"Quien desprecia su vida es dueño de la tuya." No es un aserto de
ningún fundamentalista contemporáneo, aunque retrata de manera cabal la paradoja que estamos viviendo desde el 11 de septiembre. La frase pertenece a Séneca, que la pone en las Cartas a Lucilio, hace casi dos mil años, e integra las letras mayores de nuestra civilización occidental.
Nos hemos cansado de leer en los pensadores críticos de nuestros
días la advertencia de que estábamos construyendo una subcultura de la seguridad total. Los hallazgos médicos, los milagros de la cirugía, la perfección de los sistemas de socorro en las emergencias, la sofisticación de las técnicas de prevención y la potencia de nuestros armamentos modernos parecían llevarnos a un mundo sin riesgo, casi sin muerte. Todo ello, claro, en las naciones, los grupos sociales y las personas que podían económicamente pagarse esas vacunas contra la vejez y la muerte.
En los países ricos, esa "parainmortalidad" era colectiva. Pero aun en
ellos, había superseguridades puntuales: podemos imaginar que no hay grupos humanos más protegidos de las enfermedades, los paros cardíacos y los ladrones homicidas que los que trabajaban en las Torres Gemelas o en el Pentágono.
En los países pobres, esa parainmortalidad es jerárquica. En América
Latina toma las formas contrastantes de los barrios privados, la vigilancia privada, las clínicas de lujo, y las oficinas y autos blindados. Estos artilugios de la gente rica en los países pobres les permitían imaginarse que ellos también eran habitantes de las Torres Gemelas.
La fortaleza de las sociedades
La primera consecuencia del 11 de septiembre es la dilusión de la parainmortalidad, que parecía haber sido confirmada por la Guerra del Golfo, un ensayo casi exitoso de golpear al enemigo sin arriesgar las vidas de los soldados occidentales. Esto también viene a continuación. No sólo no están seguros los habitantes de ningún lugar superprotegido, sino que los soldados y los policías y los bomberos que luchan contra el crimen lo harán exponiendo su vida. Por muy brillante que sea la tecnología, sigue en vigencia la sentencia de Séneca.
La mengua de la parainmortalidad ha golpeado a los grupos más
satisfechos de Occidente de un modo que aún no podemos medir. Para los argentinos el asunto es menos dramático, pues la segunda mitad del siglo XX nos acostumbró a vivir con el riesgo, y el empobrecimiento inequitativo y brutal de la última década, con la indigencia. Sentimos tristeza y asco por lo sucedido el 11 de septiembre, pero nos es bastante familiar. Los argentinos (¿y acaso todos los latinoamericanos?) tenemos con la muerte una relación cultural menos distante.
Los acontecimientos de estos días han estado acompañados de
reiteradas declaraciones sobre la sacralidad de la vida humana, recentrando otro debate cultural. Esa sacralidad, como fin último, está fuera de cuestión, pero en el camino muchas personas concretas pueden o podemos perder nuestra vida.
Los argentinos tenemos mucha información sobre las pérdidas de
vidas de policías o gendarmes en la lucha cotidiana contra la delincuencia. El significado de esas muertes es proteger otras vidas. ¿Sólo eso, una suerte de simple transferencia de la muerte? No. Esos sacrificios no son para protegerme a mí, sino a un estilo de vida, un sistema de valores, en fin, una cultura. Si esta cultura, esta civilización que cuesta vidas, no existiera o no valiera la pena, los sacrificios individuales serían completamente injustos. Esta es una regla moral que no podemos olvidar en nuestra Argentina desigual y desalentada.
El sacrificio de las vidas individuales para el bien colectivo es lo que
harán los soldados y policías que van ahora a luchar contra los terroristas a escala planetaria. Detrás de ellos, y de los policías argentinos que luchan aquí mismo, tiene que estar una sociedad moral y justa que merezca tales ofrendas. Aquí empieza un debate político urgente, sin el cual las muertes actuales y las venideras no tienen sustento.
También los terroristas suicidas del 11 de septiembre han ofrendado
sus vidas, haciéndose dueños de las vidas de miles de personas. La diferencia última con nuestros soldados y policías es una sola: la calidad moral, social y económica de la sociedad que ellos quieren construir y la que nosotros defendemos.
Nuestra respuesta costará, inevitablemente, el sacrificio de vidas
individuales. Pareciera que todo el progreso tecnológico de los últimos dos mil años no ha servido para evitar esa inmolación. En efecto, no ha servido.
En última instancia, es en la sentencia de Séneca donde reside el
secreto de la fortaleza humana y de la fortaleza de las sociedades humanas. A lo largo de la historia, a cada progreso tecnológico lo ha acompañado siempre la posibilidad de sortearlo o usarlo en sentido contrario. Pero esta reversión implica siempre la violación de una o varias reglas morales explícitas o implícitas. Tenemos casi la certeza de que el éxito inicial de los terroristas se ha debido a que violaron códigos que parecían inmutables: usaron aviones de pasajeros de vuelos regulares para concretar sus atentados. Probablemente eso habría sido imposible o mucho menos exitoso con una bomba clásica o con un misil. Hubiera sido una tecnología más apropiada que un Boeing, pero no habrían violado los códigos, algo indispensable para el éxito.
Códigos que parecían inmutables
En el año 44 antes de Cristo, Julio César, el hombre que dictaba la política de Roma y de todo su mundo, entró en el Senado, un ámbito sagrado, donde lo esperaban los líderes prominentes de la República encabezados por Bruto, un noble de su absoluta confianza porque le debía la vida después de la derrota de Pompeyo. Bruto y los senadores lo apuñalaron, violando todas las reglas de respeto y gratitud.
Los puñales de Bruto y los senadores cumplieron la misma función
técnica que los Boeing de los terroristas. A más de dos mil años de distancia, las vidas de las personas siguen siendo igualmente frágiles, por mucho que hayamos progresado en lo tecnológico. Luego del crimen, Marco Antonio y Octaviano combatieron y derrotaron a las tropas de Bruto y los conspiradores, y consolidaron la civilización romana, que duraría quinientos años más en Occidente y mil quinientos en Oriente.
Ahora, para combatir a los terroristas los soldados y los policías
jugarán sus vidas y quienes estamos en la retaguardia quedaremos expuestos a más ataques imprevisibles y técnicamente casi inevitables. El progreso tecnológico no ha cambiado mucho nuestra exposición a la muerte. Me parece que se trata de afirmar que el otro progreso, el moral, respalda los sacrificios individuales. El último libro de Daniel Larriqueta es Manual para gobernantes .
http://www.lanacion.com.ar/01/10/05/do_340496.asp LA NACION | 05/10/2001 | Página 21 | Opinión