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Juan Igartua Salaverría

Principio de legalidad,
conceptos indeterminados
y discrecionalidad administrativa
Sumario: I.  Introducción. II.  A vueltas con el principio de legalidad. 1   La Ley y el Derecho. 2.  Maneras
de conformarse a la Ley y al Derecho. III.  Discrecionalidad y conceptos indeterminados. 1.  ¿Dos sentidos
de «discrecionalidad«? 2.  Unicidad o pluralidad de soluciones. 3.  Vuelta a la carga sobre una doble
discrecionalidad

I.   INTRODUCCION

El control judicial de la discrecionalidad administrativa se ha convertido en la trama de un


debate abierto entre administrativistas alineados en una misma Escuela {1}.

Para señalar con exactitud el suelo en el que la confrontación mencionada pone sus
cimientos, alguien (ajeno al gremio de los enfrentados) ha efectuado una detallada
disección de los «niveles» en los que aquélla se despliega {2}; caudalosa y compleja
temática que ni comprimida cabría en este artículo mío (al margen de que no deseo
entrometerme donde nadie me llama). Pero desde los dos bandos se han esgrimido
argumentos que andan a menos de dos dedos del centro mismo de la teoría del derecho.
Con lo que de repente me he topado con un filón del que sacar siquiera un modesto partido
para la ocasión.

En evitación de extravíos, lo más conveniente será identificar dónde se sitúa el corazón del
problema que ha dividido a prestigiosos profesores encuadrados en una idéntica y afamada
Escuela de administrativistas.

A mi parecer, uno de ellos, con penetrante ojo clínico, ha efectuado un certero diagnóstico
sobre la raíz del desacuerdo. Helo aquí: «Me preocupaba, precisamente, la coincidencia de
mis contradictores y yo en un punto que nuestra discusión había dejado intacto: el papel del
Derecho. Me explico. Nadie niega frontalmente que en su control del ejercicio del poder
discrecional los jueces no tienen otra herramienta que el Derecho, de lo que, obviamente, se
sigue que podrán llegar legítimamente en su crítica de las decisiones discrecionales hasta
donde el Derecho y el razonamiento jurídico lleguen y que más allá de ese límite, más que
impreciso no precisado, no podrán dar un solo paso. Pues bien, si estamos de acuerdo en
esto, es claro que lo que nos separa no es... una distinta inteligencia del texto constitucional,
sino más bien una diferente concepción de lo que el Derecho significa y de la esencia
misma del razonamiento jurídico» {3}.
Si él está en lo cierto y si yo entiendo bien, aquí entraría en juego, para empezar, un distinto
concepto del principio de legalidad (o de sus implicaciones) ni más ni menos. Y ello
enlazaría luego con un diferente enfoque de la motivación, verdadero numen del
razonamiento jurídico, que es la que permite controlar la observancia del mentado
principio de legalidad. Por hoy ya tengo bastante con lo primero.

II.   A VUELTAS CON EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD

Suscribo, pues —y no soy el único— que en este agrio debate hay una cuestión que palpita
bajo las demás: «la discrepancia está en el sentido que debe darse a la expresión principio
de legalidad» {4}.

Como se sabe, el principio de legalidad entronizó a la ley como acto normativo supremo e
irresistible al que, en principio, no es oponible ningún otro derecho, cualquiera que sea su
forma y fundamento {5}. El radio de acción de este principio cubre, por tanto, espacios más
amplios que el meramente administrativo. Sin embargo, en la Europa continental, el
principio de legalidad ha nacido, se ha afianzado y ha evolucionado según marchaban las
relaciones entre la Ley y los poderes del Ejecutivo-Administración {6}. Tan es así, que la
misma locución «discrecionalidad» sólo es concebible en el marco de ese principio. Es
decir, la «discrecionalidad«»está —conceptual y lógicamente— conectada con la
«legalidad». En efecto, la actividad «discrecional» se define como tal porque encuentra en
la ley un límite (relativo al fin, a la competencia, al procedimiento...). De lo contrario, se
llamaría «libre» {7}.

Si bien el principio de legalidad sigue alumbrando discusiones bien surtidas (sobre la


identificación de su fundamento, la determinación de sus contenidos, su incidencia en los
diferentes ámbitos de la actividad administrativa, etc.) {8}, me contentaré con cargar el
acento sobre dos preguntas, más básicas imposible. A ver. Si decimos que «legalidad»
significa conformidad con la ley: ¿qué se entiende por «ley»? y ¿en qué consiste la
«conformidad» con la ley?

1.   LA LEY Y EL DERECHO

¿A qué llamaremos «ley»? era la primera pregunta. Y la oportunidad de la misma viene de


que, tanto quienes abogan por maximizar la autonomía de la Administración frente a la
fiscalización judicial como sus contrarios, son igualmente fervorosos de la sacrosanta
legalidad. ¿Por qué discuten, entonces? ¿Se trata, acaso, de un malentendido evitable o de
otra cosa?

Por lo pronto, doy por seguro que unos y otros están de sobra avisados sobre la duplicidad
de contenidos atribuibles a la palabra «ley», entendida ésta en el sentido de «ley formal»
(como acto del órgano titular de la función legislativa) o en el de «ley material» (como
equivalente de «derecho objetivo»; Constitución incluida, por tanto) {9}. Pero, insisto, no
creo que de ahí brote hoy en día ningún género de confusión {10}.
No conozco a ningún insensato que se resista a aceptar la obediencia debida de la
Administración no sólo hacia las leyes sino también a la Constitución. Y si en eso se
sustancia el «sometimiento pleno a la ley y al Derecho», que menciona el artículo 103 CE,
rebasaría las entendederas de cualquiera que la discusión se prolongue un minuto más.

Ahora bien, un común denominador de la Ley y de la Constitución reside en la escritura; o


sea, ambas son conjuntos normativos positivizados. Y otro rasgo del que participan Ley y
Constitución es que las dos han sido emanadas por órganos de representación popular
puesto que «el término técnico de representación popular está... expresamente reservado en
la Constitución únicamente para las Asambleas parlamentarias...» {11}.

Sin embargo, temo que, a veces, dentro de este mismo paquete de la Ley y el Derecho se
pretenda colar a unos incómodos visitantes: los dichosos «principios generales del
derecho». Si éstos son los instalados en el texto constitucional, entonces pas de question.
Pero la cosa cambia si con esa expresión nos referimos a principios no escritos; esos que, al
parecer, habitan en el oscuro magma de «la naturaleza de las instituciones» {12}. Y más si,
como se dice, en la tarea primordial de descubrir los principios «el papel protagonista
corresponde de consuno a la doctrina científica y a la jurisprudencia» {13}.

En efecto, no veo claro que, una vez aceptado el discurso constitucional relativo a la
mitología {14} de la voluntad popular, se conceda carta de ciudadanía a los principios
generales en el perímetro de la Ley y el Derecho. Esto es, si se sostiene —bien subrayado,
por favor— que «la Ley y el Derecho... son la verdadera y estable expresión de la voluntad
general» {15}, ¿cómo puede imputarse a la voluntad de quien sea (el pueblo o sus
representantes) algo que ni siquiera consta que haya pasado por su conciencia? No se
alcanza siquiera el símil de la paternidad putativa, ya que encima son otros (jueces y
doctrinarios) los que reconocen y asignan funciones a los susodichos «principios» (y el
pueblo soberano y el legislador/constituyente en la inopia).

Dentro de la categoría de los principios no-escritos, suelen distinguirse los «principios


estructurales» (los inducidos, o presuntamente tales, de disposiciones legales escritas) y los
«principios ideológicos» (los tomados en préstamo de las valoraciones sociales: morales,
políticas, etc.) {16}. Todavía los primeros (los estructurales) tienen algún enganche con la
voluntad del legislador, ya que tampoco sería mucho abuso cargar en la cuenta del
legislador no sólo lo que éste explícitamente quiere sino también lo que se infiere de lo
querido por aquél. Por contra, el panorama cambia respecto de los segundos (los
ideológicos) porque, al margen de su vigencia social, habíamos quedado en que la
representación popular se reserva para las Asambleas parlamentarias. En este contexto de
exaltación y excelsitud democrática, necesariamente se convierte en un cuerpo extraño
cualquier forma de ius involuntarium, por mucha nombradía que tenga el patrocinador de
semejante mercancía {17}.

Antes de proseguir, desearía efectuar un par de anotaciones. La primera es que mis


invectivas contra los principios generales no-escritos carecen de otro valor que el de un
argumento ad hominem, cuando se defiende (contra las ínfulas emancipatorias de la
Administración por el origen democrático, próximo o mediato, de sus autoridades) que sólo
en el Parlamento se pronuncia la voz del pueblo y, a renglón seguido, se pretende que la
Administración se someta a normas (principios generales) que no satisfacen ese requisito de
elaboración democrática. La segunda es que la argumentación precedente se reduce a un
comentario incidental mío, pero no constituye materia —patente ni latente— de la discordia
entre administrativistas que vengo comentando. No he visto que, entre ellos, alguien niegue
o ponga en duda el pedigrí jurídico de los principios generales; aunque sí una desigual
confianza en la operatividad de los mismos, ya que para unos el uso de los principios
generales es «una técnica perfectamente objetivada para los juristas» {18}, en tanto que,
para otros, aquéllos acarrean «el problema de la definición exacta del contenido de cada
principio» {19}.

No obstante, quiero añadir una palabra sobre lo que, en el penúltimo párrafo, he mantenido
a meros efectos dialécticos. Y lo hago porque la inclusión (o la exclusión) de los
«principios generales» no-escritos en (de) el orbe del sistema jurídico no es un problema
cuya solución salga gratis, sino pagando el precio de asumir algunos compromisos
teóricos {20} (tampoco hoy aceptados universalmente en la comunidad de los juristas) {21}.
Y ello facilita, después, el empalme con la pregunta relativa a la naturaleza y objetividad
del método para inventar (¿descubrir, construir, o un poco de las dos cosas?) esos
principios y dotarlos de un significado suficientemente unívoco {22}; pregunta que tolera
ser reformulada en esta otra con aire de trabalenguas: ¿existe discrecionalidad en el control
(judicial) de la discrecionalidad (administrativa)?

Pero tampoco se piense que esta hipótesis, sobre una eventual discrecionalidad de los
jueces, comprende sólo los principios inexpresos; es extensible también —y no sólo— a las
disposiciones constitucionales escritas, sean de carácter principial {23} o no.

De la presunta discrecionalidad judicial, y de su afinidad con la discrecionalidad


administrativa, habrá ocasión de tratar en el apartado inmediato.

2.   MANERAS DE CONFORMARSE A LA LEY Y AL DERECHO

A qué deba conformarse la Administración (o sea, a la Ley y al Derecho) es la mitad del


problema; queda por saber cómo debe hacerlo. Me apresuro a notar que el «qué» y el
«cómo» mantienen alguna relación, ya que el segundo (el «cómo») está mediatizado por las
características idiosincráticas del primero (el «qué»), como en breve habrá oportunidad de
verificar.

Cae de su peso que el término «conformidad» no designa una propiedad de algo sino una
relación; justamente una relación entre un acto y un conjunto de normas que lo
disciplinan {24}.

Ahora bien, la veneranda «conformidad«se presta, en este contexto, a tres significados en


orden creciente de intensidad (muy débil, débil, fuerte) {25}. De modo que por «conforme a
la Ley y al Derecho» se entienda acumulativamente: a) lo que resulta compatible con la
Ley y el Derecho; b) lo expresamente autorizado por la Ley y el Derecho; c) lo
predeterminado por la Ley y el Derecho. Pasaré una rápida revista a esta tríada de
significaciones.
a)   Voy con la primera, según la cual «conformidad» significa compatibilidad. A su vez, el
sentido del vocablo «compatibilidad» implica la ausencia de contradicciones (o
antinomias). Pero nada más. Por eso no hay óbice a que un acto sea compatible con la Ley
y el Derecho a pesar de no haber sido previsto ni autorizado por éstos. Lo mismo vale para
un acto concerniente a un objeto del que la Ley y el Derecho no se ocupan.

Es decir, serían inválidos todos —y sólo— aquellos actos de los poderes públicos que
contrastaran con la Ley y el Derecho. Por eso, la invalidez jurídica afecta a lo que sea
incompatible (siquiera implícitamente) con la Ley y el Derecho. En el resto, los poderes
públicos se asimilan a los ciudadanos particulares y, como a éstos, les está permitido todo
lo que la Ley y el Derecho no prohíben.

En este paisaje, el principio de legalidad se erige en «límite negativo» para la acción de los
poderes públicos. De éstos se exige únicamente que no transgredan los confines trazados
por la Ley y el Derecho.

Así pues, el principio de legalidad afectaría negativamente a cualquier reglamento del


Ejecutivo que fuera incompatible con la Ley y el Derecho, pero no a reglamentos
(«espontáneos» o «independientes») no previstos por la Ley y el Derecho sino que el
Ejecutivo adopta por cuenta propia.

b)   En segundo lugar, por «conforme» se entiende lo que está expresamente autorizado en
la Ley y el Derecho. Esta versión del término «conforme» es más positiva (lo autorizado
está positivamente fundado) que la primera, pero aquélla la presupone. En efecto, todo acto
autorizado por la Ley y el derecho debe también ser compatible con éstos.

En virtud de esta segunda acepción, sería inválido cualquier acto de los poderes públicos
que no haya sido autorizado expresamente por la Ley y el Derecho. Con lo que, si para la
conducta de los particulares rige el principio de libertad («lo que no está prohibido está
permitido»), para los órganos estatales valdría el principio opuesto («lo que no está
autorizado está prohibido»).

Así las cosas, el principio de legalidad se constituye en «límite positivo» para la acción de
los poderes públicos por cuanto no basta que éstos se ejerciten dentro del ámbito de la Ley
y el Derecho, sino es necesario que tales actos cuenten con autorización expresa.

Desde este ángulo, el principio de legalidad provocaría la ilegitimidad de cualquier


reglamento «espontáneo», en cuanto no se admite que el Ejecutivo ejerza la potestad
reglamentaria en ausencia de una específica y puntual autorización legal.

El principio de legalidad quedaría devaluado, no obstante, si los textos legales se limitaran


a conferir poderes, pero luego no disciplinaran su ejercicio. Para conferir un poder sobra
con una norma de competencia que autorice a un órgano a realizar actos dotados con
nombre propio y con su correspondiente régimen jurídico. Para disciplinar un poder es
imprescindible dictar reglas (de procedimiento y/o sustanciales) en orden a su ejercicio. Los
actos de un poder, conferido pero no disciplinado, son incondicionalmente válidos. Sólo
cuando el poder aparece disciplinado surgen cuestiones relativas a la validez de sus actos,
cuyo control es, en los ordenamientos jurídicos modernos, de naturaleza jurisdiccional.

c)   Según un tercer sentido, más vigoroso que los precedentes, se dirá que un acto es
«conforme» cuando tiene una forma y/o un contenido predeterminados por la Ley y el
Derecho.

Así como la conformidad-compatibilidad era absorbida por la conformidad-autorización


expresa, esta última queda incorporada a la tercera interpretación, ya que todo acto
predeterminado en su forma y/o contenido por normas legales está eo ipso autorizado por
las normas susodichas.

La predeterminación mencionada puede abarcar tanto la vertiente «formal» (exterior y


procedimental) como el aspecto «material» (el atinente al objeto y contenido) del acto. La
noción de «conformidad material» exige al menos un par de aclaraciones.

Por lo pronto, «conformidad material» y «compatibilidad» encierran nociones netamente


distintas. «Compatibilidad» significa ausencia de contradicciones; el significado de
«conformidad» es más bien el de deducibilidad (es conforme a la Ley y al Derecho todo
acto cuyo contenido sea —no sólo compatible— sino deducible de aquéllos).

La segunda puntualización es de mayor enjundia que la anterior. Y se refiere a que la


deducibilidad puede sujetarse a dos modelos argumentativos diferentes. Si la norma
prescribe que, a un preciso supuesto de hecho, debe seguir una determinada consecuencia,
el razonamiento asume la veste del silogismo jurisdiccional: «Todos los ladrones deben ser
castigados. Pedro es un ladrón. Luego Pedro debe ser castigado». En cambio, si la norma
prescribe que debe alcanzarse un fin (una norma teleológica), se razona según la forma del
silogismo práctico: «Se debe lograr el fin F. M es un medio para F. Luego debe hacerse
M» {26}.

En la primera hipótesis la premisa menor describe un supuesto de hecho (concreto); en la


segunda, la premisa menor es un aserto sobre una relación medio-fin. En el primer caso, el
acto autorizado por la Ley y el derecho sólo puede asumir el contenido predeterminado por
la norma legal y ningún otro (en principio no habría más que un único acto conforme a la
legalidad). Mientras que en el segundo caso, y en la medida en que un mismo fin sea
conseguible por distintos medios, el acto autorizado por la Ley y el Derecho está abierto a
diferentes contenidos; o sea, el titular del poder conferido por la norma dispondría de un
abanico, más o menos amplio, de opciones (¿a qué otra cosa se llama «discrecionalidad»?).

Por lo que se me alcanza, esta segunda situación parece ser la prototípica de la


«discrecionalidad administrativa». Pero conviene mirarla más de cerca. Entre otras cosas,
porque a la situación primera (la que en línea de principio sólo admite que el acto
autorizado tiene un único contenido) quizás haya que desvestirla de tanta pretensión; sobre
todo visto que la prosa legal a menudo usa un lenguaje indeterminado, que permite, por
tanto, la atribución de varios contenidos (¿no es eso también discrecionalidad?, ¿en qué
difieren entonces ambos casos?).
III.   DISCRECIONALIDAD Y CONCEPTOS INDETERMINADOS

Viene bien rescatar la «discrecionalidad administrativa» de ese saco indiferenciado de la


«aplicación» del Derecho. Es verdad que, con frecuencia, las respectivas praxis de la
Administración y de los tribunales se asemejan como gotas de agua (se comportan
homogéneamente ante todo lo que ha sido regulado) {27}. Pero la flora de los actos
discrecionales exige una consideración aparte. Y, como tal, meritoria y resueltamente así se
reivindica también entre nosotros {28}. Ahora bien, no siempre se ha pensado de ese modo.

No sólo se ha defendido que jurisdicción y administración tuvieran un cierto aire de


familia, sino encima que eran actividades gemelas. Si la Administración desempeña una
función ejecutiva de la Ley y el Derecho, no menos ejecutiva (incluso más) es la función de
los tribunales. De ahí que para KELSEN, por ejemplo, ambas actividades fueran
sustancialmente iguales (si acaso con un mayor —de cantidad, no de grado— margen de
discrecionalidad a favor de la Administración) {29}.

Sin embargo, merced al tema de la discrecionalidad se advierte una verdadera diferencia


funcional entre estas dos actividades. Hela aquí, de manera concisa y precisa, en una cita
sin desperdicio: «Admitiendo incluso que, de hecho, administración y jurisdicción son
ambas ejecuciones discrecionales, más discrecional la primera y menos la segunda, y
admitiendo como hipótesis que al juez pueda concedérsele una discrecionalidad pareja a la
de la administración, no se puede evitar preguntarse si también sea plausible lo inverso: una
administración tan vinculada como pueda estarlo el juez. La respuesta no puede ser más
que negativa; mientras podemos imaginarnos un juez notablemente libre cuando toma sus
decisiones; sin embargo, no logramos imaginarnos un administrador cuya actividad esté
casi enteramente regulada por obligaciones y por prohibiciones. La verdad es que la
administración, aun siendo ejecución de la ley y en general del derecho, tiene una estructura
funcional peculiar... la actividad administrativa es una actividad ejecutiva de reglas que
encargan a ciertos sujetos alcanzar ciertos objetivos (los intereses públicos) definidos más o
menos precisamente.

Y puesto que los objetivos, por un lado, nunca pueden ser definidos con absoluta precisión,
y puesto que, por otra parte, su realización depende de situaciones de hecho contingentes y
en larga medida imprevisibles, es por eso que desde el punto de vista de la regulación, la
actividad administrativa resulta en larga parte disciplinada por normas finales: normas que
establecen un objetivo a conseguir (la defensa del Estado, la tutela del paisaje, el
mantenimiento del orden público, etc.), pero que dejan al destinatario de la norma la
facultad de adoptar los medios que él retiene o que mayoritariamente son retenidos como
idóneos para conseguir el fin» {30}.

1.   ¿DOS SENTIDOS DE «DISCRECIONALIDAD»?

Si por «discrecionalidad» cabe entender genéricamente posibilidad de elección, entonces en


la disección de los actos discrecionales administrativos que se ha efectuado en la cita
anterior, se detectan dos especies de discrecionalidad (que las designaré con nomenclatura
aproximada): una interpretativa (cuando las disposiciones jurídicas vienen expresadas con
lenguaje indeterminado) y otra estratégica (cuando —independientemente de si el lenguaje
legal es indeterminado o no— las disposiciones jurídicas no prescriben —ni determinada ni
indeterminada— cuál, de entre los medios conducentes a un fin, ha de adoptarse). En tosca
simplificación: la primera estaría propiciada por cómo se dicen las cosas en la Ley y el
Derecho; la segunda por las cosas que no se dicen {31}.

La discrecionalidad «interpretativa» está representada formidablemente por los tan traídos


«conceptos indeterminados». La discrecionalidad «estratégica» encuentra una óptima
ejemplificación en las llamadas «normas teleológicas».

En la regulación jurídica de las potestades discrecionales a menudo se congregan los dos


tipos de discrecionalidad aludidos; otras veces sólo uno de ellos (el segundo). A saber, si en
una disposición que confiere potestades discrecionales, los aspectos reglados (la existencia
misma de la potestad, su extensión, la competencia para actuarla y el fin que
necesariamente será público) {32} no aparecen consignados con suficiente precisión, eso
abre un área para la discrecionalidad interpretativa; a la que, de seguido, le acompañará la
discrecionalidad estratégica (la que se despliega en ese espacio que pura y simplemente no
ha sido objeto de regulación). En cambio, si la formulación de los elementos reglados es lo
bastante precisa como para cerrar cualquier abanico de soluciones interpretativas, entonces
sólo habría lugar para la discrecionalidad estratégica (sin ella no habría discrecionalidad
administrativa que valga; es la única que la define incondicionalmente).

De su lado, si algo hay de discrecionalidad estratégica en la discrecionalidad judicial —de


la que tanto queda por aclarar {33}— sólo sería a título excepcional a primera vista. La
discrecionalidad interpretativa es la que mejor retrata el embarazo de los jueces (pues toda
opción responsable es embarazosa) cuando afrontan situaciones cuya solución aparece
incierta. Lo que, menos mal, no ocurre siempre. Porque menudean los casos que, con la
información y las luces del momento, no dan más que para una solución. Por tanto, ante la
eventualidad de una discrecionalidad judicial, ésta sería ordinariamente de índole
interpretativa (me olvido ahora de ese auténtico punctum dolens {34} que son las lagunas y
de alguna baza que guardo en la manga para otra ocasión —la libre valoración de
la prueba—).

Dispongo ya de un balance aproximado pero operativo:

— La discrecionalidad administrativa (discrecionalidad estratégica) existe


independientemente de las características del lenguaje legal, aunque éstas puedan aportar,
con la frecuencia que sea, la presencia contingente de una segunda discrecionalidad
(discrecionalidad interpretativa).

— La discrecionalidad judicial (discrecionalidad interpretativa) depende sobremanera de


las características del lenguaje legal.

O sea, la discrecionalidad interpretativa es lo único que unificaría a la discrecionalidad


administrativa y a la discrecionalidad judicial, con la particularidad de que este
denominador común no es definitorio de la primera y, sin embargo, sí de la segunda.
Opino que tal planteamiento permite otorgar identidades diferentes a la «discrecionalidad
administrativa» y a los «conceptos indeterminados». ¿Cómo se explica entonces que aún
perdure la discusión al respecto?

Me atrevería a arriesgar un diagnóstico: la cuestión se ha enturbiado por la interferencia de


dos problemas distintos aunque conexos.

En efecto, la controversia parece girar en torno a la unidad o pluralidad de soluciones como


criterio demarcatorio. De manera que si, frente a la pluralidad de soluciones que oferta
cualquier situación de discrecionalidad, se postula que los conceptos indeterminados sólo
toleran —en cada caso— una única solución, la línea divisoria está servida (pero sería entre
«discrecionalidad» y «no-discrecionalidad», no entre dos especies de discrecionalidad).
Pero la separación se desvanece cuando se argumenta que, a imagen y semejanza de la
discrecionalidad, también los conceptos indeterminados admiten una pluralidad de
soluciones interpretativas (con lo que no habría necesidad de establecer diferencias
específicas dentro del genus «discrecionalidad», pues todo vendría a ser lo mismo).

Obsérvese, con todo, que entre unos y otros no hay desacuerdo total. Al menos convergen
en considerar como «discrecional» toda situación que consienta una pluralidad de
soluciones; concuerdan también al encuadrar en ese marco la dichosa «discrecionalidad
administrativa». Pero disienten sobre si ese mismo régimen se extiende a los «conceptos
indeterminados», debido a su discrepancia acerca de si éstos admiten una o varias
soluciones.

Pues bien, ahora no hay pretexto para esquivar la controvertida y latosa tesis de «la única
solución» en lo referente a los conceptos jurídicos indeterminados. Y no es por cortesía
hacia ella sino por ver qué engaste tiene tal pieza en este panorama que tan cansina y
morosamente vengo trazando.

2.   UNICIDAD O PLURALIDAD DE SOLUCIONES

Los propagandistas de la «única solución correcta» (muy numerosos en esta archifamosa


Escuela de administrativistas) {35} no se contentan con decir que aquélla existe sino,
además, convierten a los jueces en los garantes de su objetividad. Con ello se afirman dos
cosas: la primera, obvia, que hay tal solución; la segunda, que los jueces de carne mortal (y
no el fantasmagórico Hércules dworkiniano) acreditan si se ha dado con ella o no. Cada uno
de estos asertos merecen, sin duda, un tratamiento pormenorizado que, ahora, no puede
serles dispensado.

a)   De cualquier modo, y siquiera de pasada, debo anotar que de alguna figura relevante de
la misma Escuela han salido palabras fuertes. Como éstas: «No nos engañemos: las
decisiones judiciales son rigurosamente subjetivas. El juez no razona objetivamente, sino
que decide bajo los impulsos de su percepción personal. Cuando se pronuncia a favor de un
interés determinado, está realizando una declaración de voluntad apenas disimulada con
argumentaciones legales de muy poca consistencia. De hecho los Tribunales están
suplantando en ocasiones a la Administración, y en ocasiones a la Ley. Pura y simplemente
están creando Derecho... Porque en cuanto se profundiza un poco en las pretendidas
"técnicas" jurídicas, aflora la roca ideológica {36}. Y llama poderosamente la atención que
una aserción de índole empírica (y con un trasfondo teórico de escepticismo) haya parecido
«insostenible científicamente», sin aportar otra razón de que eso «lleva, sin más, a la
deslegitimación de todo el sistema del Derecho, disuelto en nombre de una concepción
"realista" en una simple física de poderes, como ya intentaron, frente a Sócrates, los
antiguos sofistas» {37}. Con todos los respetos (que si alguien los merece es este crítico;
por sí mismo y por lo respetuoso que él suele ser con los demás), estaríamos en las mismas
que si alguien pretende desacreditar «científicamente» el freudiano complejo de Edipo
porque, de lo contrario, a ver cómo se legitima la prohibición social del incesto. Los
enunciados empíricos y teóricos se combaten con otros de su misma progenie (empíricos y
teóricos, quiero decir); pero no con argumentos de conveniencia, con valoraciones, con
creencias ideológicas, etc., y mucho menos en nombre de la ciencia.

b)   Sigo con otro comentario también incidental. En simbiosis con la tesis de «la única
solución correcta» se ha puesto en circulación una nueva, a saber: la prueba de que los
conceptos indeterminados sólo son susceptibles de una interpretación correcta reside en que
aquéllos están sujetos a una plena fiscalización judicial, cosa que no ocurre con la
discrecionalidad. Al respecto, en términos inequívocos, se ha escrito que a veces «en contra
de lo que a menudo se dice no nos encontramos ante casos de auténtica discrecionalidad
porque la solución jurídica y jurisdiccional correcta no puede ser más que una, y por eso lo
resuelto en primer grado puede ser impugnado ante los órganos jurisdiccionales
superiores» {38}. Y más categóricamente aún: «Donde cabe impugnación jurisdiccional es
que no hay discrecionalidad porque el Derecho no es indiferente a la solución dada al caso
planteado» {39}. Es decir, el recurso judicial se convertiría, frivolizando un poco, en lo que
la publicidad comercial ha popularizado como «la prueba del algodón». Yo mantengo la
sospecha de que esta secuencia argumental conceptos indeterminados-única solución-
impugnabilidad jurisdiccional encubre un razonamiento circular, un círculo vicioso,
aproximativamente como éste: «los conceptos indeterminados admiten una única solución
porque, de otro modo, no serían controlables en vía judicial; y son controlables en vía
judicial gracias a que los conceptos indeterminados sólo admiten una única solución».

Pero, por encima o por debajo de esta falla en el raciocinio (si de verdad la hubiere), no
cabe olvidar que todo el entramado de los recursos judiciales tiene en su vértice superior al
Tribunal de casación, una de cuyas tareas consiste, como se sabe, en la nomofilaxis o
corrección de los errores interpretativos cometidos por órganos judiciales inferiores. Y tal
función nomofiláctica es algo más que una práctica histórica {40} o un constructo doctrinal;
goza del refrendo de disposiciones jurídico-positivas (como es el caso del art. 65 del
Ordinamento Giudiziario italiano) con una literalidad contundente: «La Corte Suprema de
casación, como órgano supremo de justicia, asegura la exacta observancia y la
interpretación uniforme de la ley» {41}.

Difícilmente encontrará la tesis de «la única solución» recepción más solemne que ésta en
el mismísimo recinto normativo del Derecho. En efecto, ¿qué otra cosa implica el concepto
de «exactitud» sino que, entre diferentes interpretaciones posibles, hay una interpretación
exacta de la misma? Correspondería, pues, a la casación eliminar las interpretaciones
equivocadas e indicar cuál es la única —la exacta— interpretación de la norma en
cuestión {42}. Lo cual supone dar por descontado que, para cada problema, hay sólo una
solución jurídica y que ésta es cognoscible mediante un método objetivo (el formalismo
pensaba en un cálculo lógico-deductivo; algunos antiformalistas cambian de registro
metodológico —en favor de la tópica, la retórica, etc.—, pero reivindican igualmente la
objetividad del método empleado) {43}.

Tamaña versión de la nomofilaxis —como de la jurisdicción en general— (y la


consiguiente de «la única solución correcta») tropieza(n) con graves escollos desde un
punto de vista teórico-general, que conciernen al método interpretativo, a la teoría de la
interpretación y, finalmente, a las funciones del juez {44}. Y seguramente por eso, se
encuentra(n) en franco e irreversible (pienso) retroceso.

c)   Ahora bien, quien repudie el fundamentalismo (no necesariamente fanático pero


siempre dogmático) de la tesis de «la única solución» no se ve condenado a abandonarse (a
gusto o resignadamente) en los indolentes y permisivos brazos del escepticismo, ni invita a
que el juzgador se busque referentes normativos extralegales hechos a la medida de su
propio criterio personal. Esto mismo que yo sostengo se ha dicho (con la finura made in de
su autor), sin ir más lejos, desde las filas mismas de esta prestigiada Escuela de
administrativistas. Textualmente: «Como hoy resulta comúnmente admitido, la
interpretación judicial no es la actividad que realiza el órgano judicial para "descubrir" el
"verdadero" significado de la disposición normativa... Ahora bien, esta actividad
interpretativa de otorgamiento de un significado a una disposición por parte de un Juez o
Tribunal que va a resolver una cuestión no es (rectius, no debe ser) una actuación arbitraria
y, como actividad racional que es, tiene unos límites lógicos, más o menos precisos, que no
se pueden extravasar. En la actividad interpretativa de la Ley "no vale todo", sino que el
sentido otorgado a una disposición debe justificarse con argumentos y dando cuentas del
razonamiento utilizado» {45}. «No vale todo», dice la cita, ni todo lo que vale —añado yo
— vale lo mismo; justo por eso la opción preferida debe argumentarse públicamente
(«dando cuenta del razonamiento utilizado», puntualiza el autor citado).

El mensaje que transmite el párrafo transcrito permite ser decodificado mediante tres
conceptos claves. En efecto, la actividad interpretativa quedaría configurada como
decisional (atribución de un significado), valorativa (seleccionándolo, no de una lista
indiscriminada, sino de entre otros significados posibles) y racional (justificando la opción
retenida como «la mejor» con argumentos jurídicos mientras den de sí y, si éstos no bastan,
con otros aceptados por la cultura de la época).

En la interpretación judicial no se «constata» o «calcula» el significado objetivo de la


disposición, sino se realizan opciones, esencialmente valorativas {46} (pues toda opción
supone una preferencia y toda preferencia entraña ex definitione una valoración) {47}.
Ahora bien, aquí no se puede dar el esquinazo al problema fundamental de cuál es el
sistema de valores —si hay varios concurrentes— que debe orientar las opciones
interpretativas, el problema, en suma, de los límites del razonamiento judicial. Pero lo
dejaré estar porque desborda mis previsiones. No obstante, sí quiero apuntar que, al
respecto, resulta decisivo el lado que se escoja en la batalla que, en materia de valores,
libran cognoscitivistas y no-cognoscitivistas. No malgastaré, con todo, la oportunidad
(autoconcedida) de dar mi opinión: sostengo que, aun apurando al máximo todas las
virtualidades de la razón, a veces quedan márgenes irreductibles a la justificación racional,
o sea márgenes enteramente decisionales. En esos casos, la solución judicial que acaba
imponiéndose sólo puede serlo por exigencias pragmáticas. Creo que en este mismo hilo se
ensarta la siguiente reflexión: «En ninguna ley ni en ningún libro está dicho que el criterio
de un tribunal... sea más acertado que el de otro. Lo que está dicho es que, en la articulación
de un Estado de derecho, hay una decisión que, por razones que sería largo elucidar, ha de
prevalecer» {48}.

Sería una labor sumamente útil ensayar el emparejamiento de las tres posturas esbozadas
aquí arriba [a), b) y c)] y las tres «ideologías de la aplicación de la ley» {49}. Y mal que
bien las correlaciones se adivinan en seguida. Los francotiradores (pues intuyo que son
pocos y van por libre) parapetados en a) se acogen, de buena gana o resignados, a la
«ideología de la libre decisión» {50}. Los congregantes de b) están bajo el magnetismo, de
intensidad variable, de la «ideología de la decisión determinada» {51}. Los pupilos de c)
simpatizan con la «ideología de la decisión legal y racional» {52}.

Estas son las afinidades que percibo a ojo de buen cubero. No descarto que debiera
introducir y multiplicar las matizaciones (ya que, por ejemplo, algunos paladines de «la
única solución correcta» están más cómodos en la órbita de «la ideología de la decisión
legal y racional» que en la de la «ideología de la decisión determinada»). Pero, de cualquier
modo, me parece de rebosante evidencia que cualquiera de las tres posturas sobre «la tesis
de la única solución» [a), b) y c)] están tintadas ideológicamente (sin connotación
peyorativa).

¿Y no habría modo de avanzar sin parti-pris a favor de ninguna de las ideologías


reseñadas? Pienso que sí, que es eludible ese marcaje ideológico. Toco madera, no
obstante; no vaya a pasarme lo que, en el fútbol, a esos extremos habilidosillos capaces de
regatear en una jugada cuatro veces a un defensa, pero siempre al mismo; sin acabar de
rebasarlo de una vez. En fin, allá voy.

3.   VUELTA A LA CARGA SOBRE UNA DOBLE DISCRECIONALIDAD

Retomo el tema donde lo dejé. Proponía que se distinguieran dos tipos de discrecionalidad:
«discrecionalidad interpretativa» y «discrecionalidad estratégica», respectivamente. Y en
esas persisto.

El término «discrecionalidad» evoca una situación en la que prima facie no aparece una
solución unívocamente determinada (independientemente de si después sólo una de las
soluciones posibles se revele como la única correcta o sean correctas todas ellas). En este
sentido, y sólo en él, yo también suscribo que «la densidad normativa o de la programación
legal —mejor, jurídica— de la decisión se convierte así en el criterio para distinguir la
discrecionalidad de la no-discrecionalidad» {53}. Pero, insisto, paso por alto si a los
programas normativos de escasa densidad finalmente les conviene una única solución o
varias indistintamente.
Ahora bien, el concepto de densidad normativa (muy sugerente por cierto) con ser idóneo
para definir la «discrecionalidad», resulta sin embargo semánticamente poco denso porque
engloba hipótesis muy diversificadas; es decir, iguala lo que no es igual del todo. Por eso,
al sustantivo «discrecionalidad» le pongo dos apellidos diferentes («interpretativa» y
«estratégica»). Y todo ello, no me cansaré de repetirlo, sin porfiar a favor o en contra de «la
única solución correcta». Aunque, si se me permite un juego de palabras, defenderé que
ante conceptos indeterminados sólo es posible una solución (a no confundir con que los
conceptos indeterminados sólo tienen una solución posible). Pero no debo adelantar
acontecimientos.

Echaré mano de un ejemplo muy de la vida cotidiana (los docentes de los primeros cursos
de carrera tenemos cierta propensión —o al menos yo— a salpicar nuestras exposiciones en
clase con ilustraciones que se entiendan a la primera, aunque a lo peor un poco imprecisas).
Imaginemos que los tres socios de una empresa guipuzcoana reciben de un mismo inversor
multimillonario (de ascendencia gallega, nacionalidad cubana y residencia chilena) el
siguiente telegrama: «Vengan ustedes al pórtico de la catedral de Santiago a las 13 horas
del 25 de julio». Y los socios no se ponen de acuerdo sobre la ciudad a la que en la
convocatoria se llama «Santiago». Cada uno de ellos formula una interpretación:

— Para uno, «Santiago» se refiere a Santiago de Compostela.

— Para otro, «Santiago» se refiere a Santiago de Chile.

— Para el tercero, «Santiago» se refiere a Santiago de Cuba.

Tras mucho discutir, a la postre interpretan que Santiago de Compostela es el lugar de la


cita.

Pero inmediatamente brota un nuevo desacuerdo sobre el medio de transporte para viajar a
Santiago de Compostela.

— Uno dice: «a Santiago de Compostela se viaja en tren».

— Otro afirma: «a Santiago de Compostela se viaja por carretera».

— El tercero asegura: «a Santiago de Compostela se viaja en avión».

La primera discusión (¿a qué ciudad se refiere «Santiago»?) sería un caso de


discrecionalidad interpretativa, ya que, por lo pronto, la palabra «Santiago» se puede
interpretar de tres maneras diferentes. La segunda discusión (¿cómo se viaja a Santiago de
Compostela?) es una muestra de discrecionalidad estratégica, puesto que en principio a
Santiago de Compostela se llega por tres medios de transporte distintos.

¿En qué se sustancia, entonces, lo que separa a las dos clases de discrecionalidad
(interpretativa y estratégica)? En que las tres propuestas interpretativas son lógicamente
excluyentes; en cambio, las estratégicas no. A ver. «Santiago» significa Santiago de
Compostela o Santiago de Chile o Santiago de Cuba. A Santiago de Compostela se llega
por tren y por carretera y por avión.

A la vista está que la discrepancia concerniente a la primera cuestión (¿a qué ciudad se
refiere «Santiago»?) debe resolverse en una —y sólo en una— de las direcciones
avanzadas; de lo contrario, los tres socios acabarían en paraderos diferentes. Sin embargo,
nada urge a que los tres viajeros potenciales acuerden desplazarse de la misma manera, ya
que sus dispares preferencias no malogran la arribada al mismo destino.

Huelga decir, pues, que a una palabra no se puede atribuirle (al mismo tiempo y bajo el
mismo aspecto) dos significados distintos. Por tanto, no supone abuso ninguno ni
compromiso ideológico afirmar que, ante un caso dado, los conceptos indeterminados sólo
admiten una interpretación (en el rebajado sentido de que no es posible conferirles varios
significados a la vez). Esto es lo que quise anticipar cuando, líneas arriba, dije que, en
materia de conceptos indeterminados, sólo es posible una solución (sin prejuzgar si ésta es
la única correcta o no, ni siquiera si existe solución correcta).

El panorama varía de aspecto en lo atinente a la relación medio-fin (que parece ser la


fórmula canónica de la discrecionalidad estratégica). Si una serie de medios acreditan su
aptitud para lograr un fin determinado, no habría óbice a que todos ellos sean utilizados
simultáneamente por diversos usuarios.

Esto último ha sido traducido técnica y autoritativamente (y con amplio consenso) así: «La
discrecionalidad es esencialmente una libertad de elección entre alternativas igualmente
justas, o, si se prefiere, entre indiferentes jurídicos, porque la decisión se funda en criterios
extrajurídicos (de oportunidad, económicos, etc.), no incluidos en la Ley y remitidos al
juicio subjetivo de la Administración» {54}.

Ahora bien, como la invocación de la subjetividad («juicio subjetivo de la


Administración») suele interpretarse como una invitación a tomar manga por hombro,
procede intercalar el memento siguiente: «Dado que la Ley de Procedimiento
Administrativo Común de 1992, art. 54.1.f), ha establecido la obligación de motivar los
actos "que se dicten en el ejercicio de potestades discrecionales", resulta claro que la
Administración, al no poder hacer justificaciones puramente apodícticas del empleo de tales
potestades, está obligada a justificar las razones que imponen la decisión en el sentido del
interés público de una manera concreta y específica y no con una mera afirmación o
invocación abstracta» {55}.

Si entiendo bien, una decisión discrecional no goza del beneficio de ninguna presunción
respecto a su ordenación al interés general, ni basta que vaya justificada con fórmulas
genéricas y estereotipadas {56}. Al contrario, el ejercicio de una potestad discrecional debe
acompañarse de una motivación que muestre puntualmente el nexo coherente entre el
medio adoptado y el interés general circunscrito al que apunta {57}. Esto para empezar.

Y es que la motivación debe cubrir otro frente más, ya que —como se ha subrayado— «la
existencia de potestades discrecionales constituye por sí misma un desafío a las exigencias
de la justicia, porque ¿cómo controlar la regularidad y la objetividad de las apreciaciones
subjetivas de la Administración, cómo evitar que invocando esa libertad estimativa se
agravie en el caso concreto la equidad, cómo impedir que la libertad de apreciación no pare
en arbitrariedad pura y simple?» {58}. En efecto, no todos los medios se revelan igualmente
eficaces para satisfacer el interés general, ni la relación cantidad/calidad-precio (o sea, lo
que se invierte y lo que se consigue) es la misma para todos ellos. Por ejemplo, optar por un
medio que procura escaso rendimiento en aras del interés general y de un elevado coste
social, sería irracional, arbitrario. La arbitrariedad es el pecado capital por excelencia que
debe evitar la Administración. Y, contra arbitrariedad, racionalidad. Esto es, la
Administración no sólo debe justificar la coherencia del medio elegido con el objetivo
perseguido, sino además por qué se ha seleccionado ese medio precisamente. Pero, ¡ojo!,
con ello no se anula la «legítima libertad de decisión» {59}; se requiere sólo (y ya es
bastante) que venga provista de una justificación razonable.

Si se me dispensase licencia para regresar al anterior ejemplo de la cita en Santiago, es


razonable que elija el tren el socio que siente pavor a volar y encima carece de permiso de
conducir. Es razonable que escoja el avión quien considera rentable económicamente
pagarse un transporte más caro pero más rápido para ganar unas horas de trabajo bien
retribuidas. Y no dejaría de ser razonable optar por el coche si, aprovechando la ocasión,
alguien puede regalarse una excursión turístico-gastronómica por la cornisa cantábrica.

Con ello pretendo ilustrar (deficientemente, seguro) la posibilidad de justificar


razonablemente diferentes alternativas, siendo complicado y discutible cuál de ellas y por
qué es la más razonable. Al menos todas ellas tendrían algo en común: su aptitud para
lograr una misma finalidad.

Sin embargo, intuitivamente (lo intuitivo es provisional) se me ocurre que la


discrecionalidad interpretativa entrañaría una motivación diversa. No sería suficiente
mostrar que una propuesta interpretativa es racionalmente defendible, sino además debería
justificarse que es mejor que todas y cada una de las interpretaciones rivales.

Ocuparme de este asunto, aquí y ahora, sería abusar de la generosa hospitalidad que me han
brindado el Director de la revista y su Consejo de Redacción.

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