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Cuento 1: Sobre nombres

Prueba lunes 8 de abril de 2013

Las cosas andaban muy mal. Porque Ana decía que su nombre era muy corto. Y, para colmo, capicúa. Y
Ángel vivía furioso pensando que con ese apelativo sólo podía ser bueno, lo que para toda una vida era
mucho. Y Domingo estaba harto de que en todas partes, su nombre apareciera escrito en rojo. Y Soledad
opinaba que su falta de amigos era culpa de llamarse así. Y Bárbara, la pobre, era tan tímida que cuando
decía “soy Barbará”, ni su mamá le creía.

Y Maximiliano Federico estaba enamorado de Enriqueta Jorgelina, pero tardaba tanto en hacer un
corazón con los nombres que abandonaba en el intento mucho antes de empezar. Y Rosa ya no soportaba
que la llamaran clavel. Tanto peor para Jacinto Floreal, a quien los graciosos llamaban Nomeolvides. O
Jazmín. Elsa ya se había acostumbrado a ser Elsa-po. Pero Elena no quería que la llamen Elena-no.

Las cosas andaban muy mal. Nadie en el barrio estaba conforme con el nombre que le había tocado en
suerte y, quien más quien menos, la mayoría se lo quería cambiar por otro.

El Intendente abrió un gran libro de quejas para que los vecinos explicaran su problema por escrito.
Se supo así del sufrimiento de Tomás, a quien todos preguntaban “¿Qué Tomás?”. Se aclararon las rabietas
de Remedios, a quien todos conocían por Dolores. Hubo noticias de las penurias de una tía Angustias. En
fin….

Irineo Hermenegildo Pérez, poeta, hombre de luces, pensó en el problema como cuarenta y ocho
minutos seguidos hasta que de pronto tuvo una idea. Reunió cientos de vecinos disconformes en la plaza y
les propuso entrevistarse públicamente con cada uno.

-A ver, Ana- empezó diciéndole a la chica-. ¿Qué nombre querrías tener?

-Zulema – le dijo ella.

-¿Zulema? ¿Cara de flan con crema?

-Bueno... Mejor sería María.

-¿María? ¿La de la barriga fría?

-¡Espere!... Prefiero llamarme Romina.

-¡Romina ¡¡¡Cachetes de mandarina!!!

-¡Basta!- dijo la nena y volvió a mezclarse con los demás.

Porque la gente que se había reunido en la plaza, primero empezó a reírse con disimulo, pero al rato las
carcajadas se escuchaban hasta el Obelisco. Eso sí. Con lo que habían presenciado, decidieron quedarse
con el nombre que tenían. Nunca les pareció más hermoso.
Cuento 2: La caída de Porquesí, el malvado emperador
Prueba lunes 15 de abril de 2013

Hijo de Glotón segundo y nieto de un gran Rey, Porquesí fue el gobernante más temible que hubo en las tierras del
país. Apenas asumió el mando, al morir su padre, redactó la primera ordenanza que, en un largo bando, fue leída al pueblo
en plaza pública.

“Todo árbol de frutas que crezca en tierras del País -decía la orden- deberá ser entregado de raíz a este gobierno.
Firmado: Porquesí.”

Sin protestar -porque nunca lo habían hecho-, los paisanos entregaron sus árboles a las autoridades, dejando sus
propios jardines completamente vacíos.

Así fue como al llegar el tiempo de la recolección, el palacio se llenó de incalculables canastos de fruta, con las que el
emperador hizo preparar dulces y más dulces. Tantos, que ni al cabo de largos años logró terminar de comer. Y fue
durante esos años que, descuidados y hartos de frutos que nadie podía recolectar, los árboles se enfermaron y murieron,
uno a uno, en las tierras del emperador.

Porquesí, entonces, redactó la segunda ordenanza que, en un largo bando fue leída en plaza pública.

“Tras la inesperada muerte de los árboles -decía la orden- y ante la falta de sus frutos, deberán entregar a este
gobierno las risas de todos los chicos que habiten el País.”

Desde entonces, en enormes bolsas que eran llevadas al palacio, los chicos depositaban sus sonrisas por obligación.
Con ellas el malvado emperador hacía preparar el dulce más rico del mundo: mermelada de risas. Jalea de carcajadas
infantiles, que se convirtieron en el manjar más precioso de su majestad. Era el dulce más dulce que se había conocido.
Fue metido en frascos y vendido a otros monarcas a precios sin igual. Sin embargo, tanto esplendor no duró mucho: como
era de suponer, pasado un tiempo, los chicos del País empezaron a entristecerse, perdiendo poco a poco las ganas de reír.

Hasta que definitivamente dejaron de hacerlo, y la fabricación del sabroso producto llegó a su fin. Entonces vino la
tercera ordenanza que, en un largo bando, fue leída al pueblo en plaza pública.

“Todo chico que no quiera reírse -decía la orden- será severamente castigado por este gobierno.”

Y los fieles seguidores de Porquesí se lanzaron a la persecución. Los chicos trataban de reírse, pero no podían.
Aterrorizados por el castigo, imitaban un sonido parecido al de las carcajadas, que los glotones de Porquesí, sin distinguir,
cargaban en sus bolsas al palacio. Con ellas, que eran una mezcla de miedo y de imitación, los dulces que prepararon para el
emperador resultaron más amargos que la hiel. Más salados que una lágrima.

-¡Pueblo de traidores! Gritó entonces Porquesí.

Y armó un poderoso ejército para saquear nuevos países. Viendo cómo su gobernante pretendía entristecer a los
chicos de todo el mundo, los paisanos se enfurecieron y, por primera vez, decidieron enfrentarlo. La sola idea de vencer a
Porquesí los puso contentísimos. Y sin darse cuenta organizaron un festejo que de pronto coloreó las calles del País.

Como se imaginarán, tanta felicidad despedía un olor exquisito. Atraído por él, Porquesí quiso probar de qué se
trataba. Creyó que se daría el mejor de los banquetes. Pero apenas lo intentó un fuerte dolor de estómago lo hizo caer al
suelo. Cayó y cayó y cayó. Con tanta fuerza que jamás pudo volver a levantarse.

Y así termina este cuento. Un capítulo que en la historia universal se conoce como la gloriosa Caída de Porquesí, el
malvado emperador de un País.
Cuento 3: Oliverio Juntapreguntas
Prueba lunes 6 de mayo de 2013

Oliverio coleccionaba preguntas como quien junta figuritas. Pero con tres diferencias:

1. que no podía comprarlas en los quioscos;


2. que nadie se las cambiaba; y
3. que el álbum no se llenaba jamás.

Sabía que no podía comprarlas en los quioscos porque cada vez que lo intentaba, la quiosquera lo miraba con cara
rara, le regalaba un caramelo y le decía "Vaya, m'hijito, nomás". Había comprobado que nadie se las cambiaría porque
cada vez que mostraba una pregunta, le devolvían una respuesta. Y el álbum no se llenaba jamás porque el lugar donde
escribía las preguntas no era un álbum sino un cuaderno de tapas duras.

Pero volvamos al principio. Oliverio coleccionaba preguntas como quien junta figuritas. Preguntas de toda clase.
Grandes y chicas como: ¿Te gustaría saber por dónde queda el río por el cual el último barco fenicio pasó antes de que
la civilización romana llegara a su fin? O bien: ¿Cómo te va? Fáciles y difíciles como: ¿De qué color era el caballo
blanco de San Martín? O bien: ¿Cuál es la raíz cuadrada de dos millones ochocientos cincuenta mil uno? Interesantes
y estúpidas como: ¿Por qué si la Luna es más chica, la veo más grande que a cualquier estrella? O bien: ¿Seré el chico
más bello del mundo?

Cuando empezó, las únicas que juntaba eran las preguntas que se le ocurrían a él. Con el tiempo, los amigos se
interesaron por ayudar a Oliverio y le regalaron un montón de las suyas. Preguntas de toda clase. De mujeres y de
varones. Con respuestas o sin respuestas. Aburridas y simpáticas. Dulces y saladas. Con palabras raras y hasta con
palabrotas.
Oliverio se cansó de escribir preguntas en su cuaderno. Hasta que un día se le empezaron a repetir. Venía uno
con una pregunta dificilísima y Oliverio decía: "Esta ya la tengo". Venía otro con una pregunta requetedificilísima y
Oliverio decía: "Esta ya la tengo." Repetida. Repetida. Repetida. Le venían todas las preguntas repetidas.

Hasta que conoció a María Laura y, de una sola vez, se le ocurrieron diez mil: ¿Quién es esa chica? ¿Cómo se
llama? ¿Por qué es tan linda? ¿De qué color tiene los ojos? ¿Le hablo o no le hablo? No tenía ninguna.

¿Por qué no puedo dejar de mirarla? ¿Cuántos años tiene? ¿A qué escuela va? ¿La invito o no la invito a pasear?

Anotó en su cuaderno sin parar: ¿Por qué usa flequillo? ¿Sabrá patinar? ¿Dónde vive? ¿Le gustaría ir al cine
conmigo?

Escribió como cuatro horas seguidas. Su colección creció de golpe. Llenó de preguntas hasta la última hoja del
cuaderno. Y ya iba a iniciar uno nuevo, cuando de repente... ¡Seguro que se le acabó la tinta! Salió a la vereda y la
encontró.

Lo primero que supo es que se llamaba María Laura y lo demás decidió averiguarlo de a poco.

Pero volvamos al principio. Oliverio coleccionaba preguntas como quien junta figuritas. Hasta que un día conoció a
María Laura. O se le acabó la tinta. Y desde entonces, sin proponérselo, un nuevo cuaderno se le fue llenando de
respuestas.
Cuento 4: De cómo sucumbió Villa Niloca (entre las garras del mal tiempo)
Prueba lunes 27 de mayo de 2013

Para los que nunca fueron de visita –cosa que dudo- les cuento que Villa Niloca es un pequeño poblado ubicado acá nomás. En él, en el
poblado digo, los habitantes tienen la propiedad de hacer lo necesario sin ganas. Y lo demás….no hacerlo.

¿Cómo les explico? A ver: los nilocos saben de memoria que es imprescindible plantar árboles para que los pájaros puedan construir sus
nidos. Entonces, sin ganas y protestando, los plantan. Ponen semillas en la tierra y esperan a que los árboles crezcan. Ahora bien: si uno les
dice que después de un tiempo hay que podar las ramas y regarlos, ellos contestan: “¡Ah, no!” “¡Eso no!” “¡Ni locos!”. Y entonces las pobres
plantas crecen tristes, sin fuerza y más de una vez se mueren resecas con el primer otoño.

- Hay que talar este árbol seco- dice entonces una niloca.

- Yo, ni loco- le contesta su marido.

Todo es así en Villa Niloca. A la hora de cenar, para poner la mesa los miembros de la familia se pelean. Y, como por supuesto, viviendo
en esa villa son todos “nilocos”, terminan apoyando la comida en cualquier parte y (aunque no lo crean) comiendo con las manos.

Dicen que dicen que este pueblo fue fundado hace mucho por don José de la Pereza quien durante largo tiempo gobernó Villa Niloca
protegido por un valeroso ejército. Eso es lo que se dice por ahí. Y que el lema de estos conquistadores fue: “¿Para qué hacer las cosas bien si
se pueden hacer más o menos?”. Los nilocos, como es natural, acostumbrados desde chiquitos (desde niloquitos) a la educación impartida por
los hombres de don José de la Pereza, son, tal vez sin quererlo, perezosos de ley.

Hace pocos días, sin embargo, algo sucedió que según parece, cambió los ánimos de los villanilocos y los hizo pensar. Fue el “bombardeo
celeste a la hora de la siesta”. En realidad, solo una fuerte tormenta de granizo que causó verdaderos estragos en el pueblo niloco. Sobre todo
porque, imprevistamente, les interrumpió la sagrada siesta.

No sé si les dije que en las casas de Villa Niloca no existen los techos. No. No existen.

Porque cuando alguien sugirió una vez que los techos eran importantes para protegerse de los malos tiempos, los nilocos respondieron a
coro: “¡Ah no!” “¡Ni locos vamos a construir techos!” “Bastante trabajo nos costó hacer las paredes…”.
Y como Villa Niloca tiene un clima bueno y la gente se defiende de la lluvia tapándose con enormes bolsas de plástico, nunca se
preocuparon por los techos. Hasta hace pocos días. Porque por primera vez cayó una enorme tormenta de granizo y las bolsas de plástico no
sirvieron ni para ponerse a salvo de los truenos. ¡Pláfate! ¡Ploff! Los pedacitos de hielo cayeron sobre los nilocos dejando, en algunos casos,
heridos de cierta importancia. Y esto no fue todo.

- ¡Vamos al hospital!- dijo una niloquita a su abuela cuando la vio lastimada.

- ¡Ni loca!- le respondió su abuela.

- ¿Cómo ni loca?

Y cuando a la fuerza logró arrastrarla, el médico de guardia las miró con mala cara y balbuceó:

- Ni loco voy a atenderlas a la hora de la siesta.

- ¿Cómo ni loco?

Uno encadenado al otro, los sucesos provocaron un verdadero desastre en Villa Niloca. Heridos, peleas, gritos. Casi la destrucción.
Hasta que un joven niloco propuso calma. Y sin que nadie dijera “ni locos vamos a calmarnos”, toda la población se fue tranquilizando y se
dispuso a meditar.

- Pensemos- se decían unos a los otros los nilocos- Pensemos.

Y desde ese entonces es eso lo que están haciendo: pensando. Tal vez pase mucho tiempo hasta que en Villa Niloca los habitantes
comprendan por qué son como son y de qué manera podrían cambiar. Lo importante es que, tanto en esa villa como en cualquier otra parecida, la
gente se preocupe por vivir mejor. Aunque para eso haya que trabajar mucho.

Aunque, al fin de cuentas, haya que enfrentar si es necesario, a don José de la Pereza cuyas ideas sobreviven entre sus fieles
sucesores.
Cuento 5: Preciosaurio
Prueba lunes 3 de junio de 2013

"Gracias por cuidarlo", decía la carta colgada de la canasta. Porque lo que dejaron en la puerta de mi casa—alguien
que quizás tocó el timbre y salió corriendo— fue una canasta con un huevo rojo del tamaño de una sandía.
Creí que era una broma. Pero al escuchar que el cascarón empezaba a quebrarse como cuando va a nacer un pollito, cargué
el bulto hasta mi pieza.

Y bien. "Gracias por cuidarlo", decía la nota. De nada, pensé. Pero... ¿Cuidar qué? De pronto, entre craques y cracs
por todos los costados, el huevo se abrió. Sin darme tiempo a respirar. O pestañear, o toser, o salir corriendo.
Asomó una cabeza verde con nariz de chanchito y me miró. Sus ojos brillaban como dos estrellas transparentes.

—Soy Silvia— me presenté, con la voz entrecortada.

Y el ser asomado del huevo, abriendo la bocota grande como todo el ancho de su cara, me sonrió. Cuando vi que hacía
fuerza para salir, me acerqué y lo ayudé a romper el cascarón. Su cuerpo era verde. Ni claro ni oscuro. Y tenía escamas
del mismo color. El cuello, largo como la cola, lucía un collar de pelusa amarilla. Y aunque no me animaba a tocarlo, debo
confesar que me resultó simpático desde el principio.

Era una mezcla de dinosaurio, perro salchicha y elefante. Cosa extraña, era precioso. Lo miré un rato y fui a
consultar la enciclopedia: no era un hipopótamo ni un lagarto. No era un elefante marino, ni un yacaré, ni un dragón. No
encontré su nombre por ninguna parte. Así es que como era precioso y se parecía un poco a los animales prehistóricos, lo
llamé Preciosaurio.
Claro que haberle puesto nombre no alcanzaba para conocer sus costumbres. Entonces le ofrecí un poco de leche.
Puse un litro en un plato. Se lo tragó de un solo sorbo y como no se movía le agregué otro tanto.
Recién después de gastar más de la mitad de mis ahorros comprando leche y, con el plato cambiado por un balde, el
cachorrito se dio por satisfecho y se me tiró en los brazos. Fue la primera vez que un recién nacido me sentó de cola para
hacerme mimos.

Sí. Sólo cuando lo tuve entre mis brazos se me ocurrió preguntarme qué haría con él. En eso pensaba cuando el
preciosaurio se quedó dormido. Lo tapé con mi frazada y entonces supe que ya no podría dejarlo. Mis amigos me ayudaron
mucho, sobre todo cuando empezaron los problemas.

A mi preciosaurio había que alimentarlo. Y eso no era nada fácil. A las palanganas de leche hubo que agregar pan duro
y después frutas y verduras. Y, al fin, todos los restos de comida del vecindario. Crecía sin parar. Le armamos una cama,
pero la cabeza no tardó en salírsele por todos los costados. Era enorme. Al moverse chocaba contra las paredes. Y cuando
quería levantar lo que a su paso caía, volvía a tirar otra cosa. A veces se convertía en montaña para que nosotros lo
escaláramos. Nos dejaba trepar por su lomo y construir aventuras con su sola presencia.
Recién cuando su cabeza pegó contra el techo me di cuenta de que ya no le alcanzaba el espacio de mi habitación.

El pobre se quedaba quietito y agachado para no traer problemas. Pero cuando hubo que poner mi cama sobre su lomo
verde, mis padres me dieron una semana para que me deshiciera de él.

Le pregunté al preciosaurio si pensaba crecer mucho más. Por sus antepasados, me juró que no. Volví a hablar con mis
padres. La respuesta entonces fue terminante: o sacaba el "monstruo" de la casa o...

Junté un poco de mi ropa. Rodeé el cuello de mi preciosaurio con una soga a modo de correa y, por primera vez,
salimos juntos a la calle. La calle lo impresionó hasta la locura. De tan contento pegó unos saltos que hundieron parte del
asfalto.
Era inmenso. Mi cabeza llegaba hasta la mitad de sus patas. La primera reacción de los vecinos al vernos partir, fue
encerrarse en sus casas. Y después, desatar el bombardeo: naranjazos, tomatazos, zapatazos. Nos pegaron sin compasión.
Y cuando él vio que me habían lastimado, me cargó sobre su lomo.

En pocos minutos se empezaron a escuchar helicópteros y aviones sobrevolando el barrio. Las veredas se llenaron de
curiosos.

— ¡Fuera monstruo! —gritaban al preciosaurio.

Fotógrafos de todo el mundo encandilaban sus ojos transparentes con flashes. Altoparlantes, gritos y bocinas
amenazaban nuestra vida.

Pude ver cuando su nariz de chanchito se cubría de lagrimones y chorros de llanto bajaban como una catarata hasta
su boca. Lo que nunca imaginé es lo que después sucedería.

Rápido, como el más veloz de los caballos, mi preciosaurio empezó a galopar sin rumbo. Bien lejos del peligro, me
hizo bajar de su lomo y, cansado, muy cansado se echó sobre el pasto a dormir.

Habría pasado una hora cuando intenté despertarlo y ya no pude. Su cuerpo empezó a cambiar de colores hasta
volverse transparente. Y derritiéndose de a poco, se transformó en una laguna que todavía existe.

Fue a orillas de esas aguas que apareció un huevo rojo del tamaño de una sandía. Lo agarré con cuidado. Caminé y
caminé con él hasta conseguir una canasta. Metí en ella el huevo rojo y con un cartelito que decía: "Gracias por cuidarlo",
lo dejé en la puerta de la primer casa que encontré.

Estaba triste y cansada. Así que toqué el timbre y salí corriendo.


Cuento 6: La abuela electrónica
Prueba lunes 10 de junio de 2013

Mi abuela funciona a pilas. O con electricidad, depende. Depende de la energía que necesite para lo que haya que hacer. Si la tarea es
cuidarme cuando mis padres salen de noche, la dejan enchufada. La sientan sobre la mecedora que está al lado de mi cama y le empalman un
cable que llega hasta el teléfono por cualquier emergencia. Si en cambio va a prepararme una torta o hacerme la leche cuando vuelvo del
colegio, le colocamos las pilas para que se mueva con toda libertad.

Mi abuela es igual a las otras. En serio. Sólo que está hecha con alta tecnología. Sin ir más lejos, tiene doble casetera y eso es bárbaro
porque se le pueden pedir dos cosas al mismo tiempo. Y ella responde. Mi abuela es mía.
Me la trajeron a casa apenas salió a la venta. Mis padres la pagaron con tarjeta de crédito a la mañana, y a la tarde ya estaba con nosotros.

Es que mi familia es muy moderna. Modernísima. A tal punto mi mamá y mi papá están preocupados por andar a la moda que no guardan ni
el más mínimo recuerdo. De un día para otro tiran lo que pasó a la basura. A lo mejor es por eso, ahora que lo pienso, que tengo tan mala
memoria y no puedo acordarme entera ni siquiera la tabla del dos.

Desde que la abuela está en casa, sin embargo, las cosas en la escuela no me van tan mal. Para empezar, ella tiene un dispositivo
automático que todas las tardes se pone en marcha a la hora de hacer los deberes. Es así: se le prende una luz y se acciona una palanca.
Abandona automáticamente lo que está haciendo y sus radares apuntan hacia donde estoy. Entonces me levanta por la cintura y me sienta
junto a ella frente al escritorio. Ahí empezamos a resolver las cuentas y los problemas de regla de tres. O a calcar un mapa con tinta china
negra.

Aunque nadie se lo pida, mi abuela lleva un registro exacto de mis útiles escolares. Por otro lado, le aprieto un botón de la espalda y el
agujero de su nariz se convierte en sacapuntas. Le muevo un poco la oreja y las yemas de los dedos se vuelven gomas de tinta y lápiz.

Tener una abuela como la mía me encanta. Sobre todo cuando está enchufada, porque así puede gastar toda la energía que se le dé la
gana y no cuesta demasiado mantenerla, como dice mi papá, que además de moderno es un tacaño y sufre como un perro cada vez que a mi
abuela hay que cambiarle las pilas.
Casi todas las noches yo la enchufo un rato antes de irme a dormir. Así me cuenta un cuento. O lo hace aparecer en su pantalla para que
yo lea mientras ella me acaricia la cabeza. Sabe millones. Basta colocarle el disquete correspondiente (porque también viene con disquetera) y
en cuestión de segundos empieza con alguna historia. Como es completamente automática, se apaga sola cuando me duermo. Cuando mi abuela
me cuenta un cuento o me canta algunas canciones, yo me olvido de que es electrónica.

Más que nunca parece una persona común y silvestre. Y es que además tiene una tecla de memoria que le permite escucharme. Yo puedo
contarle cosas y, oprimiendo esa tecla, ella archiva toda la información: al final sabe de mí más que ninguno.

Me gusta tener a mi abuela. Aunque salir a pasear con ella me traiga algunos inconvenientes: los que no son tan modernos como mi familia
nos miran mucho en la calle. Y se ríen. O quieren tocarla para ver de qué material es.
Ven algo raro en sus movimientos... o en su cara, no sé. Creo que las luces que tiene en los ojos no son cosa fácil de disimular.

A mí me encanta tener esta abuela. Hace unos días, sin embargo, mi mamá dijo que quería cambiarla por un modelo más nuevo. Dice que
salieron unas más chicas, menos aparatosas, con más funciones y a control remoto. La idea no me gusta para nada. Porque, aunque es cierto que
estoy bastante acostumbrado a los cambios, con esta abuela me siento muy bien.

Las habrá mejor equipadas, ya sé. Pero yo quiero a la abuela que tengo. Y es que, aparte, cada vez me convenzo más de que ella también
está acostumbrada a mí.

A decir verdad, desde que en casa están pensando en cambiar a la abuela, yo estoy tramando un plan para retenerla.
Sí. De a poquito la estoy entrenando para que pueda vivir por sus propios medios. Para que no deje que la compren y la vendan como si fuera
una cosa, un mueble usado.

Los otros días le desconecté la luz de los ojos y ahora le estoy enseñando a ver. Vamos bien. También le estoy enseñando a ser cariñosa
sin el disquete. Ésa es la parte que me resulta más fácil; a lo mejor porque me quiere, aunque ella todavía no lo sepa. Pienso seguir trabajando.

Mi objetivo es que aprenda a llorar. A llorar como loca. Y lo más pronto posible, así el día que se la quieran llevar como parte de pago
para traer una nueva, el escándalo lo armamos juntos...
Cuento 7: Noticias de un mono
Prueba

El de este cuento no es un mono como todos. No porque no tenga cara de mono, patas de mono y ojos de mono, que sí los tiene igual
que los demás. La diferencia de éste con los otros monos del planeta son sus costumbres: odia las bananas y adora leer el diario.

Decir que este mono detesta las bananas es apenas algo, pero no todo: tampoco le gustan las galletitas que le tiran los chicos
cuando visitan su jaula, no acepta nueces peladas, ni lechuga, ni tomates, ni manzanas, ni sopa, ni guiso, ni milanesa con papas fritas. Este
mono come pizza y nada más.

Decir que este mono solo se alimenta de pizza es apenas un detalle. Lo que más llama la atención de su conducta es otra cosa: su
pasión por leer el diario. La pasión de este mono por leer el diario fue descubierta hace apenas unos meses, cuando alguien olvidó un
periódico entre los barrotes de la jaula. Desde entonces, ver al mono leyendo se convirtió en una gran atracción. Periodistas, fotógrafos
y público empezaron a visitar el zoológico solamente para ver al animal, llevarle una pizza, dejarle diarios –a veces revistas- y sacarle
fotos.

Fue una tarde, mientras leía el diario, cuando el mono se encontró con una noticia que lo puso de muy mal humor. Hablaba de un tal
mono que vivía en el zoológico y que era muy poco mono (así decía la noticia) porque no hacía piruetas, no comía bananas y, además leía el
diario.

Sin saber que se trataba de él mismo, nuestro mono se puso a escribir y envió una carta al diario que decía más o menos así: Hay
personas que comen bananas y no leen el diario y sin embargo siguen siendo muy pero muy personas. Entonces... ¿por qué a los monos que
tienen gustos distintos los llaman “muy poco monos”? ¿eh?.

La gente comentó muy bien las palabras del animal. Llegaron miles de felicitaciones al director del diario por tener un periodista
tan inteligente.

¿Hace falta contar el final? El mono de esta historia fue contratado por el diario, y desde entonces no solo lo lee sino que también
escribe. ¿Y que escribe? Bueno... sobre el nacimiento de una cebra, la gripe de una jirafa y esas cosas. Noticias importantes, bah!.
Cuento 8: Juanita del montón
Prueba

Así la llamaban en el barrio “Juanita del montón". No porque hubiera un montón de Juanitas, sino por su
colección de montones. Ninguna cosa le gustaba de a una. Ni de a dos ni de a tres. De "a muchas" para arriba. Por
lo me- nos, de "a montón".

Ya de chica, a los siete años, se enfurecía porque eran sólo siete y quería tener más. Entonces sumaba los
años de todos sus amigos (los cinco de Manuela más los siete de Ramón, más los ocho de Susana más los cuatro de
Javier). Y los convertía en un montón. Y como para juntar un montón de años precisaba un montón de amigos,
Juanita era la chica más amigable del barrio.

Ni ella misma sabía cuántos eran. Pero estaba segura de que al menos —los amigos— eran un montón. Tal vez
por eso guardaba con tanto celo un montón de ganas de jugar.

—Porque —decía Juanita— sólo teniendo un montón de ganas de jugar es que puedo encontrar un montón de
amigos.

Y, bien, si para sumar aquel montón de años, necesitaba un montón de amigos, y para tener un montón de
amigos juntaba un montón de juguetes, lo que a Juanita le hacía falta entonces, era un montón de espacio donde
guardarlos. Convenció a su mamá y a su papá de que fueran a vivir a una casa con un montón de habitaciones. Y
cada habitación, con un montón de metros de largo y un montón de metros de ancho. El problema era que para
limpiar un montón de espacio, se necesitaban un montón de escobas, un montón de trapos y un montón de jabón.

Como se imaginarán, para comprar semejante montón, hace falta un montón de dinero. Bien sabía Juanita que
juntar tanto dinero le llevaría un montón de tiempo. Así es que guardó una a una las hojitas de un montón de
almanaques. Día a día hasta que los días se volvieron un montón. De tiempo, claro.

Y casi sin darse cuenta, cumplió los dieciséis. Hizo entonces una fiesta de cumpleaños en la que recibió un
montón de regalos. Había preparado un montón de diversiones para que se divirtieran un montón de personas.

Allí descubrió a Joaquín entre el montón de invitados. Y le pareció más lindo, más bueno y más divertido que
el montón. Bailó con él toda la tarde. Hasta que la fiesta se acabó.

Al día siguiente, y para no perder su costumbre de amontonar, Juanita fue a buscar muchos Joaquines para
tenerlos en montón. Dio un montón de pasos, atravesando montones de calles durante un montón de horas y todo
fue inútil. No pudo encontrar uno solo que fuera como el Joaquín de su fiesta.

Sintió un montón de tristeza. Y, derramando un montón de lágrimas, descubrió que tenía un montón de amor
adentro de un solo corazón. Y fue al médico para que le diera algunos corazones mas.

—Esto es imposible —dijo el doctor—. Para cada persona existe un solo corazón.

—¿Qué voy a hacer? —se dijo Juanita.

Y juntando el montón de palabras que conocía, trató de armar un montón de pensamientos que la ayudaran a
encontrar un montón de soluciones para su problema. Pero fue una sola idea la que se le ocurrió: ir a buscar a
Joaquín.

El único Joaquín que conoció. Lo buscó y lo buscó durante largas noches. Hasta el día en que volvieron a
encontrarse. Fue en el medio de un montón de alegría donde Juanita y Joaquín se enamoraron. Y, aunque parezca
mentira, entregándose un montón de amor, fueron felices un montón de tiempo.

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