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EDGAR ALLAN POE

LA UNIDAD DE IMPRESIÓN
Si una obra literaria es demasiado larga para ser leída de una sola vez, preciso es resignarse a perder el
importantísimo efecto que se deriva de la unidad de impresión, ya que si la lectura se hace dos veces, las
actividades mundanas interfieren destruyendo al punto toda totalidad. Pero dado que, ceteris paribus, ningún
poeta puede permitirse perder nada que sirva para apoyar su designio, queda por ver si en la extensión hay
alguna ventaja que compense la pérdida de unidad que le es intrínseca. Mi respuesta inmediata es negativa.
Lo que llamamos poema extenso es, en realidad, una mera sucesión de poemas breves, vale decir de
breves efectos poéticos. No hay necesidad de demostrar que un poema sólo es tal en la medida en que
excita intensamente el alma al elevarla, y una razón psicológica hace que toda excitación intensa sea breve.
De aquí que la mitad, por lo menos, del Paraíso perdido sea esencialmente prosa –una serie de excitaciones
poéticas alternadas, inevitablemente, con depresiones correspondientes--, y el total se ve privado, por su
gran extensión, de ese importantísimo elemento artístico que es la totalidad o unidad de efecto.
Parece evidente, pues, que en toda obra literaria se impone un límite preciso en lo que concierne a su
extensión: el límite de una sola sesión de lectura; y que si bien en ciertas obras en prosa, como Robinson
Crusoe –que no exige unidad--, dicho límite puede ser ventajosamente sobrepasado, jamás debe serlo en un
poema. Dentro de este límite puede establecerse una relación matemática entre la extensión de un poema y
su mérito, o sea, la excitación o elevación que produce, o, en otras palabras, el grado de auténtico efecto
poético que es capaz de lograr; pues resulta claro que la brevedad debe hallarse en razón directa de la
intensidad del efecto buscado, y esto último con una sola condición: la de que cierto grado de duración es
requisito indispensable para conseguir un efecto cualquiera. (...)

EL OBJETIVO Y LA TÉCNICA DEL CUENTO

Durante largo tiempo ha habido un infundado y fatal prejuicio literario que nuestra época tendrá a su cargo
aniquilar: la idea de que el mero volumen de una obra debe pesar considerablemente en nuestra estimación
de sus méritos. El más mentecato de los autores de reseñas de las revistas trimestrales no lo será al punto
de sostener que en el tamaño o el volumen de un libro, abstractamente considerados, haya nada que pueda
despertar especialmente nuestra admiración. Es cierto que una montaña, a través de la sensación de
magnitud física que provoca, nos afecta con un sentimiento de sublimidad, pero no podemos admitir
influencia semejante en la contemplación de un libro, ni aunque se trate de La Columbiada. Las mismas
revistas trimestrales no lo admitirán; sin embargo, ¿qué debemos entender en su continuo parloteo sobre “el
esfuerzo sostenido”? Admitiendo que tan sostenido esfuerzo haya creado una epopeya, admiremos el
esfuerzo (si es cosa de admirar), pero no la epopeya a cuenta de aquél. En tiempos venideros el buen
sentido insistirá probablemente en medir una obra de arte por la finalidad que llena, por la impresión que
provoca, antes que por el tiempo que le llevó llenar la finalidad o por la extensión del “sostenido esfuerzo”
necesario para producir la impresión. La verdad es que la perseverancia es una cosa y el genio otra muy
distinta; y todo el trascendentalismo pagano no podrá confundirlos.
(...) Pero de sus cuentos [de Hawthorne] deseo hablar en especial. Opino que en el dominio de la
mera prosa, el cuento propiamente dicho ofrece el mejor campo para el ejercicio del más alto talento. Si se
me preguntara cuál es la mejor manera de que el más excelso genio despliegue sus posibilidades, me
inclinaría sin vacilar por la composición de un poema rimado cuya duración no exceda de una hora de
lectura. Sólo dentro de este límite puede alcanzarse la más alta poesía. Señalaré al respecto que en casi
todas las composiciones, el punto de mayor importancia es la unidad de efecto o impresión. Esta unidad no
puede preservarse adecuadamente en producciones cuya lectura no alcanza a hacerse en una sola vez.
Dada la naturaleza de la prosa, podemos continuar la lectura de una composición durante mucho mayor
tiempo del que resulta posible en un poema. Si este último cumple de verdad las exigencias del sentimiento
poético, producirá una exaltación del alma que no puede sostenerse durante mucho tiempo. Toda gran
excitación es necesariamente efímera. Así, un poema extenso constituye una paradoja. Y sin unidad de
impresión no se pueden lograr los efectos más profundos. Las epopeyas fueron producto de un sentido
imperfecto del arte, y su reino ha terminado. Un poema demasiado breve podrá lograr una vívida impresión,
pero jamás intensa o duradera. El alma no se emociona profundamente sin cierta continuidad de esfuerzo,
sin cierta duración en la reiteración del propósito. Hace falta la gota de agua sobre la roca. De Béranger ha
creado brillantes composiciones, punzantes y conmovedoras, pero como a todos los cuerpos carentes de
peso, les falta impulso de movimiento y no alcanzan a satisfacer el sentimiento poético. Chispean y excitan,

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pero por falta de continuidad no llegan a impresionar profundamente. La brevedad extremada degenera en lo
epigramático; el pecado de la longitud excesiva es aún más imperdonable. In medio tutissimus ibis.
Si se me pidiera que designara la clase de composición que, después del poema tal como lo he
sugerido, llene mejor las demandas del genio, y le ofrezca el campo de acción más ventajoso, me
pronunciaría sin vacilar por el cuento en prosa tal como lo practica aquí Mr. Hawthorne. Aludo a la breve
narración cuya lectura insume entre media hora y dos. Dada su longitud, la novela ordinaria es objetada por
las razones ya señaladas en sustancia. Como no puede ser leída de una sola vez, se ve privada de la
inmensa fuerza que se deriva de la totalidad. Los sucesos del mundo exterior que intervienen en las pausas
de la lectura, modifican, anulan o contrarrestan en mayor o menor grado las impresiones del libro. Basta
interrumpir la lectura para destruir la auténtica unidad. El cuento breve, en cambio, permite al autor
desarrollar plenamente su propósito, sea cual fuera. Durante la hora de lectura, el alma del lector está
sometida a la voluntad de aquél. Y no actúan influencias externas o intrínsecas, resultantes del cansancio o
la interrupción.
Un hábil artista literario ha construido un relato. Si es prudente, no habrá elaborado sus pensamientos
para ubicar los incidentes, sino que, después de concebir cuidadosamente cierto efecto único y singular,
inventará los incidentes, combinándolos de la manera que mejor lo ayuda a lograr el efecto preconcebido. Si
su primera frase no tiende ya a la producción de dicho efecto, quiere decir que ha fracasado en el primer
paso. No debería haber una sola palabra en toda la composición cuya tendencia, directa o indirecta, no se
aplicara al designio preestablecido. Y con esos medios, con ese cuidado y habilidad, se logra por fin una
pintura que deja en la mente del contemplador un sentimiento de plena satisfacción. La idea del cuento ha
sido presentada sin mácula, pues no ha sufrido ninguna perturbación; y es algo que la novela no puede
conseguir jamás. La brevedad indebida es aquí tan recusable como en la novela, pero aún más debe
evitarse la excesiva longitud.
Ya hemos dicho que el cuento posee cierta superioridad, incluso sobre el poema. Mientras el ritmo de
este último constituye ayuda esencial para el desarrollo de la más alta idea de poema –la idea de lo Bello--,
las artificialidades del ritmo forman una barrera insuperable para el desarrollo de todas las formas del
pensamiento y expresión que se basan en la Verdad. Pero con frecuencia y en alto grado el objetivo del
cuento es la verdad. Algunos de los mejores cuentos son cuentos fundados en el razonamiento. Y por eso
estas composiciones, aunque no ocupen un lugar tan elevado en la montaña del espíritu, tienen un campo
mucho más amplio que el dominio del mero poema. Sus productos no son nunca tan ricos, pero sí
infinitamente más numerosos y apreciados por el grueso de la humanidad. En resumen, el escritor de
cuentos en prosa puede incorporar a su tema una variadísima serie de modos o inflexiones del pensamiento
y la expresión (el razonante, por ejemplo, el sarcástico, el humorístico), que no sólo son antagónicos a la
naturaleza del poema sino que están vedados por uno de sus más peculiares e indispensables elementos:
aludimos, claro está, al ritmo. Podría agregarse aquí, entre paréntesis, que el autor que en un cuento en
prosa apunta a lo puramente bello, se verá en manifiesta desventaja, pues la Belleza puede ser mejor
tratada en el poema. No ocurre esto con el terror, la pasión, el horror o multitud de otros elementos. Se verá
aquí cuán prejuiciada se muestra la habitual animadversión hacia los cuentos efectistas, de los cuales
muchos excelentes ejemplos aparecieron en los primeros números del Blackwood. Las impresiones logradas
por ellos habían sido elaboradas dentro de una legítima esfera de acción, y tenían, por tanto, un interés
igualmente legítimo, aunque a veces exagerado. Los hombres de talento gustaban de ellos, aunque no
faltaron otros igualmente talentosos que los condenaron sin justas razones. El crítico auténtico se limitará a
demandar que el designio del autor se cumpla en toda su extensión, por los medios más ventajosamente
aplicables. (...)

Lauro Zavala (comp.) “Edgar Allan Poe” en Teorías del cuento I. Teorías de los cuentistas. Universidad
Nacional Autónoma de México, México, 1995, pp.13-18.

“EL TONEL DE AMONTILLADO”


Había yo soportado hasta donde me era posible las mil ofensas de que Fortunato me hacia objeto, pero
cuando se atrevió a insultarme juré que me vengaría. Vosotros, sin embargo, que conocéis bien mi alma no
pensaréis que proferí amenaza alguna. Me vengaría a la larga; esto quedaba definitivamente decidido, pero,
por lo mismo que era definitivo, excluía toda idea de riesgo. No sólo debía castigar, sino castigar con

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impunidad. No se repara un agravio cuando el castigo alcanza al reparador, y tampoco es reparado si el
vengador no es capaz de mostrarse como tal a quien lo ha ofendido.
Téngase en cuenta que ni mediante hechos ni palabras había yo dado motivo a Fortunato para
dudar de mi buena disposición. Tal como me lo había propuesto, seguí sonriente ante él, sin que se diera
cuenta de que mi sonrisa procedía, ahora, de la idea de su inmolación.
Un punto débil tenía este Fortunato, aunque en otros sentidos era hombre de respetar y aun de
temer. Enorgullecíase de ser un connaisseur en materia de vinos. Pocos italianos poseen la capacidad del
verdadero virtuoso. En su mayor parte el entusiasmo que fingen se adapta al momento y a la oportunidad, a
fin de engañar a los millonarios ingleses y austríacos. En pintura y en alhajas Fortunato era un impostor,
como todos sus compatriotas; pero en lo referente a vinos añejos procedía con sinceridad. No era yo
diferente de él en este sentido; experto en vendimias italianas, compraba con largueza todos los vinos que
podía.
Anochecía ya, una tarde en que la semana de carnaval llegaba a su locura máxima, cuando
encontré a mi amigo. Acercóseme con excesiva cordialidad, pues había estado bebiendo en demasía.
Disfrazado de bufón, llevaba un ajustado traje a rayas y lucía en la cabeza el cónico gorro de cascabeles.
Me sentí tan contento al verlo, que me pareció que no terminaría nunca de estrechar su mano.
--Mi querido Fortunato --le dije--, ¡qué suerte haberte encontrado! ¡Qué buen semblante tienes!
Acabo de recibir un barril de vino que pasa por amontillado, pero tengo mis dudas.
--¿Cómo? --exclamó Fortunato--. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible ¡Y a mitad de carnaval...!
--Tengo mis dudas --insistí--, pero he sido lo bastante tonto como para pagar su precio sin
consultarte antes. No pude dar contigo y tenía miedo de echar a perder un buen negocio.
--¡Amontillado!
--¡Tengo mis dudas!
--¡Amontillado!
--Y quiero salir de ellas.
--¡Amontillado!
--Como estás ocupado, me voy a buscar a Lucresi. Si hay alguien con sentido crítico, es él. Me dirá
que...
--Lucresi es incapaz de distinguir entre amontillado y jerez.
--Y sin embargo no faltan tontos que afirman que su gusto es comparable al tuyo.
--¡Ven! ¡Vamos! --¿Adónde?
--A tu bodega.
--No, amigo mío. No quiero aprovecharme de tu bondad. Noto que estás ocupado, y Lucresi...
--No tengo nada que hacer; vamos.
--No, amigo mío. No se trata de tus ocupaciones, pero veo que tienes un fuerte catarro. Las criptas
son terriblemente húmedas y están cubiertas de salitre.
--Vamos lo mismo. Este catarro no es nada. ¡Amontillado! Te has dejado engañar. En cuanto a
Lucresi, es incapaz de distinguir entre jerez y amontillado.
Mientras decía esto, Fortunato me tomó del brazo. Yo me puse un antifaz de seda negra y,
ciñéndome una roquelaure, dejé que me llevara apresuradamente a mi palazzo.
No encontramos sirvientes en mi morada, habíanse escapado para festejar alegremente el carnaval.
Como les había dicho que no volvería hasta la mañana siguiente, dándoles órdenes expresas de no
moverse de casa, estaba bien seguro de que todos ellos se habían marchado de inmediato apenas les hube
vuelto la espalda.
Saqué dos antorchas de sus anillas y, entregando una a Fortunato, lo conduje a través de múltiples
habitaciones hasta Ia arcada que daba acceso a las criptas. Descendimos una larga escalera de caracol,
mientras yo recomendaba a mi amigo que bajara con precaución. Llegamos por fin al fondo y pisamos juntos
el húmedo suelo de las catacumbas de los Montresors.
Mi amigo caminaba tambaleándose, y al moverse tintinearon los cascabeles de su gorro.
--El tonel --dijo.
--Está más adelante --contesté--, pero observa las blancas telarañas que brillan en las paredes de
estas cavernas.
Se volvió hacia mí y me miró en los ojos con veladas pupilas, que destilaban el flujo de su
embriaguez.
--¿Salitre? --preguntó, después de un momento.
--Salitre –repuse--. ¿Desde cuándo tienes esa tos?
El violento acceso impidió a mi pobre amigo contestarme durante varios minutos.
--No es nada --dijo por fin.

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--Vamos --declaré con decisión--. Volvámonos: tu salud es preciosa. Eres rico, respetado, admirado,
querido: eres feliz como en un tiempo lo fui yo. Tu desaparición seria lamentada, cosa que no ocurrirá en mi
caso. Volvamos, pues, de lo contrario, te enfermarás, y no quiero tener esa responsabilidad. Además está
Lucresi, que...
--¡Basta! --dijo Fortunato--. Esta tos no es nada y no me matará. No voy a morir de un acceso de
tos.
--Ciertamente que no --repuse--. No quería alarmarte innecesariamente. Un trago de este Medoc
nos protegerá de la humedad.
Rompí el cuello de una botella que había extraído de una larga hilera de la misma clase colocada en
el suelo.
--Bebe --agregué, presentándole el vino.
Mirándome de soslayo, alzó la botella hasta sus labios. Detúvose y me hizo un gesto familiar,
mientras tintineaban sus cascabeles.
--Brindo –dijo-- por los enterrados que reposan en torno de nosotros.
--Y yo brindo porque tengas una larga vida.
Otra vez me tomó del brazo y seguimos adelante.
--Estas criptas son enormes --observó Fortunato.
--Los Montresors --repliqué-- fueron una distinguida y numerosa familia.
--He olvidado vuestras armas.
--Un gran pie humano de oro en campo de azur; el pie aplasta una serpiente rampante, cuyas garras
se hunden en el talón.
--¿Y el lema?
--Nemo me impune lacessit.
--¡Muy bien! --dijo Fortunato.
Chispeaba el vino en sus ojos y tintineaban los cascabeles. El Medoc había estimulado también mi
fantasía. Dejamos atrás largos muros formados por esqueletos apilados, entre los cuales aparecían también
toneles y pipas, hasta llegar a la parte más recóndita de las catacumbas. Me detuve otra vez, atreviéndome
ahora a tomar del brazo a Fortunato por encima del codo.
--¡Mira cómo el salitre va en aumento! –dije--.
Abunda como el moho en las criptas. Estamos debajo del lecho del río. Las gotas de humedad caen
entre los huesos... Ven, volvámonos antes de que sea demasiado tarde. La tos...
--No es nada --dijo Fortunato--. Sigamos adelante, pero bebamos antes otro trago de Medoc.
Rompí el cuello de un frasco de De Grâve y se lo alcancé. Vaciólo de un trago y sus ojos se llenaron
de una luz salvaje. Riéndose, lanzó la botella hacia arriba, gesticulando en una forma que no entendí.
Lo miré, sorprendido. Repitió el movimiento, un movimiento grotesco.
--¿No comprendes?
--No --repuse.
--Entonces no eres de la hermandad.
--¿Cómo?
--No eres un masón.
--¡Oh, sí! –exclamé--. ¡Sí lo soy!
--¿ Tú, un masón? ¡Imposible!
--Un masón --insistí.
--Haz un signo --dijo él--. Un signo.
--Mira --repuse, extrayendo de entre los pliegues de mi roquelaure una pala de albañil.
--Te estás burlando --exclamó Fortunato retrocediendo algunos pasos. Pero vamos a ver ese
amontillado.
--Puesto que lo quieres –dije, guardando el utensilio y ofreciendo otra vez mi brazo a Fortunato, que
se apoyó pesadamente. Continuamos nuestro camino en busca del amontillado. Pasamos bajo una hilera
de arcos muy bajos, descendimos, seguimos adelante y, luego de bajar otra vez, llegamos a una profunda
cripta, donde el aire estaba tan viciado que nuestras antorchas dejaron de llamear y apenas alumbraban.
En el extremo más alejado de la cripta se veía otra menos espaciosa. Contra sus paredes se habían
apilado restos humanos que subían hasta la bóveda, como puede verse en las grandes catacumbas de
París. Tres lados de esa cripta interior aparecían ornamentados de esta manera. En el cuarto, los huesos se
habían desplomado y yacían dispersos en el suelo, formando en una parte un amontonamiento bastante
grande. Dentro del muro así expuesto por la caída de los huesos, vimos otra cripta o nicho interior, cuya
profundidad sería de unos cuatro pies, mientras su ancho era de tres y su alto de seis o siete. Parecía haber
sido construida sin ningún propósito especial, ya que sólo constituía el intervalo entre dos de los colosales

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soportes del techo de las catacumbas, y formaba su parte posterior la pared, de sólido granito, que las
limitaba.
Fue inútil que Fortunato, alzando su mortecina antorcha, tratara de ver en lo hondo del nicho. La
débil luz no permitía adivinar dónde terminaba.
--Continúa --dije--. Allí está el amontillado. En cuanto a Lucresi...
--Es un ignorante --interrumpió mi amigo, mientras avanzaba tambaleándose y yo lo seguía pegado
a sus talones. En un instante llegó al fondo del nicho y, al ver que la roca interrumpía su marcha, se detuvo
como atontado. Un segundo más tarde quedaba encadenado al granito. Había en la roca dos argollas de
hierro, separadas horizontalmente por unos dos pies. De una de ellas colgaba una cadena corta; de la otra,
un candado. Pasándole la cadena alrededor de la cintura, me bastaron apenas unos segundos para
aherrojarlo. Demasiado estupefacto estaba para resistirse. Extraje la llave y salí del nicho.
--Pasa tu mano por la pared –dije-- y sentirás el salitre. Te aseguro que hay mucha humedad. Una
vez más, te imploro que volvamos. ¿No quieres? Pues entonces, tendré que dejarte. Pero antes quiero
ofrecerte todos mis servicios.
--¡El amontillado! --exclamó mi amigo, que no había vuelto aún de su estupefacción.
--Es cierto –repliqué--. El amontillado.
Mientras decía esas palabras, fui hasta el montón de huesos de que ya he hablado. Echándolos a
un lado, puse en descubierto una cantidad de bloques de piedra y de mortero. Con estos materiales y con
ayuda de mi pala de albañil comencé vigorosamente a cerrar la entrada del nicho.
Apenas había colocado la primera hilera de mampostería, advertí que la embriaguez de Fortunato
se había disipado en buena parte. La primera indicación nació de un quejido profundo que venía de lo hondo
del nicho. No era el grito de un borracho. Siguió un largo y obstinado silencio. Puse la segunda hilera, la
tercera y la cuarta; entonces oí la furiosa vibración de la cadena. El ruido duró varios minutos, durante los
cuales, y para poder escucharlo con más comodidad, interrumpí mi labor y me senté sobre los huesos.
Cuando, por fin, cesó el resonar de la cadena, tomé de nuevo mi pala y terminé sin interrupción la quinta, la
sexta y la séptima hilera. La pared me llegaba ahora hasta el pecho. Detúveme nuevamente y, alzando la
antorcha sobre la mampostería, proyecté sus débiles rayos sobre la figura allí encerrada.
Una sucesión de agudos y penetrantes alaridos, brotando súbitamente de la garganta de aquella
forma encadenada, me hicieron retroceder con violencia. Vacilé un instante y temblé. Desenvainando mi
espada, me puse a tantear con ella el interior del nicho, pero me bastó una rápida reflexión para
tranquilizarme. Apoyé la mano sobre la sólida muralla de la catacumba y me sentí satisfecho. Volví a
acercarme al nicho y contesté con mis alaridos a aquel que clamaba. Fui su eco, lo ayudé, lo sobrepujé en
volumen y en fuerza. Sí, así lo hice, y sus gritos acabaron por cesar.
Ya era media noche y mi tarea llegaba a su término. Había completado la octava, la novena y la
décima hilera. Terminé una parte de la undécima y última, sólo quedaba por colocar y fijar una sola piedra.
Luché con su peso y la coloqué parcialmente en posición. Pero entonces brotó desde el nicho una risa
apagada que hizo erizar mis cabellos. La sucedió una voz lamentable, en la que me costó reconocer la del
noble Fortunato.
--¡Ja, ja..., ja, ja! ¡Una excelente broma por cierto... una excelente broma...! ¡Cómo vamos a reírnos
en el palazzo..., ja, ja..., mientras bebamos..., ja, ja...!
--¡El amontillado! --dije.
--¡Ja, ja...! ¡Sí..., el amontillado...! Pero... ¿no se está haciendo tarde? ¿No nos estarán esperando
en el palazzo... mi esposa y los demás? ¡Vámonos!
--Sí –dije--. Vámonos.
--¡Por el amor de Dios, Montresor!
--Sí –dije--. Por el amor de Dios.
Esperé en vano la respuesta a mis palabras. Me impacienté y llamé en voz alta:
--¡Fortunato!
Silencio. Llamé otra vez:
--¡Fortunato!
No hubo respuesta. Pasé una antorcha por la abertura y la dejé caer dentro. Sólo me fue devuelto
un tintinear de cascabeles. Sentí que una nausea me envolvía; su causa era la humedad de las catacumbas.
Me apresuré a terminar mi trabajo. Puse la última piedra en su sitio y la fijé con el mortero. Contra la nueva
mampostería volví a alzar la antigua pila de huesos. Durante medio siglo, ningún mortal los ha perturbado.
¡In pace requiescat!

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Edgar Allan Poe: “El tonel de amontillado” en Narraciones completas, Ediciones Huracán, Instituto Cubano
del Libro, La Habana, 1973, pp. 157-165.

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ANTON CHEJOV

LA TÉCNICA DEL CUENTO


FRAGMENTO DE UNA CARTA A ALEXANDER P. CHEJOV, ABRIL 1883
Le pones poca atención a las pequeñeces en tus cuentos no obstante que, por naturaleza, no eres un
escritor subjetivo. Dejar de lado esa subjetividad resulta tan fácil como tomarse una copa. Pero se requiere
ser más honesto, lanzarse por la borda donde sea, no interponérsele al héroe de nuestra novela, renunciar a
uno mismo aunque sea durante media hora. Escribes un cuento en el que una pareja de jóvenes recién
casados se besan durante toda la cena, se duelen sin razón y derraman torrentes de lágrimas. Ni una
palabra sensata; puro sentimentalismo. No escribiste para el lector. Escribiste porque disfrutas ese tipo de
parloteo. Pero imagínate que tuvieras que describir la cena, cómo comían, cómo era el cocinero, qué tan
insípido era tu héroe, qué tan contento estaba con su negligente felicidad, qué tan insípida era tu heroína,
qué tan ridículo resulta su amor por ese glotón con una servilleta amarrada al cuello. A todos nos gusta mirar
a la gente contenta, es verdad. Pero describirla, describir lo que dijeron y cuántas veces se besaron no
resulta suficiente. Se requiere de algo más: libérate de la expresión personal que una plácida felicidad
melosa produce en todos nosotros... La subjetividad es algo terrible. Es negativa sobre todo en esto: que
deja ver las manos y los pies del autor. Te aseguro que todas las hijas de los ministros religiosos y las
esposas de los oficinistas que leen tus obras deben estar enamoradas de ti, y si fueras alemán beberías
gratis en las cervecerías donde sirven las mujeres. Si no fuera por esa subjetividad serías el mejor de los
artistas. Sabes reír, punzar y ridiculizar, posees un estilo claro, has vivido, has visto mucho, pero lástima,
has desperdiciado tu material...

FRAGMENTO DE UNA CARTA A ALEXANDER P. CHEJOV, MAYO 19, 1886


En mi opinión una descripción auténtica de la naturaleza debe ser muy breve y tener un efecto determinante.
Lugares comunes tales como “el sol se bañaba sobre las olas del mar que se oscurecía vertiendo su oro
morado”, etc. o “las golondrinas que volaban sobre la superficie del agua gorjearon alegremente...” deben
desecharse. En las descripciones de la naturaleza uno debe concentrarse sobre los detalles, agrupándolos
de tal modo que, al leerlos y cerrar los ojos, se obtenga una imagen de lo descrito.
Por ejemplo, puedes lograr el efecto totalizante de un claro de luna si escribes que en la poza de un
molino el puntito brillante de una estrella iluminó el cuello de una botella rota y la sombra negra y rotunda de
un perro o un lobo apareció y corrió, etc. La naturaleza logra adquirir vida propia si comparas los fenómenos
con actividades humanas comunes y corrientes, etc.
En la esfera de lo psicológico los detalles son también la norma. Dios nos libre de los lugares
comunes. Lo mejor es evitar la descripción de lo que ocurre en la mente del héroe; eso debe quedar claro a
partir de las acciones del protagonista. No es necesario contar con muchos personajes. El centro de
gravedad debe recaer en dos personas: él y ella...
Te escribo esto como un lector que tiene un gusto definido. También para que cuando escribas no te
sientas solo. Sentirse solo en un trabajo resulta muy duro. Mejor una crítica adversa que ninguna crítica, ¿no
es cierto?

FRAGMENTO DE UNA CARTA A I. L. SCHEGLOW, ENERO 22, 1888


¡Hombre de poca fe! Deseas saber cuáles son los errores que encontré en tu “Mignon”. Antes de que te los
comente te advierto que se trata de intereses técnicos más que de crítica literaria. Sólo un escritor, que no
un lector, puede apreciarlos. Hélos aquí: me parece que tú, un autor escrupuloso y desconfiado, por el temor
de que tus personajes no queden bien definidos, te has vuelto muy dado a descripciones exageradamente
detalladas. El resultado es un abigarramiento de efectos que daña la impresión general.
Para señalar qué tanto nos puede afectar la música a veces, pero desconfiando de la habilidad del
lector para captar lo que intentabas decir, te lanzas con entusiasmo a describir la psicología de tu Feodrik; la
psicología funciona, pero entre amare, morire y el balazo, puesto fuera de tiempo, le das la oportunidad al
lector de recuperarse del dolor de amare, morire antes de llegar a la escena del suicidio. Pero no puedes
darle la oportunidad al lector de recuperarse: debes mantenerlo todo el tiempo en suspenso. Estos
comentarios no serían pertinentes si “Mignon” fuera una novela. Las obras extensas y detalladas poseen sus
particularidades propias que requieren de una ejecución más cuidadosa que no toma en cuenta la impresión
total. Pero en los cuentos es mucho mejor quedarse corto que decir demasiado. Porque, porque no sé por
qué...
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FRAGMENTO DE UNA CARTA A A. S. SOUVORIN, OCTUBRE 27, 1888
Me escribes que el héroe de mi “Fiesta” es un personaje que debe desarrollarse. ¡Dios mío! No soy un
desalmado. Comprendo que degüello a mis personajes, que los echo a perder y que desaprovecho una
buena parte de mi material... Sobre mi conciencia te juro que le hubiera dedicado seis meses a “La fiesta”.
Me gusta hacer las cosas con calma y no me atrae publicar al vapor. Yo quisiera haber descrito, con placer,
con sentimiento, con tranquilidad, todo lo concerniente a mi héroe: describir el estado de su mente mientras
su esposa se va a trabajar, el juicio del que es objeto, la desagradable sensación que tiene una vez que lo
condenan; hubiera descrito a la comadrona y a los médicos bebiendo té a medianoche, la lluvia... Esto no
me hubiera proporcionado nada más que placer, porque yo disfruto el dolor y la holgazanería. ¿Pero qué iba
a hacer? Empecé el cuento el 10 de septiembre con la idea de que lo debería terminar el 5 de octubre a más
tardar; de no ser así dejaría mal al editor y me quedaría sin el pago. Al principio me dejo ir y escribo con
tranquilidad; pero a la mitad me empiezo a amilanar y temo que mi cuento esté demasiado extenso: debo
tener en mente que el Sieverny Viestnik no dispone de mucho dinero y que yo soy uno de sus colaboradores
caros. Es por ello que los principios de mis cuentos son muy promisorios y dan la idea de que estuviera
iniciando una novela; la parte de en medio es tímida y apresurada y el final es, como en un breve apunte,
todo un fuego artificial. De modo que al planear un cuento uno se va forzando a pensar primero en la
estructura: de un grupo de personajes principales y secundarios uno elige a una persona: el marido o la
mujer; la coloca sobre el lienzo y la pinta sola, engrandeciéndola mientras los otros personajes se distribuyen
sobre la tela como moneditas. Y el resultado es algo como la bóveda celeste: una enorme luna con muchas
estrellitas alrededor. Pero la Luna por sí sola no constituye un logro ya que sólo se puede comprender si las
estrellas son inteligibles también y las estrellas no estuvieron bien resueltas. Así que lo que hago no es
literatura sino algo como el remiendo en un abrigo. ¿Qué debo hacer? No lo sé, no sé sino confiar al tiempo
que cura todas las cosas.
Otra vez sobre mi conciencia: aún no he iniciado mi trabajo literario aunque ya haya ganado algún
premio. Los temas de cinco cuentos y dos novelas se adormecen en mi mente. Una de las novelas la
concebí hace mucho, y varios de mis personajes se han envejecido sin que haya logrado escribirlos nunca.
En mi imaginación hay un batallón entero pidiendo salir y en espera de las palabras de acción. Todo lo que
he escrito hasta ahora es basura en comparación con lo que me gustaría escribir y escribir
apasionadamente. Me da igual escribir “La fiesta” o “Luces” o un vodevil o una carta a un amigo: me resulta
aburrido, hueco, mecánico y me molesta la importancia que ciertos críticos le adjudican a “Luces”, por
ejemplo. Me doy cuenta de que engaño a mucha gente con mi obra como engaño a otros con mi cara, que
puede parecer indistintamente seria o jovial. No me gusta el éxito. Los temas que descansan en mi mente
están molestos, celosos de lo que he escrito. Me temo que la basura es lo que ha salido y las cosas mejores
se han quedado tiradas... puede parecer exagerado y mucho de lo que digo es sólo parte de lo que imagino,
pero hay algo de cierto en ello, una buena parte. ¿A qué le llamo bueno? Las imágenes que me parecen
mejores, las que más celo y amo las gasto y desperdicio a causa de alguna “Fiesta” que escribo contra el
tiempo... Si mi amor está equivocado yo estoy mal pero ¡tal vez no esté tan equivocado! O bien soy un tonto
y un farsante o en realidad soy un organismo capaz de llegar a ser un buen escritor. Todo lo que escribo
ahora me disgusta y me aburre, pero lo que se queda en mi mente me interesa, me entusiasma y me nueve,
de donde concluyo que todo el mundo hace la cosa equivocada y sólo yo poseo el secreto para hacer lo
debido. Casi todos los escritores piensan así. Pero el mismo diablo se rompería la cabeza tratando de
resolver estos problemas...

DE UNA CARTA A A. S. SOUVORIN, ABRIL 1, 1890


Me reclamas mi objetividad, llamándola indiferencia hacia el bien y hacia el mal, falto de ideales y de ideas y
quién sabe qué cosa más. Tú querrías que cuando describo a los abigeos dijera: “Robar caballos está mal”.
Pero eso se sabe desde hace mucho sin necesidad de decirlo. Dejemos que el jurado lo juzgue; mi oficio es
simplemente mostrar cómo es la gente. Yo escribo: estás leyendo sobre unos abigeos, así que déjame
decirte que no se trata de limosneros sino de gente bien alimentada, gente que tiene un culto especial y que
el robo de caballos no es sólo un robo sino pasión. Por supuesto que sería placentero combinar el arte con
el sermón pero para mí personalmente es muy difícil y casi imposible debido a las condiciones técnicas.
Verás: para describir lo que son los ladrones de caballos en setecientas líneas debo hablar y pensar todo el
tiempo en su tono y sentir su espíritu, de otro modo si me meto subjetivamente con ellos, la imagen se hace
borrosa y el cuento no será tan compacto como deben ser los cuentos. Cuando escribo confío plenamente
en que el lector añadirá los elementos subjetivos que están faltando en el cuento.

8
DE UNA CARTA A E.M.S., NOVIEMBRE 17, 1895
Leí tu cuento con gran placer. Tu mano ha adquirido seguridad y tu estilo ha mejorado. Me gusta el cuento
salvo el final, al que, para mí, le falta fuerza... Pero éste es un problema de gusto que no es tan importante.
Si uno va a hablar sobre fallas en un cuento no es posible limitarse a los detalles. Tienes un defecto que, en
mi opinión, es el siguiente: no corriges tus cuentos y por consiguiente se ven floridos y sobrecargados. Tu
obra carece de la concisión que le da vida a las obras breves. Hay habilidad en tus cuentos; hay talento,
sentido literario, pero poco arte. Logras reunir a tus personajes de manera correcta pero no plásticamente. O
bien eres demasiado perezosa o no te atreves a quitar de un plumazo aquello que no contribuye al cuento.
Para esculpir un rostro en una pieza de mármol es necesario quitar todo aquello que no es la cara. ¿Me
entiendes? Hay además dos o tres expresiones raras que te he subrayado.

Lauro Zabala (comp): “Anton Chejov” en Teorías del cuento I. Teorías de los cuentistas, Universidad
Nacional Autónoma de México, México, 1995, pp. 19-26.

“CRONOLOGÍA VIVIENTE”
La sala del consejero civil Scharamikin está envuelta en una grata media luz. Una gran lámpara de
bronce, de pantalla verde, imprime un tinte verdoso, de un tono noche ucraniana, a las paredes, a los
muebles, a los rostros. En la chimenea, de cuando en cuando, se enciende súbitamente un leño a medio
consumir, inundando por un instante los rostros con reflejos de incendio. Esto no perjudica, sin embargo, al
conjunto armónico de luces. Se mantiene lo que llaman los pintores el tono general...
Ante la chimenea, en la postura del hombre que acaba de comer, hállase sentado el propio
Scharamikin, señor de edad, grises patillas de funcionario y tímidos ojos azules. Una expresión de ternura
invade su rostro, y sus labios se pliegan en una triste sonrisa. A sus pies, alargando éstos hacia la chimenea
y desperezándose, se sienta en una banquetica el vicegobernador Lopnev, hombre arrogante, de unos
cuarenta años. Nina, Kolia, y Vania, los hijos de Scharamikin, juegan junto al piano. Por la puerta,
ligeramente entreabierta, que conduce al despacho de la señora Scharamikina, penetra tímidamente la luz.
Allí, al otro lado de la puerta y ante su mesa de escritorio, está sentada Anna Pavlovna, la mujer de
Scharamikin, presidenta del Comité de Señoras de la localidad; vivaz y graciosa damita de
aproximadamente treinta años y un piquito. A través del cristal de los impertinentes sus ojitos negros
recorren deprisa las páginas de una novela francesa. Bajo la novela están las hojas desordenadas de una
Memoria del Comité, del año anterior.
--¡Nuestra ciudad, antes, era mucho más afortunada en ese sentido! --dice Scharamikin guiñando los
tímidos ojos, fijos en el carbón que se consume lentamente--. ¡No pasaba invierno sin que viniera por aquí
alguna estrella!... Aquí estuvieron actores y cantantes célebres, pero hoy en día... ¡esto es un asco!... ¡Por
aquí no viene nadie más que los prestidigitadores y los musicastros!... ¡No es posible gozar de placer
estético alguno!... ¡Se vive como en un bosque!... Sí... ¿Se acuerda usted, excelencia, de aquel trágico
italiano?..., ¿Cómo se llamaba?... ¡Muy moreno! ¡Alto!... ¡Dios me ilumine!... ¡Ah, sí!... Luigi Ernesto de
Ruggiero... ¡Un talento extraordinario!... ¡Qué fuerza la suya!... ¡Decía una palabra y el teatro se venía
abajo!... Mi Aniutochka se interesaba mucho por su talento. Ella fue la que le proporcionó el teatro y colocó
entradas para diez representaciones. Él, en compensación, le daba lecciones de declamación y de música.
¡Un hombre simpatiquísimo!... Hará cosa de unos doce años, para no mentirle, que vino por aquí... ¡No!...
¡Miento!... ¡Menos! Cosa de unos diez años. ¡Aniutochka!... ¿Qué edad tiene nuestra Nina?
--¡Ha cumplido los ocho! --dice desde su despacho Anna Pavlovna--. ¿Por qué?
-- Por nada, querida... Era que... También venían cantantes buenos. ¿Se acuerda usted del tenore
di Grazzia Perilipchin?... ¡Qué hombre tan agradable! ¡Qué apostura la suya!... Rubio... ¡Con un rostro tan
expresivo y unos ademanes parisienses!... ¡Y qué voz, excelencia! Sólo había que deplorar una cosa..., que
algunas notas las daba con el estómago y el re lo cogía de falsete. Si no hubiera sido por eso, lo demás
estaba todo muy bien... Decían que estudiaba con Tamberlik... Aniutochka y yo le conseguimos la sala en el
Círculo, y en agradecimiento se pasaba cantándonos los días y las noches enteras. Daba lecciones de canto
a Aniutochka. Vino..., me acuerdo como si fuera ayer..., durante la gran Cuaresma. Hará cosa de unos doce

9
años, no más. ¡Qué memoria la mía, y que Dios me perdone!... ¡Aniutochka! ¿Qué edad tiene nuestra
Nadechka?
--¡Doce!
--Doce..., eso es. Y si añadimos diez meses, trece... En nuestra ciudad, antes, puede decirse que
había más vida... ¡Los bailes benéficos, por ejemplo!... ¡Qué bailes más maravillosos teníamos entonces!
¡Qué encanto!... ¡Cómo te cantaban, te representaban y te leían!... Después, cuando la guerra, recuerdo que
esto se llenó de turcos prisioneros y que Aniutochka organizó una velada en beneficio de los heridos. Reunió
mil cien rublos... Me acuerdo que los oficiales turcos perdían la cabeza por la voz de Aniutochka y a cada
momento venían a besarle la mano. Asiáticos y todo, eran agradecidos. La velada resultó tan lograda que la
consigné en mi Diario, créame. Aquello fue, me acuerdo como si fuera ayer... en el año setenta y seis.
¡No!... En el setenta y siete... ¡No! Veamos... ¿Cuándo estaban aquí los turcos? ¡Aniutochka! ¿Qué edad
tiene nuestro Kolechka?
--Tengo siete años, papá –dice Kolia, un chicuelo morenito, de rostro tostado y cabellos como el
carbón.
--¡Sí!... ¡Envejecemos!... ¡Ya no hay aquella energía! --asiente Lopnev suspirando-- ¡Y la causa es
ésa! ¡La vejez, padrecito!... ¡No, no hay nuevos iniciadores y los viejos envejecieron!... ¡Ya no existe aquella
llama!... A mí, cuando era más joven, me desagradaba que la sociedad se aburriera... Yo era el primer
ayudante de su Anna Pavlovna. Si había que organizar una velada con un fin benéfico, o una lotería, o
atender a cualquier celebridad que viniera..., lo dejaba todo a un lado y me dedicaba a ello por completo. Me
acuerdo de que, durante un invierno, fue tanto lo que corrí que acabé cayendo enfermo... ¡Nunca me
olvidaré de aquel invierno!... ¿Se acuerda usted de la función que compusimos Anna Pavlovna y yo en favor
de los damnificados por el incendio?
--¿En qué año fue?
--No hace mucho... En el setenta y nueve...
--¡No!... Me parece que en el ochenta... Dígame... ¿qué edad tiene vuestro Vania?
--¡Cinco! --grita desde el despacho Anna Pavlovna.
--Pues entonces hace seis... Sí, amigo... Las cosas eran... ¡Ahora es de otra manera! ¡No hay aquel
fuego!...
Lopnev y Scharamikin quedan pensativos. El leño a medio consumir chisporrotea por última vez y se
cubre de cenizas.

Anton Chejov: “Cronología viviente” en La sala número 6 y otros cuentos, Editora Nacional de Cuba, La
Habana, 1964, pp. 161-163.

10
GUY DE MAUPASSANT

EL OBJETIVO DEL ESCRITOR

La meta (del escritor serio) no es contarnos una historia, no conmovernos o divertirnos, sino hacernos
pensar y llevarnos a entender el sentido oculto y profundo de los hechos. Dado que ha observado y
meditado, el escritor aprecia el universo, los objetos, los hechos y los seres humanos de una manera
personal que es el resultado de combinar sus observaciones y reflexiones. Lo que trata de comunicarnos es
esta visión personal del mundo, reproducida en su ficción. A fin de conmovernos como él ha sido conmovido
por el espectáculo de la vida, debe reproducirlo ante nuestros ojos con escrupulosa exactitud. Debe
componer su obra con tal sagacidad, con tal disimulo y aparente simplicidad, que sea imposible descubrir su
plan o percibir sus intenciones.
En lugar de urdir una aventura y desliarla de modo que sea interesante de principio a fin, el escritor
deberá partir de un momento determinado en la existencia de sus personajes y conducirlos a través de
transiciones naturales hasta el período siguiente. Ha de mostrar cómo las mentes cambian bajo el influjo de
las circunstancias del ambiente, y cómo se desenvuelven los sentimientos y las pasiones. De tal modo,
mostrará nuestros amores, nuestros odios, nuestras luchas, en toda suerte de condiciones sociales, y cómo
los intereses –sociales, financieros, políticos y personales-- compiten entre sí.
La inteligencia del escritor en la creación de su trama residirá, entonces, no en el uso de lo
sentimental o lo encantador, en un inicio fascinante o una catástrofe emotiva, sino en la combinación
ingeniosa de pequeños detalles constantes de los que el lector habrá de comprender un sentido definitivo en
la obra... (El autor) deberá saber cómo eliminar, de entre los minúsculos e innumerables detalles cotidianos,
todos los que le sean inútiles; debe subrayar aquellos que hayan escapado a la atención de observadores
menos acuciosos, aquellos que dan a la historia su efecto y valor en tanto ficción.
Un escritor hallaría imposible describir todo lo que hay en la vida, pues precisaría de un volumen
diario para enlistar la multitud de incidentes sin importancia que llenan nuestras horas.
Cierta selectividad se hace indispensable... lo que representa el primer revés para la teoría de la
“completa verdad” (de la literatura realista).
La vida, además, está compuesta de los elementos más impredecibles, dispares y contradictorios.
Es brutal, inconsecuente y desmadejada, llena de catástrofes inexplicables, ilógicas.
He aquí por qué el escritor, una vez escogido su tema, ha de tomar del caos de la vida, entorpecida
por riesgos y trivialidades, sólo los detalles útiles para su asunto y omitir el resto.
Un ejemplo entre mil. El número de seres humanos que mueren cada día en el mundo a causa de
algún accidente es considerable. Pero ¿nos es dable dejar caer una teja en la cabeza de nuestro
protagonista, o arrojarlo bajo las ruedas de una carreta, a medias de la narración, con la excusa de que es
indispensable incluir un accidente?
La vida puede permitirse omitir diferencias, o bien acelerar ciertos hechos y posponer otros. La
literatura, por su parte, presenta hechos inteligentemente orquestados y transiciones ocultas, incidentes
esenciales realizados por la sola habilidad del escritor. Cuando el autor da a cada detalle su exacta
tonalidad, acorde con su importancia, produce la honda impresión de la verdad particular que desea hacer
resaltar.
Para que las cosas parezcan reales en la página se debe procurar la más completa ilusión de
realidad a través de seguir el orden lógico de los hechos y no mediante la transcripción rigurosa de la
desordenada sucesión del acontecer cronológico de la vida.
Mi conclusión, a partir de este análisis, es que los escritores que se llaman a sí mismos realistas,
deberían, más bien, nombrarse ilusionistas.
Cuán pueril es, más aún, creer en una realidad absoluta, pues cada uno lleva la suya propia en sus
pensamientos y sus sentidos. Nuestros ojos, nuestros oídos, nuestro olfato, nuestro gusto, crean tantas
verdades como individuos hay. Nuestras mentes, en las que la información captada por los sentidos ha
dejado huellas diversas, comprenden, analizan y juzgan como si cada uno de nosotros perteneciese a una
raza distinta.
Así, cada quien crea, individualmente, una ilusión personal del mundo, que puede ser poética,
sentimental, gozosa, melancólica, sórdida o frágil, de acuerdo con nuestras naturalezas. La meta del escritor
es reproducir fielmente esta ilusión de realidad mediante el uso de todas las técnicas literarias a su alcance.

11
Lauro Zavala (comp): “Guy de Maupassant” en Teorías del cuento I. Teorías de los cuentistas, Universidad
Nacional Autónoma de México, México, 1995, pp.69-72.
“EL COLLAR”
Era una de esas lindas y deliciosas criaturas nacidas como por un error del destino en una familia de
empleados. No tenía dote, ni esperanzas de cambiar de posición; no disponía de ningún medio para ser
conocida, comprendida, querida, para encontrar un esposo rico y distinguido, y consintió que la casaran con
un modesto empleado del Ministerio de Instrucción Pública.
No pudiendo adornarse, fue sencilla, pero desgraciada, como una mujer obligada por la suerte a vivir
en una esfera inferior a la que le corresponde; porque las mujeres no tienen casta ni raza, pues su belleza,
su atractivo y su encanto les sirven de ejecutoria y de familia. Su nativa firmeza, su instintiva elegancia y su
flexibilidad de espíritu son para ellas la única jerarquía, que iguala a las hijas del pueblo con las más grandes
señoras.
Sufría constantemente, sintiéndose nacida para todas las delicadezas y todos los lujos. Sufría
contemplando la pobreza de su hogar, la miseria de las paredes, sus estropeadas sillas, su fea
indumentaria. Todas estas cosas, en las cuales ni siquiera habría reparado ninguna otra mujer de su casta,
la torturaban y la llenaban de indignación. La vista de la muchacha bretona que les servía de criada
despertaba en ella pesares desolados y delirantes ensueños. Pensaba en las antecámaras mudas,
guarnecidas de tapices orientales, alumbradas por altas lámparas de bronce y en los dos pulcros lacayos de
calzón corto, dormidos en anchos sillones, amodorrados por el intenso calor de la estufa. Pensaba en los
grandes salones revestidos de sedas antiguas, en los finos muebles repletos de figurillas inestimables, y en
los agradables saloncitos, perfumados, dispuestos para hablar cinco horas con los amados más íntimos, con
los hombres famosos y agasajados, cuyas atenciones ambicionan todas las mujeres.
Cuando se sentaba, a las horas de comer, delante de la redonda mesa, cubierta por un mantel de
tres días, frente a su esposo, que destapaba la sopera, diciendo con aire de satisfacción: “¡Ah! ¡Qué buen
caldo! ¡No hay nada para mí tan excelente como esto!”, pensaba en las comidas delicadas, en los servicios
de plata resplandeciente, en los tapices que pueblan las paredes de personajes antiguos y aves extrañas
dentro de un bosque fantástico; pensaba en los exquisitos y selectos manjares, ofrecidos en fuentes
maravillosas; en las galanterías murmuradas y escuchadas con sonrisa de esfinge, al tiempo que se paladea
la sonrosada carne de una trucha o un alón de faisán.
No poseía ropas elegantes, ni una joya; nada absolutamente, y sólo aquello de que carecía le
gustaba; no se sentía formada sino para aquellos goces imposibles. ¡Cuánto habría dado por agradar, ser
envidiada, ser atractiva y asediada!
Tenía una amiga rica, una compañera de colegio a la cual no quería ir a ver con frecuencia, porque
sufría más al regresar a su casa. Días y días pasaba después llorando de pena, de pesar, de
desesperación.

Una mañana, el marido volvió a su casa con expresión triunfante, y agitando en la mano un ancho
sobre.
--Mira, mujer –dijo--; aquí viene algo para ti.
Ella rompió vivamente la envoltura y sacó un pliego impreso que decía:

“El ministro de Instrucción Pública y señora ruegan el señor y a la señora de Loisel les hagan el
honor de pasar la velada del lunes 18 de enero en los salones del Ministerio.”

En lugar de enloquecer de alegría, como lo esperaba su esposo, tiró la invitación sobre la mesa,
murmurando con despecho:
--¿Y qué yo hago con eso?
--Creía, cariño, que te iba a provocar una gran alegría. ¡Sales tan poco, y esta ocasión es tan
oportuna!... Te advierto que me ha costado bastante trabajo obtener esa invitación. Todo el mundo las
busca, las persigue; son muy solicitadas, y sólo reparten unas pocas entre los empleados. Allí verás a todo
el mundo oficial.
Clavando en su esposo una mirada llena de irritación, ella le dijo con impaciencia: ----¿Y qué quieres
que me ponga para ir a ese lugar?
Él no se había preocupado de aquello, y balbució:
--Pues el traje que llevas cuando vamos al teatro. Me parece muy bonito...

12
Se calló, estupefacto, atontado, al ver que su mujer estaba llorando. Dos gruesas lágrimas se
desprendían de sus ojos, lentamente, para rodar luego por sus mejillas.
El hombre murmuró:
--¿Qué te sucede? Pero, ¿qué te sucede?
Mas ella, haciendo un violento esfuerzo, había vencido su pena y respondió, con voz tranquila,
secándose sus mejillas húmedas:
--Nada; que no tengo vestido para ir a esa fiesta. Da la invitación a cualquier colega cuya mujer se
encuentre mejor provista de ropa que yo.
Él estaba desolado y dijo:
--Vamos a ver, Matilde. ¿Cuánto te costaría un traje decente, que pudiera servirte en otras
ocasiones; un traje sencillo?
Ella meditó unos segundos, haciendo cuentas, y pensando asimismo en la suma que podía pedir sin
provocar una negativa rotunda y una exclamación de asombro del ahorrativo empleado.
Respondió, al fin, titubeando:
--No lo sé con seguridad; pero creo que con cuatrocientos francos me alcanzaría.
El marido palideció algo, pues reservaba precisamente esa cantidad para comprar una escopeta,
pensando ir de caza en verano a la llanura de Nanterre, con algunos amigos que salían a tirarle a las
alondras los domingos.
Dijo, no obstante:
--Bien. Te doy los cuatrocientos francos. Pero trata de que tu vestido luzca lo más posible, ya que
hacemos el sacrificio.

El día de la fiesta se acercaba, y la señora de Loisel parecía triste, inquieta, ansiosa. Sin embargo,
el vestido estuvo listo a tiempo. Su esposo le dijo una noche:
--¿Qué te pasa? Te ves extraña desde hace tres días.
Y ella respondió:
--Me disgusta no tener ni una sola joya que ponerme. Pareceré, de todos modos, una miserable.
Casi, casi me gustaría más no ir a ese baile.
--Ponte unas cuantas flores naturales --prosiguió él--. Eso es muy elegante, sobre todo en este
tiempo, y por diez francos encontrarás dos o tres rosas magníficas.
Ella no quería convencerse.
--No hay nada tan humillante como parecer pobre en medio de mujeres ricas.
Pero su marido exclamó-
--¡Qué tonta eres! Ve a ver a tu compañera de colegio, la señora de Forestier, y ruégale que te
preste algunas joyas. Eres bastante amiga suya para tomarte esa libertad.
La mujer dejó escapar un grito de alegría.
--Tienes razón. No había pensado en eso.
Al siguiente día, fue a casa de su amiga y le contó su problema.
La señora de Forestier fue a un armario de espejo, cogió un cofrecito, lo sacó, lo abrió y le dijo a la
señora de, Loisel:
--Escoge, querida.
Primero vio brazaletes; luego, un collar de perlas; luego, una cruz veneciana de oro y pedrería,
primorosamente construida. Se probaba aquellas joyas ante el espejo, vacilando, no pudiendo decidirse a
abandonarlas, a devolverlas. Preguntaba sin cesar:
--¿No tienes ninguna otra?
--Sí, claro. Dime qué quieres. No sé lo que a ti te agradaría. De repente descubrió en una caja de
rasa negro, un soberbio collar de brillantes, y su corazón empezó a latir de un modo inmoderado. Sus manos
temblaban al ir a cogerlo. Se lo puso, rodeando con éI su cuello, y permaneció en éxtasis contemplando su
imagen.
Luego preguntó, vacilante, llena de angustia:
--¿Quieres prestármelo? No quisiera llevar otra joya.
--Sí, desde luego.
Abrazó y besó a su amiga con entusiasmo, y luego escapó con su tesoro.

13
Llegó el día de la fiesta. La señora de Loisel tuvo un verdadero éxito. Era más bonita que las otras y
estaba elegante, graciosa, sonriente y loca de alegría. Todos los hombres la miraban, preguntaban su
nombre, trataban de serle presentados.
Todos los directores generales querían bailar, el vals con ella. El ministro reparó en su hermosura.
Ella bailaba con embriaguez, con pasión, inundada de alegría, no pensando ya en nada más que en
el triunfo de su belleza, en la gloria de aquel instante, en una especie de dicha formada por todos los
homenajes que recibía, por toda la admiración, por todos los deseos despertados y por una victoria tan
completa y tan dulce para un alma de mujer.
A la salida, él le echó sobre los hombros el abrigo que había llevado para regresar, modesto abrigo
de su vestir ordinario, cuya pobreza contrastaba extrañamente con la elegancia del traje de baile. Ella lo
sintió y quiso huir, para no ser vista por las otras mujeres que se envolvían en ricas pieles.
Loisel la retuvo diciendo.
--Espera, mujer; vas a resfriarte. Iré a buscar un coche. Pero ella no lo oía, y bajó rápidamente la
escalera.
Cuando estuvieron en la calle no encontraron coche, y se pusieron a buscar, dando voces a los
cocheros que veían pasar a lo lejos.
Anduvieron hacia el Sena, desesperados, tiritando. Por fin pudieron hallar una de esas vetustas
berlinas que sólo aparecen en las calles de París cuando la noche cierra, cual si las avergonzase su miseria
durante el día.
Los llevó hasta la puerta de su casa, situada en la calle de los Mártires, y entraron tristemente en el
portal. Para ella, todo había terminado. Loisel pensaba, apesadumbrado, en que a las diez tenía que estar
en la oficina.
La mujer se quitó el abrigo, que llevaba echado sobre los hombros, delante del espejo, a fin de
contemplarse aún una, vez más. Pero de repente dejó escapar un grito. Ya no tenía el collar en el cuello.
Su esposo, ya casi desvestido, le preguntó:
--¿Qué tienes?
Ella se volvió hacia él, acongojada.
--Tengo... tengo... –balbució--, que no encuentro el collar de la señora Forestier.
Él se irguió, sobrecogido.
--¿Eh?... ¿cómo? ¡No es posible!
Y buscaron entre los adornos del traje, en los pliegues del abrigo, en los bolsillos, en todas partes.
No lo encontraron.
Él preguntaba:
--¿Estás segura de que lo llevabas al salir del baile?
--Sí; lo toqué al cruzar el vestíbulo del Ministerio.
--Pero si lo hubieras perdido en la calle, lo habríamos oído caer. Debe de estar en el coche.
--Sí. Es probable. ¿Te fijaste qué número tenía?
--No. Y tú, ¿no lo miraste?
--No.
Se contemplaron aterrados. Loisel se vistió por fin.
--Voy –dijo-- a recorrer a pie todo el camino que hemos andado, a ver si por casualidad lo encuentro.
Y salió. Ella permaneció en traje de baile, sin fuerzas para irse a la cama, desplomada en una silla,
sin luz, sin ideas.
Su marido volvió hacia las siete. No había encontrado nada. Fue a la Prefectura de Policía, a las
redacciones de los periódicos, para publicar un anuncio ofreciendo una gratificación por el hallazgo; fue a las
oficinas de las empresas de coches, a todas partes donde podía ofrecérsela alguna esperanza.
Ella lo aguardó todo el día, con el mismo abatimiento desesperado, ante aquel horrible desastre.
Loisel regresó por la noche con el rostro demacrado, pálido, no había podido averiguar nada.
--Es menester –dijo-- que le escribas a tu amiga y le comuniques que has roto el broche de su collar
y que lo has mandado a arreglar. Así ganaremos tiempo.
Ella escribió lo que su marido le decía.

Al cabo de una semana, perdieron hasta la última esperanza.


Y Loisel, envejecido por aquel desastre, como si de pronto le hubieran echado encima cinco años,
manifestó:
--Es necesario hacer lo posible por remplazar esa joya por otra semejante.
Al día siguiente, llevaron el estuche del collar a casa del joyero cuyo nombre se leía en su interior. El
comerciante, después de consultar sus libros, respondió.

14
--Señora, no salió de mi casa collar alguno en este estuche; debo haberlo vendido vacío.
Anduvieron de joyería en joyería, buscando un collar semejante al perdido, recordándolo,
describiéndolo, tristes y angustiados.
Encontraron por fin, en una tienda del Palais Royal, un collar de brillantes que les pareció idéntico al
que buscaban. Valía cuarenta mil francos, y consiguieron que se lo dejaran en treinta y seis mil.
Le rogaron al joyero que se lo reservase por tres días, poniendo por condición que les daría por él
treinta y cuatro mil francos si se lo devolvían, en el caso de que el otro collar reapareciera antes de fines de
febrero.
Loisel poseía dieciocho mil francos que le había dejado su padre. Pediría prestado el resto.
Y, efectivamente, le pidió mil francos a uno, quinientos a otro; cinco luises aquí, tres allá. Hizo
pagarés; adquirió compromisos ruinosos; tuvo tratos con usureros, con toda clase de prestamistas. Se
endeudó para toda la vida; firmó sin saber lo que firmaba, sin detenerse a pensar y, espantado por el
porvenir, por la horrible miseria que los aguardaba, por la perspectiva de todas las privaciones físicas y de
todas las torturas morales, fue a buscar el collar nuevo, y dejó sobre el mostrador del comerciante treinta y
seis mil francos.
Cuando la señora de Loisel devolvió la joya a su amiga, ésta le dijo, un tanto displicente:
--Debiste, devolvérmelo antes, porque bien pude haberlo necesitado. -
No abrió siquiera el estuche, lo cual le pareció a Matilde una suerte. Si hubiera notado la sustitución,
¿qué habría supuesto? ¿qué habría dicho? ¿No la habría considerado a ella una ladrona?

La señora de Loisel conoció la vida horrible de los menesteroso. Tuvo energía para adoptar una
resolución inmediata y heroica. Era necesario devolver aquel dinero que debían. Despidieron a la criada;
buscaron una habitación más económica, y se mudaron a una buhardilla.
Conoció los duros trabajos de la casa, las odiosas tareas de la cocina. Fregó los platos,
desgastando sus uñas sonrosadas sobre las fuentes grasientas y sobre el fondo de las cacerolas. Enjabonó
la ropa sucia, las camisas y los paños, que ponía a secar en una cuerda; bajó a la calle todas las mañanas
la basura y subió el agua, deteniéndose en todos los pisos para tomar aliento. Y, vestida como una pobre
mujer de humilde condición, fue a casa del verdulero, al almacén de comestibles y a la carnicería, con la
cesta al brazo, regateando, teniendo que sufrir desprecios y hasta insultos, porque defendía céntimo a
céntimo su dinero escasísimo.
Era necesario mensualmente recoger unos pagarés, renovar otros, ganar tiempo.
El marido se ocupaba por las noches en poner en limpio las cuentas de un comerciante, y a veces
escribía a veinticinco céntimos la hoja.
Y vivieron así diez años. Al cabo de dicho tiempo, ya lo habían pagado todo, todo, capital o
intereses, multiplicados por las renovaciones usurarias.
La señora de Loisel parecía entonces una vieja. Se había transformado en la mujer fuerte, dura y
ruda de las familias pobres. Mal peinada, con la falda torcida y las manos rojas, hablaba en voz alta, y
fregaba el suelo con agua fría. Pero a veces, cuando su marido estaba en el Ministerio, se sentaba junto a la
ventana, y pensaba en aquella fiesta de otro tiempo, en aquel baile donde lució tan bella y donde fue tan
festejada.
¿Qué habría sucedido, si no hubiera perdido el collar? ¡Quién sabe! ¡Quién sabe! ¡Qué cambios tan
singulares tiene la vida! ¡Qué poco hace falta para perderse o para salvarse!

Un domingo, habiendo ido a dar un pasen por los Campos Elíseos para descansar de las fatigas de
la semana, reparó de pronto en una señora que paseaba, llevando a un niño cogido de la mano.
Era su antigua compañera de colegio, la señora de Forestier, todavía joven, hermosa todavía y
todavía seductora. La señora de Loisel sintió una gran emoción. ¿Se decidiría a detenerla y saludarla? ¿Por
qué no? Habiéndolo pagado ya todo, podía confesar.
Se puso frente a ella y dijo:
--Buenos días, Juana.
La otra no la reconoció, admirándose de verse tan familiarmente tratada por aquella infeliz. Balbució:
--Pero... ¡Señora!... No sé... Usted debe haberse confundido.
--No. Soy Matilde Loisel.
Su amiga lanzó un grito de sorpresa:
--¡Oh! ¡Mi pobre Matilde, qué cambiada estás!...
--Sí, muy malos días he pasado desde que no te veo, y bastantes miserias... Todo por ti...
--¿Por mí? ¿Cómo es eso?

15
--¿Recuerdas aquel collar de brillantes que me prestaste para ir al baile del Ministerio?
--Sí; pero...
--Pues bien: lo perdí...
--¡Cómo! ¡Si me lo devolviste!
--Te devolví otra semejante. Y hemos tenido que sacrificarnos diez años para pagarlo.
Comprenderás que representaba una fortuna para nosotros, que no teníamos nada. En fin, todo ha
terminado y estoy muy satisfecha.
La señora de Forestier se había detenido.
--¿Dices que compraste un collar de brillantes para sustituir el mío?
--Sí. No lo habrás notado, ¿eh? Casi eran idénticos.
Y al decir esto, sonreía orgullosa de su noble sencillez. La señora de Forestier, sumamente
impresionada, le cogió ambas manos:
--¡Oh! ¡Mi pobre Matilde! ¡Pero si el collar que yo te presté era de piedras falsas!... ¡Valía quinientos
francos a lo sumo!...

Guy de Maupassant, “El collar”, Cuentos de Guy de Maupassant, Editorial Arte y Literatura, La Habana,
1974, pp. 68-78.

16
HORACIO QUIROGA

DECÁLOGO DEL PERFECTO CUENTISTA


1. Cree en un maestro –Poe, Maupassant, Kipling, Chéjov-- como en Dios mismo.
2. Cree que tu arte es una cima inaccesible. No sueñes en dominarla. Cuando puedas hacerlo, lo
conseguirás, sin saberlo tú mismo.
3. Resiste cuanto puedas a la imitación; pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que cualquier otra
cosa, el desarrollo de la personalidad es una ciencia.
4. Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama a tu arte como a
tu novia, dándole todo tu corazón.
5. No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las
tres primeras líneas tienen casi la misma importancia que las tres últimas.
6. Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: “desde el río soplaba un viento frío”, no hay en
lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarla.
7. No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es
preciso, él, solo, tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo.
8. Toma los personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que
les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos no pueden o no les importa ver. No abuses del lector.
Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea.
9. No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego. Si eres capaz entonces de
revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino.
10.No pienses en los amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si el relato no
tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno.
No de otro modo se obtiene la vida en el cuento.

MANUAL DEL PERFECTO CUENTISTA


Una larga frecuentación de las personas dedicadas entre nosotros a escribir cuentos, y alguna experiencia
personal al respecto, me han sugerido más de una vez la sospecha de si no hay en el arte de escribir
cuentos, algunos trucos de oficio, algunas recetas de cómodo uso y efecto seguro, y si no podrían ellos ser
formulados para pasatiempo de las muchas personas cuyas ocupaciones serias no les permiten
perfeccionarse en una profesión mal retribuida por lo general, y no siempre bien vista.
Esta frecuentación de los cuentistas, los comentarios oídos, el haber sido confidente de sus luchas,
inquietudes y desesperanzas, han traído a mi ánimo la convicción de que, salvo contadas excepciones en
que un cuento sale bien, sin recurso alguno, todos los restantes se realizan por medio de recetas o trucos de
procedimiento al alcance de todos, siempre, claro está, que se conozcan su ubicación y su fin.
Varios amigos me han alentado a emprender este trabajo, que podríamos llamar de divulgación
literaria, si lo de literario no fuera un término muy avanzado para una anagnosia elemental.
Un día, pues, emprenderé esta obra altruista, por cualquiera de sus lados, y piadosa, desde otro
punto de vista.
Hoy apuntaré algunos de los trucos que me han parecido hallarse más a flor de ojo. Hubiera sido mi
deseo citar los cuentos nacionales cuyos párrafos extracto más adelante. Otra vez será. Contentémonos por
ahora con exponer tres o cuatro recetas de las más usuales y seguras, convencidos de que ellas facilitarán
la práctica cómoda y casera de lo que se ha venido a llamar el más difícil de los géneros literarios.
Comenzaremos por el final. Me he convencido de que del mismo modo que en el soneto, el cuento
empieza por el fin. Nada en el mundo parecería más fácil que hallar la frase final para una historia que,
precisamente, acaba de concluir. Nada, sin embargo, es más difícil.
Encontré una vez a un amigo mío, excelente cuentista, llorando, de codos sobre un cuento que no
podía terminar. Faltábale tan sólo la frase final. Pero no la veía, sollozaba, sin lograr verla así tampoco.
He observado que el llanto sirve por lo general en literatura para vivir el cuento, al modo ruso; pero no
para escribirlo. Podría asegurarse a ojos cerrados que toda historia que hace sollozar a su autor al escribirla
admite matemáticamente esta frase al final:
“¡Estaba muerta!”

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Por no recordarla a tiempo su autor, hemos visto fracasados más de un cuento de gran fuerza. El
artista muy sensible debe tener siempre listos, como lágrimas en la punta de su lápiz, los admirativos.
Las frases breves son indispensables para finalizar los cuentos de emoción recóndita o contenida.
Una de ellas es:
“Nunca más volvieron a verse.”
Puede ser más contenida aún:
“Sólo ella volvió el rostro.”
Y cuando la amargura y un cierto desdén superior priman en el autor, cabe esta sencilla frase:
“Y así continuaron viviendo.”
Otra frase de espíritu semejante a la anterior, aunque más cortante de estilo:
“Fue lo que hicieron.”
Y ésta, por fin, que por demostrar gran dominio de sí e irónica suficiencia en el género, no
recomendaría a los principiantes:
“El cuento concluye aquí. Lo demás, apenas si tiene importancia para los personajes.”
Esto no obstante, existe un truco para finalizar un cuento, que no es precisamente final, de gran
efecto siempre y muy grato a los prosistas que escriben también en verso. Es éste el truco del leit-motif.
Comienzo del cuento: “Silbando entre las pajas, el fuego invadía el campo, levantando grandes
llamaradas. La criatura dormía...”
Final: “Allá a lo lejos, tras el negro páramo calcinado, el fuego apagaba sus últimas llamas...”
De mis muchas y prolijas observaciones, he deducido que el comienzo de un cuento no es, como
muchos desean creerlo, una tarea elemental. “Todo es comenzar.” Nada más cierto: pero hay que hacerlo.
Para comenzar se necesita, en el noventa y nueve por ciento de los casos, saber adónde se va. “La primera
palabra de un cuento –se ha dicho-- debe ya estar escrita con miras al final.”
De acuerdo con este canon, he notado que el comienzo exabrupto, como si ya el lector conociera
parte de la historia que le vamos a narrar, proporciona al cuento insólito vigor. Y he notado asimismo que la
iniciación con oraciones complementarias favorece grandemente estos comienzos. Un ejemplo:
“Como Elena no estaba dispuesta a concederlo, él, después de observarla fríamente, fue a coger su
sombrero. Ella, por todo comentario, se encogió de hombros.”
Yo tuve siempre la impresión de que un cuento comenzado así tiene grandes probabilidades de
triunfar. ¿Quién era Elena? Y él, ¿cómo se llamaba? ¿Qué cosa no le concedió Elena? ¿Qué motivos tenía
él para pedírselo? ¿Y por qué observó fríamente a Elena, en vez de hacerlo furiosamente, como era lógico
esperar?
Véase todo lo que del cuento se ignora. Nadie lo sabe. Pero la atención del lector ha sido cogida de
sorpresa, y esto constituye un desiderátum en el arte de contar.
He anotado algunas variantes a este truco de las frases secundarias. De óptimo efecto suele ser el
comienzo condicional:
“De haberla conocido a tiempo, el diputado hubiera ganado un saludo, y la reelección. Pero perdió
ambas cosas.”
A semejanza del ejemplo anterior, nada sabemos de estos personajes presentados como ya
conocidos nuestros, ni de quién fuera tan influyente dama a quien el diputado no reconoció. El truco del
interés está, precisamente, en ello.
“Como acababa de llover, al agua goteaba aún por los cristales. Y el seguir las líneas con el dedo fue
la diversión mayor que desde su matrimonio hubiera tenido la recién casada.”
Nadie supone que la luna de miel pueda mostrarse tan parca de dulzura, al punto de hallarla por fin a
lo largo de un vidrio en una tarde de lluvia.
De estas pequeñas diabluras está constituido el arte de contar. En un tiempo se acudió a menudo,
como a un procedimiento eficacísimo, al comienzo del cuento en diálogo. Hoy el misterio del diálogo se ha
desvanecido del todo. Tal vez dos o tres frases agudas arrastren todavía; pero si pasan de cuatro, el lector
salta en seguida. “No cansar.” Tal es, a mi modo de ver, el apotegma inicial del perfecto cuentista. El tiempo
es demasiado breve en esta miserable vida para perderlo de un modo más miserable aún.
De acuerdo con mis impresiones tomadas aquí y allá, deduzco que el truco más eficaz (o eficiente,
como se dice en la Escuela Normal) se halla en el uso de dos viejas fórmulas abandonadas, y a las que en
un tiempo, sin embargo, se entregaron con toda su buena fe los viejos cuentistas. Ellas son:
“Era una hermosa noche de primavera” y “Había una vez...”
¿Qué intriga nos anuncian estos comienzos? ¿Qué evocaciones más insípidas, a fuerza de ingenuas,
que las que despiertan estas dos sencillas y calmas frases? Nada en nuestro interior se violenta con ellas.
Nada prometen, ni nada sugieren a nuestro instinto adivinatorio. Puédese, sin embargo, confiar seguro en su
éxito... si el resto vale. Después de meditarlo mucho, no he hallado a ambas recetas más que un

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inconveniente: el de despertar terriblemente la malicia de los cultores del cuento. Esta malicia profesional es
la misma con que se acogería el anuncio de un hombre que se dispusiera a revelar la belleza de una dama
vulgarmente encubierta: “¡Cuidado! ¡Es hermosísima!”
Existe un truco singular, poco practicado, y, sin embargo, lleno de frescura cuando se lo usa con mala
fe.
Este truco es el del lugar común. Nadie ignora lo que es en literatura un lugar común. “Pálido como la
muerte” y “Dar la mano derecha por obtener algo” son dos bien característicos.
Llamamos lugar común de buena fe al que se comete arrastrado inconscientemente por el más puro
sentimiento artístico; esta pureza de arte que nos lleva a loar en verso el encanto de las grietas de los
ladrillos del andén de la estación del pueblecito de Cucullú, y la impresión sufrida por estos mismos ladrillos
el día que la novia de nuestro amigo, a la que sólo conocíamos de vista, por casualidad los pisó.
Ésta es la buena fe. La mala fe se reconoce en la falta de correlación entre la frase hecha y el
sentimiento o circunstancia que la inspiran.
Ponerse pálido con la muerte ante el cadáver de la novia, es un lugar común. Deja de serlo cuando al
ver perfectamente viva a la novia de nuestro amigo, palidecemos hasta la muerte.
“Yo insistía en quitarle el lodo de los zapatos. Ella, riendo se negaba. Y con un breve saludo, saltó al
tren, enfangada hasta el tobillo. Era la primera vez que yo la veía; no me había seducido, ni interesado, ni he
vuelto más a verla. Pero lo que ella ignora es que, en aquel momento, yo hubiera dado con gusto la mano
derecha por quitarle el barro de los zapatos.”
Es natural y propio de un varón perder su mano por un amor, una vida o un beso. No lo es ya tanto
darla por ver de cerca los zapatos de una desconocida. Sorprende la frase fuera de su ubicación psicológica
habitual; y aquí está la mala fe.
El tiempo es breve. No son pocos los trucos que quedan por examinar. Creo firmemente que si
añadimos a los ya estudiados el truco de la contraposición de adjetivos, el del color local, el truco de las
ciencias técnicas, el del estilista sobrio, el del folklore, y algunos más que no escapan a la malicia de los
colegas, facilitarán todos ellos en gran medida la confección casera, rápida y sin fallas, de nuestros mejores
cuentos nacionales...

Lauro Zabala (comp): “Horacio Quiroga” en Teorías del cuento I. Teorías de los cuentista, Universidad
Nacional Autónoma de México, México, 1995, pp. 29-36.

LA RETÓRICA DEL CUENTO


En estas mismas columnas1, solicitadas cierta vez por algunos amigos de la infancia que deseaban escribir
cuentos sin las dificultades inherentes por lo común a su composición, expuse unas cuantas reglas y trucos,
que, por haberme servido satisfactoriamente en más de una ocasión, sospeché podrían prestar servicios de
verdad a aquellos amigos de la niñez.
Animado por el silencio –en literatura el silencio es siempre animador-- en que había caído mi
elemental anagnosia del oficio, completela con una nueva serie de trucos eficaces y seguros, convencido de
que uno por lo menos de los infinitos aspirantes al arte de escribir, debía de estar gestando en las sombras
un cuento revelador.
Ha pasado el tiempo. Ignoro todavía si mis normas literarias prestaron servicios. Una y otra serie de
trucos anotados con más humor que solemnidad llevaban el título común de Manual del perfecto cuentista.
Hoy se me solicita de nuevo, pero esta vez con mucha más seriedad que buen humor. Se me pide
primeramente una declaración firme y explícita acerca del cuento. Y luego, una fórmula eficaz para evitar
precisamente escribirlos en la forma ya desusada que con tan pobre éxito absorbió nuestras viejas horas.
Como se ve, cuanto de desenfadada y segura mi posición de divulgar los trucos del perfecto
cuentista, es de inestable mi situación presente. Cuanto sabía yo del cuento era un error. Mi conocimiento
indudable del oficio, mis pequeñas trampas más o menos claras, sólo han servido para colocarme de pie,
desnudo y aterido como una criatura, ante la gesta de una nueva retórica del cuento que nos debe
amamantar.
1
Se refiere a “El Hogar”, donde publicó el “Decálogo del perfecto cuentista”.
19
“Una nueva retórica...”. No soy el primero en expresar así los flamantes cánones. No está en juego
con ellos nuestra vieja estética, sino una nueva nomenclatura. Para orientarnos en su hallazgo, nada más
útil que recordar lo que la literatura de ayer, la de hace diez siglos y la de los primeros balbuceos de la
civilización, han entendido por cuento.
El cuento literario, nos dice aquélla, consta de los mismos elementos sucintos que el cuento oral, y
es como éste el relato de una historia bastante interesante y suficientemente breve para que absorba toda
nuestra atención.
Pero no es indispensable, adviértenos la retórica, que el tema a contar constituya una historia con
principio, medio y fin. Una escena trunca, un incidente, una simple situación sentimental, moral o espiritual,
poseen elementos de sobra para realizar con ellos un cuento.
Tel vez en ciertas épocas la historia total –lo que podríamos llamar argumento-- fue inherente al
cuento mismo. “¡Pobre cuento!”. Más tarde, con la historia breve, enérgica y aguda de un simple estado de
ánimo, los grandes maestros del género han creado relatos inmortales.
En la extensión sin límites del tema y del procedimiento en el cuento, dos calidades se han exigido
siempre: en el autor, el poder de trasmitir vivamente y sin demoras sus impresiones; y en la obra, la soltura,
la energía y la brevedad del relato, que la definen.
Tan específicas son estas dos cualidades, que desde las remotas edades del hombre, y a través de
las más hondas convulsiones literarias, el concepto del cuento no ha variado. Cuando el de los otros
géneros sufría según las modas del momento, el cuento permaneció firme en su esencia integral. Y mientras
la lengua humana sea nuestro preferido vehículo de expresión, el hombre contará siempre, por ser el cuento
la forma natural, normal e irremplazable de contar.
Extendido hasta la novela, el relato puede sufrir en su estructura. Constreñido en su enérgica
brevedad, el cuento es y no puede ser otra cosa que lo que todos, cultos e ignorantes, entendemos por tal.
Los cuentos chinos y persas, los grecolatinos, los árabes y las “Mil y una noche”, los del
Renacimiento italiano, lo de Perrault, de Hoffmann, de Poe, de Mérimée, de Bret-Harte, de Verga, de
Chéjov, de Maupassant, de Kipling, todos ellos son una sola y misma cosa en su realización. Pueden
diferenciarse unos de otros como el sol y la luna. Pero el concepto, el coraje para contar, la intensidad, la
brevedad, son los mismos en todos los cuentistas de todas las edades.
Todos ellos poseen en grado máximo la característica de entrar vivamente en materia. Nada más
imposible que aplicarles las palabras: “Al grano, al grano...”, con que se hostiga a un mal contador verbal. El
cuentista que “no dice algo”, que nos hace perder el tiempo, que lo pierde él mismo en divagaciones
superfluas, puede volverse a uno y otro lado buscando otra vocación. Ese hombre no ha nacido cuentista.
Pero ¿si esas divagaciones, disgresiones y ornatos sutiles, poseen en sí mismo elementos de gran
belleza? ¿Si ellos solos, mucho más que el cuento sofocado, realizan una excelsa obra de arte?
Enhorabuena, responde la retórica. Pero no constituyen un cuento. Esas divagaciones admirables
pueden lucir en un artículo, en una fantasía, en un cuadro, en un ensayo, y con seguridad en una novela. En
el cuento no tienen cabida, ni mucho menos pueden constituirlo por sí solas.
Mientras no se cree una novela retórica, concluye la vieja dama, con nuevas formas de la poesía
épica, el cuento es y será lo que todos, grandes y chicos, jóvenes y viejos, muertos y vivos, hemos
comprendido por tal. Puede el futuro nuevo género ser superior, por sus caracteres y sus cultores, al viejo y
sólido afán de contar que acucia al ser humano. Pero busquémosle otro nombre.
Tal es la cuestión. Queda así evacuada, por boca de la tradición retórica, la consulta que se me ha
hecho.
En cuanto a mí, a mi desventajosa manía de entender el relato, creo sinceramente que es tarde ya
para perderla. Pero hará cuanto esté en mí para no hacerlo peor.

Horacio Quiroga: “La retórica del cuento” en Cuentos, Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1981, pp. 308-310.

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ANTE EL TRIBUNAL
Cada veinticinco o treinta años el arte sufre un choque revolucionario que la literatura, por su vasta influencia
y vulnerabilidad, siente más rudamente que sus colegas. Estas rebeliones, asonadas, motines o como
quiera llamárseles, poseen una característica dominante que consiste, para los insurrectos, en la convicción
de que han resuelto por fin la fórmula del Arte Supremo.
Tal pasa hoy. El momento actual ha hallado a su verdadero dios, relegando al olvido toda la errada
fe de nuestro pasado artístico. De éste, no las grandes figuras cuentan. Pasaron. Hacia atrás, desde el
instante en que se habla, no existe sino una falange anónima de hombres que por error se consideraron
poetas. Son los viejos. Frente a ella, viva y coleante, se alza la falange, también anónima, pero poseedora
en conjunto y en cada uno de sus individuos, de la única verdad artística. Son los jóvenes, los que han
encontrado por fin en este mentido mundo literario el secreto de escribir bien.
Uno de esos días, estoy seguro, debo comparecer ante el tribunal artístico que juzga a los muertos,
como acto premonitorio del otro, del final, en que se juzgará a los “vivos” y los muertos.
De nada me han de servir mis heridas aún frescas de la lucha, cuando batallé contra otro pasado y
otros yerros con saña igual a la que se ejerce hoy conmigo. Durante veinticinco años he luchado por
conquistar, en la medida de mis fuerzas, cuanto hoy se me niega. Ha sido una ilusión. Hoy debo comparecer
a exponer mis culpas, que yo estimé virtudes, y a librar del báratro en que se despeña a mi nombre, un
átomo siquiera de mi personalidad.
No creo que el tribunal que ha de juzgarme ignore totalmente mi obra. Algo de lo que he escrito
debe de haber llegado a sus oídos. Sólo esto podría bastar para mi defensa (¡cuál mejor, en verdad!), si los
jueces actuantes debieran considerar mi expediente aislado. Pero como he tenido el honor de advertirlo, los
valores individuales no cuentan. Todo el legajo pasatista será revisado en bloque, y apenas si por gracia
especial se reserva para los menos errados la breve exposición de sus descargos.
Más he aquí que según informes en este mismo instante, yo acabo de merecer esta distinción.
¿Pero qué esperanzas de absolución puedo acariciar, si convaleciente todavía de mi largo batallar contra la
retórica, el adocenamiento, la cursilería y la mala fe artísticas, apenas se me concede en esta lotería cuya
ganancia se han repartido de antemano los jóvenes, un minúsculo premio por aproximación?
Debo comparecer. En llano modo, cuando llegue la hora, he de exponer ante el fiscal acusador las
mismas causales por las que condené a los pasatistas de mi época cuando yo era joven y no el anciano
decrépito de hoy. Combatí entonces por que se viera en el arte una tarea seria y no vana, dura y no al
alcance del primer desocupado.
--Perfectamente –han de decirme--; pero no generalice. Concrétese a su caso particular.
--Muy bien –responderé entonces--. Luché porque no se confundieran los elementos emocionales
del cuento y de la novela; pues si bien idénticos en uno y otro tipo de relato, diferenciábase esencialmente la
acuidad de la emoción creadora que a modo de corriente eléctrica, manifestábase por su fuerte tensión en el
cuento y por su vasta amplitud en la novela. Por esto los narradores cuya corriente emocional adquiría gran
tensión, cerraban su circuito en el cuento, mientras los narradores en quienes predominaba la cantidad,
buscaban en la novela la amplitud suficiente. No ignoraban esto los pasatistas de mi tiempo. Pero aporté a la
lucha mi propia carne, sin otro resultado, en el mejor de los casos, que el de que se me tildara de “autor de
cuentitos”, porque eran cortos. Tal es lo que hice, señores jueces, a fin de devolver al arte lo que es del arte,
y el resto a la vanidad retórica.
--No basta esto para su descargo-- han de objetarme, sin duda.
--Bien –continuaré yo--. Luché por que el cuento (ya que he de concretarme a mi sola actividad),
tuviera una sola línea, trazada por una mano sin temblor desde el principio al fin. Ningún obstáculo, ningún
adorno o disgresión, debía acudir o aflojar la tensión de su hilo. El cuento era, para el fin que le es
intrínseco, una flecha que, cuidadosamente apuntada, parte del arco para ir a dar directamente en el blanco.
Cuantas mariposas trataran de posarse sobre ella para adornar su vuelo, no conseguirían sino entorpecerlo.
Esto es lo que me empeñé en demostrar, dando al cuento lo que es del cuento, y al verso su virtud esencial.
En este punto he de oír seguramente la voz severa de mis jueces que me observan:
--Tampoco esas declaraciones lo descargan en nada de sus culpas... aun en el supuesto de que
usted haya utilizado de ellas una milésima parte en su provecho.
--Bien –tornaré a decir con voz todavía segura, aunque ya sin esperanza alguna de absolución--. Yo
sostuve, honorable tribunal, la necesidad en arte de volver a la vida cada vez que transitoriamente aquél
pierde su concepto; toda vez que sobre la finísima urdimbre de emoción se han edificado aplastantes
teorías. Traté finalmente de probar que así como la vida no es un juego cuando se tiene conciencia de ella,
tampoco lo es la expresión artística. Y este empeño en reemplazar con rumoradas mentales la carencia de

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gravidez emocional, y esa total deserción de las fuerzas creadoras que en arte reciben el nombre de
imaginación, todo esto fue lo que combatí por el espacio de veinticinco años, hasta venir hoy a dar, cansado
y sangrante todavía, ante este tribunal que debe abrir para mi nombre las puertas al futuro, o cerrarlas
definitivamente.
................................................................................................................................................
Cerradas. Para siempre cerradas. Debo abandonar todas las ilusiones que puse un día en mi labor.
Así lo decide el honorable tribunal, y agobiado bajo el peso de la sentencia me alejo de allí a lento paso.
Una idea, una esperanza, un pensamiento fugitivo viene de pronto a refrescar mi frente con su hálito
cordial. Esos jueces... Oh, no cuesta mucho prever decrepitud inminente en esos jóvenes que han borrado
el ayer de una sola plumada, y que dentro de otros treinta años –acaso menos-- deberán comparecer ante
otro tribunal que juzgue de sus muchos yerros. Y entonces, si se me permite volver un instante del pasado...
entonces tendré un poco de curiosidad por ver qué obras de esos jóvenes han logrado sobrevivir al dulce y
natural olvido del tiempo.
................................................................................................................................................

Horacio Quiroga: “Ante el tribunal” en Cuentos, Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1981, pp. 316-318.

“A LA DERIVA”
El hombre pisó algo blanduzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al
volverse con un juramento vio una yararacusú que arrollada sobre sí misma, esperaba otro ataque.
El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban
dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el
centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándose las vértebras.
El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló.
Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violeta, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se
ligó el tobillo con su pañuelo, y siguió por la picada hacia su rancho.
El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió
dos o tres fulgurantes puntadas que como relámpagos había irradiado desde la herida hasta la mitad de la
pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le
arrancó un nuevo juramento.
Llegó por fin al rancho, y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violetas
desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de
ceder, de tensa. El hombre quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta
reseca. La sed lo devoraba.
--¡Dorotea! --alcanzó a lanzar un estertor--. ¡Dame caña!
Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto
alguno.
--¡Te pedí caña, no agua! --rugió de nuevo--. ¡Dame caña!
--¡Pero es caña, Paulino! --protestó la mujer espantada.
--¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!
La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero
no sintió nada en la garganta.
--Bueno; esto se pone feo... --murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso.
Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.
Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos, y llegaban ahora a la ingle. La
atroz sequedad de la garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió
incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.
Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentóse en la
popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del
Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.

22
El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus
manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito –de sangre esta vez--, dirigió una
mirada al sol que ya trasponía el monte.
La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El
hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes
manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-
Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban
disgustados.
La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente
atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de
pecho.
--¡Alves! --gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.
--¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! --clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el
silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la
corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.
El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros,
encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto asciende el
bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, siempre la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo
el río arremolinado se precipita en incesantes borbotones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina
en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad
única.
El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento
escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía
apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta respiración.
El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para
moverla mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas
estaría en Tacurú-Pucú.
El bienestar avanzaba y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada, ni en la
pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex
patrón, míster Dougald, y al recibidor del obraje.
¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se hallaba
coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su
frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó
muy alto y en silencio hacia el Paraguay.
Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el
borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el
tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años
y, nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.
De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho. ¿Qué sería? Y la respiración...
Al recibidor de maderas de míster Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza
un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves...
El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.
--Un jueves...
Y cesó de respirar.

Horacio Quiroga: “A la deriva”, El hombre muerto y otros relatos, Fondo Editorial Casa de las Américas, La
Habana, 1999, pp. 95-98.

23
SILVINA BULLRICH

REFUTACIÓN DEL “DECÁLOGO DEL PERFECTO CUENTISTA”


DE HORACIO QUIROGA
Nada me parece más acertado para un estudio sobre el cuento que comentar o discutir el “Decálogo del
perfecto cuentista” de Horacio Quiroga.

1. “Cree en un maestro –Poe, Maupassant, Kipling, Chejov-- como en Dios mismo.” Cabe
preguntarse hasta qué altura de la vida o de la obra supone Quiroga que debemos aceptar influencias
extrañas y cuándo tenemos derecho a sentirnos maestros a nuestra vez, aunque sólo sea maestros de
nosotros mismos. Ningún artista puede aceptar este consejo sin rebelarse un poco, pues su mayor ambición
es volar con sus propias alas. Por otra parte ¿en qué maestro creyó Quiroga? Tengo la impresión de que en
varios. Pues si bien sus cuentos misioneros acusan alguna influencia de Kipling, o de Poe, en otros, como
en “Los perseguidos”, por ejemplo, vemos asomar a Maupassant, pero no al perfecto cuentista de “Bola de
sebo”, respetuoso del tiempo del lector, resuelto a captarse su simpatía y a despertar su emoción al mismo
tiempo que su sorpresa, sino al de sus cuentos menores como “A caballo”, “La cama”, “El loco”, etcétera.

2. “Cree que tu arte es una cima inaccesible, no sueñes en dominarla. Cuando puedas hacerlo, lo
conseguirás sin saberlo tú mismo.” Este segundo mandamiento no se presta a mayores comentarios, pues
es una redundancia del primero, aunque menos admisible. Nadie escribiría una línea si no pensara que tiene
algo que decir distinto (y sin duda superior) de sus maestros. Toda persona con personalidad, se siente
singular, cuanto más aquel que tiene vocación creadora. Por fuerte que sea el mandato interior de escribir,
creo que todos terminaríamos por dominarlo si no supiéramos que una página, una frase, puede aportar algo
al panorama cultural del mundo, de nuestro país o de nuestra aldea.

3. “Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que
ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia.” Temo que este tercer
mandamiento contradiga a los demás aunque al mismo tiempo los resume y los justifica. Aceptar la frase de
Buffon, con una ligera variante, ya es señalar un rumbo acertado a los jóvenes cuentistas a quienes se
dirige.

4. “Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama a tu
arte como a tu novia, dándole todo tu corazón.” ¿Es acaso el triunfo lo más importante en una obra literaria?
¿No conocemos fracasos más gloriosos que muchos éxitos y no suele el escritor avergonzarse un poco de
la popularidad cuando ésta se convierte (resultado inevitable) en un manoseo de su obra? Personalmente
me gusta más la estrofa de Almafuerte: “Pero yo también creo que la derrota / merece sus laureles y arcos
triunfales / cualquier dolor que sea siempre rebota / sobre el alma futura de los mortales”. La vida de Quiroga
fue toda entera una derrota y por eso su obra cobró fuerza y perdura.

5. “No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien
logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas.” El factor sorpresivo del final
suele ser el gran acierto de muchos cuentistas, entre los nuestros: Borges o Dalmiro Sáenz. Podríamos
decir que los cuentos más perfectos son los que conducen al lector, en medio de una conformable
desorientación, hacia el final previsto por el autor. Y he aquí, tal vez, la diferencia fundamental entre la
técnica del cuento y la de la novela. El cuento no puede dejar el final librado al azar; por el contrario:
depende casi totalmente de él. La novela puede permitirse infinitas libertades, la de tener un desenlace
equívoco, la de no tener ninguno, o dejarlo al gusto del lector e incluso la de ir tejiendo su final como el
destino, ciegamente, al azar de su construcción. No me refiero por supuesto a la novela policiaca.
Pero sigamos con el “Decálogo del perfecto cuentista”.

6. “Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: ‘desde el río soplaba un viento frío’, no hay
en lengua humana [en lengua castellana habrá querido decir] más palabras que las apuntadas para
expresarlas. Una vez dueño de tus palabras, no te preocupes de observar si son entre sí consonantes o
asonantes.” Quizá sea éste el más caprichoso y el más discutible de los mandamientos, pues no se
tergiversaría mucho la realidad buscada poniendo “helado” en vez de frío y evitando así una rima que puede
no molestar a Quiroga pero sí al lector, y acaso a los críticos. No me parece un exceso de severidad
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recomendar a los jóvenes que eviten este tipo de consonancias; no olvidemos que el hombre busca por
naturaleza el camino más fácil y que es preferible darle reglas rígidas aunque las tergiverse sin cometer
pecados mortales, que darle leyes elásticas que son a la larga las culpables de los estilos desgreñados.

7. “No adjetives sin necesidad. Inútil serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil. Si
hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo.” El consejo es sano
pero no infalible, hay estilos que descansan en gran parte sobre los adjetivos. El adjetivo imprevisto y
contradictorio de Borges; el adjetivo casi siempre más fuerte que el sustantivo de la obra de Mallea, el
adjetivo humilde y exacto de Maupassant y el que ayuda en Poe a la obra del terror. Pues ¿qué quiere decir
exactamente la expresión: sin necesidad? La necesidad de adjetivar es privativa de cada escritor; sería
como querer reglamentar la necesidad de usar dos adjetivos en vez de uno o hasta de determinar la
necesidad de escribir en sí misma. Por otra parte, los consejos son más fáciles de dar que de seguir. Tomo
al azar un cuento de Quiroga, “La llama”, y leo un párrafo: “Berenice tuvo al día siguiente uno de sus
extraños ataques y ante mis serios temores por esa sensibilidad profundamente enfermiza, la madre sacudió
la cabeza”. En tres frases hay al menos dos adjetivos suprimibles: hubiéramos comprendido lo mismo,
puesto que ya estábamos al tanto, que los ataques eran extraños sin agregar el adjetivo y que los temores
eran serios.

8. “Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el
camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos no pueden o no les importa ver. No abuses
del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo
sea.” Esta última frase sorprende en un escritor tan auténtico como Quiroga y debilita el consejo importante,
quizá el más importante del Decálogo. Pues nadie puede discutir que no sea un acierto llevar el personaje y
la anécdota firmemente hacia el final. Así el cuento es, en cierto modo, más perfecto que la novela, pues no
admite licencias. Por supuesto que estas recetas hacen del cuento un oficio más o menos fácil o difícil de
aprender y que la misma libertad de la novela (como toda libertad) aumenta sus responsabilidades y obliga a
buscar incesantemente un cauce que también incesantemente se pierde. Es más difícil perderse en un largo
camino que en un camino corto.

9. “No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir y evócala luego. Si eres capaz entonces
de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino.” No creo que quepa la discusión alrededor
de este noveno mandamiento. Por otra parte es casi inhumano escribir bajo una real y reciente emoción. En
esto la novela y el cuento se asemejan. Quizá sólo la poesía, la romántica, no la actual, pueda ser una
excepción.

10.“No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu
relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido
uno. No de otro modo se obtiene la vida en el cuento.” Hoy parece sorprendente que alguien pueda pensar
en sus amigos al escribir: el mundo es tan vasto y el escritor tan aislado, sus miras tan lejanas en el tiempo
y en el espacio, que no creemos encontrar ninguna valla que nos impida seguir este consejo ingenuo.

A lo largo de este Decálogo la palabra ingenuo ha acudido varias veces a mi mente y varias veces la
he rechazado, pues la obra y la vida de Quiroga nada tienen de candorosas, son recias y brutalmente
humanas, como lo es su muerte y lo son las muertes que jalonan su paso por la tierra. Pero hay que
resignarse a admitir que un cierto candor se filtra en sus Decálogo. Quizá sea imposible querer encerrar al
hombre en diez mandamientos sin sentir la imposibilidad (léase ingenuidad) de lograrlo. El hombre, cuentista
o no, desborda los límites de las teorías rígidas.
A veces pienso que Quiroga miró demasiado la naturaleza, y a fuerza de observar víboras,
cocodrilos, invasiones de hormigas, esteros, selvas y tembladerales perdió la noción de grandeza infinita
dentro de su infinita pequeñez que es el hombre.
Pero no debemos confundir al Quiroga cuentista con el autor relativamente feliz de este Decálogo
donde, pese a mi actitud crítica, encuentro dos o tres consejos indispensables para todo cuentista. Aunque a
decir verdad en materia de consejo literario no ha sido superado el de Rainer María Rilke en Carta a un
joven poeta: “Si puedes vivir sin escribir, no escribas”. No se presta a discusión el hecho de que sólo una
necesidad ineludible puede mantener preso a un hombre (empleo esta palabra genéricamente) buscando en
sí mismo ideas huidizas que asoman apenas, torpemente, de su cerebro, e imprimirlas sobre un papel,
signos de un alfabeto acaso indescifrable para quienes vendrán después de nosotros.

25
Lauro Zavala (editor): “Silvina Bullrich” en Teorías del cuento III. Poéticas de la brevedad, Universidad
Nacional Autónoma de México, México, 1996, pp. 51-57.

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AUGUSTO MONTERROSO

DECÁLOGO DEL ESCRITOR


Primero. Cuando tengas algo que decir, dilo; cuando no, también. Escribe siempre.

Segundo. No escribas nunca para tus contemporáneos, ni mucho menos, como hacen tantos, para tus
antepasados. Hazlo para la posteridad, en la cual sin duda serás famoso, pues es bien sabido que la
posteridad siempre hace justicia.

Tercero. En ninguna circunstancia olvides el célebre dictum: En literatura no hay nada escrito.

Cuarto. Lo que puedas decir con cien palabras dilo con cien palabras; lo que con una, con una. No emplees
nunca el término medio; así, jamás escribas nada con cincuenta palabras.

Quinto. Aunque no lo parezca, escribir es un arte; ser escritor es ser un artista, como el artista del trapecio 2,
o el luchador por antonomasia, que es el que lucha con el lenguaje; para esta lucha ejercítate de día y de
noche.

Sexto. Aprovecha todas las desventajas, como el insomnio, la prisión, o la pobreza; el primero hizo a
Baudelaire, la segunda a Pellico3 y la tercera a todos tus amigos escritores; evita, pues, dormir como
Homero,4 la vida tranquila de un Byron,5 o ganar tanto como Bloy.6

Séptimo. No persigas el éxito. El éxito acabó con Cervantes, tan buen novelista hasta el Quijote. Aunque el
éxito es siempre inevitable, procúrate un buen fracaso de vez en cuando para que tus amigos se
entristezcan.

Octavo. Fórmate un público inteligente, que se consigue más entre los ricos y los poderosos. De esta
manera no te faltarán ni la comprensión ni el estímulo, que emana de esas dos únicas fuentes.

Noveno. Cree en ti, pero no tanto; duda de ti, pero no tanto. Cuando sientas duda, cree; cuando creas,
duda. En esto estriba la única verdadera sabiduría que puede acompañar a un escritor.

Décimo. Trata de decir las cosas de manera que el lector sienta siempre que en el fondo es tanto o más
inteligente que tú. De vez en cuando procura que efectivamente lo sea: pero para lograr eso tendrás que ser
más inteligente que él.

Undécimo. No olvides los sentimientos de los lectores. Por lo general es lo mejor que tienen; no como tú,
que careces de ellos, pues de otro modo no intentarías meterte en este oficio.

Duodécimo. Otra vez el lector. Entre mejor escribas más lectores tendrás; mientras les des obras cada vez
más refinadas, un número cada vez mayor apetecerá tus creaciones; si escribes cosas para el montón
nunca serás popular y nadie tratará de tocarte el saco en la calle, ni te señalará con el dedo en el
supermercado.

Tomado de La Cultura en México, Suplemento de Siempre!, núm. 404, 5 de noviembre de 1969. Al final de
la nota introductoria de éste y otros textos de E.T. recogidos en ese número se lee: "Por último, hay que
aclarar que el Decálogo, según comunicación del propio Torres, tiene doce mandamientos con el objeto de
que cada quien escoja los que más le acomoden, y puedan rechazar dos, al gusto. 'Si la raza humana',
añade, 'ha rechazado siempre los de la Ley de Dios, ésta es una preocupación hasta cierto punto ingenua".
2
Artista del trapecio. Alusión al cuento de Franz Kafka.
3
Pellico, Silvio (1789-1854), escritor y patriota italiano, autor de Mis prisiones, relato de su vida. Tradujo el Manfredo de Byron.
4
Dormir como Homero. Alusión disparatada al qundoque bonus dormitar Homerus de Horacio, Arte poética, 359: También de vez en
cuando el buen Homero dormita, es decir, todo gran escritor comete errores.
5
La vida tranquila de un Byron. Como se sabe, la vida de Lord Byron (George Gordon, 1788-1824) fue todo, menos tranquila.
6
BIoy, León (1846-1917), novelista y ensayista francés autor de La mujer pobre, El peregrino del Absoluto, etc. Vivió y murió en la miseria.

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JORGE LUIS BORGES

ANTIDECÁLOGO DEL ESCRITOR


En literatura es preciso evitar:

1. Las interpretaciones demasiado inconformistas de obras o de personajes famosos. Por ejemplo,


describir la misoginia de Don Juan, etc.

2. Las parejas de personajes groseramente disímiles o contradictorios, como por ejemplo Don Quijote y
Sancho Panza, Sherlock Holmes y Watson.

3. La costumbre de caracterizar a los personajes por sus manías, como hace, por ejemplo, Dickens.

4. En el desarrollo de la trama, el recurso a juegos extravagantes con el tiempo o con el espacio, como
hacen Faulkner, Borges y Bioy Casares.

5. En las poesías, situaciones o personajes con los que pueda identificarse el lector.

6. Los personajes susceptibles de convertirse en mitos.

7. Las frases, las escenas intencionadamente ligadas a determinado lugar o a determinada época: o sea,
el ambiente local.

8. La enumeración caótica.

9. Las metáforas en general, y en particular las metáforas visuales. Más concretamente aún, las metáforas
agrícolas, navales o bancarias. Ejemplo absolutamente desaconsejable: Proust.

10. El antropomorfismo.

11. La confección de novelas cuya trama argumental recuerde la de otro libro. Por ejemplo, el Ulysses de
Joyce y la Odisea de Homero.

12. Escribir libros que parezcan menús, álbumes, itinerarios o conciertos.

13. Todo aquello que pueda ser ilustrado. Todo lo que pueda sugerir la idea de ser convertido en una
película.

14. En los ensayos críticos, toda referencia histórica o biográfica. Evitar siempre las alusiones a la
personalidad o a la vida privada de los autores estudiados. Sobre todo, evitar el psicoanálisis.

15. Las escenas domésticas en las novelas policíacas; las escenas dramáticas en los diálogos filosóficos. Y,
en fin:

16. Evitar la vanidad, la modestia, la pederastia, la ausencia de pederastia, el suicidio.

Lauro Zavala (comp): “Jorge Luis Borges”, Teorías del cuento I. Teorías de los cuentistas, Universidad
Nacional Autónoma de México, México, 1995, pp. 37-39.

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