, muerto de miedo, mientras ob-
servaba en directo y a través de la cortina de la ventana, como un
ciego iba y venía por la esquina en plena noche. Su taquicardia
viajó sin escalas por la línea telefónica y Rafael intentó calmarlo,
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Luciérnaga,
Estoy muy satisfecho por tu compromiso
y seguimiento del caso, pero para hoy te
voy a asignar a Bengala como supervisor.
Entendelo, es por tu protección. Ya lo puse al
tanto de todo y está yendo para el colegio.
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CAPÍTULO 12
EL DESPERTAR DE LA BESTIA
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dijo una sola palabra. Siguió al costado y cuando sus hijos dijeron
“Amén”, él se acercó y los besó en la frente. Luego ellos se retira-
ron en silencio y marido y mujer quedaron solos en la habitación.
Salvador volteó hacia la cama y se detuvo en su cara, parecía una
calavera, y por primera vez rompió en lágrimas.
—Mi amor... —dijo con la voz entrecortada. Se agachó para
tomarla de la mano e intentó hacerle oídos sordos al incesante
pitido del electrocardiógrafo. Habló encima—, no importa lo que
digan los médicos, yo sé que nos estás escuchando, a mí, a tus
papás, y a los chicos... estamos acá para apoyarte, para sacarte ade-
lante —sonrió. —Me acuerdo de la primera vez que nos conoci-
mos... sí, yo me dije: “Esta es la mujer de mi vida”, y nos casamos.
Formamos una linda familia y siempre nos apoyamos el uno al
otro. Y pasamos cosas muy duras... ¿te acordas del escándalo de
Alejandro? Si vos no hubieses estado ahí a lo mejor yo terminaba
como él. No, qué digo, seguro terminaba como él —calló y se
acercó un poco más. Hundió la frente en su pecho y comenzó a
acariciarle la mano. —Dios... no me la saques. Dame una señal...
Silencio. Tan solo la intermitencia del electrocardiógrafo.
—Por favor... Dios... —levantó la cabeza y miró perdidamen-
te hacia el techo mientras seguía llorando— ¿por qué nos hacés
esto? ¿Por qué te la llevás? Nosotros siempre creímos en vos y...
¡ella más que nadie!
Silencio. Tan solo la intermitencia del electrocardiógrafo.
—Por favor... traela devuelta... ¡traela devuelta! —la emoción
lo desbordó.
Silencio. Tan solo la insoportable intermitencia del
electrocardiógrafo.
Súbitamente, Salvador escuchó una voz. Su cuerpo temblaba,
y empezó a negar fervientemente con la cabeza. Luego intentó
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EPÍLOGO
OCASO
12 de abril de 1980
—Hola chicos —dijo una mujer sonriente con un bebé en brazos.
Alrededor suyo había un grupo de niños y adolescentes sentados
en círculo. Tenían entre diez y diecisiete años—, ¿cómo están?
—ninguno contestó. Muchos esquivaron la mirada y un silencio
incomodo se gestó. Lo cortó el bebé, riéndose, mientras dibujaba
efusivamente parábolas con las manos.
Cada sábado pasaba lo mismo, la iglesia de Almagro abría
sus puertas y recibía al grupo de Narcóticos Anónimos, un gru-
po cerrado que a duras penas participaba. La mayoría sentía
culpa, y eso se veía directamente en sus caras. Estaban tristes,
deteriorados.
—Buen día Ariel, llegaste justo —dijo la voluntaria cuando
volteó ante el ruido de la puerta y notó que era él. Ariel era un
adolescente de dieciséis, típico altanero, y que desde la semana
pasada venía arrastrando una herida profunda en su entrecejo. Él
apenas sonrió y siguió cabizbajo hasta su silla.
Cuando se sentó vio que la mujer había traído a su bebé.
Parecía juguetón, y mientras miraba todo lo que pasaba con sus
ojos negros bien abiertos, se detuvo en Ariel. Más particular-
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9 de septiembre de 1996
Ariel y Rafael estaban solos en el aula. Ariel había aprovechado el
recreo para contestarle lo que tan abruptamente le había pregun-
tado. Se tomó unos minutos para prepararse, viajando en el tiem-
po hacía aquella charla en la iglesia, y una vez que le contó todo
lo que se acordaba, cuando finalmente terminó, Rafael lo miró
sorprendido.
—Mirá —siguió Ariel—, yo desde ese día me encariñé mu-
chísimo con tu mamá, es más, fue la primera vez que entendí el
mensaje de la iglesia.... y por eso no volví a consumir, y a tu mamá,
por eso, le estoy agradecido por siempre.
—¿Y por qué no me lo contaste? Yo recién me entero que la
conociste.
—Primero, porque como vos yo también tengo un pasado que
no me gusta recordar, no es algo que quiera contarle a nadie. Y
segundo, porque fue también como una especie de promesa.
—¿Promesa? —Ariel susprió.
—Sí... en su momento, cuando pasó lo que pasó con tus padres,
yo me quedé especialmente dolido. Como te dije, a tu mamá la
quería muchísimo. Entonces sentí que había quedado en deuda
con ella y me acordé de vos, de ese bebé que había visto en sus
brazos y que ahora seguiría la misma suerte que Facundo y yo
tuvimos. Nosotros también somos huérfanos, y sabemos lo que
es estar solos hasta encontrar a alguien. En esa época yo era muy
chico, sabía que no podía hacer nada, pero me prometí que cuan-
do crecieras iba a intentar encarrilarte. Tan mal no me salió, o ¿sí?
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• OCASO •
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• OCASO •
10 de septiembre de 1996
Rafael había dormido hasta el mediodía. Un insomnio incontrola-
ble no lo había dejado dormir bien y por eso ahora rebotaba pesado
contra los escalones de la escalera. Con una mano se aferraba a la
baranda, y con la otra retenía un bolso cargado que iba y venía.
En la antesala de la cocina, un olor a frito lo llamó. Sonrió al
notar que su abuela estaba preparando milanesas.
—Buen día Rafa.
—¡Al fin cocinaste! —Josefa le regaló una mirada fulminante y
él sonrió, ella se quedó mirándolo.
—¿Y ese bolso?
—Me voy de viaje.
—¿De viaje? —subió el tono de voz— ¿A dónde?
—Al interior... me voy hoy a la tarde —su respuesta la dejó
muda, ninguno de los dos siguió y el sonido de los milanesas
friéndose se volvió más intenso. Rafael lo cortó sentándose y
prendiendo la televisión.
Prácticamente almorzaron sin hablar. Rafael respondió algunas
preguntas con evasivas y su abuela entendió perfectamente que no
quería hablar del tema. A sus ojos los veía tristes, pero también, y
por alguna razón desconocida, preparados. La convicción brotaba
de ellos y después de que su nieto se parara, juntara los platos,
y fuese con el bolso hasta la puerta, ella lo comprendió: había
madurado.
—¡Chau Arturo! —dijo Rafael después de que le sacara una
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• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •
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• OCASO •
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• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •
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• EL ESCAPE DEL VIOLETA •
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ÍNDICE
AGRADECIMIENTOS���������������������������������������������������������7
PRÓLOGO
EL ESCAPE DEL VIOLETA�������������������������������������������������9
PRIMERA PARTE
CAPÍTULO 1
AMANECER�������������������������������������������������������������������������15
CAPÍTULO 2
UNA VISITA INESPERADA����������������������������������������������31
CAPÍTULO 3
LA VERDAD�������������������������������������������������������������������������45
CAPÍTULO 4
POR SIEMPRE GIRASOLES��������������������������������������������61
CAPÍTULO 5
NOCHE ESTRELLADA�����������������������������������������������������81
CAPÍTULO 6
UN DESTRIPADOR EN LOS BOSQUES������������������������93
CAPÍTULO 7
LA VILLA DE LA NOSTALGIA��������������������������������������113
SEGUNDA PARTE
CAPÍTULO 8
EL SILOGISMO DE DANTE��������������������������������������������131
CAPÍTULO 9
LA FUERZA DEL AMOR���������������������������������������������������147
CAPÍTULO 10
LA FIESTA DE JULIÁN������������������������������������������������������163
CAPÍTULO 11 (Parte 1)
SIGUIENDO EL RASTRO DEL FANTASMA����������������181
CAPÍTULO 11 (Parte 2)
SIGUIENDO EL RASTRO DEL FANTASMA����������������195
CAPÍTULO 12
EL DESPERTAR DE LA BESTIA��������������������������������������205
EPÍLOGO
OCASO����������������������������������������������������������������������������������225