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LA EUCARISTÍA QUE NOS MANDÓ CELEBRAR EL SEÑOR1

El profesor Farnés es, sin duda, un pozo de ciencia; sus conocimientos litúrgicos son
inagotables, desbordantes. El escrito que voy a reseñar es una muestra de lo que digo. Su
contenido, en efecto, es de sumo interés, apasionante; pero la presentación editorial del libro
e, incluso, el ordenamiento y la estructura de los temas deja mucho que desear. Es una pena.
Porque un estudio de esta categoría merecía, sin duda, un soporte editorial más esmerado.

No se trata de un libro teórico, ni de una exposición científica sobre la eucaristía. Tampoco es


un manual al uso, dedicado a los estudiantes de liturgia. La preocupación del autor, tal como
yo la vislumbro, está más centrada en motivaciones prácticas. Mosen Farnés busca
denodadamente estimular y motivar a los sacerdotes, responsables de presidir la celebración
eucarística, para que celebren adecuadamente, para que ejecuten los gestos sagrados y
pronuncien la palabras santas con unción, con respeto, dejándose embargar por una especie
de emoción espiritual, conscientes de que están actuando en nombre del Señor y están
reproduciendo los mismos gestos y palabras que realizó Jesús en la última cena.
Reiteradamente, con una insistencia machacona, habla de la Eucaristía «que nos mandó
celebrar el Señor». Porque la Eucaristía no es un invento nuestro, ni de la Iglesia, ni de los
apóstoles. La Eucaristía que debemos celebrar es sólo la que «nos mandó celebrar el Señor».
Ella es su testamento, su herencia, su memoria.

Me gustaría ahora resaltar algunos puntos, que el autor ha tenido gran interés en subrayar y
que, a mi juicio, son de gran interés. Suena altamente sugestiva, en primer lugar, la intuición
de Farnés al ver en la eucaristía como un resumen de toda la vida de Jesús que consistió en
«predicar la Buena Noticia y pasar de este mundo al Padre», palabra y sacramento fundidos en
una única acción (p. 22). Considero muy acertado, por otra parte, su interés en poner sordina a
determinados comportamientos habituales, como la costumbre de elevar excesivamente las
especies consagradas (p. 41), o la insistencia pastoral en acentuar la actitud de adoración por
encima de la memoria y la acción de gracias (pp. 35 y 51). Es de gran interés teológico, por
otra parte, la afirmación de que, además de la presencia real del Señor en la eucaristía, hay
que reconocer, sobre todo, la presencia de las acciones salvíficas de Cristo, especialmente el
misterio pascual de su triunfo sobre la muerte (p. 49). De este modo la anotación del profesor
Farnés se acerca claramente a los planteamientos teológicos de Odo Casel. Además de esto,
hay que señalar aquí las observaciones críticas de Farnés al modo de ejecutar el rito de la
fracción, a la necesidad de utilizar hostias grandes, que puedan partirse en trozos pequeños,
haciendo comulgar a los fieles con los fragmentos y no con hostias pequeñas (p. 135); insiste
en la importancia de «comer y beber», refiriéndose a la comunión bajo las dos especies, como
factor fundamental que contribuye a la perfección del signo sacramental del banquete (p.
111). Finalmente debo alabar el tono mesurado y respetuoso, aunque claro y contundente,
con que el autor critica el abultamiento sacrificial y de ofrenda que a veces quiere darse al
llamado rito del «ofertorio». Después de analizar el trabajoso proceso de elaboración llevado a
cabo por los peritos en la preparación del misal de Pablo VI, Farnés subraya que el momento
en el que se celebra la entrega sacrificial de Cristo, no es en el llamado «ofertorio», sino en el
marco de la plegaria eucarística, en el momento de la consagración (capítulos 10 y 13).

Antes de concluir esta reseña, me parece obligado señalar algunos puntos expuestos por el
autor y con los cuales me voy a permitir discrepar. Me sorprende el interés de Farnés, a lo
largo de todo el libro, por recalcar el carácter histórico y normativo de los relatos de la última
cena, insistiendo en la necesidad de que el sacerdote reproduzca, en la celebración de la
eucaristía, los gestos que Jesús realizó en aquella cena memorable. No estoy yo tan seguro,
sobre todo después de los estudios de Joachim Jeremias, de que la intención de los relatos
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esté centrada en la descripción histórica de lo que hizo Jesús en aquella cena, cuanto en la
evocación del comportamiento litúrgico de las comunidades primitivas al celebrar la fracción
del pan. A mi juicio, a juzgar por el carácter artificial y la simetría de los relatos, éstos deben
ser interpretados como textos litúrgicos más que como relatos de intencionalidad puramente
histórica. En este sentido tengo yo el convencimiento de que nuestra celebración eucarística
no apunta tanto a los gestos y palabras de Jesús en la cena cuanto al misterio pascual de su
entrega gloriosa en la cruz. La cena y nuestras eucaristías, que se desenvuelven en el horizonte
de los símbolos rituales, remiten al acontecimiento pascual de Cristo, a su muerte gloriosa,
porque son memoria actualizadora de ese acontecimiento.

En esta misma línea, no entiendo la insistencia de Farnés en denunciar la costumbre de


algunos sacerdotes que pronuncian el relato como quien «narra lo ocurrido en otro tiempo,
durante la cena del Señor» (p. 33). Si es cierto que el relato, en la estructura más arcaica de las
anáforas, cuando incluso se duda de la presencia misma del sanctus, el relato forma parte del
motivo de la acción gracias, como prolongación de la evocación cristológica, entonces
considero yo ajustada la costumbre de evocar las palabras y los gestos de Jesús en la cena,
como quien relata o narra algo inefable, sin necesidad de dar lugar a un intento de
mimetización. Tampoco considero necesaria la insistencia de Farnés en referirse a las palabras
del relato con la expresión «palabras de la consagración», mil veces repetida a lo largo del
libro, cuando comúnmente se acepta la dimensión consecratoria del conjunto de la anáfora o
plegaria eucarística.

Me resulta difícil aceptar, sin más, con la contundencia con que lo hace el profesor Farnés (p.
20, nota 3), que la ordenación de solo varones forme parte de lo que él llama elementos
«fundamentales», esenciales o inmutables, de los que nadie puede cambiar. Con el respeto
que me merece la opinión de Farnés, he de confesar que experimento una fuerte dificultad
para ver este hecho como una determinación del Señor y no como un hecho coyuntural,
producto del contexto sociocultural del momento.

Aquí termina mi reflexión sobre el interesante libro de Pedro Farnés. Un libro de gran interés,
no sólo para quienes ejercen el ministerio sacerdotal, sino para quienes desean profundizar en
estos temas. Sería de desear que, para las próximas ediciones, se cuidara con más esmero el
tratamiento sistemático y tipográfico del texto y la presentación editorial.

José Manuel Bernal

1
Pedro FARNÉS SCHERER, Vivir la Eucaristía que nos mandó celebrar el Señor, Colección Azenai 29,
Ediciones STJ, Barcelona 2007, 329 pp.

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