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VI.

Apreciación, crítica y comentario


Capítulo VI. de Comentar obras de Danza
Carlos Pérez Soto
Profesor de Estado en Física

1. La apreciación y el comentario
He descrito hasta aquí de manera sistemática, siempre con menos detalle del que quisiera y del que es
posible, los diversos aspectos que permitirían comentar obras de danza. Su especificidad como forma
artística, su relación con las otras disciplinas artísticas, sus características textuales, intertextuales y
contextuales. He descrito también los ámbitos que me parece pueden situar de una manera más completa a la
danza del siglo XX. Sus relaciones con la corporalidad, con el género, con la política. Quizás una descripción
análoga de elementos en otras disciplinas artísticas requiera, de manera correspondiente, otros centros de
interés que no he tocado hasta aquí.
He procurado mantener, en todas estas consideraciones, siempre el centro en la danza. Y esa centralidad la
he condensado cada vez con una fórmula que la resume: en danza de lo que se trata es del movimiento.
Ahora, sin embargo, puesta en el contexto de las reflexiones sobre corporalidad, género y política, tengo que
agregar una segunda estimación, sin la cual me ha llegado a parecer que la primera simplemente carecería de
sentido: sólo es posible convertir el movimiento de un cuerpo humano en arte porque lo que se juega en él es
siempre un sujeto.
Es la subjetividad, presente, prometida, sugerida, la que convierte las cualidades puramente físicas del
movimiento en algo que podemos llamar arte. Si consideramos como arte a la obra bella, lo que
consideramos belleza en ella nunca es mera objetividad, siempre es algo que existe y se manifiesta como un
sentimiento estético, por muy formales que sean los rasgos que lo precipitan. Y si consideramos como arte a
las obras expresivas, lo que consideramos expresado y expresivo es siempre una presencia subjetiva. Y aún
en el caso de que consideremos como arte a una obra meramente señalada como tal, es decir, si
consideramos que el carácter de “artística” de una obra es una mera convención, social, histórica, aquello que
es señalado en ella remite siempre a una subjetividad, productora, portadora, sensible.
En toda forma artística, y quizás de manera más notoria en la danza, siempre lo que está en juego es la
subjetividad. Y está en juego en el triple acto de creación que las obras de danza están constantemente
reuniendo: el movimiento imaginado y proyectado por el coreógrafo, el movimiento ejecutado y recreado por
el bailarín, el movimiento reproducido y recreado en la percepción cinestésica del espectador. Cada uno de
ellos plenos de subjetividad.
Para decirlo de un modo más difícil (no sea cosa que esté quedando demasiado claro), en toda creación
artística lo que encontramos es la propia subjetividad humana en el elemento de su representación. No ya, ni
fundamentalmente, en aquello que la obra parece representar, sino más bien, en aquello que la obra hace en el
acto de su producción, represente o no algo exterior a ella misma.

Estas consideraciones previas son necesarias para entender que siempre que comentamos una obra de
danza estamos hablando de algo que atañe muy profundamente a lo que somos, como sujetos. Estamos
hablando de nuestra capacidad de expresar la subjetividad a través de movimientos corporales. Y estamos
asumiendo una posición respecto de cómo esa operación se ha realizado ante nosotros, respecto de nosotros,
en una obra. Esto también se puede decir sosteniendo que, siempre, de manera inevitable, antes de comentar
una obra de danza, hemos hecho la tarea subjetiva, más o menos explícita, de apreciarla.
La mercantilización y la banalización del arte, sin embargo, como he descrito en capítulos anteriores, han
intervenido y distorsionado profundamente la posibilidad de experimentar en toda su dimensión aquello que
las obras de arte tienen de propiamente artístico. Han usurpado, por decirlo de alguna manera, la posibilidad
del sentimiento estético, reduciéndolo a la facilidad del agrado, han reducido las destrezas y focos de la
percepción a los aspectos formales más simples. Por cierto, como he sostenido también, esto se ve reforzado
por la constitución del arte como una serie de tradiciones fuertemente intertextuales, que van requiriendo
cada vez más de un cúmulo de experiencias previas para dar pleno sentido a las nuevas.
1
Ante este empobrecimiento, notorio y lamentable, los maestros de arte han forjado la ambición bien
intencionada de educar la apreciación artística. Y son frecuentes los manuales, en cada disciplina, que
pretenden contribuir a ello. Es hora de especificar, aunque ya hayamos pasado casi todos los contenidos de
este libro, que no ha sido esa mi intención al escribirlo. No porque crea que es algo que no debe o no puede
hacerse. Por supuesto este libro puede ser entendido y leído de esa manera, y podría servir para ese propósito.
Pero no es la manera en que yo lo he escrito, ni tratado de cumplir con ese propósito.

Lo que he hecho es establecer y describir elementos para una tarea muy próxima y relacionada, pero
claramente distinguible: para comentar obras de danza. La apreciación es, y debe ser, siempre subjetiva, en el
sentido estrecho de propia o personal. El comentario, aunque sea propio y personal, tiene una pretensión
objetiva. O, más bien, objetivante. La apreciación tiene, y es justo que tenga, un sentido evaluativo. Una
evaluación que se constituye como un juicio de gusto: me agrada, no me agrada. Un juicio que puede o no ser
explicitable, o dar razones acerca de su origen. Un juicio que puede estar fundado legítimamente en aspectos
parciales, o incluso anexos a la obra. El comentario debería, en la medida de lo posible, suspender el juicio.
Al menos, necesariamente, el juicio de gusto. E intentar más bien establecer un juicio estético, lo más
explícito posible. Es decir, una serie de pronunciamientos sobre el carácter propiamente artístico de la obra
como tal, considerando la especificidad de la disciplina artística y el estilo desde la que se propone. No tiene
ningún sentido buscar, o pedir, una apreciación “rigurosa”. Sí tiene sentido, en cambio, distinguir entre
comentarios más o menos ajustados, pertinentes, útiles, o estrictos.
Por supuesto los comentarios de obras pueden tener una función y utilidad educativa. Pero no es ese ni su
origen ni su sentido. Se comenta una obra para situarla, para explicitarla, para formar alguna tesis en torno a
ella, para considerarla de una manera más cercana a su contenido estético. Por supuesto comentar una obra
puede servir, para el propio comentarista, o para otros, para apreciarla de una manera distinta, más o menos
profunda. Pero el sentido del comentario no tiene porqué ser ni educativo ni persuasivo.
Un comentario establece una posición subjetiva frente a una obra. Una entre otras posibles. Pero puede, y
debe, ser discutido más o menos racionalmente. El tipo de posición subjetiva que establece la apreciación no
tiene como sentido ser discutida racionalmente, es plenamente válida sólo por sí misma. La apreciación de
una obra puede ser más o menos parcial, más o menos profunda, pero nunca es, propiamente errónea. Los
comentarios, en cambio, pueden ser erróneos. Pueden ser criticados por su falta de adecuación teórica y
empírica a aquello que comentan.
Apreciar y conversar obras de arte es una tarea intersubjetiva, que apunta hacia la socialidad, hacia
compartir y experimentar en común, una tarea cargada de connotaciones afectivas. Comentar y discutir
comentarios sobre obras de arte es una tarea teórica, predominantemente intelectual.
Nada en estas diferencias, por supuesto, impide que estas prácticas estén estrechamente conectadas. Que
frecuentemente, en la práctica, se puedan confundir una y otra, o se puedan apoyar una en la otra. Las
diferencias que enumero son también, como los comentarios, teóricas, analíticas. Sólo buscan especificar dos
ámbitos que, en principio, pueden y deben ser distinguidos.

2. La crítica de arte1
La mercantilización y la academización prevalecientes en las disciplinas artísticas hacen necesario, sin
embargo, sostener otra diferencia, un poco más difícil: sostengo que se puede distinguir el comentario de
obras de arte de su crítica.
El crítico de arte es una figura social que proviene del curador. Es interesante constatar que, desde fines
del siglo XIX, la crítica trató de distinguirse de los curatoría, a la que se consideró implícitamente un oficio
menor, mientras que, en cambio, a lo largo de la segunda parte del siglo XX, la tarea curatorial ha llegado a
imponerse sobre la tarea crítica por la vía de asimilarla casi completamente. Hoy en día, en casi todas las

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Un excelente recuento de la historia y problemática de la crítica de arte se puede encontrar en la compilación hecha por Anna
María Guasch: La crítica de arte, historia, teoría y práctica, en Ediciones del Serbal, Barcelona, 2003.
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disciplinas artísticas, son los curadores los que ofician como “maestros del gusto” ejerciendo una tarea tan
clave como prosaica: haciendo viable la visibilidad necesaria para la sobrevivencia de los artistas.
Originalmente, ya desde principios del siglo XVIII, los grandes mecenas de las principales casas
aristocráticas y reales contrataron personas que clasificaran y conservaran sus colecciones de pinturas y
esculturas. Hacia finales de ese mismo siglo se abrió paso lentamente la idea de abrir esas colecciones a
públicos cada vez mayores, constituyéndose la institución del museo moderno. A lo largo del siglo XIX los
curadores y conservadores de museos permanecieron en un estatus relativamente administrativo, producido
por la declinación del mecenazgo por parte de la realeza, y su desplazamiento hacia el mecenazgo de tipo
estatal, paralelo a la expansión del museo como institución predominante de un nuevo tipo de poderes
estatales, más abiertos al espacio público.
Este proceso, muy claro en la pintura y la escultura, tiene su correlato y su equivalencia perfecta en los
encargados de los teatros aristocráticos (levantados a lo largo del siglo XVIII), que se convierten ahora en
teatros estatales, públicos, que contemplan, siguiendo el modelo del museo, “conservatorios” de música, y
academias de ópera y ballet. Sus administradores, sus directores artísticos, cumplen exactamente el mismo
tipo de tareas que los curadores en el mundo de la plástica.

El crítico de arte surgió, a mediados del siglo XIX, esencialmente como un mediador. Por un lado,
apareció la crítica periodística, en la medida en que el consumo de arte se convirtió en un índice de estatus
para las nuevas capas medias en ascenso. El teatro, el museo, y en ellos el concierto, la ópera, la exposición
de pintura y escultura, se convirtieron en lugares de visibilidad para las nuevas capas medias que, siguiendo
las viejas tradiciones aristocráticas, asisten a ellos más bien como espectáculos, más para ser vistos que para
ver. La crítica periodística, en el contexto de una muy reciente expansión de la prensa como medio de
comunicación, ofreció los elementos básicos para que esa visibilidad pudiera revestirse del barniz de cultura
que sus pretensiones de ascenso social requerían. Operó como rectora del gusto, como guía estilística, como
escuela de una diversidad estilística hasta ese momento había estado oculta por el mecenazgo aristocrático.
Fue la crítica periodística la que, requerida por el carácter efímero de los nuevos medios de comunicación
impresos, generó la moda artística. Ávida de novedad, de recambio, necesitada de héroes y villanos, inició la
tradición de elevar a unos y hundir a otros periódicamente de acuerdo a lo que se suponía era la “opinión y el
sentir del público”. Una opinión y unos sentires, por supuesto, que eran a su vez fuertemente determinados
por la propia crítica.
La crítica periodística de arte elevó a los grandes cantantes de ópera y, tras ellos, a los compositores
italianos de fines del siglo XIX, exaltando y contribuyendo a crear toda una forma artística, que llegó a ser
identificada con la ópera como tal hasta muy avanzado el siglo XX. Fue esa misma crítica la que exaltó al
ballet como forma pura, y proyectó la imagen del estilo moderno como subversión marginal, como exotismo
individualista, que imperó entre los años 30 y 70, y que condiciona en muchos sentidos al mundo de la danza
hasta hoy. Fue la crítica periodística, de la mano del auge de la radio y de la industria discográfica, la que
elevó el gran concierto y la gran sinfonía, acompañadas por la figura algo mítica del director de orquesta, al
carácter de centro del mundo musical culto, desplazando a una periferia exótica y minoritaria a todas las
formas musicales que procuraron excederlas.

Pero también, ya desde la segunda mitad del siglo XIX, la crítica periodística fue el origen de un estatus
más elevado, el de la crítica académica. Contribuyó, particularmente en Francia, a desplazar al crítico de la
Academia oficial de artes, ya largamente desprestigiado como censor, y reemplazarlo por la figura del crítico
formado y operando desde el mundo universitario. Estos críticos académicos que ya no provienen de la
Academia sino de la universidad aparecen primero en Alemania e Inglaterra, primero en la plástica y luego
en la literatura. La gran escuela alemana que creó la historia de los estilos (Jacob Bruckhardt, Heinrich
Wolfflin, Alois Riegl, el inglés John Ruskin) representa este paso de la crítica periodística culta a la
investigación universitaria de la historia del arte y la estética. Todos ellos mantuvieron un fluido diálogo a la
vez con sus audiencias especializadas, con los mecenas y curadores, y con el gran público. Los más

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conocidos herederos de este diálogo fecundo y múltiple, que se mantiene siempre en el mejor nivel de
claridad y rigor son quizás Erwin Panofsky, Arnold Hauser y Ernst H. Gombrich.

Paralelamente, sin embargo, se desarrolló la tarea del crítico de arte como mediador entre las obras y los
mecenas privados, y posteriormente estatales, dispuestos a invertir en arte. Estos mecenas privados formaron
a lo largo del siglo XX importantísimas colecciones de arte, al más puro estilo aristocrático del siglo XVIII, y
convirtieron una buena parte de ellas en nuevos museos. Considerando que las claves del poder bajo el
dominio capitalista ya no están tan crucialmente determinadas por su visibilidad, como en las culturas
anteriores, sino simplemente por los argumentos mucho más brutales de las armas y el dinero, hay que
considerar que esta visibilidad cultural de los nuevos poderosos forma parte más bien de una cultura de la
ostentación y el despilfarro, lo que ha determinado en buena medida sus características. Este es el origen de
instituciones como el Museo de Arte Moderno de Nueva York, promovido por la familia Rockefeller, o los
Museos Guggenheim, que han operado como modelos para incontables museos privados y luego, para
políticas similares en los Estados de Bienestar de la época keynesiana.

En este desarrollo en la crítica académica, primero en Estados Unidos, con Clement Greenberg, y luego en
Europa, con los críticos literarios asociados al estructuralismo, se producen una serie de desplazamientos
significativos, que dan cuenta de un cambio mayor en el estatus social del arte.
Por un lado, el interlocutor principal del crítico deja de ser el público, e incluso el artista, y ese lugar es
ocupado fundamentalmente por los mecenas. El empresario dispuesto a invertir en arte, o los funcionarios
privados que ha designado para tal efecto, el político que quiere usar el arte como marco de visibilidad, y los
burócratas que ha designado para que lleven a cabo esa labor. Por otro lado, el discurso crítico se pliega a las
modas filosóficas del momento, primero un marxismo bastante intelectualizado, en Greenberg y su
generación, luego, en sucesión, el estructuralismo, el post estructuralismo, y los diversos momentos de las
filosofías de la deconstrucción. Pero con este doble giro surge una situación paradójica: el crítico genera un
discurso extremadamente sofisticado en sus escritos y pronunciamientos públicos y, en cambio, se convierte
en pieza clave para una toma de decisiones extremadamente prosaica, que no es sino consagrar o relevar unas
obras por sobre otras.
Con esto la crítica académica se va convirtiendo poco a poco en crítica curatorial, es decir, en una tarea
de autorizar y legitimar a unos artistas y unas obras frente, o incluso a expensas de otras. No es raro entonces
que la tarea del curador, tradicionalmente subestimada, haya llegado a coincidir con la del crítico o, más bien,
haya sido usurpada por éstos. En buenas cuentas, es en la elección y promoción de las obras donde se juega
el poder real dentro de cada gremio artístico.
Pero todo esto ha sido y es posible sólo como efecto de la mercantilización del arte, y de su uso por parte
de las administraciones estatales populistas. El crítico se ha convertido en el profesional que hace la
mediación entre los poderes relativos que se juegan en la operación del arte como recurso de la política
general y del mercado.
La sofisticación de su discurso y sus referentes teóricos, reflejo de su academización, es funcional, como
en toda función burocrática a este papel. Protege su estatus de especialista, y lo protege también del
escrutinio de formas de crítica más racionales, o del simple sentido común. Un lenguaje que protege a los
críticos consagrados, unos respecto de otros, y respecto de sus interlocutores, de la misma manera en que los
médicos o los abogados, o cualquier gremio burocratizado se protege internamente. Y que genera, desde
luego, la presión correspondiente de los nuevos críticos, que han cumplido los rituales de iniciación
académica en sus formaciones de pre y post grado, y sin embargo no tienen cabida (aún) en el juego de los
poderes que detentan los consagrados. Es decir, genera una política de la crítica, tal como la academización
produce una política del arte en el oficio que sirve de pretexto a todos estos discursos. 2

2
He sugerido ya, en un capítulo anterior, consultar al respecto las notables discusiones que se dan en el sitio web
www.plataformacuratorial.es. La gran pregunta que recorre todas las discusiones es ¿quién curará a los curadores? Una pregunta
4
Esta deriva histórica nos permite, entonces, distinguir claramente entre comentario y crítica de arte,
considerando lo que es de hecho real en ambas posibilidades. Mi opinión es que es preferible inaugurar esta
diferencia, lo que, por supuesto es un gesto polémico, a tratar de recuperar un cierto deber ser que la crítica y
la curatoría tendrían y podrían cumplir aún. Esto es lo que persiguen, por ejemplo, aquellos que son
partidarios de unas “prácticas curatoriales experimentales”. Pero este discurso acerca de una crítica
“realmente crítica”, es decir, que no sea una simple operación de legitimación y reproducción academizada,
recorre permanentemente justamente a la crítica curatorial academizada, con la misma frecuencia y en el
mismo sentido con que todo político profesional jura y promete una y otra vez que su único interés es servir
al interés público. Por supuesto, tal como frente a los “políticos” es posible invocar la posibilidad de otra
política, frente a los “críticos” es necesario invocar la posibilidad de otra crítica. El asunto crucial, sin
embargo, es cómo distinguir estas nuevas formas de la retórica que los mismos políticos y críticos usan ya
como elementos de su propia legitimación.
Lo que sostengo es que lo crucial de la diferencia no está en el nombre sino en los contenidos. Uso un
nombre distinto, comentario, sólo para distinguir unos contenidos distintos.

3. El comentario y la crítica
Considerada en perspectiva histórica, propongo la noción de comentario como una contraposición
explícita a la academización de la crítica, que la ha elevado a la pretensión y al poder curatorial.
Mientras la crítica de arte actual tiene como destinatario real al mecenas privado o estatal, por mucho que
su grandilocuencia se dirija al estrecho círculo de expertos que reside en las universidades, el comentario
debería tratar de recuperar al destinatario clásico, es decir, a un cierto público culto desde el cual se habla, y
en el cual se quiere permanecer, por sobre las pretensiones pedagógicas o normativas. Mientras la crítica
actual es una tarea de expertos, para expertos, que ejerce un efecto de fascinación y legitimación entre los
legos, el comentario debería ser una tarea en el seno del público y los cultores mismo del arte, sin la
pretensión de que se podría distinguir entre expertos y legos.
Mientras la crítica actual depende estrechamente de las modas filosóficas y estéticas, y su estilo discursivo
tiende a la complicación artificiosa, en detrimento de la argumentación real, el comentario debería
mantenerse en la sana claridad del buen sentido informado (del common sense), en un estilo que privilegie
más bien la argumentación que la floritura, o la tentación literaria.
Los textos de la crítica curatorial actual no sólo cumplen la función de legitimación y autorización de
obras y autores, en la práctica se han levantado como un verdadero género de obras junto a las obras,
parasitando y usufructuando un estatus circular, que proviene del estatus que ellos mismos han construido. El
comentario debería rehuir este juego de poderes para entregarse a otro poder, más llano, menos ventajoso y
con más contenido experiencial, como es el juego de las argumentaciones que buscan compartir y extender el
sentimiento estético.

A través de la función legitimadora de la crítica curatorial los expertos, en este campo de la vida social
como ya en muchos otros, han usurpado la función del creador y la del público que extiende la creación a
través de su propia experiencia, para reemplazarla por juicios que provienen de la esfera de la mera teoría,
auto legitimada, puramente académica. Por primera vez en la historia los críticos literarios parecen saber más
de literatura que los narradores y poetas, los críticos de cine parecen capaces de hacer mejor que los propios
directores las películas que ellos mismos nunca harán, los críticos de la pintura establecen la viabilidad y
carácter artístico de las obras. El comentario, que debe ser una actividad común y compartida entre los
creadores y los públicos debe, por esto mismo, recuperar la autoridad de los creadores mismos sobre el curso
de su creación, de los públicos mismos sobre el carácter de sus experiencias. No puede haber, propiamente,

que equivale a ¿quién legitima a los legitimadores? Pero también equivalente a otra muchísimo más prosaica ¿quién les da poder a
los poderosos?
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“expertos” en sentimiento estético. Ni debe haber directores del gusto que dictaminen sobre la sobrevivencia
de los creadores mismos.
Recuperar la función del comentario que, desde luego, no es sino la función que cumplió originariamente
la crítica de arte, antes de su academización, es recuperar algo de la autonomía social del campo artístico,
incluyendo en ella no sólo la del creador sino también la soberanía de los públicos para establecer qué obras
son las que lo expresan, en qué clase de obras encuentran su propia representación.
En realidad, no debería haber nada de trascendente o de permanente en el comentario. La posibilidad de
que sean erróneos, o poco ajustados a las obras, no deriva de una relación fija o fundamental con una verdad
que pueda considerarse objetiva sin más. La verdad de un comentario de arte es, y debe ser, tan móvil como
el cambio en la creación y co-creación permanente de las obras. Mientras la crítica curatorial oscila entre la
arbitrariedad de las modas que impone y la pretensión de verdad con que las defiende, el comentario es una
actividad de suyo algo fugaz, que propone un ámbito de objetividad débil, expuesta por su propio carácter al
escrutinio y al debate.
Justamente por esto, mientras la crítica establecida busca y alcanza su mayor poder a través de la escritura,
el comentario debería recurrir a ella sólo como soporte provisorio, y vivir más bien en el espacio de la
conversación y la discusión hablada. Un espacio, desde luego, muy poco útil para cualquier pretensión de
poder. Y esa es una diferencia crucial. La crítica se mueve al ritmo de un juego de poderes, el comentario
forma parte de la vida misma de las obras, por el lado o por debajo de los poderes que se jueguen en ellas.
Pero esta relación posible con la escritura se extiende también a sus relaciones con las obras consideradas
como textos. La apreciación, en general, se detiene poco en el texto mismo, y se deja llevar más bien por el
contexto, tanto el de la obra como el de la disciplina artística central con las asociadas. En el caso de la
danza, la apreciación pasa muy rápidamente del movimiento mismo, y el valor estético de sus cualidades, al
contexto inmediato de la música, el vestuario, la puesta en escena y, por cierto, salta desde allí al contexto
externo, la figuración de los bailarines, la comparación con otras obras, la relación con el momento social
que se vive, o en que la obra se creó. El resumen de todo esto es que, en realidad, lo propio de la apreciación
en su relación con las obras es su construcción contextual.
Exactamente a la inversa, en cambio, la crítica, sobre todo en sus estados de academización, tiende a
concentrarse sólo en el texto, y en las relaciones intertextuales más técnicas, más eruditas, desvalorizando
fuertemente (al menos desde la moda estructuralista) los elementos que el contexto pueda aportar a la
comprensión de la obra. Lo propio de la crítica académica son las relacione puramente internas, las
estructuras textuales, y la intertextualidad más inmediata, la que se extiende a la tradición propia de cada
disciplina.
Justamente una de las ventajas que el comentario puede recuperar de los estilos más clásicos de la crítica
de arte es la libertad para moverse entre los ámbitos textuales, intertextuales y contextuales sin desvalorizar
ninguno, entendiéndolos como perfectamente compatibles, e incluso centrando sus esfuerzos en una
reconstrucción teórica que los muestre como consistentes.

Es importante, por último, señalar que las diferencias entre apreciación, crítica y comentario son también
consistentes con la estética, o con la teoría del arte, que nos parezca más verosímil. Tanto la apreciación,
cuando se confunde a sí misma con el juicio estético, como la crítica legitimadora, son consistentes con la
idea de que una obra sólo se convierte en obra de arte a través de un señalamiento, y sólo difieren en el
sujeto que señala. Para la mera apreciación se trataría de la soberanía y el arbitrio del espectador individual,
para la crítica academizada se trataría del juicio experto del crítico.
También, dada el progresivo debilitamiento del sentimiento estético y la correspondiente banalización de
la experiencia artística, tanto la apreciación sobre valorada como la crítica curatorial coinciden en criticar la
idea de que lo que constituye a una obra como artística es la objetividad de lo bello. La primera porque ha
reducido esa objetividad al arbitrio del gusto, la segunda porque la crítica de ciertos modelos imperantes de
belleza la ha conducido a la torpeza de negar lo bello en general como mera apariencia y pura ideología.

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Apreciación - Crítica - Comentario
Género Autor Destinatario Conecta Funciones Estilo
La obra y la Comparte /
Apreciación Espectador Espectador Impresionista
vida Valora
Crítica La obra y el Informa /
Periodista Espectador Descriptivo
Periodística público Educa
Crítica La obra y sus Reflexiona /
Teórico Público Explicativo
Académica contextos Interpreta / Sitúa
Crítica Mecenas / La obra y el Reproduce /
Crítico Erudito
Curatorial Pares mercado Legitima
Espectador / Público / La obra y el Comparte / Sitúa
Comentario Comprensivo
Creador Creadores público crítico Extiende

Frente a tales dicotomías, me gustaría pensar que la noción de comentario de obras de arte es consistente
con una estética en que las tres estéticas (de lo bello, de la expresión, del señalamiento) son plenamente
compatibles y complementarias entre sí.
En la estética que imagino la obra de arte se constituye en un acto de señalamiento que, como tal, no es
absoluto, que está sometido a algún grado de arbitrio, en que el sujeto que señala es lo que hasta aquí he
llamado “público culto”, pero que debería ser considerado más bien, de un modo conceptual, como el pueblo.
Aquello que es pueblo precisamente, y de manera simétrica, entre muchas otras cosas, por ese acto de
señalamiento a través del cual se pone a sí mismo en el elemento de la representación.
Pero, a la vez, aquello que es señalado en la obra es precisamente lo bello que, dado el arbitrio que pesa
sobre su determinación, resultaría una cualidad histórica, situada, relativa al menos al contexto social en que
es distinguida. El sujeto de ese señalamiento de lo bello, el pueblo, reconoce como belleza su propio espíritu,
puesto en el elemento material de la obra. Lo bello, en este caso, sería una sustancia, real, objetiva, universal,
pero a la vez, sería el producto de una realidad construida, una objetividad objetivada, una universalidad que
no es sino un horizonte de universalidad posible.
La trascendencia de la obra de arte, en que un pueblo objetiva su esencia, no sería así sino la proyección
inmanente a su historia, de sus posibilidades. En lo bello un pueblo pone sus esperanzas, la idealidad de la
reconciliación posible, el horizonte de las luchas que su vida tiene pendientes. Lo que comentamos, cuando
compartimos una obra de arte, nunca es ajeno a esas esperanzas, a esas luchas.

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