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Art 3 CLASE 1 LEGALIDAD DISCRECIONALIDAD
Art 3 CLASE 1 LEGALIDAD DISCRECIONALIDAD
Principio de legalidad,
conceptos indeterminados
y discrecionalidad administrativa
Sumario: I. Introducción. II. A vueltas con el principio de legalidad. 1 La Ley y el Derecho. 2. Maneras
de conformarse a la Ley y al Derecho. III. Discrecionalidad y conceptos indeterminados. 1. ¿Dos sentidos
de «discrecionalidad«? 2. Unicidad o pluralidad de soluciones. 3. Vuelta a la carga sobre una doble
discrecionalidad
I. INTRODUCCION
Para señalar con exactitud el suelo en el que la confrontación mencionada pone sus
cimientos, alguien (ajeno al gremio de los enfrentados) ha efectuado una detallada
disección de los «niveles» en los que aquélla se despliega {2}; caudalosa y compleja
temática que ni comprimida cabría en este artículo mío (al margen de que no deseo
entrometerme donde nadie me llama). Pero desde los dos bandos se han esgrimido
argumentos que andan a menos de dos dedos del centro mismo de la teoría del derecho.
Con lo que de repente me he topado con un filón del que sacar siquiera un modesto partido
para la ocasión.
En evitación de extravíos, lo más conveniente será identificar dónde se sitúa el corazón del
problema que ha dividido a prestigiosos profesores encuadrados en una idéntica y afamada
Escuela de administrativistas.
A mi parecer, uno de ellos, con penetrante ojo clínico, ha efectuado un certero diagnóstico
sobre la raíz del desacuerdo. Helo aquí: «Me preocupaba, precisamente, la coincidencia de
mis contradictores y yo en un punto que nuestra discusión había dejado intacto: el papel del
Derecho. Me explico. Nadie niega frontalmente que en su control del ejercicio del poder
discrecional los jueces no tienen otra herramienta que el Derecho, de lo que, obviamente, se
sigue que podrán llegar legítimamente en su crítica de las decisiones discrecionales hasta
donde el Derecho y el razonamiento jurídico lleguen y que más allá de ese límite, más que
impreciso no precisado, no podrán dar un solo paso. Pues bien, si estamos de acuerdo en
esto, es claro que lo que nos separa no es... una distinta inteligencia del texto constitucional,
sino más bien una diferente concepción de lo que el Derecho significa y de la esencia
misma del razonamiento jurídico» {3}.
Si él está en lo cierto y si yo entiendo bien, aquí entraría en juego, para empezar, un distinto
concepto del principio de legalidad (o de sus implicaciones) ni más ni menos. Y ello
enlazaría luego con un diferente enfoque de la motivación, verdadero numen del
razonamiento jurídico, que es la que permite controlar la observancia del mentado
principio de legalidad. Por hoy ya tengo bastante con lo primero.
Suscribo, pues —y no soy el único— que en este agrio debate hay una cuestión que palpita
bajo las demás: «la discrepancia está en el sentido que debe darse a la expresión principio
de legalidad» {4}.
Como se sabe, el principio de legalidad entronizó a la ley como acto normativo supremo e
irresistible al que, en principio, no es oponible ningún otro derecho, cualquiera que sea su
forma y fundamento {5}. El radio de acción de este principio cubre, por tanto, espacios más
amplios que el meramente administrativo. Sin embargo, en la Europa continental, el
principio de legalidad ha nacido, se ha afianzado y ha evolucionado según marchaban las
relaciones entre la Ley y los poderes del Ejecutivo-Administración {6}. Tan es así, que la
misma locución «discrecionalidad» sólo es concebible en el marco de ese principio. Es
decir, la «discrecionalidad«»está —conceptual y lógicamente— conectada con la
«legalidad». En efecto, la actividad «discrecional» se define como tal porque encuentra en
la ley un límite (relativo al fin, a la competencia, al procedimiento...). De lo contrario, se
llamaría «libre» {7}.
Por lo pronto, doy por seguro que unos y otros están de sobra avisados sobre la duplicidad
de contenidos atribuibles a la palabra «ley», entendida ésta en el sentido de «ley formal»
(como acto del órgano titular de la función legislativa) o en el de «ley material» (como
equivalente de «derecho objetivo»; Constitución incluida, por tanto) {9}. Pero, insisto, no
creo que de ahí brote hoy en día ningún género de confusión {10}.
No conozco a ningún insensato que se resista a aceptar la obediencia debida de la
Administración no sólo hacia las leyes sino también a la Constitución. Y si en eso se
sustancia el «sometimiento pleno a la ley y al Derecho», que menciona el artículo 103 CE,
rebasaría las entendederas de cualquiera que la discusión se prolongue un minuto más.
Sin embargo, temo que, a veces, dentro de este mismo paquete de la Ley y el Derecho se
pretenda colar a unos incómodos visitantes: los dichosos «principios generales del
derecho». Si éstos son los instalados en el texto constitucional, entonces pas de question.
Pero la cosa cambia si con esa expresión nos referimos a principios no escritos; esos que, al
parecer, habitan en el oscuro magma de «la naturaleza de las instituciones» {12}. Y más si,
como se dice, en la tarea primordial de descubrir los principios «el papel protagonista
corresponde de consuno a la doctrina científica y a la jurisprudencia» {13}.
En efecto, no veo claro que, una vez aceptado el discurso constitucional relativo a la
mitología {14} de la voluntad popular, se conceda carta de ciudadanía a los principios
generales en el perímetro de la Ley y el Derecho. Esto es, si se sostiene —bien subrayado,
por favor— que «la Ley y el Derecho... son la verdadera y estable expresión de la voluntad
general» {15}, ¿cómo puede imputarse a la voluntad de quien sea (el pueblo o sus
representantes) algo que ni siquiera consta que haya pasado por su conciencia? No se
alcanza siquiera el símil de la paternidad putativa, ya que encima son otros (jueces y
doctrinarios) los que reconocen y asignan funciones a los susodichos «principios» (y el
pueblo soberano y el legislador/constituyente en la inopia).
No obstante, quiero añadir una palabra sobre lo que, en el penúltimo párrafo, he mantenido
a meros efectos dialécticos. Y lo hago porque la inclusión (o la exclusión) de los
«principios generales» no-escritos en (de) el orbe del sistema jurídico no es un problema
cuya solución salga gratis, sino pagando el precio de asumir algunos compromisos
teóricos {20} (tampoco hoy aceptados universalmente en la comunidad de los juristas) {21}.
Y ello facilita, después, el empalme con la pregunta relativa a la naturaleza y objetividad
del método para inventar (¿descubrir, construir, o un poco de las dos cosas?) esos
principios y dotarlos de un significado suficientemente unívoco {22}; pregunta que tolera
ser reformulada en esta otra con aire de trabalenguas: ¿existe discrecionalidad en el control
(judicial) de la discrecionalidad (administrativa)?
Pero tampoco se piense que esta hipótesis, sobre una eventual discrecionalidad de los
jueces, comprende sólo los principios inexpresos; es extensible también —y no sólo— a las
disposiciones constitucionales escritas, sean de carácter principial {23} o no.
Cae de su peso que el término «conformidad» no designa una propiedad de algo sino una
relación; justamente una relación entre un acto y un conjunto de normas que lo
disciplinan {24}.
Es decir, serían inválidos todos —y sólo— aquellos actos de los poderes públicos que
contrastaran con la Ley y el Derecho. Por eso, la invalidez jurídica afecta a lo que sea
incompatible (siquiera implícitamente) con la Ley y el Derecho. En el resto, los poderes
públicos se asimilan a los ciudadanos particulares y, como a éstos, les está permitido todo
lo que la Ley y el Derecho no prohíben.
En este paisaje, el principio de legalidad se erige en «límite negativo» para la acción de los
poderes públicos. De éstos se exige únicamente que no transgredan los confines trazados
por la Ley y el Derecho.
b) En segundo lugar, por «conforme» se entiende lo que está expresamente autorizado en
la Ley y el Derecho. Esta versión del término «conforme» es más positiva (lo autorizado
está positivamente fundado) que la primera, pero aquélla la presupone. En efecto, todo acto
autorizado por la Ley y el derecho debe también ser compatible con éstos.
En virtud de esta segunda acepción, sería inválido cualquier acto de los poderes públicos
que no haya sido autorizado expresamente por la Ley y el Derecho. Con lo que, si para la
conducta de los particulares rige el principio de libertad («lo que no está prohibido está
permitido»), para los órganos estatales valdría el principio opuesto («lo que no está
autorizado está prohibido»).
Así las cosas, el principio de legalidad se constituye en «límite positivo» para la acción de
los poderes públicos por cuanto no basta que éstos se ejerciten dentro del ámbito de la Ley
y el Derecho, sino es necesario que tales actos cuenten con autorización expresa.
c) Según un tercer sentido, más vigoroso que los precedentes, se dirá que un acto es
«conforme» cuando tiene una forma y/o un contenido predeterminados por la Ley y el
Derecho.
Y puesto que los objetivos, por un lado, nunca pueden ser definidos con absoluta precisión,
y puesto que, por otra parte, su realización depende de situaciones de hecho contingentes y
en larga medida imprevisibles, es por eso que desde el punto de vista de la regulación, la
actividad administrativa resulta en larga parte disciplinada por normas finales: normas que
establecen un objetivo a conseguir (la defensa del Estado, la tutela del paisaje, el
mantenimiento del orden público, etc.), pero que dejan al destinatario de la norma la
facultad de adoptar los medios que él retiene o que mayoritariamente son retenidos como
idóneos para conseguir el fin» {30}.
Obsérvese, con todo, que entre unos y otros no hay desacuerdo total. Al menos convergen
en considerar como «discrecional» toda situación que consienta una pluralidad de
soluciones; concuerdan también al encuadrar en ese marco la dichosa «discrecionalidad
administrativa». Pero disienten sobre si ese mismo régimen se extiende a los «conceptos
indeterminados», debido a su discrepancia acerca de si éstos admiten una o varias
soluciones.
Pues bien, ahora no hay pretexto para esquivar la controvertida y latosa tesis de «la única
solución» en lo referente a los conceptos jurídicos indeterminados. Y no es por cortesía
hacia ella sino por ver qué engaste tiene tal pieza en este panorama que tan cansina y
morosamente vengo trazando.
a) De cualquier modo, y siquiera de pasada, debo anotar que de alguna figura relevante de
la misma Escuela han salido palabras fuertes. Como éstas: «No nos engañemos: las
decisiones judiciales son rigurosamente subjetivas. El juez no razona objetivamente, sino
que decide bajo los impulsos de su percepción personal. Cuando se pronuncia a favor de un
interés determinado, está realizando una declaración de voluntad apenas disimulada con
argumentaciones legales de muy poca consistencia. De hecho los Tribunales están
suplantando en ocasiones a la Administración, y en ocasiones a la Ley. Pura y simplemente
están creando Derecho... Porque en cuanto se profundiza un poco en las pretendidas
"técnicas" jurídicas, aflora la roca ideológica {36}. Y llama poderosamente la atención que
una aserción de índole empírica (y con un trasfondo teórico de escepticismo) haya parecido
«insostenible científicamente», sin aportar otra razón de que eso «lleva, sin más, a la
deslegitimación de todo el sistema del Derecho, disuelto en nombre de una concepción
"realista" en una simple física de poderes, como ya intentaron, frente a Sócrates, los
antiguos sofistas» {37}. Con todos los respetos (que si alguien los merece es este crítico;
por sí mismo y por lo respetuoso que él suele ser con los demás), estaríamos en las mismas
que si alguien pretende desacreditar «científicamente» el freudiano complejo de Edipo
porque, de lo contrario, a ver cómo se legitima la prohibición social del incesto. Los
enunciados empíricos y teóricos se combaten con otros de su misma progenie (empíricos y
teóricos, quiero decir); pero no con argumentos de conveniencia, con valoraciones, con
creencias ideológicas, etc., y mucho menos en nombre de la ciencia.
b) Sigo con otro comentario también incidental. En simbiosis con la tesis de «la única
solución correcta» se ha puesto en circulación una nueva, a saber: la prueba de que los
conceptos indeterminados sólo son susceptibles de una interpretación correcta reside en que
aquéllos están sujetos a una plena fiscalización judicial, cosa que no ocurre con la
discrecionalidad. Al respecto, en términos inequívocos, se ha escrito que a veces «en contra
de lo que a menudo se dice no nos encontramos ante casos de auténtica discrecionalidad
porque la solución jurídica y jurisdiccional correcta no puede ser más que una, y por eso lo
resuelto en primer grado puede ser impugnado ante los órganos jurisdiccionales
superiores» {38}. Y más categóricamente aún: «Donde cabe impugnación jurisdiccional es
que no hay discrecionalidad porque el Derecho no es indiferente a la solución dada al caso
planteado» {39}. Es decir, el recurso judicial se convertiría, frivolizando un poco, en lo que
la publicidad comercial ha popularizado como «la prueba del algodón». Yo mantengo la
sospecha de que esta secuencia argumental conceptos indeterminados-única solución-
impugnabilidad jurisdiccional encubre un razonamiento circular, un círculo vicioso,
aproximativamente como éste: «los conceptos indeterminados admiten una única solución
porque, de otro modo, no serían controlables en vía judicial; y son controlables en vía
judicial gracias a que los conceptos indeterminados sólo admiten una única solución».
Pero, por encima o por debajo de esta falla en el raciocinio (si de verdad la hubiere), no
cabe olvidar que todo el entramado de los recursos judiciales tiene en su vértice superior al
Tribunal de casación, una de cuyas tareas consiste, como se sabe, en la nomofilaxis o
corrección de los errores interpretativos cometidos por órganos judiciales inferiores. Y tal
función nomofiláctica es algo más que una práctica histórica {40} o un constructo doctrinal;
goza del refrendo de disposiciones jurídico-positivas (como es el caso del art. 65 del
Ordinamento Giudiziario italiano) con una literalidad contundente: «La Corte Suprema de
casación, como órgano supremo de justicia, asegura la exacta observancia y la
interpretación uniforme de la ley» {41}.
Difícilmente encontrará la tesis de «la única solución» recepción más solemne que ésta en
el mismísimo recinto normativo del Derecho. En efecto, ¿qué otra cosa implica el concepto
de «exactitud» sino que, entre diferentes interpretaciones posibles, hay una interpretación
exacta de la misma? Correspondería, pues, a la casación eliminar las interpretaciones
equivocadas e indicar cuál es la única —la exacta— interpretación de la norma en
cuestión {42}. Lo cual supone dar por descontado que, para cada problema, hay sólo una
solución jurídica y que ésta es cognoscible mediante un método objetivo (el formalismo
pensaba en un cálculo lógico-deductivo; algunos antiformalistas cambian de registro
metodológico —en favor de la tópica, la retórica, etc.—, pero reivindican igualmente la
objetividad del método empleado) {43}.
El mensaje que transmite el párrafo transcrito permite ser decodificado mediante tres
conceptos claves. En efecto, la actividad interpretativa quedaría configurada como
decisional (atribución de un significado), valorativa (seleccionándolo, no de una lista
indiscriminada, sino de entre otros significados posibles) y racional (justificando la opción
retenida como «la mejor» con argumentos jurídicos mientras den de sí y, si éstos no bastan,
con otros aceptados por la cultura de la época).
Sería una labor sumamente útil ensayar el emparejamiento de las tres posturas esbozadas
aquí arriba [a), b) y c)] y las tres «ideologías de la aplicación de la ley» {49}. Y mal que
bien las correlaciones se adivinan en seguida. Los francotiradores (pues intuyo que son
pocos y van por libre) parapetados en a) se acogen, de buena gana o resignados, a la
«ideología de la libre decisión» {50}. Los congregantes de b) están bajo el magnetismo, de
intensidad variable, de la «ideología de la decisión determinada» {51}. Los pupilos de c)
simpatizan con la «ideología de la decisión legal y racional» {52}.
Estas son las afinidades que percibo a ojo de buen cubero. No descarto que debiera
introducir y multiplicar las matizaciones (ya que, por ejemplo, algunos paladines de «la
única solución correcta» están más cómodos en la órbita de «la ideología de la decisión
legal y racional» que en la de la «ideología de la decisión determinada»). Pero, de cualquier
modo, me parece de rebosante evidencia que cualquiera de las tres posturas sobre «la tesis
de la única solución» [a), b) y c)] están tintadas ideológicamente (sin connotación
peyorativa).
Retomo el tema donde lo dejé. Proponía que se distinguieran dos tipos de discrecionalidad:
«discrecionalidad interpretativa» y «discrecionalidad estratégica», respectivamente. Y en
esas persisto.
El término «discrecionalidad» evoca una situación en la que prima facie no aparece una
solución unívocamente determinada (independientemente de si después sólo una de las
soluciones posibles se revele como la única correcta o sean correctas todas ellas). En este
sentido, y sólo en él, yo también suscribo que «la densidad normativa o de la programación
legal —mejor, jurídica— de la decisión se convierte así en el criterio para distinguir la
discrecionalidad de la no-discrecionalidad» {53}. Pero, insisto, paso por alto si a los
programas normativos de escasa densidad finalmente les conviene una única solución o
varias indistintamente.
Ahora bien, el concepto de densidad normativa (muy sugerente por cierto) con ser idóneo
para definir la «discrecionalidad», resulta sin embargo semánticamente poco denso porque
engloba hipótesis muy diversificadas; es decir, iguala lo que no es igual del todo. Por eso,
al sustantivo «discrecionalidad» le pongo dos apellidos diferentes («interpretativa» y
«estratégica»). Y todo ello, no me cansaré de repetirlo, sin porfiar a favor o en contra de «la
única solución correcta». Aunque, si se me permite un juego de palabras, defenderé que
ante conceptos indeterminados sólo es posible una solución (a no confundir con que los
conceptos indeterminados sólo tienen una solución posible). Pero no debo adelantar
acontecimientos.
Echaré mano de un ejemplo muy de la vida cotidiana (los docentes de los primeros cursos
de carrera tenemos cierta propensión —o al menos yo— a salpicar nuestras exposiciones en
clase con ilustraciones que se entiendan a la primera, aunque a lo peor un poco imprecisas).
Imaginemos que los tres socios de una empresa guipuzcoana reciben de un mismo inversor
multimillonario (de ascendencia gallega, nacionalidad cubana y residencia chilena) el
siguiente telegrama: «Vengan ustedes al pórtico de la catedral de Santiago a las 13 horas
del 25 de julio». Y los socios no se ponen de acuerdo sobre la ciudad a la que en la
convocatoria se llama «Santiago». Cada uno de ellos formula una interpretación:
Pero inmediatamente brota un nuevo desacuerdo sobre el medio de transporte para viajar a
Santiago de Compostela.
¿En qué se sustancia, entonces, lo que separa a las dos clases de discrecionalidad
(interpretativa y estratégica)? En que las tres propuestas interpretativas son lógicamente
excluyentes; en cambio, las estratégicas no. A ver. «Santiago» significa Santiago de
Compostela o Santiago de Chile o Santiago de Cuba. A Santiago de Compostela se llega
por tren y por carretera y por avión.
A la vista está que la discrepancia concerniente a la primera cuestión (¿a qué ciudad se
refiere «Santiago»?) debe resolverse en una —y sólo en una— de las direcciones
avanzadas; de lo contrario, los tres socios acabarían en paraderos diferentes. Sin embargo,
nada urge a que los tres viajeros potenciales acuerden desplazarse de la misma manera, ya
que sus dispares preferencias no malogran la arribada al mismo destino.
Huelga decir, pues, que a una palabra no se puede atribuirle (al mismo tiempo y bajo el
mismo aspecto) dos significados distintos. Por tanto, no supone abuso ninguno ni
compromiso ideológico afirmar que, ante un caso dado, los conceptos indeterminados sólo
admiten una interpretación (en el rebajado sentido de que no es posible conferirles varios
significados a la vez). Esto es lo que quise anticipar cuando, líneas arriba, dije que, en
materia de conceptos indeterminados, sólo es posible una solución (sin prejuzgar si ésta es
la única correcta o no, ni siquiera si existe solución correcta).
Esto último ha sido traducido técnica y autoritativamente (y con amplio consenso) así: «La
discrecionalidad es esencialmente una libertad de elección entre alternativas igualmente
justas, o, si se prefiere, entre indiferentes jurídicos, porque la decisión se funda en criterios
extrajurídicos (de oportunidad, económicos, etc.), no incluidos en la Ley y remitidos al
juicio subjetivo de la Administración» {54}.
Si entiendo bien, una decisión discrecional no goza del beneficio de ninguna presunción
respecto a su ordenación al interés general, ni basta que vaya justificada con fórmulas
genéricas y estereotipadas {56}. Al contrario, el ejercicio de una potestad discrecional debe
acompañarse de una motivación que muestre puntualmente el nexo coherente entre el
medio adoptado y el interés general circunscrito al que apunta {57}. Esto para empezar.
Y es que la motivación debe cubrir otro frente más, ya que —como se ha subrayado— «la
existencia de potestades discrecionales constituye por sí misma un desafío a las exigencias
de la justicia, porque ¿cómo controlar la regularidad y la objetividad de las apreciaciones
subjetivas de la Administración, cómo evitar que invocando esa libertad estimativa se
agravie en el caso concreto la equidad, cómo impedir que la libertad de apreciación no pare
en arbitrariedad pura y simple?» {58}. En efecto, no todos los medios se revelan igualmente
eficaces para satisfacer el interés general, ni la relación cantidad/calidad-precio (o sea, lo
que se invierte y lo que se consigue) es la misma para todos ellos. Por ejemplo, optar por un
medio que procura escaso rendimiento en aras del interés general y de un elevado coste
social, sería irracional, arbitrario. La arbitrariedad es el pecado capital por excelencia que
debe evitar la Administración. Y, contra arbitrariedad, racionalidad. Esto es, la
Administración no sólo debe justificar la coherencia del medio elegido con el objetivo
perseguido, sino además por qué se ha seleccionado ese medio precisamente. Pero, ¡ojo!,
con ello no se anula la «legítima libertad de decisión» {59}; se requiere sólo (y ya es
bastante) que venga provista de una justificación razonable.
Ocuparme de este asunto, aquí y ahora, sería abusar de la generosa hospitalidad que me han
brindado el Director de la revista y su Consejo de Redacción.