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LU C I ÉR N AG A

Y L O S C EN T I N EL A S D EL FA RO
JOAQUÍN ANGUITA

LUCIÉRNAGA
Y LOS CENTINELAS DEL FARO

EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINA


Anguita, Joaquín
Luciérnaga y los centinelas del faro / Joaquín Anguita. - 1a
ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina,
2017.
250 p. ; 22 x 15 cm.
ISBN 978-987-761-046-8
1. Narrativa Argentina. 2. Literatura de Terror. I. Título.
CDD A863

Editorial Autores de Argentina


www.autoresdeargentina.com
Mail: info@autoresdeargentina.com
Diseño de portada: Justo Echeverría
Maquetado: Eleonora Silva

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723


Impreso en Argentina – Printed in Argentina
AGRADECIMIENTOS

Esta novela va dedicada a mi familia, a mis amigos, y a toda la


gente que me quiere. Hago mención especial de mi buen amigo
Pablo González Day ya que sin él, estas páginas nunca se hu-
biesen escrito.
Vivimos en un mundo de desavenencias, no dejemos que el
sistema destruya nuestras creencias.
Joaquín Anguita
PRÓLOGO

EL ESCAPE DEL VIOLETA

7 de junio de 1980
Ocurrió durante la madrugada y en el Himalaya, antes de la sali-
da del sol. Mientras el resto dormía, alguien abrió lo que no debía
y entonces el mal se desató, inimaginable. De las entrañas de la
Tierra regresó la niebla, barriendo el polvo de mil años, y en un
instante se convirtió en la embajadora del horror.
Hasta entonces ahí se escondía un templo majestuoso, eleva-
ción del espíritu y exponente de las artes. Pero a partir de esa no-
che, de esa terrible noche, las ruinas se impusieron para siempre.
Los monjes lucharon vehementes contra un ángel caído, contra
un ser abominable que solo quería destruirlos, y cuando volvió a
salir el sol, él ya había logrado su cometido.

Por la mañana se vieron los primeros vestigios de la batalla.


El olor a carne quemada se mezcló con el gusto de las cenizas y
atrajo a parvadas de carroñeros. Cientos de almas en pena vaga-
ban con la brisa de las montañas. Lloraban. Veían sus cuerpos y
los de sus seres queridos mutilados, ennegrecidos y momificados
por culpa del fuego, que aún seguía quemando.
Las horas pasaron y todo se cubrió de una grisácea amnesia.

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• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

Sin embargo, los grandes cascotes, como los restos de murallas o


columnas, aún sobresalían y ayudaban a reconstruir la memoria.
Lo mismo pasaba con aquel humo violeta que se escapaba por
debajo de ellas. Renegaba de sus catacumbas ancestrales y se per-
día en lo alto hacia los cuatro puntos cardinales, dándole un toque
surrealista a la tragedia.
Al rato, y entre tanto desastre, una mano se alzó en señal de
vida. Cortó con el lúgubre sello de la muerte. Se esforzó por libe-
rarse de los escombros y de ahí se asomó un monje moribundo.
Intentaba levantarse. Su cuerpo y su mente tardaron en reaccio-
nar, seguían embriagados de dolor, pero con mucho esfuerzo se
puso finalmente de pie.
Las cenizas le llovieron de la cabeza a los pies y ahí lo sintió, al
pánico, en estado puro y sin matices. Su cara se transformó y en-
loquecido se puso a gritar. Sus gritos rompieron con el silencio del
espacio, no fueron más que un penoso monólogo sin público alguno,
un sonido sin receptor, salvo para él y su propia conciencia.
Terminó cuando se acordó de esos ojos, tan rojos y radiantes
como dos carbones encendidos, los mismos que habían aparecido
de la nada en medio de la noche, y que sin tregua le habían arre-
batado todo.
Se desplomó sobre sus rodillas y dejó que la ira tome el control.
Golpeó la tierra y sólo frenó cuando las lágrimas lo avasallaron.
En aquel instante, en aquel ultimátum de fe, una clarividencia lo
sorprendió.
Algo lo traspasó, como un rayo, dejándolo en blanco. Volvió a
entreabrir los ojos y paralizado se puso a recordar. Unas palabras
lo iluminaron, alejándolo poco a poco del dolor y de su triste rea-
lidad. En un trance místico comenzó a recitar:
—Argen... Argen... —los recuerdos se escapaban de su boca.
Entonces, cuando se acordó, con un grito en el cielo proclamó:
—¡Argentina!

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PRIMERA PARTE
“Una palabra me fue traída
furtivamente, y mi oído percibió un
susurro de ella. Entre pensamientos
inquietantes de visiones nocturnas, cuando
el sueño profundo cae sobre los hombres, me
sobrevino un espanto, un temblor que hizo
estremecer todos mis huesos”.
Job (extraído de la Biblia por Faro)
CAPÍTULO 1

AMANECER

25 de marzo de 1996
Almagro amaneció con otro día gris. El sol volvió a ocultarse bajo
las mismas nubes de toda la semana, que hoy estaban incluso más
densas. Pero eso no detuvo la rutina. Los pájaros se posaron sobre
los cables de electricidad e iniciaron sus cánticos. Cacho, el del
kiosco de revistas, fue el primero en abrir su negocio y luego le
siguieron los porteros baldeando las veredas.
El barrio ansiaba con despertar, quería dejar atrás la noche y
volver a la vida. Pero no todos los vecinos estaban en misma sin-
tonía, algunos todavía no podían desprenderse de la oscuridad.
Rafael Machado era uno de ellos. Un adolescente que vivía
en el corazón del barrio y que estaba teniendo problemas con su
sueño. Se revolcaba de acá para allá, lanzando espasmos con la
cabeza y aferrándose a la frazada...
¿Dónde estoy? —se preguntaba mientras viajaba por la nada
misma, cayendo por un espiral de oscuridad. No se acordaba de
la última vez que había visto la luz, hacía rato que lo venía escar-
mentando una infinita negrura. En cada punto que divisaba, en
cada ángulo que trazaban sus ojos, no había nada más.
Después de un buen rato algo apareció. Rafael vio un pequeño

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punto blanco por debajo de sus pies. Luego éste se agrandó, con-
virtiéndose en un suelo cuadrille lleno de bultos extraños. Cuando
descubrió que se trataba de un tablero de ajedrez, ya lo había im-
pactado precipitadamente.
Aunque la superficie era dura como el granito, el impacto no le
dolió, y al levantarse se dio cuenta de que había caído en un casi-
llero blanco del centro. Miró hacia los costados: estaba parado en
medio de un campo de batalla. Dos ejércitos le cerraban el paso,
uno era negro y el otro blanco. Todas las figuras lo duplicaban en
tamaño y lucían sumamente exquisitas, cinceladas al mejor estilo
barroco. Rafael se detuvo ante su belleza y luego por inercia ante
el rey blanco, quien lo miraba fijo desde su torre de marfil.
De pronto la figura del rey se ensombreció. Y luego pasó lo
mismo con el resto de las piezas. Rafael miró hacia arriba y vio
algo increíble, una mano gigantesca acercándose, y que parecía
querer atraparlo.
Antes de que lo hiciera, un ruido lo rescató. Se levantó de la
cama de un tirón, agitado, y aturdido por el despertador.
—Mierda... —balbuceó, y lo apagó. Hacía tiempo que no te-
nía una pesadilla tan real. Se frotó las lagañas, bostezó, y cuando
se volvió hacia la mesita de luz para dejar el despertador, ahí se
topó con la foto enmarcada de unas viejas vacaciones en Mar del
Plata. Lo curioso era que mientras él y su madre sonreían, la ex-
presión de su padre era una incógnita, había sido arrancada con
brutalidad.

¡Guau, guau! —entró ladrando su perro. Un Schnauzer gris cla-


ro, casi plateado, que todas las mañanas lo venía a despertar. Por
un segundo Rafael se distanció de la amargura y rió. Luego bajó
a desayunar.
En la cocina, su abuela miraba atenta la televisión mientras

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• AMANECER •

succionaba con fuerza la bombilla del mate. Después de una ola


de crímenes siguió el clima, y ella protestó.
—¿Hoy tiene que llover? Justo cuando vienen las chicas...
—No sé por qué les das bola —dijo Rafael—, nunca la pegan.
—Buen día Rafa —la abuela estiró el brazo y lo invitó a desa-
yunar. Era una vieja un tanto obesa, de rostro pícaro y pelo canoso
recogido.
Rafael se sirvió un vaso de Toddy y mientras revolvía la leche,
su abuela comentó:
—¿Y? ¿Se lo vas a decir hoy? —de la vergüenza, a Rafael se le
escapó un grumo de cacao.
—¡No empecés!
—Si no empiezo yo no va a empezar nadie...
Rafael tardó en entender lo que había dicho, después miró ha-
cia arriba y se encontró con que su abuela seguía riendo. Vació el
vaso y se levantó.
—Bueno, me voy —y al llegar a la puerta acarició al perro. —
Chau Arturo.

En la calle se topó con un mundo melancólico, las nubes esta-


ban más negras que ayer y ahora el sol habitaba prácticamente en
el exilio. Buenos Aires se veía gris, opaca, como en una película de
los años treinta. Rafael se metió las manos en los bolsillos y siguió
caminando.
Tenía el pelo negro y alborotado, llevaba una mochila hara-
pienta de Attaque 77 y un uniforme de colegio religioso también
en mal estado. En sus ojos, negros como la noche, no se veía más
que rechazo e indiferencia. Caminaba despacio.
Cuando llegó hasta la esquina, donde recién abría la carnicería
de Pepe, se topó con un grupo de ancianas, con las “viejas chismo-
sas”, como les decía él. Se agrupaban de cara a la vereda chocando

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sus changuitos mientras se secreteaban cosas al oído, siempre al


oído. Rafael no tuvo mejor idea que provocarlas. Aceleró el paso y
estampó con fuerza sus mocacines, indicándoles que ahí venía él,
y que una vez más era inmune a sus comentarios. Les sonrió con
malicia y escupió dentro de una alcantarilla. Las voces se avivaron,
y él las dejó atrás con desinterés. Siguió caminando.

Dos cuadras después se puso a pensar en ella. Retomó su es-


trategia de siempre, puntualizando en el cómo y dónde se lo diría.
De su boca empezaron a salir murmullos idiotas y justo cuando
estuvo a punto de llegar al clímax, una señal de la calle cortó con
su atención.
¿Otro más? —en el paredón de la izquierda había un graffiti
fresco, con apenas minutos de vida. Las letras chorreaban y grita-
ban: “LA ORDEN DE LOS SUSURROS”. Luego éstas se borro-
nearon con una tenue brisa violeta que las cruzó y dobló llegando
a la esquina. La estela del gas marcó una “U”, dejando a Rafael
completamente pasmado.
—¡Ayuda! ¡Ayuda por favor! ¡Me quieren matar!
Los gritos vinieron de esa esquina, y Rafael fue tras ellos.
Mientras corría una sonrisa se dibujó en su rostro, su cuerpo levi-
taba de la adrenalina. Al llegar, frenó en seco. Al instante los había
reconocido.
—¡Rafael! —gritó un adolescente gordo desde el piso. Sus ca-
chetes, rojos e inflados, conspiraban con su corte de pelo cuadri-
culado y lo hacían parecer aún más chico. Rafael ni lo miró, alzó
la vista y se encontró con los ojos de los tres matones de siempre.
—Ustedes... —dijo Rafael, sonriendo— ¿qué hacen en mi
cuadra?
Alan Soriano, el colorado del medio y líder de los tres, le de-

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volvió la sonrisa y comentó algo a sus compañeros. Después se


acercó.
—¿Otra vez con lo mismo? —la sonrisa relucía en su piel blan-
ca y llena de pecas— tu cuadra... hoy elegiste un mal día, ¿o no
muchachos? —los de atrás asintieron. El de la derecha era enor-
me, tenía físico de adulto y nariz de boxeador. El de la izquierda
era alto y escuálido, con flequillo desprolijo y aires de drogadicto.
Acto seguido, callaron. Los tres empezaron a estudiarlo, pero
Rafael se concentró solamente en el líder. Nadie se movía, hasta
la víctima permaneció petrificada en el piso. Aquel silencio era el
preludio de la pelea, y todos lo conocían.
Alan fue quien lo cortó. Caminó hasta Rafael, aún riéndose,
y mientras él lo esperaba con el puño cerrado, cara a cara le dijo:
—Che... me enteré lo de tus papis... —Rafael se transformó.
Gruñó:
—Cerra el culo, pendejo.
—Me llegó que papi mató a má...
Una piña le tapó la boca. Antes de que terminara la frase,
Rafael lo había echado hacia atrás dejando un salpicón de sangre
en el camino. El colorado cayó tendido al piso y Rafael se quedó
paralizado de la rabia. El cuerpo le temblaba y los ojos se le esca-
paban de las cavidades.
Antes de que sus compañeros reaccionaran, un patrullero los
interceptó.
—¡Alto, ustedes! ¡Ey! —gritó, agitando su porra por los
aires— ¡Sepárense!
Cuando por fin los separó, siguió:
—¡Siempre lo mismo con ustedes! ¡Vamos, cada uno por su
lado!
Pero a esta altura ya nadie lo escuchaba, todos estaban planean-

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• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

do su próxima jugada. Todos menos Alan, que seguía en el piso y


con la cabeza gacha.
—¡Che, Soriano! ¡Vas a cobrar! ¿Me escuchaste? —Rafael veía
a Alan por encima del hombro del policía, expectante a que iba
a decir. Entonces, éste empezó a levantarse, muy lentamente, y
cuando por fin hicieron contacto visual, a Rafael se le paró el
corazón.
Fue como si el tiempo se detuviese. Como si el universo mismo
se hubiese quedado estático frente a los ojos de Alan Soriano.
Unos ojos ahora de fuego, y que lo miraban con un odio fuera de
los anales de este mundo. Rafael sentía que se derretía dentro de
ellos, que la densidad de sus pupilas lo arrastraba, y que su pobre
alma se pudriría ahí dentro. Pero entonces los ojos se apagaron, y
Alan pronunció.
—Hoy, mano a mano, en la plaza, a la salida del colegio.
Se fueron por la sombra. El patrullero también y Rafael, que
creía haberse quedado sólo, escuchó una voz desde el piso.
—Che... —dijo el gordo tras hacer un esfuerzo y ponerse de
pie— gracias por salvarme... mi mamá va al trabajo por acá así que
mejor... —miró atónito su reloj— ¡no! ¡Es tardísimo!
Se fue a las corridas. Su mochila, enorme y cuadrada, rebota-
ba en su espalda como una tortuga renegando de su caparazón.
Rafael lo miró correr, pero seguía perdido en un trance... un trance
de terror.

Un Mercedes Benz negro se detuvo frente a la puerta del cole-


gio. De la parte de atrás se bajó un adolescente morocho y de pelo
lacio, de rasgos reservados y un tanto afeminados. Luego, mien-
tras cruzaba la entrada, se topó con Rafael. Ambos se miraron con
soberbio rechazo.

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• AMANECER •

—¡Cassano! ¡Machado! ¡Llegan tarde! —dijo el preceptor—


¡Vamos que ya están por izar la bandera!
Ninguno le contestó, tan solo hicieron oídos sordos y siguie-
ron por el pasillo. Cassano primero, caminando despacio y con la
frente en alto. Cuando salieron al patio se encontraron con que,
efectivamente, las filas ya estaban llenas. Luego, al primero lo to-
maron de la mano.
—¡Dante! ¡Acá! —dijo una chica tras golpear con el codo a su
compañera— Te guardé un lugar.
Rafael siguió de largo y llegó por fin hasta el final de la fila,
echándose contra la pared. Desde ahí las voces del patio rebotaban
y, al parecer, ya medio secundario se había enterado de su nuevo
encontronazo con Alan. Un minuto después apareció Zacarías, el
director, y con su voz calló a las demás.
—Sol, Victoria. A la bandera.
Un silencio absoluto envolvió a los presentes bajo un manto ce-
leste y blanco. Aunque nadie hablaba, Rafael sintió que lo seguían
mirando. Pero eso ahora no le importaba, ya tenía la mente ocu-
pada. Veía cómo Sol, con sus frágiles manos, acariciaba la cuerda.
Las comisuras de sus labios se arqueaban y su sonrisa ingenua le
devolvía el alma. Hoy llevaba puesta su colita de esferas lapislázu-
li, la cual realzaba el rubio de su pelo y hacía juego con sus ojos
azules. Por último, cuando la bandera alcanzó la cima, Rafael se
lamentó, pero sólo hasta que la vio girar de perfil y mirar somno-
lienta a las nubes. Pese a la falta de luz, las pecas igual sobresalían
de su nariz.

Durante la primera materia reinó el caos. La profesora llegó


tarde y los alumnos no hicieron más que gritar. Fueron el coro
de la anarquía, se dividieron en grupos e hicieron de las suyas.
Adelante estaban los estudiosos, con Julián, quien había sido

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• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

agredido por Alan y compañía, a la cabeza. En el medio, Sol y


sus amigas y a su derecha, Dante. Por último y al fondo, los vagos.
Guido contra el pasillo y Rafael contra la ventana.
—¡Silencio! —dijo la arrugada profesora de Matemática. Cerró
la puerta de un portazo y se volvió para decir:
—Buenos días alumnos.
—Buenos días señorita Garfunkel... —respondieron apesa-
dumbrados y al unísono.

Diez minutos y aparecieron los primeros distraídos. Rafael era


uno de ellos, pero lo suyo ya era alevoso. Miraba perdidamente
por la ventana mientras que, de tanto en tanto, las pupilas se le
congelaban. Esto sucedía cuando recordaba, una y otra vez, aquel
extraño y fugaz encuentro con lo sobrenatural. Su lógica respon-
día siempre de la misma manera: primero se autoconvencía con
que eso no había podido ser más que un invento de su imagina-
ción y después, cuando se acordaba de los escalofríos y del nudo
en su garganta, cedía. Cedía porque aquel miedo insostenible ha-
bía sido real, palpable, y porque por más que intentase reprimirlo
éste regresaba, y con la misma fuerza...
—¡Machado! —gritó la profesora. A lo que Rafael reaccionó
sobresaltado. Luego se calmó— Le pregunté, ¿cómo resolvería
esta ecuación?
—Emmm... déjeme pensar... —observó a los símbolos escritos
en tiza en el pizarrón y sonrió. — la resolvería dejándome en paz.
—¿Qué? ¿Cómo dijo? Bueno... ¡ya va a quedar en paz cuando
venga en marzo, Machado! ¡Otro uno para usted! —Rafael la ig-
noró y siguió mirando por la ventana.

La campana sonó y los alumnos corrieron hacia la libertad.


Guido fue el primero en salir, llevando su pelota de fútbol bajo el

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• AMANECER •

brazo. Rafael, en cambio, permanecía en el banco. No solamente


los ojos de Alan lo obligaban a reflexionar, sino también el “mano
a mano”. Nunca antes había faltado a uno, pero éste era distinto,
totalmente distinto. Se cruzó de brazos y metió la cabeza adentro
para pensar con calma y tomar una decisión.
Súbitamente, una mano se estampó contra su cabeza. Rafael se
levantó enojadísimo y cuando la vio, frenó. Era Sol.
—¿Estás loca vos?
—Eso fue por mentiroso... dijiste que no te ibas a volver a pe-
lear con él.
—¿Cuándo dije eso? —Sol lo miró fastidiada— Bueno, igual
no importa eso. Yo hago lo que se me canta.
—Ya lo sé, si sos un pendejo Rafael. Además, ¿no te enteraste
de lo último de Soriano?
—No. ¿Qué pasó?
—Me imaginé, sino no hubieses sido tan tarado de pelearte
devuelta.
—¿Qué pasó? —insistió Rafael, y la vivacidad de sus ojos la
tomó por sorpresa. Sol se acercó y bajó la voz.
—¿Viste, Pedro Almará? ¿El del Santa Teresita que desapare-
ció la semana pasada? —Rafael asintió— Bueno, se rumorea que
Alan lo mató.
—¡Sol! ¡Vamos! —dijo una amiga suya desde la puerta. Sol
giró, levantó la mano, y cuando volvió se encontró con un Rafael
tieso y perturbado.
—Emm... no hay nada confirmado, pero por las dudas haceme
caso, alejate de él.
Rafael se quedó mirándola mientras cruzaba la puerta. En otro
momento no hubiese escuchado el rumor, o hasta se hubiese reído
de él en su cara, pero no ocurrió ninguna de las dos. Tan solo se
quedó pensando en Alan y en si debería o no presentarse al duelo.

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• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

Luego, y de manera inconsciente, murmuró unas palabras. Las


suficientes como para que se diera cuenta de que no estaba solo en
el aula, Dante leía en su banco, y cuando se miraron, Rafael volteó
una vez más hacia la ventana.

Al final del día llegó Historia, la última materia. A diferen-


cia de Garfunkel, Ariel era mucho más ameno, se preocupaba de
verdad por sus alumnos, y eso se plasmaba desde el minuto uno
en el aula. Antes de empezar, Sol se acercó hasta el pizarrón y le
secreteó algo en voz baja.
—Bueno chicos, saquen sus libros de texto. Hoy vamos a ver el
capítulo seis.
Ariel era un hombre alto, de rostro tranquilo y piel oscura.
Usaba camisas a cuadros, siempre dentro del pantalón, y unos an-
teojos de erudito. Por detrás del lente y encima de su ceja izquier-
da, sobresalía una vieja cicatriz.
A mitad de la clase el preceptor tocó la puerta. Dijo que te-
nía un sobre para Dante y fue a dárselo personalmente. Cuando
Dante lo abrió leyó apenas unas líneas y salió disparado hacia
afuera. Nadie se inmutó. Aquella secuencia ya había ocurrido va-
rias veces y Rafael siempre hacía lo mismo: intentaba espiar un
poco más aquel misterioso símbolo de la carta. Hasta ahora sabía
que era una figura en forma de cono, y que tenía una especie de
estrella en la punta.
Ariel siguió con la clase. Mientras hablaba notó que Rafael
estaba más disperso de lo normal. Lo veía a años luz del mito
griego que él y sus alumnos estaban debatiendo. Cuando sonó la
campana y vio que se puso la mochila, lo llamó con la mano.
—¿Qué pasó ahora? —preguntó Rafael.
—Me contaron de tu “altercado” de esta mañana, uno más.
¿Algo para decir?

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• AMANECER •

—Sí, que Sol no sabe cuándo callarse la boca.


—Rafael, escúchame —el tono de su voz cambió, se puso más
grave—, tenés que dejar de pelearte. Las peleas no te llevan a nin-
gún lado. Sólo sacan lo peor de vos y además...
—¿Qué?
—Además, lo de siempre, siempre hay otra salida. Podés arre-
glar las cosas de otra manera.
—No cuando hablan mal de tu familia... —dijo Rafael con la
vista en el pizarrón. Sus ojos reflejaban un odio inconmensurable.
—¿Qué te dijeron?
—No importa.
—Bueno... tema tuyo, pero hace una cosa, la próxima, cuando
alguien te vuelva a provocar, intenta pensar dos veces antes de
reaccionar. Sé que no es fácil, pero es lo mejor.
—Está bien.
—¿Promesa?
—No sé... —Rafael dio media vuelta y enfiló hacia la puerta—
no soy bueno con las promesas...

Al salir del colegio, Rafael sintió que su cabeza iba a estallar.


Todos sus pensamientos giraban en torno a Alan Soriano: en lo
que había dicho de sus padres, en el fuego de los ojos, en el rumor
de Sol, y en la reciente charla con Ariel. Sin embargo, y por sobre
todas las cosas, Rafael tuvo una única certeza, que ya no quedaba
más tiempo para la duda, y que fuera cual fuera su decisión, debía
tomarla ahora.
Cuando sus zapatos redireccionaron y estuvieron a punto de
elegir el camino, el Mercedes negro lo cruzó. La ventanilla de
atrás se bajó.
—Che, Rafael —dijo Dante—, no vayas a pelear con Soriano
hoy.

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• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

—¿Qué? ¿Por qué lo decís?


—No te conviene —respondió, contundentemente. Rafael no
pudo disimular su impresión y rió de los nervios.
—¿Vos me estás hablando en serio? ¿“Vos” me vas a decir a “mi”
lo que tengo que hacer? —Dante suspiró y negó con la cabeza.
—Vamos, Víctor —quien iba adelante aceleró y el Mercedes
se perdió doblando en la esquina. Rafael no tuvo chance de decir
nada más.
Entonces, sólo, y con el orgullo sobresaliéndole de la yugular,
Rafael se decidió. Marchó hacia la plaza. Mientras lo hacía notó
que la transpiración se le iba por todos los poros, manos y cuerpo
inclusive, pero su ego y adrenalina eran tales que seguía adelante.
Arriba, en la cúpula de los vientos, las oscuras y pesadas nubes
seguían amontonándose, brindando el escenario más apocalíptico.
Un mal presagio o el nicho de un campeador. Sólo el tiempo lo
decidiría, y para él la suerte ya estaba echada.
Después de cinco cuadras llegó a la plaza. No había un alma.
Los juegos estaban vacíos y ni las palomas se acercaban al pasto.
Pero Rafael sí, y tras un suspiro, lo hizo crujir con la suela de sus
zapatos.
Con ojos inquietos empezó a buscarlo. No veía ni la más re-
mota señal del colorado. Pero entonces, y súbitamente, un ruido
seco y repetitivo llegó hasta sus oídos. Volteó rápidamente y se
encontró con una pelota de fútbol rebotando contra el sendero
asfaltado. A su captura iba un nene, y cuando la agarró, éste se
quedó mirando a Rafael.
—¡Ey! ¡Pendejo! —gritó Rafael— Vola de acá que esto se va a
poner feo... —el nene salió corriendo, asustado. Cuando vio que se
perdía por la entrada, giró de nuevo hacia el centro. Unos ruidos
volvieron a llamarle la atención, aunque esta vez vinieron de los
juegos.

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• AMANECER •

Detrás del tobogán más grande aparecieron unos bultos oscu-


ros. Lucían como sombras chinescas contra el plástico. Y en lo que
se acercaron un poco más, cobraron vida.
—¿Y el mano a mano? —preguntó Rafael abiertamente. A los
costados de Alan estaban los mismos dos de la mañana.
—Los traje por si pensabas escapar —Alan sonrió y pese a su
lejanía, Rafael creyó volver a ver aquel destello rojizo—, vos de
acá no te vas...
Rafael tragó saliva, y los cuatro se callaron. Como en la mañana,
cada uno siguió con su estrategia. Se analizaron minuciosamente
y la brisa del otoño los sacudió. Echó sus pelos hacia atrás y las
hojas desfallecidas los cruzaron, pero ninguno las miró. Siguieron
sacándose chispas.
Entonces, y apostando al ataque sorpresa, esta vez Rafael en-
cabezó la acción. Se abrió paso entre las hojas y con un grito de
guerra llevó la izquierda consigo. El flaco de flequillo fue el pri-
mero en cerrarle el paso, se puso adelante y acomodó unas tachas
en sus nudillos. Pero Rafael fue más rápido. Lo sorprendió con un
gancho directo al mentón, tirándolo al piso. Uno menos.
—¡Pedazo de mierda! ¡Te voy a matar!
El grandote tomó el lugar del recién caído. Bufó y se golpeó el
pecho, pero Rafael no se dejó intimidar. Su ira pudo más y emba-
ladísimo volvió a inyectar otro zurdazo, ahora en la boca del estó-
mago. No obstante, el grandote apenas lo sintió. Su grasa y masa
corporal amortiguaron el impacto y, riéndose, contraatacó. Rafael
recibió un manotazo feroz en la cara y quedó mareado en el pasto.
—¡Tomá! —y en lo que hizo carrera para sentenciarlo con una
patada, Rafael se paró ágilmente y lo pateó en los testículos. El
grandote se arrojó al pasto en ese instante, gimiendo y retorcién-
dose del dolor como un gusano.
—¡Vamos, vení! —dijo Alan agitando las manos.

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• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

Rafael exhaló rabioso y fue a buscarlo. Quería arrancarle hasta


la última peca de la cara. Aunque finalmente se decidió por con-
tener toda su bronca en un solo recto a la nariz. Alan levantó la
guardia, pero tarde. El puño ya se le había metido entre los brazos
y terminó sacudiéndolo con violencia.
—¡Eso fue por boquearla! ¡Gil! —luego, y cuando lo tuvo ren-
dido en el piso, lo escupió en la nariz, una nariz fracturada y llena
de sangre.
El sol se iba por el este. La plaza quedó en silencio y unas
sombras, sigilosas pero apremiantes, empezaron a ganar terreno.
Mientras Rafael emprendía su retirada, unas carcajadas lo llama-
ron por la espalda. Eran las de Alan, que reía como un loco de
manicomio y se contorsionaba sobre el pasto. Rafael se acercó y
se asustó al ver algo muy extraño: sus ojos se iban por encima del
párpado. Cuando oscureció, todo empeoró.
La niebla violeta se asomó entre los rincones de la plaza, en-
cerrándolos. Alan empezó a gritar, gozando de ella, y en sus ojos
volvió a relucir aquel fuego radiante. Se paró y extendió sus brazos
en forma de cruz. Después miró a Rafael, que se había quedado
inmóvil del pánico. Alan le arrojó un cabezazo.
—¡Ey, loco! —vociferó Alan — ¡Levántense! ¡Hay que matarlo!
Rafael gateaba en el pasto, aquel cabezazo había sido sobrehu-
mano, y mientras juntaba fuerzas para poder estabilizarse, recibió
un puntapié de lleno en las costillas. Se derrumbó, y lo molieron
a patadas.
Una vez que el pasto se tiñó de rojo y los gritos se apagaron,
dos de los tres se detuvieron. Pero Alan no, Alan seguía. Con cada
golpe, con cada gesto de dolor, él se excitaba aún más. Empezó a
llover.
—Alan... vamos —dijo el flaco—, ya la ligó bastante.
—¿Qué? ¡Yo decido eso! —se volvió hacia Rafael, vio que to-

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• AMANECER •

davía tenía el ojo izquierdo levemente entreabierto, y le arrojó una


última patada en la sien— Ahora sí, vamos.

Los matones se fueron y la lluvia se hizo diluvio. En pocos mi-


nutos el cuerpo de Rafael quedó sepultado bajo un sarcófago de
barro. Había quedado completamente entumecido, inconsciente,
y no podía si quiera sentir dolor. Sin embargo, y mientras la lluvia
se intensificaba aún más, Rafael finalmente despertó. Lo hizo gi-
miendo del dolor, sintiendo las gotas como balazos, y escuchando
algo más que su propia voz... eran unos susurros, tan suaves y
tranquilos como los de una canción de cuna. Entreabrió los ojos y
vio al violeta, avasallante, envolviéndolo.
En la entrada de la plaza, una persona se detuvo a ver lo que
pasaba. Era un hombre alto, de piloto gris y con un paraguas ne-
gro que le tapaba la cara. Quiso entrar a la plaza pero la niebla
se le anticipó. Duplicó su espesor y comenzó a dar vueltas sobre
sí misma, como queriendo repelerlo. Entonces, y en cuestión de
segundos, el hombre ya no pudo ver más nada. Rafael pasó a ser
tan solo un bulto oscuro en medio del violeta.
—Mierda... —dijo con los dientes apretados. Mientras sus ojos
buscaban algún flanco abierto en la plaza, algo insólito ocurrió.
Rafael se iluminó. Primero de manera intermitente y haciendo
cortocircuito. Unos hacés de luz empezaron a agujerear las capas
de niebla y entonces, en una reacción insostenible de energía, ex-
plotó. Un resplandor amarillo cubrió la plaza. La niebla, que no
parecía ceder por nada del mundo, se disipó.

29
CAPÍTULO 2

UNA VISITA INESPERADA

29 de marzo de 1996
El maltratado adolescente por fin despertó. Sus ojos negros, tími-
damente revelados, acabaron con lo que hasta ahora había sido un
largo descanso. Abajo derramaban una opacidad violeta que se los
deglutía. Arriba, entre medio de las cejas, sobresalían dos cuernos
como de Satanás. Le dolía de solo gesticular.
Estaba sólo en su habitación, a oscuras, pero gracias a los rayos
del sol que se filtraban por debajo de la ventana, supo que era de
día. ¿Qué hago acá? —se preguntó, y mientras intentaba recordar
algo más, lo que sea, el chirrido de la puerta lo interrumpió.
Era Arturo, entrando a ladridos y abalanzándose sobre la
cama. Puso su hocico por encima de las sábanas y Rafael, como
una figura de acción de mala calidad, le extendió el brazo sin
articularlo. Mientras lo acariciaba, llegó otro ruido de la puerta.
—Al fin despertaste... —dijo su abuela, con una bandeja en las
manos— buen día.
—Hola... —dijo Rafael, todavía medio dormido— ¿qué día
es hoy?
—Sábado —Rafael se quedó pensando. Y se sobresaltó.
—¿Qué? ¿Tanto me dormí?

31
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

—Sí... —apoyó la bandeja sobre la mesita de luz, había tostadas


y un vaso con leche— avisé al colegio que no ibas.
—Gracias.
Justo antes de que Josefa saliera de la habitación, Rafael le
preguntó:
—Che, abuela... ¿cómo volví a casa?
La pregunta hizo que la abuela suspirase, llevándose la mano
al pecho.
—¿Cómo olvidarlo? Fue horrible. Esa noche, cuando me toca-
ron el timbre y salí, te vi tirado en la puerta, como un trapo de piso.
—Tirado en la puerta... no me acuerdo de nada —pensó Rafael
en voz alta—, ¿me trajo alguien?
—Seguro... si estabas inconsciente.
—¿Y no llegaste a ver a nadie?
—Sí, vi a un tipo doblando justo en la esquina. Tuvo que haber
sido él porque por la lluvia no había nadie más en toda la cuadra.
—¿Cómo era? — la abuela cerró los ojos para recordar.
—Emm... era un tipo alto, andaba con paraguas... ah, y usaba
uno de esos pilotos viejos, como los que usaba tu abuelo.
Raudamente, la cara de Rafael se transformó. La sola mención
del piloto hizo que viajara en el tiempo, acordándose de algo que
tenía bloqueado en su mente. En intervalos fugaces se acordó de
su textura, de cómo el impermeable le rozaba los pelos y eso lo
mantenía incómodamente despierto. Y también se acordó de las
baldosas, grises y acuosas, sucediéndose una tras otra por debajo
de sus pies. Levitaba.
¡Riiiing!, se escuchó de abajo.
—No me digas...
—¡Sí, Rafael! ¡Hoy es sábado de timba!

Por la tarde Rafael no hizo más que escuchar las risas alocadas

32
• UNA VISITA INESPERADA •

de la abuela y sus amigas. Abajo jugaban a las cartas, y fue como


si las edades se hubiesen invertido. Él solamente quería dormir o
reflexionar acerca de lo que había pasado, pero no pudo hacer nin-
guna de las dos. Así que agarró su walkman y escuchó el último
disco de Los Piojos. Cabeceó al compás de la batería y cuando le
entró sueño, se puso a pensar en Sol. Las letras lo indujeron en un
viaje profundo y romántico.

Anocheció. Rafael dormía, y por eso no llegó a darse cuenta


de lo que sucedió. Su cuerpo brilló de nuevo, aunque de manera
distinta. Esta vez la luz no se fue hacia afuera, sino que se quedó
ahí, regenerándose. Pequeñas ondas de luz salieron de sus poros y
mientras zumbaban una dulce melodía, también bañaron su cama
con un dorado de fantasía. Parecía la tumba de un faraón egipcio.
No obstante, en cuestión de minutos, el color desapareció.

Abajo ya se habían dormido, y hasta Los Piojos habían dejado


de tocar por falta de batería. Ahora en la casa ningún sonido, ni
siquiera el más insignificante, privaba a la noche de su mágico
silencio. Todo era paz y tranquilidad, hasta que...
—¡Aaaaghgggh! —se escuchó desde la calle. Fue un grito espe-
luznante de mujer.
—¡Sol! —dijo Rafael cuando se levantó de la cama. Fantasía
y realidad se entremezclaron. Inmediatamente se abalanzó hacia
la ventana y vio a dos figuras pegadas y encerradas dentro de una
humareda violeta. El gas crecía, moviéndose en círculos, y mien-
tras las figuras se ponían más y más borrosas, Rafael logró ver que
forcejeaban. Luego, una tiró a la otra y salió corriendo. La niebla
también se fugó.
Rafael bajó las escaleras como un rayo.
—¿Rafa? —preguntó su abuela al entreabrir los ojos. Rafael

33
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

ya había salido. Luego ella miró a la botella que tenía entre sus
manos y a sus amigas. Dormían profundamente sobre las sillas de
la cocina, hasta que Arturo empezó a ladrar.

Afuera se respiraba incertidumbre. Los vecinos murmuraban


y sus caras mostraban preocupación. Rafael se abrió paso y llegó
hasta donde no debía, hasta donde la chica seguía tirada, y al verla,
se horrorizó. Su vientre escupía arcadas de sangre, revelando las
vísceras, mientras que su lengua, volcada hacia afuera, dibujaba
una eterna mueca de terror.
—Es Lola —sentenció un vecino—, la hija de los Marra.
El resto se miró y no dijo nada. La pobre de Lola no llegaba
ni a los trece años. Con una sola puñalada, brutal y contundente,
la habían alejado para siempre de su adolescencia. Luego, quien
había hablado suspiró, supo que tendría que acercarse a la cabina
telefónica y comunicar la noticia más difícil.
A los veinte minutos llegó la policía. Empezaron los actos de
rutina, cercaron el perímetro y tomaron declaraciones. Aunque
les faltó atender a la más valiosa, a la de la propia víctima, que si
bien ya se había ido su sangre todavía seguía ahí, viva, embutida
al alquitrán del asfalto como queriendo dejar pistas. Sin embargo,
los policías no quisieron verlas. Solamente sacaron fotos y a la ruta
del asesino la dejaron inmaculada, libre para siempre.

—¡Rafa! ¿Qué pasó? —preguntó su abuela al verlo entrar.


Detrás de ella lo miraban las demás con ojos expectantes.
—Mataron a una chica en la esquina. La apuñalaron.
—¿Quééé? —gritaron al unísono. Luego se miraron entre sí y
una preguntó sobresaltada.
—¿A quién mataron ahora? ¿A otra del barrio?

34
• UNA VISITA INESPERADA •

—Sí. Por lo que escuché, a la hija de los Marra —una se llevó


la mano a la boca, cerró los ojos y dijo:
—Pobrecita... yo voy siempre al almacén con su abuela... justo
el otro día me había dicho que quería ser bailarina...
—¿Y del asesino, no se sabe nada?
—No, abuela. Nada —contestó Rafael, indignado. Caminó
pesado hasta las escaleras y su mano se aferró con fuerza a la ba-
randa. —Nunca se va a saber nada —sentenció con los dientes
apretados. —La misma de siempre con los canas...

30 de marzo de 1996, madrugada


Cerca de las cinco. La luna se iba junto con las sombras y Rafael,
después de unas cuantas idas y vueltas, al fin se quedaba dormi-
do. La impotencia y el horror lo habían condenado al insomnio,
se había pasado toda la noche pensando en Lola y en su misterioso
verdugo. Pero el cansancio lo venció, por fin, y sus ojos se cerraron
por completo...
Violeta era el color de su sueño. Rafael se veía a sí mismo cami-
nando en círculos por un laberinto de humo. La niebla era espesa,
sofocante, y no podía ver más allá de un metro. Avanzaba des-
pacio, midiendo sus pasos, y ocasionalmente extendía las manos.
Cuando lo hacía, la yema de sus dedos acariciaba la niebla, sentía
un viento helado, casi fantasmal, y unos susurros llamándolo muy
despacio. Luego una sombra apareció. Llegó como una mancha
oscura en medio del violeta.
La sombra se acercó ligeramente, cobrando forma humana, y
antes de que Rafael pudiese reaccionar, ya la tuvo encima. Un
cuchillo atravesó la niebla y se alzó en lo alto, cayendo precipita-
damente contra su pecho. Pero Rafael fue más rápido, retrocedió

35
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

y salió corriendo. Escapó enceguecido, chocando contra capas y


capas de humo, y cuando creía perder las fuerzas y ceder ante la
desesperación, llegó hasta un umbral.
Al fin algo de luz —pensó. Ahora veía un claro que cortaba con
el vacío y expulsaba a la niebla, formando un circulo alrededor. En
el medio yacía un bulto brillante y celeste, y como ya no escuchaba
susurros ni señales de peligro, se metió. Sus pasos rompieron con
el silencio, profanando aquel santuario de luz. Hacía frío, mu-
cho frío. Y cuando se acercó un poco más al bulto, finalmente la
reconoció.
Era el cuerpo de Lola, echado contra el piso. Seguía igual a
como lo había visto, misma herida mortal, misma cara de espanto.
Aunque el color de su piel era diferente. En lugar de verse pálida
y lúgubre, se veía celeste. Brillaba de manera incondicional, y a
pesar del frío, a Rafael le transmitía paz. Quiso acercarse, pero en
ese momento, se movió.
Fue un movimiento sutil, pero escandaloso. Lola se arqueó
sobre sus rodillas y se sentó de cara a Rafael. Abrió los ojos, y
cuando hicieron contacto Rafael quedó paralizado. Lola empezó
a mover sus brazos en ondulaciones, como una odalisca, y su pe-
cho a contorsionarse frenéticamente, de adentro hacia afuera. De
imprevisto, abrió la boca y se detuvo en seco. Le dijo:
—La niebla...
—¿Cómo? —Rafael no había entendido. Ella seguía con la
lengua enroscada y le costaba modular.
—La niebla... —Rafael se acercó un poco más, y cuando la tuvo
cara a cara Lola tragó saliva y gritó furiosa— ¡¡¡fue la nieblaaaa!!!
Rafael se levantó de la cama sobresaltado.

—Buenos días Rafa —dijo su abuela. Rafael la saludó con la


mano y fue directo a la heladera.

36
• UNA VISITA INESPERADA •

—Uh, qué caripela...


—No dormí bien.
Desayunaron en silencio. Ella con la televisión y él con sus
pensamientos. De tanto en tanto le ofrecía a Arturo un pedazo
de pan y ella lo retaba. Fuera de eso, no hubo otra comunicación
en la mesa. Cuando terminó su vaso y fue a lavarlo a la pileta, de
espaldas le preguntó:
—Che, abuela, ¿vos sabes algo de la niebla?
—¿Cuál? ¿La violeta? —Rafael giró y asintió— Ahora todos
hablan de “esa”... en mis tiempos sólo había una. ¿Por qué? —
mientras la lavandina se rebalsaba fuera del vaso, Rafael en voz
baja contestó:
—No... nada, nada.
—Bueno. Metele. En cinco minutos salimos para misa.

Mientras caminaban, Rafael veía como la punta de la iglesia


sobresalía entre las casas. Se mordía el labio cada vez que la tenía
más cerca, odiaba profundamente ir a misa. Su abuela, aunque
mayor, caminaba más rápido que él y se lo hacía saber en cada
nueva esquina. Luego de unas cuadras más, llegaron por fin a
Corrientes.
La solemne iglesia de Jesús Sacramentado se tendía ante sus
ojos. Era un gigante del pasado que ocupaba la mitad de la man-
zana. Unas rejas negras la separaban de la vereda y un jardín con
palmeras servía de antesala. En el frente y por encima del portón,
tres apóstoles de piedra posaban junto a una virgen y unos vitrales.
Estos últimos absorbían la luz, llenando de vida a sus entrañas de
carbón. Más arriba había una roseta, y más arriba aún, un recove-
co. En aquel habitaba el cuerpo de Cristo, con los brazos abiertos,
vigilando la ciudad.

37
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

—¡Llegamos tarde! —dijo ella tras acercarse al portón y escu-


char los ecos del cura. Entraron rápido.
Los zapatos de charol de su abuela rechinaron contra la piedra
caliza del pasillo y algunas caras se voltearon. Miraron a Rafael
con rechazo.
Ni bien encontraron un lugar, la abuela se puso a escuchar
atenta. Rafael en cambio ni miró hacia adelante, sus ojos fueron
de acá para allá, buscándola a ella. La encontró junto a su familia
en las hileras de adelante. Hoy Sol llevaba el pelo suelto y plan-
chado. Su madre, que estaba a su lado, lo tenía recogido con un
pañuelo escarlata.
Llegó el momento de la primer lectura y uno de los feligreses
que participaba de la misa con mayor frecuencia se acercó a leer.
Era Marco Cassano. Estaba elegante, como siempre, vestía de eti-
queta y por cada pisada de sus mocasines italianos dejaba atrás
una estela de profunda soberbia. A Rafael le hervía la sangre cada
vez que lo veía, un poco por su forma de actuar y otro más por ser
el padre de Dante. Marco se acercó al texto sagrado y tras estirar
su barba candado y toser, leyó:
—“El Señor da muerte y da vida; hace bajar al Seol y hace subir.
El Señor empobrece y enriquece; humilla y también exalta.
Levanta del polvo al pobre, del muladar levanta al necesitado.
Para hacerlos sentar con los príncipes, y heredar un sitio de honor;
Pues las columnas de la tierra son del Señor, y sobre ellas ha co-
locado el mundo.
El guarda los pies de sus santos, mas los malvados son acallados
en tinieblas,
Pues no por la fuerza ha de prevalecer el hombre”...

38
• UNA VISITA INESPERADA •

Mientras leía, Rafael buscó a Dante entre las primeras filas, y


siempre lo encontraba de la misma forma, petrificado, mirando a
su padre sin gesticular. En aquellos momentos, en lugar de mos-
trar muecas vanidosas mostraba rigidez, una concentración que lo
ponía tieso, carente de vida, como un muñeco de cera.

La ceremonia terminó con la comunión. Luego, en fila y res-


petando al silencio, todos salieron al patio. Ahí las familias se pu-
sieron a conversar.
—¡Acá estabas! —dijo Sol cuando lo encontró detrás de una
palmera.
—¿Qué pasó?
—Nada, te dije que no te metas con Soriano y mira como ter-
minaste... —Sol se quedó viendo las contusiones de su frente y
Rafael se las tocó.
—¿Esto? —rió— No me duele nada, además...
—¡Vamooos Sooool! —se escuchó un grito de fondo.
—Tu papá.
—Sí —respondió ella—, está rarísimo últimamente.
—¿Por? ¿Mucho laburo?
—Sí, no sé... bueno, después te cuento. Me tengo que ir —Sol
salió corriendo y se metió en el asiento de atrás del auto, junto
a su hermano menor. Adelante iban sus padres y cuando Rafael
levantó la mano para saludarlos, todos le devolvieron el saludo
menos el padre, que aceleró intempestivamente y en una ráfaga
se los llevó.
Minutos antes, Ariel, que había estado saludando a las familias
en el patio, buscó a Rafael. Lo encontró a lo lejos, yéndose hacia
una palmera, pero entonces un tirón de la camisa lo llamó. Eran
tres alumnos que hablaban encimados y le preguntaban algo sobre
el examen de la semana entrante. Ariel primero dudó en respon-

39
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

derles, no quería perder a Rafael de vista, pero entonces, cuando


vio que se acercó un padre, ya no tuvo más opción.
Mierda... —pensó cuando volteó hacia la palmera y vio que ya
no estaba. Fue rápido hasta las rejas y, sin éxito en la vereda, se
encendió un cigarrillo.
Entre bocanadas meditó. Dio un par de vueltas sobre la entra-
da. De pronto, en un ir y venir de sus zapatos, se frenó y tiró su
cigarrillo. Empezó a caminar decidido por Corrientes.
Caminó quince cuadras, dejó Almagro atrás y se metió en
Boedo. Pasó por debajo de unos cuatro o cinco pasacalles de San
Lorenzo y llegó hasta un edificio viejo y despintado. Al costado
había un callejón oscuro donde se asomaban unos contenedores
de basura y también la niebla. Ésta le susurraba, pero él no le
prestó atención.
—Buenos días, Don Emilio —el encargado, viejo y sonriente,
lo saludó con un gesto de su boina.
Adentro fue hasta un ascensor diminuto y lo maldijo ni bien ce-
rró sus rejillas oxidadas y tocó el botón. No quería subir. Terminó
haciéndolo por la fuerza, y con mucho retraso. Arriba salió a un
pasillo largo y cargado de inmundicia, las paredes estaban llenas
de moho y había algunos sectores resquebrajados. Cuando tocó la
puerta del departamento “C”, una voz ronca gritó:
—¡No hay nadie!
—¡Dale gil! ¡Soy yo! ¡Ariel!
Al abrirse la puerta salió un tipo mimetizado con el ambiente.
Olía mal, muy mal, y en su musculosa tenía unas cuantas manchas
de cerveza. Era alto y de piel oscura. Usaba patillas. Por debajo de
sus pelos, como mechones embrujados, se le entreveían unos ojos
cansados.
—¿Qué querés?
—Nada. Pasaba a saludar. ¿Por qué no fuiste a misa hoy?

40
• UNA VISITA INESPERADA •

—Porque estaba cansado. Anoche... anoche me quede hacien-


do unas cosas.
—Ah... “cosas”... ¿puedo pasar? —el extraño hizo un gesto iró-
nico con la mano, enseñándole una montaña de Quilmes vacías.
—Pasá —cuando pasó cerró rápido la puerta—, pedite algo
para comer.
Mientras esperaba con el tono del teléfono de fondo, Ariel echó
un vistazo al comedor. Lo primero que le llamó la atención fue
la caja de pizza entreabierta que escupía moscas desde el sillón.
Revoloteaban en el aire, y luego una fue a parar al ropero de ma-
dera que había al lado. Se metió dentro del bolsillo de un piloto.
—Dale, decime. ¿A qué viniste? —le preguntó cuándo colgó.
Ariel suspiró.
—Tengo que pedirte un favor...
—Obvio.
—Escuchame, no es para mí. Es para uno de mis alumnos.
Necesito que lo entrenes.
—No —contestó, rotundamente—, ya no me dedico a eso.
—Pero, ¿por qué? No entiendo. Si era lo que más te gustaba
hacer.
A eso no contestó. Tan solo miró hacia arriba y se perdió en el
techo. Sus ojos, además de reflejar un profundo cansancio, ahora
también reflejaban melancolía. Terminó su vaso y salió al balcón.
Mientras veía los autos pasar, con mucha pesadez escuchó de atrás:
—Se llama Rafael Machado. Yo ya no sé qué más hacer con él...
y está solo, como nosotros alguna vez.
—¿Otro huérfano?
—Sí.
—Sabes que tampoco hago más beneficen... —de repente, una
voz resonó en su cabeza. “Rafael Machado” —repitió.
Por alguna razón se acordaba de ese nombre y entonces, ines-

41
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

peradamente, la noche del diluvio se le presentó. Volteó despavo-


rido y lo miró con ojos abiertos.
—¿Cómo es? Digo... físicamente.
—¿Eh? ¿Rafael? —asintió— Es morocho, flaco... de altura
normal para su edad. ¿Por qué?
—¿A qué colegio va?
—Al de Almargo, ¿por? ¿Lo vas a entrenar? —el extraño no
dijo nada más, volvió al comedor y, tras detenerse frente a la cruz
y persignarse, se sirvió otro vaso.

2 de abril de 1996
Miércoles aburrido en el colegio. Las chicas se habían ido tempra-
no al club por un torneo de vóley y Dante había faltado, de nuevo.
Rafael no lo había visto en toda la semana y ya estaba empezando a
pensar que a lo mejor había seguido la suerte de Alan. Según los de
su colegio, Alan Soriano no había vuelto a aparecer desde aquella
tarde en la plaza. Fue como si se lo hubiese tragado la tierra.
Rafael miraba expectante mientras las agujas del reloj se mo-
vían, muy lentamente, a punto de acariciar su libertad. Cuando
el timbre por fin sonó se puso la mochila y salió rápido. Tanto
aburrimiento lo había superado.
—Che, Rafael —dijo Guido cuando llegaron a la salida—, ¿no
estás para un picadito?
—¿Cuándo?
—Mañana, a las seis, en El Portón.
—Puede ser. Te aviso —y en lo que Guido se alejó con la pelota
bajo el brazo, Rafael tomó la otra dirección. No hizo más de dos
cuadras y empezó a sentir que alguien lo estaba siguiendo.
Eran unos pasos pesados, y cuando Rafael se volteó vio a un

42
• UNA VISITA INESPERADA •

hombre alto y con aspecto de vagabundo. Aceleró y cambió de


vereda, pero como no pudo perderlo, se detuvo en seco.
—¡Flaco, volá de acá! —tenía el puño contraído, y quien lo
seguía lo notó y le sonrió.
—Hola... Rafael Machado —sus ojos hicieron cortocircuito
con los de él.
—¿Cómo sabes mi nombre?
—Sé tu nombre, y sé algunas cosas más...
—¿Eh? ¿Quién mierda sos? ¡Tomatelás!
—Tranquilo... Soy el que te sacó de la plaza y te llevó a tu casa.
—¡Volá de acá!
—Ah, ¿no me creés? Tu nombre y tu dirección lo saqué de tu
billetera, cuando te rescaté.
—¿Fuiste vos? —lo miró de arriba abajo con desconfianza, pero
luego, y por alguna razón, su cara de cansado le hizo acordar a al-
guien y dejó de contraer el puño. —Bueno, gracias... pero si buscas
plata no tengo nada —el otro suspiró y negó con la cabeza.
—Che, fuiste muy afortunado el otro día. Cómo zafaste de la
niebla...
—¿Qué? ¿De la niebla? ¿Qué sabes de la niebla?
El extraño guardó silencio y se detuvo en el rostro expectante
de Rafael. Sus ojos lo miraron con una ansiedad brillante, y el
primero volvió a sonreír.
—La verdad.

43
CAPÍTULO 3

LA VERDAD

17 de abril de 1996
Uno, dos, uno, dos. Rafael le pegaba a la bolsa al ritmo de su
bronca, imaginándose a la cara de Alan Soriano en ella. Después,
de a poco fue perdiendo potencia, sentía que los brazos se le entu-
mecían y finalmente lo abandonaron. Fueron a parar a las rodillas.
—¿Qué pasa? ¿Ya te cansaste? —preguntó su entrenador—
¡Dale, la niebla no te da un respiro!
Ya hacía más de dos semanas que lo entrenaba. Venían reu-
niéndose todos los días, incluso fines de semana, y solamente te-
nían como descanso los miércoles. Desde aquella vez, a la salida
del colegio, aquel extraño vagabundo le había prometido que si
entrenaba duro le contaría los secretos de la niebla, y Rafael había
aceptado. Más después de enterarse de quién era él en realidad.
Quien le gritaba era nada más y nada menos que Facundo
“Mano de Piedra” Morales, un ex boxeador y triple campeón del
mundo, que se había retirado de joven por causas desconocidas.
Peleaba como los dioses.
—¿Listo? —preguntó Facundo al ponerse los guantes.
—Vamos.
Rafael rió, y después, cuando subieron al cuadrilátero, su cara

45
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

se transformó en una mímica de ensimismada concentración. Lo


estudió de arriba abajo. Tenía la guardia baja, los hombros tran-
quilos, y los pies apenas rebotando contra la lona. Aun así, y pese
a aquel estado de aparente pasividad, Facundo era indescifrable.
—¡Dale! ¿Qué esperás? ¡Atacá! —Rafael obedeció. Juntó los
guantes y fue a por él. Entonces sacó un zurdazo rápido y apuntó
a las patillas. El golpe viajó de abajo hacia arriba en menos de un
segundo y cuando estuvo a punto de impactar, Facundo lo esquivó
moviendo la cintura. Rafael siguió de largo y cuando quiso girar,
sintió el guante hundiéndose en la boca de su estómago.
Rafael besó la lona, sin oxígeno. Otro round donde no sólo ha-
bía vuelto a caer de un solo golpe, sino que también había vuelto
a confirmar su apodo. Efectivamente, tenía las manos de piedra.
Cada vez que lo golpeaba Rafael sentía un dolor inconmensura-
ble, como si le estuviese rajando la piel a martillazos.
—Listo. Terminamos por hoy.

—¡Rafaaa! ¡Rafael! —gritó su abuela mientras veía la televi-


sión. No hubo respuesta— Qué lástima... se lo va a perder.
El título del noticiero decía: “EN EXCLUSIVA: EL
FENÓMENO DE LA NIEBLA VIOLETA”. En la televisión ha-
bía una periodista junto a un hombre de guardapolvo.
—...Hoy está con nosotros un especialista en el tema. Un cien-
tífico que viene estudiando este fenómeno hace ya varios años y
que tiene a todo el mundo intrigado. Juan —la periodista se vol-
teó—, ¿cómo estás? Gracias por venir.
—No, gracias a ustedes...
—Bueno, empecemos por el principio. ¿Cuándo cree usted que
arrancó todo esto de la niebla violeta?
—Arrancó a principios de los ochenta, y no lo digo yo, lo dicen

46
• LA VERDAD •

los estudios... antes de esa década no había registros de la niebla


de ningún tipo, o por lo menos, no de manera oficial.
—Claro... ¿y por qué cree usted que surgió? ¿Cuál sería su
teoría?
—Mi teoría sería que es una consecuencia directa del efecto
invernadero. Un gas producto de la radiación solar —la periodista
asintió—, como sabrán, existen varios gases artificiales que vienen
dañando la atmósfera hace ya muchísimos años. Bueno, la niebla
no es más que uno de ellos.
—O sea que, ¿es otro residuo industrial?
—Exacto.
—¿Y por qué cree que empezó justo en los ochenta?
—Porque fue en esa década cuando su producción se fue por
las nubes. Solo con fijarse en el mercado está la respuesta. La gen-
te empezó a consumir muchos más “productos basura”.
—¿Cuáles serían esa clase de productos?
—Los del día a día: pinturas, desengrasantes, aerosoles, todo lo
que se usa... —la abuela bostezó y cambió de canal.

18 de abril de 1996
—¿Así te vas? —le preguntó la abuela a Rafael cuando lo vio irse
con la chomba del colegio hasta la puerta. Recién había terminado
de desayunar.
—Sí, ¿qué pasa?
—Está fresco afuera. Hay un viento terrible. Mejor llevate el
buzo que te vas a enfermar. —Rafael la miró, se detuvo, y luego
siguió hasta la puerta riéndose.
Al cerrar la puerta supo que tenía razón. En la calle hacía un
frío de morirse. La temperatura era baja, pero más baja parecía

47
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

por las incesantes ráfagas que le cortaban la cara. Rafael infló el


pecho y siguió.

Durante la primera materia, Rafael no hizo más que estornu-


dar, y al cuarto estornudo le llegó un comentario de quien tenía
al lado.
—Uh, como está esa canilla eh...
—No jodas Guido... —sintió que iba a estornudar de nuevo—
¡Pasame una servilleta! ¡Dale, rápido!
—¡Allá! ¡Al fondo! —gritó Garfunkel desde el pizarrón—
¡Dejen de hacer ruido!
—Tranqui Garfu, el pibe está resfriado, nada más.
—¡Señor Mansilla! ¡Ya me cansé de decirle que no me diga así!
Para usted soy la señorita Garfunkel.
—¿Señorita? —preguntó Guido con una ironía que enmudeció
al aula. Después estalló en risas y los viejos y amarillentos colmi-
llos de Garfunkel salieron a la luz.
—¡Mansilla! ¡A la dirección!
—Pero...
—¡A la dirección!

Al finalizar el segundo recreo de la mañana, el director Zacarías


terminó con Guido y le abrió la puerta de su despacho. Después
se quedó mirando cómo se alejaba yendo a tomar agua al bebe-
dero, y también como Rafael Machado se le acercaba para decirle
unas palabras. Zacarías se acarició la barba y sus cejas, tupidas, se
dibujaron hacia abajo en un ángulo de ira.
—¿Qué te dijo?
—Nada, boludeces —y volvió a poner la cara en el bebedero.
—¿Te suspendió?
—Sí, pero no me importa. Acá entre nos —levantó la cabeza

48
• LA VERDAD •

para cerciorarse de que no hubiese nadie más en el patio—, me


llamaron de Argentinos, si quedo, me voy a la mierda.
—Bien ahí.
—¿Y vos? ¿El boxeo qué onda?
—Nada, tranqui...

Después de otra interminable jornada escolar, Rafael ya estaba


contento, o exitado al menos; viajaba en colectivo rumbo a Flores,
y nada lo perturbaba de su ambición de revancha. Ni siquiera lo
hacía la forma en que viajaba: todos los asientos estaban ocupa-
dos, viajaba parado y un puñado de pasajeros lo empujaba cada
vez que el colectivo frenaba. Algunos estornudaban y otros tosían,
y la respuesta a todas esas asquerosidades estaba a las claras afue-
ra: una fuerte ventisca se arremetía contra los cristales y empañaba
el recorrido.

Al bajarse Rafael volvió a ser víctima del frío, una vez más
las ráfagas lo sacudieron. Luchó contra ellas en sentido contra-
rio y luego de dos cuadras se detuvo frente a aquel edificio su-
cio y abandonado. Un cartel con luces de neón apagadas decía:
“GIMNASIO”, y más arriba, el balcón se arqueaba hacia abajo
como un bandoneón a punto de caerse.
Rafael sacó una llave de su bolso y abrió la puerta, entonces se
encontró con un túnel hacia el pasado. En el extenso pasillo había
fotos enmarcadas por todos lados. En ellas se veía al campeón,
siempre sonriendo y recibiendo distintos tipos de cinturones de
colores. Cuando el viaje en el tiempo se terminó, Rafael se reen-
contró con aquel hombre, aunque mucho más deteriorado y con
una botella de cerveza entre las manos.
—Buenas... —dijo Rafael, Facundo escondió la botella.

49
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

—¿Qué hacés nene? —no llegó a apoyar el bolso cuando


Facundo empezó a aplaudir— ¡Vamos! ¡Dale! ¡A la soga!
Después de una hora de intensa entrada en calor, dónde
Facundo le hizo hacer todo tipo de ejercicios físicos, finalmente
lo llamó de un grito. Le ofreció una botella de agua y, cuando
se sentaron junto al borde del cuadrilátero, Rafael la bebió con
desesperación.
—No tomes tanto que te vas a hinchar —muy a su pesar, Rafael
despegó los labios de la botella.
—Decime, ¿son buenas las clases de Historia en tu colegio?
—¿Qué?
—Respondeme lo que te pregunto.
—Ehh... si, las de Historia justo zafan... ¿por qué? —Facundo
se rio.
—¿Todavía no te diste cuenta? Qué pibe... —Rafael achicó la
vista y se puso a pensar. Luego, negó con la cabeza— Ariel es mi
hermano. Somos mellizos.
—¿Qué? ¿Tu hermano? —preguntó sorprendido.
Inmediatamente después lo estudió de arriba abajo. Tenía que ser
cierto, eran muy parecidos, salvo por aquellas patillas mugrientas
y esos pelos de bohemio mal habido.
—Bueno, se acabó el recreo —dijo Facundo cortando el análi-
sis—, vamos, arriba —se puso los guantes y subió al cuadrilátero.
Rafael detrás.

Rafael atacó primero. Lo hizo con un asfixiante encadena-


miento. Combinó izquierda con derecha y lo hizo retroceder. Un
avance para él. Aunque Facundo esquivaba cada uno de sus gol-
pes como una serpiente, Rafael pudo detectar cierta tensión en
su cuerpo, más en su rostro. De pronto la espalda de Facundo fue
asomándose más y más contra las cuerdas y cuando creyó que lo

50
• LA VERDAD •

tenía, aquel contraatacó. En un abrir y cerrar de ojos Rafael reci-


bió otro golpe en el estómago.
Facundo volteó hacia su rincón para sacarse los guantes, pero
Rafael lo interrumpió llamándolo por la espalda.
—¿A dónde vas? No terminó... —dijo mientras hacía un es-
fuerzo por ponerse de pie.
—Yo soy el que decide eso. Terminamos.
—¿Qué pasa? ... ¿Tenés miedo?
Facundo se volteó de nuevo, furioso, pero esta vez lo vio de pie,
perfectamente erguido y en guardia. Negó con la cabeza.
—Nene, te vas a arrepentir... ¡dale! —se golpeó el pecho— ¡Veni!
Agotando hasta su última gota de energía, Rafael repitió su en-
cadenamiento con igual intensidad. Facundo volvió a retroceder
y, en ese momento, mientras seguían los golpes, una sonrisa se le
escapó a Rafael. Facundo la vio e inmediatamente la borró de un
cabezazo. Rafael cayó precipitado contra la lona.
—En el boxeo no vale usar la cabeza, pero tampoco vale reírse
de tu oponente. Aprendé eso.
Rafael apenas lo escuchó, estaba mareado, y los ojos se le iban
por las ventilaciones del techo. Sin embargo, y pese a haber re-
cibido semejante golpe, su sonrisa seguía ahí, impregnada a su
protector bucal.

19 de abril de 1996
—¿Otra vez te peleaste? —le preguntó Sol a Rafael después de ver
la enorme contusión de su frente.
—Sí, pero esta vez fue entrenando.
La voz del profesor de educación física los interrumpió. Ya ha-
bía llegado al aula. Voltearon y se encontraron con un hombre de

51
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

brazos cruzados y de simio, lleno de pelos hasta la yema de los


dedos. Una sonrisa ligera delataba sus aires de superioridad y un
silbato cromado su obsesión por el deporte y la disciplina.
—¡Vamos! ¡Métanle que es tarde! ¡Salimos ya para el club!
—los alumnos empezaron a cruzarlo y cuando llegó el turno de
Rafael, a él lo detuvo con el brazo— Vos no Machado, a vos te
espera Zacarías en la dirección.
—¿Qué hice ahora?
—No sé, ni me interesa.

Al girar la fría pero habitual manija de la dirección, Rafael se


reencontró con las sombrías paredes y el aire viciado. Un cemen-
terio de colillas de cigarrillo descansaba encima del escritorio y
por detrás, en el sillón, reposaba la lúgubre figura de Zacarías. Sus
dedos largos tiritaban contra sus rodillas.
—Machado, adelante —Rafael cerró la puerta y se acercó.
—¿Qué es ese moretón que tiene en la frente?
—Un golpe.
—Ah, ¿no me diga? ¡No se pase de listo conmigo! ¿Cómo se
lo hizo?
—Entrenando.
—¿Entrenando? ¿Qué clase de deporte hace usted?
—Boxeo.
—Boxeo... mire usted... —se acarició la barba— sabe qué, no
le creo.
—Sabe qué, pregúntele a Ariel. Su hermano es mi profesor
—Rafael sonrió y Zacarías se quedó mudo. Luego, los hoyuelos
de su nariz empezaron a moverse y su mandíbula vibró como un
volcán en erupción.
—¡Váyase de mi dirección! ¡Está suspendido hasta que hable
con Ariel!

52
• LA VERDAD •

Esa tarde Rafael salió temprano del colegio. Y con tanto tiem-
po libre no supo qué hacer ni a dónde ir. Pensó en volver a su casa,
donde seguro se aburriría, así que mejor optó por ir un rato antes
al gimnasio. A fin de cuentas ahí iba a terminar su día. Se tomó el
colectivo y partió hacia Flores.
Tarareaba una canción de Viejas Locas mientras llegaba al edi-
ficio abandonado. Pero de pronto, un sismo lo calló. Los ruidos
provenían de allá así que se acercó a las corridas. El bandoneón
se movía insaciablemente y una arenilla caía de sus barandas.
Entonces Rafael, imprudente, siguió corriendo hasta la puerta.
Cuando la abrió vio que los cuadros del campeón temblaban de
manera estrepitosa, y que algunos ya estaban en el piso.
—¡Facundo! —gritó desde ahí, nada— ¡Facundo! —volvió a
decir, ahora con más fuerza. Corrió por el pasillo hasta el salón y
notó que no había nadie, y que los sismos, todavía incesantes, se
agudizaban en las escaleras del fondo.
Rafael tragó saliva y se acercó. Se aferró a las barandas. Subió
con la mirada fija en la puerta de arriba. Lo hizo agazapado, bus-
cando no perder el equilibrio, y cuando llegó y abrió la puerta, vio
una imagen que jamás se olvidaría.
Su profesor estaba arrodillado, con las palmas en el piso, y unos
cuernos enormes lo encerraban formando una jaula de piedra. De
fondo había otras figuras más grandes, de piedra también. Luego
la puerta chirrió, y Facundo se volvió hacia él.
—¿Qué hacés acá? —fue rápido hacia la puerta. Estaba trans-
pirado, lleno de venas y con los ojos desencajados.
—Me largaron antes del colegio y...
—¡Y nada! ¡Vos no podés estar acá! —Facundo cerró la puerta
y se quedó mirándolo. Rafael, que jamás había visto esa expre-
sión en su rostro, retrocedió lentamente. Luego bajó las escaleras y

53
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

cuando estuvo a punto de llegar al pasillo, la voz de su entrenador


lo detuvo.
—¿A dónde vas? Ya está. Ya viniste. Ponete a entrenar.

Durante una hora de absoluto silencio, Facundo solamente


dijo “descanso” y luego “arriba”. Cruzaron las cuerdas y subieron al
cuadrilátero. Entonces, como siempre, empezaron a medirse. Los
ojos de uno se clavaron en los del otro. Las manos de piedra se
movieron en círculos y Rafael las siguió. Mientras bailaban alre-
dedor de la lona, Rafael atacó.
Retomó el encadenamiento de ayer. Intercaló riñones con ca-
beza y poco a poco fue haciéndolo retroceder. A su cintura le en-
tró la paranoia. Así, y luego de otra serie de combinaciones, Rafael
vio una pequeña fisura en su guardia. La misma que ayer, y que
por tener los brazos ocupados seguía descubriendo su parte de
arriba. Rafael lo apuntaló con la derecha en las costillas y luego
subió rápido con la izquierda. Un gancho se coló entre sus codos
y Facundo retrocedió, pero tarde. La rispidez del guante pelado ya
le había rozado la nariz.
El salón enmudeció.
Tan solo se escucharon las agitadas respiraciones de Rafael,
ahora con los guantes sobre las rodillas. Facundo le había dado la
espalda y se había llevado un guante a la cara.
—Me tocaste... —se volteó. La punta de su nariz tenía una
pizca de sangre—, al fin.
Cuando vio que una tenue sonrisa se había dibujado por enci-
ma de su protector bucal, Rafael también sonrió.
—¿Y ahora?
—Ahora estás listo —la sonrisa de Rafael se ensanchó—, te
voy a contar la verdad.
Se sacaron los guantes y fueron por la botella de agua. La be-

54
• LA VERDAD •

bieron en silencio. Luego Facundo le clavó la mirada a la puerta


que había por encima de las escaleras.
—¿Alguna vez escuchaste hablar de la energía espiritual? —
Rafael negó con la cabeza— Bueno, es algo importante y que
poca gente tiene. Vos y yo la tenemos.
—No te sigo...
—A ver, es una especie de “poder” que sale del alma, creo, y que
cuando sale, sale y te protege de muchas cosas, entre otras, de la
niebla —Facundo guardó silencio para saber si había entendido,
suspiró cuando vio que se reía.
—¿Vos me estás hablando en serio?
—Yo siempre hablo en serio. Mirá —señaló con la vista a la
puerta encima de las escaleras—, cuando llegaste, ahí estaba sol-
tando mi energía.
—¿Quééé? ¿Ese fuiste vos?
—Sí, y vos también tenés lo tuyo. Así como yo tengo la piedra,
vos tenés la luz.
—¿La luz?
—Sí, pero eso no es importante ahora. Lo importante ahora
es que entiendas esto: vos, aunque todavía no lo sepas, tenés un
poder espiritual muy fuerte, único te diría, y por eso tenés que
usarlo para hacer el bien... —Facundo se detuvo y lo miró fijo a
los ojos— tenés que unirte a nosotros.
—¿“Nosotros”? ¿Quiénes vendrían a ser “nosotros”?
—Nosotros vendría a ser un grupo de vecinos que, como vos y
como yo, tenemos el don y lo usamos para vigilar las calles duran-
te la noche. Nuestro objetivo es uno: acabar con la niebla.
—La niebla —interrumpió Rafael—, todavía no me contaste
lo de la niebla. ¿Qué tiene que ver con todo esto?
—La niebla es lo peor, es la oscuridad —sentenció, amarga-
do—, y es la que se está cargando las vidas de esta ciudad. Ahora

55
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

se está expandiendo, cada vez más, y si no hacemos algo para


detenerla... —Facundo le esquivó la mirada y se mordió el labio
inferior.
—¿Qué? ¿Qué pasa?
—Si no hacemos nada va a llegar a un punto donde va a estar
por todas partes, se va a adueñar de la noche, y cuando eso pase
la gente ni va a poder salir de sus casas, si es que quieren seguir
con vida...
Facundo calló, hizo silencio para que su discípulo entienda una
y todas sus palabras, pero a Rafael, insólitamente, se le escapó una
risa más.
—Disculpame pero, ¿no te parece que estás exagerando un
poco? Entiendo que la niebla puede hacer mal pero ya toda esta
“cosa apocalíptica”...
—...¿Qué?
—Nada, no me la creo —Facundo lo miró sobresaltado.
—¿Cómo que no? ¡Abrí los ojos pibe! ¡Solo con salir a la calle
te das cuenta!
—Bueno, tranquilo... ponele que tenés razón, y ponele que
todo esto que me decís existe y pasa —Facundo asintió—, ¿en
serio esperás que me meta en esto?
—Sí, porque tenés el don... si no, ¿por qué pensás que te entre-
né todo este tiempo?
Su pregunta gestó un silencio, y el silencio una reflección.
Rafael agachó la cabeza, deteniéndose en sus zapatillas maltrata-
das, y luego se volteó hacia su bolso. Negó con la cabeza.
—Me parece que te equivocaste de persona entonces. Yo hago
la mía, y si alguien tiene problemas, que se las arregle.
Rafel caminó hasta su bolso, dándole la espalda a su profesor, y
cuando lo levantó por la correa escuchó un grito.

56
• LA VERDAD •

—¡Rafael! —Rafael se volteó— ¿Qué pensás hacer con tu po-


der entonces?
—Nada, lo mismo que antes.
Al acomodarse el bolso y mirar a Facundo, supo que los entre-
namientos con él habían terminado. Facundo le devolvía la mi-
rada con los ojos llenos de impotencia, conteniendo su ira en el
temblequeo de sus brazos, y cuando Rafael finalmente lo cruzó
y caminó hasta la salida, una vez más lo interrumpió. Esta vez,
Facundo fue quien rió.
—¿De qué te reís?
—De vos. No puedo creer como no la viste... esta era tu única
oportunidad de abandonar esa vida de mierda que tenés y hacer
algo bueno de verdad.
Rafael lo miró desafiante.
—¿Algo bueno de verdad? ¿Tomar a escondidas es algo bueno
de verdad?
—¡No! —Facundo gritó tan fuerte que Rafael sintió otro sis-
mo— ¡Justicia es lo que hago! ¡Soy un centinela!
—¿Un centinela? ¿Se pusieron un nombre también?
Facundo lo miró, frustrado. Sentenció:
—Mejor volvé a tu vida de siempre y hacé de cuenta que esto
nunca pasó... pero acordate muy bien de algo: la próxima vez que
veas una injusticia y mires para el otro lado como hacen todos,
acordate de esto: ahí vamos a estar nosotros —Facundo aplaudió
efusivamente con las manos: —¡Dale, tomatelás! ¡Andate de mi
gimnasio!

Las últimas palabras de Facundo descolocaron a Rafael. Lo que


le decía no le interesaba, pero por alguna extraña razón, sabía que
todo era cierto. Las palabras de Facundo le dolieron más que to-
dos los golpes que había recibido entrenando, incluso más que lo

57
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

que había sufrido aquella vez en la plaza. “La próxima vez que veas
una injusticia y mires para el otro lado como hacen todos”. Aquellas
palabras hacían estragos en su mente, sacudiéndolo como un eter-
no terremoto, llevándolo directamente a la noche del asesinato de
Lola. Pensó en la inoperancia de la policía y en la impotencia que
sintió en ese momento. Pensó en que él hubiera querido hacer
algo para salvarla. Entonces, y tras renegar de su orgullo para dar-
le paso a la sangre caliente que fluía por sus venas, Rafael colapsó.
Gritó.
—¡Pará! ¿Qué es un centinela?
—¿No te habías ido? —durante el tiempo que Rafael se había
quedado pensando, Facundo ya le había dado la espalda, y aho-
ra levantaba uno a uno los cabezales que se habían caído con el
sismo.
—No, decime.
—Para eso vas a tener que confiar en mí, y seguir entrenando.
—¿Cómo? ¿No era que ya estaba listo?
—Hasta ahora solo dominaste tu cuerpo, te falta dominar tu
energía espiritual.
—¿Y cómo hago eso? —Facundo se acercó hasta Rafael y dejó
caer su mano de piedra en su hombro.
—“Eso” —apretó—, eso es lo que vas a aprender de ahora en más.

10 de mayo de 1996
Tres semanas pasaron desde aquella revelación, la que había cam-
biado por completo el eje de su rutina. Ahora los entrenamientos se
focalizaban en otras cosas, como en la meditación, y Facundo, poco
a poco, fue introduciéndolo en un mundo nuevo, en uno donde las
leyes de la naturaleza eran otras. Le enseñó que la energía espiri-

58
• LA VERDAD •

tual tenía un almacenamiento interno y propio, y que, así como se


gastaba también se regeneraba. Le contó que si uno la concentraba
podía materializarla en infinidad de técnicas, y ese justamente ha-
bía sido el desafío todo este tiempo.
Hoy, después de varios intentos frustrados, Rafael por fin pudo
concretar una. Fascinado, vio como un resplandor amarillo brotó
de su cuerpo y lo utilizó para dar un golpe. Al terminar, Facundo
se acercó.
—Muy bien. Es un golpe duro, potente, pero tiene dos puntos
débiles muy claros.
—¿Cuáles? —preguntó Rafael mientras inhalaba importantes
bocanadas de aire. Detrás suyo había un saco de boxeo destrozado.
—Primero, eso, te cansa demasiado. Una técnica así te consume
mucha energía... por cómo venís solo podés usarla una vez al día.
—¿Y la segunda?
—Solo te sirve a corta distancia, así que si alguien te ataca de
lejos o algo parecido, no te sirve de nada.
Rafael reflexionó por unos momentos, luego fue a tomar agua.
Volvió rapidísimo.
—Igual ya está, o, ¿falta algo más?
—No, ya está.
—¿Entonces hoy conozco a los demás?
—Sí, esta noche. Nos vemos en Paraná y Corrientes a las diez.
No llegues tarde.

Las horas pasaron y Almagro quedó atrapado por las sombras.


Era una noche fría y desolada. No había nadie en la calle a ex-
cepción de unos pocos vagabundos escondidos en sus capullos de
cartón. Al rato apareció Rafael, con pasos ligeros y rostro concen-
trado. Al pasar, los vagabundos se asomaron.
Siguió caminando, ahora más rápido. La niebla ya le había ce-

59
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

rrado el paso en tres oportunidades. Así, y por el camino más


largo, salió por fin a Corrientes. Mientras llegaba al punto de en-
cuentro, alzó la cabeza. Se detuvo en el Cristo que sobresalía de la
iglesia en la otra cuadra. Lo veía tétrico, hechizado bajo un manto
de sombras.
—Al fin —dijo un hombre alto y encapuchado, era Facundo—,
vamos.
Rafael siguió sus pasos. Se sorprendió cuando se acercaron a
la iglesia, y más se sorprendió cuando se detuvieron frente a ella,
viéndola curiosamente iluminada.
—¿Acá es?
Facundo cruzó las rejas, y cuando iban por la mitad del patio
Rafael escuchó unas voces. Venían del portón.
—¿Listo? —Rafael asintió.
Las vigas chirrearon y el portón se abrió. Muy lentamente
empezó a ver a cada uno de ellos. Estaba Dante junto a su pa-
dre, Marco, algunas otras caras conocidas y por arriba, encima
del púlpito, el padre Antonio. Detrás de él había una bandera,
una que tenía el mismo símbolo que había visto en las cartas de
Dante. Todos se voltearon y lo miraron; sus rostros, conjurados en
misterio.

60
CAPÍTULO 4

POR SIEMPRE GIRASOLES

Al ingresar, la iglesia entera enmudeció. Facundo miró a Rafael,


luego al del púlpito, y tras dar un paso más, dijo:
—Faro, ya está listo —el cura asintió y miró a Rafael con ojos
penetrantes. Le preguntó:
—¿Cuál es tu elemento?
—La luz. Mi elemento es la luz.
Una ola de murmullos se desató. Los de las primeras hileras
comenzaron a discutir entre sí y Faro negó lenta pero rotunda-
mente con la cabeza.
—No... eso es imposible —volteó de nuevo a Facundo: —
Bengala, pensé que ya habías entendido... se extinguieron.
—¿Cómo? —preguntó Rafael, a lo que Marco se paró desde
la primera fila y respondió:
—Sí, todos los del elemento luz se extinguieron. Además, es
imposible que vos la tengas, solo hubo registros de ella en Asia.
—No, Antorcha, yo la vi —dijo Facundo—, y por segunda vez.
—¿Otra vez lo mismo Bengala?
—Sí, y estoy seguro de que son la misma —Antorcha lo miró
extrañado y una mujer del fondo arrojó:
—¡Bueno, si tiene la luz que la muestre!
—Ahora no puede —sentenció—, venimos de entrenar y ya

61
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

gastó toda su energía —su respuesta trajo consigo otra ola de


murmullos.
—¡Silencio! —ordenó Faro golpeando el púlpito. Entonces,
cuando las voces se callaron, miró a Rafael a los ojos. —Joven, de
un paso al frente —Rafael obedeció—, ¿vos sabes por qué estamos
acá? ¿Por qué nos reunimos en la iglesia noche tras noche? Porque
somos justicieros, porque hacemos el trabajo que nadie sabe o
quiere hacer: luchar contra la niebla. Vigilamos las calles mien-
tras el resto duerme, y nos hacemos llamar “centinelas”. Acá cada
persona que ves, cada vecino, durante el día tiene una vida normal
pero durante la noche no, durante la noche la arriesga. ¿Ser un
centinela es peligroso? Sí, ¿ingrato? También, por eso antes de
tomar una decisión quiero escucharte, saber si estás dispuesto.
—¿A qué? ¿A arriesgar mi vida?
Faro asintió solemnemente.
—Sí, estoy dispuesto.
—Listo, no se habla más. Empecemos.

El ritual de iniciación consistió en beber del cáliz mientras


Faro leía la Santa Biblia. Después Rafael hizo una reverencia ante
la bandera y leyó un juramento en voz alta. El juramento recalca-
ba el hecho de mantener en secreto la existencia de la secta, una
de las cláusulas decía: “Durante mi cometido respetaré el nombre que
se me asigne, así como el de mis compañeros, y vigilaré y castigaré bajo
el anonimato.”
Cuando terminó, Rafael selló sus palabras con un “Lo juro”, y
Faro continuó:
—Que así sea. Entonces, a partir de hoy, tú nombre como cen-
tinela va a ser... —mientras lo pensaba, Faro lo miró y notó que en
sus ojos había un profundo entusiasmo. Le sonrió:
—Luciérnaga... tu nombre va a ser Luciérnaga.

62
• POR SIEMPRE GIRASOLES •

Aquel entusiasmo desapareció.

Luego comenzó la reunión rutinaria y Faro empezó a repartir


tareas. Sacó un colorido mapa de la Capital Federal y con el índice
fue trazando las áreas de vigilancia. Las áreas en rojo eran las más
peligrosas, ahí mandó a sus mejores hombres, después le siguie-
ron respectivamente las naranjas y las amarillas. A Luciérnaga le
asignó una amarilla, y por ser su primera misión y no tener ener-
gía espiritual, también le asignó un supervisor. Nombró a Fósforo
como tal, un centinela experimentado pero que Luciérnaga no
pudo reconocer ya que asintió desde el fondo.

Al terminar la reunión los centinelas se fueron rápido y Rafael


se quedó desde el portón viendo algo increíble: como sus nuevos
compañeros se perdían en medio de la noche, entregándose deci-
didamente a la oscuridad y cruzando sin miedo los gases violetas.
Luego escuchó una voz, y se volteó sorprendido.
—Vamos. La noche es joven y hay que vigilar.
—¿Vos sos Fósforo? —quien tenía enfrente era nada más y
nada menos que Pepe, el carnicero del barrio. Un hombre morru-
do, cuarentón, con bigotes y una mochila ajustada que le marcaba
la grasa.
—Sí, vamos.
Se subieron a su auto, un Renault 12 gris con la luz del frente
izquierdo abollado. Mientras viajaban, Luciérnaga notó al escudo
de Boca Juniors bailando detrás del espejo retrovisor. Más atrás
colgaba un rosario.
—Así que tenés la luz eh...
—Sí.
Luciérnaga abandonó la conversación apoyando la cabeza con-
tra la ventanilla y, mientras las fachadas de las casas se proyectaban

63
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

rápidamente, se puso a pensar en lo que había vivido. Todavía le


costaba asimilar la figura del centinela, le costaba creer que aquel
morador nocturno realmente existiera. Creía que estaba dentro
de un sueño, de una realidad paralela, y cuando se dio cuenta ya
estaban por Chacarita.
—Que bien que nos tocó Belgrano, hoy vas a aprender algunas
cosas útiles —dijo Fósforo.
—¿Cómo cuáles?
—Tranquilo, no vas a tener que hacer nada, solo mirar... tengo
una cuenta pendiente ahí.
—¿Cómo que una cuenta pendiente?
—Quiero agarrar al caníbal éste que está en los noticieros, ¿lo
viste? —Luciérnaga asintió— Bueno, uno de los que se comió iba
al colegio con mi Franquito... y conozco a sus padres... los tengo
que vengar.
Luciérnaga se quedó en silencio y un tanto confundido, asimi-
lando los escalofríos de este nuevo mundo.

El Renault se metió por Avenida de los Incas y salió a Villa


Urquiza. Después de unos minutos llegaron al área de vigilancia.
Belgrano los recibió con toda su inmensidad. Tenía infinitos
recovecos, calles diminutas y zigzagueantes, y por cada esquina
que dejaban atrás Luciérnaga sacaba incrédulo la cabeza. Él pensó
que así jamás lo encontrarían, que buscar al caníbal entre seme-
jante laberinto urbano sería una pérdida de tiempo, y justo cuando
estuvo a punto de decírselo, Fósforo pisó el freno.
—¿Llegamos? —le preguntó Luciérnaga al verlo bajarse del
auto. Fósforo negó con la cabeza y caminó decidido hacia un árbol
que estaba pegado al cordón de la vereda. Lo tocó y se quedó duro
por unos instantes, mantuvo los ojos cerrados, y después volvió al
auto.

64
• POR SIEMPRE GIRASOLES •

—¿Qué fue eso?


—Está por acá.
—¿Qué? —Luciérnaga contestó sobresaltado, Fósforo sonrió.
—Bueno —rió—, yo también tengo mis trucos. ¿Ves ese árbol
que está ahí? —Luciérnaga asintió— Ese árbol me dijo qué hay
energía maligna alrededor, una energía pesada... tiene que ser la de
él —antes de que Luciérnaga terminase de comprenderlo, siguió:
—¿Seguro que querés venir? Ahora que lo pienso mejor, sin
energía... mejor quedate en el auto.
—¡No! Yo también voy. Tengo que aprender.
—Está bien —abrió la puerta—, pero si se pone feo te rajás.

Las pistas de los árboles los llevaron hasta la cúpula de Belgrano,


hasta la zona residencial donde sólo los más ricos vivían. Ninguno
de los dos conocía lujo semejante, casones de arquitectura inglesa
con ladrillos intensos y veredas perfectamente cuidadas, les fue
imposible no detenerse a apreciarlo. Luego salieron a una aveni-
da, una todavía más llamativa, y como todavía no había rastro de
peligro inminente, Luciérnaga por fin exteriorizó lo que tenía en
la cabeza.
—Qué loco...
—¿Qué cosa? ¿La guita?
—No... todo. Hace unos días eras el carnicero del barrio y aho-
ra estamos acá... vigilando la ciudad.
—¿Viste? —rió— Sí, eso es muy loco... las cosas no son lo que parecen.
Con algo de inseguridad sobre lo que podía y no podía pregun-
tar, Luciérnaga arriesgó:
—¿Vos cómo te enteraste de tu poder?
—Uff... fue como hace cuatro años ya... cuando mi señora com-
pró el vivero. En aquel entonces yo salía todos los días de la carni-
cería y me iba para allá a darle una mano. Le cerraba el local y le

65
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

hacía el inventario, esas cosas. Un día, cuando me estaba quedan-


do dormido de tanto contar, escuché un susurro... de las plantas
—Luciérnaga lo miró extrañado. —Sí, esa cara puse yo también...
entonces, abrí los ojos y vi a los girasoles. Yo creo que ellos fueron
los primeros en hablarme porque son especiales, son los que más
le gustan a mi señora, pero en ese momento me horroricé.
—¿Y qué hiciste?
—Nada, al principio nada. Creí que estaba loco y lo reprimí,
ponía música en el vivero y me hacía el que no las escuchaba. Pero
un día exploté, y ahí fue cuando lo fui a ver al padre. Me confesé
y bueno, ya te imaginarás cómo terminó.
—Te hizo centinela —Fósforo sonrió.

De pronto se dieron cuenta que habían entrado en penumbras.


Tan adentro de la zona residencial que ya las luces de los edificios
se habían vuelto un anhelo del paisaje. Y para colmo no había luna,
estaba nublado. Las casonas que veían ahora tenían pocas luces en-
cendidas y la calle que caminaban también, solo unos pocos faroles
alumbraban. Todo lo demás eran tinieblas, espectros carbonizados
por el fuego de las sombras, y ellos también. Un silencio atroz en-
volvió a los centinelas y después, cuando se miraron, sus pupilas se
dilataron al unísono. Habían escuchado un grito.
—¡Por acá! —dijo Fósforo y corrió hacia la esquina. Rafael lo
siguió, doblaron y se metieron por la calle contraria. Con la mano
alzada y un grito de “¡Alto!”, puso fin a la marcha. Fósforo fue has-
ta un árbol pero no llegó a hacer nada, el grito se repitió.
—¡Por allá! —se anticipó Luciérnaga esta vez, y corrió rapidí-
simo. Se metió por una calle de piedra y ahí, tras haber visto lo
que vio, se frenó.
—¿Qué pasó? —preguntó Fósforo cuando lo alcanzó y vio que

66
• POR SIEMPRE GIRASOLES •

estaba pálido. Luciérnaga le hizo un gesto con la cabeza y juntos


miraron hacia adelante.
Había una pierna mutilada, arrojada como basura sobre el em-
pedrado. Un charco de sangre la rodeaba y dejaba en evidencia la
brutalidad con la que la habían arrancado. Por la entrepierna se
veía las marcas de unos dientes. Gigantescos.
—Vamos... —dijo Fósforo— hay que...
Antes de que terminara de hablar, otro ruido violento los sa-
cudió. Escucharon una colisión en seco, como la de algún metal.
Los centinelas corrieron en dirección al ruido, más empujados
por sus palabras que por otra cosa. Al llegar se toparon con una
plaza enrejada, cuyas rejas de entrada habían quedado totalmen-
te destrozadas.
—Quedate acá —ordenó Fósforo.
—No... ya vine.
Se acercaron y sus ojos se perdieron a través del hueco destro-
zado. La entrada lucía como un agujero negro, como un círculo
hacia la nada... o hacia la muerte. Adentro la niebla se había adue-
ñado prácticamente de todo y, sin luna que la moleste, se movía
libre en las tinieblas. Los susurros acariciaban las rejas, y llegaban
al oído de los centinelas como el réquiem de un tormento.
—Vamos... quédate atrás mío —dijo Fósforo—, y no escuches
a la niebla.
Fósforo pisó el pasto y suspiró. Luciérnaga detrás de él.
Avanzaron unos metros con cautela y luego, con un salto de fe,
se entregaron al violeta. Sus cuerpos traspasaron la capa de humo
más espesa y ésta los encerró, cegándolos por completo. Sin em-
bargo, y pese a que no podían ver nada, recibían estímulos sonoros
constantemente.
—Shhh... —dijo Fósforo, y puso una mano en el pecho de su
compañero.

67
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

Se frenaron como esfinges sobre la niebla, expectantes, y cada


uno percibió lo que quiso. El error de Luciérnaga fue que eligió
mal, no hizo caso al consejo y escuchó a la niebla. Fue la primera
vez que la escuchó con tanta claridad, y comprendió que no eran
susurros, eran lamentos. El viento zumbaba unas voces agónicas
y muy extrañas, pero su expresión era inequívoca, y le sacudía el
alma...
De improvisto, una mano lo agarró de la muñeca. Tardó en
reaccionar.
—Vamos. Por allá —dijo Fósforo y siguieron en línea recta.
Gradualmente, el espesor de la niebla fue disminuyendo de a
poco y pudieron reconocer algunas formas. Por ejemplo la fuente,
reconocieron vagamente su figura y así supieron que ya habían lle-
gado al centro de la plaza. De ahí salían unos ruidos desagradables.
Para ayuda o desencanto de sus ojos, la luna iluminó. Salió de
entre las nubes y en un segundo dejó todo al descubierto. Pegado
a la fuente había un gigante acurrucado que sostenía el cuerpo
de una chica con las manos. Masticaba y chupaba desesperado
mientras escupía los huesos.
Luciérnaga no pensó. Atacó.
—¡No! —gritó Fósforo. Tarde. Luciérnaga ya corría a toda ve-
locidad. Sus pies crujieron entre las hojas y el caníbal levantó la
cabeza. Era deforme, un monstruo escondido en un disfraz de
boina y sobretodo.
—¡Hijo de puta! —le pegó con todas sus fuerzas en la nariz, en
medio del tabique, pero increíblemente no solo que el monstruo
ni se inmutó, sino que fue Luciérnaga quien sintió el dolor. Luego,
de un manotazo lo echó por los aires.
—¡No! —gritó Fósforo, una vez más, y volteó hacia el caníbal.
Tras el golpe, su boina había caído, y ahora revelaba su verdadera
identidad. Tenía el rostro deforme, hecho de piedra, y en lugar de

68
• POR SIEMPRE GIRASOLES •

cavidades tenía dos puntos rojos incrustados. Fósforo frunció el


ceño y siguió:
—Así que eras vos... el golem y el caníbal son el mismo.
—¿Qué? ¿Cómo sabes de mí? —gruñó una voz de ultratum-
ba— ¿Quién mierda sos?
—Soy un centinela... y uno que te viene siguiendo hace rato
—señaló al pasto. —Acá vas a morir, basura.
El golem rugió, el fuego de sus ojos hizo combustión y despegó
las botas del pasto. Arrancó una pesada embestida.
—¡Cuidado! —gritó Luciérnaga reincorporándose. Veía a
Fósforo a la defensiva y muy sereno, sin una pizca de nervios en
su rostro.
El veterano se agachó, puso las manos sobre el pasto y, antes de
que el golem llegase a saltarle encima, unas enredaderas afloraron
y lo capturaron.
—Mal, mal, mal... te equivocaste —Fósforo se quitó la mochi-
la, y de ella sacó un paquete hecho con papel de diarios. Lo abrió y
luego esgrimió dos machetes enormes que chorreaban un líquido
oscuro desde el filo. Fue hacia el caníbal.
—No tendrías que haber venido a una plaza, pero bueno, ¿qué
se le va a hacer? La vida no te da segundas oportunidades... ¿o sí?
Vos, a los que te comiste, ¿se las diste?
El gólem se retorcía de la desesperación mientras veía como los
machetes de Fósforo se elevaban y brillaban con la luna como un
castigo divino. Cuando quería soltarse, las enredaderas se tensa-
ban aún más pero luego, insólitamente, algo ocurrió.
Desde las copas de los árboles apareció una ráfaga, una sombra
que empujó al centinela hacia atrás y le cortó el antebrazo. Luego,
así como llegó, desapareció. Se perdió entre la niebla que había
más atrás. Reía.
—¡Luciérnaga! ¡Vigilamelo! ¡Ahí vengo!

69
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

Luciérnaga se quedó a solas con el golem, y se le acercó con el


rostro vengativo.

—¡Dale, cagón! ¡Da la cara! —gritó Fósforo al salir de la parte


más espesa de la niebla— ¡Aparecé!
—Así que un centinela... —murmuraron los árboles— ¿otro
más que quiere morir?
—¡Pedazo de... —antes de que terminara el insulto, unas hojas
cayeron desde lo más alto y ahí mismo volvió a aparecer. Lo cruzó
de nuevo con otra ráfaga y esta vez Fósforo se tomó el hombro
izquierdo. Sangraba.
Después lo sintió, el corte había sido muy profundo, y mientras
veía como la sombra volvía a perderse, sus ojos se le iban de la
rabia y el dolor. Cayó. Se puso de rodillas y sus manos se aferraron
al pasto, conteniéndose.
—¿Por qué? —su pregunta, más una protesta, hizo que los ár-
boles enloquecieran de la risa. Fósforo de inmediato giró sobre su
espalda y hurgó dentro de la mochila.
Sin tregua, las hojas volvieron a caer, y la sombra se precipitó.
Fósforo sacó rápido un costal de tela y, antes de que lo golpeara, se
lo arrojó. Un polvillo amarillento interceptó a la ráfaga y Fósforo
terminó de cara al pasto. Le había dado en la rodilla.
—¿Qué mierda me tiraste? —gritó la sombra, histérica, mien-
tras volvía a ocultarse. Fósforo aprovechó para hacerse rápido un
torniquete.
De improviso, otro grito más. Pero esta vez juvenil y del otro
lado de la plaza.
—¡Luciérnaga!

70
• POR SIEMPRE GIRASOLES •

11 de mayo de 1996, medianoche


El golem había conseguido liberarse y ahora tenía a Luciérnaga en-
tre sus brazos, dándole un abrazo mortal. Así que abrió bien grande
la mandíbula y, antes de que le mordiera la yugular, una chispa
relució en su hombro izquierdo. La bestia continuó saboreándose,
aquel machete volador no le había hecho ni un rasguño.
Pero lo que no supo fue que aquel había sido utilizado como
distracción. Inmediatamente después, Fósforo se le acercó por otro
ángulo y lo tuvo a corta distancia. En una mano un machete y en la
otra, un costal. El costal se lo roció rápido en la cara, pero el polvo
esta vez fue azul, y lo durmió en el acto. También a Luciérnaga.
—¡Vamos! —dijo Fósforo cacheteando a su compañero—
¡Dale, pibe, despertate!
Muy lentamente, Luciérnaga logró entreabrir sus ojos. Estaban
pesadísimos. Fósforo siguió:
—¡Vamos! ¡Hay que salir de acá!
No hizo más que decirlo y escucharon algo. Un ruido que vino
de atrás e hizo que Fósforo se volteara espantado. Sus ojos busca-
ron desesperadamente al árbol más cercano y cojeando fue hasta
él. Mientras las hojas volaban, puso una mano en la corteza y con
la otra se aferró al machete, levantándolo con los ojos cerrados.
Cuando los volvió a abrir ya no dudó más, ni por un segundo, y
arrojó el machete hacia la nada. Éste se incrustó contra un pun-
to aleatorio en medio del aire y de ahí se personificó un cuerpo.
Gimió y cayó pesado contra el pasto.
El golem empezó a moverse. Gruñía.
Fósforo regresó con Luciérnaga, pero antes se detuvo un se-
gundo en el golem. Mientras veía como se movía y gesticulaba
teniendo una suerte de pesadilla, le introdujo una semilla en la
boca y se marcharon. Cruzaron las rejas y escaparon de la plaza.

71
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

—¿Abuela? ¿Qué hacés acá? —Rafael miró a su alrededor.


Todo era blanco— ¿Dónde estamos?
—¿Dónde va a ser? En el hospital. Anoche te intoxicaste con...
—Pará, pará, ¿cómo que me intoxiqué?
—Rafael... como responsable tuya, y como tu abuela, que te
quiere, ¿te puedo hacer una pregunta? —lo miró preocupada y él
asintió de mala gana— ¿Vos te drogás?
—¿Quééééé? ¡No! ¡No me drogo!
—¿Y cómo explicás esto entonces? —buscó en su cartera, sacó
los anteojos, y leyó: —“Intoxicación aguda por inhalar polen de
Papaver Somniferum”.
Dejó de mirar a la hoja y miró seria a su nieto:
—Los médicos dicen que hoy en día se usa eso para las drogas...
—¡Abuela! ¡Yo no me drogo!

Al rato, cuando la abuela salió al pasillo, un hombre apurado


se acercó a la habitación. Miró hacia los costados y luego abrió la
puerta con delicadeza, entró, y la volvió a cerrar de igual forma.
—¿Sos pelotudo o te hacés? —Rafael se dio vuelta, alterado.
—¿Facundo? ¿Qué hacés acá?
—¿Luchaste contra dos nublados sin tu energía?
—Sí, pero porque no tuvimos opción. Lo que...
—No importa, callate.
—Che... ¿Fósforo cómo está?
—Está bien. Un par de cortes pero nada grave. Hoy segura-
mente les dan el alta a los dos. Ah, una cosa, ¿tu abuela qué sabe
de esto?
—Nada, le mentí. Piensa que soy un drogadicto —a Facundo
se le escapó una sonrisa.

72
• POR SIEMPRE GIRASOLES •

—Bien... vas a tener que acostumbrarte a eso. Bueno, me tengo


que ir.
—¡Ah, pará! Ayer en la iglesia me quedó una duda...
—¿Cuál?
—¿Qué quisiste decir cuando dijiste que habías visto a la luz
antes? ¿No se había extinguido supuestamente? —Facundo suspiró.
—Sí... pero conocí a uno que sobrevivió. Es una larga historia,
algún día te la cuento.

El día pasó lento y aburrido en el hospital. A Rafael le sacaron


sangre y después de almorzar no hizo más que dormir. Su abuela
iba y venía al bar de la esquina, y el tiempo que se quedó con
Rafael se la pasó leyendo una revista. A eso de las seis, cuando el
sol empezaba a ponerse a través de la ventana de la habitación,
tocaron la puerta.
—Permiso, ¿puedo pasar?
—Adelante —dijo la abuela, y al instante lo reconoció— ¡Pepe!
¿Cómo anda? ¿Qué hace por acá?
—Hola Josefa, vine a hacerme unos estudios y recién la vi...
—miró a Rafael, que estaba durmiendo— uh, vino por su nieto,
¿qué le pasó?
—Anoche se intoxicó.
—Uh, no me diga... ¿con qué?
—Con una flor rarísima —suspiró—, los jóvenes de hoy... ya ni
sé que se meten por la nariz qué quiere que le diga... bueno, yo voy
al baño un segundito, si quie...
—¿Quiere que me quede acá, cuidando de su nieto? —Josefa
se sorprendió, eso no era lo que iba a decir, pero de todas formas
asintió con una sonrisa. Se fue de la habitación.
—¿Rafael? Despertate, ¿Rafael?
—¿Pepe...? ¿Qué hacés acá? ¿Qué pasó?

73
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

—¿Ya volvió tu energía espiritual? —Rafael se frotó la cara ra-


pidísimo y luego se sentó.
—Eh... sí, creo que sí.
—Buenísimo. ¿Vos querías aprender? Nos vemos a las diez en
la esquina de tu casa. No le digas a nadie, ni a Facundo.

Para las ocho Rafael ya estaba de vuelta en su casa. Se preparó


una cena saludable, con todo lo nutritivo que había en la heladera,
y dejó un buen margen para la digestión. Luego subió a su cuarto
y se encerró ahí hasta que se hizo la hora acordada. No hizo más
que practicar ejercicios de meditación. Cuando llegó el momento,
respiró hondo y bajó. Su abuela y Arturo dormían plácidamente
en el sillón mientras la televisión seguía encendida. Rafael no qui-
so alterar la escena y sin hacer ruido se marchó.

—¿Qué hay para hoy? —preguntó Luciérnaga al cerrar la


puerta del acompañante. El Renault aceleró.
—¿Cómo “qué hay”? Hay que terminar lo que empezamos
anoche.
—Ah, no sabía que seguían vivos.
—Uno sí... el caníbal... ahora vamos a buscarlo.
Con una cola de humo, el Renault dejó atrás Almagro.
Abandonó el centro de la ciudad y se fue hacia abajo, hacia una
zona que Luciérnaga primero creyó que era Belgrano, pero pronto
cambió de opinión. Si bien las calles estaban igual de negras y
vacías que ayer, también estaban infinitamente lejos de ser lujosas.
Ahora de entre la penumbra se asomaban los grafitis, las monta-
ñas de basura, y los barrotes de ventanas desconfiadas.
—¿Dónde estamos?
—En la parte fea de Balvanera —dijo Fósforo, ensimismado
con el volante.

74
• POR SIEMPRE GIRASOLES •

—¿Y está por acá?


—No... falta.
El Renault siguió hacia el sur y, entonces, poco a poco, las ca-
lles se fueron aclarando. Unos comercios empezaron a aparecer,
primero tímidos y después por todos lados. Cuando no entraba ni
uno más en la calle, salieron a 9 de Julio. Fósforo habló de nuevo:
—Anoche, antes de que nos fuéramos de la plaza, le metí una
semilla de girasol al caníbal. Yo siempre sé dónde están mis gira-
soles, y éste me dice que no falta mucho.
Fósforo aceleró y cruzaron el Obelisco a toda celeridad. Los
carteles publicitarios de los edificios se sucedían uno tras otro, ge-
nerando un efecto caleidoscópico. Luego de veinte cuadras, cuan-
do llegaron a Constitución, el auto bajó la velocidad y doblaron a
la izquierda en una calle diminuta.
A paso de hombre se metieron, y por cada calle que dejaban
atrás, la siguiente parecía más oscura y tenebrosa. Entonces apa-
recieron los condenados, los que se reproducían bajo las sombras
de una vida miserable. Estaban los vagabundos, que viajaban errá-
ticos en su mundo de vino, y las prostitutas, que posaban firmes
en su baldosa mientras los ojos se les escapaban. También había
ladrones, que como parásitos de la noche, atacaban a cualquier
desafortunado. No había piedad en sus ojos, sólo resentimiento.
—No los mires —dijo Fósforo, y a las dos cuadras estacionaron.
—¿Acá?
—Sí.
Rápido y en silencio cruzaron a otro grupo de condenados.
Cuando ya no quedaron más ojos de los que escapar, un extenso
paredón los recibió. Al final de la cuadra vieron una estela de
niebla, y escucharon pasos. Fósforo empujó a Luciérnaga contra
el paredón. El primero se llevó el índice al bigote y sin moverse
escucharon con más claridad. Los pasos eran pesadísimos, re-

75
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

tumbaban contra el pavimento, y venían de la esquina. Cuando


voltearon hacia allá vieron a la enorme figura del golem atrave-
sar la niebla.
Fósforo sacó los machetes y arrojó la mochila. Lo esperó for-
mando una “X” con ellos y cuando la bestia por fin los vio, rugió:
—¡Ustedes!—sus ojos se encendieron como una caldera— ¡Me
los voy a comer!
Embistió contra Fósforo. Pero él de nuevo lo sorprendió. Antes
de que llegase a la cuarta baldosa, unas lianas salieron de sus bra-
zos y lo cazó por las rodillas. La bestia cayó impotente y toda la
manzana lo escuchó. Luciérnaga perdió el equilibrio pero Fósforo
no, él hizo contrapeso tirando de sus lianas.
—¡Rápido, Luciérnaga! ¡Pasame las bolsas que están en mi
mochila! —Luciérnaga obedeció y cuando llegó a ella, una ráfaga
le sacudió el pelo.
—No puede ser... —dijo Fósforo, y ésta cortó ágilmente las
lianas— ¡Te había envenenado! —la sombra volvió a perderse,
con risas, doblando al final de la cuadra. Fósforo corrió y agarró
la mochila.
—¡Corré! —le dijo a Luciérnaga, y fue tras la sombra.
El golem se levantó, gruñó ferozmente, y Luciérnaga no retro-
cedió. Al miedo que sentía por dentro lo llenó de determinación.
Comprendió que era momento de arriesgar su vida o perderla
en el intento, que a fin de cuentas ese era el rol que cumplía un
centinela, y entonces miró de frente a la amenaza. Un frío helado
recorrió su cuerpo, de la espalda a la cabeza, y no se decidió si
había sido adrenalina o la guadaña de la parca. Pensó:
Una oportunidad...

Al doblar en la esquina Fósforo vio que la sombra se alejaba por


arriba, entrando por el ventanal de un estacionamiento viejo y ol-

76
• POR SIEMPRE GIRASOLES •

vidado. El sereno de la entrada dormía, y tras unos pasos confirmó


que para siempre. Un fino corte en el cuello le había quitado la
vida al igual que la sangre. Fósforo se persignó y entró. La planta
baja estaba a oscuras.
—¡Esta vez vine preparado! —y su voz hizo eco en el silencio.
Luego, como un zorro experimentado, guardó uno de sus mache-
tes en la mochila y lo cambió por una linterna. La encendió.
Un halo de luz se formó en el techo. Nada. Sólo unos cuantos
ductos de ventilación. Después lo bajó y lo llevó contra los autos.
Escuchó risas.

Luciérnaga volvió a esquivar los nudillos del gólem y ahora


éstos, en lugar de reencontrarse con el aire, fueron a parar de lleno
contra el paredón. Su brazo quedó atascado entre los ladrillos,
forcejeó con ellos, y cuando lo arrancó, todo se vino abajo.
Una catarata de polvo cayó sobre ellos. Luciérnaga ensegui-
da perdió la vista, le ardían los ojos, y a pasos torpes retrocedió.
Adelante escuchó unos pisotones aleatorios. La bestia estaba fu-
riosa. Luego, cuando el polvo comenzaba a disiparse, Luciérnaga
entreabrió los ojos. Primero se reencontró con la boina y después,
por debajo suyo, con las calderas del mal.

Las risas se movían de acá para allá como tornados en la oscu-


ridad. Fósforo dejó de mover en vano la linterna y la apoyó contra
el piso. Juntó las palmas de sus manos.
Un terremoto convulsionó la planta baja y la linterna se puso
a rodar sin control. El suelo se agrietó y de entre las rajaduras
floreció una planta gigantesca, con lianas como tentáculos y un
enorme capullo rosa. Empezó a devorar el oxígeno del ambiente
y, mientras lo hacía, las risas se transformaron en gemidos.

77
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

Después de muchos intentos por fin lo cazó de la muñeca.


Luciérnaga forcejeó pero fue en vano, ya la piedra le prensaba
hasta los huesos. Gritó del dolor. Luego el golem atacó su tráquea
y mientras lo ahorcaba, Luciérnaga se quedó mirándole los ojos y
los dientes. Dejó de luchar. Entonces el golem abrió bien grande
la boca y solo cuando ésta alcanzó su límite, Luciérnaga reaccionó.
Un resplandor amarillo iluminó.
—¡Comete esto! —y arrojó el puño dentro de su boca. La luz
atravesó los colmillos, la garganta, el esófago, y viajó hasta los con-
fines de su carne. El golem lo soltó y, desquiciado, gritaba del
dolor. Corrió en círculos mientras los hacés de luz se le escapaban
de los ojos y de la boca. Luego, se desplomó. La piedra se derritió
y debajo no quedó más que la figura de un cadáver horrible pero
ordinario.

El resplandor llegó hasta los ventanales del estacionamiento.


Fósforo miró hacia arriba y sonrió. Después caminó tranquilo
hasta los torbellinos que la planta venía succionando y tras un
“Basta”, el capullo se cerró.
Pero entonces, y escapándose otra vez de su lógica, la sombra
reapareció. Llegó con una puñalada directo a la espalda y lo atra-
vesó. Sádicamente revolvió sus entrañas y Fósforo escupió arcadas
de sangre. Después se acercó más y le susurró al oído.
—Mirá arriba... —Fósforo miró. Apagó la vista cuando vio los
ductos de ventilación. La sombra le extirpó el brazo y él, antes
de caer, giró el cuerpo para saber quién era. Vio una cara pálida y
cadavérica, con ropa apretada y labios saltones.

—¿Fósforo? —gritó Luciérnaga en la esquina. No había na-


die, aunque vio una nube salir volando del edificio de enfrente.
Cuando la reconoció ya era tarde, corrió hasta el estacionamiento

78
• POR SIEMPRE GIRASOLES •

y la vio perderse encima de una azotea. Después volteó hacia dón-


de había salido y al ver el cadáver del sereno, se estremeció. Aún
más cuando vio el reflector de la linterna perdido en la oscuridad.
Luciérnaga levantó la linterna y la llevó al medio. Se detuvo en
seco. Vio una planta gigante y, junta a ella, el cuerpo.
—¡Fósforo! —corrió hacia él. Estaba tirado, inerte, pero res-
piraba. Luciérnaga apoyó la linterna, con una mano le tomó la
cabeza y con la otra la herida.
—Eu... ya nos vamos.
Fósforo sonrió:
—No... soy yo el que se va.
—¡Pepe! ¡Hay que... —un apretón en su antebrazo no lo dejó
terminar.
—¡Pará! Nunca hablamos de esto pero... yo fui amigo de tu
viejo. Él era buena gente, créeme... ahora yo también voy a cuidar
a mi hijo desde arriba... —cerró los ojos y una lágrima corrió por
su mejilla.
—Pepe... —pero él ya no lo escuchaba, deliraba.
—Veo girasoles... —sonrió, y sus manos acariciaron el aire—
girasoles en, en un campo enorme, y... —se le apagó la voz.

13 de mayo de 1996
Mañana radiante. El sol brillaba desde lo más alto y bañaba con su
luz a los jardines y mausoleos, y también a las caras que estaban ahí
reunidas. Ninguna hablaba. Solo miraban en silencio a un ataúd
repleto de flores. El padre Antonio subió al atril para decir unas
palabras. Con ojos benevolentes miró a cada uno de los presentes,
familiares, allegados, y centinelas.
—Nos hemos reunidos hoy aquí para velar a José Giménez,

79
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

para muchos, Pepe. José fue un padre ejemplar, un marido devoto


y un excelente amigo. Cualquiera que lo conoció sabe que no se le
puede reprochar nada...
Mientras hablaba, una a una las caras se voltearon hacia la ima-
gen más desgarradora. Madre e hijo llorando desconsoladamente
mientras el nene se escondía entre las ropas de ella. Faltaba una
persona, y ningún discurso o palabra de aliento iba a traerla de
vuelta.
—...Es una lástima perder a una persona tan especial, amado
por todos. Pero tengan fe, sepan que su pérdida será sólo tempo-
ral. Ya nos lo cruzaremos de nuevo... mientras tanto, descansá en
paz, querido amigo.
Al terminar la oración, el silencio regresó, aunque lo hizo con
una acompañante. Una brisa cálida envolvió a los presentes y, sin
más explicaciones que las del más allá, el difunto tocó las almas
de cada uno. Después todos miraron hacia la tumba y entonces
ocurrió. Los girasoles se movieron al compás de la bruma y, mági-
camente, brillaron más que nunca.

80
CAPÍTULO 5

NOCHE ESTRELLADA

17 de mayo de 1996
El despertador terminó con la armonía de la habitación. Sol en-
treabrió los ojos pero quería seguir durmiendo: otra semana en la
que su negatividad volvía a presentarse. Era tenaz, casi caprichosa,
pretendía escaparse de la rutina debajo de las sabanas.
El lunes llegó con el chirrido de la puerta. La voz de su madre,
dócil pero resuelta, se coló por detrás de ella.
—Buenos días Sol...
—¡No! Por favor, ¡cinco minutos más!
La madre se fue de la habitación y entró en la de su hijo me-
nor. Ella nunca se cansaba de la rutina, es más, la encontraba
agradable. Mientras lo despertaba, Sol apoyó su oído contra la
fría pared y escuchó lo que le decía. Se rió porque eran las mis-
mas palabras y porque no era la única que quería seguir pegada
a la almohada.
El tiempo de gracia se cumplió y ella, como buena hermana
mayor, se levantó a dar el ejemplo.
—¡Vamos, vago! ¡Levantate! —le dijo a su hermano después
de verlo boca abajo contra la almohada.
—¡Pará nena! Quiero dormir un poco más.

81
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

—¿Ah, sí? —una sonrisa pícara arqueó sus labios— Bueno,


como quieras, le voy a decir a papá que no te querés despertar...
—¡No, pará! —dijo, moviéndose entre las sábanas— ¡Buchona!
Sol se fue riéndose de la habitación y la sonrisa la acompañó
durante todo el pasillo. Pero cuando llegó a la cocina, se extinguió
de golpe.
El padre y la madre discutían, o mejor dicho, el padre esta-
ba de vuelta canalizando su mal humor. Sol se sumó tími-
da a la mesa y con echar un vistazo entendió rápido la cau-
sa del problema. El titular del diario decía: “CONTINÚAN
LOS ALLANAMIENTOS EN LAS CUEVAS DE BLANCAS.
LA FEDERAL DESCONOCE SU RUTA Y LA JUSTICIA
INVESTIGA CASOS DE CORRUPCIÓN”.
—Buen día papá... —pero él no le contestó. Siguió gritando.
—¿Qué mierda tengo que hacer? ¡Están por todas partes!
—Pero, ¿y las demás comisarías? —preguntó su esposa— ¿No
saben nada?
—¡Qué van a saber! Y si saben, están entongados... —el padre
lanzó una mueca de impotencia y les dio la espalda.
Caminaba inquieto por la cocina. Dio un par de círculos hasta
que de pronto se detuvo en seco. Se volteó. Su cara se achicó y
las facciones se le volvieron de piedra. Aunque no gesticulaba,
sus ojos seguían moviéndose. Trazaban una mímica diabólica que
asustó a madre e hija.
—Salvador... ¿te sentís bien? —preguntó su esposa. Él respiró
hondo y asintió.
—Sí... ya pasó... buen día hija.
—Buen día.
En silencio la cocina volvió a la normalidad, y en pocos mi-
nutos se acercó a la mesa Felipe, el hijo menor. Se sirvió cerea-
les. Mientras se los devoraba, su madre lo miró con una sonrisa.

82
• NOCHE ESTRELLADA •

Después volteó hacia su hija y la vio con la vista perdida en el piso,


todavía sin haber tocado sus tostadas.
—Sol, ¿empezaste con la tarea de Literatura?
—Todavía no.
—Bueno, si querés hoy te puedo ayudar... yo de estrellas sé un
montón. —sonrió de nuevo y le contagió la sonrisa.
—Dale, gracias má.
—Bueno... —dijo el padre tras levantarse de la mesa— me voy
yendo.
— ¿Ya? ¿Tan temprano? —replicó su esposa.
—Sí, tengo que dar la cara temprano. Nos vemos a la tarde.

Salvador cruzó la puerta y fue hasta el ascensor. Mientras ba-


jaba se detuvo en el espejo y vio a un hombre cansado, sin afeitar,
y con unas cuantas canas nuevas. Pero también vio una insignia
brillando en su pecho y aquella, piso por piso, fue renovándolo.
Cuando salió del ascensor, salió una persona totalmente distinta,
una implacable, y de armas tomar; así caminó decidido hacia su
Volvo azul.
El auto avanzó rápido en dirección al centro, pero después de
unas cuadras la mañana volvió a ponerse en su contra. Un embote-
llamiento fatal lo emboscó. Salvador sacó la cabeza por la ventani-
lla y vio que la fila de autos se extendía por interminables cuadras
más. Un choque —pensó, y se entregó a la espera. Pasaron largos y
frustrantes minutos. Cuando empezaron con los bocinazos, él ya
estaba perdido en su mente. Una voz le hablaba por encima.
—¡Silencio! —gritó, y se aferró con fuerza al volante. Sus ojos
volvieron a fugarse en todas las direcciones.
Después de varias idas y vueltas, terminó mirando lo que había
en el semáforo, lo que la madre y su bebé estaban vendiendo. Eran
unas estampitas religiosas, y aunque estaban un tanto maltratadas,

83
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

el brillo del sol las iluminó. Las caras de los santos y las vírgenes
lo calmaron, y por alguna razón cambió de opinión. Al llegar a la
esquina, el Volvo dobló a la derecha.

—¡Dale, Felipe! ¡Caminá!


—¡Pará, nena! Vamos a llegar...
Hicieron las últimas cuadras a buena marcha y llegaron por fin
al colegio. La mirada benevolente del preceptor los dejó pasar sin
ponerles la falta y después tomaron diferentes pasillos. Sol se fue
al patio de secundaria y Felipe al de primaria.
La ceremonia de la bandera llegó a su fin y las filas se quebra-
ron. Los adolescentes empezaron a empujarse y a hablar entre sí
mientras enfilaban hacia el pasillo. Una chica tiró del buzo de su
compañera y ésta miró hacia atrás.
—Che, Vicky, ¿vos que pensás? ¿Sol nos tiene abandonadas?
—Nena, estoy acá... —dijo Sol desde atrás.
—¿Y por qué no viniste el viernes?
—Por qué estaba cansada... no tenía ganas.
—¿De verdad? —preguntó Vicky— ¿Dónde quedó la Sol de
antes?
Sol no contestó, se quedó mirando a las caras que pasaban.
—No me digas que estás buscando al turbio ese...
—¿Qué? ¡No! ¿Qué decís Catalina?
Cuando terminaron de subir las escaleras los más vagos se aga-
rraron la cabeza, en la puerta del aula ya estaba Anita, la profesora
de Literatura, lista para dar clases. Ella los vio pasar, uno a uno, y
cerró la puerta con energía.
Con Anita siempre pasaba lo mismo, tarde o temprano ella
perdía la razón. Hoy le bastó con apenas cinco minutos. En un
tema se fue por las ramas por culpa de su excitación y después,

84
• NOCHE ESTRELLADA •

cuando los delirios terminaron de poseerla, agitó los brazos contra


el pizarrón y su corte carré enloqueció. Los alumnos se rieron.
—Anita... disculpá —interrumpió Julián—, ¿nos podés expli-
car de nuevo lo de la tarea?
—¿Otra vez? —miró abiertamente— ¿Qué es lo que no
entendieron?
—La verdad, no es la consigna en sí, es que nunca hicimos un
poema antes.
—¡Eso es lo de menos! Señor Romero, en ésta materia tiene
que aprender a imaginar, a crear... no es Matemática esto. ¡Acá
tiene que abrir su corazón! ¡Déjese llevar!
—Sí, pero...
—Si no, haga una cosa: esta noche, cuando mire las estrellas,
si no consigue la inspiración piense en alguien especial... alguien
que le guste.
—¡Pensá en McDonald’s Julián! —gritaron desde el fondo, y la
clase entera estalló en risas.
—¡Guido! —gritó Anita— ¡Eso no es gracioso!
La clase siguió y media hora después la volvieron a interrumpir.
Esta vez fue el ruido de la puerta y detrás de ella apareció Rafael.
Se lo veía agotado, con los párpados hundidos y los codos raspa-
dos. Anita se volteó hacia él.
—Señor Machado, qué sorpresa... ¿qué fue esta vez? ¿El des-
pertador se quedó sin pilas? ¿El gallo estuvo afónico esta mañana?
Rafael no contestó, pasó por delante de ella y caminó despa-
cio hasta su banco. Al sentarse, se desplomó y dejó la vista en la
ventana.

Chacarita lo recibió. El Volvo zigzagueó tres cuadras más y se


topó con el famoso paredón de frente. Lo bordeó para buscar lugar

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• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

donde estacionar y a la segunda cuadra un grafiti le llamó podero-


samente la atención. Decía: “LA ORDEN DE LOS SUSURROS”.
—Estos pendejos de ahora... —murmuró con los dientes apre-
tados—, ni a los muertos respetan.
Al bajarse caminó rápido hasta la entrada principal, después
cruzó las dos palmeras del jardín y se metió por debajo de las
columnas griegas. Tres guardias lo saludaron respetuosamente y,
una vez adentro, cuando vio las tumbas, Salvador respiró aliviado.
Había miles, y con solo mirarlas Salvador sintió que se perpe-
tuaban hasta el final de los tiempos. La niebla violeta se mezclaba
con el fuego fatuo, no dejando ver el pasto, y los altos mausoleos
sobresalían. Estos últimos mostraban personajes bíblicos, sobre
todo ángeles y arcángeles, y por debajo de sus miradas lúgubres
seguía el llano, las tumbas rudimentarias.
Salvador pateó la niebla y se metió por un sendero tan estrecho
como incómodo. Donde metro a metro las lápidas fueron arrinco-
nándolo pero él con ímpetu siguió avanzando. A los diez minutos
llegó hasta lo más recóndito, hasta el final del cementerio. El muro
le cerró el paso y Salvador tuvo que girar a la derecha. Caminó
unas tumbas más y se detuvo: estaba frente a la que quería.
Sin embargo, una persona que no había previsto se interpuso
en su camino. Era una anciana encorvada, envuelta bajo un chal
de lana, y que por nada se movía, a pesar de que la brisa ondulaba
su ropa.
—Buenos días, Josefa —su voz cortó de inmediato con el tran-
ce. Ella se volteó.
—Ah, Salvador, ¿lo venís a visitar?
—Sí... veo que le trajo claveles hoy.
—Sí, las violetas ya me estaban aburriendo... pará —Josefa lo
miró de arriba abajo, después a los ojos—, a vos te pasa algo —

86
• NOCHE ESTRELLADA •

Salvador no respondió. —Dale, contale a esta pobre vieja. Ya estoy


curada de espanto...
Salvador guardó silencio y se quedó mirando la tumba, leyendo
aquel epitafio que ambos se sabían de memoria pero que no po-
dían dejar de leer. Una brisa los cruzó.
—¿Es la mafia, no? —preguntó Josefa, con un dejo de amargu-
ra en la voz— Tenés que seguir... por Alejandro.

Eran las dos de la tarde cuando llegaron al club. Los alumnos,


desgraciados, bajaron en fila del micro y caminaron hasta la cara
sonriente de Hernán. El profesor de educación física tomó lista y
después los dividió en pequeños grupos. Hubo uno por cada dis-
ciplina. Así, el campo se fue llenando con decenas de adolescentes,
y Hernán fue hasta su zona preferida: la pista de atletismo.
—¡Romero! —gritó ya con el cronómetro entre los dedos—
¡Andarivel uno!
Julián caminó desganado hacia la línea y apoyó manos y rodillas.
—¡Mansilla! ¡Andarivel dos! —Guido, en cambio, hizo una re-
verencia y corrió rápido al lado de Julián.
—¡Cassano! ¡Al tres! —entre la gente salió Dante, sigiloso.
—¡Machado! —cuando llegó el turno de Rafael, éste no apare-
cía por ningún lado.
Hernán volvió a llamarlo, luego más fuerte, pero no hubo caso.
Miró a sus compañeros y éstos le devolvieron la mirada con ros-
tros de absoluta incomprensión. Entonces le entró la paranoia.
Pensaba que lo miraban exigiéndole respuestas y mientras que sus
ojos iban para todos lados, sus manos fueron por acto reflejo hasta
su pecho. Aunque no sintieron el frío del metal. Su viejo y sabio
metal. El silbato había desaparecido.
—¡Machadooooooooo!
El grito de Hernán se escuchó por todo el club. En las canchas

87
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

de vóley, las chicas empezaron a reírse. Una ayudante se acercó a


la profesora y tras comentarle algo, la segunda dijo:
—Bueno, chicas, tenemos un alumno desaparecido. Es Rafael
Machado, otra vez... como no podemos irnos sin él, vamos a tener
que salir a buscarlo. El partido queda suspendido.

El sol brillaba con fuerza en lo alto del club. Esa tarde había
tomado al otoño por sorpresa y su luz, pura y nítida, llenaba de
vida todo lo que tocaba. El pasto relucía con más fuerza y las
hojas, que venían desfalleciendo con el soplo de una simple brisa,
hoy parecían estar bien aferradas.
Parecida era la situación del adolescente que estaba arriba de
un árbol, por nada del mundo quería moverse. Estaba echado
contra una rama gruesa y un techo de hojas amarillas le servía de
sombra. Cuando de tanto en tanto algunos rayos se filtraban, éstos
descubrían a un ser de cara reflexiva, melancólica, que miraba su
reflejo en el objeto brillante que tenía entre sus manos. Veía más
allá, veía a Pepe, y a su familia...
—¡Era obvio que estabas acá! —dijo Sol— ¡Dale, bajate que
te están buscando todos! —Rafael no contestó y ella se acercó al
tronco— ¡Ah! ¡El silbato de Hernán! Lo tenías vos...
—¿Lo querés? Tomá... —y lo dejó caer entre sus dedos. Cayó
al pasto.
—¿Y yo que hago con eso? Ah, bueno... no podés ser más pen-
dejo —Sol levantó el silbato. Después dio media vuelta y caminó
hacia donde estaban los demás.
Mientras se iba, Sol escuchó un ruido pesado contra el pasto,
justo detrás. Se volteó y vio que Rafael no solamente había bajado,
sino que también caminaba hacia ella. Sol se quedó en el lugar,
primero por sorpresa y después por los ojos de Rafael, tan tristes

88
• NOCHE ESTRELLADA •

y cansados que por unos segundos se reflejó en ellos. Cuando lo


tuvo cara a cara, le preguntó:
—¿Por qué se lo robaste?
—No importa... —Rafael se acercó un poco más— ¿vos por
qué estás mal?
—¿Yo? Nada... va, sí. Mi papá.
—¿Qué le pasó ahora?
—¿Te acordas que te había dicho que estaba muy raro? —
Rafael asintió— Bueno, no sé... está peor... muy nervioso —a Sol
se le escapó una lágrima, dos, tres, y Rafael la abrazó.
Fue un abrazo cálido y sincero.
Conociéndolo, su reacción fue desmedida y ella no la entendió.
Tampoco su corazón. Y antes de que las palabras brotasen tímidas
de su garganta, antes de que la curiosidad separarse sus almas,
Sol vio a lo lejos el rostro furioso de Hernán. Gritó. Los había
encontrado.

—¿Es verdad que lo van a echar? —preguntó Felipe mientras


volvían del colegio.
—No sé... espero que no.
—Pero pará, vos viste todo. Estabas ahí, ¿cómo fue?
Sol notó que su hermano estaba particularmente excitado por
toda la situación así que sacó a relucir su mejor talento escénico.
Le contó la historia detalle por detalle. Hizo de Hernán una bes-
tia y del robo del silbato, toda una proeza. Entre risas llegaron a la
casa pero entonces, cuando salieron del ascensor, ella se puso seria.
Percibió una sensación extraña en el palier, y cuando fue hasta
la puerta ésta se intensificó. Un silencio encriptado secundaba las
paredes, como el sabio preludio que acontece al desastre, y las lla-
ves de su mano viajaron temblando hasta la cerradura. Abrieron la
puerta y se encontraron con un living vacío y a oscuras. Al fondo

89
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

del pasillo se escapaba una tenue luz ambarina. Venía de la habi-


tación de sus padres.
—¿Qué pasó? —preguntó Felipe, asustado.
—Shhh... vamos.
Sol ocultó a Felipe detrás de su espalda y juntos atravesaron
la oscuridad. Nunca antes el pasillo les había parecido tan largo.
Cuando llegaron al umbral de la puerta, un paso antes, Sol pensó
lo peor. Se persignó. La puerta estaba entreabierta. La abrió.
—¡Mamá! —fue lo primero que dijo cuando la vio desfallecida
en la cama. Salvador, que estaba tendiéndole la mano, fue rápido
hasta la puerta y los interceptó.
—Chicos... su mamá tiene que descansar ahora. Vamos, vamos
afuera —con delicadeza los sacó y cerró la puerta.
—¿Qué le pasó? —preguntó Sol.
—Tuvo una recaída... —pero notó que su respuesta no los ha-
bía satisfecho— Sol, porque no llevas a tu hermano a su cuarto y
venís al living por favor. Tengo que hablar con vos.
Sol obedeció. Dejó a Felipe en su cama y en la televisión puso
un canal de dibujos animados. Cuando volvió al living notó que
los veladores ya estaban encendidos y que su padre, reflexivo, la
esperaba en el sillón. Tenía los hombros arqueados contra las ro-
dillas y las manos pegadas a los labios.
—Sentate... —dijo con un tono amargo y decisivo.
—¿Qué pasó? ¿Está peor, no?
—Sí... otra recaída. Los médicos dicen que el cáncer hizo
metástasis.
—¿Qué?
—Se expandió... —Salvador se estiró la cara con las manos—
dicen que le quedan semanas de vida... meses, quizás.
Sol se levantó y sin decir nada caminó despacio hasta la puerta.
—¿A dónde vas?

90
• NOCHE ESTRELLADA •

—A la terraza. Quiero estar sola.

Sol miró el barrio desde su terraza, luego al cielo, y tras una


pausa se sentó en el piso. Lloró desconsoladamente. El ocaso fue
su único confidente y ella le habló a corazón abierto. De tanto
en tanto rompía en gemidos y ellos viajaban a través de la brisa
como palomas mensajeras. Buscaban auxilio, consuelo, o cualquier
señal de vida. Después calló, escondió la cabeza entre las rodillas
e intentó olvidarse del mundo. Incontables recuerdos le vinieron
a la mente.
Cuando se quiso dar cuenta, ya había levantado la cabeza y
había anochecido. La baldosa en la que estaba sentada se había
enfriado y por eso estornudó. Aún así, no quería regresar. Al tercer
estornudo le siguió un ruido de la puerta.
—Hola, Sol —era su mamá. Con una sonrisa y una frazada
debajo del brazo—, ¿puedo pasar?
—Pasá... —cuando se acercó notó la marca de sus lágrimas,
después la envolvió con su frazada. Se juntaron a la luz de la luna
y al silencio de las sombras.
—Es una noche estrellada... ¿hacemos la tarea?
—No quiero.
—Dale hija... —y la sacudió con delicadeza.
—Está bien.
—Mirá, esas que están ahí, esas de allá, esas forman la Osa
Mayor, sirven mucho de guía porque siempre marcan el norte.
Ahora mira las de allá, ¿las ves? —Sol asintió, tímidamente—
Bueno, esas forman El Cinturón de Orión, a tu padre le encanta
esa constelación...
—¿Dónde habías aprendido, má?
—Tu abuela Agatha me enseñó. Yo de chica iba siempre a su
casa, y ella era fanática. Me enseñó todo lo que sabía. Pasábamos

91
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

veranos enteros mirándolas, y siempre me decía lo mismo... —


calló de repente. Sus ojos se cristalizaron pero Sol no los vio, ya
estaba recostada sobre su hombro.
—¿Qué te decía?
—Decía que cuando alguien muere se convierte en estrella, y
que desde ahí arriba cuida para siempre a sus seres queridos... ella
ahora debe estar cuidándonos ahí arriba, y yo...
—¡No! ¡No lo digas! —Sol apretó la frazada con fuerza. Volvió
a llorar. Entonces su madre la dejó caer sobre su pecho y, apoyán-
dole el mentón sobre su cabeza, empezó a mecerla. Tal y como lo
hacía cuando era chica, cuando nada más importaba.
—Sol... escuchame... cuando yo me vaya, cuando ya no esté
más acá con ustedes, igual voy a seguir cuidándolos, ¿me escu-
chaste? Voy a brillar más que cualquier estrella... más que la luna
si es necesario.
Madre e hija se abrazaron con fuerza. Por unos momentos
detuvieron el tiempo y entonces, cuando volvieron a levantar la
cabeza, miraron de nuevo las estrellas. Callaron, pero sus senti-
mientos se encontraron en el firmamento.

92
CAPÍTULO 6

UN DESTRIPADOR EN LOS BOSQUES

20 de junio de 1996
Hoy habían llegado temprano, a eso de las siete. Donde termina-
ba el pasto y le seguía el asfalto, donde nacía el extenso camino
que después se dibujaba como una serpiente a lo largo del parque,
ahí se asentaron los travestis. Se dividieron en grupos y empeza-
ron a sacudir sus enormes pechos de plástico, un tanto por el frío
y otro más por su trabajo. Al rato aparecieron los autos.
Después de una interminable jornada, un cliente más se pre-
sentó, lo hizo caminando. Apareció por la curva de la calzada y
el reloj de Lulú, la que estaba más cerca, marcó las tres cuando lo
vio. Estaba oculto, apresado bajo una capa de humo, y su figura
lucía difusa y enigmática. Avanzaba rápido mientras el violeta le
cortaba la cara.
Aunque su identidad era un misterio, sus intenciones no. O eso
era lo que pensaba Lulú por la velocidad con la que caminaba.
Cuando llegó, ella les hizo unas señas a sus compañeras y la deja-
ron sola. Terminó su cigarrillo y se acomodó su vestido de leopardo.
—Hola papi... —susurraron sus enormes labios de coláge-
no— ¿qué querés que te haga hoy? —pero el recién llegado no
contestó. Tan solo señaló el árbol que quería y fueron hacia él.

93
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

En silencio se apartaron de las luces de los faroles y se metieron


en la negrura, donde la niebla gozaba de funestas libertades y los
envolvía con sus hilos infernales.
Una vez que estuvieron bajo el árbol, siguieron sin hablar. Los
grillos tomaron la palabra y aquello sacó de quicio a Lulú. Antes
de que pudiese llegar a maldecirlos, se tropezó.
—Eh... perdoname... —sintió que su voz estaba distinta, y por
unos segundos los patrones se le distorsionaron. Después retomó
el equilibrio. —Ah, me mareé un poco... dale, arranquemos.
Y como el cliente seguía sin abrir la boca, Lulú se decidió a abrirla
por él. Se arrodilló y las uñas postizas viajaron, rápidas pero sensua-
les, hasta la hebilla del cinturón. Luego ella levantó la mirada para
estimularlo, pero en cuanto a miradas, él ya se había adelantado.
Lulú se encontró con los ojos del horror, con los de un maniá-
tico sediento de sangre y también, con los de un ser sobrenatural.
Sus pupilas eran de fuego y ahora, como dos grandes antorchas,
quemaban apasionadamente en medio de la noche. Ella intentó
gritar pero no pudo. No le salió la voz.
Los patrones volvieron a distorsionarse y el fuego se duplicó.
Lulú sintió que la cabeza le iba a explotar y que sus respiraciones,
pesadísimas, la abandonaban. Todo se congeló cuando vio aquel
cuchillo iluminarse con la luz de la luna. Entonces escuchó su voz
por primera vez, era aguda, siniestra. Reía a carcajadas.
Intentó huir pero se cayó. Su mareo era insoportable, aunque
no lo suficiente como para que dejase de luchar. Lulú se arras-
tró por el pasto, pasó entre los grillos, y cuando alcanzó a ver
un arbusto difuminado a unos metros, él la agarró de la pierna.
Empezó a arrastrarla.
Lulú pataleó con todas sus fuerzas y en una sacudida salvaje
lo golpeó. Cayó pesada contra el pasto y por culpa de su estúpida
curiosidad, se volteó. Le había rebanado parte del labio y sus ojos,

94
• UN DESTRIPADOR EN LOS BOSQUES •

calcinándose del odio, la paralizaron. Él se acercó y ella juntó las


manos en señal de piedad. Lloraba. Inmediatamente después, el
frío de la hoja la atravesó. Una, dos, tres veces. La sangre se espar-
ció, y las risas también.

27 de junio de 1996
Recién una semana después, aquel homicidio salió a la luz. Fue
cuando dos casos exactamente iguales se repitieron. Entonces la
policía se puso a investigarlos y, como no pudo ser de otra forma, la
prensa también. Un diario conocido tituló:

UN DESTRIPADOR EN LOS BOSQUES:


(Extracto de un artículo periodístico)
“No es de exagerar que se compare al actual asesino de
los bosques de Palermo con el famosísimo de la Londres
Victoriana. Son tantos los parecidos con el antiguo Jack que
ya expertos en Criminología han dicho que irremediable-
mente ha seguido sus pasos, o, como ellos dicen, su “modus
operandi”. Nuestro asesino mata prostitutas transexuales,
y lo hace en un lugar específico y durante la noche. Como
para el inglés han sido las desoladas calles de Whitechapel,
ahora le son al nuestro las zigzagueantes de los bosques de
Palermo. A su vez, en lo que a sus tres víctimas concierne—
Pedro “Lulú” Giménez, 34 años; Hugo “Mística” Zapata, 37
años; y Víctor “Sasha” Barrionuevo, 24 años—sus cuerpos
dejan en claro sólo una cosa, que el asesino comparte aquella
misma fascinación morbosa por destripar. A todas las ha de-
formado a cuchillazos y, curiosamente, castrado post mortem
con precisión quirúrgica.”

95
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

—¿Y éste? —dijo Facundo al arrojar el diario sobre la mesa.


Rafael lo agarró— ¿Lo leíste?
—Sí, el “mata-trabas”. Otro nublado, ¿no?
—Sí. Si no, ¿cómo explicás que el tipo mató, las tres veces, y no
dejó un rastro de nada? Macho, las descuartizó... según la poli-
cía —hizo un gesto con la mano, sopló—, fue como si se hubiese
“esfumado”.
—¿Esfumado? —preguntó Rafael, más para sí que para
Facundo. Éste último asintió y cuando se acercó el mozo y vio su
reloj, se levantó apurado.
—¡Vamos! ¡Es tardísimo!
Eran las diez de la noche cuando salieron del restaurante y ca-
minaron rápido por la Avenida Corrientes. De no haber sido por-
que habían cenado cerca, seguramente no hubiesen llegado. Pero
no fue así y tras cruzar el enrejado, la mano vigorosa de Facundo
separó el portón y se encontraron, para mutuo alivio, con que la
reunión todavía no había empezado. Aún faltaban varios centine-
las por llegar, y los que estaban, discutían.
—¿Qué pasa acá? —preguntó Luciérnaga a Bengala.
—No sé... —los ojos de Bengala se alternaban con los de las
caras que peleaban— pero parece que nada bueno...
—¡Orden! —gritó el cura al subirse al púlpito. Los ruidos se
callaron y siguió— Centinelas, no hace falta que griten. Veo en
sus caras y en sus corazones que están dolidos... yo estoy igual.
Sí, lo que pasó anoche en la fábrica abandonada fue una tragedia,
nos tomó a todos por sorpresa, pero juro por nuestros ideales que
los vamos a vengar —golpeó el púlpito. —¡Tenemos que seguir!
¡Seguir en nuestra cruzada contra la niebla! Porque el Señor está
con nosotros... y ahora, los centinelas que se fueron, también.
—¿Vos sabías de esto? —le preguntó Luciérnaga por debajo a
Bengala, y éste último negó con la cabeza. Se limitó a odiarse a sí

96
• UN DESTRIPADOR EN LOS BOSQUES •

mismo mientras se acordaba de como anoche, en lugar de haberse


quedado cerca del teléfono, se había quedado cerca de la bebida,
de nuevo.
—Disculpe, Faro —dijo Antorcha desde la primera fila—, ¿le
parece si agrego lo que habíamos hablado?
Faro, de mala gana, asintió. Antorcha continuó:
—Tenemos que hablar de nuestros errores, no podemos seguir
haciendo lo mismo.
—¿Qué estamos haciendo mal? —preguntó un centinela.
—Estamos fallando en nuestra estrategia. No podemos salir a
buscarlos si ni siquiera tenemos una vaga idea de sus elementos.
Ya de por si vamos de noche, corremos con desventaja, no sigamos
sumando más.
Se abrió un extenso debate en torno a cómo podrían conseguir
esa información. Algunos opinaron que debían empezar a vigilar
con catalizadores, amuletos de magia blanca, y otros con que ya
era hora de ponerse a redactar un registro, individualizando los
datos de cada nublado que andaban buscando. Después llegaron a
la conclusión de que debían estudiar más y Faro recomendó unos
libros de ocultismo de una vieja biblioteca de Once. Antorcha
también se prestó a acercar los suyos.
—Bueno... —dijo Faro de un suspiro— empecemos con la reu-
nión. Vamos con las tareas especiales: esta mañana un informante
del puerto me dijo que esta noche y a última hora, un importante
cargamento de droga va a entrar al país. La va a traer un buque
brasileño, “O Peixe Dourado”, y por lo que me dijeron, su tripu-
lación es miembro de la mafia de San Pablo. Mafia que, además
de tener buena relación con la nuestra, tiene varios nublados a su
cargo.
—¿Qué elementos tienen? —preguntó Linterna, una centinela
experimentada.

97
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

—No sabemos. Pero sí sabemos que en Brasil abundan los de


planta —Faro volteó hacia Antorcha—, Antorcha, quiero que vos
y Candelabro vayan para el puerto, saboteen la entrega, y eliminen
a los nublados —los dos asintieron.
—Bengala —se volteó hacia él. —, ya que vos sos el que mejor
la conoce, quiero que vayas a la Villa 31 y encuentres y elimines a
un mafioso apodado “El Dogo”. Ya hace un tiempo que está refu-
giado ahí y ahora está operando más que nunca. Tené cuidado, allá
todos lo conocen así que fijate con quién hablás —hizo silencio.
—Le dicen El Dogo porque tiene las puntas de las orejas corta-
das. Espero que te sirva.
Durante los próximos minutos siguió asignando tareas espe-
ciales hasta que, cuando éstas se acabaron, pasó a las de rutina.
Desplegó su mapa de colores para asignar las áreas de vigilancia.
Cuando llegó el turno de Palermo, Faro le dijo a Chispa, una ado-
lescente que recién había ingresado la semana pasada, y mientras
ella asentía Luciérnaga interrumpió:
—Disculpe Faro, ¿podría ir yo en su lugar?
Faro y Chispa lo miraron confundidos.
—No, para vos tengo pensado otro barrio. Vos vas a ir a
Caballito.
Luciérnaga dudó un momento, después respondió con firmeza:
—Quiero agarrar al destripador de los bosques —su irreveren-
cia trajo parva de murmullos.
—Imposible.
—¿Por qué?
—Primero, porque lo que vos quieras no es motivo suficiente
para que yo cambie mi decisión y segundo, porque sería una pér-
dida de tiempo. El caso todavía está muy verde, ni la policía ni
nosotros sabemos nada de él —se volteó hacia Chispa—, vos no

98
• UN DESTRIPADOR EN LOS BOSQUES •

vigiles en los bosques, son demasiado grandes, mejor anda a Plaza


Italia —Chispa asintió.

Al terminar la reunión Luciérnaga desobedeció. Había algo


que lo empujaba a ir a los bosques, y cuando perdió de vista a sus
compañeros, se tomó el primer colectivo qué pasó para allá.
Se bajó y caminó decidido por la gran calle peatonal. Metro a
metro fue siendo absorbido por el verde, tantos pinos y arboledas
lo abstrajeron en minutos de la ciudad. Después vio el lago en el
centro, enorme, y en el agua vio el reflejo de una luna vaporosa.
Por inercia levantó la vista y a media altura se topó con algo que
también brillaba, era el planetario, iluminando sus alrededores.
Había travestis por todas partes, unas entre los árboles y otras
en el asfalto. Las primeras en la plenitud de su trabajo, las de-
más, buscándolo. Luciérnaga sacudió la cabeza y caminó hacia
ellas. Bordeó el lago y como un forastero se adentró en tierras
desconocidas.

—¿Qué hacés bebé? —preguntó una vestida de rosa. Las de-


más se acercaron.
—¿Te perdiste papito? —dijo otra.
—Eh... no, no. Vine porque estoy buscando información.
—¿Información? —se miraron entre ellas con picardía— ¿Qué
clase de información? ¿Es tu primera vez? —y explotaron en risas.
—¿Qué saben del asesino? Del destripador...
Todas se callaron. Sus labios empezaron a temblar y sus maqui-
llajes, en tantísimas capas, conspiraron para contraerles los pómu-
los, afinarles las quijadas, y convertirlas en máscaras de tragedia
griega.
—Pendejo... —dijo un vozarrón desde el fondo. Las demás se
apartaron y dieron paso a una gigante en minifalda—, ¿quién ca-

99
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

rajo te creés que sos para venir acá, a nuestro laburo, y preguntar
por ese enfermo?
—No entendés...
—¡No! ¡Vos no entendés! ¡Tomatelás!
—No —respondió sin vueltas. Las demás se sobresaltaron.
—¿Cómo? —y de su cartera sacó a relucir una navaja— ¿No
me escuchaste? ¡Volá de acá!
Luciérnaga no se movía, la miraba fijamente. Ella lo amenaza-
ba con la navaja muy de cerca, moviéndola de lado a lado, como
una gitana, y cuando el frío de la hoja rozó su nariz, Luciérnaga
respondió:
—No me voy nada. Ese enfermo mató también a un amigo
mío, así que no me jodas y metete ese cuchillo en el culo.
Sus compañeras se sobresaltaron aún más, y ella le devolvió la
mirada con igual intensidad. Pasaron unos segundos de absoluta
tensión y ella misma rompió en risas.
—¡Pero mirá qué bravo resultó el pendejo! —suspiró y negó
con la cabeza— Igual, no te podemos ayudar.
—¿Por qué no?
—Porque sabemos lo mismo que la policía, o sea, nada.
—¿No saben al menos dónde las mató? —la grandota se volvió
hacia sus compañeras y después asintió.
—Sí. Seguime.

Se lo llevó lejos del asfalto, donde tuvieron que esquivar varios


arbustos para avanzar y donde la noche se ponía cada vez más fría
y misteriosa. Mientras escuchaban el crujir de las hojas, sus pen-
samientos se arremolinaban con la brisa. Después, de imprevisto,
unas parejas los sorprendieron y Luciérnaga dio una seña para que
aceleraran el paso. Cuando por fin los perdieron ella le preguntó:

100
• UN DESTRIPADOR EN LOS BOSQUES •

—Che... —lo miró de arriba abajo— sos un nene, ¿cuántos


años tenés?
—Dieciséis, ¿por qué?
—Por nada... ¿no tenés que ir al colegio mañana?
—Sí, pero no importa.
—Bueno... qué serio. Decime, ¿cómo te llamás?
—Rafael, ¿vos?
—Erika —un viento los cruzó y ella se abrazó a sí misma.
Estaba prácticamente desnuda.
Terminaron frente a un sauce enorme. Y aunque el invierno
se había empecinado con sacarle todas las hojas, igual seguía lu-
ciendo encantador. De pronto un sonido extraño brotó de sus en-
trañas. Era un gemido infernal, y cuando Luciérnaga vio que por
detrás se asomaba el violeta, corrió rápido hacia allá.
Del otro lado encontró a un vagabundo, tumbado contra el
tronco y con los ojos idos hacia arriba. Tenía venas por todo el
cuerpo y el gas se escapaba despacio de sus poros.
—¿Qué pasa? —dijo Erika antes de alcanzarlo— Ah, un
borracho.
—No, no es eso... —murmuró Luciérnaga.
—¿Qué?
—Nada... sigamos.

Caminaron cinco minutos más y los arrinconó la negrura.


Entonces Erika dijo “Ahí” y su dedo índice marcó un árbol solita-
rio. Cuando llegaron, sus manos acariciaron la corteza y suspiró.
—Acá mató a Lulú, pobrecita... fue la primera.
—¿Eran amigas?
—Muy... — la voz se le entrecortó— me acuerdo que ella siem-
pre decía que algún día íbamos a salir... mirá como terminó.

101
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

—Mal... ¿y hay algo que me puedas contar de ella? ¿Cómo era


su vida?
—¿Su vida? Nada, solitaria, como la de todas. Vivía en un mo-
noblock en Mataderos, de día trabajaba en una peluquería.
—¿Y algún enemigo? ¿Alguien que...
—No —interrumpió—, va, no creo. Ella era buenísima.
Luciérnaga dejó de preguntar y se acercó al árbol. Sus dedos
empezaron a buscar entre la corteza mientras Erika se quedaba
mirándolo. Luego, sin éxito, volteó y se agachó en el piso. Sus
manos barrieron el rocío.
—¿Fumaba? —preguntó de repente.
—Sí, ¿por? —Luciérnaga se levantó y le enseñó una colilla de
cigarrillo. Tenía un dejo de lápiz labial color fucsia.
Se tomó el mentón y miró reflexivo hacia las estrellas, al cabo
de unos segundos resolvió:
—Listo. ¿A la segunda dónde la mató? —Erika se sobresaltó.
—¿Qué? ¿Ya está? —Luciérnaga asintió y Erika lo miró
confundida.
Salieron devuelta a la senda peatonal, Erika iba adelante. Y aun-
que en ese momento no lo dijeron, ambos sintieron lo mismo, el
alivio de haberse reencontrado con la luz de los faroles. Ellos sabían
que iba a ser una noche larga y que era mejor no pasarla a oscuras.
Las luces los llevaron hasta una rotonda, donde los autos
los cruzaban y los travestis se peleaban por ganar su compañía.
Luciérnaga notó que las que perdían se prendían un cigarrillo o
iban a drogarse. Así, de repente, unos tacos vacilantes se le acerca-
ron. Tenía los ojos inyectados de sangre.
—Eh... papi... ¿no querés divertirte?
—Con él no, Chizzo —respondió Erika, seca. —Sigamos.

102
• UN DESTRIPADOR EN LOS BOSQUES •

28 de junio de 1996, medianoche


Ya habían cruzado la mitad del parque y las piernas les habían em-
pezado a pesar. Al planetario lo tenían cada vez más cerca y éste
ya penetraba entre las ramas con su luz. Al rato pasaron por unos
matorrales y una brisa helada los estremeció. Fue porque estaban
desembocando en la orilla del lago. Ahí, junto a las piedras, una
familia de patos los recibió, parecían reírse de ellos.
—Como los odio... —dijo Erika— ¿vos no? —pero Luciérnaga
no contestó, estaba prestándole atención a otra cosa. A lo que
flotaba sobre el agua.
A esta hora el lago ya había cambiado de color. Ahora era vio-
leta. Una espesa capa de humo merodeaba a medio metro del agua
y lo hacía junto con una lúgubre melodía. El movimiento era algo
hipnótico, lento pero fluido...
—¡Ey! —Erika lo rescató del trance— Fue allá.
Luciérnaga volteó y vio que le había señalado un árbol solitario
sobre un cubículo de tierra, encima de las rocas. Avanzaron, los
patos aletearon, y esta vez él llegó primero. Apoyó las manos y
rápidamente hizo lo mismo que antes, pero sin resultados. Luego
echó un vistazo hacia atrás y vio un banco de cemento que daba
al lago. Sonrió.
Encontró algo al instante. Sobre el respaldo había tres gotas
de sangre bien impregnadas. Agachó la cabeza para seguir el hilo
criminal y se encontró con que el hueco de abajo estaba comple-
tamente oscuro. Imposible de ver.
—¡Erika! —gritó desde ahí— ¿Me hacés un favor?
—¿Qué?
—Fijate en la orilla si ves algo —Erika le hizo caso y fue hasta
la orilla. Entonces Luciérnaga levantó la cabeza y ni bien confir-

103
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

mó que ella le estaba dando la espalda, se agachó rápido. Encendió


su índice e iluminó el agujero. Volvió a sonreír.
—Che, acá no hay nada... —dijo Erika mirando abiertamente
al lago, luego de nuevo a la orilla.
—Acá sí... ¡mirá, vení! —Erika volvió— Ésta también fumaba,
¿no?
—¿Quién? ¿Mística? No, ella no.
—¿Cómo qué no? ¿Estás segura? —abrió el puño y le mostró
otra colilla de cigarrillo, esta vez manchada por dos lápices labia-
les, uno rosa y otro rojo— ¿Y esto quién lo fumó entonces?
—No sé... pero seguro que Mística no. La loca se re cuidaba
—Luciérnaga la miró pensativo unos momentos.
—Qué raro... bueno, vamos donde mató a la última.

Volvieron a acercarse al planetario y sólo dejaron de mirarlo


cuando Erika hizo un gesto con la mano. Doblaron a la derecha
y se metieron por un sector tupido y pegajoso. El rocío de los
arbustos les llegaba hasta la cintura y entre picazones siguieron
avanzando. Después de unos metros más, la luz del planetario
iluminó los arbustos y Erika señaló uno en especial.
—Ahí, ahí la mató.
—A ver... —Luciérnaga hundió las rodillas en el pasto y se
puso a investigar. Sus dedos se abrieron entre las ramas como tije-
ras y no tardó en meter la cabeza adentro. Sacudió el arbusto por
un rato y cuando por fin sacó la cabeza, lo hizo con otra colilla en
su mano.
—Mirá, otra más... —sopló la tierra y se la mostró. Tenía la
marca de un lápiz labial anaranjado.
—¿Y entonces?
—Entonces nada —Luciérnaga suspiró, respiró hondo, y antes

104
• UN DESTRIPADOR EN LOS BOSQUES •

de hablar de nuevo, la miró fijo a los ojos: —Necesito que me


hagas un último favor.
—¿Cuál? —preguntó Erika con una mezcla de duda y
desconfianza.
—Necesito que juntes a todas y les digas esto: deciles que fu-
men, que se pongan a fumar ya, cuanto antes, y que fumen todo
lo que tengan.
—¿Eh? Pará —interrumpió Erika —, no entiendo, no entien-
do qué tiene que ver eso, ¿qué tiene que ver con el asesino?
—Después te cuento... ahora no hay tiempo —Luciérnaga le
dio la espalda y ella le gritó.
—¿A dónde vas?
—A esperarlo.
Erika vio cómo se perdía entre la luz incandescente y ahora,
sola, se puso a reflexionar.

Lejos, en otra parte del bosque, un puñado de travestis se to-


maba un descanso. Fumaban en ronda y discutían de fútbol. La
hincha de Vélez alardeaba porque su equipo iba primero e invicto
y las demás la miraban irritadas.
—¡Pero callate vos! —dijo una— ¡Siguen siendo unos amar-
gos! ¡Ni punteros llenan la cancha!
—Prefiero eso antes que irme a la “B”.
—No... —y le arrojó el humo en la cara— para eso falta todavía.
—¿Qué pasa acá? —dijo una voz ronca por fuera de la ronda.
Todas se voltearon.
—¡Eri! ¿Qué hacés?
—Nada... —miró a todas— boludeando, como ustedes. Che,
¿alguna me da un puchito?
La que tenía un atado visiblemente entre las manos, lo bajó y
sonrió:

105
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

—Uh, estás como Vanesa vos...


—¿Qué decís nena? —contestó Erika, irritada— Dale rata,
¡dame acá! —Erika le arrebató el atado de un manotazo y aún
más rápido se encendió un cigarrillo. —Yo nunca pido... bueno,
¿qué se cuenta por acá?
—Nada nuevo —dijo una, cansada—, ¿vos?
Erika se puso firme, y tras disfrutar de otra pitada, sonrió:
—Yo sí... va, ¿no les conté de mi nuevo novio todavía?
—¡Noo! ¡Contanos!
—Bueno, es del grupete de los martes, y sí, obvio, tiene mucha
guita. Pero bueno... y acá una buena para ustedes: el tipo labura en
una marca de puchos de afuera y nada... a partir de ahora les voy
a regalar a todas.
—¡Tremendo! —soltó una de la emoción.
—Sí... —Erika miró el cigarrillo que tenía entre los dedos—
así que fumen todo lo que tienen. Mañana les traigo puchos de
calidad.

Luciérnaga le daba la vuelta al planetario. Antes había inten-


tado entrar por la puerta principal pero se había encontrado con
un portón de metal, herméticamente cerrado, y con un detector
de huellas digitales al costado. Cuando llegó al otro extremo vio
que había otra puerta más, una encastrada hacia abajo y, para su
suerte, bien rudimentaria.
En lugar de detectores tenía unas vueltas de cadenas y un ce-
rrojo, y su material parecía mucho más vulnerable. Luciérnaga
avanzó cauteloso hasta la cerradura y cuando la tuvo a un instan-
te, el puño se le iluminó. Las cadenas cayeron contra el piso como
víboras frente a un machete divino.
Adentro era lo opuesto a la fachada. En lugar de luces, penum-
bras. Y si no fuese por la luna asomándose tímida entre los venta-

106
• UN DESTRIPADOR EN LOS BOSQUES •

nales, ahí no cabría más que negrura. Las pocas luces se filtraban
como umbrales azules y, usándolos de guía, avanzó.
Después pisó una alfombra, la que se extendía como una len-
gua oscura a lo largo del salón. Mientras caminaba por ella los
umbrales empezaron a desaparecer, uno tras otro, hasta que quedó
a solas con la oscuridad.
Terminó frente a unos bultos negros y ordenados que le cerra-
ron el paso. Formaban un círculo perfecto y se hundían hacia el
centro, donde se veía un bulto mucho más grande. Por la tenebro-
sidad del ambiente, Luciérnaga creyó ver fieles arrastrándose al
infierno, con el mismísimo Satanás dándoles la bienvenida.
Súbitamente, escuchó algo. Un ruido futurístico lo hizo saltar
sin pensarlo hasta aquel ángel caído. Se golpeó contra un metal
durísimo y cayó en un hueco interior. Cuando se asomó para ver
de dónde había venido el ruido, al instante lo entendió. El detec-
tor de huellas digitales había sido activado.
Las puertas se abrieron y un espectro emergió. Ráfagas hela-
das entraron y revolotearon por todo el salón. El espectro en-
tró y las puertas se sellaron. En la oscuridad, empezó a caminar.
Traqueteaba contra la cerámica, y cuando la primera ventana la
descubrió, Luciérnaga vio una sombra de pelo largo. Siguió cami-
nando, se apartó de la luz y en la oscuridad arrojó algo. Entonces,
frente a la segunda ventana quedó al descubierto. Ya no tenía pelo.
—Te agarré... destripador.
—¿Quién anda ahí? —gritó un hombre pelado, sacudiendo la
cabeza para todos lados. Luciérnaga no contestó. Solo se que-
dó viendo como la desesperación lo incriminaba más y más, y de
pronto, como por arte de magia, aquel se desvaneció.
En lugar de él quedó una estela de humo, y ahora Luciérnaga
fue quien se desesperó. Sus ojos empezaron a moverse por todos
lados e inesperadamente, otro ruido futurístico apareció. Se volteó.

107
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

Miró hacia arriba y, en el entrepiso, vio una imagen fantas-


magórica. Una silueta mitad hombre y mitad humo apoyando su
mano sobre una palanca. Reía.
—¡Yo soy el que te va a agarrar!
Un potente haz de luz salió de dónde Luciérnaga se escondía
e iluminó el techo, proyectando un universo virtual, con millones
de estrellas, planetas, y constelaciones. Aunque hubo algo que el
asesino jamás previó, aquello que interfería entre el lente del pro-
yector y el techo.
Entonces la inmensidad del universo quedó trunca frente a la
aparición de un gigante. Un excelso titán que, acurrucado en me-
dio del espacio, se burlaba de las pequeñeces cósmicas que lo ro-
deaban. Parecía una deidad absoluta, soberbia y poderosa, y cuan-
do se levantó de su trono, duplicó su estatura.
—¿Quién sos? —exigió el asesino, tembloroso.
—¡Soy el que te va a castigar por lo que hiciste! —el asesino se
arrodilló y Luciérnaga miró atónito cómo temblaba.
—¿Se... señor?
—¡Callate! —su grito lo hizo gemir.
—¡Ustedes me pidieron que lo haga!
De repente el proyector se apagó. Una descarga eléctrica en-
cendió todas las luces al unísono y el salón se llenó de blanco.
Se vieron las caras. Al asesino le entró un ataque de risa al dar-
se cuenta que la figura del titán no era más que la sombra de
Luciérnaga; y a Luciérnaga, por su parte, le dio repugnancia con-
firmar que el asesino era un cadáver vestido de mujer. Tenía la piel
consumida hasta los huesos y unos labios rojizos que resaltaban
su horrenda sonrisa.
—¡Pará! —dijo de improviso— Yo me acuerdo de vos... sí... vos
eras el pendejo que estaba con el centinela ese.
—Sí... y yo soy un centinela también... ¡el que va a vengar al

108
• UN DESTRIPADOR EN LOS BOSQUES •

que mataste! —Luciérnaga corrió hasta él y en el camino ilu-


minó su brazo. Pero antes de que la esfera de luz comenzase
a tomar forma, el nublado, en una sola y rapidísima ráfaga, se
anticipó y le arrojó un cabezazo. Luciérnaga perdió la conciencia
por unos segundos.
Cuando entreabrió los ojos vio que estaba en el piso y que arri-
ba suyo tenía al nublado con su taco aguja sobre el pecho. Afilaba
sus cuchillos mientras éstos chirriaban entre sí.
—Pobrecito... estuviste tan cerca. Pero decir que yo soy perfec-
ta, nunca me equivoco. Cuando yo... ¿de qué te reís?
—Nada, si sos tan perfecta, ¿por qué te encontré? —el ase-
sino se sobresaltó y hundió el taco de su bota en el pecho de
Luciérnaga, que gritó del dolor.
—¡Pendejo de mierda! A ver, ¿cómo me encontraste? —dejó de
infligir dolor con su taco.
—Fácil, acá es donde te cambiás...
—¿Cómo? ¿Qué decís?
—Digo, que para matarlas, a veces te hacés pasar por trava, y
otras por cliente —el asesino esbozó una sonrisa payasesca.
—Así que te gusta jugar al detective eh... seguí.
—Vos necesitabas que fumen, y si no fumaban te hacías pasar
por una de ellas y las convencías. Lo que no entiendo es de qué te
sirven los puchos...
—Ah mirá... así que no sabés todo. Qué lástima que te mueras
con la duda.
—Lástima me das vos. Si sos tan inteligente contameló.
El asesino escondió su rostro, gimió en silencio, y su voz se suavizó:
—Mis puchos tienen un veneno, uno que solo yo sé hacer, y
que afecta directamente el sistema nervioso. Cuando lo aspiran el
humo me avisa y entonces, al hacer efecto —frenó sin poder con-
tener su risa macabra ni su agudo tono de voz—, ¡al hacer efecto

109
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

pierden el habla! ¡Gimen mareadas como las putas que son! —su
sonrisa siguió y se volvió aún más horrenda, babeaba. — ¿Sabés el
placer que me da matarlas así? ¿Sabés lo que es acuchillarlas y que
no puedan ni gritar? ¡Impuras! ¡Es como...
Luciérnaga le arrojó una patada a la cara. El nublado trastabilló
y se llevó las manos a la nariz. Luego las bajó, y en lo que chorrea-
ban hilos de sangre, sus ojos se encendieron.
—Vas a sufrir... lentamente —y se esfumó.
La nube de gas volvió a materializarse en el entrepiso y otra
vez bajó la palanca. Las luces se apagaron y el proyector volvió
a encenderse. Rió de nuevo. Moviéndose en círculos, como un
tornado, su sombra fue tapando, veloz e intermitentemente, todas
las estrellas y planetas que había. Luciérnaga intentó dilucidar su
trayectoria pero el espectro lo cortó por la espalda.
—Mierda... —y cayó de rodillas. Le había dado justo en el
nervio de la rodilla izquierda. La sombra hizo una enérgica pa-
rábola y volvió a perderse entre los astros. Mientras se movía,
reía, y Luciérnaga intentó percibir la distancia de aquellas risas.
Entonces, éstas se acercaron y Luciérnaga saltó, pero tarde. Lo
despedazó en el aire.
Desangraba en el piso. Le había dado en el hombro derecho y
ya no podía usar ni un brazo ni una pierna. No tenía fuerzas para
levantarse. Así que se entregó. Miró hacia el techo y en ese mo-
mento eligió creer que las galaxias eran de verdad, y que lo mira-
ban. Ellas le frenaron el tiempo, mostrándole recuerdos fugaces de
toda su existencia: se acordó del primer día que aprendió a andar
en bicicleta, de la vez que fueron a Mar del Plata, de la tragedia,
de la pelea con Alan, de los centinelas, y de Sol...
Cuando se acordó de ella su imagen fue la única que no se
movió. Se impuso sobre las demás. Y al quedarse ahí, congelada,

110
• UN DESTRIPADOR EN LOS BOSQUES •

Luciérnaga entendió que se quedaría ahí por siempre como una


cuenta pendiente. Luego, la risa del nublado lo trajo de vuelta.
Luciérnaga apretó los puños y suspiró. Bajó las manos al pecho
y se puso de rodillas.
—¿Rezás? —preguntó, y se arremetió hacia él— ¡Ni Dios te
va a salvar!
Se venía, de izquierda a derecha y tentado, como un péndulo
demoníaco. Luciérnaga volvió a seguir la trayectoria de las risas
y, cuando sintió que éstas fueron inminentes y fatales, se levantó.
Entonces reveló lo que tenía escondido. Por debajo del pecho
se coló su puño de luz y lo hundió de lleno contra la cara del
nublado, quien se retorció del pánico. El golpe impactó contra su
nariz, desintegrándosela, y por la potencia que traía terminó por
arrancarle la cabeza. Se escuchó un golpe seco en algún lugar del
planetario, y después otro más. Luciérnaga había caído.

—¡Al fin despertaste! —dijo Erika mientras se lo llevaba a ras-


tras del planetario— ¿Estás bien?
—Sí... creo...
Pasaron frente a la cabeza del asesino y Luciérnaga se calló.
Miró a Erika.
—Sí, la vi recién... fue Vanesa... una resentida.

111
CAPÍTULO 7

LA VILLA DE LA NOSTALGIA

27 de junio de 1996
Bengala salió de la iglesia y se fue rápido hasta su moto, una
Zanella RZA roja y blanca. Se puso el casco y tras un muñequeó
feroz, aceleró a toda velocidad rumbo al centro.
La moto serpenteó entre los autos y en pocos minutos llegó
hasta la glamorosa Recoleta, donde el toque distintivo de la me-
jor época francesa se reflejaba en las fachadas, en los faroles de
cada esquina, y hasta en el andar elegante de sus vecinos pasean-
do. Pero el conductor no se dejó obnubilar por aquello, supo que
pronto llegaría el irremediable contraste.
Estuvo a punto de abandonar el barrio cuando un semáforo
lo retrasó. Hizo contrapeso con su moto y en una pierna se puso
a esperar. Entonces vio a dos chicos haciendo malabares tres au-
tos adelante. No tenían mucho talento, las pelotas se les cayeron
en dos oportunidades, pero igual siguieron con el espectáculo.
Luego se miraron al unísono y se lanzaron contra los autos. Unas
ventanillas se bajaron, ofreciéndoles monedas, y el más grande se
le acercó.
—Jefe, una moneda por favor —en lo primero que reparó
Bengala fue en las comisuras de sus labios, estaban todas ras-

113
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

padas, y después en sus ojos. Estos últimos claramente reflejaban


dos sentimientos encontrados. Por un lado, un profundo resenti-
miento hacia su condición de pobreza y por el otro, una súplica
desesperada de compasión ante ella. En ese momento Bengala no
supo cual prevalecería pero sí supo una cosa, que aquellos ojos ya
no eran los de un niño. Mirándolos, en ellos se perdió...

—¡Dale, Facundo! ¡Hay que juntar más! —dijo Ariel antes de


que cortara el semáforo.
—¡Soy malísimo con esto! —y apretó las pelotas de goma con
sus diminutas manos.
—Aprendé... sino hacé guita por otro lado.
—¡No! Ya me va a salir.
Después de un interminable día de hacer malabares bajo el
caluroso sol de Microcentro, Ariel y Facundo se acercaron a la
plaza. En la sombra y recostados sobres el cordón de ladrillos, ahí
los esperaban como siempre los adultos. Cuando los tuvieron de
frente, su padre preguntó:
—A ver, ¿cuánto trajeron hoy? —Ariel sacó del bolsillo un pu-
ñado de monedas y, avergonzado, se las enseñó. Él las contó con
los ojos y luego apretó la bolsita que tenía entre las manos.
—¡Esto no me alcanza para una mierda! —y se las sacó de un
manotazo.
—A ustedes les falta motivación —acotó su madre, una gorda
sonriente, amamantando a uno de sus hermanos menores.
—Sí, ¿no? —siguió el padre— A ver, vengan para acá...
Los dos se acercaron tímidamente y cuando vieron la mano de
su padre elevarse, cerraron los ojos al mismo tiempo. Para cuando el
golpe llegó, Bengala ya había abierto los ojos. El semáforo cambió.
—Tomá, pibe —a las apuradas sacó unas monedas del bolsillo y
se las dio—, pero estas son para vos, eh. Quédatelas.

114
• LA VILLA DE LA NOSTALGIA •

La Zanella salió a Libertador y después de unas diez cuadras


se topó con la multitud de Retiro. Había cientos de pasajeros es-
perando la llegada de los micros mientras Bengala se detuvo para
ver otra cosa, lo que había detrás de la terminal. Una chimenea
violeta fugándose de la villa. Volvió a acelerar y como una flecha
dejó atrás las caras largas.
Hizo dos cuadras y aparecieron los primeros techos de chapa.
Esquivó a unos cirujas y se metió por una de las arterias de la
villa. Entonces lo absorbió su claustrofóbica inmensidad. Miles y
miles de casas amontonadas unas sobre las otras. Algunas con tres
pisos y la gran mayoría sin terminar. Sobresalían los ladrillos de
revoques a medio hacer y las ventanas que no tenían ni cortinas
ni cristal. Era un hormiguero, alimentándose día a día de la ne-
cesidad y del desamparo. Y también de la niebla, porque ahí ella
se reproducía con absoluta libertad y barría sus calles de tierra. Al
fondo era aún más densa.
Bengala escondió su moto dentro de un pasillo oscuro y vacío.
Se sacó el casco y tras respirar una brisa que le movió las patillas,
echó un vistazo al patio que tenía en frente. Había un puñado
de adolescentes jugando al fútbol, otro grupo tomando cerveza,
y dos madres llamando a sus hijos desde las puertas de sus casas
para que entraran rápido. Bengala salió de la oscuridad y fue hasta
el paredón.
—¿Qué hacen? —le preguntó a los jóvenes. Ellos lo miraron y,
como si nada, siguieron tomando. —Estoy buscando a un amigo,
a lo mejor me pueden ayudar.
Contaban chistes internos como si él no existiera y la botella
pasaba rápida de mano en mano hasta que de pronto, inesperada-
mente, Bengala se las arrebató. Tomó un trago.
—Gracias... ahora sí, ¿me ayudan?

115
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

—¿Qué hacés gato? —gritó uno. El resto también se sobresal-


tó— ¡Dámela y tocá de acá! —Bengala hizo oídos sordos.
—¿Alguno conoce al “Dogo”?
—¿No escuchaste? —dijo otro— ¡Tomatelás ¡Acá nadie te juna!
—¡Dame la birra! —volvió a decir el primero. Y en lo que in-
tentó sacársela de un manotazo, Bengala lo cazó de la muñeca y
apretó. Aquel se retorció del dolor y otro más, sin pensarlo, agarró
del piso una botella vacía y se la partió a Bengala en la cabeza.
Ninguno pudo creer lo que había pasado. Los cristales volaron
en pedazos pero el extraño ni se inmutó, es más, seguía tranquilo
y agarrando con fuerza a su compañero.
—¡Este guacho está loco! —gritó el que estaba agarrado. Miró
a su alrededor y, para su desesperación, vio que sus amigos ya ha-
bían salido corriendo.
Al quedarse a solas, Bengala lo miró y le sonrió.
—Bueno, “guacho”, ahora que estás solito espero que no te me
hagas el vivo y me ayudes. —el joven asintió y Bengala le soltó la
muñeca— ¿Conocés al Dogo?
—Obvio que lo conozco. Todos acá lo conocen. Pero...
—¿Pero... pero qué?
—¿De dónde lo conocés? Yo no quiero tener problemas con él.
—Ya te dije, somos amigos. Ahora...
—¿Amigos de dónde? —lo interrumpió.
—A ver, pendejo. Acá el que hace las preguntas soy yo, ¿Me
escuchaste? —volvió a cazarlo de la muñeca, y el otro asintió rá-
pidamente— Genial. Llévame con él.

Bengala fue siguiendo a la camiseta de Argentinos Juniors con


la diez de “Maradona” en su espalda. La vio cambiar de calles va-
rias veces y luego meterse por una más oscura, donde las luces de
las casas apenas la iluminaban y el violeta se hacía más fuerte. Y

116
• LA VILLA DE LA NOSTALGIA •

también, en aquellos pasadizos cambiaron los olores, entre sahu-


merios de basura tuvieron que avanzar.
Al rato, cuando el guía volvió a cambiar de calle, una pelea de
bandas los sorprendió. Le hizo una seña a Bengala y frenaron.
En la esquina había dos grupos insultándose. Uno agredía dicien-
do que ellos habían vendido en su territorio y el otro amenazaba
mostrando sus armas. El de Argentinos volvió a hacerle otra seña
más y agazapados corrieron hasta un oscuro callejón. No hicieron
más que llegar y apoyar los dedos contra las paredes cuando el
tiroteo se desató. Quien iba adelante avanzó rápido pero Bengala
no. Él no se movía. Las balas y los gritos ya lo habían llevado a
otra parte...

—¡Vos quedate acá! —fue lo último que dijo su padre antes de


agarrar la nueve milímetros y salir de la casa.
Facundo asomó la cabeza por la ventana y vio como él cargaba
su arma mientras se unía a un grupo de caras conocidas, también
armadas. Luego, a una lo sorprendió una bala y en lo que cayó
al piso, empezó el tiroteo. Facundo agachó la cabeza y por unos
segundos no escuchó más que balazos y gritos, balazos y gritos.
Cuando éstos se callaron, por fin, Facundo levantó lentamente
la cabeza. Así descubrió a un montón de cadáveres sobre la calle
de tierra, entre ellos al de su padre, y se quedó petrificado al sentir
que él lo veía. Tenía los ojos fijos, nítidamente expresivos, y estos
lo apuntaban con un profundo resentimiento.
—¿Facundo? —dijo una voz al entreabrir la puerta.
—¡Ariel!
—¡Vamos! ¡Hay que ir con mamá! ¡Nos vamos de la villa!
Corrieron despavoridos en medio de la noche. Cruzaron los
pasillos que Ariel desde adelante iba marcando y entonces, cuan-
do llegaron al punto de encuentro con su madre y sus hermanos,

117
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

notaron que éste estaba vacío. No había nadie. Ariel y Facundo se


miraron desconsolados y rompieron en lágrimas...

—¿Qué hacés ahí? ¡Vamos! ¡Metele! —gritó el de Argentinos.


Cuando salieron del oscuro callejón, respiró fuerte y le dijo: —
Mirá, ¿ves esa calle que está allá? Bueno, por esa llegas hasta el
territorio del Dogo. Pegale todo derecho y estás en un toque.
—¿Cómo? ¿No venís?
—Eh... no, prefiero no arriesgarme. Además, es tarde... mi se-
ñora me está esperando en casa con las nenas.
—Está bien... gracias —el joven ya había salido corriendo.
Bengala siguió por la calle marcada. Era otra calle de tierra,
aunque mucho más ancha que las demás. Se extendía sin inte-
rrupciones hasta el fondo de la villa y, por su perspectiva, pare-
cía quedar encerrada por los techos de chapa. También, por la
oscuridad.

28 de junio de 1996, medianoche


Después de sumergirse en las penumbras de la villa por más de
cinco cuadras, Bengala por fin reconoció unas luces. Venían de una
ventana y pronto surgieron unas caras atravesándolas. Al acercarse
notó que cada una tenía una botella entre las manos y que aquella
casa hacía de suerte de cantina. Luego las caras se voltearon hacia
él, desconfiadas, y una se le acercó.
—¿Facundo? —dijo un tipo con campera deportiva, gorra, y
unas bermudas— ¿Facundo Morales? —Bengala lo miró de arri-
ba a abajo por unos segundos.
—¿Jonathan? ¿Jony? —Jonathan sonrió y automáticamente su
sonrisa lo arrastró una vez más al pasado...

118
• LA VILLA DE LA NOSTALGIA •

—¡Odio este lugar! —dijo Ariel— Nos dan mierda para comer,
no se puede ni dormir...
—No te quejes —respondió Facundo—, peor era seguir en la
calle.
—No sé...
—Che, ¿ya lo conociste al Jony vos? —Ariel negó con la cabe-
za— ¡Uh, vení! Es re piola el pibe.
Facundo tiró de su hermano, eyectándolo de los resortes de
la cucheta, y salieron corriendo de la habitación. Atravesaron el
enorme comedor sin atender a los gritos de las cocineras y llega-
ron hasta el patio. Cruzaron la improvisada cancha de fútbol en
pleno partido y llegaron a un rincón solitario. Uno donde había
un chico agachado y que miraba perdidamente a una rayuela a
medio pintar.
—Uh sigue igual... —le murmuró a su hermano— ayer no es-
taba así. Che, Jony, ¿cómo va? Él es mi hermano, Ariel —Jony se
volteó, era un morocho petiso y con el pelo muy alborotado.
—Hola Ariel. Mucho gusto —Jony rió y los hermanos se mira-
ron con sorpresa. Había sido una sonrisa sumamente cálida, ajena
al orfanato y al trance que le habían visto recién...

—¿Qué hacés Jony? ¡Tanto tiempo! —Bengala, efusivo, hizo


que unas caras se voltearan— ¡No te había reconocido con esa
gorra! ¿A ver esa virulana? —quiso sacarle la gorra pero Jony
retrocedió.
—¡Eh, con la visera no! —Jony volvió a reír, y Bengala también.
Se abrazaron.
—¿Qué onda vos, perro? Lo último que escuché fue que la
estabas zarpando en el boxeo.
—Sí, estaba...

119
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

—¿Y qué pasó?


—Nada, es una larga historia.
—Uh, bueno —Jony puso una mano en su hombro—, vamos a
tomar unas birras y me la contás.
Cuando entraron a la cantina, unas caras se acercaron. Jony las
rechazó con la mano y fue directamente a hablar con Gladys, la
dueña del lugar. Gladys era una señora gorda, de impulsos hipe-
ractivos, y sin dientes. Se reía por todo. Les acercó unas Quilmes
bien heladas y fueron hasta el fondo. En unas sillas de plástico se
pusieron a hablar de la vida.
Bengala le contó a grandes rasgos por qué se había retirado.
Habló de algunas malas influencias y de la bebida. Después le
contó de su presente. Le dijo que se había puesto un gimnasio
para enseñar y que este año había encontrado a un alumno pro-
metedor. Luego, Jony le preguntó por Ariel, y no pudo aguantarse
una risa cuando se enteró de que se había convertido en profesor
de Historia. Finalmente, llegó su turno. Bengala le preguntó a él.
Jony tomó un trago largo y le contó que había estado trabajando
en una fábrica de energía eléctrica por un tiempo y que ahora,
como quería irse de la villa, había cambiado a una zapatería.
La conversación siguió, y cuando ya no hubo más que contar,
Jony se detuvo. Lo miró con inquieta curiosidad.
—Che... y a todo esto, ¿vos qué hacés por acá?
—Bueno, justamente te iba a preguntar... —Bengala miró hacia
los costados, confirmando que nadie los estuviera escuchando—
vine porque estoy buscando a alguien...
—¿A quién?
—Al Dogo.
—¿Al Dogo? —preguntó Jony, asustado. Las caras se voltearon
y Bengala bajó la voz.
—Shhh... ¿sos boludo? ¿Lo conocés?

120
• LA VILLA DE LA NOSTALGIA •

—Obvio que lo conozco. Todos acá lo conocen. Él es el que


mueve la porquería acá adentro.
—Sí, eso es lo que escuché. Pero, ¿sabés dónde lo puedo encon-
trar? —ante su insistencia, Jony lo miró preocupado. Su rostro se
endureció.
—Sí, pero...
—Dale, Jony, bancame en esta. Por los viejos tiempos... —
Jonathan suspiró, terminó su vaso de cerveza, y se paró.
—Vamos.
Dejaron atrás la cantina y a la media cuadra Bengala se volteó
para confirmar si las caras de antes también habían desaparecido.
Lo hicieron. Adelante iba Jony, circunspecto y sin decir una sola
palabra. A través de los movimientos de su cuello fue marcando el
camino hasta que, después de cambiar de calle en tres oportuni-
dades, llegaron hasta un callejón oscuro. Estaba plagado de niebla
y unos bultos difuminados sobresalían por los costados.
Al cruzarlos se dieron cuenta de que eran personas, personas
desvanecidas, y que ante su paso murmuraban un sinfín de in-
coherencias. Tenían unas bolsitas de plástico aferradas a sus ma-
nos y el olor a quemado que salía de ellas era algo nauseabundo.
Salieron rápido del callejón y, una vez afuera, Jony preguntó:
—¿Tu hermano...
—No, ya no. Hace tiempo que no.
Jony asintió sorprendido y luego escondió la mirada:
—Qué suerte. A mí todavía me cuesta... —esta vez fue Bengala
quien apoyó la mano en su hombro— ¿cómo hizo?
—En su momento fue a una de esas charlas de iglesia, y ahí co-
noció gente que lo ayudó bastante. ¿Por qué no probás vos también?
—Sí, puede ser...

121
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

Volvieron al silencio. Jony se llevó el dedo a los labios y con su


gesto le indicó a Bengala que estaban cerca. Caminaron despacio.
Sus zapatillas retumbaban contra la tierra como visitantes indis-
cretos. La niebla, por su parte, sacudía el polvo de la calle y reso-
naba en eco contra los techos de chapa. Los susurros se escucha-
ban por todos lados. Luego, Jony volvió a hacer otro gesto, movió
agitadamente la mano y se acercaron hasta un pasillo diminuto.
Uno tapado por tablones de madera y restos de basura.
—Acá atrás seguro lo encontrás.
—Jony... gracias.
—De nada, pero pará, ¿por qué lo buscabas?
—Nada, tema mío... —Bengala lo miró fijo y sus ojos centella-
ron— gracias por ayudarme.
—Se la vas a pudrir, ¿no?
—Sí —contestó, rotundo, y Jony suspiró.
—¿Qué pasa?
—Nada, que él también es amigo mío... —se arremangó el
buzo— pero bueno, los de antes van primero. Vamos, te acompaño.
Con esfuerzo sacaron, uno a uno, los tablones de madera que
había en la entrada. Luego patearon la basura y al hacer veinte
metros el pasadizo los arrojó a un terreno baldío. No había un
alma. Seis postes a lo largo recreaban una improvisada cancha
de fútbol y la chapa cubría todos los costados. Ahí las casas eran
altísimas, había de tres y hasta cuatro pisos, y por su inclinación
hacia adentro parecía que iban a devorárselos.
—¿Y el Dogo? —preguntó Bengala— ¿Dónde está?
Jony no contestó. Dio unos pasos hacia adelante y sus dedos
acariciaron el poste izquierdo del arco.
—Yo soy el Dogo... —se sacó la gorra y la tiró. Bengala confir-
mó que ya no tenía los rulos que él se acordaba. En su lugar veía
una cabeza rapada y dos orejas brutalmente cortadas.

122
• LA VILLA DE LA NOSTALGIA •

—¿Qué? No puede ser...


—Sí, soy yo. ¿Qué tenés contra mí vos? —Bengala cerró los
ojos y exhaló.
—Jonathan, ¿vos me estás jodiendo? ¿Cómo terminaste en esta
mierda?
—Facundo... acá no hay otra salida. Así terminamos todos.
—No, te equivocás, mi hermano y yo no.
—¡A ustedes porque los adoptaron! —gritó desde sus entrañas.
—¿Sabés lo que es terminar de crecer ahí adentro? ¿Hacerte gran-
de y que te tiren a la calle como un perro? —Bengala no contes-
tó— ¡No! ¡Y eso no lo elegimos! Pasa... igual, tampoco me puedo
quejar mucho... mirá solito hasta donde llegué. ¡Muchachos!
Al grito del Dogo aparecieron unas caras en los techos y en las
ventanas de las casas. Eran las mismas que las de la cantina, pero
ahora éstas estaban equipadas con armas de guerra.
—Jonathan, estás en cualquiera, y si no parás ahora voy a tener
que pararte yo —el Dogo lo miró serio.
—¿A quién vas a parar? Facundo, ¡vos estás en cualquiera!
¡Mirate! ¡Estás solo! —se detuvo— Bueno... igual respeto tus
huevos, y por “los viejos tiempos”, como vos dijiste, voy a darte
una oportunidad. Voy a contar hasta tres, y si para entonces no te
fuiste, te llenamos el culo de balas.
—Yo de acá no me voy —el Dogo sacó una pistola de abajo del
buzo y lo apuntó. Los demás hicieron lo mismo.
—Uno...
—Te vas a arrepentir, Jony.
—Dos... —Bengala se agachó.
—¡Dispará!
—¡Boludo! ¡Tre...
Antes de terminar el conteo, un sismo se anticipó. Y para cuan-
do Dogo dio la orden ya el piso se había agrietado. Una enorme

123
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

pared de tierra había crecido delante del arco de fútbol y todas


las balas impactaron contra ella. Mientras escuchaba los tiros,
Bengala del otro lado también escuchó a la voz impotente de
Dogo y a tandas y tandas de fusiles recargarse. Finalmente, el ti-
roteo terminó. Un silencio abrumador envolvió al baldío y en ese
momento Bengala bajó rápido la pared.
Una catarata de polvo los sorprendió. Se esparció rápidamente
por todo el baldío y ya nadie pudo ver nada. En cuestión de se-
gundos, Dogo se desesperó. Escuchaba gemidos y gritos, y todos
concluían en una caída abrupta contra el piso, cerca de la cancha.
Dogo perdía a los suyos y, en medio de la desesperación, disparó
tres tiros. Cuando quiso tirar el cuarto, algo impactó contra su
mano y lo desarmó.
El polvo se disipó y la figura de Bengala, aún agazapada, apa-
reció en medio de la tierra. Dogo vio a su alrededor y vio a los ca-
dáveres, a su pistola a dos metros y una herida en su mano. Tenía
una piedra incrustada en el hueco que separa al índice del pulgar.
—¿Qué carajo?
—¡Te dije que te ibas a arrepentir!
—¿Qué mierda hiciste?
Bengala negó con la cabeza:
—Eso no importa ahora... escuchame, yo también te voy a dar
una oportunidad. Dejá esta vida ahora, y me voy. Te juro que me
voy.
Un silencio, y de imprevisto, Dogo sonrió:
—¿Pensaste que ya estaba no? ¿Que por quedarme solo me iba
a rendir? ¡No, gato! ¡Te equivocaste! —su rostro se ensombreció—
Yo también tengo mis trucos, ¡mirá!
Dogo exhaló fuerte y un trueno cortó la escena.
Extendió su brazo derecho y, tras apretar los dientes, éste em-
pezó a emitir pequeños cortocircuitos. Luego, cuando sus ojos se

124
• LA VILLA DE LA NOSTALGIA •

encendieron, los cortocircuitos aumentaron y se volvieron relám-


pagos. Bengala sacudió la cabeza:
—¡Jonathan! ¡Córtala! ¡Vas a morir!
—¡No! ¡Vos vas a morir! —Dogo echó a correr. Sus ojos enlo-
quecieron y cargó el puño directamente contra Bengala.
—¡Jonathan! —él convirtió a su brazo en piedra.
Entonces, y en un instante, el choque inevitable. Los puños so-
brenaturales colisionaron y Dogo fue quien se resintió. La piedra
penetró sólida entre los rayos y viajó hasta la boca de su estómago,
donde se hundió y lo atravesó.
—Perdoname... —le dijo al oído.
Dogo, con su último aliento, se liberó del brazo de Bengala y
retrocedió. Cayó tumbado al piso. El odio de sus ojos desapareció
y se quedó mirándolo fijamente. Luego sonrió. Fue la última vez
que vio su cálida sonrisa.

13 de julio de 1996
—Che, Cata —dijo Sol al voltearse del asiento—, me siento rara.
Todavía no sé cómo tomarme lo de Rafa... nunca antes me había
invitado a salir.
—Vos sabés lo que pienso de ese pibe... pero hacé lo que quie-
ras —Cata se levantó de su asiento, se colgó el bolso de danza, y
fue hasta la puerta del colectivo. Apretó el botón. —Igual, si salís
con él, éxitos.
—Gracias... —cuando Cata se bajó, Sol la siguió por la ven-
tanilla. Vio cómo un viento helado la sorprendió y cómo buscó
refugio en las mangas de su buzo. También se dio cuenta que re-
cién había anochecido. El colectivo avanzó y ella se puso a pensar.
Cerró los ojos.

125
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

Al rato, cuando estaba llegando a su parada, Sol se levantó y fue


hacia la puerta. Tocó el botón y una sonrisa infantil se dibujó en
su rostro. Abajo la embistió el mismo viento que a su amiga, pero
con la diferencia de que a ella no le molestó. Sol respiró profundo
y siguió adelante.
A mitad de cuadra escuchó un sonido extraño, uno que la des-
encajó. Escuchó pasos acercándose y, baldosa tras baldosa, cada
vez más cerca. Cuando se volteó, Sol vio unos labios, inquietos y
libidinosos, saboreándose con ella. Quiso gritar, pero el extraño
fue más rápido. La golpeó en la cabeza y ella cayó desmayada en
sus brazos.

126
SEGUNDA PARTE
“El pueblo que andaba en tinieblas
ha visto gran luz; a los que habitaban
en tierra de sombra de muerte, la luz ha
resplandecido sobre ellos”.
Isaías (extraído de la Biblia por Faro)
CAPÍTULO 8

EL SILOGISMO DE DANTE

13 de julio de 1996
Después de un interminable día escolar, Dante por fin se dejó caer
sobre el sillón. Se acomodó entre los almohadones color vino y re-
tomó su lectura, “La Dama de las Camelias”. Leyó tres capítulos
y entonces la voz recta y autoritaria de su padre lo interrumpió.
—¿Qué hacés leyendo eso? Esa lectura es para tu madre —
Dante cerró el libro.
—¿Qué tenés para darme hoy? —una leve sonrisa se dibujó
en la barba candado de Marco. Lo cruzó y fue directo hasta la
enorme biblioteca que reposaba detrás. Sus manos viajaron rá-
pidas y decididas, primero arriba y después a la izquierda, donde
se detuvieron de golpe.
—¿Esos ya los leíste? —se volteó y su hijo asintió. Entonces
caminó hacia la derecha y tras darse cuenta que los próximos
que buscaba también faltaban, siguió: —¿Los tratados nórdicos?
¿También?
—Sí.
—¿Algún problema con “La Llama Milagrosa”?
—Ninguno —Marcó suspiró. La habitación se sumió en silencio.
—Bueno, me parece que ya estás listo —Marco atisbó una pe-

131
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

queña sonrisa y Dante se paró. Luego la extinguió con un riguroso


“Vamos” y se fueron caminando.
Salieron del living y se metieron en un extenso pasillo. Las pa-
redes, impregnadas con el óleo de viejos artistas, eran testigo de la
anticuada distancia que padre e hijo siempre mantenían. Mientras
caminaban, Marco le fue contando un poco acerca de lo que ve-
ría de ahora en más, le dijo que iba a empezar a leer obras de un
ocultismo tan secreto como peligroso, obras que ni el mismísimo
padre Antonio conocía, y que venían siendo el tesoro de su familia
desde hace ya varios siglos.
Subieron por una escalera de caracol y, tras asentir el saludo
de un grupo de criadas, llegaron al primer piso. Una alfombra
persa dirigió el camino y terminaron frente a una puerta de roble.
Marco se volteó hacia su hijo.
—Bueno, acá está el trabajo de muchas vidas, la mía y la de
nuestros antepasados. Nadie, —se acercó con sus ojos negros
y penetrantes— nadie que no sea un Cassano puede entrar.
¿Entendido? —Dante asintió. Inmediatamente después, Marco
sacó de su bolsillo una llave vieja y muy extraña. En la cabeza
tenía el símbolo del infinito y después desembocaba en un cuello
fino y largo. —Esta llave la guardo siempre en el mismo lugar,
en el segundo cajón de la mesita de luz del living, adentro de la
Biblia. Agarrala cuando quieras, pero cerciorate de que nadie te
vea cuando lo hagas —introdujo la llave en la cerradura. La puerta
era pesada, y mientras se abría lentamente, a Dante casi que se le
escapan los ojos de la ansiedad.
El roble descubrió una habitación vasta y fina, con un sinnú-
mero de objetos que a simple vista parecían milenarios. Había
reliquias griegas, jarrones de dinastías chinas, muñecos de arcilla
y tallados en madera de tribus africanas, los secretos del mundo
parecían estar comprimidos ahí dentro. Pero ni todas esas excen-

132
• EL SILOGISMO DE DANTE •

tricidades juntas podían separar a Dante del verdadero objeto de


su visita, los libros. Al fondo había una biblioteca viejísima, con
libros rojos, negros, y dorados. Cerraron la puerta y caminaron
hacia ellos.
—Dale, agarrá uno.
—¿El que quiera?
—Sí.
Dante titubeó. Había tantos que no sabía cuál elegir. Sus ojos
se pasearon de izquierda a derecha y de abajo hacia arriba. Y en lo
que las vueltas parecían interminables, de pronto se detuvo en uno
del medio. Por azar o inconsciente sabiduría, eligió uno de lomo
bordó y letras doradas. Se acercó a leer el título: “LA LLAMA
DEL INFIERNO”, por Dante Alighieri. Entonces se sorprendió,
él creía haber leído todo acerca del autor, pero éste ni lo había
escuchado nombrar. Cuando sus manos fueron a agarrarlo, Marco
lo detuvo tomándolo de la muñeca. Aplicó presión.
—No, ese no. Ese es el único que no.
—¿Por qué? —Marco hizo silencio y un ruido de abajo los inte-
rrumpió. Fue la campana del comedor. La mesa ya estaba servida.

Al mismo tiempo, pero en un restaurante de comida rápida de


Almagro, otro adolescente estaba a punto de cenar. Aunque toda-
vía no había pedido, faltaba su acompañante. ¿Dónde se metió esta
mina? —se preguntaba Rafael mientras veía el reloj y sus dedos
traqueteaban contra la mesa una y otra vez.
Pasó una hora más y enojadísimo se levantó. Dio un golpe con-
tra la pared y la pareja que estaba comiendo al lado suyo lo miró
irritada. Murmuraron. Rafael les devolvió la mirada y sin decir
más nada, agacharon la cabeza y siguieron comiendo.

133
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

14 de julio de 1996
Sábado tranquilo en la ciudad. El frío había cedido gracias a un sol
espléndido y revitalizante. De momento no parecía invierno, y eso
se vivía en la calle. Para el mediodía, ya hasta en Microcentro había
pocos autos, la gente había optado por salir a caminar. Un ejemplo
fueron los Cassano, que justo ahora volvían de ver una obra en el
Teatro Colón. Mientras padre y madre la debatían, su hijo los se-
guía por atrás. Reflexionaba.
Al regresar a su mansión las criadas agarraron rápido sus abri-
gos y una se adelantó al resto para decirle a Marco que la corres-
pondencia ya había llegado. Marco le sacó las cartas de la mano
y de un suspiro las fue ojeando. Dio vuelta tres, dándole una a su
esposa, y a la cuarta se paralizó. Sus ojos se sobresaltaron al leer el
remitente. Luego se reincorporó, y sin decir nada se alejó con la
carta por las escaleras.
Dante, por su parte, no llegó a darse cuenta de aquello ya que se
había ido directo al living. Tomó las precauciones necesarias y en
un movimiento ágil pero sutil sacó la llave de la Biblia. De igual
forma subió hasta el cuarto secreto.
Adentro suspiró. Volvió a sentir que aquel libro prohibido lo
llamaba. Definitivamente había algo raro en él, y esa rareza se
justificaba en su extraña experiencia de la noche pasada. Anoche
había soñado con el libro, más con su título que con otra cosa;
una voz se lo susurraba mientras lo asfixiaba un círculo de llamas
negras. Finalmente, cuando Dante se acercó y estuvo a punto de
agarrarlo, de nuevo, lo interrumpieron. Esta vez fueron unos gri-
tos. Los de su madre.
Dante fue hasta la escalera caracol y desde ahí vio toda la esce-
na. Abajo, sus padres estaban teniendo una fuerte discusión.

134
• EL SILOGISMO DE DANTE •

—¿Cómo te vas a ir así de la nada? ¿Y tu hijo? ¿Y yo? ¿Acaso


somos menos que tu hermano?
—No entendés —contestó Marco, desinteresado.
—¡Claro que no entiendo! ¡Si ni siquiera me lo explicas!
—Ya te dije, es tema mío, de mi familia —la mujer se dio vuelta
de los nervios y vio que Dante los estaba mirando.
—Se supone que debería ser “nuestra” familia. A mí y a tu hijo
nos tenés que dar más detalles, ¿no te parece? —ahora Marco se
dio vuelta, fue hasta Dante.
—Hijo, dame la llave —Dante sacó la llave de su bolsillo y se la
entregó. Después Marco se perdió por las escaleras. Minutos más
tarde, madre e hijo empezaron a escuchar el abrir y cerrar de cajo-
nes viniendo de arriba. A la madre le agarró un ataque de histeria
y se fue llorando a la cocina.
Por la cola de las escaleras, Marco volvió a aparecer. Bajó apu-
rado con las manos ocupadas. En una su valija y en la otra el libro
prohibido. Fue hasta su hijo y se lo entregó. Le dijo:
—Tomá. Todavía no estás listo para él, pero no hay tiempo. Por
las dudas estudiatelo.
—Bueno. ¿Te vas a Florencia?
—Sí. Hubo un problema con tu tío. Te escribo. —se fue sin
decir más nada.

Eran las diez de la noche cuando empezó la reunión. Entonces


Faro anunció la noticia de último momento, le dijo a los centine-
las que Antorcha se ausentaría por tiempo indefinido y la proble-
mático estalló. Quienes lo seguían desde hacía tiempo reclama-
ron más información y el líder, como no sabía nada más, acalló
las preguntas pasando a la orden del día. Siguió con las misiones
especiales.
—Candelabro, a vos te voy a encargar “El Colectivo Fantasma”.

135
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

Como sabrás, en la línea 160 vienen desapareciendo chicas du-


rante la noche, hace como dos semanas ya. Y lo llamativo es que
todas cumplen con las mismas características: son chicas lindas,
menores, y que aparentemente en ese último viaje, viajaban solas.
Bueno, ahí claramente hay algo raro, te pido que lo investigues.
—Candelabro asintió.
Mientras hablaba, el resto también escuchaba atentamente. El
caso era tan misterioso como fascinante, y las caras de todos no
podían al menos reflejar cierta admiración. Aunque había una ex-
cepción, la cara de Luciérnaga era la única que reflejaba otra cosa.
La suya estaba pálida, aterrada, y por cada palabra que Faro agre-
gaba palidecía más y más.
—El 160 cruza la Capital de punta a punta —siguió Faro—,
va desde Claypole hasta Ciudad Universitaria, pasando por
Colegiales, Almagro, Bursaco. Estudiate el recorrido así...
—¡Faro, disculpe! —interrumpió Luciérnaga. Faro se volteó y
descubrió a unos ojos inquietos y paranoicos.
—Creo que Sol Acuña también desapareció.
—¿Cómo? ¿Por qué lo decís?
—Ella se toma el 160 los viernes a la noche, siempre, y ayer nos
íbamos a encontrar después de eso y nunca apareció. Puede que
haya sido otra...
—No... —sentenció Faro. Ya tenía los ojos cerrados, y pensaba
en voz alta— tiene sentido... Los Acuña vienen siempre a todas
las misas, incluyendo las de los sábados, y esta mañana no la vi
entre ellos...
—¿Cómo? —preguntó Linterna, sobresaltada, desde la segun-
da fila— ¿La hija de Salvador Acuña también está desaparecida?
—¡Esto es gravísimo! —arrojó otro más, y la reunión volvió a
salirse de control. Desde las hileras de madera, cada centinela dis-
cutía con el que tenía al lado, unos opinaban que el jefe de policía

136
• EL SILOGISMO DE DANTE •

debería obrar con máximo cuidado y otros con desacato, incluso


hablaron de teorías conspirativas y hasta de “un ajuste de cuentas”.
Faro intentó calmarlos moviendo las manos con efusividad y en lo
que lo estaba logrando, otro grito se desató.
—¡Faro! ¡Por favor! —dijo Luciérnaga— ¡Tiene que dejarme ir!
—¿Qué? ¿Otra vez?
—Sí, pero esta vez es...
—No —volvió a sentenciar—, imposible. Ya se lo asigné a
Candelabro y él es el más dado para este tipo de casos. Se necesita
mente fría y estrategia, ¿no es cierto Candelabro? —Candelabro
asintió de nuevo— Luciérnaga, yo te entiendo, ahora que parece
que se confirmó debés estar consternado, lleno de ira, pero lo me-
jor va a ser que lo delegues y confíes en tu compañero. Además
—se detuvo para mirarlo con cierto recelo—, acordate de la vez
que me desobedeciste y te fuiste a los Lagos... acordate de lo que
pasó en Caballito.
Luciérnaga no dijo nada más. Calló para toda la reunión.
Efectivamente, se había quedado tan preocupado que apenas es-
cuchó a los demás. Mientras Faro trazaba las áreas de vigilancia y
uno a uno los centinelas asentían, sus voces ya fueron un vago re-
cuerdo de la realidad. Luciérnaga se había metido en sus adentros,
torturándose con escenarios que a él mismo le costaba descartar.
En su cabeza todo era oscuro, tenebroso, y por más que mirase a
su alrededor ya estaba muy lejos de la iglesia y la divinidad.

Al terminarse la reunión los centinelas se levantaron y aban-


donaron rápido la iglesia. Candelabro marchó a espaldas de sus
compañeros, viendo como se perdían en la oscuridad tras cruzar el
enrejado, y dobló a la derecha. Hizo dos cuadras con las manos en
los bolsillos y se detuvo en la parada del 160. Mientras lo esperaba
se apoyó contra el poste y miró detenidamente a la espesa niebla

137
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

violeta que se iba formando al final de la avenida. Una voz cortó


con su trance.
—No me importa lo que digas, yo me vengo para acá —
Candelabro vio a Luciérnaga de reojo y suspiró.
—¿No escuchaste lo que dijo Faro?
—Sí, pero no confío en vos. Quiero asegurarme de encontrarla.
—Andate, no tenés nada que hacer acá —Candelabro le esqui-
vó la mirada, volviendo a dejarla en la niebla, y súbitamente sintió
una presión en su brazo. Al darse vuelta vio que Luciérnaga lo
sostenía con fuerzas, pero no solo eso, también vio que tenía un
dejo de emoción en los ojos.
—Vos no me estás entendiendo. Yo me quedo acá... hasta
encontrarla.
—Soltame —Luciernaga lo soltó. —Bueno, hacé lo que quie-
ras. Pero si te quedás que te quede algo bien en claro.
—¿Qué?
—Que yo soy el líder, vos solo seguís mis órdenes.
—Está bien.
—Qué pesado... —murmuró Candelabro, levantando la mano.
El colectivo se presentó tal y como el caso lo había titulado,
era un fantasma enorme y apagado. Apareció difuminado entre
el violeta, con sus ojos parpadeando en la niebla, y cuando la cru-
zó sus llantas formaron pequeños remolinos con ella. Debido al
frío todas sus ventanas estaban empañadas, y cuando se detuvo
ante la mano de Candelabro, lo hizo con un sonido chirriante y
desolador.
La puerta delantera se abrió y dio lugar a un colectivero viejo,
con aires somnolientos. Agitó pesadamente su mano y los centi-
nelas se subieron.
—¿Hasta dónde van?
—Hasta Nueva Pompeya —dijo Candelabro con decisión.

138
• EL SILOGISMO DE DANTE •

—$0,50.
El colectivo avanzó, y tras pagar en el tragamonedas camina-
ron despacio por el pasillo. Había muchos asientos libres, pero
Candelabro señaló el que él quería. Se sentaron en el primer
asiento doble de la izquierda, de espaldas al chofer y detrás del
asiento único que daba a la entrada. Sus ojos inquisitivos empe-
zaron a investigar.
Eran once en total, incluyendo al colectivero. Detrás de ellos
había un tipo alto y flaco hablándole a quien manejaba, y por la
efusividad con la que lo hacía parecía que ya se conocían. En los
primeros asientos dobles de la derecha había una señora obesa
junto a su hija, que dormía profundamente. En el medio nadie
ocupaba el espacio para discapacitados y más atrás, donde rea-
parecían los asientos, del lado izquierdo había un adolescente,
también gordo, y con acné, y del lado derecho dos chicas que se-
guramente volvían de entrenar, ya que ambas tenían bolsos de
hockey encima de sus rodillas. El adolescente dibujaba a alguien
en su libreta y rápidamente quedó a la vista a quién. De a ratos
levantaba la mirada y se la clavaba a la que se sentaba junto a la
ventana, era verdaderamente hermosa, una morocha angelical y
de ojos azules, como dos zafiros.
—Ojo con esa... —murmuró Luciérnaga.
—Para decir obviedades mejor no digas nada —Luciérnaga se
mordió el labio inferior y calló. Siguieron observando.
Más atrás, en el tercer asiento contando desde la rampa para
discapacitados, había otro adolescente más. Éste vestía de negro y
usaba tachas en las muñecas, cabeceaba al compás de sus auricu-
lares mientras veía por la ventana. Por último, y en la cola del co-
lectivo, donde los asientos se unían para dar lugar a uno de cinco,
pegado a la ventana derecha se sentaba un treintañero con aspecto

139
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

de pordiosero. Tenía el pelo enmarañado y sucio y por el vaivén


de su cuerpo y las largas pausas de sus ojos, parecía estar borracho.
No detectaron nada fuera de lugar y cinco minutos más tarde
el colectivo volvió a frenar. Subieron dos personas más. La pri-
mera fue una mujer raquítica y con anteojos de altísimo aumento.
Caminó rápido hasta el final del colectivo y se sentó en la ventana
opuesta al borracho. Ahí sacó un libro y se enfrascó en la lectura.
El segundo en subirse lo hizo muy lentamente, fue un anciano
vestido con saco negro y que se ayudaba con un bastón del mismo
color. Al cruzar la rampa de discapacitados, el viejo no la vio y
casi se cae de cara al piso. Pero entonces se aferró al mango de un
asiento y terminó sentándose al lado del que escuchaba música.
Por el momento ninguno daba motivos de sospecha. A excep-
ción de las chicas y los dos de adelante, el chofer y su amigo, na-
die más se comunicaba. Los centinelas analizaban con atención la
evidente abstracción de los demás, cada uno estaba en su mundo
y solamente salían de él para mirar a través de la ventana y con-
firmar por qué parte del recorrido estaban. El colectivo ya había
dejado Almagro atrás y ahora seguía por una avenida despoblada.
Avanzaba rapidísimo.

Al rato volvieron a escuchar ese horrendo deja vu. La chica


sentada junto al pasillo, luego de haber saludado a su amiga, apre-
tó el botón y el colectivo frenó con ese chirrido escandaloso. Las
puertas se abrieron, y en lo que la chica estuvo a punto de bajarse,
el adolescente que estaba escuchando música se sacó los auricula-
res y se paró sobresaltado. Apurado cruzó al anciano y sin querer
lo golpeó en las rodillas, haciendo que éste por poco se cayera
devuelta. El anciano se dio vuelta y se persignó; Luciérnaga volvió
a susurrarle a Candelabro.
—¿Qué hacemos? —preguntó mirando atento al adolescente

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• EL SILOGISMO DE DANTE •

junto a la chica mientras esperaban que el colectivo se detenga


por completo.
—Nada.
—¿Cómo que nada? —y antes de que Luciérnaga pudiese decir
algo más, los vio bajarse y entregarse al frío de la noche. Se volteó
hacia su compañero y éste asintió, tranquilo. El colectivo volvió a
tomar velocidad.

Minutos más tarde fue el turno de la madre y su hija. Ella la


despertó de su profundo sueño y media dormida la ayudó a bajarse
tomándola de la mano. Aunque esta vez ninguno de los centinelas
se detuvo ante ellas, por mutuo acuerdo habían decidido que no
eran motivo de sospecha. Cuando por fin se bajaron Luciérnaga
volvió a la persona que más le llamaba la atención, la morocha
de ojos azules. No la miraba por su enorme belleza natural, sino
porque ya estaba sola, y ambas cosas en su conjunto la volvían la
presa perfecta.
Luego miró al resto de los pasajeros. Ninguno mostraba aún
señales de peligro o sospecha inminente, y en lo que Luciérnaga
volteó ansioso hacía Candelabro, lo encontró con los ojos cerrados
y asintiéndose una y otra vez a sí mismo. Parecía estar uniendo un
rompecabezas en su mente, y de pronto abrió los ojos.
—Dejame pasar —Candelabro le palmeó las rodillas.
Luciérnaga giró sobre su asiento.
—¿A dónde vas?
Candelabro no contestó y siguió de largo por el pasillo.
Caminaba tranquilo, muy parsimonioso, y cuando pasó la rampa
para discapacitados miró disimuladamente al anciano y al dibu-
jante. Después caminó un poco más, llegando hasta la cola del
colectivo, y tras estudiar al borracho que lo miraba perdido en un
sueño etílico, volteó hacia la mujer de anteojos. Sonrió.

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• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

—Disculpame.
—¿Sí...? —preguntó ella, incómoda.
—Nada, vi que estabas leyendo a Cortázar y me acerqué a...
—¿Te gusta Cortázar? —la excitación de su voz lo interrumpió.
De repente el aumento de sus anteojos había revelado unos ojos
grandes y curiosos.
—Sí, me encanta. Ese no lo leí igual. Para mí el mejor es
“Rayuela”.
—Ay, Rayuela —se tocó el pecho—, lo amo.
Mientras hablaban Luciérnaga vio estupefacto toda la escena.
No podía creer que sus propios ojos estuviesen viendo a un Dante
simpático, y lo mataba la intriga de saber de qué estaban hablan-
do. Tras unas risas más se saludaron y Candelabro volvió igual
que a la ida, parsimonioso y observando de nuevo a los dos más
cercanos a la rampa de discapacitados. Llegó a Luciérnaga y una
vez más le palmeó las rodillas.
—Dale, dejame pasar.
—¿Qué fue eso? ¿Qué hablaste con esa mina? —Candelabro
se sentó en su asiento y en lo que suspiró e hizo silencio unos
instantes. En voz baja decretó:
—Nada, fue una distracción... ya encontré al secuestrador.
—¿Qué? —Luciérnaga no pudo contener el tono de su voz.
Algunas caras los miraron.
—Shhh... —murmuró Candelabro— ¿sos boludo? Bajá la voz.
No, hacé una cosa, no hables más.
—¿Quién es?
—Ya te voy a decir —Candelabro le esquivó la mirada y la dejó
caer en la ventana, el aliento de su voz empañó aún más los vi-
drios—, qué pesado...

El colectivo llegó por fin a Nueva Pompeya y ahí fue cuando

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• EL SILOGISMO DE DANTE •

la morocha se puso más atenta con el recorrido. Los centinelas


también. Pronto tocó el botón y se acercó a la puerta del medio.
El borracho también, pero a la tercera, a la del fondo. Entonces,
cuando escucharon el chirrido una vez más, Luciérnaga instinti-
vamente quiso levantarse pero Candelabro lo detuvo tomándolo
de la rodilla. Le hizo un gesto con la otra mano para que espere.
Las puertas se abrieron, y tras el soplo de la brisa, adolescente y
borracho bajaron cada uno por su lado. Candelabro no los vio, se
quedó fijo con el conductor, y en lo que éste último estuvo a punto
de volver a pisar el acelerador, Candelabro se paró abruptamente y
gritó “Parada por favor”.
—Vamos —le dijo a su compañero y bajaron del colectivo.
Una vez abajo, Luciérnaga vio atónito algo que no esperaba,
algo que lo desencajó. La supuesta víctima y su secuestrador to-
maron caminos separados, y mientras veía como la espalda de éste
último se alejaba tranquilo por la derecha, explotó.
—¿Vos me estás jodiendo? ¿Y ahora que mierda hacemos?
—¿Qué pasa?
—¿Cómo qué pasa? ¿Estás ciego? ¡Ese no era el secuestrador!
—Bajá la voz...
—¡Ese no era! ¡Lo perdimos! —Luciérnaga dio una vuel-
ta sobre sí mismo y se golpeó fastidioso las piernas. Lo miró a
Candelabro, iracundo— ¡La puta que te parió! Soberbio de mier-
da... sabía que no podía confiar en vos.
—Che, imbécil, son dos secuestradores.
—¿Cómo? —toda su ira se desvaneció en esa pregunta.
—Sí, vamos. Hay que seguirla.
La chica se alejaba apurada mientras que los centinelas la se-
guían rezagados. Guardaban una distancia prudente y la veían a
más de cincuenta metros de distancia. A excepción de ellos, no
había un alma en toda la cuadra. Luego cruzaron la calle y en-

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• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

tonces sí, en la próxima cuadra apareció alguien. Una persona os-


cura, caminando en dirección contraria y bien pegado a la pared.
Caminaba muy despacio, apoyándose en su bastón. ¿El viejo? —se
preguntó Luciérnaga mientras que un tirón de su brazo lo deses-
tabilizó. Candelabro lo había corrido de la calle y ahora se escon-
dían detrás de un contenedor de basura. Así vieron toda la escena.
Cuando la chica lo cruzó sucedió el inminente ataque sorpresa.
El viejo alzó su bastón en lo alto y lo dejó caer en un golpe seco y
contundente. La chica gimió tras el impacto en la cabeza y cayó
inconsciente en sus brazos. Después la levantó, acomodándosela
en su hombro como si fuese un animal herido, y siguió cami-
nando. Los centinelas tuvieron que girar sobre el contenedor de
basura para que el secuestrador no los viese y, en lo que ganaron la
posición, Candelabro vio que a Luciérnaga se le salían los ojos de
la rabia. Le apretó la muñeca.
—No hagas nada. Hay que dejar que se la lleve.
—¿Cómo te diste cuenta que eran dos? —preguntó Luciérnaga,
sin despegar los ojos del secuestrador.
—Por las señales...
—¿Qué señales? —se volteó hacia Candelabro, y éste último
suspiró.
—El viejo le hizo dos señales al borracho y por eso me di cuen-
ta de que trabajaban juntos. La primera fue una señal positiva,
cuando el viejo se tropezó en realidad no se tropezó, fue un truco
para marcar a la que quería. Golpeó el piso dos veces con su bas-
tón y así le dijo al otro que quería a la segunda, a la de la ventana.
Y la otra fue negativa, cuando la chica que estaba contra el pasillo
se paró, él se dio vuelta y se persignó, confirmando con la señal de
la cruz que no quería a esa.
—Claro... ¿y por qué te paraste?
—Para confirmar si tenía razón. Mirá, cuando el viejo entró

144
• EL SILOGISMO DE DANTE •

y siguió por el pasillo vi que algo brillaba en su pecho, algo que


me había parecido un símbolo judío pero que no había llegado a
verlo bien. Necesitaba confirmarlo y sacarme la duda, porque los
judíos no se persignan, y por eso me paré. Cuando lo vi de cerca
efectivamente sí, tenía un Jai colgando. Y también aproveché para
ir hasta el fondo y ver al “borracho”, él también estaba actuando.
No tenía ni los cachetes ni los ojos rojos.
—Mierda... —respondió Luciérnaga, asombrado— ¿y ahora
que va a pasar?
—Se van a juntar los dos y se la van a llevar a su escondite.
—¿Escondite?
Candelabro hizo silencio, mirándolo fijamente:
—¿Vos sabés lo que es un silogismo? —Luciérnaga negó con
la cabeza— Es así: por un lado tenemos a un judío que por apa-
riencia parece tener plata, y por el otro, a un vago de la calle que
claramente no. Ahora, ¿en qué mundo dos personas tan distintas
se pueden unir para trabajar juntos? —Luciérnaga hizo silencio—
En el mundo de la mafia, ¿y qué es lo que buscan? Chicas lindas
y menores de edad. Si unís todo eso te da un solo negocio, la trata
de...
—No lo digas —interrumpió Luciérnaga, pálido. Sus labios
empezaron a moverse pero sus ojos no, en ellos volvió a clavarse
la espalda del secuestrador. Cuando por fin se despegaron, cual
bestia al acecho resolvió:
—Vamos, no hay tiempo.

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CAPÍTULO 9

LA FUERZA DEL AMOR

Al llegar a la próxima esquina, el viejo se detuvo de golpe. Hizo


un esfuerzo para acomodarse a la chica en el hombro y alzó bien
alto la mano. Entonces, una sombra apareció del otro lado de la
vereda alzando la suya.
El borracho, ya cómplice confirmado, cruzó y se puso a estu-
diar a la chica de cerca. El viejo le dijo unas palabras y sin perder
tiempo volvió a acomodársela. Con un gesto de su cabeza siguie-
ron caminando. Al final de la cuadra, doblaron a la izquierda.
Salieron a una calle fantasma, una consumida por tinieblas y
azotada por la brisa del invierno. La niebla cercaba el camino,
formando pequeños remolinos en las cloacas, y los secuestra-
dores la atravesaron encogidos y apurados. Poco a poco fueron
haciéndose uno con el humo, se embriagaron de violeta, y cuan-
do sus cuerpos perdidos se encontraron con un poste de luz, éste
iluminó una fachada y se detuvieron frente a ella.
Era un edificio en ruinas, y por su aspecto parecía más un
búnker improvisado que un edificio tradicional. Tenía las pare-
des revestidas con ladrillos sólidos y las ventanas, a pesar de estar
sin vidrios, tapadas por un sinnúmero de tablones de madera.
A su vez, el deterioro del mismo estaba a la vista. La puerta de
entrada era un portón de chapa viejo y oxidado.

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• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

El cómplice se acercó y tocó tres veces. Luego, una pequeña


rendija del portón se movió y unos ojos inquietos aparecieron.
—¿Quién es?
—Nosotros —se acercó y le murmuró algo a los ojos.
La rendija se cerró y unos movimientos apurados resonaron
contra la chapa. La traba de la puerta se destrabó y por lo pesada
que era se abrió muy lentamente. Rechinaba con lúgubre pacien-
cia, y cuando finalmente reveló su infinita oscuridad, unas manos
igualmente oscuras tomaron a la chica y se la llevaron. Todo su-
cedió en cuestión de segundos, fue como si un agujero negro se
la hubiese tragado, y antes de cerrar el portón las mismas manos
le entregaron un sobre de madera a cada uno. La chapa se cerró a
cal y canto y expulsó a la brisa, que impactó directamente contra
las caras de los secuestradores. Abrieron los sobres y, contando su
parte, se saludaron tomando caminos separados.
—¿Y ahora? ¿Cómo hacemos? —preguntó Luciérnaga detrás
de una pared en la esquina. Candelabro, al lado suyo, contestó:
—Ahora nos dividimos. Vos andá con el viejo y yo voy con el otro.

Una cuadra más adelante, cuando el viejo ya se había metido


los billetes en los bolsillos de su saco y había tirado el sobre al piso,
escuchó unos pasos apurados. Se volteó impasible, aferrándose a
su bastón, pero se tranquilizó cuando confirmó que era solo un
adolescente. Sin embargo, éste último se había detenido frente a
él, a menos de dos metros, y le clavaba una mirada furtiva. El viejo
se inquietó.
—¿Se te perdió algo?
—No sé, decime vos... —Luciérnaga miró al piso, y su cuello
apuntó al sobre madera— ¿eso no es tuyo?
—No... buenas noches.
—¿Cómo que no? Dale, contame, ¿cuánto te llevaste hoy?

148
• LA FUERZA DEL AMOR •

—¿Qué? —respondió el viejo, sobresaltado— Me parece que te


estás confundiendo...
—No... vos te estás confundiendo. ¡Te agarré viejo choto! —el
silencio enmudeció la cuadra, y mientras el viejo lo miraba perple-
jo, su perplejidad cedió frente a una sonrisa maliciosa. Negó con
la cabeza y le hizo frente a los ojos de Luciérnaga que lo miraban
con un odio descomunal. Agitó su bastón y lo golpeó contra su
otra mano, simulando a un garrote.
—Dale, vení... vení pendejo desubicado.
Levantó fervientemente su bastón con ambas manos y apuntó
directo al cráneo, pero Luciérnaga fue más rápido. En una esto-
cada profunda y lumínica, el centinela se proyectó y le hundió el
codo en la boca del estomago. El viejo abrió la boca, gimiendo, y
mientras su bastón rodaba por las baldosas, cayó pesado de espal-
das. Luciérnaga se agachó y lo tomó de la camisa.
—¿Las tienen a todas ahí?
—¿Qué fue eso?
—¡Respondé! ¿Las tienen a todas ahí?
Luciérnaga seguía clavado en sus ojos, y mientras más los veía,
más los odiaba y más crecía su frenética ansiedad. Entonces los
vio cambiar de color. El viejo parpadeó y un destello rojizo man-
chó sus pupilas. Sonrió:
—¿A quién buscás? Nunca la vas a encontrar... —aquellas, pala-
bras, infames e intrusas, penetraron y llegaron hasta lo más recón-
dito de su alma. Luciérnaga quedó en blanco.
El viejo volvió a reírse y sus risas lo trajeron de vuelta, pero
Luciérnaga lo hizo con la cólera de quién vuelve de las mil y un
pesadillas. Le encajó una piña fuertísima, rompiéndole la nariz, y
se aferró al cuello de su camisa para asegurarse de que no se vol-
viera a caer. Lo trajo para sí y le encajó otra, y otra, y otra. Todas
las necesarias para desfigurarlo, pero no para borrarle su horrenda

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• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

sonrisa, que seguía ahí, impregnada a los hilos de sangre y lanzan-


do espasmos de risas débiles pero todavía incesantes.
Cuando se quiso dar cuenta las risas habían parado. Sus manos
ensangrentadas soltaron la camisa y aturdido se dio cuenta de que
ya no respondía. Súbitamente, un grito lo desencajó. Vino del otro
lado de la manzana y se repitió varias veces. Luciérnaga corrió
hacia allá con el corazón pasado de revoluciones.
—¡Aaaarrrgghh! ¡Por favor pará! —gritaba el cómplice del vie-
jo mientras se le calcinaban las piernas. Candelabro suspiró, y al
chasquear sus dedos, el aro de fuego desapareció. Su víctima cayó
al piso y se miró las rodillas, espantado vio cómo sus huesos so-
bresalían de entre la carne quemada.
—Sigo esperando su nombre...
—¡No lo sé! ¡Te juro que no lo sé! ¡Nadie lo conoce! ¡Ni Walter!
—¿Quién es Walter? —preguntó Luciérnaga al llegar.
—El líder de su bandita, el dueño de la cueva que vamos a ir
ahora. Pero quiero que me diga algo más, quiero saber quién está
atrás de todo esto.
—Te juro que no sé... —dijo lastimoso, lloraba— por favor, yo
no sé nada más... soy nuevo acá.
—Che —Luciérnaga se volteó hacia Candelabro—, ¿te dijo
algo de las demás? ¿Están todas acá?
—Sí. Vamos a buscarlas. Agarralo de ese lado que lo necesitamos.
—¿Por?
—Tiene que poner la cara y decir la contraseña.
Cada uno lo tomó de un hombro y lo arrastraron por la manza-
na. En el camino Candelabro le preguntó por la información del
viejo y Luciérnaga se limitó a negar con la cabeza y decir que “él lo
había provocado”. Candelabro lo miró y no dijo nada más, simple-
mente lo puso al tanto de la información que había conseguido:
le dijo que a donde estaban yendo era una fábrica abandonada

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• LA FUERZA DEL AMOR •

que hacía menos de un año la mafia la había tomado. También le


reiteró que todo el edificio y la zona en general estaban a cargo de
un tal Walter y que adentro iban a tener que ser muy cuidadosos,
ya que los esperaban unos cuantos.
—Llegamos —dijo Candelabro y palmeó el hombro del re-
cientemente incinerado—, decí la contraseña y asegurate de que
se te vea bien la cara.
—Después me dejan ir, ¿no? —contestó, inseguro.
—Obvio, yo no soy como mi compañero —le regaló una son-
risa sobradora a Luciérnaga.
—¿Quienes son ustedes?
—Eso no importa, hacé lo que te digo.
Los centinelas lo arrastraron cautos hasta el portón, y ahí mis-
mo lo pusieron de pie. Pegados a las vigas de la chapa, y fuera del
campo visual de la rendija, Luciérnaga y Candelabro esperaron a
que el cómplice hiciera su parte. Éste último tragó saliva, receloso
de actuar, pero luego de mirar hacia abajo y encontrarse con que
sus rodillas temblaban del dolor y de la falta de equilibro, se deci-
dió. Tocó tres veces la chapa.
—¿Quién es? —preguntaron los ojos.
—Soy yo —se acercó y murmuró la contraseña: —“Blanca
Navidad”.
La rendija se cerró y del otro lado volvieron a escucharse ruidos
apurados. La puerta se destrabó, y en lo que terminó de abrirse, la
oscuridad del interior se encontró con algo más que con la cara de
un simple cómplice, se encontró con la cara de un ser aterrado, y
con una potente llamarada iluminándolo desde atrás.
—¿Qué carajo? —llegó a decir el guardia de la puerta, y su
cuerpo se chocó con el del cómplice. La llamarada los alcanzó y
los abrazó con su círculo ardiente y mortal.
Los centinelas irrumpieron en el edificio.

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• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

Adentro todo era oscuro, pero como el fuego aún quemaba pu-
dieron ver algunas cosas de la planta baja. En el medio, y encerra-
das entre varias columnas, había unas cajas de madera desparra-
madas. De frente, y al final de un corto pasillo, un ascensor y unas
escaleras de emergencia les llamaron la atención. Más cuando es-
cucharon pasos atropellados. Unas sombras se asomaron por las
escaleras y al crujir del fuego ardiente se escucharon unos gritos y
unas armas recargando.
—¡A las columnas! —gritó Candelabro. Corrieron hacia ellas
antes de que pudiesen vaciarles los cargadores. Las balas se per-
dieron en la oscuridad y en el fuego, y mientras algunas impac-
tababan contra la columna resquebrajando el yeso, Luciérnaga le
dijo a su compañero:
—Cuando frenen, cubrirme.
—¿Qué vas a hacer?
—Voy a cruzar al otro lado.
Se mantuvieron inmóviles detrás de la columna hasta que
el silencio de la recarga los llamó. Luciérnaga se volteó hacia
Candelabro y le dijo “¡Ahora!”. Acto seguido su cuerpo se iluminó
en una fracción de segundo y de igual forma cruzó toda la plan-
ta baja hasta quedar detrás de la pared del pasillo de donde le
estaban disparando. Candelabro aprovechó semejante distracción
luminosa y contraatacó.
Fue la imagen del mismísimo infierno. Otra llamarada se había
desatado, aunque mucho más grande y destructiva que la anterior,
y cuando las sombras por fin dejaron de gritar, Luciérnaga se aso-
mó al pasillo y las encontró momificadas. Solo unas pocas habían
sobrevivido, las que se habían replegado a tiempo, y éstas ahora lo
apuntaban con rabia a la cabeza. Pero Candelabro se anticipó y,
antes de que apretaran los gatillos, se aseguró de que ellas también

152
• LA FUERZA DEL AMOR •

gritaran. Volvió a chasquear los dedos y cayeron como sacos de


cenizas.
—De nada —dijo Candelabro esbozando su clásica sonrisa
presuntuosa. Luciérnaga lo miró atónito frente a tanto poder.
Luego vio como una bala pasó muy cerca de Candelabro, im-
pactando de lleno contra la columna, y éste volvió a posicionarse
detrás de ella.
—¿Qué pasa acá? —preguntó desafiante quién recién había
disparado. Sus otros compañeros, cuatro en total, miraron horro-
rizados hacia el piso y recargaron. Para cuando levantaron la cabe-
za, un resplandor amarillo ya los había encandilado.
Luciérnaga saltó hacia ellos con el puño iluminado y en cinco
golpes secos y contundentes los eliminó. La luz se apagó y el si-
lencio volvió a encontrarse con el crujir de las llamas.
—Bien... —siguió Candelabro— pero te faltan unos cuantos
más para alcanzarme.
Luciérnaga lo miró agitado, buena parte de su ser hubiese que-
rido sonreírle y desafiarlo, pero las pesadillas en su cabeza fueron
más y por eso terminó dándole la espalda. Subió las escaleras.

15 de julio de 1996, medianoche


Arriba comenzó el verdadero horror. Desde las paredes Luciérnaga
escuchaba gemidos débiles y perdidos en la oscuridad. El centinela
siguió caminando, solapado, y cuando llegó hasta el halo de luz que
cortaba el pasillo a la mitad, ahí las descubrió.
Estaban metidas en pequeñas celdas, amontonadas, y por el
aspecto nefasto de sus ojos y de su piel, se notaba que estaban
drogadas. Luciérnaga trastabilló, se asustó al entender que una de
ellas podía ser Sol. Sus zapatillas se precipitaron contra el piso y

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• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

los barrotes de las celdas también. Vibraron al unísono. El ruido


las sacó de su trance y volvieron a su aún más oscura realidad.
Rompieron en llantos y gritos agónicos, y aunque Luciérnaga in-
tentó calmarlas con un gesto de sus manos, todo movimiento de
su parte fue en vano. Tenían los ojos idos hacia arriba y temblaban
del pánico.
De improvisto, un grito autoritario las calló. Luciérnaga levan-
tó la cabeza y vio a una sombra apuntándole al final del pasillo.
Quiso hacerle frente, pero en el momento que iluminó su cuerpo
recibió uno, dos, y tres balazos. La sangre se esparció en su pecho,
y cayó boca abajo.
—¡Buena jefe! —dijo otra sombra que acababa de llegar.
—¡Pará! ¿Vos viste cómo se iluminó?
—¿Iluminó?
—Sí, ese pibe...
Luciérnaga perdió la conciencia.

Al rato despertó. Entreabrió los ojos y para sorpresa suya se


encontró con un pasillo distinto al que había estado. Ya no había
tanta oscuridad, ahora distinguía con claridad al gris de los ba-
rrotes y las caras de las chicas que encerraban. Ellas lo miraban
con asombro, estupefactas, y aunque el efecto de las drogas seguía
entorpeciéndoles la vista, igual no dejaban de observarlo por nada.
Entonces lo entendió. Lo que iluminaba el pasillo era su propio
cuerpo, y era su luz lo que las atraía.
—¿Ya te curaste? —preguntó Candelabro. Luciérnaga lo miró
confundido y asintió— Bien. Sol acá no está, la deben tener arriba.
—Vamos.
—No, vos quedate acá.
—¿Qué? Ni en...
—Es un tema estratégico —sentenció Candelabro—, arriba

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• LA FUERZA DEL AMOR •

nos están esperando atrincherados y a lo primero que vean le van


a disparar. Tu corta distancia no sirve ahí.
—¿Y qué mierda hago entonces?
—Nada, quedate en este piso y liberá a las que están acá.
Después esperá mi señal.
—¿Qué señal? —Candelabro no le respondió, ya le había dado
la espalda y ahora caminaba decidido hacia el final del pasillo.
Subió las escaleras y Luciérnaga volvió a quedarse solo, solo con
las víctimas, que volvieron a agonizar.
No perdió más tiempo e iluminó su puño, no sin antes sorpren-
derse de la cantidad de energía espiritual que aún le quedaba, y
uno a uno fue rompiendo los cerrojos de las celdas. Rápidamente
las más lucidas comprendieron que estaba sucediendo lo impo-
sible, estaban acariciando la libertad, y en un llanto de moribun-
da alegría contagiaron a las demás. Salieron desesperadas de sus
jaulas, chocándose entre ellas y arrastrándose por el pasillo con la
fuerza de sus uñas mientras Luciérnaga les decía una y otra vez
por donde debían bajar.
Cuando fue el turno de las últimas, arriba se desató un nue-
vo tiroteo. Las que todavía no habían bajado convulsionaron del
miedo y Luciérnaga detuvo su accionar para mirar ansioso las es-
caleras. De ahí venían los gritos, los pasos apurados, las balas, y
también aquel manto naranja que teñía las paredes y evidenciaba
la férrea resistencia de su compañero. Aquello era una caldera des-
comunal, quemando y arremolinando todo lo que había a su paso,
pero entonces y, paulatinamente, ésta empezó a perder intensidad.
El fuego cedió, transformándose en humo, hasta que finalmente
desapareció. Quedó aplacado por un silencio total.
Luciérnaga se acercó receloso hasta el final del pasillo. Y en los
escalones de las escaleras se encontró con el peor de los presagios:
por ellos caían litros y litros de cenizas en forma de negras cataratas.

155
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

—Siempre yo eh... pajeros —dijo el mismo que le había dis-


parado a Luciérnaga y que ahora sostenía una manguera entre
sus manos. Candelabro yacía en un charco de agua y desangraba
profundamente, lo habían fusilado de arriba abajo. Luciérnaga,
escondido, contó quince en total.
—Bueno Walter, por algo sos el jefe —dijo uno de los que tenía
al costado. Walter tiró la manguera y aplaudió con intensidad.
—¡Che, muevan el culo! ¡Hay que arreglar este quilombo!
¡Ustedes! —miró a un grupo de cuatro— ¡Vayan a ver a las de
abajo!
Luciérnaga se desesperó. Cuatro tipos armados empezaron a
caminar hacia él y tuvo que agacharse unos cuantos escalones más
para que no lo vieran. El tiempo se agotaba, cada vez estaban
más cerca, y en un último y exasperado recorrido de sus ojos se
encontró con los de Candelabro. Ahora, para su sorpresa, éstos
estaban abiertos. Una aura rojiza y casi imperceptible los cubría y
ellos le indicaron rápido lo que tenía que hacer. A tres metros de
las escaleras y a dos del tipo que tenía más cerca había una navaja
tirada en el piso.
—¡Qué carajo! —dijo el que iba primero. Un bulto dorado los
sorprendió, y tras rebotar contra el piso, tomó a uno de la ropa.
—¡Che, Walter! —el líder se volteó. Luciérnaga había tomado
de rehén a uno de los suyos y ya apretaba la navaja contra su cue-
llo— ¿Qué te parece un trato? Yo te lo devuelvo si vos dejás ir a
las de arriba.
El piso entero se llamó al silencio y por unos segundos no se
escuchó más que la garganta nerviosa de quien tragaba saliva y se
raspaba contra el filo de la hoja. Walter estalló en risas.
—¿Ese te parece un trato? —negó con la cabeza— No tenés
idea lo que valen esas pendejas. Matalo.
—¿Qué?

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• LA FUERZA DEL AMOR •

—Lo que escuchaste. Matalo.


—Jefe... por favor... —gimió el que estaba de rehén— tengo
esposa, hijos... vos los conocés.
—¡Vos callate la boca!
El rehén siguió, y mientras más suplicaba, más enfadaba a
Walter. Luciérnaga tenía una bomba de tiempo entre las manos,
y con el correr de los segundos comprendió que su plan había
fallado. Miró a su alrededor, desesperado, y se encontró con que
no había salida. El resto de los mafiosos también habían empe-
zado a reírse y tras un gesto del líder, todos levantaron sus armas.
Se escuchó el ruido de las cargas, el rehén gritó despavorido, y
Luciérnaga rezó. Por primera vez rezó.

—Esto que te voy a decir ahora es muy peligroso —dijo


Facundo—, usalo cuando no te quede otra, cuando estés atrapa-
do y estés dispuesto a jugártela. Mirá, hasta ahora te enseñé que
podías usar tu energía espiritual si la concentrabas en un punto y
después la soltabas, ¿no? —Rafael asintió— Bueno, también po-
dés usarla soltándola toda de una.
—¿Cómo?
—Claro, en lugar de concentrarla en un punto de tu cuerpo,
acá tenés que llevarla a todos a la vez, y soltarla al mismo tiempo.
Así generás una gran explosión —Facundo vio que lo miraba con
asombro y entonces negó con la cabeza—, pero es muy peligroso...
—¿Por qué?
—Porque tu cuerpo no lo aguantaría. Ningún cuerpo está pre-
parado para aguantar una descarga así. Además, si sobrevivís, te
quedarías con cero reservas. Acordate, si la usás, que sea tu último
recurso...

A Luciérnaga lo trajo devuelta el rehén, que seguía suplicando

157
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

decadentemente, y esta vez quien tragó saliva fue él. Se escondió


detrás de su espalda y vio como la pistola de Walter y las de los
demás los apuntaban. Luciérnaga comenzó a iluminar su vientre,
primero despacio y de manera intermitente. Un núcleo dorado
se consolidó y cuando los hacés de luz comenzaron a fugarse de
sus ojos y de su boca, el resto se dio cuenta, pero demasiado tarde.
Walter gritó “¡Disparen!” Pero Luciérnaga ya había explotado.
Fue un solo e incontrolable resplandor. Todos gritaron al uní-
sono y tras ser alcanzados y desintegrados por la luz, ésta acabó
con los tablones de las ventanas y se escapó por todo el edificio.
Candelabro fue el único que sobrevivió, la gracia del elemen-
to así lo dispuso. Cuando por fin se recuperó, vio el cuerpo de
Luciérnaga tendido en el piso y se le acercó. Sus heridas, que aún
no habían terminado de sanar, se fueron abriendo a cada paso que
daba, pero el asombro lo hizo seguir. No podía entender cómo
había hecho semejante cosa. Ya no quedaban rastros ni de sangre
ni de cenizas. Había sido un acto divino, la limpieza de un ángel,
y cuando lo alcanzó se persignó. Su corazón había dejado de latir.

Una oscuridad total lo invadió. Luciérnaga solo veía negrura


hasta que un pequeño punto blanco lo sorprendió. Caminó va-
gamente hacia él, y así comprendió que no era un punto sino un
túnel. Un portal al otro mundo. Tres personas aparecieron del otro
lado y una, la que estaba más cerca, lo llamó con una palabra que
lo estremeció.
—Hola, hijo... —era su madre, igual a como la recordaba.
Entonces ella sonrió y sucedió algo mágico. En ese preciso instan-
te, con el gesto de sus labios, alivianó la angustia de toda una vida.
—Mamá... —y miró al que estaba atrás, era su padre. Lo miró
con desconfianza mientras él le devolvía la mirada con el rostro
circunspecto. Le dijo:

158
• LA FUERZA DEL AMOR •

—¿Seguro que estás listo? —Rafael dejó de caminar. Dudó y


buscó respuestas en su madre, que seguía mirándolo con la misma
dulzura que antes. Después miró un poco más allá y, donde el tú-
nel se ponía borroso, vio al tercero de ellos haciéndole señas con la
cabeza. Era un hombre extraño, calvo y vestido con ropas anaran-
jadas, un hombre que jamás había visto. Pero se sintió inclinado a
hacerle caso, y se dio vuelta.
Atrás se encontró con su cuerpo y la fábrica abandonada ya
muy distantes. Los vio como un recuerdo doloroso y perdido en
medio de la oscuridad. Nada más lejano de la luz blanca y celestial
que ahora lo bañaba y reconfortaba. Sin embargo, algo lo des-
encajó. Fue Sol, representándose ante él con su sonrisa ingenua
y maravillosa. Aquella anuló todo lo demás. Rafael comprendió
que si no regresaba ahora mismo ella no volvería a sonreír, y hasta
podría morir.
—No... tengo que volver —y así, cuando terminó de pronun-
ciar aquellas palabras, el portal poco a poco empezó a cerrarse.
Volvió a caer en la oscuridad y antes de que el túnel se volviese
irreconocible, creyó ver a las tres caras sonreirle.

—Pensé que estabas muerto... —dijo Candelabro, cuando


despertó.
—Yo también...
—Fue un suicidio lo que hiciste, ¿sos consciente de eso?
—¿Dónde está Sol?
—Arriba, vamos —Candelabro, que recién había terminado de
curarse, le extendió el brazo para que se levante. Luciérnaga se
apoyó en él y cuando tomó impulso con las piernas sintió un dolor
estremecedor. Cada fibra de su cuerpo había quedado destrozada.
Con mucho esfuerzo subieron las últimas escaleras. Salieron a
otro pasillo repleto de celdas y una a una Candelabro fue derri-

159
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

tiendo las cerraduras con su fuego. Las chicas empezaron a llorar


y a arrastrarse, y cuando llegaron hasta la anteúltima celda del
lado izquierdo, ahí la encontraron. Estaba perturbada por los gri-
tos de las demás.
—¡Sol! Ya está, ya se terminó —dijo Luciérnaga. Sol levantó
la cabeza con los ojos en blanco y llenos de lágrimas, asintió muy
lentamente. Cuando abrieron la celda ella cayó desplomada en
sus brazos.

Al salir del edificio se toparon con un puñado de vecinos, dos


patrullas de policía, y un camión de bomberos. Las chicas que
habían rescatado ya estaban envueltas en frazadas y descansaban
junto al camión. Candelabro vio que los policías habían empeza-
do a tomar declaraciones y por eso le hizo una seña a Luciérnaga
para que se fuesen rápido. Cargaron a Sol y doblaron en la esquina.
Candelabro se acercó hasta una cabina telefónica y Luciérnaga
se sentó con Sol en el cordón de la vereda. Seguía en un estado
de semi inconsciencia. La conversación telefónica fue muy breve
y cuando cortó se acercó hasta ellos.
—Ya hablé con Faro. Está viniendo a buscarlos.
—¿Y vos? ¿No venís?
—No... voy a caminar —y les dio la espalda.
—Che...
—¿Qué?
—Gracias —Luciérnaga le extendió el puño. —Me cagaste, al
final parece que se puede confiar en vos —por unos segundos no
dijeron nada, y después de que Candelabro se quedara viendo el
puño un tiempo más, sonrió y se fue. —Igual te gané... yo maté
más —Candelabro levantó la mano y se fue caminando.

Diez minutos más tarde apareció un Falcon blanco entran-

160
• LA FUERZA DEL AMOR •

do rápido por la cuadra. Se frenó ante ellos y de él se bajó Faro


apurado.
—¿Sigue inconsciente?
—Sí.
—Mejor, vamos —abrió la puerta de atrás y con delicadeza
ayudó a subirla. Sol se recostó contra el cristal de la ventanilla y
cuando Luciérnaga cerró su puerta, Faro aceleró.
—Me desobedeciste... otra vez —sus pequeños ojos se incrus-
taron en el retrovisor como dos interrogantes.
—Sí, perdón. Pasa que...
—Ya sé, no importa. Pero que no se te haga costumbre —
Luciérnaga vio una tenue sonrisa en sus arrugados labios y se
la devolvió. —Bueno, quiero tu reporte del caso para mañana.
Gracias a Dios que están bien...
—Sí.
—¿Rafael? —la sorpresiva voz de Sol enmudeció a los dos—
¿Rafael, sos vos?
Luciérnaga no sabía qué decir, miró rápido a Faro y él tampoco
supo qué responderle. Aunque después se aliviaron al notar que
todavía seguía alucinando. Sol babeaba contra la ventanilla y sus
ojos se encandilaban con la luz de los postes que cruzaban.

Cuando por fin llegaron a su departamento, Faro volvió a ba-


jarse para ayudar. Bajaron a Sol con la misma delicadeza que antes
y tras llegar hasta la vereda los saludó. Hizo rugir el motor de su
Falcon con un sonido ruinoso y ellos se quedaron solos frente al
edificio.
Mientras la cargaba sentía que las fibras de los músculos se le
desgarraban aún más. Sin duda, el hecho de haberse enfriado en el
auto había comprometido su motricidad. Le costaba muchísimo
llevarla hasta la puerta, ambos cuerpos le pesaban toneladas, pero

161
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

entonces cuando miró hacia arriba el dolor quedó en un segun-


do plano. En el balcón de Sol estaba su padre, tieso y reservado.
Fumaba sin gesticular y cuando avanzaron unos metros más, tiró
la colilla y entró rápido.

162
CAPÍTULO 10

LA FIESTA DE JULIÁN

20 de julio de 1996
—¡Chicas no saben! —dijo Vicky agarrando a sus amigas por las
muñecas— ¡Ayer me crucé a Martín a la salida del colegio!
—¿Y? ¿Qué pasó? —preguntó Cata.
—Nada, hablamos un rato y...
—¡Miren! —interrumpió Maru— ¡Volvió! —Sol estaba pa-
rada en la puerta del aula y las demás se voltearon. Había faltado
al colegio toda la semana, y salvo por unas cortas llamadas tele-
fónicas, no sabían nada más desde el secuestro. La vieron con el
rostro perdido, apagada, y en lo que Maru levantó la mano, Sol
reaccionó. Después Maru se volteó hacia sus amigas:
—Ninguna saque el tema eh, aunque sea por hoy.
Ni bien se sentó, Sol notó que había algo raro en el aire. Sus
amigas se esforzaban por sonreírle ante cualquier cosa y no pa-
raban de hablar de liviandades. Entonces ella aceptó tácitamente
aquel pacto y Vicky retomó su monólogo. La escuchó hablar de
Martín por más de tres minutos y ya su atención, o mejor dicho
su intriga, se fue para otro lado.
Giró hacia atrás y miró directamente al asiento vacío de Rafael.
Ella sabía que todavía no había llegado, aquello fue lo primero

163
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

que había visto cuando puso un pie en la puerta del aula, pero
igual no podía dejar de buscarlo. La madera del pupitre la llevó
hacia otro lugar, hacia uno muy lejos de las voces de sus amigas y
muy cerca de la oscuridad. Ahí el terror era pesado, asfixiante, y ni
la brisa que entraba por la ventana la podía ayudar. Escuchó unos
pasos elegantes y se volteó agitada.
Era Dante, lo vio acomodar su mochila en la silla y sentarse.
Después sacó uno de sus libros y se puso a leerlo, aunque apenas
leyó unos pocos párrafos. Dante sintió que lo observaban y cuan-
do levantó la cabeza vio los ojos azules de Sol como dos inquisi-
dores. La cosa empeoró cuando ella se acercó.
—Dante, ¿estuviste ahí el otro día?
—¿Ahí? ¿Dónde?
—Vos sabés... —hizo silencio— no me hagas decirlo, yo te vi.
Sol se detuvo en los rasgos de su cara y fugazmente los volvió
a ver, ocultos en las penumbras y tensionándose con los gritos de
las demás víctimas. Solamente los veía bien cuando de a ratos las
llamas lo iluminaban, llamas tan intensas y ardientes que la sofo-
caban, arrastrándola al infierno.
—Eh... no sé qué me estás diciendo —respondió incómodo
ante el trauma de su cara.
—¡No! Estabas ahí. Lo sé... y con Rafael.
—¿Rafael? —al instante reabrió su libro y suspiró— Imposible.
Yo no me junto con ese.
Entonces apareció el recién nombrado. Caminaba apurado ha-
cia su banco y con la cabeza gacha. La voz de Sol interrumpió sus
pasos.
—Rafa... —Rafael levantó la cabeza avergonzado. El contac-
to visual alcanzó para que confesase todo. Sol se acercó— ¿qué
hacías ahí el otro día? Te vi, estabas con Dante. —Rafael miró

164
• LA FIESTA DE JULIÁN •

a Dante y aunque ambos fingieron la misma cara, no pudieron


disimular la tensión de sus rostros. La profesora entró.
—Necesito saberlo —dijo Sol y volvió rápido a su banco.
—Buenos días alumnos.
—Buenos días Anita —respondieron al unísono.

La clase empezó con insoportable normalidad. Aunque vier-


nes, Anita nunca les daba tregua y pronto sus delirios literarios
atosigaron al aula. Escribió unas pocas palabras en el pizarrón y
sacudió su endemoniado corte carré durante los próximos veinte
minutos. Después siguió con la tarea: el capítulo del “Cantar del
Mio Cid” que tenían para hoy. Los alumnos sacaron el libro, algu-
nos de las mochilas y otros de abajo del banco; Anita conocía muy
bien la diferencia. Mientras pensaba en qué y a quién preguntarle,
los más vagos se escondían, hundiendo sus cuellos como tortugas
hasta que la mano alzada de Julián, una vez más, volvió a salvarlos.
—Señor Romero... qué raro que se ofrezca.
—Déjelo profe —dijo otro de los más estudiosos desde la pri-
mera fila—, hoy es su cumpleaños.
—¿Ah, sí? No me diga... —y se volteó hacia Julián con una
enorme sonrisa. — Feliz cumpleaños señor Romero.
—Gracias.
—¿Y cuántos cumple?
—Dieciséis.
—¡Uh ya se está poniendo viejo! —Julián esbozó una sonrisa
falsa— Dígame, ¿piensa festejarlo?
—No —la respuesta de Julián fue seca y contundente, tanto
que Anita casi se arrepintió de haberle preguntado. Pero siguió:
—¿Por qué no?
—Por que mis papás están de viaje.

165
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

—¿Es jodaaa? —gritó una voz desaforada del fondo— ¿Tenés


casa sola Julián? ¡Hacete una fiesta!
—No hay chances Guido. Mis papás vuelven el domingo y tie-
ne que quedar todo ordenado —entonces, ante su respuesta, los
alumnos comenzaron a mirarse entre sí y se destapó el bullicio.
—Si es por eso nosotros te ayudamos —arriesgó Vicky—, yo
no tengo problema en limpiar —de pronto Julián volteó hacia su
voz y se quedó mirándola. Esta vez esbozó una sonrisa genuina.
—Bueno, bueno —dijo Anita interrumpiendo la respuesta del
cumpleañero—, después lo arreglan eso... ahora sigamos con la
clase.
Muy a su pesar callaron y ella retomó la pregunta que había
quedado pendiente con Julián. Entonces, aquella efervescencia ju-
venil, la que recién había llenado de vida el aula, desapareció. Fue
reemplazada por las aventuras del español y los bostezos frente a
la lengua romance.

En el recreo, mientras Julián hacía la fila del kiosco para com-


prarse unos Flynn Paffs, una mano pesada se apoyó en su hombro.
Julián volteó despavorido.
—¡Ah! Sos vos... ¿qué pasa? —Guido le mostró sus dientes
chuecos en una pícara sonrisa— No, no voy a hacer la fiesta.
—¡Tenés que hacerla! Te conviene...
—¿Eh? No, no me conviene para nada —de pronto Guido lo
envolvió con un brazo y le susurró al oído.
—¿Cómo que no? Yo vi cómo la mirabas... si hacés una, Vicky
se va a poner contenta... y a lo mejor te da bola —al mencionarla,
los cachetes de Julián entraron en erupción.
—¿Qué? ¿Te parece? —Guido asintió— Bueno... ¿pero no la
podemos hacer en otro lado?

166
• LA FIESTA DE JULIÁN •

—No, sabés que no se puede... confiá, nosotros te ayudamos.


¡Uh! ¡Mirá! ¡Ahí viene!
Julián levantó la cabeza por encima del hombro de Guido y ahí
la vio, radiante, acercándose al kiosko con sus amigas. Mientras
ella se acercaba él sentía que su corazón se aceleraba, su turno en
la fila ya no le importaba, y cuando ellas por fin llegaron, por su-
gestión o anhelo de su estúpido corazón, por unos segundos creyó
que lo miraba. Después hicieron contacto y sonrió.
—Escuchame, la hacemos —terminó de susurrarle a Guido,
apurado—, ¿pero quién la organiza? —Guido suspiró y rió más
fuerte. Luego, movió su cabeza como confirmándose a sí mismo.
—Me extraña Juli, dejáselo a papá.

Al mediodía Guido salió a organizar la fiesta y se pasó prácti-


camente todo el almuerzo haciendo eso. Después regresó al co-
legio con una sonrisa triunfal y tras contarle al cumpleañero las
novedades de su fiesta, acordaron en hacer el anuncio al resto de
sus compañeros cuando terminase el recreo.
La campana sonó y Julián estaba nervioso, él no era dado para
estas cosas, pero Guido sí, y rápidamente llamó la atención de
los demás. Se subió a un banco, no sin antes cerciorarse de que
la profesora aún no había llegado, y decretó a viva voz que hoy
había fiesta en lo de Julián. El aula empezó a vibrar, murmuraban,
y como el preludio de la excitación total, las caras perplejas fue-
ron mirándose una a una. Cuando llegaron hasta la de Julián, él
confirmó asintiendo tímidamente y el bullicio más ensordecedor
explotó. Las chicas se pusieron a secretear entre ellas rapidísimo,
los chicos a golpear sus bancos y a cantar canciones de cancha.
Guido miró a Julián y en lo que su cara iba de la felicidad a la
preocupación, él le guiñó el ojo y asintió.

167
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

A la vuelta del colegio, mientras Rafael caminaba pesado con


su walkman y pensando en la fiesta, vio un tumulto de vecinos
amontonados. Cruzó a la otra cuadra y entonces notó que lo que
los reunía era la televisión. Miraban con atención al político que
hablaba en los ocho televisores de la vidriera del local de electro-
domésticos. Rafael se sacó los auriculares.
—Yo no creo en esto del “Jefe de Gobierno” —dijo Cacho, el
diariero, de brazos cruzados—, esto lo inventaron para seguir cu-
rrando más.
—No te creas eh, mirá cómo está la ciudad. Necesitamos a un
tipo para que la controle como se debe.
—Sí, lástima que no controla nadie —dijo otro más—, son to-
dos unos ladrones.
—Habrá que votar al menos malo —dijo Cachó con ironía.
Luego suspiró y todos voltearon de nuevo hacia la televisión.
Rafael también. Y en lo que el candidato se expresaba con soltura
ante las preguntas del periodista, él detecto un destello rojizo en
sus ojos. Incluso entre el cristal de la vitrina y el lente de la cámara
pudo ver, en plena gestación, aquella semilla del mal.
—Che tiene sentido lo que dice —arrojó uno que hasta ahora
no había hablado—, puede que lo vote...

Cuando por fin llegó a su casa sacó las llaves de la mochila y al


instante escuchó los ladridos de Arturo resonando desde adentro.
Le sorprendía siempre la agudeza de su oído, con tan solo rozar el
metal de las llaves con el del cerrojo, ya se abalanzaba a la puerta.
Entró, lo saludó con unas palmadas en la cabeza, y fue hasta la
cocina. Moría de hambre.
—Hola abuela... ¿qué hacés mirando a ese tipo?
—Ah, hola Rafa —dió un sorbo largo a su mate y despegó los
ojos de la televisión. — ¿Y a quién querés que mire, che?

168
• LA FIESTA DE JULIÁN •

—Sí, ya sé, ya sé —respondió desinteresado mientras veía qué


había en la heladera. Suspiró y sacó la leche. Luego abrió la ala-
cena y se sentó con un bowl de cereales en la mano y la leche en
la otra.
—¿Puedo cambiar?
—Sí, cambiá.
Rafael cambió de canal y con una sonrisa enganchó justo la
apertura de “Alf ”. Por más de veinte minutos estuvieron mirando
y riéndose de los chistes del extraterrestre, hoy era otro de esos ca-
pítulos en los que finalmente iban a hacer contacto con Melmac.
Pero de nuevo, en los últimos minutos algo ocurrió y el contacto
se frustró. Rafael le cedió el control a Josefa.
—Tomá abuela, poné lo que quieras.
—No, apagá, apagá. Ahora me voy a hacer las compras.
—Menos mal —Josefa lo miró con ojos fulminantes y él los
apaciguó con una sonrisa—, che, abuela...
—¿Qué pasa?
—¿Hay ropa para salir acá?
—¿Ropa para salir? —Josefa frunció el ceño.
—Sí. Tengo una fiesta hoy, un cumpleaños, y no tengo nada.
—Un cumpleaños... ¿va Sol? —la pregunta lo avergonzó y aho-
ra ella se rió.— Bueno, tenés que estar arreglado entonces. A ver...
ropa... ropa... ¡Ah!
—¿Dónde?
—En las perchas de tu armario hay ropa de Alejandro —al
escuchar su nombre, el rostro de Rafael se puso gris.
—No, dejá entonces —Rafael se levantó de la mesa y Josefa,
susurrando, negó con la cabeza.

Se hizo de noche en Almagro. La niebla empezó a merodear


las calles y en pocos minutos alcanzó la ventana de Rafael. El gas

169
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

chocaba contra el cristal y su silbido, débil pero constante, se ha-


cía escuchar desde adentro. Rafael despertó con mucha pesadez y
cerró las cortinas. Después fue a ducharse.
Tras el baño fue con la toalla en la cintura hasta el ropero, uno
antiguo de madera con una puerta grande y dos cajones abajo. Se
agachó y abrió los cajones. No tenía mucha fe de encontrar algo
útil, y así fue: solo encontró ropa vieja y polvorienta. Suspiró. No
le quedó más opción que abrir la puerta. Entonces se reencontró
con la ropa de su padre, la que había usado alguna vez. Sus ma-
nos fueron moviendo escrupulosamente las perchas y de pronto se
frenaron en seco ante una campera de cuero negra. Era perfecta,
lástima que le partencia a él. Rafael le sacó las manos de encima,
su rencor lo paralizó, pero por alguna razón no pudo dejar de
mirarla.

—Rafa... —dijo su abuela asombrada al verlo bajar las escaleras.


—¿Qué pasa?
—Nada... te pareces mucho a él —Rafael escondió la mirada y
en voz grave preguntó:
—¿Hay algo para cenar?
—Sí, pedí empanadas. Yo ya cené. Están en la cocina —Rafael
asintió satisfecho y fue a comer. Desde el living, Josefa preguntó:
—¿A qué hora es la fiesta? —Rafael miró el reloj.
—Más tarde.

—¡Que fiesta de mierda! —dijo Cata con los dientes apretados.


Habían sido las primeras en llegar y estaban muy bien arregladas.
Julián y sus amigos las miraban tímidamente en un living semios-
curo y plagado de globos de colores, gaseosas y bowls con papas
fritas.
—Esto es deprimente... —siguió Maru— ni alcohol hay.

170
• LA FIESTA DE JULIÁN •

—Tranqui chicas, es temprano todavía.


—Sol tiene razón... —dijo Vicky, y se tentó— falta todavía...
—¿De qué te reís Victoria? —demandó Cata.
—Ya van a ver...

El ruido del timbre las interrumpió. Vicky se volteó al instante


y Julián también. El último fue ansioso hasta la puerta.
—¿Quién es?
—Guido, abrime —su voz pasó nítida a través de la puerta, to-
davía no había música. Cuando Julián le abrió, sus ojos se cayeron
del asombro.
—¿Qué? ¿Qué es todo esto?
—¿Qué más? El chupi pibe.
Guido le hizo una seña a la camioneta que lo había traído y ésta
se fue. Entre las manos sostenía un cajón de cervezas y en el piso
había otras cuatro botellas más, también había botellas de bebidas
blancas. Había vodka, tequila, gin, y licores. Todos de segunda
mano. Guido siguió:
—Che, para mí que nos quedamos cortos —dijo acomodando
el cajón. —Dale, ayudame con esto que pesa. Después hacemos
la división.

Mientras tanto Rafael esperaba el subte en el andén. La línea A


estaba con demoras y por eso ya hacía quince minutos que estaba
sentado en aquel pequeño banco de cemento. Luego por fin escu-
chó el sonido estrepitoso del tren frenando y calcinando las vías.
El foco se agrandó entre las penumbras del túnel y tras cruzarlo,
en una ráfaga, el tren se detuvo.
Se notaba que era la línea más antigua de la ciudad. Su estado
era deplorable. Los carteles de las publicidades estaban despinta-
dos y otros machacados, los tubos y barandas de metal, oxidados, y

171
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

los asientos, que en algún momento habían sugerido comodidad,


hoy lucían sucios y resquebrajados.
Rafael miró con atención el amarillento cuadro del recorrido.
Se había subido en Castro Barros y todavía faltaban cuatro es-
taciones hasta Primera Junta, donde se tenía que bajar. El abu-
rrimiento lo dominó y se puso a observar a algunos de los pocos
pasajeros que viajaban con él. A su izquierda había un vagabundo,
profundamente dormido; la gente se alejaba de él con asco por su
mal olor. A su derecha, un hombre sostenía una maqueta pesada
sobre sus rodillas mientras que en frente un ciego, con lentes os-
curos y bastón, recitaba en voz baja una canción y seguía el ritmo
con el taco.

Al rato subió un chico que con mucha rapidez se puso a re-


partir, una a una, sus estampitas en las rodillas de los pasajeros.
Cuando llegó hasta las de Rafael, algo lo detuvo. Fue un sismo.
Las luces del vagón entraron en cortocircuito y, antes de que el
chico se cayera, Rafael lo sostuvo de la muñeca. En ese mismo
momento vio un espectro rarísimo emerger de la oscuridad del
túnel y pegarse a la ventana de la compuerta. Su sonrisa macabra
y violeta se impregnaba al cristal y cuando sus ojos conectaron
con los de Rafael, se asombró y desvaneció. El tren volvió a la
normalidad.
—Eh... soltame —Rafael bajó aterrado la cabeza y se encontró
con una cara peor que la de él. Soltó al chico y éste juntó sus es-
tampitas rapidísimo y salió del vagón.

Al llegar a Primera Junta, Rafael caminó rápido pero distraído


hacia la salida. Nunca antes había visto algo así. Necesitaba tiem-
po y espacio para digerirlo y por eso cuando volvió a la superficie

172
• LA FIESTA DE JULIÁN •

se quedó parado. Respiró bien hondo la brisa del invierno mien-


tras las caras apuradas lo cruzaban para subirse al último tren.
Todavía perturbado llegó hasta la esquina de la fiesta. Ya se
había metido en zona de casas bajas y ahora una pequeña, a cin-
cuenta metros, ensordecía a las demás con ecos de música pop.
Rafael tocó la puerta.
—¿Quién es? —preguntó la voz de Julián encima de la música.
—Rafael.
—¿Quién?
—Rafael, boludo. Abrime —Julián abrió la puerta y lo miró
sorprendido.
—Ah, Rafael... pensé que no venías, pasá —hizo un gesto con
su vaso de cerveza y lo invitó a entrar. Era una fiesta con todas las
letras. En el living había cuarenta adolescentes bailando sin parar
y tomando como si no hubiese mañana. La euforia se traducía en
los ojos de todos y mientras los suyos buscaban disimuladamente
a Sol, Julián le sugirió que fuese a la cocina a servirse algo. Volteó
hacia donde él le indicó y entonces la vio, vestida de negro y sa-
liendo de ahí con sus amigas.
—Rafa —dijo ella—, no pensé que ibas a venir.
—Yo tampoco —sonrió—, ¿qué están tomando?
—Licor de melón —Rafael miró por encima de sus vasos y no
pudo evitar náuseas frente a aquel verde flúor y artificial.
—No entiendo cómo toman eso...
—Yo no entiendo cómo te metés —contestó Cata—, nadie te
preguntó.
—Epa, está enojada tu amiguita.
—Y... muy bien no le caés... —Sol intentó esbozar una sonrisa
conciliadora.
—Somos dos... —selló Rafael.
—Che —siguió Cata—, buena campera, Travolta —Rafael

173
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

hizo oídos sordos y fue hasta la heladera. Abrió el freezer y cuan-


do su mano agarró una lata de cerveza helada, escuchó la voz de
Sol por detrás.
—No le hagas caso —le guiñó el ojo—, a mí me gusta tu
campera.
Sol dio media vuelta y se fue a bailar. Mientras tanto Rafael
miraba su espalda descubierta, el vestido era fabuloso, su piel de
porcelana resaltaba encima del negro y la convertía en una Venus,
en la reina de la fiesta. De tanto mirarla empezó a quemarse.
Se volteó y notó que aún sostenía la cerveza, y que la puerta del
freezer seguía abierta.
Diez minutos después cortaron la música. Uno del grupo de
estudiosos, íntimo amigo de Julián, lo empujó hacia el centro
del living y el resto rompió en aplausos. Ahí mismo lo espera-
ba Guido, su verdugo, parado arriba del sillón y con una mano
aferrada al Sol Azteca. La otra agitaba al público, excitadísimo, y
entonces al cumpleañero no le quedó más opción que cerrar los
ojos y arrodillarse ante él. El tequila cayó suave, derramándose por
las comisuras de sus labios y quemándole la garganta. Tras contar
hasta diez, Guido por fin paró.
—¡Feliz cumpleaños Julián! —y todos aplaudieron. Julián cayó
pesado contra los almohadones del sillón y mientras un hilo de
baba recorría su sonrisa, Guido se lo llevó a la cocina.
—¿Cómo estamos?
—Bien. Diez puntos. Creo que tengo aguante.
—¡Bien ahí! ¿Y? ¿Ya le hablaste?
—No... todavía no... —su sonrisa desapareció. Guido le acercó
una petaca de vodka y volvieron a tomar.

Al rato llegó Dante. Julián le abrió la puerta sorprendido y


Rafael, ni bien lo vio, se acercó apurado.

174
• LA FIESTA DE JULIÁN •

—Dejá, yo cierro —le dijo al cumpleañero. Julián se retiró ha-


ciendo pasos de baile.
—¿Qué pasa?
—Escuchame —Rafael bajó la voz—, recién, en el subte... creo
que vi un fantasma.
Aquella última palabra desencajó a Dante, que lo miró perplejo:
—¿Un fantasma? ¿Estás seguro? —su insistencia hizo titubear
a Rafael, y mientras pensaba, Dante continuó:
—¿De qué color era?
—Violeta.
—¿Seguro? —Rafael asintió. Dante se quedó en silencio por
unos segundos.— Después contale a Faro... y no se lo cuentes a
nadie más.

21 de julio de 1996, medianoche


La diversión continuó durante un tiempo más. La lista de cancio-
nes alcanzó su parte más movida y todos bailaron desaforados. En
tres oportunidades Julián se le acercó a Vicky, siempre nervioso, y
por cada frase que salió de su boca tuvo a Guido haciéndole muecas
por detrás. Después Guido desapareció, se llevó a una de las que
había invitado al cuarto de arriba y la fiesta se quedó sin su ani-
mador. Las chicas, mientras criticaban a las “rapiditas” que se iban
para arriba, secreteaban acerca de los chicos que esperaban que se
les acerquen. Dante, por su lado, se la pasó cabeceando débil y a
solas al ritmo de la música, de tanto en tanto tomaba una cerveza,
todo esto era demasiado para él. Por último, Sol y Rafael. Se la pa-
saron tomando en la cocina y las risas se extinguieron cuando ella
volvió a sacar el tema del secuestro. Rafael esquivó cuanto pudo las

175
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

preguntas, y justo cuando Sol estuvo a punto de enojarse, el timbre


los interrumpió.
Julián miró a todos desentendido y bajó la música. A esta hora
ya no faltaba ningún invitado. Uno arriesgó que a lo mejor se tra-
taba de la policía y que algún vecino pesado la había llamado por
ruidos molestos. Entonces Julián tragó saliva, fue hasta la puerta y
antes de hacer girar la manija se persignó.
—¿Quién es?
—Martín.
—¿Martín? —le preguntó Julián al resto. Vicky movió la ca-
beza en un gesto afirmativo y cuando Julián abrió la puerta se
encontró con algo peor que la policía. Eran los del Santa Teresita.
—Buenas... —dijo un morocho con ojos penetrantes y rasgos
de altanero. Detrás de él estaban los mismos que le habían pegado
aquella vez, a excepción de Alan Soriano— ¿cómo está la fiesta?
—¡Martín! ¡Viniste! —gritó Vicky de la alegría. El brillo de
sus ojos rompió en mil pedazos el corazón de Julián. Se quedó
paralizado.
—Obvio nena, te dije... che, ¿qué le pasa a éste? Dejanos pasar.
—No —respondió Julián, sorprendido de sí mismo—, ustedes
no pueden entrar.
—¿Cómo? —los ojos de Martín se clavaron en los suyos.
Ladraban. Julián temblaba, y los de atrás no podían contener las
risas. El grandote agitó sus manos y cuando estuvieron a punto de
empujarlo, una voz llegó desde adentro de la casa.
—¿Qué pasa acá? —preguntó Rafael prepotente. Atrás suyo
estaban Dante y Guido, el último con la camisa abierta.
—¿Éste es Machado no? —preguntó Martín a sus compañeros
y se tentaron de la risa.
—¡Sí, soy yo! ¿Y vos quién mierda sos?
—El primo de Alan, ¿te suena?

176
• LA FIESTA DE JULIÁN •

—¡Vas a terminar peor que en la plaza! —amenazó el grandote.


Éste se apretó los nudillos y Rafael se abrió paso a empujones
para hacerle frente. Las chicas gritaban mientras que Julián in-
tentaba calmarlos a todos con las manos abiertas. Fracasó. El más
flaco, el que todavía no había hablado, levantó una botella del piso
y Dante le clavó la mirada.
—Yo no haría eso si fuese vos...
La pelea estaba a punto de desatarse, la violencia era inminente.
Rafael empujó al grandote y Martín tomó a Guido por la camisa,
pero entonces un grito ensordecedor detuvo la acción.
—¡Paren! ¡Por favor! —suplicó Vicky, lastimosamente. Se vol-
teó hacia Martín— ¡Yo no te invité para esto!
—¡Vos callate pendeja! —su respuesta la sorprendió. Vicky en-
sanchó los ojos y comenzó a llorar.
—¿Cómo le vas a hablar así? —dijo Julián en un tono que ja-
más hubiese imaginado salvo en sus sueños.
—¿Qué te pasa a vos gordo de mierda? ¡Vas a cobrar!
Julián titubeó. Luego buscó respuestas en sus amigos y ellos le
indicaron que mirase hacia adentro de su casa.
—No... ustedes van a cobrar —y detrás de la puerta apareció
el resto del aula. Eran doce en total. Los ojos de Martín se que-
daron obtusos frente a tanta cantidad. Entonces empezaron a re-
troceder, lenta y dolorosamente, balbuceando venganza y siendo
silenciados por los gritos de los demás. Hasta las chicas gritaban, y
cuando el líder terminó de esbozar una última y maliciosa sonrisa,
dieron media vuelta y se fueron.

La música volvió, y lo hizo con la mayor excitación. Después


de haber realizado la hazaña de su vida Julián se puso frenético,
volvió a arrojar pasos graciosos y a tomar como un condenado.

177
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

Los demás hicieron lo mismo, salvo Vicky, y cuando él notó que


estaba sola y sentada en el sillón, tomó un trago más y se acercó.
—¿Estás bien?
—Sí... pero ¿cómo puede ser que siempre me equivoque?
¡Siempre! ¡Siempre me equivoco yo! —Julián sonrió, embriagado
de melancolía.
—Qué lástima que no te equivoques conmigo...
—¿Qué? ¿Qué dijiste? —sus ojos, aún cristalizados, vieron que
los de él la miraban con dulzura, luego se desestabilizó— ¡Julián!
—lo agarró por los hombros— ¿Estás bien?
—Vicky... hay algo que siempre quise... —y su cabeza se hundió
entre los almohadones. En ese momento empezaron a sonar los
lentos y Julián, antes de perder la conciencia, sonrió una vez más.

—¡Acá, estás! —dijo Cata al entrar al baño. Trabó la puerta.


—¿Qué hacés? —Dante la miró de arriba a abajo y por el vai-
vén de su cuerpo notó que estaba borracha.
—Nada... están pasando los lentos.
—¿Y eso qué? —Cata se acercó y quiso tomarlo de la mano, él
se la sacó.
—¿Qué pasa? ¿No te gusto?
—No.
Cata se puso a llorar, como un bebé.
—Pero, ¿por qué?
—Sos muy envidiosa —Dante la cruzó y quitó la traba.

En paralelo, Sol y Rafael seguían hablando en la cocina. El efec-


to del alcohol ya los había alcanzado hacía rato y por eso hablaban
y reían con soltura. Por inercia de sus cuerpos ambos empezaron a
acercarse y mientras Rafael no dejaba de pensar en como decírselo,
ella lo descolocó volviendo a sacar el tema del secuestro.

178
• LA FIESTA DE JULIÁN •

—En serio, me harías muy feliz si me contaras la verdad... yo


sé que estuviste ahí.
—Mirá —y sus dedos empezaron a jugar con el vaso de cerve-
za—, hay veces que es mejor no contar...
—No —interrumpió ella—, vos sabés que conmigo no van
esas cosas.
Sol se acercó y le bajó el vaso. Sus ojos azules se clavaron en los
de Rafael, sumergiéndolo en un océano. Siguió:
—Yo sé muy bien lo que hiciste esa noche, me salvaste... —se
acercó un poco más— ¿por qué?
—Porque te amo —las palabras se escaparon de sus labios.
Luego su cara se endureció—, te amo desde siempre.
—Lo sé... —ella sonrió y le sacó el vaso. Sus labios se encon-
traron. Fue un encuentro dulce y mágico. El tiempo en la cocina
se detuvo, y mientras se besaban escucharon la balada de fondo.
Gustavo Cerati cantaba “Trátame Suavemente”, y su voz sonó
más suave que nunca.

179
CAPÍTULO 11 (PARTE 1)

SIGUIENDO EL RASTRO
DEL FANTASMA

22 de julio de 1996
Adentro de la iglesia todo se desenvolvía con suma normalidad, el
padre Antonio daba comienzo a la misa y las familias hacían si-
lencio, sentadas donde siempre. Rafael, en lugar de mirar el rostro
concentrado de su abuela, miraba la espalda de Sol. Estaba unas
cuantas filas más adelante y en diagonal a él. Luego, Rafael volteó
a la izquierda y miró a los mellizos, sus profesores, el de Historia
y el de boxeo. Eran como el agua y el aceite. Ariel llevaba una
camisa celeste adentro del pantalón y su pelo estaba prolijamente
engominado hacia atrás; Facundo repetía los joggings de Huracán
y sus mechones, como siempre, se escapaban furiosamente hacia
los costados. Por último, al girar un poco más, terminó mirando
a Julián y a su familia. Los padres asentían alegremente mientras
que, y de tanto en tanto, le dedicaban una mirada fulminante a su
hijo. Julián se retraía avergonzado, pero aún así no se le borraba la
sonrisa. Era evidente que no se arrepentía de la fiesta.
Minutos más tarde, debido a la larga ausencia de Marco,
Jazmín de Acuña leyó la primer lectura. Caminó despacio por el

181
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

pasillo y cruzó miradas con el cura, a éste último le fue imposible


no devolverle una mirada compasiva. La vio pálida, más deterio-
rada que otras veces, pero con el ánimo de siempre.
Jazmín apoyó las manos sobre la Biblia y luego de dar las gra-
cias, leyó:

—1 Samuel 2:8: “Entonces Jesús fue llevado


por el Espíritu al desierto para ser tentado
por el diablo. Y después de haber ayunado
cuarenta días y cuarenta noches, entonces
tuvo hambre. Y acercándose el tentador,
le dijo: Si eres Hijo de Dios, di que estas
piedras se conviertan en pan. Pero Él
respondiendo, dijo: Escrito está: “No solo de
pan vivirá el hombre, sino de toda palabra
que sale de la boca de Dios”. Entonces el
diablo le llevó a la ciudad santa, y le puso
sobre el pináculo del templo, y le dijo...

Una toz agobiante la detuvo, prolongándose por unos segun-


dos. El padre y los de las primeras filas la miraron preocupados,
pero siguió:

—...si eres Hijo de Dios, lánzate abajo, pues


escrito está: “A sus angeles te encomendará”, y:
“En las manos te llevarán, no sea que tu pie
tropiece en piedra”.

Cuando terminó la misa, Rafael se acercó al retablo para ha-


blar con Antonio, aunque lo encontró ocupado y hablando muy

182
• SIGUIENDO EL RASTRO DEL FANTASMA •

seriamente con Salvador. Mientras atrás las familias se saludaban


alegremente, Rafael captó en el acto aquel choque de energías:
adelante no había lugar para las risas. Un aire opresivo revolo-
teaba y se justificaba en la cabeza agachada de Salvador. Antonio
le murmuraba y le enseñaba el crucifijo que colgaba de su pecho.
La conversación terminó cuando se persignaron y dijeron “Amen”.
Salvador se retiró y dio lugar a Rafael.
—Padre, tengo que decirle algo.
—Cuente. Un segundo, es sobre... —Antonio miró por encima
de su hombro y mientras verificaba si las familias ya se habían
retirado, Rafael asintió rápidamente. Se acercó.
—Sí. El otro día, en el subte, vi un fantasma.
—¿Una fantasma? —sus ojos diminutos se sobresaltaron.
—Sí.
—¿Y cómo sabes que viste eso?
—Porque me lo dijo Candelabro.
—Qué extraño...¿de qué color era?
—Violeta.
—Entonces no era un fantasma, era una entidad... los fantas-
mas son celestes... —contestó a modo de reflexión, más para sí que
para Rafael— ¿le contaste a algún otro centinela?
—No. Solo a él.
—Bueno... mejor —su rostro se ensombreció de golpe.
—¿Por qué?
—Porque a las entidades les seguimos el rastro en secreto. Mirá,
ahora me tengo que ir a un comedor así que hace una cosa, hoy,
venite cuarenta minutos antes de la reunión, ahí te voy a poner al
tanto de esto —Rafael asintió, el padre lo miró con seriedad—,
queda entre nosotros.

Anocheció en Buenos Aires. La oscuridad se adueñó de las

183
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

calles y hasta las mansiones de Barrio Parque quedaron atrapadas


bajo el negro. Dentro de una de ellas, y a través de uno de los ven-
tanales del living, Dante Cassano miraba al exterior. Veía como
las nubes se devoraban poco a poco a la luna, amontonándose,
y por el color que traían juraba que diluviaría. Luego retomó la
lectura de “LA LLAMA DEL INFIERNO” que descansaba sobre
sus rodillas, apenas había leído dos páginas más cuando la voz de
su criada lo interrumpió.
—Disculpe, joven Cassano —Dante suspiró.
—¿Joven? Dígame señor.
—Disculpe... señor. Le traigo su correspondencia.
—Perfecto. Déjela ahí.
Le señaló la mesa ratona y la criada la apoyó y se fue rapidísimo.
Dante miró la carta, le sorprendía que no viese el sello de la secta, y
para cuando la tomó y la dio vuelta, se sorprendió aún más.
No puede ser... —el remitente decía “Marco Cassano”—¿tan
rápido?
Abrió la carta y con urgencia leyó:

Querido Dante,
La situación con tu tío es crítica. Peor de lo que imagi-
naba. En cuanto leas esta carta tomate el primer avión a
Florencia. Me estoy quedando en el Hotel Grand Cavour,
Via del Proconsolo, 3, 50122. La clave de la caja fuerte es
“29-05-13-21”, agarrá lo que necesites y vení rápido. Acá te
cuento lo que vamos a hacer.
P.D: Trae el Infierno, solo con él vamos a poder terminar
esta maldición familiar.
Marco.

184
• SIGUIENDO EL RASTRO DEL FANTASMA •

Dante suspiró y la releyó, sobre todo el final. Sus ojos se cla-


varon en “maldición familiar” y aquellas palabras sirvieron como
disparador para especular un sinfín de escenarios catastróficos.
Luego por fin se alejó de la carta, intentó pensar con claridad y
miró a través del ventanal. Unos relámpagos iluminaron el cristal,
y para cuando escuchó los truenos, ya había tomado una decisión.
—¡Rosa! —la criada regresó.
—Sí, señor, ¿qué se le ofrece?
—Dígale a Víctor que prepare el auto, ya.

Diez minutos más tarde Dante bajó las escaleras con su valija.
Su madre había salido, lo cual hizo las cosas mucho más fáciles.
En la puerta lo esperaba Víctor, su chofer. Metieron la valija en el
auto y otro trueno fuertísimo resonó.
—¿A dónde señor?
—A Ezeiza —Dante apoyó la cabeza contra la ventanilla, em-
pezó a llover—, pero antes tenemos que hacer una parada.

Aferrado a su paraguas, Rafael caminaba rápido por Corrientes.


Diluviaba. Los charcos iban ganando terreno sobre las baldosas
y tuvo que saltar en más de una oportunidad para esquivarlos.
Luego llegó por fin hasta la esquina de la iglesia, alzó la cabeza
y ahí vio como Jesús en la punta se inmolaba frente a semejante
tempestad, soportando los castigos de la lluvia y los relámpagos,
era una imagen bíblica. Por unos segundos se quedó inmóvil fren-
te a tanta magnificencia, y solo después de recular un poco más,
siguió caminando.
En la puerta vio el Mercedes de los Cassano, estacionado en
doble fila. Un bulto negro relucía contra el volante pero entre los
vidrios polarizados y la lluvia, Rafael evitó saludar y cruzó las rejas.

185
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

Al abrir el portón encontró a Faro y a Candelabro, y por la ex-


presión de sus rostros confirmó que había interrumpido una seria
discusión.
—Llegaste —dijo Faro—, justo a tiempo.
—¿Qué pasó?
—Me voy —siguió Candelabro. Luciérnaga lo miró confundi-
do—, me voy a Italia, con mi padre. Ahora el caso de las entidades
es tuyo.
—¿Mío?
—Sí —afirmó el líder—, y es un caso importantísimo... prime-
ro lo llevó Antorcha, después Candelabro, y ahora lo llevás vos.
Luciérnaga se quedó en silencio, sin saber qué responder.
—Pero atento —siguió Faro—, es fundamental que entiendas
que este caso es secreto, incluso entre los centinelas. Y con la par-
tida de Candelabro, te toca a vos continuarlo.
—Está bien —respondió inquieto—, pero... ¿por qué el resto
no sabe nada? ¿Por qué es secreto? —preguntó Luciérnaga, a lo
que Faro suspiró y sacudió lentamente la cabeza.
—¿Alguna vez escuchaste hablar de “La Orden de los
Susurros”? —le preguntó Candelabro. Rafael hizo silencio unos
segundos, luego vagamente se acordó.
—Sí... va, vi su nombre en unos grafitis, si eso cuenta.
Sus palabras irritaron a Faro, que gesticuló con una mueca de
bronca y la canalizó golpeando el púlpito. Candelabro siguió:
—La Orden pinta un grafiti por cada persona que convierte.
—¿Cómo que convierte?
—Claro, que “lo pasa” a nublado.
—No sabía que la gente podía hacer eso...
—Ellos sí... —dijo Faro— los que se venden a Satanás sí.
—¿Qué? —Luciérnaga se sobresaltó— ¿Quiénes son estos tipos?
—La Orden de los Susurros es una vieja secta de brujos, y una

186
• SIGUIENDO EL RASTRO DEL FANTASMA •

de las más peligrosas de la ciudad. Sus miembros se dedican a


convertir gente inocente, y lo hacen por medio de las entidades, lo
que viste el otro día. Una entidad no es más que energía espiritual
transmutada, un espectro con forma de espíritu pero que no lo es.
Se hace pasar por el ser querido de alguna persona y por medio de
sugestiones la hace flaquear... —Faro se mordió el labio inferior y
por unos segundos calló— la Orden es lo peor de lo peor, y tene-
mos que frenarla como sea.
—Pero si es tan peligrosa, ¿por qué no le decimos a los demás?
A lo mejor...
—...No —respondió Faro, secamente—, tenemos que prote-
gerlos. Vos no tenés idea de lo que la Orden es capaz... ¿pensaste
que pasaría si llegaran a convertir a uno de los nuestros? ¿Si llega-
ran a quedarse con el poder de un centinela? Sería una catástrofe...
y te lo digo por experiencia. Ya nos pasó. Por eso hoy tomamos
ciertos recaudos... elegí a un centinela experimentado para seguir-
los y al resto le decimos que el caso está momentáneamente “pa-
rado”. Bueno, Candelabro, ya que te vas, ponelo al tanto del resto.
Candelabro asintió y bajó del retablo. Levantó una carpeta que
estaba apoyada en el asiento de la primera fila y caminó hacia
Luciérnaga. Ahí le contó todo lo que sabía: empezó con una pe-
queña reseña histórica, le dijo que la Orden de los Susurros databa
de la época de los primeros romanos, en los años de Cristo, y que
desde entonces había crecido con el correr de los siglos hasta ter-
minar en una secta mundial, como la es hoy. Después le explicó un
poco acerca de la transmutación, concepto netamente alquímico,
y que aunque poderosa, la técnica tiene un punto débil muy claro:
quien la invoca no puede separarse a más de cien metros de la
misma, y dicha distancia varía un poco según la destreza del usua-
rio. Por último, Candelabro le expuso los datos de la carpeta. Le
mostró la lista de brujos y víctimas identificadas, por cada vícti-

187
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

ma estaba detallado su nombre, dirección, profesión, y otros datos


relevantes, como así también los movimientos de sus respectivas
entidades.
—Perfecto —dijo Luciérnaga—, ¿algo más?
—Sí. Al principio a mi padre le costó encontrar la conexión
entre estos casos individuales y la teoría, lo que marcan sus libros,
pero al final se dio cuenta que los brujos siguen utilizando la mis-
ma figura de siempre: la del “falso ciego”.
—¿El falso ciego?
—Sí... siempre les funcionó. —Luciérnaga lo miró confundido,
Candelabro suspiró. —Es así: primero, se hacen pasar por ciegos
porque así pueden taparse los ojos, y por ende, tapar la verdad de
su pacto con el Diablo. Porque los que pactan con el Diablo pier-
den el brillo de sus ojos, para siempre. Y también, se hacen pasar
por ciegos porque les conviene. Según los libros que leía mi padre,
para invocar a las entidades tienen que recitar una oración, en una
lengua pagana, y así pueden murmurarla y pasar desapercibidos.
Candelabro le dejó la carpeta y volteó hacia Faro, lo saludó
con la mano y fue hasta el portón. Luego, mientras lo abría, giró
una vez más y miró a Luciérnaga, esbozando una última sonrisa
engreída. Salió. Luciérnaga también, y mientras veía como el auto
negro se perdía entre la lluvia, vio como los primeros paraguas se
acercaban. Ya era hora de una nueva reunión.

23 de julio de 1966, madrugada


Rafael había terminado con éxito su turno, hoy había vigilado
Colegiales, y ahora caía desplomado en la cama. Sin embargo, y
aunque cansadísimo, todavía no podía dormirse. Por alguna razón
las palabras de Dante seguían resonando en su cabeza y entonces,

188
• SIGUIENDO EL RASTRO DEL FANTASMA •

frente al silencio de su habitación, aquellas palabras comenzaron a


tomar más sentido. En ese momento fue cuando se acordó con más
detalles de la noche en el subte, se acordó del ciego que efectiva-
mente estaba murmurando algo y se acordó del resto de los pasaje-
ros. Estos últimos primero se presentaron nebulosos pero después,
ante la insistencia de su memoria, tomaron forma y se acordó en
especial de la maqueta de aquel pasajero. Rápidamente buscó si
había algún arquitecto en la lista. Lo encontró en la página 10:

Víctima: Ezequiel Raffetto.


Edad: 28 años.
Profesión: Arquitecto.
Rasgos físicos: pelo corto, colorado, ojos marrones, pálido,
1.80 m de alto.
Estado civil: Casado.
Dirección: Murillo 327 (Villa Crespo).
Teléfono: 4857-0593
Victimario: No identificado.
Entidad: Soledad Villafañe. 24 años.
Hechos: Ezequiel Raffetto fue novio de Soledad Villafañe
por más de diez años, se conocieron en el secundario. Varios
años después, cuando ambos se recibieron y convivieron
durante un año, Ezequiel le propuso matrimonio. Dos se-
manas más tarde, Soledad murió atropellada por un tren.
Ezequiel cayó en una depresión y hasta pensó en suicidarse,
pero un año después conoció a Julieta Bertone y dos años más
tarde se casaron. Todo iba bien hasta que el año pasado la
entidad celosa de Soledad empezó a espantarlo, una vez al
mes y hasta la fecha. (Dato importante: se le aparece siempre
en el día en que él le propuso matrimonio).

189
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

Últimos movimientos:
22/03/96: Shopping Abasto. 1er piso. (Antorcha)
22/04/96: Cinemark Palermo. Sala 8. 2do piso. (Antorcha)
22/05/96: En la calle de su casa. Murillo 327. (Candelabro)
22/06/96: En el baño de su casa. Murillo 327. (Candelabro)

Rafael cerró la carpeta y suspiró. Había quedado impactado por


la historia. La entidad que vio aquella vez en el subte era clara-
mente Soledad y el hombre, Ezequiel. Todo encajaba a la perfec-
ción. Sin embargo, Rafael también sabía que mañana iba a ser un
día importante, mañana tendría su primera salida oficial con Sol
y por eso tendría que estar medianamente descansado. Apoyó la
carpeta en la mesita de luz y apagó el velador.

El lunes se presentó despejado y con un sol radiante. Ni rastros


de la tormenta más que algunos que otros charcos en la calle. La
pesadez de la humedad se había extinguido y Rafael respiraba y
caminaba tranquilo hacia el colegio. Sabía que aunque agotado
por la vigilia de anoche, hoy iba a ser un buen día.
Al mediodía llevó a Sol hasta una rotisería del barrio y ambos
pidieron un sándwich de milanesa para llevar. Lo comieron en
la plaza. Se recostaron en el tronco de un árbol alejado y vieron
como los rayos del sol hacían fuerza para filtrarse entre las hojas.
Su luz era reparadora, pero también los dormitaba, y mientras sus
ojos se cerraban y se callaban por completo, se dieron su segundo
beso.
Cuando despertaron, Sol miró su reloj y volvieron al colegio ra-
pidísimo. Llegaron tarde. El preceptor los reprendió poniéndoles
media falta y ellos subieron al aula entre risas.
La primera clase de la tarde fue Matemática. Otra vez Garfunkel

190
• SIGUIENDO EL RASTRO DEL FANTASMA •

con sus números y ecuaciones y sus tan bien conocidas manías.


Sin embargo, esta vez la clase no fue tan aburrida. Rafael, cuando
hacía contacto visual con Sol, le hacía con disimulo algún que
otro gesto gracioso. Y cuando ella no lo veía, él miraba por la
ventana para meterse en sus pensamientos. Pensaba y pensaba en
la inquietud del caso, en la impresión de aquella siniestra entidad.
Todavía no conocía a Ezequiel pero ya podía sentir pena por él, y
también rabia ante su siniestro opresor...
Cuando sonó la campana Guido invitó a Rafael a jugar un par-
tido de fútbol pero él se excusó diciendo que tenía que entrenar.
Mintió. En la última jornada de la tarde la curiosidad lo superó
y decidió que lo iba a ir a ver hoy. Saludó a Guido y se tomó el
primer colectivo rumbo a Murillo 327.

Villa Crespo lo recibió con su atractivo pintoresco. Antes de


llegar a Murillo, Rafael caminó por unas calles más chicas y no
hizo más que encontrarse con los vestigios de un barrio viejo. Aún
más inmaculado que Almagro. Todos los vecinos saludándose con
respeto y conversando en la vereda como si no existiese el tiempo.
Las calles eran de piedra y ninguna casa superaba los dos pisos, le
hacían acordar a los relatos de su abuela, o a uno de esos tangos
que alguna vez había escuchado por la radio.
En Murillo se sorprendió por el tráfico. La calle era mucho más
ancha. Rafael caminó sondeando la altura de la calle y luego, antes de
llegar a mitad de cuadra, se detuvo frente a un PH de dos pisos. Eran
dos casas de ladrillos, y un garaje de madera clara las unía en el medio.
Unas rejas negras las separaban de la vereda. Rafael se acercó hasta el
portero eléctrico y sin saber si apretar “A” o “B”, ya que la carpeta nada
decía, se terminó decidiendo por la primera.
—¿Hola? —dijo una voz masculina— ¿Quién es?
—¿Ezequiel?

191
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

—Sí, ¿quién es?


—Hola, sí, vengo de parte de Antorcha y Candelabro.
—¿De quién?
—De Antorcha y Candelabro.
Rafael escuchó unos murmullos en el portero eléctrico y des-
pués un ruido como de lluvia. Había colgado. Entonces Rafael
hizo silencio por unos segundos y después sacudió la cabeza.
Volvió a tocar.
—¡Anda a joder a otro lado pibe!
—No, discúlpame. Vengo de parte de Marco y Dante quise
decir. Es por el tema del fantasma...
Silencio.
—Bajo.

Detrás del enrejado apareció un tipo alto y pálido. Tenía el ros-


tro tranquilo y por encima de su frente ancha, caían unos mecho-
nes colorados. En una mano cargaba unos planos enormes y en la
otra sus llaves.
—¿A vos también te envió Marco? —preguntó mientras abría
la puerta.
—Sí. Vengo a reemplazar a su hijo. Él también se fue de viaje.
—Está bien... —su rostro no pudo evitar una mueca de discon-
formidad— bueno, ¿y cómo seguimos entonces? A ver, aguanta-
me que dejo esto en el auto.
Mientras iban hacia el auto que estaba estacionado del otro
lado de la vereda, Rafael aprovechó para dilucidar qué y cómo
se lo iba a decir. Sin embargó, al abrir el baúl y dejar los planos,
Ezequiel se adelantó. Dio media vuelta y lo miró perturbado. Algo
había hecho cortocircuito en su mente, y toda la tranquilidad que
hasta recién había reflejado, se desvaneció.
—Por favor... decime que tenés un plan.

192
• SIGUIENDO EL RASTRO DEL FANTASMA •

—Sí. Pero antes respóndeme una pregunta: las veces que se te


apareció Soledad, ¿viste a algún ciego cerca de ella?
Impotente, Ezequiel se mordió los labios. Negó con la cabeza.
—No... ¿otra vez la misma pregunta?
—¿Cómo?
—Marco y su hijo me preguntaron lo mismo... no vi a ningún ciego.
—Bueno, vas a tener que seguir haciendo el esfuerzo. Mirá, si
lo encontramos te aseguro que Soledad no va a volver a aparecer.
Mientras Rafael hablaba, Ezequiel lentamente fue dejando de
mirarlo. Sus ojos se clavaron en el cordón de la vereda. Luego
empezó a balbucear unas palabras, y entró en pánico.
—Te juro que cada vez la tengo más cerca... cuando llega el día,
cada vez la tengo más cerca... ¡la última vez se me apareció en el
baño! ¡Por el amor de Dios! —rompió en lágrimas. Siguió con la
voz debilitada— Por favor...
—Tranquilo. Te repito, si encontramos al ciego, va a ser la últi-
ma vez que la veas. Soledad va a descansar en paz... y vos también.
—Ezequiel, aún con la vista en el cordón, se volvió hacia Rafael.
En sus ojos había dolor, pero también un sutil dejo de esperanza.
Rafael sacó un papel de su bolsillo y se lo entregó. —Tomá, este
es mi número. Si en estos días llegás a ver algo sospechoso, lo que
sea, me llamás. Seguimos en contacto para el próximo 22, y esta
vez no se va a escapar. Tenés mi palabra.

193
CAPÍTULO 11 (PARTE 2)

SIGUIENDO EL RASTRO
DEL FANTASMA

22 de agosto de 1996
Agosto llegó en un abrir y cerrar de ojos. Con la huida paulatina
del invierno y el receso escolar, todos los jóvenes disfrutaron tanto
que julio se les pasó volando. En las vacaciones Rafael volvió a sa-
lir con Sol en varias oportunidades, y una buena tarde, en aquella
misma plaza donde se habían dado su segundo beso, ahí mismo
se pusieron de novios. En cuanto a los centinelas, durante todo el
mes no hicieron más que saborear el trago amargo de no recibir
ninguna noticia de Antorcha ni de Candelabro. Fue como si el
viejo continente se los hubiese tragado. Ante aquellas y un par de
bajas más, Faro tuvo que reclutar nuevos aspirantes, novatos, pero
algunos con ciertos poderes interesantes.
A su vez, y en cuanto al caso confidencial de las entidades,
Luciérnaga recibió una llamada de Ezequiel antes de que termi-
nara el mes. Lo llamó en el acto, muerto de miedo, mientras ob-
servaba en directo y a través de la cortina de la ventana, como un
ciego iba y venía por la esquina en plena noche. Su taquicardia
viajó sin escalas por la línea telefónica y Rafael intentó calmarlo,

195
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

le pidió descripción. Ezequiel le dijo que no tenía nada fuera de


lo común, usaba anteojos negros y un bastón para discapacitados.
Según él, no pasaba de los cuarenta años. Finalmente, y una vez
que el ciego se hubo retirado, arreglaron en que se verían tempra-
no el próximo 22 para trazar la estrategia. Hoy era el día.
Rafael pasó la tarde abstraído del plano escolar, hasta de Sol,
toda su concentración estuvo en intentar dilucidar algo más sobre
el caso. La Orden de los Susurros aún era un misterio para él, y le
intrigaba muchísimo. Quería saber hasta dónde podían llegar sus
planes, conocer cuáles eran sus objetivos y, sobre todo, desenmas-
carar a su líder.
Durante la última jornada, el preceptor entró al aula y preguntó
por Rafael. Le entregó una carta de la secta y él la abrió disimula-
damente. Eran unas pocas líneas de Faro, aunque con ellas bastó
para que las leyera y se fastidiase:

Luciérnaga,
Estoy muy satisfecho por tu compromiso
y seguimiento del caso, pero para hoy te
voy a asignar a Bengala como supervisor.
Entendelo, es por tu protección. Ya lo puse al
tanto de todo y está yendo para el colegio.

Que Dios los proteja,


Faro.

Al finalizar la última materia del día, sonó la campana y Rafael


agarró sus cosas y salió rápido. Mientras bajaba las escaleras Guido
le preguntó si no quería asistir a un partido de fútbol en un rato,
pero él se excusó de nuevo diciéndole que tenía que entrenar. Fue

196
• SIGUIENDO EL RASTRO DEL FANTASMA •

otra mentira, y cuando vio a Facundo esperándolo de brazos cru-


zados detrás de las rejas, lo saludó de mala gana.
—No hacía falta que vinieras.
—Vamos —respondió Bengala—, es por tu bien. No tenés idea
de lo que son capaces...
—Ya me dijeron eso. No les tengo miedo.
Bengala ni le contestó. Apartó la vista llevándola al final de la
calle y ahí le dejo, fija.

Los centinelas se dirigieron al lugar y en la hora pactada.


Bengala le ofreció un casco extra a Luciérnaga y en su Zanella
viajaron rápido hacia Puerto Madero, donde trabajaba Ezequiel.
Cruzaron Libertador y la Casa Rosada, entonces la avenida se
convirtió en Leonardo N. Alem y ya los proyectos de rascacielos
empezaron a asomarse. Los terminados, cubiertos por cientos de
ventanas de cristal, brillaban ante el reflejo del sol, y por la velo-
cidad con la que venían parecían derretirse. Luego cruzaron el
puente y estacionaron del otro lado del dique. Dejaron la moto
frente a un puñado de veleros amarrados y se dirigieron hacia la
empresa donde trabajaba Ezequiel. La constructora quedaba en el
tercer piso de Juana Manso 207, y se anunciaron en la recepción.
Cinco minutos más tarde bajó Ezequiel. Seguía pálido y mos-
traba la misma falsa tranquilidad de aquella vez. Luciérnaga in-
trodujo a Bengala y antes de que ellos llegasen a explicarle los
pasos a seguir, Ezequiel los interrumpió pidiéndoles disculpas.
Les dijo que justo hoy, y de manera imprevista, su jefe le había
dejado mucho trabajo extra y que por eso no saldría antes de las
ocho. Bengala, lejos de mostrarse irritado por el cambio de ho-
rario y liderando la situación, dispuso que dejarían la estrategia
para esa hora y que se reunirían aquí mismo. Ezequiel asintió y
se retiraron.

197
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

El reloj de Bengala marcaba las cinco cuando se sentaron en el


bar, ordenó una Budweiser y mientras la moza se retiraba vio que
el lugar estaba lleno de asiáticos, hombres de negocios. Sus jog-
gings contrastaban tajantemente con la atmósfera del lugar pero a
él no le importó, reflexionaba en silencio.
—¿Pasó algo? —preguntó Luciérnaga.
—¿Por qué?
—No sé... estás más ortiva de lo normal —Bengala apenas se rió,
una mueca se arqueó por encima de su comisura y cuando llegó la
cerveza la tomó de golpe. Luego siguió con la vista pegada al ven-
tanal, viendo como los veleros avanzaban con el soplo de la brisa.

Se hicieron las ocho. Ezequiel bajó puntual y Bengala trazó


rápidamente la estrategia. Les dijo que a partir de ahora se sepa-
rarían y actuarían de la siguiente manera: Ezequiel fingiría que
no los conocía, volveíra a su casa en el recorrido de siempre y
ellos lo seguirían por detrás a una distancia prudente. A su vez,
dijo que ante la hipotética aparición del ciego, el primero que lo
viera avisaría a los demás a través de señas. Remarcó que las mis-
mas deberían ser disimuladas, ya que ante la mínima sospecha el
ciego podría echarse a la fuga. Después planearon la emboscada,
dividiéndose los roles para poder atraparlo. Luciérnaga se encar-
garía de proteger a Ezequiel, reteniendo a la entidad, mientras
que Bengala buscaría rápidamente al ciego en un radio de cien
metros. Se separaron.
Ezequiel cruzó el puente y se fue caminando hasta Alem. Ahí
pidió permiso entre la marea de gente y se metió en la boca del
subte. Una vez en el andén, con disimulo buscó al ciego de la otra
vez, sin éxito, y en su nerviosismo encontró a las dos personas que
lo miraban desde las escaleras. Los centinelas dejaron de mirarlo
y la estación vibró ante el ruido de las vigas. El tren se asomó por

198
• SIGUIENDO EL RASTRO DEL FANTASMA •

el túnel, sus ojos luminosos cortaron con la oscuridad y una bri-


sa alcanzó a los pasajeros. Al mismo vagón, aunque por distintas
puertas, se metieron los tres.
Pese al horario, el tren seguía lleno. Estuvieron parados duran-
te dos estaciones y a la tercera Ezequiel consiguió un lugar en el
medio. Todo parecía normal, a la izquierda lo apretaba una mujer
con su bebé en brazos y a la derecha un señor mayor. De cuando
en cuando el bebé lloraba y Ezequiel miraba de reojo al resto de
los pasajeros, nada fuera de lo normal más que esos cuatro ojos es-
tudiándolo fríamente. Para aquellos era positivo que hubiese tanta
gente, podían camuflarse a través de los brazos aferrados a las
correas del techo y nadie se daba cuenta. Luciérnaga era el que lo
tenía más cerca, veía a Ezequiel en diagonal, a unos cuatro metros
de distancia. Bengala estaba lejos, los veía desde el fondo, pegado
a la puerta de paso que conectaba con el otro vagón.
Tres estaciones más y algo insólito ocurrió. El tren se puso a tem-
blar. Las luces del techo entraron en cortocircuito y rápidamente
los ojos de los tres se miraron al unísono. Entonces, en cuestión
de segundos, la cara de Ezequiel se desfiguró. La piel se contrajo
en las mejillas y las bolsas de los ojos cayeron como avalanchas.
Luciérnaga comprendió dónde estaba, la tenía atrás. Volteó y se
encontró con el cuerpo de Soledad Villafañe levitando detrás del
cristal de la puerta. Su cara lucía como aquella vez, reverberando
una mueca de rabia y resentimiento total. Traspasó el cristal.
—¡Vos! —chilló una voz del inframundo— ¡Vos me lo juraste!
Ezequiel agachó la cabeza, y empezó a rezar. Luciérnaga giró
en busca de Bengala pero no lo encontró. Ya no estaba más en el
final del vagón, y la puerta de paso había quedado abierta.
—Disculpame hijo —dijo el hombre mayor sentado junto a
Ezequiel—, ¿te sentís bien?
Ezequiel dejó de rezar y lo miró espantado, temblaba, y la en-

199
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

tidad seguía gritándole, aunque a excepción de él y los centinelas,


ningún otro pasajero podía sentirla. Luego Bengala regresó al va-
gón. Apreció en la puerta de paso y con los brazos hizo una señal
negativa. Luciérnaga lo miró y tomó una decisión.
—¡No! ¡Pará! —se le escapó a Bengala. Luciérnaga ya había
tomado la dirección contraria.
—Permiso, permiso —dijo Luciérnaga mientras se dirigía al
otro vagón. Algún que otro insulto resonó en sus oídos pero él ni
se inmutó. Siguió adelante. Luego llegó hasta la puerta de paso y
cuando su mano se acercó a la manija, la voz nerviosa de Bengala
resongó más que nunca, pero él igualmente la abrió.
Del otro lado lo esperaba un marco de caras conmocionadas.
Evidentemente causadas por el bullicio de recién y que se lo atri-
buían directamente a él. Luciérnaga tuvo que levantar las manos
en señal de que todo estaba bien y justo cuando estuvo a punto de
decir algo, lo que sea, lo vio: estaba sentado en un asiento del me-
dio, con el bastón entre las rodillas y las gafas oscuras apuntando
hacia abajo. Murmuraba.
—¿Sos boludo? —dijo Bengala, furioso— te dije que te queda-
ras con la entidad.
—Mirá, está ahí —Bengala miró. El ciego ya se había perca-
tado de ellos y se había parado de su asiento, y ahora caminaba
rápido y a los empujones hacia el otro vagón. Los centinelas lo
persiguieron de igual modo pero súbitamente a Bengala lo inter-
ceptaron. Sin darse cuenta había empujado a un obrero de mal
humor y éste le devolvió el empujón. A las apuradas comenzaron
a insultarse y Luciérnaga siguió, viendo cómo el ciego se alejaba
más y más entre la gente. Luciérnaga creyó que no lo iban a al-
canzar, que lo perderían de vista en la próxima estación, y por eso
volvió a tomar otra decisión apresurada.
Saltó hacia la palanca de emergencias que vio al pasar y la bajó.

200
• SIGUIENDO EL RASTRO DEL FANTASMA •

El tren se detuvo en seco y todos los pasajeros cayeron como en


efecto dominó. Ellos también. Por unos segundos hubo un apa-
gón y cuando las luces regresaron, notaron que todas las compuer-
tas se habían abierto.
—¿Estás enfermo pibe? —preguntó un pasajero furioso después
de haber retomado el equilibrio. Otros insultos lo siguieron y los
centinelas, ante todo, volvieron a hacer oídos sordos. Avanzaron
a gran velocidad entre los espacios generados por quienes aún no
se habían levantado y en segundos cambiaron de vagón. Entonces
lo alcanzaron. El brujo había caído al piso y, para cuando se pudo
levantar, ya tenía a los centinelas encima. Se volteó.
Había perdido los anteojos después de la caída. Y eso los parali-
zó. Fue la primera vez que Luciernaga vio los ojos grises de quien
ya había vendido su alma a Satanás. Ni el más ínfimo vestigio de
humanidad se reflejaba en aquella pupila opaca y condenada, y para
cuando quisieron embestirlo, él ya había saltado a la oscuridad.

—¡Rápido! ¡Iluminá! —ordenó Bengala después de que salta-


ran por la puerta hacia el exterior del túnel. Ahí las tinieblas eran
infinitas, inquietantes, y mientras corrían hacia la nada misma,
Luciérnaga iluminó su puño para esgrimirlo como una antorcha.
La luz se expandió y encontró al brujo, pero no donde lo espe-
raban. Estaba muchísimos metros más adelante, volando a toda
velocidad dentro de una borrosa nube violeta.
—¡Lo perdemos! —gritó Luciérnaga. Negó con la cabeza y
luego trasladó la luz del puño a sus pies. Antes de que Bengala gri-
tase algo más, él ya lo había dejado atrás con su velocidad divina.
Como una flecha de oro agujereó la oscuridad. Metro a metro
fue acortando la distancia y rápidamente entendió qué era esa
nube en realidad. No era más que la entidad de Soledad, y en
lo que ella y su amo voltearon para ver dónde estaban sus per-

201
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

seguidores, Luciernaga saltó y los embistió. Tomó al brujo por


los tobillos, juntándoselos, y cayeron pesados contra las vías. El
impacto fue fuerte, el brujo gimió pero Luciernaga no le dio una
chance, lo dio vuelta con la derecha y alzó la izquierda iluminada
para partirle la cara. Pero no se percató de la entidad. En ese ins-
tante ella lo arrastró rápido, salvando al brujo del golpe, y el puño
de Luciérnaga se encontró con la frustración del aire. El brujo se
levantó y gritó:
—¡Pará! —y rápidamente extendió las palmas de sus manos,
como pidiendo una tregua.
—¡Pará, nada! ¡Vos vas... —algo detuvo la fuerza de su voz.
Aquellos ojos, grises y nefastos, volvieron a paralizarlo. El brujo
movió sus brazos de manera circular y Luciérnaga se quedó pe-
trificado, contemplando cómo se metía hasta lo más profundo de
su alma.
—Así... así... —susurró el brujo— ya veo que es lo que te hace
falta... tranquilo, yo te la traigo devuelta...
De repente, la entidad de Soledad se desvaneció. Se convirtió
en humo y siguió el movimiento de las manos del brujo. Se fue
moldeando, segundo a segundo, y volvió a personificarse, esta vez
en otra mujer.
—Rafa...
—¿Mamá? —Luciérnaga se quedó asombrado frente a aque-
lla sustancia violeta. Era la misma que le había dado forma a
Soledad, pero ahora no reflejaba malicia ni muecas infernales, tan
solo amor. El amor incondicional de una madre hacia su hijo.
—Sí, Rafa... —dijo la entidad, acercándose— no sabes lo que
te extraño.
—No... —Luciérnaga quiso retroceder pero no pudo, sus pies
le pesaban toneladas. Y eso que en el fondo él sabía que no era
real, que era tan solo una ilusión, una burla hacia su pasado...

202
• SIGUIENDO EL RASTRO DEL FANTASMA •

—Hay algo que siempre te quise contar —siguió, acercándose un


poco más—, lo que pasó esa noche, con tu padre... él... —súbitamen-
te, un agujero perforó su pecho y la entidad se desvaneció.
—Hijo de... —gimió el brujo tomándose la costilla. Su mano,
llena de sangre, encontró una piedra incrustada.
—¡Por eso te dije que no fueras! —dijo Bengala al aparecerse
por detrás. Luciérnaga había quedado perplejo, traumado, y asin-
tió avergonzado al volver a la realidad— Bueno, esperame arriba
de la próxima estación. Ya vuelvo.
—¿Cómo? ¿A dónde vas?
—Voy a sacarle información. ¡Dale, andá! ¡Ya te mandaste bas-
tantes por hoy!
Unas risas cortaron el diálogo, y los centinelas se voltearon. De
nuevo tenía las manos levantadas.
—¿Así tratabas al otro... “Bengala”? —preguntó el brujo.
Bengala se sorprendió y apretó los dientes, Luciérnaga lo miró
confundido:
—¿Qué otro?
—Ahh, ¿no le contaste? —miró a Luciérnaga— ¿No te contó
de su anterior discípulo?
—Callate... —gruñó Bengala, y volteó a su compañero— ¡vos
andate! ¡Quiere jugar con nosotros!
—¿No le contaste que se vino con... —un chorro de sangre se
escapó de la boca del brujo. Bengala le había lanzado otra piedra,
esta vez incrustándosela en la boca del estomago.
—¡Dale! ¡Andate! —repitió Bengala a Luciérnaga— ¡Andá y
esperame en la estación!
Luciérnaga jamás lo había visto así, tan nervioso, tan fuera de
sí, y muy a su pesar obedeció. Se fue caminando por el costado
del túnel, totalmente desganado, arrastrando la culpa de saber que
había caído en la trampa. Había permitido que se metiera con su

203
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

tabú, con su pasado, y mientras los gemidos del brujo se perdían


en la oscuridad, él se perdió en los de su propio corazón.

—Listo, vamos —dijo Bengala después de treparse al andén.


Tenía la remera ensangrentada y su rostro, más serio de lo normal,
hablaba por sí solo.
—¿Le sacaste algo?
—Sí, costó pero sí. Hay reunión de La Orden en dos semanas.
—¿Dónde?
—En el Elefante Blanco... a medianoche.

204
CAPÍTULO 12

EL DESPERTAR DE LA BESTIA

6 de septiembre de 1996, madrugada


Rafael recién se había acostado. Había sido una noche larga y
aunque había conciliado el sueño rápido, no lo disfrutaba. Daba
vueltas en su cama, apresaba la frazada y sufría de una pesadilla.
¿Otra vez? —se preguntaba mientras volvía a caer en la oscu-
ridad y veía de lejos al mismo tablero de ajedrez de aquella vez.
Aunque la negrura que lo encerraba era más fría, más pesada, y
más lúgubre. Cuando cayó lo hizo de nuevo en el centro, y notó
otra diferencia: la partida ya había empezado. A los dos bandos
les faltaban algunas piezas y muchas de ellas se disputaban el
centro. Rafael se detuvo en una en particular: la torre blanca. La
tenía muy cerca y su rostro frente a ella era de perplejidad. Tenía
aires omnipotentes, gigantesca, y el marfil que la cubría cortaba
con todo el espacio.
Sin embargo, y en un instante, un sismo lo hizo voltearse. Una
mano inconmensurablemente grande se acercó al tablero. Era
roja, y se encendía en llamas. Cuando la mano terminó de ilu-
minar el tablero en su totalidad, Rafael sintió la energía maligna
más escalofriante de su vida. La mano agarró una pieza negra y
en un movimiento rápido, ejecutó. Cortó en diagonal y chocó de

205
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

lleno a la torre, ganando su posición. Esta última rodó en cámara


lenta, melancólicamente, y mientras unas risas macabras resona-
ban, Rafael se despertó agitado.

A pesar de que había dormido mal la noche anterior, Rafael


afrontó el día de la mejor manera. Hoy cumplía su primer mes
de noviazgo. Terminó su día escolar, y luego de quedar con Sol
en que la pasaría a buscar para ir a cenar, Rafael no perdió más
tiempo y fue en busca de su regalo.
A eso de las seis llegó a Once. Se bajó del colectivo y tras cruzar
Plaza Miserere se metió dentro de aquel hormiguero humano.
Había gente por todas partes, en su mayoría comerciantes. Los lo-
cales se pegaban uno al lado del otro y los vendedores ambulantes,
con sus mantas de tela vieja, parecían salir de las baldosas. Rafael
alzó la mirada bien alto y vio un cartel de juguetería.
Adentro su elección fue rápida y concisa. Sabía que a Sol le
gustaban en especial los osos de peluche y encontró uno simpático
colgado detrás del mostrador. Se lo señaló a la dueña del local, una
señora mayor que se lo acercó amablemente.

Eran las ocho y media cuando salió de su casa bañado y perfu-


mado. El oso que colgaba debajo de su brazo le recordaba a esas
viejas películas de Telefe de un domingo por la tarde. Se le escapó
una pequeña sonrisa y empezó a caminar despacio para lo de Sol.
La noche era fría, una de las últimas reverencias del otoño, pero
con ímpetu siguió adelante, tarareando una canción.
La música se cortó cuando llegó a la cuadra de los Acuña. Vio
una ambulancia estacionada en frente de su departamento y un
puñado de vecinos rodeándola. La sensación que lo invadió fue
asfixiante, más aún cuando vio cómo de la puerta del edificio salió
expulsada una camilla a toda velocidad, los brazos de los médicos

206
• EL DESPERTAR DE LA BESTIA •

tapaban la escena pero Rafael vio claramente al rostro desfallecido


de Jazmín por encima de una sábana blanca. Salvador y sus hijos
la corrían por detrás.
—¿Quién es? —preguntó un vecino a otro.
—Jazmín, la esposa del jefe de policía. Tiene cáncer.
—Uh... —guardó silencio— pobre la familia.
Entonces, y en aquel dramático instante, Sol vio a Rafael en
medio de la gente. Las voces del resto se detuvieron y él, en un
solo contacto visual, comprendió todo su sufrimiento. El peluche
se cayó al piso y la ambulancia aceleró a máxima velocidad. Luego
los ruidos regresaron, y la sirena se perdió doblando en la otra
cuadra.

—Bueno, eso es todo —le dijo Bengala a Faro después de con-


fesarse—, y en cuanto a lo de hoy...
—¿Qué?
—Tenés razón. Es mejor dejar a Luciérnaga afuera de esto.
—Sí... todavía no está preparado —Bengala asintió y callaron
por unos segundos— Che, ¿a qué hora tenías que estar?
—A las doce.
—¿Y ya sabés qué vas a hacer?
—Sí —Bengala apartó la mirada y la dejó caer en el retablo.
Contempló la mirada de Cristo por unos instantes, luego se paró.
—Que el Señor esté contigo... —dijo Faro.
—Y con tu espíritu.

Dentro del Hospital Italiano, el clima que se respiraba era hos-


til y depresivo. Particularmente en el área de Oncología, en los pa-
sillos de terapia intensiva. Ahí, frente a la habitación 47, la familia
Acuña esperaba por alguna resolución. Hacía más de media hora
que no salía el médico y Salvador ya se empezaba a impacientar.

207
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

Iba y venía por el pasillo, de brazos cruzados y dejando entrever


algún tic nervioso. En cuanto a sus hijos, ellos estaban sentados en
unos asientos de cara a la puerta y no hacían más que llorar.
—¿Señor Acuña? —dijo finalmente el médico cuando salió. Su
cara reflejaba la seriedad de las malas noticias.
—¿Cómo sigue? —preguntó Salvador de manera abrupta. La
ansiedad le desbordaba de los ojos. Y el médico, compasivo, negó
lenta pero rotundamente con la cabeza. Apoyó una mano en su
hombro y se lo llevó unos metros por el pasillo. De lejos Sol y Felipe
veían la conversación. Su padre insistía e insistía pero el de blanco
no cambiaba sus gestos por nada del mundo. Experimentando
un vacío en sus estómagos, Sol y Felipe volvieron a llorar. Al rato
llegaron los abuelos, los padres de Jazmín. Abrazaron a su yerno
y luego, con más fuerza, a sus nietos. Se sentaron todos juntos,
muy pegados, fue una búsqueda espontánea de calor y afecto. Los
abuelos contuvieron a sus nietos con suaves caricias y la familia se
mantuvo expectante ante cualquier movimiento de la puerta.

La furiosa Zanella RZA sobrepasó en minutos la mitad de la


Capital. Caballito y Flores quedaron atrás y ni el tráfico pudo de-
tenerla. Zigzagueaba los autos, uno a uno, y en la línea de los se-
máforos volvía a muñequear. Las ráfagas rompían contra su casco
y aunque sentía que volaba, su mente estaba muy lejos del camino.
Tenía el entrecejo endurecido, y la vena de su cuello se ensanchaba
más y más.
Después Villa Lugano lo recibió. Recortó por la calle que daba
a su enorme campo de golf pero de nuevo, ni con el verde de sus
canchas se inmutó. Tampoco frente a la intempestiva aparición
de techos de chapa y restos de basura, los cuales cortaban tajante-
mente al barrio y lo convertían en segundos en situación de emer-
gencia. El rugir de la moto siguió sonando y de pronto Bengala

208
• EL DESPERTAR DE LA BESTIA •

alzó bien alto la cabeza. Encima de la villa se posaba la tenebrosa


y enorme fachada del Elefante Blanco.
Era una obra faraónica. Fruto del delirio de arquitectos y po-
líticos demagogos. En los años cuarenta habían soñado en con-
vertirlo en un bastión contra la tuberculosis para toda América
Latina pero hasta el día de hoy seguía desmantelada. Las paredes,
despintadas, acarreaban el polvo grisáceo de décadas y décadas de
olvido, y su sinfín de ventanas mostraba tan sólo negrura. Era un
fantasma desproporcionado, construido por millones de ladrillos
totalmente desperdiciados.
Bengala estacionó su moto en la esquina. Luego buscó un buen
escondite de cara al enrejado. Siguió los barrotes que lo separaban
del Elefante y se topó con una de las tantas garitas de seguridad.
Se metió adentro de una. Luego se cubrió la cabeza con la capu-
cha y tanteó el atado de cigarrillos que tenía en su pantalón. Sacó
un Camel y lo encendió. Entonces, y mientras el humo empezaba
a empañar el vidrio de la garita, Bengala no dejó de clavarle la mi-
rada a la entrada. Sabía muy bien que todavía faltaba mucho para
la hora pactada, pero aún así una ansiedad interna lo perturbaba.
Hoy sería una noche muy larga...

—Familia Acuña —dijo el médico—, ya pueden pasar. De a


dos por favor.
Los miembros de la familia se miraron estupefactos. Entre tan-
ta conmoción ninguno se decidía por entrar primero. Entonces se
paró el abuelo, corajudo, y se volteó hacia su esposa.
—Vamos, querida —la levantó con delicadeza, no sin antes
desprenderse de la cabeza de Felipe, y caminaron juntos hacia la
puerta. Salvador volvió a interceptar al médico.
—Disculpe doctor, ¿está consciente?
—Me temo que no.

209
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

—Pero... ¿puede escucharnos?


El médico guardó silencio por unos segundos. Luego le apoyó
la mano en su hombro y esbozo una tímida sonrisa:
—Eso depende de la fe que ustedes tengan —el médico se fue
por el pasillo y Salvador se quedó tieso, consternado.

Diez minutos más tarde salieron los abuelos. Había lágrimas


en sus ojos y caminaban a la par, bien pegados, como ayudándose
mutuamente para no perder el equilibrio. La abuela suspiró luego
de ver al resto de su familia y escondió la mirada en el hombro de
su marido. Ahora era el turno del resto, y Sol se acercó a su padre.
—¿Vamos, papá? —Salvador, que seguía paralizado a mitad del
pasillo, giró levemente la cabeza y asintió.
—Sí. Llamá a tu hermano —Sol tomó a Felipe de la mano y
rompieron la regla, entraron los tres.
La puerta se abrió con dolorosa parsimonia y encontraron a
su madre peor que nunca. Estaba más blanca que las sábanas
y sus huesos sobresalían de la piel. Los cables la atravesaban
por todos lados y no había ni un atisbo de vitalidad en su cara.
Dormía profundamente.
Reacios a la realidad, Sol y Felipe se acercaron muy lentamente.
Lloraban. La mayor fue la primera en arrodillarse y luego tendió
la cabeza contra su pecho. Felipe hizo lo mismo y ambos la toma-
ron de la mano. Salvador veía de costado la escena.
—Má... —le susurró Sol al oído— no te vayas... estamos acá...
—aplicó un poco de presión en su mano— con vos...
—Por favor mamá... —siguió Felipe. Aunque la emoción no lo
dejó continuar y apoyó la cabeza en su pecho.
—Vení, vamos a rezarle —le dijo Sol. Felipe asintió y luego de
soltar la mano de su madre, juntaron las suyas.
Mientras rezaban un Padre Nuestro, Salvador no se movió ni

210
• EL DESPERTAR DE LA BESTIA •

dijo una sola palabra. Siguió al costado y cuando sus hijos dijeron
“Amén”, él se acercó y los besó en la frente. Luego ellos se retira-
ron en silencio y marido y mujer quedaron solos en la habitación.
Salvador volteó hacia la cama y se detuvo en su cara, parecía una
calavera, y por primera vez rompió en lágrimas.
—Mi amor... —dijo con la voz entrecortada. Se agachó para
tomarla de la mano e intentó hacerle oídos sordos al incesante
pitido del electrocardiógrafo. Habló encima—, no importa lo que
digan los médicos, yo sé que nos estás escuchando, a mí, a tus
papás, y a los chicos... estamos acá para apoyarte, para sacarte ade-
lante —sonrió. —Me acuerdo de la primera vez que nos conoci-
mos... sí, yo me dije: “Esta es la mujer de mi vida”, y nos casamos.
Formamos una linda familia y siempre nos apoyamos el uno al
otro. Y pasamos cosas muy duras... ¿te acordas del escándalo de
Alejandro? Si vos no hubieses estado ahí a lo mejor yo terminaba
como él. No, qué digo, seguro terminaba como él —calló y se
acercó un poco más. Hundió la frente en su pecho y comenzó a
acariciarle la mano. —Dios... no me la saques. Dame una señal...
Silencio. Tan solo la intermitencia del electrocardiógrafo.
—Por favor... Dios... —levantó la cabeza y miró perdidamen-
te hacia el techo mientras seguía llorando— ¿por qué nos hacés
esto? ¿Por qué te la llevás? Nosotros siempre creímos en vos y...
¡ella más que nadie!
Silencio. Tan solo la intermitencia del electrocardiógrafo.
—Por favor... traela devuelta... ¡traela devuelta! —la emoción
lo desbordó.
Silencio. Tan solo la insoportable intermitencia del
electrocardiógrafo.
Súbitamente, Salvador escuchó una voz. Su cuerpo temblaba,
y empezó a negar fervientemente con la cabeza. Luego intentó

211
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

hablar, aunque no le salió la voz, y mientras se aferraba a la mano


de su esposa, se cortó la luz.

Bengala iba por su sexto cigarrillo cuando vio al primero de


los brujos. Aquel también usaba capucha y se lo veía nervioso,
desconfiando hasta de su propia sombra. Volteó unas cuantas ve-
ces hacia sus costados y después entró finalmente en el hospital.
El centinela, por su parte, seguía agazapado en la garita. Fumaba
despacio y sus ojos apenas se despegaban del marco del cristal.
Al rato miró su reloj y eran las 23:35 h. Hasta el momento había
contado dieciséis brujos en total. Todos encapuchados. Y por cada
uno que llegaba se preguntaba lo mismo, si acaso sería ese la ser-
piente que los lideraba, la que los había transformado. También se
preguntaba si tal vez él había venido, si todavía hoy seguía siendo
uno de ellos... y así, la última pregunta se disparó dolorosamente
en su cabeza. Si lo veo, ¿tengo que matarlo? —terminó su último
cigarrillo y salió de la garita. La noche se había vuelto más fría, y
su corazón también.

7 de septiembre de 1996, medianoche


—¡Oh, mi Señor! ¡Amo de la Noche y Rey de los Susurros! —dijo
el brujo con ropas violetas que lo diferenciaban del resto que es-
taban de negro y se agachaban ante él formando un semicírculo.
Quien hablaba sostenía una cruz boca abajo:
—¡Por medio de este ritual te lo pedimos! ¡Te lo imploramos,
mi Señor! ¡Despierta a la bestia! Y que su desdicha nos traiga más
perdición... —se agachó y levantó un costal de tela. Luego espar-
ció un polvillo en el piso, y con él formó un círculo con una es-
trella adentro. Cuando terminó de formarla los demás se pararon.

212
• EL DESPERTAR DE LA BESTIA •

—¡Odium humani generis! —repitieron todos al unísono—


¡Odium humani generis!
De repente, un ruido fuera de lugar cortó con el ritual. Fue el
de un impacto en seco contra el cristal de una de las ventanas. El
brujo que estaba más cerca de aquella, fue y se puso a hurgar rápi-
do entre los restos de vidrio. Cuando levantó la piedra y dijo a viva
voz lo que había sido, otro ruido los sorprendió. Bengala entraba
salvaje por el otro lado.

Jazmín Rossi de Acuña falleció a las 00:05 h, aunque hasta


ahora el único que se había dado cuenta era su marido. Salvador
se había quedado tendiéndole la mano en todo momento, hasta el
final. Cuando sintió el frío de su piel y el insoportable electrocar-
diógrafo prolongándose en un pitido constante, el hospital volvió
a quedarse sin luz.

Rafael, que había llegado hacía menos de una hora, se encon-


traba de cara a la máquina de café cuando se desató el segundo
apagón. Quedó a solas en un pasillo oscuro y automáticamente
volteó hacia los costados. Después de unos segundos la luz regre-
só, de manera paulatina y con cierta debilidad, y finalmente las le-
tras rojas de la máquina también. Contó las monedas en la palma
de su mano y cuando se estiró para introducirlas en la rendija, algo
feroz se las revoleó. Fue una explosión.
—¡Fue por acá! ¡Por acá! —gritó un guardia de seguridad
mientras corría. Detrás lo seguía su gordo compañero. Desde el
piso, Rafael vio como ambos lo cruzaron y doblaron en dirección
al pasillo de los Acuña.
Rafael se paró y corrió tras ellos. Cuando los alcanzó, vio que al
fondo había una saliente de humo gris. Ahí se habían detenido los
guardias, y también los Acuña. Rafael se acercó y al instante notó

213
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

las caras consternadas de la familia. La de Sol sobresalía entre las


demás, tenía los ojos fuera de órbita.
—¿Qué pasó? ¿Están bien? —preguntó Rafael abiertamente.
El gordo de seguridad se anticipó al resto.
—Parece que hubo un atentado acá —rápidamente levantó su
handie y lo pegó a sus bigotes—, Gutiérrez, ¿me copiás?
—¿Cómo que un atentado? —preguntó Sol, histérica— ¡Mi
papá está ahí adentro!
—¿Qué? —preguntó Rafael.
—Sí, recién salió de la habitación, mamá quedó sola y... —por
unos momentos se detuvo— y me dijo que iba al baño.
Rafael apoyó ambas manos en sus hombros y la miró fijamente a
los ojos. Al instante supo que había un terror latente dentro de ellos.
—Sol, ¿pasó algo con tu papá?
—Vamos a cercar el perímetro —dijo el otro guardia—, a partir
de esta línea nadie puede pasar.
Mientras hablaba, Sol se había quedado pensando en cómo
contárselo.
—No me vas a creer... había algo raro en sus ojos.
—¿Cómo que algo raro?
—Eran rojos —contestó Felipe. Rafael volteó hacia Felipe y
después hacia sus abuelos, ellos también asintieron.
—Quédense acá.
—¿A dónde vas? —preguntó Sol.
—A buscarlo —y echó a correr. Su silueta se perdió rápida en-
tre la cortina de humo y no prestó atención a los gritos de los
guardias de seguridad.
A los pocos metros el humo se volvió más denso. Impenetrable.
Rafael tuvo que iluminar su cuerpo y con la mano fue tanteando
las paredes para seguir avanzando. Así fue como se topó con las
ruinas de la puerta del baño, ladrillos obstaculizándole el paso

214
• EL DESPERTAR DE LA BESTIA •

y aserrín revoloteando por encima de sus ojos. Aunque para su


suerte, el aura de luz acababa con todo. Luego llegó al germen de
la explosión, al enorme hueco que había dejado en la pared. Miró
a través de él y pudo divisar la calle. Respiró aire fresco, y éste poco
a poco fue ventilando el desastre.

—¡Pendejo te dije que no pasaras! —gritó el guardia, apare-


ciendo cuando el humo ya estuvo pronto a desvanecerse. Le en-
señó su cachiporra y sacó a Rafael del baño a los empujones—
¡Vamos, vamos! ¡Rajá de acá!
Apenas volvió al pasillo, Rafael vio algo que antes no se había
percatado. En la otra pared había un cuadro enorme de la Virgen
María, pero con un agujero profundo en su cabeza.
Aquella imagen lo detuvo por completo. Los empujones se
hicieron más fuertes pero él ya ni los sintió, estaba viajando en
el tiempo. Un recuerdo fugaz le vino a la mente: la charla en-
tre Antonio y Salvador, en la que el cura lo contenía. Rafael se
persignó.

En la apremiante noche de Almagro, un cura empedernido se-


guía dedicándole tiempo a su trabajo. Tomaba nota del texto sa-
grado y resaltaba aquellas líneas que entendía eran fundamentales.
Iba por Mateo, y cuando las hojas se sucedieron para darle paso a
Jacobo, el ruido chirriante de las vigas lo interrumpió.
Las puertas se abrieron y una ráfaga helada se coló. Por detrás
apareció una perturbante figura. Su cuerpo se escondía bajo la
oscuridad de la noche pero las velas de la iglesia apuntaron a su
cara. Era Salvador. El padre apenas lo reconoció, y, mientras se
le acercaba, advirtió un aura maligna en su interior. Caminaba
despacio, cayendo pesado contra la alfombra del pasillo, y cuando
llegó hasta la mitad de los tablones, ahí mismo Antonio supo que

215
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

lo habían convertido. Tenía los ojos rojos, calcinándose del odio, y


tan ardientes como jamás había visto. Eran los rubíes del averno.
—¡Me mentiste! —gritó una voz descomunal— ¡Jazmín está
muerta!
—Salvador, yo... —pero una presión en la tráquea no lo dejó
terminar. Los músculos y venas de su cuello se afinaron y comen-
zó a levitar. A la distancia Salvador alzaba su mano y con ella lo
controlaba. Luego hizo lo mismo con los cetros de las velas que
había a los costados del pasillo. Las movió en círculos forman-
do aros de fuego y Antonio se desesperó. Una voz de ultratumba
resonó:
—¡Odium humanis generis!

Luciérnaga bajaba rapidísimo las escaleras del hospital. Salió y


fue hasta la esquina, donde vio los rastros esfumados de la niebla
y notó que ésta se hacía más fuerte de cara a la calle contraria.
Volvió a correr. Su desesperación fue aumentando a medida que
se acercaba más y más a Corrientes. Llegó por fin a la avenida y
cuando terminó de atravesar aquella cortina violeta, del otro lado
se encontró con la ruina.
Sus pupilas se atajaron, la iglesia ardía en llamas. Desde la cú-
pula, la estatua de Cristo lloraba ante el fuego y todo lo demás
parecía venirse abajo. Las llamas avanzaban, impasibles pero atra-
yentes, y cuando Luciérnaga por fin le despegó la vista, a unos
metros vio a una vecina que todavía no lo podía creer.
—¡Rápido! ¡Llamá a los bomberos! —le ordenó, y salió corrien-
do hacia la entrada. Al llegar, notó que el incendio se había expan-
dido hasta el patio. En las copas de las palmeras soplaban hilos de
fuego y abajo caían ramas carbonizadas. De frente, los tres após-
toles y la Virgen también se teñían de rojo y el portón, oscurecido
y agrietado, daba cuentas del calor en su interior. Cuando apoyó

216
• EL DESPERTAR DE LA BESTIA •

la mano se quemó, luego empujó la madera con el hombro, y tras


dejar escapar una chimenea de humo, adentro confirmó lo peor.
Más allá de la pintura del retablo, que se derretía agónicamente
y deformaba la expresión de los santos, o de los tablones de madera
que ya se habían convertido en hileras e hileras de insoportable ne-
grura, lo que directamente captó la atención de Luciérnaga fue el
cuerpo de Faro. Estaba echado en el piso, contra la alfombra y boca
abajo. No mostraba señales de vida. Un círculo de fuego lo rodeaba
y Luciérnaga, sin dudarlo, iluminó su cuerpo y fue a rescatarlo.
Cruzó las llamas sin quemarse y cuando se agachó para darlo
vuelta notó que no solo aún respiraba, también lloraba y deliraba.
—Señor... déjame verla de nuevo... antes de partir... la verdadera...
—Faro, soy yo... —lo sacudió por los hombros— Luciérnaga.
—Luciérnaga... —y en lo que terminó de hablar y echó un sus-
piro, un cascote del techo cayó muy cerca de ellos.
—¡Vamos! ¡Hay que salir de acá!
Luciérnaga lo cargó en su hombro y una vez más iluminó
su cuerpo. Su aura alcanzó a Faro y juntos cruzaron el fuego.
Tuvieron la terrible sensación de creer que en cualquier momento
la iglesia se les vendría encima pero escaparon, cruzaron el portón
y respiraron. Luego siguieron hasta el enrejado y cuando pisaron
la vereda, Luciérnaga lo tendió con delicadeza sobre las baldosas.
—Tranquilo Faro, ya vienen a buscarlo —dijo Luciérnaga con
los ojos perdidos, mirando hacia todas las direcciones. De impro-
visto, un tirón de su brazo lo hizo voltear hacia abajo.
—No... ya es tarde. Dejémoslo así.
—¿Qué? ¡No! ¡Todavía...
—¡Luciérnaga! —la orden salió de sus entrañas, costándole un
chorro de sangre— Mirá...
Le hizo un gesto con los ojos y Luciérnaga miró. Primero a
la profunda herida que tenía en el vientre y después al camino

217
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

de sangre que había derramado desde el portón hasta acá. Por la


adrenalina y la inminencia del rescate, Luciérnaga recién se había
percatado de aquello, y su rostro lo delató.
—Faro...
—Escuchame. Salvador fue quién hizo esto —tosió—, lo con-
virtieron, y hay que detenerlo como sea.
—Sí, ya sé... no hable más. Descanse —Luciérnaga volvió a
mirar a sus costados e insólitamente, el cura sonrió.
—Tenés los mismos ojos que tu madre.
—Faro, no...
—Nunca te conté porque te puse Luciérnaga —siguió, aún
sonriendo—, sé que no te gusta, pero te lo puse por una razón...
El ruido de las sirenas lo detuvo. Ambos voltearon y vieron la
ambulancia y el camión de bomberos llegando a la par. Luciérnaga
movió avivadamente las manos y dos camilleros se acercaron rápi-
do. Taparon la herida de Faro y lo subieron a la camilla, luego a la
ambulancia y antes de que le pusieran el respirador, él siguió, con
todas sus fuerzas:
—¡Preguntale al hermano de Bengala! ¡Decile que te cuente la
historia de la luciérnaga!
Las puertas se cerraron y, con la mascarilla puesta, a través del
cristal Luciérnaga vio como el líder cerraba muy despacio los ojos.
La ambulancia aceleró.

Los gritos de los bomberos lo trajeron devuelta. Rodearon


rápido el perímetro y poco a poco fueron apagando el incendio.
Empezaron por el patio, por la fachada y por las palmeras, y una
vez que neutralizaron aquel sector, recién ahí se metieron aden-
tro. Con un hacha derribaron el portón y luego dieron paso a una
manguera enorme. El chorro de agua salió potente y con éxito fue

218
• EL DESPERTAR DE LA BESTIA •

replegando las capas de humo negro. Aquellas huían por el espacio


de entre los vitrales rotos, como desentendiéndose del desastre.
—¿Qué mierda hacen? —gritó una voz gravísima desde afuera,
a lo que Luciérnaga y los bomberos se voltearon despavoridos.
Era Salvador, pero nada más alejado del Salvador que conocía, ni
siquiera del Salvador nervioso del hospital. Era una bestia, bufaba
y los miraba a todos con sus ojos rojos, listos para castigar.
—¿Quién es éste loco? —preguntó un bombero. La bestia siguió
bufando y ante la conmoción tuvieron que salir los que seguían
adentro. Uno que salió agarró el hacha y le preguntó desafiante:
—¿Vos hiciste esto? —pero Salvador no contestó. Tan solo
dejó que sus gruñidos se transformaran en risas y el del hacha se
sobresaltó— ¡Vas a ir en cana por esto!
Los demás lo siguieron, y tal y como habían rodeado a la iglesia,
ahora estaban rodeando al extraño. Ahí fue cuando Luciérnaga
por fin reaccionó. Les gritó una y otra vez que no se acercasen, que
era peligroso, pero no le hicieron caso. El del hecha siguió lideran-
do, se acercaron un poco más, y cuando lo tuvieron a unos metros,
Salvador levantó las manos. Las extendió a la altura de sus hom-
bros y ni bien los bomberos respondieron con muecas de confu-
sión, él los mandó a volar con una onda expansiva. Chocaron bru-
talmente contra un paredón y los ladrillos se les vinieron encima.
—Dale, vení —le dijo a Luciérnaga al quedarse solos. Una bri-
sa fría los cruzó y aquella trajo consigo a la niebla, que pasó a
envolver a Salvador. —O voy yo...
Agitado, Luciérnaga despegó. Sus zapatillas se tiñeron de ama-
rillo, su puño también, y corrió como un rayo. En fracciones de
segundos atravesó la niebla, buscó los ojos rojos difuminados en
ella, y justo cuando los encontró y estuvo a punto de golpearlos,
éstos desaparecieron. La figura de Salvador se desvaneció como
un fantasma. Luciérnaga se quedó solo en el humo, mirando des-

219
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

esperadamente hacia los costados, y después de unos intentos


frustrados lo sintió, detrás de él, helándole el alma.
—Así se hace... —apoyó las garras sobre sus hombros y le ha-
bló al odio— esto es a lo que resignó tu padre... —Luciérnaga
no contestó ni emitió sonido alguno. Su cuerpo se encontraba
totalmente paralizado. —¿Qué es esto que huelo? ¿Miedo? Sí...
es miedo, estás muerto de miedo. Y deberías, porque yo soy la
reen... —un cascote impactó de lleno contra su cabeza y no pudo
terminar la frase. Soltó a Luciérnaga y se desplomó en el piso.
Luciérnaga miró hacia abajo, impactadísimo, y vio que aquel
golpe le había partido el cuello. Salvador parecía estar muerto,
pero igual seguía aterrado. Volteó hacia donde había venido el
cascote y experimentó cierto alivio. Pegado a la otra vereda estaba
Bengala, arriba de su moto y con el cuerpo destrozado.
—¡Dale, vení! ¡Subite! —gritó Bengala— ¡Eso no lo mató! ¡Vení!
—¿Qué? ¿Cómo que no lo... —y un leve gruñido de Salvador
aniquiló automáticamente su pregunta. Luciérnaga volteó hacia él
y confirmó que aún respiraba. También había empezado a mover
su meñique, iba y venía, nervioso.
—¡Dale, vení!
—¿Pero por qué nos vamos? ¡Hay que frenarlo!
—¡No! —gritó Bengala, enojadísimo— ¡No tenés idea! ¡Vení!
Salvador volvió a rugir, esta vez más fuerte, y Luciérnaga corrió
hasta la moto.
A toda velocidad se alejaron de la iglesia. La Zanella se fue
por Corrientes y mientras viajaban Bengala lo puso al tanto de
la situación. Le dijo que la transformación de Salvador no había
sido casualidad, que todo había surgido por un pacto hacía tiem-
po y que éste había terminado de gestarse hoy mismo, cuando la
Orden de los Susurros hizo el ritual. También le dijo que la Orden
misma lo veneraba y que él, en un estado de aparente inconscien-

220
• EL DESPERTAR DE LA BESTIA •

cia, la controlaba y lideraba de lejos, como así también a la mafia


de la ciudad.
—Qué ironía... jefe de la policía y jefe de la mafia.
Luciérnaga asintió aturdido, le costaba entender semejante
relato.
—¿Y con la Orden que pasó?
—A los que había los maté. Torturé al que pensé que era el líder
y me confesó que el verdadero ya se había ido de la ciudad —calló
para morderse los labios—, se fue al interior con sus discípulos.
Los gritos de la gente cortaron la conversación. Ambos se vol-
tearon y espantados vieron como Salvador los perseguía. Levitaba
a toda velocidad y a medida que avanzaba iba estallando uno a
uno los focos de las luces de la avenida.
—¡Mierda! —Bengala muñequeó y la moto volvió a tomar más
velocidad.
En la próxima cuadra doblaron en la esquina, Salvador tam-
bién. Pero antes de que éste último lo hiciera, la moto se metió
vertiginosa en una obra en construcción. La obra abarcaba prácti-
camente dos manzanas, y ahí dentro casi que no se veía nada. Las
luces de la moto iluminaron unos tubos gigantes y sin pensarlo,
ahí fue donde se escondieron. Bengala apagó las luces, luego el
motor, y ambos quedaron sumidos en un tortuoso y oscuro silen-
cio. Rogaron porque aquel se prolongase, aunque sea un poco...
pero no fue así. Los susurros fueron los primeros en romperlo. La
niebla volvió a presentarse y junto con ella, la diabólica figura de
Salvador. En medio de la nada les clavó la mirada, sus ojos rojos
cortaron con el negro, y tras un rugido hizo levitar lo que tenía a
su alrededor. Ladrillos y adoquines se alzaron en medio de la no-
che, y en un espasmo nervioso Bengala volvió a encender su moto.
La Zanella barrió el polvo y aceleró. Tuvo que moverse en zi-
gzag para esquivar los tantísimos proyectiles que se sucedían uno

221
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

tras otro y justo cuando enfiló hacia la salida y estuvo a punto de


alcanzar su velocidad final, un ladrillo se incrustó en su rueda tra-
sera. Conductor y acompañante volaron por los aires. El impacto
fue devastador.

Luciérnaga despertó. Tenía varios huesos rotos y solo había re-


cobrado la conciencia por la insoportable herida que se venía acu-
mulando en su ojo izquierdo. Se limpió el ojo y levantó la cabeza.
Entonces vio a su compañero tendido en el piso, en un estado
igual o incluso peor que el suyo, y a Salvador parado a su lado.
Éste último lo miraba con desprecio, y cuando alzó las palmas de
sus manos, Luciérnaga gritó instintivamente:
—¡No!
La bestia se volteó ante él, mismo desprecio, mismo rechazo.
Sin querer hacerle caso a semejante ira acumulada, Luciérnaga
osó levantarse. Gritó del dolor y luego vio un gesto de Bengala
que lo desmoronó. Fue uno que jamás había visto, y que si no fue-
se porque lo estaba haciendo en ese momento, jamás lo hubiese
creído. Bengala negaba lentamente con la cabeza, afirmando la
completa rendición.
—Salvador... —dijo Luciérnaga, ya hasta su voz era débil, su-
plicaba— no te entregues a la oscuridad... pensá en tu familia...
pensá en Sol, pensá en Felipe —sus palabras revolotearon por
la obra y un silencio se gestó. Luego, inquebrantable, la bestia
vociferó:
—¡Imbécil! ¡Salvador está muerto! ¡Ya no existe!
—No... —y una asfixia en su tráquea lo calló. La bestia lo había
ahorcado a la distancia y muy lentamente lo hizo levitar. Luego lo
trajo para sí, regocijándose con cada mueca de dolor, y cuando lo
tuvo cara a cara sus ojos se incendiaron aún más.
Una molestia se aferró a su pierna izquierda. Miró hacia abajo y

222
• EL DESPERTAR DE LA BESTIA •

notó que Bengala, con lo último que le quedaba, estaba intentan-


do juntarle las piernas para hacerlo caer. La bestia lo sacudió de
una patada feroz en la cara y Bengala perdió la conciencia.
—Hijo de... —dijo Luciérnaga con dificultades. Intentó gol-
pearlo pero rápidamente entendió que sus brazos jamás lo alcan-
zarían. No había esperanzas. Mientras el fuego de sus ojos se-
guía penetrando hasta lo más recóndito de su alma, la asfixia fue
surtiendo efecto. Al fuego lo veía por partida doble, y su vista
confundida reparó en el fondo. Entonces maldijo al violeta, a ese
violeta siniestro que por fin lo vencería.

Cuando la niebla se puso borrosa y el delirio lo llevaba lejos de


la realidad, creyó ver algo. Desde arriba apareció un bulto celeste
brillando en armonía.
—Mi amor... —al escuchar su voz, Salvador se paralizó.
Luciérnaga cayó pesado contra el piso— ¿querías una señal?
Luciérnaga respiró agitado y después levantó la cabeza.
Entonces confirmó estupefacto que aquel cuerpo celeste era
Jazmín. Su cara, aunque triste, lucía más radiante que nunca.
—Ahora entiendo lo que hiciste, y por qué lo hiciste. Pero tenés que
resistir, no podés dejar que te controle.
—No puedo... —dijo Salvador, casi como un gemido. Se tomó
la cabeza. Su cuerpo empezó a vibrar y a lanzar ruidos feroces.
Hasta la última fibra de su ser estaba en pugna. Jazmín se acercó
un poco más.
—Esto que voy a hacer es por tu bien... y el de los chicos —Jazmín
insinuó levantarle la cabeza tomándolo del mentón, aunque no
podía tocarlo, y cuando él finalmente lo hizo, le regaló un beso.
Los labios de Salvador se encontraron con el frío del aire y el es-
píritu de Jazmín, en un instante, se metió dentro de él.
Salvador cayó de rodillas, sus ojos se apagaron, y antes de ter-

223
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

minar de desplomarse en el piso, creyó ver algo en el cielo que lo


hizo llorar. Una estrella brillante se apagaba en el firmamento.

224
EPÍLOGO

OCASO

12 de abril de 1980
—Hola chicos —dijo una mujer sonriente con un bebé en brazos.
Alrededor suyo había un grupo de niños y adolescentes sentados
en círculo. Tenían entre diez y diecisiete años—, ¿cómo están?
—ninguno contestó. Muchos esquivaron la mirada y un silencio
incomodo se gestó. Lo cortó el bebé, riéndose, mientras dibujaba
efusivamente parábolas con las manos.
Cada sábado pasaba lo mismo, la iglesia de Almagro abría
sus puertas y recibía al grupo de Narcóticos Anónimos, un gru-
po cerrado que a duras penas participaba. La mayoría sentía
culpa, y eso se veía directamente en sus caras. Estaban tristes,
deteriorados.
—Buen día Ariel, llegaste justo —dijo la voluntaria cuando
volteó ante el ruido de la puerta y notó que era él. Ariel era un
adolescente de dieciséis, típico altanero, y que desde la semana
pasada venía arrastrando una herida profunda en su entrecejo. Él
apenas sonrió y siguió cabizbajo hasta su silla.
Cuando se sentó vio que la mujer había traído a su bebé.
Parecía juguetón, y mientras miraba todo lo que pasaba con sus
ojos negros bien abiertos, se detuvo en Ariel. Más particular-

225
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

mente en su herida. Vio el corte que sobresalía de la frente e in-


conscientemente lo buscó en la suya. El bebé se tocó varias veces
la frente y volvió a reír.
—Bueno chicos —siguió la voluntaria—, ¿alguno sabe lo que
es una fábula? Hoy voy a contarles una.
Otro ruido de la puerta la interrumpió, aunque esta vez no fue
un adolescente, sino el padre Antonio. Saludó a todos y se acercó
al bebé:
—Hola Rafa, ¿cómo estás hoy?
La madre sonrió y continuó:
—Una fábula es una historia donde los animales son los prota-
gonistas y siempre dejan una enseñanza, una moraleja. Y la fábula
que les voy a contar hoy es “La Luciérnaga y la Serpiente”, dice
así:

“Había una vez, una luciérnaga y una serpiente en un bos-


que oscuro. La luciérnaga huía rápido de la serpiente pero
ella no desistía.
Huyó un día, dos días, tres días, y así... hasta que un día,
ya sin fuerzas para seguir escapando, la luciérnaga paró y le
dijo a la serpiente.
—¿Te puedo hacer tres preguntas?
—No acostumbro hacer esto, pero como te voy a devorar,
puedes preguntar —contestó la serpiente.
—¿Pertenezco a tu cadena alimenticia?
—No —dijo la serpiente.
—¿Yo te hice algún mal?
—No —siguió la serpiente.
—Entonces, ¿por qué quieres acabar conmigo?
—¡Porque no soporto verte brillar!”

226
• OCASO •

Al terminar la fábula, siguió inmediatamente después un silen-


cio. Hasta el pequeño Rafael calló, miraba a su madre estupefacto,
como así también las caras del círculo. Cada niño y adolescente en
la sala ahora reflexionaba, preguntándose y contestándose cosas a
si mismo, y la voluntaria aprovechó la ocasión.
—Bueno, ¿qué les pareció la fábula? ¿Cuál creen que es su
moraleja?
—¿Qué no hay que dejar de brillar? —respondió uno, dudoso.
—¡Exacto! ¡Muy bien Maxi! Ustedes no tienen que dejar de
brillar, por nada del mundo. ¿Y la serpiente? ¿Qué creen que re-
presenta la serpiente?
—La envidia —dijo Ariel, con tanta seguridad que el resto se
quedó mirándolo. La voluntaria sonrió y siguió:
—¡Exactamente! La serpiente representa la envidia, la gente
mala, la que nos quiere ver mal... Lamentablemente, en la vida
hay mucha de esa gente, muchas malas influencias, muchas “ser-
pientes”, pero lo importante es aprender a dejarlas de lado y sobre
todo, hacernos valorar.
—¿Puedo agregar una cosita? —dijo el padre Antonio, la vo-
luntaria asintió— La serpiente, además de representar la envidia
y las malas influencias, como muy bien dice Mercedes, también
representa la droga.
Al mencionarla, las caras de todos se encogieron hacia abajo.
El padre siguió:
—Sí, la droga misma es la envidia. Es eso que los corrompe,
que hace que malgasten su presente y su futuro. La droga es mala,
lo único que quiere es apagar la luz que tienen adentro, como la
serpiente a la luciérnaga.
Mientras hablaba, Ariel se quedó mirando como Mercedes
asentía. Su rostro estaba lleno de bondad, su sonrisa era la luz que

227
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

el padre decía. Movía la cabeza de arriba hacia abajo, al compás de


las reflexiones del grupo.

9 de septiembre de 1996
Ariel y Rafael estaban solos en el aula. Ariel había aprovechado el
recreo para contestarle lo que tan abruptamente le había pregun-
tado. Se tomó unos minutos para prepararse, viajando en el tiem-
po hacía aquella charla en la iglesia, y una vez que le contó todo
lo que se acordaba, cuando finalmente terminó, Rafael lo miró
sorprendido.
—Mirá —siguió Ariel—, yo desde ese día me encariñé mu-
chísimo con tu mamá, es más, fue la primera vez que entendí el
mensaje de la iglesia.... y por eso no volví a consumir, y a tu mamá,
por eso, le estoy agradecido por siempre.
—¿Y por qué no me lo contaste? Yo recién me entero que la
conociste.
—Primero, porque como vos yo también tengo un pasado que
no me gusta recordar, no es algo que quiera contarle a nadie. Y
segundo, porque fue también como una especie de promesa.
—¿Promesa? —Ariel susprió.
—Sí... en su momento, cuando pasó lo que pasó con tus padres,
yo me quedé especialmente dolido. Como te dije, a tu mamá la
quería muchísimo. Entonces sentí que había quedado en deuda
con ella y me acordé de vos, de ese bebé que había visto en sus
brazos y que ahora seguiría la misma suerte que Facundo y yo
tuvimos. Nosotros también somos huérfanos, y sabemos lo que
es estar solos hasta encontrar a alguien. En esa época yo era muy
chico, sabía que no podía hacer nada, pero me prometí que cuan-
do crecieras iba a intentar encarrilarte. Tan mal no me salió, o ¿sí?

228
• OCASO •

Ariel sonrío y Rafael instintivamente le esquivó la mirada. Sus


ojos se clavaron en el pizarrón. Mientras veía las letras escritas en
tiza creyó que lloraría, pero no fue así, se contuvo, como siempre,
y se limitó a asentir.
—Gracias.
—No tenés que agradecer.
—¿Y el padre Antonio? ¿También era amigo de ella?
—Íntimos. Tu mamá trabajó con él muchos años.
—Con razón... un silencio se gestó, era evidente que cada uno
los estaba recordando a su manera.

El padre Antonio Jorge Vargas había fallecido hacía dos noches,


en la madrugada que le siguió a su violento ataque. Había llegado
al hospital con una hemorragia interna incontrolable, producto
de una herida profunda en su vientre. Los médicos de guardia
hicieron todo lo que tuvieron a su alcance, y se conmovieron por
la forma en que su corazón dejó finalmente de latir. Hasta el últi-
mo instante de su vida Antonio se mantuvo aferrado al crucifijo,
sellándolo con ambas manos, y por nada alteró su cálida sonrisa.
Hoy era el día de su entierro, un mediodía gris que ponía a todo
Almagro de luto. A excepción de los Acuña, que por obvios moti-
vos no se habían presentado, el resto de las familias ya estaban en
el cementerio. Caminaron parsimoniosas y se congregaron frente
a la tumba, obsequiándole flores y leyendo en silencio su epitafio.
Y como no podía ser de otra forma, también estaban los centine-
las, con rostros más opacos que el cielo nublado, y mirándose los
unos a los otros en una encriptada señal de desesperación. Luego,
y durante aquella tensión latente, un cura subió a la plataforma de
madera. Tosió.
Mientras hablaba dijo que a Antonio lo había conocido de chi-
co, que había sido vecino suyo en San Alberto y que juntos habían

229
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

hecho el sacerdocio. Contó algunas anécdotas de aquel tiempo,


puntualizando en sus nobles ideales y sentido de la justifica, y
cuando terminó de hablar cerró su discurso con un “Amén”.
Después la tumba comenzó a descender lentamente, perdién-
dose más y más en la oscuridad de la fosa. Unos allegados hicieron
una reverencia y se fueron, luego le siguieron los familiares y fi-
nalmente el propio cura también. Pero los que no se movieron de
ahí fueron los centinelas. Ellos fueron los únicos que se quedaron
releyendo su epitafio y al tiempo que una brisa los cruzó, levanta-
ron la cabeza. En los ojos del resto estaba su agonía.
—¿Y ahora? —preguntó Linterna— ¿Y ahora qué hacemos?
—Nada, seguimos como siempre —dijo Bengala—, resistiendo.
—¿Resistiendo? —Linterna levantó la voz— ¿Cómo pensás
seguir resistiendo sin Faro?
—¿Y entonces, qué proponés?
—Bengala, mirá a tu alrededor —Bengala miró y se encontró
con caras devastadas, en sus ojos ya no había justicia, tan solo des-
amparo. Y más allá, sobre una colina, una estela violeta.
—Sí, la niebla, lo que quedó de anoche. ¿Qué pasa?
—Eso pasa, justamente. La niebla sigue ahí y va a seguir estan-
do, resistamos o no —suspiró. —Me duele en el alma pero creo
que es la hora de dar un paso al costado.
—Linterna tiene razón —dijo uno—, esto se está poniendo
cada vez más feo, más difícil... y yo tengo esposa e hijos. A lo me-
jor es momento de dejarlo y volver a pasar más tiempo con ellos...
—Es cierto —siguió Bengala—, es cierto que no podemos
frenar a la niebla y que tendríamos que pasar más tiempo con
nuestras familias, ¿pero saben qué pasa? Yo hice un juramento, y
ustedes también. Ahora les pregunto, ¿qué ven ahí? —señaló a la
tumba de Faro, y todos volvieron a verla melancólicamente.

230
• OCASO •

—Yo veo la tumba de nuestro líder —dijo Linterna, y Bengala


negó con la cabeza.
—No, es mucho más que eso, es la tumba de un héroe. Un
tipo que se la jugó por lo que creía y que no dudó ni un segundo,
luchó hasta el último minuto de su vida. Y no fue el único, allá
atrás —señaló a un cordón de lápidas debajo de la colina—, allá
atrás está la tumba de Fósforo, otro héroe, y podría seguir nom-
brando más... pero vuelvo a preguntarles: ¿creen que ellos y todos
los demás murieron en vano? ¿Qué dejaron de ver a sus familias
para siempre solo para que nosotros pasemos más tiempo con las
nuestras? No... no lo creo. Ellos querrían otra cosa. Querrían que
sigamos unidos, luchando, vigilando, como centinelas que somos.
—Yo estoy con Bengala —afirmó Luciérnaga—, que Faro se
haya ido fue lo peor, pero tenemos que levantarnos, seguir lo que
él empezó... creo que habría que elegir a un nuevo líder.
—¿A quién? —preguntó Linterna— ¿A quién proponés?
—A Bengala —afirmó Luciérnaga, con decisión—, Bengala es
uno de los que más experiencia tiene, y doy fe de que conoce la
ciudad como nadie.
—Yo no quiero ser líder.
—Pero lo sos —dijo Chispa, hablando por primera vez, tenía
los ojos llorosos y miraba fijo a Bengala—, lo que dijiste a mí me
llegó, creo en vos. ¿El resto qué opina?
Otro silencio volvió a colmar aquella pequeña reunión. Los
centinelas se miraron los unos a los otros buscando respuestas,
muchos sentían miedo y hasta cansancio, pero en el firme temple
de Bengala encontraron lo que aún seguía fluyendo por sus venas.
Linterna le preguntó:
—¿Estás dispuesto? —Bengala miró a todos uno por uno, con-
firmando el asentimiento de sus cabezas.
—Sí, ahora sí. Vamos a salir a adelante.

231
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

Su primer medida como nuevo líder fue aclararles que la reu-


nión de mañana no se suspendería por nada y que, debido a que
la iglesia estaba destrozada, momentáneamente se reunirían en su
gimnasio. Luego tomó la iniciativa en una última reverencia ante
Faro, hundió sus rodillas de cara a la tumba y los demás lo siguie-
ron. Cuando terminaron con sus plegarias, los centinelas se fueron
uno a uno y al llegar el turno de Luciérnaga, Bengala le hizo una
seña para que lo esperase.
—Te felicito... —dijo Luciérnaga, esbozando una sonrisa, pero
Bengala no se la devolvió. Su cara volvía a endurecerse, tal y como
venía sucediendo las últimas veces.
—Escuchame, tengo novedades de Jazmín. Al fin entendí lo
que hizo.
—¿Qué? ¿Qué hizo?
—Se inmoló. Jazmín se metió adentro de su marido para lu-
char contra el demonio. Y por eso ahora él está en coma... está en
medio de un “conflicto espiritual”, por lo que averigüé.
—¿Y eso qué significa?
—Mirá, como te dije antes, a Salvador lo venía persiguiendo
un demonio desde que pactó, todavía no sé porqué lo hizo, pero
pactó. Y cuando su esposa falleció se ve que su pérdida lo afectó
muchísimo, porque fue ahí que el demonio pasó a tomar el con-
trol. Se adueñó de su cuerpo y entonces Jazmín... —suspiró— co-
metió una locura. Lo hizo para rescatarlo, o para hacerle frente al
demonio, no sé, pero lo que no sabía es que una vez adentro iba a
tener que pelear, y tarde o temprano el demonio va a ganar. Ahora
nos dio un poco de tiempo, pero cuando eso pase...
—¿Qué? ¿Qué va a pasar? —preguntó Luciérnaga, ansioso.
Bengala había dejado de mirarlo y ahora sus ojos volvieron a los
mausoleos de la colina y a aquella tenue alfombra violeta.
—Cuando el demonio gane Salvador va a despertar, pero ya

232
• OCASO •

no va a ser más Salvador, va a ser pura oscuridad, pura maldad...


el doble de fuerte, imaginate. —Luciernaga intentó, pero le costó
imaginárselo. No entendía como semejante bestia podía volverse
todavía más fuerte, ya en su estado actual había estado a punto de
matarlo fácilmente, y cuando se acordaba de sus ojos, de aquellos
rubíes brillantes del infierno, temblaba.
—¿Estás seguro de eso?
Bengala se volteó:
—Sí, lo confirmé anoche leyéndolo algunos libros.
—¿Y qué hacemos entonces?
—Nada, lo mismo que le dije a los demás, resistir. Aunque a vos
te voy a tener que pedir que hagas otra cosa.
—Decime.
—Un viaje.
Luciérnaga lo miró confundido.
—¿Un viaje? ¿De qué hablás?
—¿Te acordás de esa vez que te conté que había conocido a uno
de la luz que sobrevivió? —Luciérnaga asintió— Bueno, a Faro
lo convencí y juntos estuvimos intentando ubicarlo éste último
tiempo, y nos llegaron noticias. Al parecer se está moviendo por
El Chaco, y como son del mismo elemento, es necesario que vayas
a verlo para que te entrene. Él es el único que puede potenciarte,
yo ya hice lo mío, y si te quedás a resistir con nosotros, seguro vas
a terminar acá, en un cementerio.
—A mí no me importa morir. Si muero, muero con ustedes.
Además... —una presión en su hombro no lo dejó continuar,
Bengala lo había agarrado y lo miraba fijamente.
—Vos no estás entendiendo. Que vos aprendas a potenciar tu
elemento es la única oportunidad que tenemos. Cuando Salvador
despierte nadie le va a poder hacer frente, ni yo, ni ningún otro
centinela. Solo vos, si lo encontrás... tenés que encontrarlo. Si vol-

233
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

vés con las manos vacías estamos en la misma... Faro te hubiese


dicho lo mismo —esta vez Luciérnaga apartó su mirada, la dejó
caer al nivel del horizonte, donde terminaba el muro del cemen-
terio y empezaban los edificios.
—Yo tengo a Sol acá... no la puedo dejar sola.
—Te entiendo, estás en una situación complicada, pero pensalo así:
peor es quedarte y ver cómo su papá manda todo a la mierda. Si vos
no estás a su altura para cuando despierte, esta ciudad va a explotar.
Luciérnaga pensó en todo lo que implicaba partir: Sol, su abue-
la, su casa, el colegio, los centinelas... con poca convicción dijo:
—¿Cuándo decís que me vaya?
—Lo antes posible. Si puede ser hoy, mejor.
Luciérnaga suspiró:
—Voy a tener que pensarlo —otra brisa los cruzó, y Bengala le
dio la espalda.
—Mañana, cuando tengamos la primera reunión en el gimna-
sio, espero no verte. Sos un pibe inteligente Rafael.

Las horas pasaron y el ocaso se presentó. A través de los ven-


tanales del hospital empezaron a brillar las últimas tonalidades
ambarinas. Sol, sin soltarle la mano a su padre, veía pasmada
aquella transición. La luna ascendía con fuerza mientras que el
sol se aplastaba más y más en el horizonte. Un colchón de niebla
lo recibía, desde el llano, y parecía abrazarlo en un intercambio de
luces multicolores. Entró Felipe a la habitación.
—Sí... tiene que ser... —dijo muy lentamente— tiene que ser
un sueño.
Las palabras se escapaban de su boca, no había expresión en su
rostro, tenía los ojos bien abiertos y la tristeza había desaparecido
junto con sus lágrimas. Expectante a la respuesta de su hermana,
Felipe se quedó tieso a mitad de la habitación, mirándola, y luego

234
• OCASO •

de unos instantes ella finalmente negó. Su cabeza fue decidida de


izquierda a derecha y eso rompió con el trance. Felipe corrió a sus
brazos.

10 de septiembre de 1996
Rafael había dormido hasta el mediodía. Un insomnio incontrola-
ble no lo había dejado dormir bien y por eso ahora rebotaba pesado
contra los escalones de la escalera. Con una mano se aferraba a la
baranda, y con la otra retenía un bolso cargado que iba y venía.
En la antesala de la cocina, un olor a frito lo llamó. Sonrió al
notar que su abuela estaba preparando milanesas.
—Buen día Rafa.
—¡Al fin cocinaste! —Josefa le regaló una mirada fulminante y
él sonrió, ella se quedó mirándolo.
—¿Y ese bolso?
—Me voy de viaje.
—¿De viaje? —subió el tono de voz— ¿A dónde?
—Al interior... me voy hoy a la tarde —su respuesta la dejó
muda, ninguno de los dos siguió y el sonido de los milanesas
friéndose se volvió más intenso. Rafael lo cortó sentándose y
prendiendo la televisión.
Prácticamente almorzaron sin hablar. Rafael respondió algunas
preguntas con evasivas y su abuela entendió perfectamente que no
quería hablar del tema. A sus ojos los veía tristes, pero también, y
por alguna razón desconocida, preparados. La convicción brotaba
de ellos y después de que su nieto se parara, juntara los platos,
y fuese con el bolso hasta la puerta, ella lo comprendió: había
madurado.
—¡Chau Arturo! —dijo Rafael después de que le sacara una

235
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

sonrisa. El perro raspaba sus rodillas con el hocico. Rafael se aga-


chó. —Cuidá de la abuela eh... y ojo con... —levantó su mano y
emuló una botella de whisky.
—¿Cuándo volvés? —preguntó Josefa. Rafael se paró y se tomó
su tiempo para contestar.
—No sé... —y abrió la puerta— ¡pero espero que cuanto antes!

Afuera lo invadió la nostalgia, la melancolía. Estaban los veci-


nos de siempre, los que él bien sabía no lo querían pero a su vez
eran lo único que conocía. Por un tiempo ya no los vería más, y
por eso caminaba despacio. Las viejas chismosas se reunían en el
almacén de la esquina, que rebalsaba, y los porteros de la cuadra
hablaban entre ellos. A la pasada Rafael escuchó la conversación...
siempre de política.
Luego llegó a Corrientes, y una ráfaga de humo lo arremetió, y
otra, y otra. Los colectivos lo cruzaban y se arrimaban impruden-
tes al cordón de la vereda. Frenaron para subir algunos pasajeros y
Rafael siguió viéndolos por la avenida. Doblaron a las dos cuadras,
y sus ojos también. Le fue imposible no recaer en aquella iglesia.
En aquella iglesia que no hacía mucho tiempo odiaba, pero que
después le había dado todo, y que hoy no era más que cenizas.
“Cuando el demonio gane Salvador va a despertar, pero ya no va a
ser más Salvador, va a ser pura oscuridad, pura maldad... el doble de
fuerte, imaginate”. Aquellas palabras no lo habían dejado dormir
en toda la noche. El peligro retumbaba en su cabeza, y embriaga-
do de dolor llegó hasta el hospital.
Se anunció en la recepción y esta vez le dijeron que era la ha-
bitación 334. Tomó el ascensor y fue hasta el tercer piso. En los
pasillos se podía respirar la tristeza y, uno a uno , fue contando los
números de las puertas hasta que vio a los abuelos de Sol parados
de cara a una de ellas.

236
• OCASO •

Cuando se acercó lo saludaron y lo pusieron al tanto de la si-


tuación. Le contaron que Salvador estaba en coma hacía ya más
de 48 horas y que por ese motivo el entierro de Jazmín se había
postergado. Pese a la incertidumbre de los médicos, ellos creían
que Salvador estaba pronto a despertar. Después le dijeron que
Sol y Felipe se encontraban junto a él en la habitación, apoyán-
dolo, y tras su mención se escuchó un leve chillido de la puerta.
—Rafa... —dijo Sol, y mientras Felipe seguía hasta su abuela,
ella corrió a sus brazos— ¡qué bueno que viniste!
—¿Cómo sigue?
—Dicen que está estable... pero no saben cuándo puede des-
pertar —Sol escondió la mirada, insinuando que iba a volver a
llorar, y Rafael rápidamente la sacó de lugar.
—¿Vamos a dar una vuelta? —ella asintió. Saludaron al herma-
no y a los abuelos y fueron hasta el ascensor. Mientras lo espera-
ban ella le preguntó:
—¿Y ese bolso?
—Nada... después te cuento.

La caminata fue romántica pero silenciosa. Prácticamente nin-


guno habló, y mientras él lideraba el paso, ella se dejó recostar
sobre su hombro. De a ratos Sol cerraba los ojos, como querién-
dose abstraer de la realidad, igual que Felipe, y en una de las veces
que los volvió a abrir se encontró de cara al Parque Centenario.
Sonrió. Fue en ese lugar donde se habían terminado de enamorar.
A diferencia de otras veces, hoy se veía mucho más verde, vital,
con la gracia de una pronta primavera. Caminaron por el pasto
fresco y se dejaron caer sobre la sombra de un árbol, de cara a la
laguna acordonada con piedras, y cerca de un grupo de chicos
jugando.
Los besos también fueron pocos, se dieron dos o tres y se en-

237
• LUCIÉRNAGA Y LOS CENTINELAS DEL FARO •

tregaron al silencio. Ninguno estaba con ánimos de hablar, cada


uno pensaba en sus dilemas internos y cuando sentían un punto
de contacto, una desdicha, se acariciaban. Así hasta que el tiempo
pasó. Los grupos de chicos se fueron, uno a uno, la brisa torcía las
copas de los árboles, y la tarde refrescó.

Luego, cuando ya no quedaba más nadie a excepción de ellos y


algún que otro perdido en el parque, Sol y Rafael se acurrucaron
para presenciar el atardecer. No era la primera vez que lo presen-
ciaban juntos, pero hoy era distinto. El sol caía dubitativo, lento, y
aquella lentitud los invitaba a reflexionar. Rafael cortó el silencio.
—Sol... me voy de viaje.
—¿Qué? —Sol se volteó ante él, desconcertada— ¿De viaje?
¿A dónde?
—Al interior... —y dejó la frase inconclusa. Miró a la laguna,
primero al reflejo del sol que se formaba sobre ella y después a la
insinuación del violeta. Poco a poco la niebla iba ganando terre-
no— tengo que hacer unas cosas.
—¿Qué cosas?
—No puedo decirte —tras sus palabras, vio como la cara de Sol
se transformó.
—¿Cómo que no podés decirme?
—No. Es importante.
—¿Importante? ¿Más importante que yo? ¡Rafael estoy pasan-
do por la muerte misma! —rompió en lágrimas— ¡No podés irte
ahora!
—Sol, te juro que...
—No, te juro nada —colapsó. —¿Sabes qué? ¡Andate! ¡Andate
a la mierda! ¡Si tu viajecito es más importante que yo, andate!
—Rafael, golpeado por sus palabras, pero sin nada que decirle, se

238
• EL ESCAPE DEL VIOLETA •

paró y agarró sus cosas. Quiso darle un beso de despedida y ella se


lo rechazó. Entonces le dio la espalda y empezó a caminar.
Mientras se alejaba ella siguió gritándole.
—¡Dale, andate Rafael! ¡Si sos un cagón! ¡No te quiero ver más!
¿Me escuchaste? ¡No te quiero ver más en mi vida!
Rafael siguió caminando, despacio pero decidido, y los gritos
de Sol lo atormentaron por todo el parque. Él no se volteó, supo
que si lo hacía volvería con ella, y solamente la saludó levantán-
dole la mano. En ese momento sintió que su amor se le escurría
como la brisa entre los dedos. Y entonces lloró, por primera vez
en mucho tiempo, lloró.

Finalmente llegó hasta las puertas del parque: delante estaba


la noche, con su oscuridad y con sus susurros; y detrás estaba el
ocaso, su ocaso. Rafael se alejó de ella por una simple razón, porque
la luz no tiene dueña, porque la luz sólo ilumina, e iluminará por
siempre hasta acabar con las tinieblas.

239
ÍNDICE

AGRADECIMIENTOS���������������������������������������������������������7
PRÓLOGO
EL ESCAPE DEL VIOLETA�������������������������������������������������9

PRIMERA PARTE

CAPÍTULO 1
AMANECER�������������������������������������������������������������������������15
CAPÍTULO 2
UNA VISITA INESPERADA����������������������������������������������31
CAPÍTULO 3
LA VERDAD�������������������������������������������������������������������������45
CAPÍTULO 4
POR SIEMPRE GIRASOLES��������������������������������������������61
CAPÍTULO 5
NOCHE ESTRELLADA�����������������������������������������������������81
CAPÍTULO 6
UN DESTRIPADOR EN LOS BOSQUES������������������������93
CAPÍTULO 7
LA VILLA DE LA NOSTALGIA��������������������������������������113
SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO 8
EL SILOGISMO DE DANTE��������������������������������������������131
CAPÍTULO 9
LA FUERZA DEL AMOR���������������������������������������������������147
CAPÍTULO 10
LA FIESTA DE JULIÁN������������������������������������������������������163
CAPÍTULO 11 (Parte 1)
SIGUIENDO EL RASTRO DEL FANTASMA����������������181
CAPÍTULO 11 (Parte 2)
SIGUIENDO EL RASTRO DEL FANTASMA����������������195
CAPÍTULO 12
EL DESPERTAR DE LA BESTIA��������������������������������������205
EPÍLOGO
OCASO����������������������������������������������������������������������������������225

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