Quien tenga la fortuna de haber andado en distintas direcciones por el mundo,
sabrá cuánto pesan las expectativas de viajar en función de lo que se haya escuchado o leído de un lugar. En algún sentido, ciertas geografías gozan o padecen de famas diversas que se acomodan anticipadamente en la misma valija con la ropa. Pero con Nueva York fue diferente. Me provocaba imaginarla como un bloc de hojas blancas en donde se garabatean datos, se arranca el papel y se vuelve a escribir sin encontrar definiciones. De hecho, después de haber estado allí, prefiero sostener esa inquietud en lugar de buscar conceptos que caigan en el lugar común de lo cosmopolita o multifacético. Si algún sitio puede albergar un sinfín de contradicciones sin el más mínimo afán por resolverlas, ese lugar puede ser Nueva York. Los desencuentros raciales y la convivencia, la pobreza lidiando con las limusinas, el glamour con la oscuridad, el dominio económico concentrado en un par de cuadras con el símbolo universal de la libertad iluminando al mundo. Desde la llegada a destino con mi marido-fiel compañero para lo que de travesías se trate, confirmé una vez más, como en cada viaje, que los que venimos del sur del planeta idealizamos aquello que nos es foráneo, tentando hipótesis acerca de cuánto mejor y distintos son los privilegiados que nacieron en el norte. Afortunadamente, siempre vuelvo a toparme con las mismas miserias y bondades de los que compartimos la especie. Entonces trato de relajarme: los neoyorkinos son humanos igual que nosotros con la diferencia de que sus orígenes son más variados aún que los nuestros y eso supone, y supondrá durante toda mi estadía, encontrar la más variada gama de tratos personales, ahorrándome la ardua tarea de construir una opinión que los pueda adjetivar en conjunto. El traslado al hotel, a dos cuadras de la Estación Central, nos obligó a toparnos de entrada con el túnel de metal que forman los rascacielos en la Quinta Avenida. No nos alcanzaría entonces el habitáculo del coche para medir alturas, pero la misma sensación de pequeñez nos harían sentir esas moles plateadas cuando comenzáramos a caminar. No puede hacerse una apreciación arquitectónica prescindiendo de su relación con la escala humana. Y en ese punto del planeta, la relación física del entorno con el tamaño del hombre queda suspendida en un concepto ontológico más que estético: los alcances emocionales pueden medirse quizás con aquella sensación que un granjero medieval habrá sentido frente a una catedral gótica amenazándolo desde su altura. En pocos días, nos iremos acostumbrando a transitar el paso de la línea minimalista erguida hasta el infinito, al monumentalismo clásico de la Estación Grand Central que nos sumerge en la tripas subterráneas del metro. Nueva York podría definirse a partir de la relación entre la ebullición de hormiguero de los recorridos ocultos por debajo de la ciudad, y el silencio que se logra alcanzar en las alturas a las que acceden los turistas desde edificios suntuosos, de bronces pulidos y guardias impertérritos. Allá arriba, la ciudad nos hace sentir que es ella la que manda: animal gigantesco con patas en forma de puentes tendidos sobre los ríos que enmarcan Manhattan . Desterrado el fantasma de la noche y las navajas, los empleados del hotel nos hacen saber que caminar Nueva York a cualquier hora ha dejado de ser un peligro. Así, nos animamos a una noche de pleno romanticismo en la pequeña Italia, atestada de mesas en las veredas, en donde comer pastas con una copa de vino se convierte por su costo, en una extravagancia de gente adinerada. Muy cerca de allí, el Barrio Chino merece ser recorrido de día, cuando hierven las ranas y los cangrejos vivos en las vidrieras y el olor mezclado de las especias y los pescados, enfatizan la confusión entre asiáticos y carteles de tipografía oriental que en un nudo de cinco cuadras por tres, nos sacan de Estados Unidos. Así, de la efervescencia de gente, electrodomésticos de calidad dudosa, ropa, juguetes y comida conviviendo en un mismo espacio, un subte nos puede arrimar en cuestión de minutos al Soho y los Village, en donde se apacigua el ritmo, la atmósfera se purifica y agotando suelas, terminé por aburrirme buscando las excentricidades de una bohemia que sólo aparece salpicada por allí en algún que otro sitio en forma de galería de arte o diseño, en absoluto distante de cualquier otra que pueda encontrar en Buenos Aires. Es tiempo de dar con algo que haga distinta a Nueva York. Necesitamos sentir vértigo y repetimos varias veces nuestras salidas nocturnas a la zona del Times Square y el Broadway hasta que las luces dejaran de encandilarnos. Tengo el recuerdo de vernos parados girando los cuellos para cerciorarnos de que definitivamente era ése el encuadre de tantos films. A medida que se asciende hacia el norte, Manhattan incrementa sus niveles de lujo y ostentación. Las Avenidas que conducen y terminan bordeando el Central Park son definitivamente el paradigma de la jactancia en la arquitectura, el diseño urbano y las personas que le dan vida. Esta isla angosta y alargada sigue actuando como un péndulo que del fulgor estelar de Park Avenue, por completo indiferente y aislada de lo mundano, nos arroja a tan sólo dos cuadras a un espacio verde en donde poder encontrar gente que se ensucia la ropa comiendo “hot dogs” en un banco de madera. Tomemos distancia. Desde la Estatua de la Libertad, a la que nos conduce un ferry, Manhattan aún se ufana de sus Torres Gemelas. Al día siguiente y con el objetivo de llegar a ellas, nos asomamos desde la boca del subte a una zona que conecta el extremo sur de la isla, primer punto de encuentro de los colonos con tierra americana, al distrito financiero. La atmósfera de las paredes de ladrillos echando sombra fría sobre las veredas de piedra, retoma el tiempo de desembarco de ingleses y holandeses vociferando en un puerto atestado de gente que aplaca su hambre y su sed en las tabernas. Sin previo aviso, del silencio fantasmal de lo que fuera otrora la puerta principal de la isla, nos sumergimos en el desorbitado mundo del distrito financiero. Wall Street concentra su agitación en tan sólo cinco estrechas cuadras. Es la imagen más acertada para entender que el manejo del dinero del mundo entero puede congregarse literalmente en pocas manos. El espectáculo de la Bolsa de Nueva York se disfruta detrás de un vidrio, y puede disfrutarse si se lo toma así, como una obra teatral que representa la avidez por el dinero, con el cristal que nos mantiene distantes a los que estamos parados mirando del otro lado. Caminamos hacia el World Trade Center. Si accedimos al Empire, al Chrysler, y al Rockefeller, no podemos dejar insatisfechas nuestras ansias de subir más alto todavía, a los 400 metros de altura de las Torres Gemelas. En la terraza gigante densamente poblada de turistas que en masa habíamos esperado para acceder a los elevadores, repetimos con mi esposo la involuntaria experiencia de desencontrarnos que al menos una vez en cada viaje, acostumbrábamos a poner en práctica. Eran las 10 de la mañana del martes 4 de Septiembre del año 2001. Durante media hora subí y bajé por distintos ascensores con la anuencia del personal de seguridad que me permitía hacerlo sin atravesar el laberinto obligado para retomar el camino de los ingresantes. En una de mis escapadas de los elevadores a las plantas inferiores para volver a repasar cientos de caras, escuché mi nombre en su voz y lo vi, apoyado sobre una baranda, esperándome con su sonrisa relajada, sabiéndome enojada como si adivinara de antemano que lo culparía por perdernos en ese inabarcable entramado de metal brillante, cristales, pasarelas y laberintos de cordones para organizar a la multitud de visitantes que arrastra despacio sus pies por pisos increíblemente lustrosos. Entre las diez y las once de la mañana de ese martes, el gigante nos atrapó, masticó y escupió hacia el exterior en donde pudimos abrazarnos fuerte. Una semana más tarde, lapso convencional, abstracción del hombre que insiste en controlar el tiempo y adueñarse de un orden que pueda repetirse una y otra vez en series iguales, a la misma hora en que nos buscábamos un hombre y una mujer, el gigante tembló y se derrumbó. Aún conservo junto a las fotos, con la fecha y la hora marcados, el ticket de ingreso al Top of the World, la cima del mundo, un mote que pocos días antes ya me había sonado presumido cuando desde Babel ha quedado demostrado que las pretensiones humanas de grandeza de cualquier tipo, pueden ser barridas en segundos por el leve soplido de una idea.