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El vago(n) infinito

Un vago de barbas picantes y pelo grasiento viajaba en metro. Iba de estación a


estación buscando el rincón menos encharcado y más tibio para dormir. No
recordaba su nombre, pero se presentaba como Lalo. Acababa de pasar por
Bellas artes y triste por no encontrar una guarida en los alrededores, se dirigía a
Allende. Dentro del vagón, consiguió asiento y preocupado porque ya se veía
nublado y aun ambulaba, preguntó al hombre de al lado por la hora y casi eran
las seis treinta.

Este sujeto tan extraño disfrutaba ver el movimiento fuera del vagón y
dentro del túnel, las luces que se asomaban ágilmente y las estructuras de
concreto que parecían pintar líneas y manchas en las ventanas del vagón. Al
llegar a Allende, conmovido por el espectáculo del túnel, aplaudió con un ritmo
suave y lento, firme y lleno de emoción. Frente el resto de los pasajeros gritó
“¡Otra!” como quien asiste al auditorio por primera vez. Así, con el pecho lleno
de emoción y gozo, decidió no bajar sino hasta Pino Suarez.

El tren arrancaba y Lalo miraba por las ventanas. Algunos tubos parecían
moverse como culebra, de arriba abajo en zigzag. Las estructuras formaban
composiciones geométricas en movimiento. Un hombre corpulento se movió
frente a él, Lalo hizo un ademan, retorció los hombros, tiró de una pierna y gruñó
“bah” como haciendo un berrinche. Esperaba que el otro hombre bajara o se
moviera en la próxima estación. Mientras, volteaba a los lados para distraerse y
al ver el mapa del metro detrás de él, contó las estaciones que faltaban “Uno:
Zócalo, dos: Pino Suarez” Notó entonces que para llegar a Pino Suarez debía
pasar por Zócalo, así pues, para llegar a Zócalo, debía pasar por la porquería
que hay entre Allende y la próxima estación, por donde hay mugre y más mugre
y entre la mugre, mugre, porque entre estación y estación hay una cantidad
infinita de mugre, pensaba Lalo, y su mismo razonamiento lógico lo llevo a inferir
a que el camino es infinitamente eterno como la cantidad de mugre que hay en
él. Entonces se dio cuenta que así no podría llegar ni a la próxima motita de
mugre, porque entre ella y la anterior había otra, y entre la otra y la anterior
habían más y así consecutivamente, haciendo del movimiento del vagón y el
tiempo que transcurría una ilusión como el pseudopaisaje de las ventanas. Lalo
creía que nunca llegaría a Pino Suarez, ni siquiera al Zócalo. Jamás encontraría
un rinconcito para descansar porque jamás bajaría del vagón.

Que desperdicio de vida para terminar en un vagón en eterno y nulo


movimiento. Lalo se sentía muy triste. El aun quería jugar con los perros
callejeros, tocar su vieja armónica en las esquinas, comer su última quesadilla
con doña Francisca. Todos esos sueños sepultados bajo las vías del sistema de
transporte colectivo. Lalo se encorvó, bajó la mirada y se dejó llevar por el
sentimiento, dejó escurrir las lágrimas y el moco, Se resignó a esperar la muerte
que se acercaba y alejaba en el momento infinito.

De pronto su cuerpo se abalanzo hacia la persona que estaba a su lado, levantó


la cabeza y notó que había llegado al Zócalo, dijo “fiu” y bajó.

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