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Preguntas esenciales para los cuentos de Canterbury

¿Cómo juega la fisionomía un papel para ayudar a crear caricaturas de los peregrinos?

¿Cómo siguen siendo los peregrinos relevantes para la sociedad actual?

¿Cómo se distorsionan las clases sociales en The Tales ?

¿Cómo influyen los valores culturales en el tipo de viajes que toman las personas?

ESTUDIO GENERAL DE LOS CUENTOS DE CANTERBURY

1. Geoffrey Chaucer y su época.

Chaucer es el mejor escritor de la Edad Media de Inglaterra. Con él la literatura en lengua inglesa
dio un salto impresionante. Hasta entonces, era el francés la lengua de la nobleza y de la literatura
cortesana. Y el latín, la lengua del saber y de la administración. Geoffrey, que sabía francés desde
pequeño, pues creció en un ambiente bilingüe por el oficio de su padre, rompió el hielo de una
manera definitiva. Inglaterra era una nación trilingüe: en la calle y en el campo se hablaba inglés,
la lengua derivada del inglés antiguo, comúnmente denominada anglosajón.

El siglo XIV representa, en la evolución de la lengua inglesa, el período de tiempo clave para el
desplazamiento del francés de los documentos oficiales. Chaucer, al igual que los eruditos y los
funcionarios estatales de su tiempo, estaba acostumbrado a escribir en francés y en latín. Es
mérito indiscutible del autor de los Cuentos de Canterbury haber optado por el empleo del inglés
en la composición de su gran obra literaria.

Además del anterior, muchos fueron sus méritos: trajo a su país las innovaciones de la literatura
renacentista italiana, demostró una maestría excepcional tanto en el dominio de la versificación
como en el del lenguaje y supo, sobre todo, reflejar con fidelidad el mundo que lo rodeaba.
Chaucer mantuvo siempre los ojos muy abiertos a la realidad social donde vivía.

La familia de Chaucer se dedicaba a la importación y distribución de vino en Londres. También


proveía de vino a la Corte y al ejército. La posición de su padre le permitió ingresar como paje de
Isabel, condesa de Ulster, esposa del tercer hijo del rey Eduardo III. Allí -o en la escuela de San
Pablo- aprendió probablemente latín.

Poco antes del nacimiento del poeta, Eduardo III comenzó las primeras y sangrientas campañas de
la Guerra de los Cien Años, un conflicto armado entre Inglaterra y Francia que duró desde 1337
hasta 1453. Geoffrey participó en la guerra, siendo hecho prisionero en 1359. Fue rescatado por
dieciséis libras, módica cantidad pues el rescate de un caballo de raza era ligeramente superior.
Como la entrada en el ejército se hacía con unos diecisiete años, Chaucer nació probablemente en
1342. Tenemos pocas noticias de Geoffrey del período entre 1360 y 1365. Podemos suponer con
fundamento que estudió leyes en el Inner Temple, centro docente donde no solo se obtenían
títulos en Derecho, sino que también se cursaba la carrera diplomática.

A la altura de 1367, el autor ya había contraído matrimonio con su esposa Felipa, que le daría tres
hijos. En ese año viajó a España, no sabemos si por motivos políticos o para peregrinar a Santiago
de Compostela, y recibió de Eduardo III una pensión vitalicia en pago de sus servicios. Dos años
más tarde, Chaucer combatió en Francia al servicio de su gran protector, Juan de Gante, duque de
Lancaster y el noble más poderoso de Inglaterra. La esposa de Juan murió durante la campaña a
consecuencia de la peste, y Chaucer le dedicó una hermosa elegía titulada Libro de la Duquesa,
por la que fue recompensado con sendas pensiones de diez libras anuales: una para él y otra para
su esposa.

Entre 1370 y 1373, Chaucer realizó un viaje diplomático a Aquitania y otro a Génova y Florencia
en busca de acuerdos comerciales; en Italia, conoció las obras de Boccaccio y Petrarca, que
influirían decisivamente en su tarea literaria. Sus buenos servicios le reportaron nuevas
recompensas, como la adjudicación de una casa en el barrio de Aldgate (Londres) y el
nombramiento de inspector de aduanas en el puerto de Londres.

En las últimas décadas del siglo, Inglaterra se vio asolada por las luchas dinásticas, pero Chaucer
supo sortear con habilidad la cambiante suerte de quienes se disputaban el trono y encontrar la
tranquilidad espiritual necesaria para componer su obra cumbre, los Cuentos de Canterbury.

2. Las peregrinaciones a la catedral de Canterbury.

La obra maestra de Chaucer presenta a una treintena de peregrinos que viajan a la catedral de
Canterbury. Aunque los personajes son ficticios, su situación no lo es, pues las peregrinaciones
eran parte fundamental de la vida del cristiano en la Edad Media.
En aquella época, los cristianos peregrinaban fundamentalmente a tres lugares: Roma, Jerusalén y
Santiago de Compostela. En Inglaterra lo hacían a la catedral de Canterbury, en donde reposaban
los restos de Santo Tomás Becket.

Tomás Becket había sido vilmente asesinado el 29 de diciembre de 1170 por los esbirros del rey
Enrique II. Tras ser nombrado arzobispo de Canterbury en 1162, Tomás aplicó con rigor la Reforma
gregoriana, que otorgaba grandes poderes a la Iglesia, pero a la que el rey se oponía frontalmente.
Por temor a represalias, Tomás tuvo que exiliarse en Francia; mientras tanto, Enrique II confiscó
las propiedades de su arzobispado. Pero Tomás logró el respaldo del Papa, lo que asustó al rey,
quien permitió que el arzobispo regresara a Inglaterra, y le devolvió todas las posesiones que le
había confiscado.

Tomás volvió a la isla entre las aclamaciones de sus feligreses, pero a las pocas semanas cayó
asesinado nada menos que en la catedral.

Tan solo tres años después, Tomás fue canonizado por el papa Alejandro III. Dos razones explican
su rápido ascenso a los altares: la popularidad de la víctima y la profanación de un lugar sagrado,
pues esto había significado su asesinato.

El escenario del crimen, la catedral, se convirtió de inmediato en centro de peregrinación. El


mismo Enrique II contribuyó involuntariamente a incrementar la popularidad del santo cuando
prometió, a modo de penitencia, peregrinar a Roma, Jerusalén o Santiago, a elección papal. Pero la
respuesta de Roma fue contundente: Canterbury. Allí, pues, se personó el rey el 12 de julio de
1174, descalzo y con vestido penitencial, habiendo ayunado durante varios días a pan y agua.
Entró en la catedral, con las campanas tañendo duelo, y besó el lugar donde Tomás había sido
acuchillado. Allí mismo, y antes de pasar toda la noche en vela sobre el duro suelo, fue flagelado
por todos los obispos presentes. Después de esta pública penitencia recibió la absolución.

Durante los siglos XIII, XIV y XV la fe en el santo aglutinaba a todas las clases sociales. Juntos iban
caballeros y monjas, escuderos y buleros, frailes y cocineros, médicos y magistrados, miembros de
los gremios y estudiantes, molineros y terratenientes. Eran los peregrinos ocasionales, los que por
cumplir una promesa, o por devoción o diversión, rendían homenaje a Tomás en la catedral de
Canterbury.
La peregrinación incluía el tránsito por caminos y puentes, cuya conservación incumbía en aquella
época a los terratenientes donde se ubicaban. Los peregrinos de Canterbury, cual variopinta
comitiva, además de sortear los baches y vadear los arroyos, debieron de lidiar con todo un
enjambre de mendigos, vividores, charlatanes, peregrinos a pie, embaucadores, falsos ermitaños,
prostitutas y otros curiosos más o menos peligrosos. Notemos que todos nuestros peregrinos
-monjas de clausura, frailes, y cocineros incluidos- saben montar a caballo: era el utilitario de la
época, Consideremos también que bastantes iban pertrechados con dagas, puñales y demás armas
blancas, previendo la defensa frente al ataque incontrolado de algún desalmado o de un grupo de
bandidos.

3. Amplio resumen del Prólogo General de los Cuentos de Canterbury.

En abril, con la explosión de la primavera, comienzan las peregrinaciones a Canterbury para visitar
la tumba de Santo Tomás Becket y agradecer su protección, especialmente durante el duro
invierno. Un día de abril del mil trescientos ochenta y tantos, el autor se encontraba alojado en la
posada de “El Tabardo” de Southwark, dispuesto a emprender su devota peregrinación, cuando
llegó al anochecer un grupo de veintinueve personas de diversos estamentos con el mismo
propósito. El autor fue conversando con todos ellos. Acordaron levantarse pronto para realizar
juntos el viaje.

Antes de proseguir su relato, el autor creyó conveniente describirlos uno a uno. He aquí las
descripciones de la mayoría de los personajes que intervienen en la peregrinación, según palabras
que traducen las de Chaucer, el autor de los Cuentos de Canterbury.

En primer lugar, estaba el caballero. Era este un hombre valiente, distinguido y cortés, que desde
siempre había amado la caballería, la lealtad, la honorabilidad, la generosidad y los buenos
modales. Tenía mucha experiencia militar y guerrera, pues había participado en varias cruzadas y
conocía muchos lugares de Europa y Asia Menor. Sus monturas eran excelentes, pero no llevaba
vestidos llamativos. Se cubría con un sobretodo de algodón grueso, marcado con el orín de su cota
de mallas, porque acababa de llegar de sus expediciones.

Le acompañaba su hijo, que era un joven escudero, aprendiz de caballero. Era un joven y alegre
soltero enamoradizo de rizados cabellos. Frisaría los veinte años. Todo el día tocaba la flauta o el
laúd y cantaba, suspirando por el amor de una dama. Era un excelente jinete, que dominaba muy
bien a su montura. Podía componer la música y la letra de sus canciones, lidiar en torneos, bailar,
dibujar bien y escribir. Era educado, modesto, atento y en la mesa cortaba la carne para su padre.
El asistente era el único criado que acompañaba al caballero. Iba vestido de verde, con su jubón y
capucha. Portaba un haz de penetrantes flechas, rematadas con brillantes plumas de pavo real.
Era un excelente arquero. Su tez era morena y llevaba el cabello cortado a cepillo. Portaba un
brillante protector en el antebrazo y, a un costado, una espada y un pequeño escudo; al otro, una
daga de buena montura, aguda como una lanza. Era un verdadero hombre de los bosques.

También había una monja, una priora que sonreía de modo natural y sosegado. Hablaba un buen y
elegante francés. En la mesa mostraba una exquisita cortesía. Mostraba gran interés por los
buenos modales. Cuidaba unos perrillos, a los que alimentaba con carne asada, leche y pan de la
mejor calidad. Su vestimenta era elegante. Llevaba en el brazo un rosario de pequeñas cuentas de
coral, intercalada con otras grandes y verdes. Como secretaria y ayudante le acompañaban otra
monja y su capellán.

Se hallaba también un monje de rango elevado, administrador de las posesiones del convento y
amante de la actividad cinegética: era un cazador empedernido a caballo. Poseía podencos veloces
como pájaros. Descuidaba las normas de San Benito porque le parecían anticuadas y se guiaba por
otras más modernas y mundanas. Todo su placer consistía en perseguir y cazar liebres, sin reparar
en gastos. Era rechoncho y gordinflón. Un elaborado broche, labrado en oro, le sujetaba la
capucha, rematada con un complicado lazo por debajo de la barbilla. Tenía una calva brillante
como una bola de cristal. Llevaba unas botas flexibles y su montura un exquisito arnés.

Nos acompañaba también un fraile mendicante, festivo, alegre y de gran categoría, con licencia
para mendigar en su distrito. Había financiado el matrimonio de muchas jóvenes: primero eran sus
amantes; luego, las casaba. Recibía trato familiar entre los hacendados de todas las poblaciones
del distrito, así como entre las señoras prósperas de la ciudad, que eran muy generosas con él.
Conocía las tabernas, posaderos y mozas de mesón, mejor que a los leprosos y mendigos. Trataba
asiduamente con mercaderes y acaudalados, siempre procurando sacar tajada. Lo que recogía
superaba con creces a sus ingresos legales.

Había también un mercader, personaje notable de barba bifurcada, de vestido multicolor,


montado en silla elevada, botas con hermosas y limpias hebillas. Sobre la cabeza, un sombrero
flamenco de castor. Hablaba con engolamiento de los numerosos beneficios que obtenía, nunca
de sus pérdidas. Este distinguido mercader utilizaba su cerebro en provecho propio. Todos
ignoraban que estaba endeudado, pero dignamente efectuaba sus transacciones o peticiones de
crédito.

También estaba un universitario de Oxford que había acabado los estudios de filosofía. Prefería
tener en la cabecera de su cama unos veinte libros de Aristóteles antes que vestidos lujosos. No
había encontrado todavía subvención, ni ejercía un empleo secular. Su caballo era delgado como
un palillo y él no estaba más gordo. Tenía un aspecto enjuto y atemperado. Se cubría con una capa
corta muy raída. Dedicaba la máxima atención al estudio. Nunca pronunciaba palabras
innecesarias y hablaba siempre con circunspección, brevedad, concisión y selecto vocabulario. Sus
palabras impulsaban hacia las virtudes morales. Disfrutaba estudiando y enseñando.

No faltaba un magistrado, prudente y habilidoso. Era muy conocido, distinguido y discreto. Había
sido designado por el rey, quien nombraba a los veinte puestos de magistrado, que alcanzaban así
la cumbre de la carrera de Derecho. Había actuado como juez en los procesos por real decreto y
tenía jurisdicción plena para enjuiciar todos los casos; por su saber y reputación se había hecho
acreedor a muchos regalos y vestidos. Nadie compró propiedades por tan poco; los asuntos más
embrollados los clarificaba y dejaba libres de carga. Conocía todos los casos legales y decisiones
que se habían dictaminado en los procesos desde los tiempos de Guillermo el Conquistador. Se
sabía las leyes de memoria.

Integraba también el grupo un terrateniente, con la barba blanca, que parecía hijo de Epicuro. En
su casa ejercía la hospitalidad en sumo grado. Su pan y cerveza poseían una calidad exquisita. Su
inigualable bodega estaba repleta de vinos selectos. La despensa rebosaba de tortas, pescados y
carne. Inundaba la casa de alimentos y bebidas con todos los refinamientos que imaginarse pueda;
y variaba las comidas y cenas de acuerdo con las distintas estaciones del año. En el vestíbulo
siempre tenía una mesa preparada para acoger a posibles comensales. Presidía frecuentemente
las sesiones de los jueces de paz y, a menudo, había sido elegido representante de su condado.
Había desempeñado el cargo de supervisor en el pago de impuestos. En resumen, era un
respetabilísimo anfitrión.

En el grupo, también estaban un mercero, un carpintero, un tejedor, un tintorero y un tapicero,


todos ataviados con librea uniforme, perteneciente a un gremio poderoso y honorable. Su
atuendo era nuevo y adornado, propio de gente acaudalada. Las monturas de sus dagas no eran
de latón, sino delicadamente montadas en plata forjada cincelada, haciendo juego con sus
cinturones y bolsas. Cada uno parecía un auténtico ciudadano de burgo, digno de tener un estrado
en la casa consistorial. Por su capacidad y buen juicio, aparte de suficientes posesiones e ingresos,
eran dignos de desempeñar el cargo de concejal. Habían llevado con ellos a un cocinero. Este sabía
asar, freír, hervir, tostar y repostería. Era un entusiasta bebedor de la cerveza de Londres, la de
más calidad y precio. Pero era una verdadera lástima que tuviese una supurante úlcera en la
espinilla.

Se encontraba también en el grupo un marino, que procedía de la parte occidental del país.
Cabalgaba lo mejor que podía sobre un caballo de granja. Vestía una túnica de basta sarga que le
llegaba a las rodillas. Era un pillastre; no tenía escrúpulos de ningún género: si luchaba y vencía,
arrojaba a los prisioneros por la borda. Era un aventurero intrépido y astuto. Su barba había
recibido el azote de muchas tormentas; se conocía todos los puertos existentes entre Gotland y el
cabo Finisterre. Y todas las ensenadas de Bretaña y España para practicar el contrabando.

Nos acompañaba un doctor en medicina. No tenía rival en cuestiones de fisiología y cirugía, pues
poseía buenos fundamentos en astrología. Procuraba tratar a su paciente en horas propicias
utilizando magia blanca. Los tratamientos y medicamentos de cada persona dependían de su
horóscopo. Sabía diagnosticar toda suerte de enfermedades y decir qué órgano o cuál de los
cuatro humores era el culpable de la dolencia. Estaba muy versado en los autores antiguos de la
clase médica, tanto griegos, Esculapio y Galeno; como árabes, Avicena y Averroes; e ingleses,
Gaddesden y Gilbert. Su dieta personal solo contenía lo que era nutritivo y digestivo. Fue un buen
ahorrador de las ganancias conseguidas en el tratamiento de la peste, que diezmó a la población
inglesa durante las plagas de 1348, 1361, 1369 y 1376.

Entre nosotros se hallaba una digna comadre que procedía de las cercanías de la ciudad de Bath.
Lamentablemente era algo sorda. En la fabricación de tejidos era tan experta que incluso llegaba a
superar a los famosos tejedores de Yprès y Gantes. Ninguna mujer de su parroquia osaba
adelantársele cuando se dirigía al ofertorio; pues si alguna se atrevía, se enojaba hasta perder los
estribos. Sus medias eran de un hermoso color escarlata y las llevaba muy ceñidas; calzaba
relucientes zapatos nuevos. Su rostro era hermoso, altivo y rosado. Siempre había sido una mujer
dominadora. Se había casado consecutivamente por la iglesia con cinco maridos, sin contar
diversos amores de juventud. Había visitado Jerusalén tres veces, Roma y la catedral de Santiago
de Compostela. Montaba cómodamente a lomos de un caballo cansino y cubría su cabeza con una
toca y un sombrero, que más parecía un escudo o coraza. Llevaba un par de puntiagudas espuelas.
Cuando tenía compañía, charlaba y reía con sonoras carcajadas. Sin duda, conocía todos los
remedios para el amor, pues en ese juego había sido maestra.

Nos acompañaba también un hombre religioso y bueno, párroco campesino, pobre en dinero,
pero rico en buenas obras y pensamientos. Era, además, hombre culto que predicaba la verdad del
evangelio de Jesucristo y enseñaba con devoción a sus feligreses. De carácter apacible, muy
diligente y paciente en la adversidad, pues había estado sometido a duras pruebas, se mostraba
reacio a excomulgar a los que dejaban de pagar el diezmo. Solía repartir entre los pobres de su
parroquia los donativos de los potentados, o lo que tenía de su propio peculio, pues se las
arreglaba para vivir con muy poco. A pesar de regentar una parroquia extensa, con pocas y
dispersas casas, ni la lluvia ni el trueno, ni la enfermedad ni el infortunio le impedían ir a pie, con el
cayado en la mano, a visitar a sus feligreses. A su grey le daba el hermoso ejemplo de practicar y
luego predicar. Era un verdadero pastor de ovejas.

Le acompañaba su hermano, un labrador. ¡Las carretadas de estiércol que había trajinado este
buen y fiel trabajador! Vivía en paz y armonía con todos. En primer lugar, amaba a Dios con todo
su corazón, tanto en los buenos tiempos como en los malos; luego amaba a su prójimo como a sí
mismo. Trillaba, cavaba y abría zanjas y, por amor a Jesucristo, cuando sus caudales se lo
permitían, hacía lo mismo para cualquier persona pobre sin percibir emolumento alguno. Pagaba
el justo diezmo, tanto por sus cosechas como por el aumento de sus pertenencias, sin escatimar
nada. Cabalgaba humildemente sobre una yegua y vestía un tabardo.

Finalmente, había un molinero, un intendente o administrador, un alguacil, un bulero, un jefe de


compras y, el último de todos, yo.

El molinero era un sujeto alto y fornido, de poderosos músculos, que utilizaba a las mil maravillas
en las justas de lucha de un extremo al otro del país, pues se llevaba el premio en cada una de
ellas. No había puerta que no pudiera sacar de sus goznes o derribarla embistiéndola con la
cabeza. Su barba era pelirroja, como el pelaje de una zorra. Sus fosas nasales eran inmensas y
negras. En el lado derecho de la punta de la nariz tenía una verruga, de la que le surgía un penacho
de pelos rojos parecidos a las cerdas de la oreja de un puerco. En bandolera, ceñía espada y
escudo. Tenía una bocaza ancha como la puerta de un horno. Era un tipo repulsivo. Contaba
chistes irreverentes sobre temas pecaminosos y obscenos. Con mucha habilidad sisaba el grano y
cobraba tres veces el valor justo. Tenía un pulgar de oro: con él valoraba la calidad del trigo o
apretaba furtivamente la balanza para incrementar el peso y cobrar más. Vestía un sobretodo
blanco y una capucha azul. Nos sacó de la ciudad soplando y tocando la gaita.

Otro personaje era el administrador, mayordomo o intendente de uno de los colegios de


abogados, que podía haber servido de modelo a todos los proveedores por su astucia al comprar
víveres; pues, tanto si pagaba al contado como si compraba a crédito, vigilaba los precios del
momento, por lo que siempre era el primero en entrar y hacer una buena compra. Ahora bien, ¿no
es notable que el ingenio de un hombre sin educación sobrepasase la sabiduría de un grupo de
hombres cultos? Era un personaje delgado y colérico. Cuidaba hábilmente de las arcas y graneros.
Observando la sequía y las precipitaciones de lluvia podía estimar el rendimiento de las semillas y
granos. Todo el ganado de su dueño, la producción de leche y la volatería estaban a su cargo.
Vestía un largo gabán azul y montaba una robusta jaca de color gris, moteada. De joven había
aprendido un buen oficio en el que era muy diestro: el de carpintero.

En la posada, entre nosotros, había un alguacil de ojos menudos y rostro encendido. Era cachondo
y lascivo como un gorrión. Los niños se asustaban de su cara con sus roñosas cejas negras y su
escuálida barba. Ningún ungüento le lograba limpiar las blancas pústulas que poblaban sus
mejillas. Por un litro escaso de vino permitía a cualquier camarada conservar su concubina durante
un año y, además, le perdonaba. Bebía un fuerte vino tinto, rojo como la sangre, que le hacía
bramar y charlar como si estuviera chiflado. Cuando estaba totalmente borracho, no hablaba más
que latín. Sabía dos o tres términos legales que había aprendido de algún edicto eclesiástico, ya
que oía latín durante todo el día. Si se hurgaba en sus conocimientos, se descubría que era casi un
ignorante. Actuaba como un refinado y redomado sinvergüenza, sin posible parangón. Todas las
prostitutas jóvenes de la diócesis estaban enteramente bajo su dominio, puesto que era su
confidente, único asesor y consejero.

Con nosotros cabalgaba un bulero, amigo y compinche del alguacil. Había llegado directamente
desde el Vaticano de Roma. Su cartera, que apoyaba en el regazo, iba llena a reventar de
indulgencias listas para vender. El cabello de este bulero era amarillo cual la cera y lo llevaba
lustroso y brillante como madeja de lino; los rizos le caían en pequeños grupos extendidos sobre
sus hombros, en donde descansaban en forma de mechones finamente esparcidos. Se sentía más
cómodo cuando andaba sin caperuza, que llevaba metida en un hato. Tenía una voz delgada como
de cabra y su cutis era tan fino como acabado de afeitar. Lo tomé por castrado o invertido.
Aseguraba poseer una funda de almohada hecha con el velo de la Virgen y un fragmento de la vela
de San Pedro. Cuando tropezaba con un pobre clérigo campesino, sabía obtener más donativos en
un día con dichas reliquias, que el clérigo en dos meses.

Nuestro mesonero nos recibió a todos con los brazos abiertos y nos asignó inmediatamente
lugares para la cena. Nos sirvió las mejores viandas; el vino era fuerte y apetitoso. Era un
adecuado maestro de ceremonias para cualquier sala; corpulento, de ojos saltones, atrevido en el
hablar, pero cortés e instruido. Además, tenía mucha inventiva, puesto que después de cenar nos
hizo la siguiente propuesta:

-Escuchadme, amigos, cada uno de vosotros, para que el camino se os haga más corto, deberá
contar dos cuentos durante el viaje hacia Canterbury y dos más en la vuelta. El que relate la
historia mejor -con el argumento más edificante y divertido- será obsequiado con un banquete a
costa del resto del grupo, aquí, en esta posada y bajo este mismo techo, al regresar de Canterbury.
Por eso, para divertirme con vosotros, tendré mucho gusto en unirme al grupo y cabalgar junto a
vosotros, a mis propias expensas, y en ser vuestro guía.

Su propuesta fue aceptada. Alegremente le encarecimos que, además de nuestro guía, fuera juez y
árbitro de nuestros relatos. Aceptamos unánimemente acatar sus decisiones. Entonces mandó a
buscar más vino y cuando nos lo hubimos bebido, nos acostamos enseguida.

A la mañana siguiente nuestro mesonero se levantó al romper el alba, nos despertó y nos reunió a
todos en grupo. Salimos cabalgando un poco más rápido que al paso, hasta que llegamos al
abrevadero de Santo Tomás, en un arroyo a unas dos millas de Londres. Allí el mesonero detuvo a
la comitiva y nos recordó la promesa de anoche. Todos mantuvimos la decisión. Echamos a suerte
quién debía comenzar los relatos y le tocó al caballero.

4. Estructura y personajes de los Cuentos de Canterbury.


Los Cuentos de Canterbury es una obra inacabada, incompleta, con cabos sueltos. Aunque se
conservan abundantes manuscritos del conjunto -unos ochenta-, solamente ocho han merecido
ser publicados por la Chaucer Society. De ellos los más acreditados son el Ellesmere y el Hengwrt.
Ambos fueron compilados entre 1400 y 1410, es decir, en el primer decenio después de la muerte
de Chaucer, curiosamente por la pluma del mismo escriba. El primero, posiblemente el más
conocido por sus miniaturas de los personajes de la obra, se conserva en la Huntington Library en
San Marino, California; el segundo, se custodia en la Biblioteca Nacional de Gales. Algunos
especialistas consideran que el Ellesmere es un texto más cuidado, con menos inconsistencias
ortográficas y con los cuentos ordenados con el plan original de Chaucer; otros juzgan, con todo
fundamento, que el Hengwrt es cronológicamente anterior al Ellesmere.

La mejor traducción al español, que parte del manuscrito Ellesmere, es la edición de Pedro
Guardia Massó, para la Colección de Letras Universales de la Editorial Cátedra. La obra de Chaucer
está compuesta en verso, es decir, en versos de arte mayor que riman de dos en dos, dos versos
seguidos entre sí, como pareados. Pedro Guardia prefirió la traducción en prosa para desvelar el
significado original de la forma más literal posible.

Los cuentos se agrupan en diez secciones, y cada sección se subdivide en los prólogos, los cuentos
respectivos y, en su caso, epílogo, siguiendo el orden de Ellesmere; aunque esta secuencia tiene
también cabos sueltos, resulta estéticamente aceptable.

El esquema organizativo de los Cuentos de Canterbury está directamente ligado con el plan
original de Chaucer. Como carecemos de evidencia externa, deberemos recoger los argumentos de
crítica interna. Al final del Prólogo General, el mesonero propone que cada peregrino cuente
cuatro cuentos: dos a la ida y dos a la vuelta. A mitad de la narración, en el epílogo del cuento del
escudero, los cuatro se han reducido a uno o dos. Exactamente el mesonero afirma: cada uno de
los presentes debe, por lo menos, contar un cuento, si no quiere quebrantar su promesa. En el
prólogo al cuento del párroco, el mesonero le comenta: todos, excepto tú, ya han narrado su
cuento. Esto no es cierto, pues de los treinta personajes, solo veintitrés tienen el suyo y no todos
ellos completos.

Así es, pues el cuento del cocinero queda cortado casi al principio y otros tres quedan
interrumpidos: el cuento del escudero, el del monje y el de Sir Topacio, este último narrado por el
propio Chaucer.
Los cuentos completos, tal como aparecen en el manuscrito de Ellesmere, son por orden de
aparición, de arriba abajo y de izquierda a derecha, los siguientes:

Por otra parte, tres cuentos completos presentan las siguientes anomalías: el marino se refiere a sí
mismo como una mujer, la segunda monja se autodenomina “indigno hijo de Eva” y el magistrado
afirma que va a contar algo “en prosa” y utiliza versos con rima.

Por todas las razones que vamos viendo, hemos de concluir que los Cuentos de Canterbury
presentan todos los detalles de una obra polifacética carente de una revisión final.

La distancia entre Londres y Canterbury es de cincuenta y cuatro millas, esto es, ochenta y siete
kilómetros. Las referencias de los peregrinos a los lugares por donde la comitiva transcurre
permiten establecer las etapas del viaje. Así en el Prólogo General tenemos las dos primeras
referencias: Southwark y el Abrevadero de Santo Tomás. En el enlace entre el cuento del molinero
y el del administrador se lee: Mira, ya estamos en Depfort, ya son las siete y media de la mañana.
Greenwich (..) se divisa a lo lejos. Posiblemente, el primer día de trayecto concluyese en Dartford,
a quince millas de Londres. Así pues, a la Primera Etapa corresponden los cuentos de Sección
primera, es decir, los cuentos del caballero, el molinero, el administrador y el cocinero.

El segundo recorrido o la Segunda Etapa, correspondiente al segundo día, abarca el cuento del
magistrado de la Sección segunda y los cuentos de la comadre de Bath, el del fraile y el del alguacil
de la Sección Tercera. Acabaría en Rochester, a treinta millas de Londres.

La Tercera Etapa o tercer recorrido comprendería los cuentos del universitario y el mercader de la
Sección Cuarta; los del escudero y terrateniente de la Sección Quinta; y los del médico y el bulero
de la Sección Sexta. Terminaría en Sittingbourne, a cuarenta millas, u Ospringe, a cuarenta y seis
millas de Londres, respectivamente.

Los cuentos de Sección Séptima, es decir, el cuento del marino, el de la priora, el de sir Topacio, el
de Melibeo, el del monje y el del capellán de monjas; de la Sección Octava, esto es, el cuento de la
segunda monja y el del criado del canónigo; de la Sección Novena o el cuento del intendente y de
la Sección Décima o el cuento del párroco, se narrarían en el último tramo del viaje o Cuarta Etapa,
hasta Canterbury, a unas cincuenta y cuatro millas.
Por todos los supuestos anteriores, la peregrinación avanzaba a poca velocidad. Nadie tenía prisa
en llegar. Además, la lentitud de las cabalgaduras de alquiler era proverbial.

En el Prólogo General se mencionan a veintinueve peregrinos si incluimos al mesonero, que los


dirige y arbitra, y a Chaucer, el autor de la obra. Al final, en la Sección Octava, dos nuevos
personajes se incorporan a la expedición: el canónigo y su criado; aunque solo temporalmente,
porque al poco rato, el canónigo huye despavorido, ante la posibilidad real de que su ayudante se
vaya de la lengua. Por consiguiente, el número total de peregrinos es treinta personajes y no
treinta y uno, pues el canónigo desaparece.

No todos estos personajes están descritos en el Prólogo General. El autor se limita a mencionar
con un “también iban” a siete. En primer lugar, a los gremiales: el mercero, el tejedor, el tintorero,
el tapicero y el carpintero; en contraste, describe al cocinero que los alimentaba. También se
limita nombrar a la segunda monja y al capellán que los acompaña, aunque tenemos un auténtico
dibujo de él en el epílogo del cuento. Y falta la autodescripción del autor. Si del total de personajes
en el Prólogo General, veintinueve, restamos siete, tenemos un total de veintidós descripciones.
En el resto de la obra, aparte del Prólogo General, Chaucer facilita cuatro nuevas descripciones: la
del capellán de las monjas, la del canónigo con su criado y la suya propia. Total: veintiséis
descripciones.

Todos los peregrinos se reúnen por casualidad en la posada El Tabardo en Southwark, que en la
actualidad es un barrio londinense al sur del Puente de Londres. El albergue estaba regentado por
el mesonero Harry Bailey, un personaje esencial por su condición de moderador y juez del
concurso. Los peregrinos de los Cuentos de Canterbury proceden de todos los confines de
Inglaterra, ejercen las profesiones más variadas y pertenecen a muy distintos estamentos sociales.

Algunos viven en el campo, como el párroco, el labrador y el pequeño terrateniente, y otros en la


ciudad, como la viuda de Bath, el universitario o el cocinero. Las humildes faenas agrícolas del
labrador, como el transporte de estiércol, contrastan con las hazañas bélicas del caballero; el
magistrado, que no precisa descubrirse ante el rey, camina junto al cocinero, de dudosa
reputación; la refinada priora contrasta con el molinero; el apostólico y ejemplar párroco es el haz,
el envés: el desvergonzado e interesado bulero; el saber del universitario contrapesa la incultura
del mesonero… Juntos representan la Inglaterra del siglo XIV, compuesta por tres estamentos muy
arraigados: los guerreros, los religiosos y el pueblo llano, frente a una emergente burguesía.

Mientras que los personajes nobles son idealizados, los burgueses están descritos con tal
perspicacia y sutileza que parece que Chaucer retrata a individuos que conoció en persona. De su
pintura de la sociedad de la época solamente quedan excluidos los miembros de la alta nobleza,
que peregrinaban por sus propios medios y casi nunca en compañía de otros guerreros.
En los Cuentos de Canterbury, los narradores están presentes de modo permanente, no solo en las
descripciones del Prólogo General, sino también a lo largo de la obra en los links o enlaces entre
cuento y cuento. Estos enlaces narrativos, además de ensartar los cuentos en una secuencia
determinada, contribuyen a dar a toda la obra un tono unitario dentro de su diversidad. Porque si
bien es cierto que cada uno posee una indiscutible autonomía, también lo es que forman un todo
literario. Esta unidad, aparentemente rota por la estructura individual de cada narración, se
recompone con la relación entre el narrador y su cuento, por los diálogos dramáticos de estos
enlaces y por la solapada presencia entre líneas del propio Chaucer.

En estos complementos y extrapolaciones del Prólogo General, el administrador se pelea con el


molinero borracho; el fraile, con el alguacil; el mesonero bromea con Chaucer y el monje; el
caballero pacifica la discusión entre el bulero y el mesonero. Prácticamente afloran de nuevo
todos los personajes de la peregrinación -en particular el mesonero- con sus reacciones
individualizadas ante la narración recién finalizada. En esos lances aparece el tambaleante y medio
ebrio cocinero, la madre priora, el mal hablado molinero. En una palabra: los enlaces dan la
pincelada final al retrato de los personajes y son la caja de resonancia de los diversos cuentos.
Proporcionan a la obra cohesión interna e intensidad dramática.

5. Resumen y anotaciones para un comentario de cada uno de los ocho primeros relatos del
manuscrito Ellesmere y de los dos del peregrino Chaucer.

5.1 Cuento del Caballero.

5.1.1. Resumen.

El duque Teseo, señor de Atenas, conquistó el país de las Amazonas y se casó con Hipótila. A su
regreso, con su esposa y también con su cuñada Emilia, atendiendo la petición de las suplicantes
tebanas, marchó con todo su ejército contra Tebas, a la que sometió. Dos jóvenes caballeros,
primos y miembros de la casa real de esta ciudad, fueron rescatados de la muerte y enviados a un
torreón de máxima seguridad de Atenas, condenados a cadena perpetua.

Los días y los años transcurrían para Palamón y Arcite, hasta que una mañana de mayo la bellísima
Emilia, más hermosa que un lirio en su tallo verde, antes de que despuntase el alba salió al jardín,
que tenía una pared anexa al muro de la mazmorra donde penaban los príncipes tebanos. La
muchacha, con su cabello rubio, cayéndole por la espalda en forma de trenza de casi una yarda de
longitud, se solazaba recogiendo flores blancas y rojas para tejerle una guirnalda a su cabeza.
Emilia cantaba con una voz angélica y celestial. Mientras, el cautivo Palamón, paseaba por su
habitación lamentándose de haber nacido. El joven, a través de una ventana fuertemente
protegida con barrotes de hierro, cuadrados y macizos, posó su mirada en la muchacha del jardín y
lanzó un grito desde el fondo de su corazón.

-¿Qué te pasa, primo? ¿Por qué tienes esa mortal palidez? ¿Qué te ha alterado de esta forma? -le
preguntó extrañado su compañero.

-La belleza de la dama que he visto vagar por el jardín ha sido la única causa de mi grito y mi dolor.
No puedo asegurar si es una diosa o una mujer, pero creo que se trata de la propia Venus.

Pero mientras Palamón estaba hablando, los ojos de Arcite divisaron también a la dama que
paseaba por el jardín. Quedó tan arrebatado por su belleza que, si Palamón había resultado herido
profundamente, Arcite lo fue también en el mismo o mayor grado.

-La lozana belleza de esa muchacha me ha asestado un golpe tan repentino como mortal; si no
llego a obtener su favor para que, al menos, pueda verla, seré hombre muerto.

-¿Qué estás diciendo? -replicó secamente Palamón-. Yo fui el primero en amarla. Sabes que
estamos unidos por un juramento que te obliga a ayudarme en toda circunstancia. Te comuniqué
lo que sentía, porque eres el confidente de mis secretos. Amaré a la muchacha del jardín hasta la
muerte.

-Yo la amo con verdadera pasión; tu amor es un afecto espiritual - respondió Arcite-. Tú no sabías
si era una mujer o una diosa. El mío es el amor de un ser humano.

Y la disputa entre ambos se hizo interminable. Antes, hermanos; ahora, enemigos.

Sucedió que un duque llamado Peroteo, amigo íntimo de Teseo desde la infancia, llegó un día a
Atenas para visitar a su compañero de juegos. Peroteo sentía un gran aprecio por Arcite, pues le
hacía tratado en Tebas durante muchos años. Después de mucho insistir, el duque Teseo dejó salir
a Arcite de la cárcel sin pagar rescate alguno, con libertad de movimiento bajo la siguiente
condición: si es capturado en los dominios de Teseo, sería decapitado. No tenía otra alternativa,
pues, que volver a su patria.
Arcite se sentía el ser más infeliz del mundo, porque aunque disfrutase de libertad en su tierra, no
podía ver a su amada Emilia. Palamón, por su parte, maldecía su destino, encerrado de por vida
como estaba, profiriendo tales gritos que la gran torre vibraba.

Arcite, escuálido de tanto sufrir la enfermedad del amor, cambió de cara, de aspecto y de voz. Una
noche, mientras dormía, creyó ver al dios Mercurio, quien le conminaba a ir a Atenas, donde
terminarían sus aflicciones. Disfrazado con ropas de humilde ciudadano, consiguió trabajo para
realizar las tareas más ínfimas en el palacio de Teseo. Su buen servicio le ascendió a paje de
cámara de la bella Emilia, llegando hasta escudero de cámara de Teseo.

La tercera noche del mes de mayo Palamón, auxiliado por un amigo, logró escaparse de la cárcel
poco después de medianoche. Le había dado de beber a su carcelero una taza de un licor con un
narcótico muy potente. Huyó y se ocultó en una arboleda cercana. A la luz del alba del siguiente
amanecer, Arcite para divertirse montó un brioso corcel sin rumbo fijo, que lo condujo a la misma
arboleda. Saltó de su caballo y el joven recorrió un sendero arriba abajo, mientras entonaba una
melodia de bienvenida al tiempo de las flores, junto a los matorrales donde casualmente estaba
escondido su mortal enemigo. Cuando Arcite acabó su canción, empezó a lamentarse de la mala
suerte de su familia de Tebas y de él mismo. Terminó diciendo:

-¡Oh Emilia!, una mirada de tus ojos me ha destrozado. Muero por tu causa. No prestaría la menor
atención a ninguna de mis aflicciones, si pudiera hacer algo que te agradara.

Después de esto cayó en prolongado trance, levantándose luego de un salto. Palamón, al que
parecía que le acababan de atravesar el corazón con una glacial espada, se encolerizó. No podía
aguantar ni un momento más. Después de escuchar a Arcite hasta el final, salió de la maleza, con
el rostro desencajado y lívido, gritando:

-Arcite, ¡malvado traidor! Ya te tengo. ¡Tú que amas a la dama por la que sufro y peno! ¡Uno de los
dos tiene que morir! O mueres o dejas de amar a Emilia. Elige, pues no tienes escapatoria.

-Te doy mi palabra de honor -replicó el nuevo escudero de cámara de Teseo- de que mañana
compareceré aquí, sin que lo sepa nadie, vestido de caballero y trayendo conmigo las armas y
corazas necesarias para ti, de modo que puedes elegir las que te parezcan mejor, dejando las
peores para mí. Esta noche te traeré comida y bebida suficientes, así como mantas.

-De acuerdo -contestó Palamón.


Al día siguiente, bien de mañana, sin intercambiar ninguna clase de saludo, directamente y sin
pronunciar palabra, procedieron a ayudarse uno al otro a colocarse la armadura. Luego, durante
horas, se atacaron con sus potentes y afiladas lanzas, llenándose de sangre. Viéndolos luchar,
cualquiera hubiera creído que Palamón era un furioso león, y Arcite, un tigre implacable.

En ese mismo hermoso día, Teseo había partido de caza alegremente con su esposa, la reina
Hipólita, y con Emilia, todos vestidos de verde y con atavíos reales. El duque Teseo dirigió su
caballo a una espesura cercana, en donde le habían dicho que se escondía un ciervo. Cuando,
persiguiéndolo, llegó a un claro y miró a su alrededor, vio a Arcite y Palamón que luchaban como
dos toros furiosos. Sin tener la menor idea de su identidad, el duque espoleó a su corcel y de un
salto se colocó entre los dos, desenvainó la espada y vociferó:

-¡Deteneos! ¡No sigáis bajo pena de muerte! Por el poderoso Marte, el primero al que vea dar otro
mandoble, muere aquí mismo.

Jadeantes, contuvieron sus ímpetus. Palamón, con sentidas palabras le descubrió quiénes eran y
por qué luchaban. Teseo, impresionado por la realidad de los contendientes, ante la súplica de las
mujeres que lo acompañaban, cambió su primera intención de ejecutarlos y sentenció:

-Quedáis libres, pero dentro de doce meses, contados a partir de hoy, ni un día más ni menos,
cada uno de vosotros deberá traer cien caballeros completamente equipados y armados para un
torneo, y estar dispuesto a batirse para reivindicar su derecho sobre Emilia. Construiré las
instalaciones para el torneo en este mismo lugar y demostraré ser un juez veraz y justo. Uno de
vosotros debe caer muerto o prisionero: ningún otro desenlace me dará satisfacción.

Así pues, Teseo mandó erigir en aquel lugar el anfiteatro más suntuosamente adornado de todo el
mundo. Con murallas de piedra rodeadas por fuera con un foso, el circuito tenía una milla de
longitud, en forma circular, como una brújula, con gradas hasta la altura de sesenta pies, de modo
que una persona sentada en cualquier fila no obstruyera la visión a la posterior. Encima de la
puerta oriental instaló un altar y un templo para el culto a Venus; sobre la entrada occidental
levantó otro templo igual dedicado a Marte. También ordenó construir un templo dedicado a la
diosa de la caza: Diana.

Se acercaba el día señalado y ambos, fieles a su promesa, se presentaron en Atenas con un


centenar de caballeros bien armados y pertrechados para el combate. El mismo día del torneo,
Palamón se levantó muy temprano para orar en el templo dedicado a Venus y ofrendar el
correspondiente sacrificio, pidiendo la protección de la diosa. Emilia, a la salida del sol, se
encaminó presurosa a rezar al templo de Diana, quien le comunicó que los dioses habían decidido
que sería desposada con uno de los dos príncipes combatientes. Arcite, por su parte, se dirigió al
templo del indomable dios de la guerra para ofrendar su sacrificio con todos los ritos de su fe
pagana. El noble tebano arrojó al fuego del templo granos de incienso, hasta que la cota de malla
que cubría la estatua de Marte tintineó y con aquel ruido oyó como un suave murmullo que decía:
“¡Victoria!”. Pero arriba, en el cielo, estalló una fuerte discusión entre Venus y Marte, pero fue
Saturno quien se las arregló para idear una solución que satisficiera a ambas partes.

Y llegó por fin el momento de la lucha. Teseo, desde un catafalco, anuncia la gran regla por la
debía regirse la contienda: de ninguna manera la batalla debía librarse hasta la muerte; cualquiera
que sea derribado será apresado, no muerto, y llevado a un lugar reservado al efecto, en cada uno
de los dos lados; si el jefe de uno u otro bando es apresado o muerto por su oponente, el torneo
finalizará en aquel mismo instante.

En el extremo occidental del anfiteatro, Arcite entró por la puerta de Marte, con un pendón rojo y
los cien caballeros de su grupo, mientras que al mismo tiempo, Palamón, por los portales de
Venus, lo hizo con pendón blanco dirigiendo a los suyos. A la retirada de los heraldos, sonaron las
trompetas y los clarines. En formación los dos batallones salieron al encuentro uno contra otro.
Las lanzas saltan veinte pies por los aires; se desenvainan las espadas, que lanzan destellos de
plata; los yelmos son dañados y destrozados; la sangre brota en forma de ríos rojos y los huesos
quedan quebrados por las pesadas mazas. Los dos tebanos se enfrentaron e hirieron
recíprocamente muchas veces durante el transcurso del día. Dos veces cada uno descabalgó al
otro.

Pero todo llega a su fin. Antes de que el sol hubiera declinado, Emeterio, el poderoso rey, cazó a
Palamón mientras luchaba con Arcite. Su espada se hendió profundamente en su cuerpo y fueron
necesarios veinte hombres para arrastrar a Palamón, que no cedía, hasta el lugar reservado.
Cuando Teseo vio lo sucedido, ordenó a todos los combatientes:

-Deteneos. ¡Basta! ¡Todo ha terminado! Seré un juez justo e imparcial: Emilia será para Arcites de
Tebas, quien ha tenido la suerte de ganarla limpiamente.

Al oír esto, la multitud prorrumpió en un clamor tan estruendoso de alegría, que pareció como si
los muros del recinto se fueran a derribar. Sonaron de nuevo las trompetas y la música, y los
heraldos proclamaron y difundieron su satisfacción por el triunfo del príncipe Arcite, el cual se
quitó el yelmo y cabalgó a lo largo de todo el escenario del combate para mostrar su rostro.
Levantó sus ojos hasta Emilia, que le devolvió la mirada con dulzura.
Pero del suelo surgió una furia infernal enviada por Plutón, a petición de Saturno, y el caballo de
Arcite dio un respingo, tropezó y cayó, con lo que Arcite rodó de cabeza y quedó como muerto en
tierra, con su pecho aplastado por la silla de montar. Se le transportó penosamente desde las lizas
hasta el palacio de Teseo, donde le recortaron la armadura para liberarlo y ponerlo
inmediatamente en el lecho, todavía vivo y consciente, mientras llamaba con insistencia a Emilia.

Teseo se ocupó de que todos los participantes en el torneo quedasen satisfechos. Mandó
proclamar que ambos bandos contendientes habían actuado bien y estado a la misma altura,
como si hubieran sido hermanos. Les dio regalos de acuerdo con su rango y posición, y celebró una
gran fiesta que duró tres días.

El pecho de Arcite se hinchó y la herida cercana al corazón empeoró cada vez más. El príncipe iba a
morir, así que mandó buscar a Emilia y a su querido primo Palamón:

-A vos señora, a quien más amo, el angustiado espíritu que anida en mi pecho no sabe expresaros
lo atroz de mi pena. A vos confío el servicio de mi espíritu. Tomadme dulcemente en vuestros
brazos, por amor de Dios. Quiero que el sabio Júpiter dirija mi alma para hablar con sinceridad,
veracidad, honor, caballerosidad, humildad, rango, sangre noble y franqueza, y todo lo que
pertenece al amor. En el mundo actual, Emilia, no hay más digno de amor que Palamón. Si alguna
vez tuvierais que casaros, no os olvidéis de este hombre bueno que es Palamón.

Sus ojos fueron perdiendo brillo. Su respiración empezó a decaer hasta que expiró. Luego, todos
vivieron unos solemnes funerales llenos de esplendor. Al cabo del tiempo, reunido el Consejo de
Atenas, Teseo celebró el casamiento de Palamón y Emilia, quienes se amaron el resto de sus días.

5.1.2. Anotaciones para un Comentario.

Chaucer se inspiró en Il Teseida, el famoso libro de Boccaccio, para escribir este relato. Condensó
los 10.000 versos del escritor italiano en su cuarta parte, pues empleó 2.250 versos. Chaucer
enfocó su relato en la historia de amor y en los personajes que se disputan el favor de Emilia.

El cuento, que es el más largo del libro, posee todos los ingredientes nobles de su narrador.
Aristocráticos son sus protagonistas, los primos y príncipes tebanos, Arcite y Palamón. El combate
final, con todos sus componentes medievales y clásicos, podría ser el escenario idealizado de las
numerosas lizas, lides o justas, en las que el relator había activamente participado.
5.2 Cuento del Molinero.

5.2.1. Resumen.

Un carpintero de Oxford, rústico adinerado entrado ya en años, se acababa de casar con una
hermosa muchacha de dieciocho, de cimbreante cintura. El viejo aceptaba huéspedes en su casa,
pues vivía con ellos un estudiante llamado Nicolás el Espabilado, muy entendido en astronomía y
astrología.

Un día, cuando el carpintero estaba en Oseney, el muchacho empezó a retozar y a hacer bromas
con la joven, palpándole sus partes y abrazándola por las caderas. Ella se resistía, pero el
estudiante al fin logró vencer su resistencia, logrando que ella le prometiera que sería suya tan
pronto como pudiera encontrar la ocasión.

Un día de fiesta, ella se dirigió a la iglesia de su parroquia, como de costumbre, para cumplir con
sus obligaciones religiosas. En la iglesia había un sacristán llamado Absalón. Era un individuo
enamoradizo en el sentido más amplio de la palabra. Este buen mozo tocaba la guitarra, animando
las posadas y tabernas de la ciudad. Durante la ceremonia religiosa, se quedaba embelesado
contemplando a la mujer del carpintero.

Aquella noche Absalón cogió la guitarra para ir a cortejarla, cerca de un ventanal entreabierto en
la pared. El carpintero se despertó y le oyó cantar.

-Alison -dijo a su mujer-, ¿no oyes a Absalón bajo el muro de nuestro dormitorio?

-Sí, Juan; claro que oigo cada nota -replicó ella.

Pero ella no le hacía nada de caso, pues tenía sus sentidos puestos en Nicolás. Este, que ya no
podía esperar más, llevó sigilosamente a su aposento suficiente comida y bebida para un par de
días. Nicolás le dijo a Alison que cuando su esposo preguntara por él, le informase que no le había
visto en todo el día y que debía haber caído enfermo. Al día siguiente tampoco apareció, así que
Juan se preocupó seriamente, por lo que encargó a un chico que le servía que forzara la puerta.
Allí se hallaba Nicolás sentado como si estuviera petrificado, con la boca abierta jadeando y
musitando una oración.
-¡Querido Juan, querido anfitrión! -empezó a hablar-. Me jurarás por tu honor que nunca
explicarás esta confidencia a nadie, pues te revelaré el secreto de Jesucristo.

Después de que Juan le prometiera que no se lo diría a nadie, prosiguió:

-Por mis estudios de astrología y mis observaciones de la luna, he averiguado que, durante la
noche del próximo lunes, a eso de las nueve, lloverá de una forma tan torrencial y asombrosa, que
el diluvio de Noé quedará minimizado. El aguacero será tan tremendo que todo el mundo se
anegará y la humanidad perecerá.

El carpintero quedó tan impresionado, que casi se desmayó.

-Se requiere actuar con rapidez y dejarnos de parloteos y retrasos. Corre y trae enseguida a casa
una amasadera o una tina grande de fabricar cerveza para cada uno de nosotros tres y asegúrate
de que sean lo suficientemente grandes para que floten como una barca. Pon alimentos en ellas
para un día, será suficiente. Las colgarás en lo alto del techo; así nadie se dará cuenta de los
preparativos. No te olvides de colocar un hacha en cada una de las tres tinajas, para cortar la
cuerda y poder evadirse cuando llegue el agua. Cuando embarquemos mañana por la noche,
recemos en silencio para cumplir las órdenes divinas.

El carpintero, después de haber encontrado una amasadora y un par de grandes tinas, las metió
subrepticiamente en la casa y las colgó silenciosamente del techo. Él mismo fabricó tres escaleras
de mano para alcanzar las tinas que colgaban de las vigas.

Llegado aquel lunes, cuando se acercaba la noche, subieron los tres a sus tinas respectivas en
absoluto silencio. El carpintero, después de rezar mentalmente y aguzar el oído por si oía llover,
tras un día fatigoso y ajetreado, cayó dormido como un tronco y enseguida estuvo roncando
ruidosamente. Entonces, Nicolás bajo silenciosamente por la escalera de mano, así como Alison,
que se deslizó sin hacer ruido. Ambos se fueron al lecho, en el que carpintero solía dormir, y
gozaron a sus anchas de los placeres de la cama.

Una voz, débil pero conocida, que provenía desde debajo del ventanal rompió la tranquilidad de la
pareja:
-¿Dónde estás, dulce Alison, bonita, flor de canela? Despierta y dame un beso.

¡Era Absalón, el sacristán! La muchacha reaccionó rápidamente:

-Pero tienes que prometerme que te irás si te lo doy.

La noche era oscura como boca de lobo, negra como el carbón. Ella sacó las posaderas por la
ventana. Absalón dio al culo desnudo un sonoro beso, pero retrocedió inmediatamente, pues notó
una cosa áspera y peluda. Entonces ideó una venganza que reparase el ridículo que había hecho.
Lentamente cruzó la calle para visitar a un herrero amigo, quien le prestó una cuchilla de arado
ardiendo al rojo. Y de nuevo, fue a rondar la ventana. Primero tosió, luego llamó al cristal y dijo:

-Te he traído un anillo de oro que me dio mi madre, que en gloria esté.

Nicolás, que se había levantado a orinar, pensó completar la broma haciendo que Absalón le
besase el culo antes de marcharse. Abrió la ventana y, silenciosamente, asomó las nalgas. Ante
esto, Absalón dijo:

-Habla, chatita mía, que no sé dónde estás.

Entonces, Absalón soltó un sonoro pedo, que resonó como un trueno. Absalón quedó medio ciego
por la descarga; pero como tenía preparado el hierro candente, lo aplicó al trasero de Nicolás. El
ardiente cuchillo le chamuscó las posaderas, haciéndole saltar la piel en un ruedo de un palmo de
ancho. Nicolás creyó morir de dolor, y en su angustia empezó a dar gritos frenéticamente,
diciendo:

¡Socorro! ¡Agua! ¡Por el amor de Dios, socorro!

El carpintero se despertó sobresaltado. Oyendo a alguien gritar “¡Agua!” pensó que había llegado
el diluvio. Sin más, se incorporó y cortó la soga con el hacha. Todo se vino abajo y la tinaja con el
carpintero cayeron al suelo con gran estrépito, donde el hombre quedó desvanecido.

5.2.2. Anotaciones para un Comentario.


Después de la lectura de estos dos primeros cuentos sobresale, destaca, un fuerte contraste entre
este relato del molinero y el anterior del caballero, pertenecientes a dos mundos distintos: el de la
caballería medieval y prerrenacentista, por un lado, y el del burgo de las ciudades, por otro. En
este último caso, a Chaucer le interesa mostrar la realidad rastrera, común, del penúltimo escalón
de los habitantes de las ciudades. No faltan comentaristas que advierten que, en conjunto, este
segundo relato es una parodia del primero.

Según los estudiosos que rastrean la obra de Chaucer, los dos episodios principales, el temor de un
segundo diluvio y el beso al trasero, no se encuentran juntos en fuente alguna. A su vez, la
urdimbre de la trama está muy bien construida, creciendo en hilaridad, para provocar la carcajada
final en el lector u oyente de la clase media que reciba el relato. Previendo una crítica que subraye
el mal gusto del autor, Chaucer peregrino interviene en el diálogo entre el mesonero y el molinero,
que precede al cuento, diciéndonos: “este molinero rechazó cambiar el contenido de su relato y lo
contó de modo grosero. Lamento tener que repetirlo aquí. Pido disculpas a los gentileshombres.
¡Por el amor de Dios! No juzguéis equivocadamente mi relato. Carece de cualquier mala intención.
Relato todos los cuentos, buenos o malos. De otra forma no sería fiel testigo de los
acontecimientos”.

5.3. Cuento del Administrador.

5.3.1. Resumen.

En Trumpington, en la orilla de un arroyo hay un molino, regentado por un bribón, Simkin el


Fanfarrón. Robando, obtenía grandes ganancias al moler el trigo y la cebada de toda la comarca,
especialmente los del colegio King’s Hall. Casado con la hija del cura, eran padres de una bonita
muchacha de unos veinte años y de un bebé de seis meses.

Dos estudiantes, al caer enfermo el administrador de King’s Hall, se ofrecieron al director para ir a
ver moler el trigo del colegio universitario, convencidos de que el molinero no conseguiría
robarles. Cuando llegaron al molino, le dijeron a Simkin que estaban muy interesados en ver cómo
funcionaba la tolva. Para ello, Juan se situó junto a ella y Alano lo hizo debajo para ver cómo la
harina caía en la artesa. El molinero, sonriéndose, se deslizó sigilosamente por la puerta, llegó
hasta el arbusto donde estaba atado el caballo de los estudiantes y le soltó la brida. El animal,
sintiéndose libre, galopó hacia un terreno pantanoso en donde pacían unas yeguas salvajes en
libertad.
El molinero regresó sin proferir palabra. Prosiguió su trabajo hasta moler todo el trigo. Cuando la
harina estuvo en el saco ligado, Juan salió y descubrió que el caballo no estaba. Desconcertado,
exclamó:

- ¡Socorro! ¡Socorro! El caballo se ha escapado. ¡Por el amor de Dios, Alano, muévete! ¡Sal
enseguida, hombre! Se nos ha extraviado el palafrén del director.

Y salieron de estampida. Cuando el molinero comprobó que se habían ido, tomó dos arrobas de su
harina y le dijo a su mujer que con ellas hiciese un buen pastel. Mucho tiempo estuvieron los dos
muchachos intentando atrapar al caballo, hasta que al anochecer pudieron acorralarlo en una
zanja.

Recuperado el caballo, volvieron al molino y le rogaron a Simkin que, como era de noche, previo
pago, les diese cena y albergue. El molinero les asó una oca y mandó a su hija a por pan y cerveza.
Entonces todos cenaron, charlaron, estuvieron de parranda y bebieron toda la cerveza que les vino
en gana, hasta que hacia medianoche se acostaron.

El único sitio que pudo proporcionarles el molinero fue una buena cama en su propia habitación, a
poca distancia de su propio lecho. La cuna del bebé estaba al pie de la cama del matrimonio, para
mecer al niño o darle de mamar. En el mismo aposento, su hija tenía una buena cama. El molinero,
que se acostó ebrio, roncaba junto a su esposa, quien se había remojado el gaznate a fondo y no
tardó en sumarse a los ronquidos. Se les podía oír a medio kilómetro. Para no dejarlos solos, la hija
también roncaba a placer.

Después de escuchar esta melodía, Alano le dio un codazo a Juan y le espetó:

- ¿Estás dormido? ¿Oíste alguna vez graznidos semejantes? Es horrible. Pero no importa, todo será
para bien, pues te aseguro, Juan, que intentaré besar a esa chica si puedo. La ley nos permite
alguna compensación, pues hay una que determina que, si un hombre es perjudicado de alguna
forma, debe ser compensado de otra.

- Cuidado, Alano -repuso Juan-. Si el molinero se despierta, nos dará un disgusto.

Pero Alano se deslizó hasta donde estaba la chica, que estaba profundamente dormida panza
arriba, y cuando lo vio, estaba tan cerca que ya era demasiado tarde para chillar. En pocas
palabras, se fundieron en un prolongado abrazo.
Juan, por su parte, se levantó de la cama sin hacer ruido, se acercó a la cuna y, sigilosamente, la
transportó al pie de su propia cama. Poco después, la mujer del molinero dejó de roncar y se
despertó. Se fue a orinar, regresó y no encontraba la cuna. En la oscuridad buscó a tientas aquí y
allá, pero no la podía localizar. “¡Dios mío! -pensó-. Por poco me equivoco y me meto en la cama
de los estudiantes.” Continuó buscando hasta que localizó la cuna.

Entonces siguió palpando objetos con las manos a tientas hasta que encontró la cama, pensando
que era la suya, pues la cuna estaba junto a ella. No sabiendo exactamente dónde estaba por la
oscuridad, se introdujo en el lecho del estudiante. Se quedó quieta y se hubiese dormido si Juan,
cobrando vida, no se hubiera echado encima de la buena mujer. Esta pasó el mejor rato que había
gozado en años, pues él la trajinó como un loco.

Así fue cómo los dos estudiantes lo pasaron tan bien hasta avanzado el alba.

- Adiós, dulce Molly; ya amanece -susurró Alano.

- Cariño -dijo la muchacha-, cuando os marchéis a casa, al pasar frente al molino, detrás de la
puerta, encontraréis un pastel confeccionado con dos arrobas de vuestra harina, que ayudé a mi
padre a robar. ¡Que Dios te bendiga y te proteja!

Alano se levantó, tanteó la cuna y pensó que era la cama donde dormían el molinero y su mujer.
Así quiso el diablo que el estudiante prosiguiera y se acostara en la cama en la que dormía el
molinero. Pensando que se metía junto a su amigo Juan, se colocó al lado del molinero, le echó el
brazo alrededor del cuello y musitó en voz baja:

- Tú, Juan, imbécil, despierta por Dios, y escucha, ¡por Santiago! Esta noche, he jodido a la hija del
molinero tres veces, mientras tú has estado aquí muerto de miedo.

- ¿Qué has hecho, bandido? -gritó el molinero-. ¡Por Dios que voy a matarte!

Agarró a Alano por la nuez, quien a su vez se revolvió y le dio un puñetazo en la nariz. Un chorro
de sangre le bajó por el pecho, y los dos se revolcaron por el suelo, atizándose de lo lindo hasta
que el molinero tropezó con una piedra, y cayó de espaldas sobre su mujer, que no se había
enterado de esta singular pelea. Acababa de dormirse de nuevo en los brazos de Juan, pero la
caída la despertó sobresaltándola.
-¡Socorro! ¡Despierta Simón! Tengo un diablo encima. Tengo a alguien sobre mi estómago y mi
cabeza. ¡Ayúdame, Simkin! Estos malditos muchachos están peleándose.

Juan saltó de la cama y, a tientas, buscó una estaca. La mujer del molinero se levantó también y,
conociendo la habitación mejor que Juan, pronto encontró una apoyada en la pared. Por la débil
luz que daba la luna, al filtrarse por la rendija de la puerta, distinguió a la pareja que estaba
luchando, pero sin saber quién era quién, hasta que distinguió algo blanco. Suponiendo que era el
gorro de dormir de uno de los estudiantes, le dio un buen estacazo, sin advertir que se lo había
dado a su marido en plena calva.

-¡Socorro, me han matado! -terminó por gritar el molinero.

Entonces los dos estudiantes se vistieron, recogieron su caballo y la harina, no sin antes detenerse
en el molino para recoger el pastel cocinado.

5.3.2. Anotaciones para un Comentario.

Con el administrador y el molinero, Chaucer nos suministra una nueva faceta de su poder
descriptivo. Tradicionalmente, son dos personajes que deben chocar por necesidad. En el presente
caso la proverbial rivalidad se ve acrecentada por rencillas personales. Estas emergen a la
superficie tan pronto como el caballero concluye su relato. El ebrio molinero decide contar un
cuento acerca de un carpintero. El administrador, que de joven había sido carpintero, se subleva.
Pero el molinero, juez inapelable, da el visto bueno.

El cuento del molinero tiene, pues, todas las señales de ofensas personales hacia el administrador.
La respuesta iracunda del administrador en su cuento no se ha hecho esperar. El molinero de su
relato es un vivo retrato del molinero presente. El molinero trasquilador sale trasquilado por los
dos estudiantes de Oxford: se llevan la harina transformada y además duermen con la esposa del
molinero y su hija. La venganza ha sido perfecta.

5.4. Cuento del Cocinero.

5.4.1. Resumen.
En nuestra ciudad vivía un joven aprendiz de una tienda de comestibles, que era más alegre que
un jilguero suelto en libertad. Bailaba tan bien y tan animadamente que le apodaban Perkin el
Seductor. Afortunada era la chica que se topaba con él, pues estaba tan lleno de amor y lascivia
como una colmena repleta de miel.

Le atraía más la taberna que su tienda de comestibles. Bailaba y cantaba en todas las bodas.
Siempre que había un festival en Cheapside, salía disparado de la tienda, olvidándose de volver
hasta que había bailado lo suyo y visto todo lo que había que ver.

Se reunía con una banda de tipos como él. Iban de calle en calle jugando a los dados y no había
nadie que los echara mejor que él. Pero, a escondidas, derrochaba mucho dinero que le hurtaba a
su amo. Podéis estar seguros de que cuando un aprendiz lo pasa tan bien echando los dados,
bebiendo y con mujeres, es porque lo hace a costa de los caudales del dueño de la tienda, quien
paga aunque no participe en el jolgorio.

A pesar de ser reprendido día y noche, y de ser conducido más de una vez a la cárcel de Newgate,
al son de una charanga, como era costumbre para llamar la atención de la gente y para mayor
vergüenza del culpable, el descarado aprendiz permaneció con su dueño hasta que casi terminó su
aprendizaje.

El día en que el amo ya no pudo soportar más fechorías del muchacho, este fue expulsado de su
trabajo. Ese día Perkin envió inmediatamente su catre y el resto de sus pertenencias a casa de un
compinche inseparable, tan aficionado a los dados, al jolgorio y a la juerga como él. La esposa de
este amigo inseparable tenía una tienda para cubrir las apariencias, pues se ganaba la vida
traficando con su cuerpo.

(Chaucer dejó este cuento sin concluir.)

5.5. Cuento del Magistrado.

5.5.1. Resumen.

El sultán de Siria fue informado por unos mercaderes, que habían permanecido una temporada en
Roma comerciando, de la maravillosa bondad y belleza de Constanza, la hija del emperador. Tanto
la alabaron que la imagen de Constanza se apoderó de la mente del sultán, quien se propuso como
único deseo conseguir su amor.

Reunidos sus consejeros, estos dictaminaron que la única solución de la obsesión del sultán era el
matrimonio, imposible porque los dos contrayentes profesaban distintas religiones. Ante
semejante deliberación, el sultán replicó: “os aseguro que me bautizaré antes que perder a
Constanza”. Así, con el buen oficio de las embajadas enviadas a Roma, junto a la mediación del
Papa, el sultán logró la mano de Constanza, a cambio de su conversión a la fe cristiana, la de sus
nobles y la de todos sus súbditos.

Una numerosa comitiva, formada por obispos, caballeros, damas y famosos señores, se embarcó
acompañando a la dulce, triste y melancólica Constanza rumbo al corazón de Siria. Pero la madre
del sultán, un verdadero pozo de maldad, percatándose del firme propósito de su hijo de renegar
de las sagradas leyes del Corán, ideó un siniestro plan, aprobado por sus más íntimos consejeros
que reclutaron adictos y seguidores.

La madre se presentó ante su hijo diciéndole que también estaba dispuesta a renegar de su fe y
pidiéndole el honor de invitar a todos los cristianos a un banquete. Pasados los días celebraron la
comida, en la que fueron agasajados los cristianos con los manjares más deliciosos. Al final del
banquete, sobrevino el horror. El sultán y todos los cristianos fueron masacrados por una ola
asesina de fanáticos musulmanes concertados por la madre del sultán. Constanza sobrevivió
milagrosamente.

La princesa cristiana fue puesta a bordo de un barco sin timón, indicándole que aprendiera a
navegar desde Siria hasta Italia, su patria. Provista de abundantes víveres y vestidos, su
embarcación zarpó mar adentro. Transcurrieron los años de esta inocente criatura, mientras su
barco surcaba el Mediterráneo oriental, hasta que la suerte la llevó hasta el estrecho de Gibraltar.
Allí fue arrastrada por los turbulentos mares de nuestro océano, hasta que las olas la arrojaron
cerca de un castillo, en Northumberland.

El guarda del castillo bajó a inspeccionar los restos del naufragio y encontró a la casi exhausta
mujer. Constanza, de rodillas en la playa, agradeció a Dios su ayuda. Pero no descubrió su
identidad al guarda. Este hablaba un latín vulgar y por ello entendió, ayudado por los gestos, que
ella había sufrido tanto en el mar que había perdido la memoria. El guarda y su esposa pronto la
acogieron como si fuese un familiar. Constanza rezaba con mucha frecuencia y doña
Hermenegilda, que así se llamaba la mujer del guarda, por la gracia divina, se convirtió.
Posteriormente también lo haría su esposo.
Satanás, siempre agazapado esperando hacernos caer en su trampa, vio cuán perfecta era
Constanza, por lo que maquinó el medio para vengarse de ella. Hizo que un joven caballero se
enamorase perdidamente de ella, con tal pasión libidinosa, que llegó a creer que moriría si no
conseguía poseerla. Pero cuando la cortejaba no lograba absolutamente nada: ella no se dejaba
tentar. Enfurecido, ideó el medio de hacerla morir de modo vergonzoso. Esperó el momento en
que el guarda condestable se hallaba de viaje, y una noche penetró sigilosamente en el aposento
de Hermenegilda mientras descansaban.

Tanto Constanza como Hermenegilda estaban durmiendo, cansadas y fatigadas de tanto rezar en
vigilia. Tentado por Satanás, el escudero se deslizó hasta la cama y degolló a Hermenegilda. Dejó el
cuchillo manchado de sangre al lado de Constanza. Poco después, el condestable regresó a su
casa. Encontró degollada a su esposa y el cuchillo manchado de sangre en la cama de Constanza.
Enseguida, el rey Alla fue informado del horrendo crimen, y de las circunstancias en que fue
encontrado el cadáver.

Las referencias que el rey Alla había tenido de Constanza, antes del suceso, por medio de su
condestable, habían sido muy buenas. Ahora, el corazón del rey se conmovió de piedad al ver a la
criatura sumida en semejante tribulación. Esta pobre inocente estaba de pie ante el rey, mientras
el infame escudero que había cometido el crimen aseguraba que era ella quien lo había
perpetrado. Alla mandó traer un ejemplar de los evangelios. El escudero juró sobre el libro que
ella era culpable y, de repente, a la vista de todos los presentes en el juicio, una mano le hirió en el
cuello, desplomándose como una piedra. Todos oyeron una voz que proclamó:

-Tú has acusado a una inocente hija de la Santa Iglesia en presencia del rey. Y habiendo hecho
esto, ¿debo yo permanecer callado?

Debido al milagro, el rey y muchos de los presentes se convirtieron. Entonces, Jesucristo hizo que
Alla se casara con esta hermosa y santa doncella en solemne ceremonia. De este modo, Constanza
llegó a ser reina. Pero, de nuevo una mujer, Doneguilda, la madre de Alla, se opuso inútilmente a
la decisión de su hijo de casarse con una extranjera. Y engendró un odio mortal.

Con el tiempo, él tuvo de ella un hijo varón llamado Mauricio, cuando Alla comandaba una
expedición contra sus enemigos de Escocia. Doneguilda interceptó al mensajero que llevaba la
buena noticia a Alla. Y emborrachándolo una noche, consiguió que sus cómplices cambiaran el
mensaje auténtico por otro falso, que afirmaba que Constanza había dado a luz a una criatura
diabólica. Alla contestó ordenando que ambos, madre e hijo, fuesen bien atendidos hasta su
regreso. Otra vez la carta del mensajero fue cambiada a su vuelta por una que decía: “El rey
ordena a su condestable, bajo pena de muerte por alta traición, que de ningún modo permita a
Constanza que permanezca en su reino más de tres días. Se le pondrá a ella, a su retoño y todo lo
que le pertenezca en el mismo barco en que se le encontró y se le arrojará del país, conminándola
a no regresar nunca jamás.” Y así fue ejecutada la orden.

No había pasado mucho tiempo cuando el rey Alla regresó a su castillo y preguntó por su esposa y
su hijo. El corazón del condestable quedó helado, pero con palabras sencillas relató todos los
pormenores de lo que había sucedido: había ejecutado exactamente lo que le había ordenado
bajo pena de muerte. El mensajero fue torturado y confesó todo. Al fin, Alla ejecutó a su madre en
castigo a su traición real.

El barco de Constanza continuó su deriva, atravesando el estrecho de Gibraltar, navegando hacia


donde terminarían definitivamente las penalidades. Un senador, que navegaba de vuelta a Roma
con su ejército, localizó el barco a la deriva. Recogió a ella y al niño, llevándolos a la capital del
Imperio. Por su parte, el rey Alla venía de peregrinación a Roma. Al enterarse, el senador fue a su
encuentro, y condujo al rey a Roma, donde al fin encontró para siempre a Constanza y a su hijo.

5.5.2. Anotaciones para un Comentario.

Esta narración está basada en Les Chronicles de Nicolás Trevet, fechada en 1334. El cuento,
precedido de un prólogo basado en Del desprecio del mundo del Papa Inocencio III, no guarda
relación aparente con el relato que le sigue sobre las peripecias de Constanza. El mismo Juan
Gower se inspiró en la misma fuente al escribir Confessio Amantis. La heroína, después de
múltiples peripecias y peligros, que recuerdan las novelas bizantinas, encuentra la felicidad. En el
cuento aparecen muchas referencias astrológicas.

5.6. Cuento de la Comadre de Bath.

5.6.1. Resumen.

En la corte del rey Arturo, había un caballero joven y alegre que, volviendo a casa después haberse
dedicado a la cetrería, se topó casualmente con una doncella a la que le arrebató la doncellez a
viva fuerza. Esta violación causó un gran revuelo. Por el curso de la ley, el caballero fue condenado
a muerte. Habría sido decapitado si la reina y otras muchas damas, con insistencia, no hubiesen
solicitado al rey clemencia. El monarca le perdonó el castigo y ordenó que la reina decidiese la
tarea para su rehabilitación. Esta, a cambio de su vida, le impuso al joven, desde aquel momento
hasta dentro de un año y un día, que buscase y, finalmente, descubriese qué es lo que las mujeres
desean realmente con mayor vehemencia.
Visitó todas las casas y lugares en los que pensaba que tendría la suerte de averiguar qué es lo que
las mujeres más ansían, pero en ningún país encontró a dos personas que se pusiesen de acuerdo
sobre el tema. Algunos decían que lo que más quieren las mujeres es la riqueza; otros, el honor o
la honra; otros, el pasarlo bien; otros, los ricos atavíos; otros, que lo que preferían eran los
placeres de la cama, enviudar y volver a casarse con frecuencia. Algunos afirmaban que los
corazones de las mujeres se sienten más felices cuando se les consiente y llena de atenciones y
piropos. Otros sostienen que lo que más les gusta es ser libres, obrar a su antojo y no tener a nadie
que critique sus defectos, sino que les recreen los oídos alabando su sensatez e inteligencia. Otros
opinan, finalmente, que lo que les gusta muchísimo es ser consideradas discretas, fiables y firmes
de propósito, incapaces de revelar nada de lo que se les diga.

El tiempo apremiaba y el caballero tenía que presentarse ante la corte del rey Arturo, con la
solución de la pregunta formulada por la reina. Mientras iba cabalgando lleno de tristeza, pasó
junto a un bosque y vio a unas veinte damas que bailaban. El jinete se acercó a ellas, pero en un
instante se esfumaron. Solo quedó una anciana sentada sobre la hierba. Era la persona más fea
que pueda imaginarse. La vieja se incorporó y le dijo al caballero:

-Señor, a partir de aquí no hay camino. Decidme sinceramente lo que buscáis; será
probablemente lo mejor; nosotras las ancianas sabemos un montón de cosas.

-Buena mujer -replicó el caballero-, la verdad es que puedo darme por muerto si no logro anunciar
qué es lo que más desean las mujeres. Si me lo podéis revelar, os recompensaré con largueza.

-Poned vuestra mano en la mía y dadme vuestra palabra de que haréis lo primero que os pida si
está en vuestra mano -añadió ella.

-De acuerdo -dijo el caballero-. Tenéis mi palabra.

-Entonces -contestó ella- me atrevo a asegurar que habéis salvado la vida, pues apuesto a que la
reina será de igual parecer. Mostradme a la más orgullosa de ellas, aunque lleve el tocado más
valioso, y veremos si se atreve a negar lo que os diré. Basta de palabras y partamos.

A continuación, ella le susurró su mensaje, dándole coraje y ánimos.

Cuando llegaron a la corte, el caballero anunció que, de acuerdo con lo prometido, había
regresado puntualmente y estaba dispuesto a dar una respuesta. Numerosas nobles matronas y
doncellas, y también muchas viudas, de reconocida sabiduría, se reunieron para escuchar su
solución, con la mismísima reina sentada en el trono judicial.

-Mi soberana y señora -dijo con voz sonora el joven caballero-, en general las mujeres desean
ejercer autoridad tanto sobre sus esposos como sobre sus amantes y tener poder sobre ellos.
Aunque con ello respondo con mi vida, este es su mayor deseo.

Ni una sola matrona, doncella o viuda en todo el tribunal contradijo tal afirmación. Todas
declararon que merecía conservar la vida.

En ese instante, la anciana se puso de pie de un salto y exclamó:

-¡Piedad y justicia mi reina! Yo le di la respuesta al caballero y, a cambio, él empeñó su palabra de


que, si salvaba su vida, realizaría lo primero que yo le pidiese. Por tanto, señor caballero, os ruego
ante este tribunal que me toméis por legítima esposa. ¡Si lo que afirmo es falso, negadlo bajo
juramento!

-¡Ay de mí! -se lamentaba el caballero-. Reconozco que lo prometí. Por el amor de Dios, pedidme
otra cosa: tomad todos mis bienes como rescate de mi cuerpo,

-De ninguna manera -contestó ella-. ¡Que caiga una maldición grande sobre nosotros dos si
renuncio! Vieja, pobre y fea como soy, por todo el oro y todos los minerales en la superficie o
enterrados bajo tierra, no quiero nada que no sea ser tu esposa y enamorada.

Se celebró la boda y el caballero sufrió mucha angustia cuando fueron llevados al lecho nupcial. Él
se volvió y revolvió una y otra vez, mientras su anciana esposa acostada le miraba sonriente.
Estuvieron toda la noche dialogando y la vieja haciendo valer sus argumentos y demostrando
mayor capacidad de convencimiento y superior inteligencia. Ella era pobre, no era noble de
herencia, pero la nobleza se demuestra y se consigue con el quehacer y el comportamiento diario.
Con relación al amor, afirmó:

-Escoged una de estas dos cosas: me tendréis vieja y fea por el resto de mi vida, pero fiel y
obediente esposa, o bien me tendréis joven y hermosa, y habréis de exponeros a que todos los
hombres vengan a nuestra casa por mí, o quizás a algún otro lugar.
El joven lo pensó largamente, suspirando profundamente todo el rato. Al fin dijo:

-Me confío a vuestra sabia experiencia; haced vos misma lo que creáis más agradable y honroso
para los dos.

-Entonces he ganado el dominio sobre vos -afirmó ella-. Os aseguro que seré hermosa y también
buena. Ahora descorred la cortina y contemplad.

Cuando el caballero vio que era realmente tan joven como encantadora, la tomó entre sus fuertes
brazos embargado de alegría. La besó más de mil veces y ella le obedeció en todo lo que podía
proporcionarle placer.

Así vivieron alegres y felices hasta el final de sus vidas.

5.6.2. Anotaciones para un Comentario.

Los críticos atribuyen la inspiración de este cuento a una doble fuente. Por un lado, a la tradición
celta; por otro, a la sátira latina, donde la elección entre la belleza y la fidelidad es causa de
tensión matrimonial.

La comadre, según confiesa ella misma, se ha casado cinco veces y en su juventud tuvo otra
compañía. Ha estado tres veces en Jerusalén. ¿En peregrinación o para tener una aventura
amorosa? En el arte de amar es toda una experta. Su maestra ha sido la experiencia personal y no
la información libresca. En el prólogo a su cuento hizo un panegírico sobre el casarse varias veces,
utilizando en su favor la Biblia y la Patrística de modo distorsionado. Para ella el matrimonio
prevalece sobre la virginidad.

El tema de la sumisión marital es el motor del cuento. El caballero, condenado a muerte, debe
responder a la pregunta fundamental: ¿qué es lo que más les gusta a las mujeres? La respuesta,
que presenta tras un año de intensa búsqueda, es: “mandar”. La reina y sus damas la aceptan
complacidas y reconocen el acierto del caballero. El pequeño sermón con que termina el relato
resume la filosofía de la narradora.

5.7. Cuento del Fraile.


5.7.1. Resumen.

Antiguamente, vivió en mi país un arcediano, es decir, un eclesiástico que ejercía jurisdicción en


determinado territorio por delegación del obispo, con amplios poderes. Era un implacable ejecutor
de castigos por brujería, fornicación, difamación, adulterio, robos sacrílegos, incumplimiento de
testamentos y contratos, inobservancia de los sacramentos, simonía, usura y muchos otros tipos
de delito. Allí donde hacía sentir con mayor fuerza el peso de su justicia era con los lujuriosos.

Tenía siempre un alguacil a mano. No había rufián más astuto que este en toda Inglaterra. Había
montado una ingeniosa red de espías prostitutas, que le mantenían bien informado de cualquier
asunto que le pudiese resultar ventajoso. Eran sus informadores secretos y, a través de ellas,
obtenía muchas ganancias, que su amo desconocía.

Ocurrió un día que este alguacil salió a caballo a requerir en citación a un vejestorio de mujer, a
una viuda, con la idea de robarle con una excusa cualquiera. Acertó a ver, cabalgando delante de
él, junto al lindero del bosque, a un atractivo granjero, portador de un arco y un carcaj, con
relucientes flechas afiladas. Llevaba una capa verde corta y, en la cabeza, un sombrero con orlas
negras.

-¡Saludos! -dijo el alguacil-. Bien hallado, señor.

-Bien venido seáis vos y todos los hombres honrados -respondió el otro-. ¿Hacia dónde vais por
esta arboleda? ¿Vais muy lejos hoy?

-No -respondió el alguacil-. Solamente voy ahí cerca a cobrar una renta que deben a mi señor.

-Entonces, ¿sois administrador?

-Sí -le contestó.

No se atrevía a admitir que era alguacil, por la vergüenza y mala fama que tiene este oficio.
Mientras avanzaban iban dialogando, coincidiendo en muchas de sus consideraciones, llegando a
entenderse a las mil maravillas.
-Mi querido amigo, yo también soy administrador -acabó por manifestar el hombre del carcaj y la
capa verde-. Me gustaría conoceros mejor todavía y, si lo aceptáis, ser vuestro amigo, pues soy
forastero por estos andurriales. Poseo riqueza, ya que tengo oro y plata ahorrados en mi tierra, la
comarca del Norte, y los pondré completamente a vuestra disposición, si algún día se os ocurre
visitar nuestro condado.

-Muchísimas gracias, de verdad -exclamó el alguacil muy complacido.

Ambos se estrecharon las manos y se comprometieron a ser hermanos por juramento el resto de
sus vidas. Continuaron su marcha hasta que, llegados a un punto de la conversación, el alguacil
acabó diciéndole a su compañero:

-Me gustaría pediros que me enseñaseis algunos de vuestros trucos, para sacar el máximo
provecho de mi empleo. No permitáis que ningún escrúpulo de conciencia os retenga.

-Bueno, debo deciros que mi salario es pequeño, mi amo es un hombre tacaño y rígido, por lo que
me gano la vida a base de extorsiones. De hecho, cojo todo lo que me dan, por las buenas o por las
malas. Así consigo cubrir gastos de un año para otro.

-Realmente es lo que me ocurre a mí también. No tengo escrúpulos en absoluto sobre lo que


pueda conseguir en un trato particular marginal. Vivo por mis extorsiones. No tengo conciencia de
ninguna clase, ni entrañas compasivas. ¡Qué suerte haberos encontrado! Ahora, querido hermano
mío, decidme vuestro nombre -dijo el alguacil.

El granjero esbozó una sonrisa. Y añadió:

-¿De verdad queréis que os lo diga? Soy un diablo -confesó con frialdad-. Vivo en el infierno y he
salido a cabalgar para cosechar lo que la gente me pueda dar, adoptando la forma corporal
adecuada para cada situación.

Cabalgando llegaron hasta la entrada de la ciudad, donde vivía la vieja que el alguacil quería
visitar. Este llamó a la puerta de la casa. El vejestorio de mujer abrió.
-Aquí traigo un mandato judicial por el que debes presentarte ante el tribunal que juzga tu caso.
Pero si me das doce peniques, te exculparé.

-¡Doce peniques! -exclamó ella-. En mi vida he cometido falta alguna. ¿No veis que soy muy
pobre?

-¡Paga! O me llevaré tu sartén nueva.

-Por mi salvación que hasta la fecha no he sido jamás citada a comparecer ante un tribunal en toda
mi vida, ni como esposa ni como viuda. Mi cuerpo ha sido siempre fiel. ¡Que el negro y maligno
diablo te lleve, a ti y a mi sartén!

Cuando el diablo la oyó maldecir de rodillas con tal vehemencia, le preguntó:

-Vamos, vamos, buena madre, ¿de verdad quieres esto?

-Que el diablo se lo lleve antes de morir, con mi sartén y con todo, si no se arrepiente -replicó ella
enérgicamente.

-No es probable, vieja carcamal -exclamó el alguacil-. No tengo intención de arrepentirme de nada
por tu causa. Antes te arrancaría la blusa y todos los vestidos.

-Vamos, tómalo con calma, hermano -dijo el diablo-. Tu cuerpo y este vestido son míos por
derecho; esta noche vendrás conmigo al infierno, donde aprenderás más secretos nuestros que
cualquier doctor en teología.

Al decir esto, lo agarró fuertemente y, en cuerpo y alma, se fue con el diablo a ocupar el lugar
destinado a los alguaciles.

5.7.2. Anotaciones para un Comentario.


La rivalidad entre el fraile y el alguacil se pone de manifiesto en los respectivos relatos. Si en el
cuento del fraile, el demonio se lleva al infierno al alguacil, la respuesta del alguacil en el prólogo
de su cuento es contundente: al levantarle la cola al diablo, debajo de sus posaderas, sale un
enjambre de veinte mil frailes.

La causa de la rivalidad hay que buscarla en el conflicto de intereses. Los frailes mendicantes
dependían directamente del Papa, así que los ordinarios del lugar no tenían jurisdicción sobre
ellos. Los alguaciles que constituían el brazo recaudatorio del obispo dependían de él. Con
frecuencia, pues, se disputaban el dinero de sus “contribuyentes”.

El alguacil que Chaucer describe es un infierno ambulante que entrega citaciones judiciales y se
aprovecha de su ventajosa posición para entrar a saco en la intimidad de las personas.

5.8. Cuento del Alguacil.

5.8.1. Resumen.

En Yorkshire, en la región llamada Holderness, había una vez un fraile, que iba por ahí predicando
y también mendigando. Sucedió que un día este fraile había predicado en una iglesia con su estilo
habitual. En su sermón exhortó especialmente a la gente a que, sobre todo, sufragase misas
gregorianas por los difuntos y que, para mayor gloria de Dios, proporcionasen todo lo necesario
para la construcción de conventos en donde se celebrasen los oficios divinos, en vez de malgastar
el dinero en banalidades.

-Las misas gregorianas -explicaba- rescatan las almas de vuestros amigos, tanto viejos como
jóvenes, del Purgatorio.

Después de celebrar la misa, siguió escudriñando por las casas, arremangado con su bolsa y su
báculo con pomo de cuerno mendigando miel, queso o un poco de grano. Su compañero llevaba
una vara rematada por un cuerno con tinta, un par de tabletas para escribir y un punzón
cuidadosamente afilado, con el que, en pie, anotaba los nombres de todos los que daban algo,
como si quisiera garantizarles que rezarían por ellos. Los acompañaba, con un saco a sus espaldas,
en donde introducía todos los donativos, un robusto criado del mesón donde se hospedaban. Una
vez fuera de la casa, borraban los nombres que acababan de escribir en las tabletas.
Así llegó a una casa donde solía ser mejor agasajado que en cualquier otra. El dueño de la vivienda,
propietario de la finca, yacía enfermo, acostado sobre un camastro. Su compañero había ido a la
ciudad con el criado, a proseguir con su rutina.

-¡El Señor esté contigo, buenos días, amigo Tomás! -dijo el fraile con voz suave y cortés- ¡Que Dios
os recompense, Tomás! ¡Cuántas veces he estado en este banco; cuántas comidas espléndidas he
comido aquí!

-¡Ay querido maestro! ¿Cómo os han ido las cosas! Llevo más de dos semanas sin veros.

-Dios sabe que he estado trabajando duro -repuso el fraile-. He rezado mis mejores oraciones para
tu salvación y la de nuestros amigos. Por cierto, ¿dónde está tu señora?

-¡Ah, nuestro buen maestro! Bienvenido seáis -exclamó la señora, irrumpiendo en la escena-.
¿Estáis bien?

-¡Mejor que nunca, señora! Vuestro servidor en todo. Si no tenéis inconveniente, tened la bondad
de permitirme una conversación cara a cara con Tomás.

-Entonces, si no os importa dadle un rapapolvo, pues se ha vuelto tan gruñón como un gato
enjaulado. Aunque le doy todos los cuidados, no para de refunfuñar como un cerdo. Por cierto,
antes de que me vaya, ¿qué os gustaría comer? Lo preparo enseguida.

-Bueno, señora -dijo él-, hablaré sin remilgos, pues hay confianza: un pequeño “fois” de capón
cebado y una sencilla rebanada de vuestro pan recién horneado será suficiente, aunque si tenéis la
cabeza asada de un cochinillo regada con un buen vino, os lo agradecería.

-Por supuesto, señor. Solamente unas palabras antes de que me vaya. Mi hijo falleció hace dos
semanas, poco después de que os marchaseis de la ciudad.

-Su muerte me fue revelada cuando estaba en el dormitorio - respondió el fraile-. Pongo a Dios por
testigo que, en mi visión, lo vi entrar en el cielo a la media hora de haber fallecido. También lo
vieron nuestro sacristán y nuestro enfermero.
La señora salió complacida y el fraile se dispuso a mantener la conversación confidencial con
Tomás.

-¡Vaya, Tomás, Tomás! El diablo haciendo de las suyas: hay que arreglarlo. La cólera la prohíbe el
Todopoderoso. Además, tengo que decirte que nosotros, en nuestro capítulo, rogamos a Cristo,
noche y día, para que os envíe salud y recuperéis la energía corporal.

-Dios sabe que no noto la menor diferencia -aseveró el enfermo-. Sabe Dios cuántas libras llevo
gastadas en estos últimos años en toda clase de frailes y no he mejorado en absoluto. He agotado
casi todos mis recursos, esta es la verdad. Puedo decir adiós a mi oro por completo.

-¡Oh Tomás! -añadió el fraile-, ¿es esto lo que habéis estado haciendo? ¿Qué necesidad teníais de
buscar “toda clase de frailes”? Cuando se tiene el mejor doctor de la ciudad, ¿por qué ir en busca
de otros? ¿No considerabais suficiente que yo y mi convento rezáramos por vos? Si estáis enfermo
es porque nos habéis dado demasiado poco.

El enfermo, poco a poco, se fue inflamando de furia hacia el fraile por las hipócritas mentiras que
iría desgranando.

-Muy bien -acabó diciendo el enfermo-, daré algo a vuestro santo convento mientras esté vivo y,
en un instante lo tendréis en vuestra mano, pero con esta única condición: divididla entre cada
fraile en partes iguales. Debéis prometerme esto, sin fraudes ni reparos, por los votos de vuestra
profesión.

-Por mi fe, lo juro -contestó el fraile poniendo su mano en la del otro-. Aquí tenéis mi promesa. No
os defraudaré.

-Ahora, poned vuestra mano en mi culo -le espetó el enfermo- y explorad con cuidado. Allí, debajo
de mis nalgas, encontraréis algo que he escondido en secreto.

“¡Ah! -pensó el fraile-. Esto me lo voy a quedar.” Introdujo la mano hasta la hendidura de las
nalgas del enfermo, esperando encontrar allí un presente, Cuando el enfermo notó que el fraile
estaba palpando allí y allá por su culo, soltó un pedo en plena mano; ningún caballo de arrastre
jamás soltó uno tan ruidoso. El fraile pegó un brinco como el de una fiera salvaje.
-¡Ah, palurdo traicionero! -exclamó-. ¡Por los huesos de Cristo! ¡Lo has hecho a propósito por
despecho! ¡Pagarás por este pedo! Ya me ocuparé yo de eso.

Al oír la pelea, los criados del enfermo acudieron y echaron al fraile. Morado de ira, con paso vivo
se dirigió a la mansión en la que vivía un hombre importante, de quien había sido su confesor
desde el principio. Este digno creyente era el señor de la población.

Estaba sentado a la mesa comiendo cuando entró el fraile hecho un basilisco, casi incapaz de
proferir palabra. Pero al final, a duras penas, pudo balbucear:

-¡Dios te bendiga!

El señor de la mansión se le quedó mirando fijamente y luego dijo:

-¡Cielos! ¿Qué os pasa, fray Juan? Parece como si el bosque estuviese lleno de ladrones. Vamos,
sentaos y decidme qué es lo que os perturba. Si puedo, lo arreglaré.

-¡Es un ultraje! -exclamó el fraile-. El zagal más miserable sobre la faz de la tierra se hubiese
disgustado por el modo en que he sido maltratado. Pero no hay nada que me duela más que aquel
viejo y palurdo carcamal haya ofendido también a nuestro respetable convento.

-Vamos, vamos -trató de tranquilizarlo el señor de la mansión-, por el amor de Dios, calmaos y
contadme lo que os agita.

Entonces el fraile, como pudo, le contó lo que le había sucedido, con todos los detalles y se
marchó cariacontecido a un rincón a rumiar su sofocón.

El señor permaneció allí sentado y terminó de comer. Luego entró como en trance repitiendo
mentalmente lo que había oído del fraile e intentando imaginar cómo aquel tipo había colocado a
su confesor en semejante trance. Hasta la fecha, jamás hubo acertijo semejante en toda la ciencia
aritmética. ¿Cómo podría alguien probar que cada uno de los frailes tuvo igual porción del ruido y
del olor de un pedo?
Pero el escudero del señor, que le había estado sirviendo la comida y había presenciado la escena
del fraile y la interrogación que había lanzado al aire, era un muchacho muy listo, que adivinando
los pensamientos de su señor, se atrevió a decirle:

-Perdonadme, señor, pero por un corte de tela para un vestido os podría explicar, si quisierais y no
os enojarais, maestro fraile cómo un pedo podría ser distribuido equitativamente en vuestro
convento.

El fraile se acercó y el escudero les explicó a ambos su ocurrencia o invento:

-Señor, tan pronto como haga buen tiempo, cuando no sople el viento ni se mueva el aire, haced
traer una rueda de carro a esta casa, pero ved que tenga todos sus doce radios, el número usual
de una rueda de carro. Entonces traedme doce frailes, que junto con vuestro confesor suman los
trece que forman un convento. Después, que todos se arrodillen juntos, cada fraile colocando
fijamente su nariz al extremo de un radio. Vuestro noble confesor, a quien Dios salve, debe colocar
su nariz exactamente debajo del cubo, es decir, del centro de la rueda. Luego mandáis traer aquí a
ese individuo, con su panza tiesa y tirante como un tambor. Situadle exactamente encima del eje
de la rueda del carro y hacedle que suelte un pedo. Apuesto en ello mi vida -afirmó
categóricamente el descarado muchacho-, que veréis la prueba demostrable de que el sonido y el
mal olor viajan a la misma velocidad hasta los extremos de los radios. Este digno confesor vuestro
recibirá las primicias, como corresponde a un hombre de tan particular eminencia.

El fraile abandonó la estancia y la mansión como alma que se lleva el diablo, mientras el señor se
quedaba alabando el ingenio y la inventiva de su escudero, quien con una amplia sonrisa
celebraba el premio de un vestido nuevo.

5.8.2. Anotaciones para un Comentario.

En el relato, el alguacil nos presenta a un fraile pesetero codeándose con un terrateniente. En su


avaricia, el fraile pedigüeño recibe una soberana lección del terrateniente postrado en cama.
Chaucer en estos casos vuelve a recurrir a episodios que rozan aspectos escatológicos de mal
gusto, pero que se ajustan perfectamente con la mentalidad del pueblo llano, como prueba
también del realismo del cuento.

5.9. Cuento de Sir Topacio.


5.9.1. Resumen.

Sir Topacio era un noble caballero natural de Flandes, apuesto, de tez blanca, barba y pelo de
azafrán. Vestía ropa cara, con calzas de Brujas y botas de cuero cordobés. Cazador de silvestres
venados, solía practicar la cetrería junto al río, siempre con su halcón posado en el puño. Además,
era muy buen arquero. Aunque muchas doncellas suspiraban por entrar en sus aposentos, él era
casto y nada libertino.

Un día salió a cabalgar, atravesando a galope un hermoso bosque lleno de bestias salvajes. En su
pecho albergaba un resplandor melancólico. Los pájaros cantaban a su paso: el gavilán, la cotorra,
el tordo macho y la paloma torcaz. Oyendo trinar al zorzal cayó en amoroso trance, y huyó de
aquel lugar como loco hasta que tuvo que parar, para dar un respiro a su potro empapado de
sudor. El caballero habló consigo mismo, lamentando la desazón amorosa que le ataba con una
soga. Anoche soñó que la única mujer, apropiada para él, era la reina de las Hadas y Elfos, a quien
buscaría por valles y colinas, hasta llegar a su solitario y mágico país. Un forzudo gigante llamado
Olifante le salió al frente con palabras amenazadoras: “Señor caballero, por Misa, Mesa y Masa, yo
vivo por aquí; galopad, pues a vuestra casa, o mataré a vuestro corcel con la maza, pues la reina de
las Hadas con arpa, y flauta y tamboril, hizo de este lugar su casa y plaza”. Pero el caballero, antes
que arredrarse, le retó a luchar al día siguiente cuando regresase provisto de la correspondiente
armadura. El gigante lo despidió con una lluvia de pedruscos lanzados con su palo honda.

Sir Topacio, en cuanto regresó a su ciudad ordenó a sus gentes que preparasen una alegre fiesta,
con juglares que recitasen algún romance real, de obispo, papa o cardenal, mientras él se vestía y
preparaba para el combate con sus mejores galas, cubriendo su pecho y su torso con una cota de
fina malla. Su rojísimo escudo lucía como enseña una cabeza de jabalí, adornada con un carbunclo.
Al tiempo que comía frugalmente y bebía cerveza, juraba que mataría al gigante costara lo que
costara. Llevaba envainada una espada de marfil, se cubría con un yelmo de brillante latón,
rematado con un lirio, y portaba una lanza del mejor ciprés.

Montó en su caballo gris y avanzó rápidamente como llama chispeante para aniquilar al gigante.
Este caballero era tan aventurero, que nunca pernoctaba en casa alguna. Bebía agua del
manantial, como lo hacía el caballero Sir Percival…

5.9.2. Anotaciones para un Comentario.


Pero el mesonero corta bruscamente la narración con las siguientes expresiones: “¡Basta por Dios!
Me estás cansando con este parloteo. Pongo a Dios por testigo. Os aseguro que me duelen los
oídos de escuchar tus sandeces. ¡Que el diablo se lleve estos versos carentes de ritmo y rima
adecuados!” Y ante la réplica de Chaucer, argumentando que es la mejor balada que conoce, el
mesonero le responde groseramente, ante el bochorno del poeta.

Por tanto, así quedan truncados los 277 versos de Chaucer. El autor se ríe de sí mismo al presentar
un relato que es una burla de los romances ingleses y probablemente de las ansias caballerescas
de los flamencos. La elevada dignidad del caballero peregrino contrasta aquí con el caballero Sir
Topacio. Para describir a este, Chaucer utiliza símiles muy caseros o convencionales: su rostro es
pálido como el pan de calidad fino; sus labios, rojos como una rosa; su pelo y su barba, como el
azafrán, ¡un colorante de cocina!

Su propio nombre, Topacio, no es muy adecuado para un caballero; además esta gema es el
símbolo de la castidad, y las doncellas suspiran por él en vano. ¿Acaso es eso real? ¿Cuándo un
caballero no satisface los deseos de una dama? Las bestias salvajes del bosque - ¡los lascivos
cabrones y liebres! – los herbajes afrodisíacos, el pájaro, cuyo canto suscita los deseos lujuriosos…,
proporcionan al relato un tono erótico, sobre un fondo sarcástico.

Después de un letargo libidinoso, el protagonista sueña con la reina-hada. En su búsqueda se topa


con el gigante Olifante, quien lo mantiene a raya y aleja lanzándole piedras con una honda, cual un
David invertido. Regresa con un lirio en su yelmo… hasta que el mesonero, corta el hilo del relato.
El hecho de que el peregrino Chaucer describa, sin reparos, su fracasada intervención en el
concurso revela la originalidad literaria del autor, pues lo habitual es que los escritores solo hablen
de sí mismos en sus libros, con el propósito de glorificarse o defenderse de acusaciones ajenas.

Los tópicos más repetidos de la literatura caballeresca aparecen en el poema de Sir Topacio.
Aunque parezca que Chaucer lo recita en serio y con una cierta solemnidad, la composición es en
realidad una parodia de las baladas épicas inglesas, en las que se narraban las hazañas de un
virtuoso caballero, que marchaba a la aventura, para honrar a su amada, y que se topaba en su
camino con asombrosos seres fantásticos, a los que debía enfrentarse.

Finalmente, solo queda añadir que la intención paródica del poema se pone también de
manifiesto en los constantes cambios de tono, que se producen en él. Frente al estilo elevado de
algunos versos, otros entran de lleno en el terreno de lo grotesco y rozan el ridículo.

5.10. Cuento de Melibeo.


5.10.1. Resumen.

Melibeo, un hombre joven, rico y poderoso, y Prudencia tenían una hija llamada Sofía. Un día en
que Melibeo salió al campo para solazarse, creyendo que su esposa y su hija estaban seguras en su
casa, tres antiguos enemigos asaltaron su hogar, infligiendo malos tratos a Prudencia e hiriendo a
su hija. Los malhechores huyeron rápidamente. Cuando Melibeo regresó y contempló tal
panorama, rompió en llantos y gemidos rasgándose las vestiduras.

Por consejo de Prudencia, una vez repuesto del trance tan amargo, convocó a una asamblea de
numerosas personas: amigos cirujanos y médicos, gente joven y madura, además de sabios juristas
especialistas en derecho, vecinos e incluso antiguos enemigos que se habían reconciliado con él,
para reflexionar sobre la respuesta que merecía un hecho de tal naturaleza.

Pronto se formaron dos grupos de opinión, con soluciones divergentes. Mientras los mayores, más
expertos y conocedores del comportamiento humano, defendían que era necesario tiempo, para
meditar con detenimiento y sabiduría la mejor solución del conflicto, los jóvenes gritaban:
“¡guerra, guerra!”, clamando por una rápida venganza. Melibeo se fue inclinando hacia la segunda
salida, ante el desconcierto de Prudencia que trataba de frenarlo.

Pero después de una larga conversación entre esposo y esposa, con múltiples referencias y citas,
tanto bíblicas como de autores clásicos, en la que ella fue hábilmente desmontando los
argumentos de él, los razonamientos de Prudencia acabaron por hacer mella en el corazón de
Melibeo: “Mujer, tus dulces palabras, y también porque he comprobado tu profunda honradez y
discreción, me mueven a dejarme en todo guiar por tu consejo.”

Y también después de otro extenso diálogo, salpicado de citas, Prudencia resumió: “Te aconsejo
que llegues a un acuerdo y firmes la paz con tus enemigos”. Cuando ella vio la buena disposición
de él, envió recado a aquellos adversarios para reunirse en secreto con ellos. Allí les mostró los
grandes beneficios derivados de la paz y los graves peligros inherentes a la guerra; y les manifestó
con tacto su obligación de arrepentirse por la injuria y afrenta inferidas a Melibeo, su señor, a ella
misma y a su hija.

Completamente arrepentidos se presentaron el día convenido con Prudencia ante Melibeo, quien
les dijo: “Vosotros procedisteis mal y me ultrajasteis, movidos por vuestro orgullo, presunción y
locura, actuando con desidia e ignorancia. Sin embargo, al ver y considerar vuestra gran
humanidad, y al constatar la contrición y arrepentimiento de vuestra culpa, yo me siento impelido
a ser clemente y a perdonaros”.

En sus últimas palabras a sus adversarios, Melibeo manifestó su esperanza de que Dios, en su
infinita misericordia, en la hora de la muerte, nos perdone los pecados cometidos contra Él en este
mundo miserable.

5.10.2. Anotaciones para un Comentario.

Como hemos leído en este cuento, un matrimonio agraviado discute la conveniencia o no de


mantener relaciones pacíficas con sus amigos. Prudencia, la esposa, es partidaria de la paz;
Melibeo, de la guerra. Después de una larguísima disquisición filosófica, Melibeo se somete al
juicio de su mujer. Una vez más, la máxima de la Comadre de Bath se ha impuesto. Aunque aquí
las armas de la victoria son dialécticas.

El tema encaja, pues, dentro del argumento matrimonial, uno de los más reiterados tópicos en los
Cuentos de Canterbury.

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