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La edad no sólo trae la mesura, sino también el deterioro físico. De ahí que
mi madrugón guíe mis pasos hasta el centro médico de Calesas. Ser previsor
me permite tomarme un café antes de abordar otra de las innumerables citas
médicas. En el camino, me encuentro un barrio cada vez más oscuro, más
triste, más solitario, algo que nunca pensé que llegaría a ver. En otro tiempo,
Usera destilaba vida, juventud, dinamismo, emoción, en definitiva, recuerdo.
Ante los ojos de los adultos y los no tan adultos, se extiende la normalidad de
los edificios, las aglomeraciones de gente desconocida, la suciedad, las
puertas cerradas y el vaivén rápido de los días. En mi niñez, parecía todo más
sencillo, pero sobre todo, menos hostil. Y esto no sé si es por mi edad que me
siento en peligro constante, o es que el odio se ha petrificado en las almas de
los que vivimos aquí.
- Bueno, Miguel, parece que tu prueba con el neurólogo no ha ido del todo
bien. Tienes Alzheimer. Es algo complicado, por lo que te aconsejaría
llamar a tus familiares o a alguien que de aquí en adelante pueda
hacerse cargo de ti, o por lo menos ayudarte en lo máximo posible.
Habrás notado que se te olvidan algunos detalles o que tienes
dificultades para hacer un seguimiento normal de algunas cosas. Esto es
precisamente por la enfermedad, que, aunque está en un estado
primitivo, irá siendo acuciante con el tiempo…
Mis oídos se paralizaron en la palabra “Alzheimer”. Él seguía hablando
mientras empezaba a agobiarme por el cambio de vida que esto suponía.
Alzheimer. Una enfermedad que mella la memoria, que mella lo más preciado
que tenemos los viejos. Arrincona mi soledad y la deja más envuelta en sí
misma de lo que ya se encontraba. Llamar a los hijos y pedir que carguen con
uno, cambiar su vida para quizás, el mañana más cercano no acordarme de
ellos, o lo que es peor, no acordarme de mí.
Salgo del médico sin saber muy bien en qué he quedado con él ante la
ansiedad que me produce esta situación. Hacía tanto tiempo que no sentía la
llamada de la vida como ahora. Yo pensaba que los vuelcos emocionales, los
problemas vitales, el estrés del día a día habían perecido tras la muerte de mi
mujer. Ya no quedaba por quién sufrir, ni por quién vivir intensamente. Mi
vitalidad había muerto con ella.
Mis pasos me dirigieron hasta el parque de las Calesas que hay al lado del
Centro de salud. Me senté en uno de los bancos mientras mi cabeza no podía
parar de darle vueltas al asunto. Mientras reflexiono sobre todo esto, un
hombre de edad adulta con, probablemente, una deficiencia mental, pasea
dando vueltas por el parque con una planta en las manos. La observa, la mira,
le da la vuelta. Se sienta en un banco y sigue observándola. La inspecciona a
fondo, como si fuera algo totalmente nuevo para él, maravillado ante la
simpleza de una belleza que hemos olvidado cómo se ve. Me gustaría ver a
través de sus ojos, con esa inocencia, esa curiosidad que la vida nos va
quitando cuando nos raspa el alma. Esa curiosidad tan bella de las primeras
veces en las que uno hace camino al andar, sin saber muy bien hacia dónde
va. Esos momentos en los que el por qué no importa, un porqué que se va
posando en nuestra memoria a fuerza de recordar, un porqué que toma sentido
en la distancia del tiempo, cuando la añoranza nos hace entender que las
mejores cosas que nos han pasado se reducen a anécdotas sin ningún gran
objetivo, sin una gran empresa que emprender: una mirada de complicidad,
una cara conocida cada mañana, una cerveza entre amigos, un error de
juventud. Si pierdo la memoria, pierdo toda mi experiencia vital, pierdo todo mi
ser. Una cruel enfermedad puede llevarse de un soplido mi nombre, mi hogar,
mis hijos, mi rostro. Puedo despertarme siendo un desconocido de mí mismo,
con más miedo aun a lo ajeno, irreconocible en el espejo y desorientado sin
saber dónde buscar consuelo. Las melodías de antiguas canciones, las voces
amigas, las palabras y todo cuanto me rodea en mis 67 años de vida puede ser
reducido a las mismas cenizas que un día descansarán con las de mi mujer en
la estantería de alguno de mis hijos.
Empiezo a pensar en cómo podrán hacer mis hijos para ayudarme. Seré un
estorbo con el que cargar, un lastre al que atender, sin saber siquiera si por sus
atenciones podría yo agradecérselo ante la ineptitud muy posible de mi
memoria. No quiero ser una mirada perdida en una habitación, ni una molestia
insulsa cercana a la muerte para ellos. Sin embargo, ¿cómo no contárselo?
¿cómo no decirles que pueden ser mis últimos momentos de lucidez?
Subo las escaleras de mi casa con cierta apatía y dificultad gracias a mis
achaques. Abro la puerta y me recibe mi perro Lucas, en el que la alegría de la
llegada de alguien conocido nunca cesa. Lo acaricio y comienza a
tranquilizarse hasta que acaba por tumbarse en el suelo, mientras sus ojos me
siguen allá donde voy. Estoy inquieto y recorro el salón de aquí para allá. El
único coherente de la sala es Lucas. Por fin me decido a llamar por teléfono a
Vicente, mi hijo mayor.
- Hola hijo, ¿qué tal andas? Te tengo que contar una cosa muy
importante.
- ¿Otra? – me responde él extrañado.
- Tengo Alzheimer, hijo.
- Papá, me has llamado hace veinte minutos para contármelo. Te he dicho
que esta tarde vamos a verte.
- ¿De verdad? No me acuerdo…Lo siento hijo, no sé qué me pasa, ni sé
si me pasa desde hace mucho tiempo. No entiendo nada. No sé qué
estoy haciendo exactamente.
- No te preocupes papá, nos vemos esta tarde. Viene Carmen también y
ya decidimos qué hacemos ¿vale? Un beso.
- Un beso hijo, hasta luego.
Miro la foto de mi mujer posada sobre la mesilla que débilmente sustenta una
lámpara. La miro a los ojos hasta que parece que su mirada revive y me mira a
mí. Le pregunto desde mi mente si sabe qué va a ser de mí, pero su voz, como
la de todos los que van falleciendo, se ha borrado de mi cabeza y sin ella, no
me puede contestar ni en mi imaginación. Retiro la vista de su rostro, clavado
en un papel, antes de que una lágrima me salte, y miro a mi perro Lucas,
tumbado a mi lado, que ante mis ojos mueve el rabo con esa inocencia
perenne en él y caduca en mí hace muchos años. Al fin suena el timbre. Son
mis hijos. Es la hora de un último reto importante, que alguien me tendrá que
recordar día a día. Hasta entonces, todo lo que es mío, irá cayendo,
inevitablemente, en el olvido.