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Prólogo
Introducción
Estas páginas son un paseo emocional, para que el lector aprenda que “Ciar”
es otra forma de remar, y muchas veces el destino y nuestras decisiones nos obligan
a “Ciar”, es decir, volver a nosotros mismos como lo define el autor. Aquí se aprende
que para poder pescar (aprendizajes) no sólo falta la red, la actitud y la mar; se
requiere una embarcación que se construye con relaciones, amores, familia, pasión,
amigos, caídas estrepitosas, puesta de pie emancipadoras, amaneceres,
crepúsculos, noches oscuras, y sobre todo el poder de (tu) Dios.
Siempre tu amigo...
Acto seguido apagaba el motor y los dos remadores, uno a cada lado del
bote, comenzaban a desplazar la embarcación siguiendo de manera precisa las
instrucciones del capitán: “Poco a poco, no chapoteen que se nos espantan, con
cuidado, a la derecha, despacio, a la izquierda, derechito, a la izquierda…”, hasta
que formábamos un círculo gigantesco con la red y quedábamos en su centro. Uno
de los tantos significados que le atribuye el Diccionario de la Real Academia
Española a la palabra “calar”, es “disponer en el agua debidamente un arte para
pescar”.
La faena comenzaba caminando desde la casa donde vivíamos con
“Magaña” y su familia hasta la “ranchería”, ubicada justo frente a las olas del mar y
donde se guardaba todo lo necesario para salir a pescar como ropas viejas,
lámparas, combustible, cuchillos, termos, pedazos de madera, etc. Aquí nos
vestíamos de acuerdo con el momento en que nos correspondiera salir: de día, tan
solo con un pantalón corto ―si era largo se enrollaba hasta las rodillas―, una
camisa, con mangas largas preferiblemente, y por supuesto, algo en la cabeza:
sombrero, gorra o cualquier trapo amarrado para medio protegernos de los rayos
del sol. Recuerdo que “Magaña” era muy celoso con su indumentaria para pescar,
muy especialmente con sus gorras, la mayoría de las cuales eran viejas y
desgastadas por el sol, él las amaba, probablemente era su amuleto de la suerte.
En la pesca como en la vida, las creencias se expresan en los ritos, en
los momentos y en los objetos que usamos. Por la noche o de madrugada, nos
cubríamos del frío con lo que hubiera a la mano en todo el ropaje viejo: chaquetas,
sacos, impermeables, etc. Prácticamente nos disfrazábamos cada vez que
decidíamos salir a pescar. Una de las cosas que más me costó aprender al principio,
fue andar siempre descalzo para poder embarcarme al bote, requisito indispensable
para un pescador artesanal.
Una vez “vestidos” apropiadamente, nos embarcábamos y zarpábamos.
Generalmente el número de marineros dentro del bote era de cuatro, acompañados
y dirigidos por el cabo de pesca, quien se ubicaba en la popa o en la proa de la
embarcación, según lo que le indicara su “olfato”, mirando al frente y a los lados. En
la popa se convertía en el capitán, en el piloto de la nave, maniobrando el motor
fuera de borda que le daba movimiento a la misma. Cuando consideraba que debía
ir en la proa, entonces se requería un marinero adicional que se ocupara de conducir
el motor. De los otros cuatro marineros, uno se sentaba a estribor a maniobrar el
“plomo” de la red, es decir la parte que se va al fondo del agua; otro se paraba al
lado izquierdo, a babor, a lanzar la parte alta de la red en donde están los flotadores;
y los otros dos esperaban su turno para remar, cuando así fuera ordenado por el
cabo.
El círculo formado por la gran red, se comenzaba a hacer con lo que llaman
los pescadores “un codo”, es decir, se hacía un semicírculo pequeño como punto
de partida y se llegaba finalmente, después de extender toda la red en círculo sobre
el mar, a ese mismo punto. Una vez se encendía nuevamente el motor, los peces
atrapados dentro del gran círculo, trataban de huir despavoridos e iniciábamos así
nuestra “danza ruidosa”, que consistía en girar en todos los sentidos dentro del
círculo haciendo el mayor ruido posible, para lo cual golpeábamos la madera de la
nave con los pedazos de palos que llevábamos como parte de los instrumentos de
pesca. Cuando trataban de huir hacía los extremos de la red, entonces quedaban
atrapados por los codos. Era todo un espectáculo participar en una calada de lisas,
la especie más abundante en la costa de mi pueblo. Cuando el cardumen era
abundante, apenas comenzaba la danza ruidosa, las lisas iniciaban también su
propio espectáculo saltando por encima de la red para escapar. En mi memoria
permanece con mucha nitidez la imagen del rostro de “Magaña” completamente feliz
presenciando esa danza…su gran danza.
Un rato más tarde, cuando ya nos cerciorábamos de que la red estaba repleta
de pescados, comenzábamos la otra parte de la jornada, previa orden del cabo.
―Muchachos vamos a levar
Es por ello que pretendo en las próximas líneas, contarte como mi vida
laboral, que comenzó en la casa a los siete años y prosiguió en la calle a los trece,
se fue nutriendo poco a poco de aprendizajes muy valiosos de personas
bondadosas y muy profesionales ( incluyendo por supuesto mi Padre y “Magaña”)
que tuve la oportunidad de conocer, fue una mezcla interesante de avances y
retrocesos, de dulces y amargos, de entusiasmo y decaimiento, de muchas risas y
también de muchos llantos.
En el próximo capítulo te voy a contar lo vivido en mis primeros años de vida
laboral antes de convertirme en pescador, para ayudarte a comprender mejor esa
mezcla emocional, la cual, en definitiva estuvo directamente relacionada con una
inestabilidad conductual durante los primeros treinta y cinco años de mi vida y que
por fortuna, hoy a mis cincuenta y cinco años puedo contemplar con respeto,
asombro, admiración y sobre todo con mucha compasión.
CAPÍTULO II
“DEAMBULAR LABORAL”, UNA EXPERIENCIA SINGULAR
―Gracias por ser sincero, procura no volver a hacerlo, porque si otro te ve,
eso no va hablar bien de ti ni de mí, sigue haciendo tu trabajo.
Otra gran lección que me dio mi padre, cuánto se la agradezco hoy, aunque
no estuve muy de acuerdo con “su forma”.
A los diecisiete años cumplidos, había desempeñado varios oficios y ya no
hallaba que hacer. Me fui a la Escuela de Suboficiales de Aviación Militar de
Venezuela a presentar los exámenes de admisión. Salí muy bien en todas las
pruebas, excepto en el exigente examen médico, en donde supe que soy daltónico,
es decir, toda mi vida había cargado con una alteración de origen genético que
merma mi capacidad para percibir los colores. O sea, ¡Diecisiete años para
enterarme! Pero, ¿sabes una cosa?, no tienes idea cuánto me alegré de recibir esa
noticia en ese preciso momento. Le agradezco a Dios, a la vida, a mis ancestros, a
mis genes, haberme confeccionado con ese trastorno, porque la gran verdad es que
yo nunca quise ser militar, fue una de esas cosas locas que me pasó por la cabeza
para “hacer algo y dejar de ser vago”, aunque, nunca lo fui en realidad, siempre hice
algún trabajo para ganarme la vida.
Cuando regresé a casa desde la ciudad en donde presenté esos exámenes
y le expliqué el tema de los colores a mi papá, tan solo me dijo, “¡yo no te creo
mucho, acuérdate de lo que te dije hace poco!”. Otra vez sentado, con una pregunta:
¿Qué hago? Entonces se me ocurrió estudiar contabilidad. Yo creía que el contador
era el que trabajaba como cajero en los bancos contando el dinero que se le
entregaba a la gente, y como a mí me gustaba andar siempre bien vestido y
perfumado, ese era el trabajo ideal. Me inscribí en el Centro Contable Venezolano,
una de las academias de contabilidad más reconocidas de Caracas y empecé el
curso de Contabilidad General y Superior de A. Redondo ―nunca supe cuál es el
significado de la “A”― y me pagaba los estudios “subiendo” cajas de cerveza o
materiales de construcción por los 169 escalones que conectaban la carretera con
el “barrio” donde vivía con mi familia y que por cierto que se llamaba “Barrio
Marigüitar” en honor al pueblo que vio nacer a la mayoría de los que fundaron ese
lugar en la capital.
Me empezó a gustar la contabilidad, como mucha gente “sacaba 20, la mayor
calificación” en los exámenes mensuales y emprendí un camino nuevo que me
generó un cambio importante de vida. A los pocos meses de estar estudiando
conseguí empleo como “oficinista” en un banco y con lo que ya había aprendido en
el curso me decía a mí mismo: “que ingenuo fui al pensar que el contador del banco
es el que cuenta los billetes que se le entregan a las personas en las taquillas de
atención al cliente”. Por fortuna, la inocencia es gratuita.
Estudiar, capacitarte en lo que te gusta, aprender de otros, compartir
aprendizajes, fomentar conversaciones con personas que anhelan tener éxito
en su vida, dejarse inspirar por ellas, puede llegar a ser determinante en la
generación de tu propio destino. Estos conceptos los comprendo ahora y fue,
justamente en ese banco que me dio la oportunidad de trabajar por primera vez en
una oficina, en donde tuve la oportunidad de estabilizarme laboralmente, aunque, al
cabo de un tiempo, a pesar de haber alcanzado una buena posición, volví a mi
“Deambular Laboral”, que me acompañó durante gran parte de mi vida.
CAPÍTULO III
DÉJATE CONTAGIAR POR GENTE DE ÉXITO.
―Muchachos tenemos que venir los próximos cuatro sábados para actualizar
los informes, mañana nos vemos temprano.
Por supuesto, yo fui el primero en llegar al día siguiente y junto a los otros
auditores, trabajamos hasta pasado el mediodía, el gerente nunca llegó. Esta
historia se repitió durante tres semanas y ya para la cuarta yo tenía la garganta
“atorada” con ganas de decirle algo a aquel hombre, y un día tomé valor.
―Oye, una pregunta ―le dije―, tú nos dices todos los viernes, “mañana nos
vemos aquí temprano para terminar el trabajo” y yo no te he visto el primer sábado
con nosotros. Me puedes explicar ¿Por qué actúas de esa manera?
Como te comenté finalizando el primer capítulo de este libro, lo que viví como
pescador me sirvió para redescubrir habilidades, destrezas y sobre todo reflexiones
de vida que me orientaron a “buscar de nuevo el camino hacia el éxito”, es decir, a
CIAR, remar hacia atrás para luego, cuando correspondió, volver a remar hacia
adelante. Un día, me senté bajo la sombra de un árbol a recordar una pregunta que
me hizo mi padre en uno de esos viajes que programaba al pueblo una o dos veces
al año:
―¿Cómo hiciste para dejar los vicios? ¿fuiste para que algún brujo,
psicólogo, o qué?― Me preguntó un amigo un día
―¿Qué hacemos?
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