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El progreso y la muerte

Por Daniel Larriqueta


Para LA NACION

"Quien desprecia su vida es dueño de la tuya." No es un aserto de


ningún fundamentalista contemporáneo, aunque retrata de manera
cabal la paradoja que estamos viviendo desde el 11 de septiembre.
La frase pertenece a Séneca, que la pone en las Cartas a Lucilio, hace
casi dos mil años, e integra las letras mayores de nuestra civilización
occidental.

Nos hemos cansado de leer en los pensadores críticos de nuestros


días la advertencia de que estábamos construyendo una subcultura
de la seguridad total. Los hallazgos médicos, los milagros de la
cirugía, la perfección de los sistemas de socorro en las emergencias,
la sofisticación de las técnicas de prevención y la potencia de
nuestros armamentos modernos parecían llevarnos a un mundo sin
riesgo, casi sin muerte. Todo ello, claro, en las naciones, los grupos
sociales y las personas que podían económicamente pagarse esas
vacunas contra la vejez y la muerte.

En los países ricos, esa "parainmortalidad" era colectiva. Pero aun en


ellos, había superseguridades puntuales: podemos imaginar que no
hay grupos humanos más protegidos de las enfermedades, los paros
cardíacos y los ladrones homicidas que los que trabajaban en las
Torres Gemelas o en el Pentágono.

En los países pobres, esa parainmortalidad es jerárquica. En América


Latina toma las formas contrastantes de los barrios privados, la
vigilancia privada, las clínicas de lujo, y las oficinas y autos blindados.
Estos artilugios de la gente rica en los países pobres les permitían
imaginarse que ellos también eran habitantes de las Torres Gemelas.

La fortaleza de las sociedades


La primera consecuencia del 11 de septiembre es la dilusión de la
parainmortalidad, que parecía haber sido confirmada por la Guerra
del Golfo, un ensayo casi exitoso de golpear al enemigo sin arriesgar
las vidas de los soldados occidentales. Esto también viene a
continuación. No sólo no están seguros los habitantes de ningún lugar
superprotegido, sino que los soldados y los policías y los bomberos
que luchan contra el crimen lo harán exponiendo su vida. Por muy
brillante que sea la tecnología, sigue en vigencia la sentencia de
Séneca.

La mengua de la parainmortalidad ha golpeado a los grupos más


satisfechos de Occidente de un modo que aún no podemos medir.
Para los argentinos el asunto es menos dramático, pues la segunda
mitad del siglo XX nos acostumbró a vivir con el riesgo, y el
empobrecimiento inequitativo y brutal de la última década, con la
indigencia. Sentimos tristeza y asco por lo sucedido el 11 de
septiembre, pero nos es bastante familiar. Los argentinos (¿y acaso
todos los latinoamericanos?) tenemos con la muerte una relación
cultural menos distante.

Los acontecimientos de estos días han estado acompañados de


reiteradas declaraciones sobre la sacralidad de la vida humana,
recentrando otro debate cultural. Esa sacralidad, como fin último,
está fuera de cuestión, pero en el camino muchas personas concretas
pueden o podemos perder nuestra vida.

Los argentinos tenemos mucha información sobre las pérdidas de


vidas de policías o gendarmes en la lucha cotidiana contra la
delincuencia. El significado de esas muertes es proteger otras vidas.
¿Sólo eso, una suerte de simple transferencia de la muerte? No. Esos
sacrificios no son para protegerme a mí, sino a un estilo de vida, un
sistema de valores, en fin, una cultura. Si esta cultura, esta
civilización que cuesta vidas, no existiera o no valiera la pena, los
sacrificios individuales serían completamente injustos. Esta es una
regla moral que no podemos olvidar en nuestra Argentina desigual y
desalentada.

El sacrificio de las vidas individuales para el bien colectivo es lo que


harán los soldados y policías que van ahora a luchar contra los
terroristas a escala planetaria. Detrás de ellos, y de los policías
argentinos que luchan aquí mismo, tiene que estar una sociedad
moral y justa que merezca tales ofrendas. Aquí empieza un debate
político urgente, sin el cual las muertes actuales y las venideras no
tienen sustento.

También los terroristas suicidas del 11 de septiembre han ofrendado


sus vidas, haciéndose dueños de las vidas de miles de personas. La
diferencia última con nuestros soldados y policías es una sola: la
calidad moral, social y económica de la sociedad que ellos quieren
construir y la que nosotros defendemos.

Nuestra respuesta costará, inevitablemente, el sacrificio de vidas


individuales. Pareciera que todo el progreso tecnológico de los últimos
dos mil años no ha servido para evitar esa inmolación. En efecto, no
ha servido.

En última instancia, es en la sentencia de Séneca donde reside el


secreto de la fortaleza humana y de la fortaleza de las sociedades
humanas. A lo largo de la historia, a cada progreso tecnológico lo ha
acompañado siempre la posibilidad de sortearlo o usarlo en sentido
contrario. Pero esta reversión implica siempre la violación de una o
varias reglas morales explícitas o implícitas.
Tenemos casi la certeza de que el éxito inicial de los terroristas se ha
debido a que violaron códigos que parecían inmutables: usaron
aviones de pasajeros de vuelos regulares para concretar sus
atentados. Probablemente eso habría sido imposible o mucho menos
exitoso con una bomba clásica o con un misil. Hubiera sido una
tecnología más apropiada que un Boeing, pero no habrían violado los
códigos, algo indispensable para el éxito.

Códigos que parecían inmutables


En el año 44 antes de Cristo, Julio César, el hombre que dictaba la
política de Roma y de todo su mundo, entró en el Senado, un ámbito
sagrado, donde lo esperaban los líderes prominentes de la República
encabezados por Bruto, un noble de su absoluta confianza porque le
debía la vida después de la derrota de Pompeyo. Bruto y los
senadores lo apuñalaron, violando todas las reglas de respeto y
gratitud.

Los puñales de Bruto y los senadores cumplieron la misma función


técnica que los Boeing de los terroristas. A más de dos mil años de
distancia, las vidas de las personas siguen siendo igualmente frágiles,
por mucho que hayamos progresado en lo tecnológico. Luego del
crimen, Marco Antonio y Octaviano combatieron y derrotaron a las
tropas de Bruto y los conspiradores, y consolidaron la civilización
romana, que duraría quinientos años más en Occidente y mil
quinientos en Oriente.

Ahora, para combatir a los terroristas los soldados y los policías


jugarán sus vidas y quienes estamos en la retaguardia quedaremos
expuestos a más ataques imprevisibles y técnicamente casi
inevitables. El progreso tecnológico no ha cambiado mucho nuestra
exposición a la muerte. Me parece que se trata de afirmar que el otro
progreso, el moral, respalda los sacrificios individuales.
El último libro de Daniel Larriqueta es Manual para gobernantes .

http://www.lanacion.com.ar/01/10/05/do_340496.asp
LA NACION | 05/10/2001 | Página 21 | Opinión

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